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Estudios demográficos y urbanos

versión On-line ISSN 2448-6515versión impresa ISSN 0186-7210

Estud. demogr. urbanos vol.25 no.3 Ciudad de México sep./dic. 2010

 

Artículos

Género, ciudadanía y cuidado: aportes al debate en América Latina

Gender, Citizenship and Care: Contributions in Latin America

Verónica Gómez Urrutia* 

* Académica del Instituto de Estudios Humanísticos Juan Ignacio Molina, Universidad de Talca, Chile. Correo electrónico: vgomez@utalca.cl.


Resumen:

En el presente artículo se analiza lo relativo al llamado “trabajo de cuidado” (carework) atendiendo a su valoración social como contribución a la manutención de la comunidad política. Este tipo de trabajo, históricamente realizado por mujeres, supone la división del trabajo en “productivo” y “reproductivo” y la invisibilización de este último como parte de las condiciones que aseguran la cohesión y el bienestar de una sociedad. En este contexto se plantean argumentos a favor de vincular el concepto de cuidado -con sus implicaciones de género- con el de ciudadanía, de manera que el trabajo de cuidado se conceptúe como parte de los deberes de los ciudadanos hacia la comunidad política, pero también como un derecho que se garantice a quienes están en situación de vulnerabilidad.

Palabras clave: ciudadanía; género; trabajo de cuidado; políticas públicas

Absract:

This paper analyses some of the issues posed by carework from the perspective of its contribution to the maintenance and survival of political communities. Carework -which has been historically performed mainly by women- presupposes the sexual division of labour into “productive” and “reproductive”, and the exclusion of the later from the conditions that are considered as necessary to ensure society’s cohesion and welfare. The paper proposes arguments in favour of linking the concept of care (with its gendered implications) with the concept of citizenship, so as to conceptualise carework as part of the political duties of men and women towards their communities, but also as a right that can be guaranteed to anybody in situation of temporary or permanent vulnerability.

Key words: citizenship; gender; carework; public policy

Introducción

En enero de 2008 las dos cámaras del Congreso Nacional de Chile aprobaron una reforma a las leyes de pensiones, plasmada en la Ley 20.255. Esta reforma suele considerarse un avance en términos de equidad de género, ya que otorga una pensión de vejez o invalidez independiente de las trayectorias laborales individuales: la Pensión Básica Solidaria o PBS. Hasta 2008 las pensiones dependían directamente de un fondo de capitalización individual que se basaba en el trabajo remunerado y excluía a quienes presentaban trayectorias laborales con empleos precarios o con largas ausencias del mercado de trabajo. Por ello se estima que buena parte de los beneficiarios de la ley recientemente creada serán mujeres, quienes en Chile -como en otros países de América Latina- suelen recibir pensiones mucho más exiguas que las de los hombres por dos razones principales: sus salarios son inferiores a los de los hombres por el mismo trabajo -una brecha que en Chile puede llegar a 33%- y su participación en la fuerza laboral es irregular, dadas las interrupciones que acarrean las labores de cuidado de los hijos o de otros familiares y el desempeño de trabajos precarios (por encargo, a domicilio, etc.) que hacen más compatibles las labores de cuidado con el desempeño del empleo remunerado (Mauro y Yáñez, 2005; Todaro, 2006). Con la reforma se intenta reconocer este hecho: al firmar la Ley, la entonces presidenta Michelle Bachelet expuso: “Chile valora la vida dedicada al trabajo. De hombres y mujeres. De la madre que tuvo que quedarse en su casa cuidando a sus hijos. De todos los chilenos y chilenas”.

Este punto, la valoración social del trabajo de cuidar de otros, es el eje de reflexión del presente artículo. La reforma chilena que se menciona en el párrafo precedente muestra cuán incipiente es la valoración de este tipo de trabajo como una forma de contribución a la sociedad, pese a que como tal merece una retribución social, como ocurre con el trabajo remunerado. En ese contexto mi objetivo central es ofrecer argumentos en virtud de los cuales el llamado “trabajo de cuidado” (carework) se considere dentro de los deberes y derechos propios de la ciudadanía. Ello es particularmente importante para las mujeres -quienes en el momento actual realizan la mayor parte de este tipo de trabajo- y en un futuro posible lo será para todas las personas que desempeñen tareas de cuidado en nuestra sociedad.1 Tradicionalmente estas tareas se han considerado propias del dominio de los bienes y servicios que producen las familias para sí mismas y, en ese sentido, sólo recientemente comienza a verse como una labor reconocida y asociada al estatus de ciudadanía, y eventualmente retribuida como tal. En este texto argumento que son significativas las razones por las cuales la tarea de cuidar de otros debiera figurar dentro del ámbito de las preocupaciones asociadas al ejercicio de la ciudadanía, a saber: a) desde el punto de vista de la justificación teórico-filosófica del concepto, la división sexual del trabajo entre “productivo” y “reproductivo” introduce una distorsión sistemática en la distribución de los beneficios y los costos de la cooperación social a lo largo del ciclo de vida, y b) desde el punto de vista de las transformaciones demográficas y sociales, el modelo actualmente vigente plantea serias dificultades respecto de su viabilidad futura. De manera creciente el cuidado ha entrado en el circuito de los intercambios monetarios -esto es, como servicios por los cuales se paga-, lo cual lleva a cuestionar si en el futuro se le podrá considerar dentro de la esfera familiar, como ocurre ahora.

El argumento de este trabajo está organizado en torno a tres puntos principales: primero, se hará explícita una articulación entre los conceptos de género y ciudadanía en la cual se planteará la cuestión del cuidado; considero que dicha articulación es necesaria por el hecho de que en la sociedad actual la responsabilidad por las tareas de cuidado se ha asignado culturalmente a las mujeres; luego, se examinarán ciertos argumentos que avalan la tesis de que la división del trabajo en productivo y reproductivo y la exclusión de este último de las obligaciones asociadas a la ciudadanía oculta un elemento clave en la concepción de comunidad política: la interdependencia; finalmente, en la tercera y última sección se resumen los argumentos a favor de que se adopten políticas públicas en las cuales se reconozca la importancia social de las labores de cuidado. Como observa Lister (1997), la ciudadanía constituye un mecanismo que marca la pertenencia a una comunidad política2 y la posibilidad de contribuir a la construcción de esa comunidad desde las propias percepciones y capacidades. La práctica actual de la ciudadanía en América Latina parece desplazarse lentamente desde una apreciación que relega las tareas de atención y cuidado de otros a la esfera de lo natural, de lo no político y, por lo tanto, de lo no ciudadano, a una noción más integradora. Ello se expresaría en modificaciones a las políticas públicas en que el cuidado de los infantes, enfermos y adultos mayores, que implícitamente se asume como una tarea de las familias, como un deber natural que poco tiene que ver con la responsabilidad social e intergeneracional, empiece a reconsiderarse en la perspectiva del reconocimiento y la redistribución (Fraser, 1997).

El género y la ciudadanía: la cuestión del cuidado

En términos de un mínimo común denominador, el concepto de ciudadanía se refiere a la pertenencia a una comunidad política (por oposición a una comunidad de valores, con la cual puede sin embargo coincidir) organizada en torno de un Estado3 en el cual cristalizan las condiciones de pertenencia, así como los deberes y derechos asociados al estatus de ciudadanía, por medio de instrumentos como la legislación y la política pública. Como es bien sabido, una preocupación central en las discusiones sobre la ampliación de la ciudadanía a conglomerados que tradicionalmente habían sido excluidos de esta condición -como las mujeres y ciertos grupos étnicos- se relaciona con la posibilidad de promover la equidad dentro de la comunidad política (Shafir, 1998). La noción de equidad implica la reducción del peso de los factores adscriptivos en las oportunidades de las personas para desarrollar sus talentos, capacidades y planes de vida con grados significativos de autonomía. En cuanto a la ampliación del estatus de ciudadanía a las mujeres, ello ha implicado un reexamen de cuestiones como la diferenciación de tareas para hombres y mujeres4 que implica la división sexual del trabajo, así como la valoración social distinta, favorable a lo masculino, que tradicionalmente se ha hecho de dichas tareas. En otras palabras, se constata que existe una jerarquía entre hombres y mujeres o, para usar la expresión de Vogel (1998), un “orden de género” que se traduce en que las mujeres como grupo social5 hayan contado tradicionalmente, y cuenten también hoy día con menos posibilidades para desarrollar sus capacidades personales y sus planes de vida. En esta jerarquía, las tareas que suelen considerarse femeninas han recibido escaso reconocimiento como contribución social. El trabajo de cuidado es un ejemplo de ello, ya que los debates sobre justicia y ciudadanía excluyeron hasta bien entrado el siglo XX las cuestiones de vulnerabilidad e interdependencia humanas como puntos de interés. Con ello se eliminaron de la esfera de la ciudadanía el cuidado y la responsabilidad por otros.

Lo relativo al cuidado de infantes, de enfermos y de ancianos es relevante por varias razones. Por una parte, plantea de forma particularmente visible la división sexual del trabajo entre el mundo productivo y el reproductivo, pues si bien la del trabajo productivo ha dejado de ser una esfera predominantemente masculina, el mundo de la reproducción sigue siendo aún mayoritariamente femenino, como se ha documentado ampliamente en la literatura.6 Las tareas de criar hijos y de atender a enfermos o personas con grados decrecientes de autonomía continúan siendo casi privativas de las mujeres, y ciertamente lo son en América Latina (Pautassi, 2007). Por otra parte, la problemática del cuidado ilustra dramáticamente la perpetuación de ciertas formas de inequidad, ya que para muchas mujeres la tarea pasa de proporcionar cuidados a los miembros de su familia a procurar el derecho de recibir protección y cuidado en su vejez, en un contexto en donde el Estado tiende a retirarse de las áreas de salud y bienestar social y las prestaciones están fuertemente vinculadas al rol de trabajador dentro de un vínculo laboral formal, esto es, con un contrato de trabajo. Así, es importante examinar la idea de cuidado en el eje género-ciudadanía en América Latina por al menos dos razones: por una parte, dados los cambios demográficos que han acaecido en la región nos aproximamos a una etapa en que el número de personas en las categorías de “tercera” y “cuarta” edades, referidas respectivamente a la edad de retiro (60-65 años) y a una fase de declinación y dependencia más aceleradas que suele ocurrir a partir de los 75 años (Chackiel, 2000), está aumentando más que ningún otro grupo etario. Según Aranibar los cambios en los niveles de fecundidad y en la expectativa de vida ocasionarán que América Latina llegue al mismo nivel de envejecimiento que a Europa le tomó dos siglos alcanzar (Aranibar, 2001: 7). Los jóvenes se están casando a edades más tardías que sus padres, y actualmente la proporción de mujeres que se unen antes de los 20 años es mucho menor que en las generaciones anteriores. Los patrones de fecundidad también se están alterando: el número de hijos por mujer va decreciendo y el nacimiento del primer hijo ocurre más tarde que en las generaciones anteriores. Ello, aunado a que en los países de la región un número apreciable de personas se desempeña en la economía informal y a que los estados no han asumido el modelo de Estado de Bienestar conforme a los moldes europeos (Arriagada, 2006; Molyneux, 2007), plantea dudas respecto de que los mecanismos que existen en la actualidad y que se basan centralmente en las redes familiares puedan absorber buena parte de la demanda de cuidado. Según cifras de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), cerca de 80% de la atención de los servicios de salud se provee en esos hogares cuya estructura y composición está cambiando (Gómez, 2008: 11).

Por otra parte (y éste es un rasgo propio de la mayoría de las sociedades latinoamericanas), tradicionalmente las tareas de cuidado se han considerado parte de la esfera “privada”, esto es, de lo no político, y por lo tanto quedan fuera de la intervención del Estado (Pateman, 1988; Lister, 1997). Como parte de dicha esfera el cuidado de los niños, ancianos y enfermos se ha visto como una actividad propiamente femenina, una extensión “natural” de las tareas asociadas a la maternidad y a la esfera doméstica. En ese marco, durante mucho tiempo se le ha ignorado como una contribución sustantiva al bienestar de la comunidad, tanto desde el punto de vista económico como desde el político, como parte de los derechos y deberes asociados a la ciudadanía. Es precisamente este punto el que nos interesa examinar, ya que revela la generación de oportunidades desiguales para hombres y mujeres. El hecho de que las mujeres proporcionen cuidado de una manera que ha resultado durante mucho tiempo casi invisible para la comunidad política afecta sus propias oportunidades de vida -incluida la de recibir dicho cuidado en las etapas posteriores del ciclo vital-. El caso de las pensiones ejemplifica -aunque no de manera exclusiva, por cierto- la reproducción de esta desigualdad: las mujeres suelen llegar a la edad de retiro con pensiones más precarias que las de los hombres, ya que en nuestras sociedades la contribución económica derivada del trabajo remunerado determina el acceso a los beneficios monetarios y de salud; tales contribuciones, en el caso de las mujeres, no pocas veces se interrumpen a causa de las demandas que genera el cuidado de hijos o familiares enfermos o con discapacidad (Razavi, 2007). Como apunta Chackiel,

Las mujeres enfrentan una enorme paradoja: viven más que los hombres, pero en la mayoría de los casos deben enfrentar solas, como viudas, y muchas veces teniendo familiares a su cargo, una vejez precaria […] hay una fuerte inequidad de género durante las edades activas, que luego repercute en un menor ingreso en las edades avanzadas [Chackiel, 2000: 19].

Permítasenos examinar esta cuestión con más detalle. Una de las principales formas por medio de las cuales la diferenciación por género ha llegado a ser un factor de estratificación social es la separación de las esferas de acción “femeninas” y “masculinas” a las cuales corresponden ciertas tareas, que a su vez reciben una valoración social distinta. En esta diferenciación de esferas las tareas “productivas”, especialmente las susceptibles de intercambio monetario, se consideran típicamente masculinas, así como lo es la actividad política en las instituciones formales. Las tareas femeninas, en cambio, son las que se orientan fundamentalmente hacia la actividad reproductiva, entendida como el conjunto de labores, bienes y servicios necesarios para la reproducción social y cotidiana de mujeres y varones (Pautassi, 2007: 10). Esto es, son actividades socialmente útiles que se destinan al consumo directo de los miembros del hogar y en los que, mayoritariamente no media el intercambio monetario. Esta última observación no implica que no puedan transformarse en actividades remuneradas, lo cual de hecho sucede, y con frecuencia, sino que más bien apunta a la noción de que buena parte de estas tareas se sigue desarrollando en contextos domésticos y se le suele incluir entre los servicios que proveen las familias para sí mismas. Como observan Indira Hirway y Shahra Razavi, a pesar de que desde los años setenta se ha presionado para que se reconozca el trabajo doméstico como una contribución significativa a las economías nacionales, a los servicios de cuidado aún no se les ha incluido propiamente dentro de esta categoría. Actividades como la preparación de alimentos, el lavado de ropa, la limpieza y, la más importante para los objetivos de este artículo, el cuidado de los niños, los adultos mayores y las personas enfermas o con discapacidad, no se incluyen en las cuentas nacionales, excepto en casos excepcionales (ninguno de ellos en América Latina),7 y por lo tanto no figuran como contribuciones a la economía, medida por el producto interno bruto (PIB) (CEPAL, 2007). De hecho, aun cuando las tareas de cuidado se trasladan a la esfera del mercado como provisión de servicios remunerados, aún las realizan predominantemente las mujeres, y están asociadas a remuneraciones inferiores a las que se proporcionan por el desempeño de otras tareas de complejidad y responsabilidad equivalentes (Razavi, 2007; UNDP 1999), lo cual afecta la distribución de recursos y oportunidades de vida. En Chile, por ejemplo, según los datos de la encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional, Casen, de 2003, la necesidad de permanecer en casa para atender los requerimientos domésticos constituye la mitad de las motivaciones femeninas para permanecer fuera del mercado laboral, mientras que entre los hombres este motivo no se menciona (Mideplan, 2003: 19). A ello se suma el hecho de que con cada vez más frecuencia la manutención económica de las familias está en manos de mujeres, y no sólo de quienes se encuentran en la edad previa a la jubilación: según la misma encuesta, entre 1990 y 2000 las jefaturas de hogar femeninas pasaron de 20 a 23%, y buena parte de los hogares son monoparentales. De ese total 10% corresponde a adultas mayores (Mideplan, 2003: 22).

La “invisibilidad” del trabajo doméstico y de cuidado, predominantemente femenino, tiene dos implicaciones centrales para la cuestión que nos ocupa: por una parte incide directamente en las oportunidades de que las mujeres vean reconocida efectivamente su contribución a la comunidad de la cual forman parte, ya que el trabajo de cuidado no remunerado rara vez se asocia a los beneficios o prestaciones sociales que corresponden al estatus de ciudadano, pues dichos beneficios suelen condicionarse a la participación en el mercado de trabajo formal y al tiempo efectivo de contribución al sistema de seguridad social. También el acceso a los servicios de salud se condiciona mayormente a las contribuciones monetarias individuales, a pesar de la expansión de los servicios sociales en los años noventa, de la que hablaremos más adelante. El punto central aquí es que, en la medida en que son mujeres quienes realizan mayoritariamente el trabajo de cuidado y éste es económicamente invisible, la inequidad de género se reproduce a lo largo de la vida. Irónicamente, las adultas mayores tienen menos oportunidades de recibir en la etapa de la vida en que más lo necesitan el mismo cuidado que proporcionaron a otros, ya que disponen de menos ingresos para acceder a los servicios médicos y para cubrir sus necesidades básicas con cierta autonomía (CEPAL, 2007: 107, cuadro II.4; Gómez, 2008: 9).

Por supuesto, aquí se hace necesaria una palabra de cautela con relación a que no es posible asumir la homogeneidad de las relaciones entre el trabajo remunerado y el no remunerado, pues hay bastante diversidad en las trayectorias personales y familiares (véase Blanco, 2002) y todas ellas influyen de distinta manera en las oportunidades de hombres y mujeres; aun así, son ellas las más perjudicadas. Para el caso de Chile, Mauro y Yáñez (2005) han mostrado en su estudio longitudinal de la trayectoria laboral de mujeres en Santiago la fuerte correlación entre tener niños dependientes, la edad de éstos y las posibilidades de las mujeres para incorporarse y mantenerse en el mercado de trabajo. Del total de trabajadores entre 25 y 44 años que declararon estar fuera del mercado de trabajo, buscando empleo o inactivos, 58% son mujeres, y sus ausencias del trabajo remunerado son notablemente más prolongadas que las de los hombres. Asimismo, del total de mujeres entrevistadas de 25 a 44 años con niños dependientes, 61% tenía prolongadas lagunas en sus trayectorias laborales, comparadas con 41% de las del mismo grupo etario que no tenía niños dependientes (Mauro y Yáñez, 2005: 34-35). Medel, Díaz y Mauro (2006) sugieren en otro estudio que la proporción de mujeres empleadas que tuvieron que dejar su trabajo remunerado para cuidar a un familiar fue de 14% en Santiago de Chile (citado por Gómez, 2008: 12). El estudio no ofrece cifras para hombres, pero los datos de trabajo doméstico (categoría que puede incluir el cuidado) de la encuesta Casen 2000 por sexo y edad muestran que en los tramos de 20-30 y 40-54 años (periodo más frecuente de actividad laboral remunerada) apenas 0.3% de los hombres manifiesta que el trabajo doméstico es su actividad principal.8 En la misma línea Rosalba Todaro (2006) ha argumentado que cuando las mujeres con hijos entran al mercado laboral, con frecuencia lo hacen en condiciones relativamente inestables -esto es, en trabajos a tiempo parcial, a domicilio o sin contrato- o se desempeñan como trabajadoras independientes con mucha mayor frecuencia que los hombres. Las cifras de la CEPAL (2007) sugieren que, dado que en América Latina las principales redes de apoyo en este plano son familiares, las mujeres mayores suelen proporcionar cuidado a sus nietos en esta etapa de la vida.

Otra implicación de la invisibilidad del trabajo de cuidado relacionada con la anterior es que refleja y contribuye a reproducir un estatus de ciudadanía en el cual se excluye el cuidado de la esfera de las relaciones políticas. En la tradición liberal, que moldea la mayoría de las instituciones latinoamericanas, la ciudadanía ha sido planteada en términos individualistas, como una relación entre los individuos y el Estado (Yuval-Davis, 1996: 2). Así, las relaciones en lo público debían estar regidas por un principio de justicia que definen en forma diferente los distintos autores, pero siempre basado en normas de igualdad formal y reciprocidad -esto es, en normas institucionalizadas y públicas susceptibles de aplicarse en cualquier contexto y que rigen, principalmente, las relaciones de los individuos con las instituciones y agencias del Estado-. Como expusimos al iniciar este trabajo, la noción de ciudadanía es importante porque en ella se articulan los derechos y deberes de las personas como miembros de una comunidad política particular, incluyendo las responsabilidades y beneficios derivados de dicha pertenencia.

En el origen de la idea liberal de ciudadanía, de aspiración universalista, se hallaba el sesgo de excluir de la esfera de la justicia (y con ello, de la institucionalización en el Estado) varias relaciones determinadas por la posición de una persona en una red específica de relaciones sociales concretas e históricamente situadas -por ejemplo las de parentesco- en las cuales los individuos tienen identidades, capacidades y necesidades diferenciadas. Muchas de las relaciones que incluyen el cuidado, con la excepción parcial del que se ejerce en el contexto del trabajo remunerado, están determinadas por lazos de parentesco, y ése suele ser el caso de muchos adultos mayores cuyas necesidades atienden los miembros de su propia familia, que son con frecuencia las hijas o las nueras (CEPAL, 2007 y UNDP, 1995). La propia naturaleza del cuidado es fuertemente contextual y pone de relieve que en las diversas etapas de la vida -la niñez, la edad adulta, la vejez- se plantean requerimientos diferentes y se apela a actores distintos, así como a la solidaridad intergeneracional.9 No obstante, y como observa Pateman (1988), el mundo de la ciudadanía en los moldes clásicos es un mundo de individuos adultos, sin discapacidad, económicamente activos y sin otra responsabilidad familiar que proveer el ingreso familiar (por lo menos el principal). Lister (1997: 69), por ejemplo, advierte que en esta concepción el dominio de la ciudadanía está definido como el mundo de la actividad, de lo trascendente,10 como opuesto al reino de la necesidad, lo físico (alimentación, reproducción, cuidado) y lo dependiente. La idea del cuidado como responsabilidad social, por el contrario, implica reaproximarnos al debate entre el clásico modelo de ciudadanía liberal -el “contrato” fundante de la comunidad política- y un modelo que dé cuenta del carácter interdependiente de las comunidades humanas.

La misma autora expone que el problema puede formularse como el del reconocimiento de la responsabilidad social representada por personas en situación de especial vulnerabilidad -niños, ancianos, enfermos, personas con necesidades especiales-, cuya presencia pone de manifiesto la interdependencia propia de toda comunidad humana; una interdependencia cuyo reconocimiento plantea seriamente la cuestión de los límites de la obligación política en los moldes del contrato social liberal, o más aún, de la idea de un contrato que implica una elección completamente autónoma y racional (Lister, 1997: 182). En otras palabras, en la medida en que la responsabilidad por los miembros de la comunidad en situación de vulnerabilidad no se asume socialmente, el modelo de ciudadanía liberal representa una abstracción que deja fuera una parte significativa de las obligaciones con los ascendientes, los descendientes y los cociudadanos, y que cuando se le excluye de la esfera de lo político no deja de existir, sino que se le distribuye de acuerdo a mecanismos usualmente no democráticos: la tradición no reflexiva (en el sentido que Giddens le da a este término) o códigos culturales que no se examinan críticamente.

En la medida en que esta esfera de la convivencia política se deja fuera de los términos fundantes de la asociación política, se define por otros parámetros -la cultura, las relaciones de poder, la tradición y las múltiples intersecciones entre estas tres-. Como ha observado Martha Nussbaum (2000), con frecuencia el Estado de cuño liberal ha asumido que las relaciones familiares, por el sustrato biológico de muchas de ellas, forman parte de una esfera prepolítica cuya sanción legal no ha hecho más que dar forma jurídica a una relación ya existente, sin alterar o definir fundamentalmente su naturaleza. Sin embargo las investigaciones que incorporan la perspectiva de género destacan el hecho de que el rol del Estado es y ha sido tradicionalmente crucial para moldear las relaciones entre los ciudadanos, incluyendo su identificación (personal o adscrita) con los grupos étnicos, etarios o de género. Razavi comenta sobre este punto:

Los sistemas de provisión de servicios sociales y sus regulaciones moldean una forma particular de organizar y valorar el cuidado. Aunque una preo-cupación general por las familias y los/as niños/as puede ser el objetivo declarado de los servicios sociales, lo que los estados hacen y las condiciones en que dichos servicios son provistos (o descartados) tienen objetivos implícitos y consecuencias relevantes, reforzando modelos de familia y de relaciones de género particulares (mientras se deslegitima a otros) [Razavi, 2007: 2].

Desde esta perspectiva, la duradera invisibilidad del trabajo de cuidado contribuye a ocultar su naturaleza política, en cuanto obedece a un enlace no necesariamente escogido, como lo querría la teoría liberal, pero sí vinculante, por cuanto forma parte de nuestras obligaciones para con una comunidad política que no puede ser definida ni se agota sólo en las relaciones entre los individuos y el Estado. Si ello no se asume así y el cuidado se sigue considerando un “deber natural”, como lo sugería Rawls en Una teoría de la justicia (1971), se pone en jaque el derecho de las personas a disfrutar de una ciudadanía plena, entendida ésta como la posibilidad de disfrutar de los beneficios y compartir las responsabilidades que resultan de la pertenencia a una comunidad. Ello, en términos de equidad, esto es, de tratamiento como iguales en lugar de igualdad de tratamiento (Phillips, 1999). Así, a medida que la región envejece y se replantean las formas de protección social desde el Estado, cabe preguntar: ¿cómo formular el acceso a la protección social y al cuidado en el lenguaje de la ciudadanía, esto es, como deberes y derechos?

Políticas públicas para el cuidado

Tradicionalmente la familia (y dentro de ella las mujeres) ha asumido las tareas de cuidado, aun cuando a partir del siglo XIX los estados latinoamericanos han provisto servicios asociados en diferentes grados (por ejemplo de salud y cuidado infantil en jardines infantiles y casas cuna), aunque siempre de manera muy parcial. La mayoría de estas prestaciones se basaba en la idea de una familia biparental, con una mujer que se dedicaba en tiempo completo a las labores de atención y cuidado y un varón trabajador cuyos servicios en el mercado se remuneraban en dinero (Razavi, 2007; Molyneux, 2007). En América Latina la reforma de los años ochenta supeditó la prestación de servicios sociales a la meta del equilibrio fiscal, con la intención de racionalizar el gasto social y la gestión de las políticas sociales. De este modo la incipiente provisión de recursos institucionales en materia de protección social que había otorgado el Estado volvió a desplazarse hacia el mercado (servicios privados de salud, por ejemplo) y, principalmente, hacia las familias y el trabajo no remunerado de las mujeres (Gómez, 2008). Este movimiento volvió a dejar casi exclusivamente en manos de las personas y sus familias “la búsqueda y solución a sus problemas de enfermedad, desempleo, incapacidad física y mental y muerte de sus integrantes”, con lo cual afectó directamente las oportunidades de empleo femenino y la capacidad de satisfacer sus propias necesidades básicas frente a la demanda familiar (Arriagada, 2006: 11).

El giro hacia una revaloración del rol del Estado en materia de política social hacia mediados y fines de los noventa (Arriagada, 2006; Molyneux, 2007), que en Chile se expresó en la consigna del “crecimiento con equidad”, abrió nuevas oportunidades para plantear la inclusión de los mecanismos de protección social en el contexto de los derechos. Este cambio de enfoque brinda una oportunidad para repensar el acceso a las prestaciones sociales relacionadas con el cuidado como parte de una política de igualdad de oportunidades -en lugar de un enfoque de corte asistencialista- diseñada a partir de una óptica de derechos de pretensión universalista que no se basa en categorías adscriptivas. A esto se suma una preocupación creciente por la calidad de vida como componente básico de la salud, a partir de la definición que estableció la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1990, lo cual coloca a los estados ante la necesidad de definir no sólo cuáles servicios han de prestarse o retirarse, sino a considerar también la calidad de dichas prestaciones y su efecto en la equidad.11

A partir de la década de los noventa los movimientos latinoamericanos de mujeres han logrado avances significativos en materia de legislación y políticas públicas. Pretenden contribuir a que se asuma como responsabilidad social una parte de las tareas de cuidado, particularmente del cuidado infantil -por ejemplo, lograr que las licencias por enfermedad de los hijos no se asignen automáticamente a la madre-;12 sin embargo pocos de estos avances se han articulado explícitamente con la cuestión del cuidado como responsabilidad social.13 Desde el punto de vista de la generación de políticas públicas se constata una ausencia en este ámbito. Pautassi (2007: 11) observa que

Se evidencia en la región [América Latina] una ausencia absoluta de una política pública de cuidado, cuya resolución varía notablemente por clases sociales. A su vez, se asume desde los gobiernos que el cuidado es una responsabilidad fundamentalmente de los hogares, y la provisión pública es simplemente un complemento para aquellos hogares que no puedan resolverlo por sí mismos [Pautassi, 2007: 11].

En la misma línea, en el informe de la X Conferencia Regional sobre la Mujer en América Latina y el Caribe, que se organizó bajo los auspicios de la CEPAL, se asienta que en todos los países de la región se otorga a las familias un papel fundamental en la provisión de cuidados; no obstante, ello se hace sin establecer distinciones entre “la familia” y las mujeres dentro de ella, ni se dispone en forma alguna de protección económica, social o de salud para quienes en efecto llevan a cabo esta tarea, reproduciendo el ciclo de la desigualdad (CEPAL, 2007: 110-111; Gómez, 2008).14 Así, resulta de crucial interés reformular la cuestión del cuidado en el lenguaje de los derechos y la ciudadanía en el contexto de las preocupaciones de la teoría de género, con el propósito de proporcionar las condiciones idóneas para que la responsabilidad social del cuidado se asuma de manera más equitativa entre hombres y mujeres.

Recapitulemos: en la primera parte de este trabajo argumentamos que la noción de equidad implica la reducción de las secuelas de los factores adscriptivos en las oportunidades que tienen las personas para desarrollar sus talentos, capacidades y planes de vida con grados significativos de autonomía, y que la intersección de factores como el género, la etnia y la edad, entre otros, marca una notable diferencia en la estructuración de dichas oportunidades. En el caso de las tareas de cuidado, el “orden de género” vigente favorece que la distribución de dichas tareas presente un fuerte sesgo de género, acentuado por la invisibilización de este tipo de trabajo y la consecuente exclusión del mismo de la esfera de las obligaciones y los derechos ciudadanos. Sin embargo, y como apropiadamente ha advertido Paul Kershaw (2006: 356), el valor social del cuidado va más allá de la esfera de la familia, puesto que provee las condiciones necesarias para que quienes están en condiciones de vulnerabilidad -infantes, enfermos, ancianos- puedan incorporarse plenamente a la comunidad política en el presente o en el futuro.

En este contexto, Kershaw plantea que las teorías del free-riding (esto es, referidas a los individuos o grupos que disfrutan de bienes públicos15 que no han contribuido a generar) pueden aplicarse en esta materia, como ocurre con el trabajo remunerado. Esto es, si se considera que el trabajo de cuidado es tan importante para la perpetuación y el bienestar de una comunidad como lo es el trabajo remunerado, entonces debe aplicarse en esta esfera la misma lógica de incentivos y desincentivos que recompensa la incorporación al mercado laboral, siendo el ejemplo paradigmático de ello el contar con una pensión de retiro y con beneficios de salud. No hacerlo implica perpetuar grandes sesgos en la distribución de las recompensas sociales, de manera que quienes no contribuyen hoy al trabajo de cuidado carecen de incentivos para cambiar esa situación. Como hemos expuesto, dichos sesgos se refieren a la subvaloración de la interdependencia humana como valor político, y además al “orden de género” que aún reconoce el cuidar de otros como una tarea fundamentalmente femenina, y que contribuye con ello a dificultar el acceso de las mujeres a las recompensas sociales por la contribución a la manutención de la comunidad política. Al confiar en la llamada “economía del amor” se perpetúa el ciclo de desigualdad y vulnerabilidad femeninas descrito por la teoría de género o, como apunta Elsa Gómez, fortalece los supuestos de género conforme a los cuales operan las políticas públicas que buscan contener el gasto social y fortalecer la participación comunitaria en la resolución de problemas sociales mediante el trabajo no remunerado de cuidado. Cuestionar estos implícitos, indica esta autora, implica replantear las políticas de manera que los temas de redistribución y solidaridad se coloquen en el centro de la formulación de políticas públicas. En este contexto, el reconsiderar la cuestión del cuidado demanda repensar la relación entre los sexos, pero también la relación entre las generaciones al asegurar la provisión y el derecho al cuidado sin reproducir las desigualdades de género de una generación a otra.

Así, se plantea una cuestión central: formular políticas sociales que exhiban y reconozcan el trabajo de cuidado como una parte importante de la “red de protección” y de los beneficios que ofrece la comunidad política a quienes -utilizando los términos de John Rawls- todavía no son “miembros cooperativos de la sociedad”, como los niños, o que lo son en términos distintos de los del trabajo productivo en el mercado formal, como los adultos mayores. La promoción del cuidado como derecho no se debe asociar -desde el punto de vista de la provisión de cuidado- sólo a las mujeres; es decir, no se trata de garantizar para las mujeres el derecho a contar con los recursos y el tiempo necesarios para proveer servicios de cuidado, sino de favorecer la idea de una provisión social que puedan asumir tanto los hombres como las mujeres y que lleve a asegurar una mayor equidad en la distribución y reconocimiento de las tareas de ciudadanía, lo cual tendría como efecto una redistribución también más equitativa en términos de recibir cuidado según se requiera en las diferentes etapas del ciclo de vida. Pautassi propone que dicho reconocimiento no se haga partiendo de la premisa de que quien cuida es la mujer, sino que el título de derecho (entitlement) sea el de ciudadano o ciudadana (Pautassi, 2007: 16). Mientras las tareas de cuidado se consideren “complemento” de otros deberes de ciudadanía, seguirán subvalorándose y las asumirán los grupos más desaventajados de la población. La díada reconocimiento/ redistribución (Fraser, 1997) aplica aquí: no sólo debe reconocerse el valor del trabajo de cuidado, también ha de favorecerse la redistribución de los costos y recompensas asociadas al mismo.16

Obsérvese que Pautassi utiliza la palabra inglesa entitlement en lugar de right. Interpretamos que tal distinción apunta a que la noción de entitlement se refiere a una categoría de derechos que no se definen desde la individualidad o la ausencia de restricciones externas, sino desde una posición social que marca una potencialidad que puede actuar como una forma de restablecer equilibrios en situaciones donde las relaciones entre los actores y los grupos sociales se caracterizan por notables desigualdades. En ese contexto resulta importante resaltar la necesidad de participación de los actores que intervienen en los procesos decisorios y de formulación de políticas públicas, de manera tal que el producto final de ese proceso no sea una política formulada “desde afuera” que opere sobre los implícitos que hemos descrito (u otros que no nos corresponde analizar aquí) y que, por ello, refuerce exactamente la desigualdad en las oportunidades de vida con la que se quiere romper. De allí la importancia de aplicar criterios democráticos a la formulación de estas políticas. Como apunta Chantal Mouffe (1992), la forma en que definimos la ciudadanía está íntimamente relacionada con el tipo de sociedad y de comunidad que queremos. Consideramos que eso es válido para una idea de ciudadanía a lo largo de toda la vida. En estos términos, la pensión básica solidaria y el bono por hijo, que han mejorado las oportunidades de recibir una pensión para las mujeres chilenas, debieran ser el inicio de una trayectoria continua de reconocimiento del trabajo reproductivo y de su papel como posibilitador del trabajo productivo, como sostenedor de la sociedad como tal, y como promotor del desarrollo de las capacidades de todos sus miembros.

Agradecimientos

Este texto forma parte del proyecto Fondecyt núm. 11080121, “Modelos de ciudadanía y perspectiva de género: discursos sobre la ciudadanía femenina en la legislación chilena”, que financia la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile, Conicyt. La autora agradece a Marcelo Piña Morán y a dos revisores anónimos sus comentarios y sugerencias a una versión previa de este trabajo. La responsabilidad final del mismo es, por supuesto, de quien lo elaboró.

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1 Aunque en el momento actual son las mujeres quienes mayormente suelen asumir las tareas de cuidado, en la medida en que se avance hacia la equidad de género esta tarea se distribuirá más equitativamente entre hombres y mujeres.

2El término “comunidad política” se utiliza aquí como opuesto a una comunidad que necesariamente comparte su herencia cultural, sus valores, sus tradiciones y sus percepciones del mundo. La comunidad política moderna supone la posibilidad de una base ética mínima sobre la cual puedan coexistir miembros de diferentes tradiciones.

3 Cabe aquí plantear, como nota de cautela, que las comunidades y las colectividades son constructos ideológicos y materiales cuyas fronteras, estructuras y normas son resultado de procesos de conflicto y negociación, así como de procesos sociales más amplios. El concepto de comunidad que aquí empleamos no supone una unidad “natural” ni una percepción estática de las mismas (véase Anthias y Yuval-Davis, 1992).

4Para efectos de claridad en la exposición asumiremos la división binaria que tradicionalmente ha adoptado la sociedad cristiana occidental de cuño europeo. Sin embargo coincidimos con Bell Hooks en que las oportunidades de vida se reducen o amplían dependiendo del lugar que ocupan los individuos en las intersecciones de clase social, etnia, género y edad –por mencionar sólo algunas–. Hooks (1984) invita a que más que pensar en una suma de atributos que enfrentan a los individuos a formas de valoración social distintas –lo masculino frente a lo femenino, lo europeo frente a lo no europeo, etc.– debiera pensarse en la intersección de los significados sociales de dichos atributos y la forma en que éstos afectan los proyectos de vida y las oportunidades vinculadas a ellos.

5Ello no implica asumir que hombres y mujeres constituyen grupos homogéneos, ya que las realidades en el interior de los sexos constituyen un mosaico heterogéneo y complejo. Al respecto véase Hooks, 1984.

6Para el caso chileno véase Mauro y Yáñez, 2005 y Todaro, 2006; para cifras de América Latina véase Milosejivich, 2007.

7Por ejemplo Australia, Canadá, Suiza y el Reino Unido, que han incorporado cuentas satélite que miden la contribución de estas actividades a la economía.

8El porcentaje correspondiente a “otros”, una categoría indiferenciada, fue de 5.6 y 4.2% para cada tramo etario, respectivamente. La inmensa mayoría de los varones de esos tramos etarios (87 y 94%) declaró que estaba trabajando o buscando trabajo.

9Como afirman Kofman y Raghuram, las necesidades de distintos grupos sociales reciben diferentes grados de reconocimiento, y en nuestra sociedad el cuidado de niños está mucho más aceptado como necesidad que debe atender el Estado que el de, por ejemplo, los adultos mayores, pues a los infantes se les ve como “inversión” para el futuro de la sociedad (2009: 7). Ese mayor grado de aceptación no significa, por supuesto, que dicha necesidad haya sido satisfecha; sin embargo se observa que la provisión de cuidado infantil figura en la legislación laboral de la mayoría de los países latinoamericanos de una forma u otra, mientras que son escasas las referencias a los adultos mayores y a los enfermos (véase Pautassi, Faur y Gherardi, 2004).

10Esta idea se encuentra ya en la interpretación que Hanna Arendt hace de la tradición griega en La condición humana, donde se contrapone la noción de “trabajo” (labor) con la de la actividad trascendente (vida activa).

11Esto no implica, por supuesto, que los estados hayan asumido de hecho este enfoque, sino que la cuestión se plantea desde el punto de vista de la legitimidad de un discurso que propone la búsqueda de la equidad como un objetivo importante de las políticas públicas.

12En el caso de Chile, por ejemplo, la ley otorga a la madre o al padre licencias extraordinarias durante el primer año de vida del niño, válida para aquellos casos en que el recién nacido presenta una enfermedad grave. En caso de fallecimiento de la madre se trasladan al padre tanto la licencia como la protección contra el despido. Pautassi, Faur y Gherardi (2004) afirman que, pese a la flexibilidad del texto de la ley, son escasas las ocasiones en que el padre toma las licencias, siguiendo la pauta cultural según la cual la atención de los hijos es esencialmente una responsabilidad materna.

13Una excepción parcial a este hecho se da en Brasil, donde los movimientos de mujeres han solicitado a las autoridades del Ministerio de Salud que se rompa la identificación de “salud de la mujer” con “salud reproductiva” para cubrir prestaciones de salud diferenciadas por género una vez concluida la etapa fértil de la mujer.

14Este mismo ciclo se reproduce cuando el trabajo de cuidado entra en la esfera del mercado, pues incluso allí lo realizan mayoritariamente mujeres que reciben una exigua retribución y se les reconoce escasa calificación; en los países desarrollados es un nicho que suelen ocupar mujeres migrantes que provienen de economías menos desarrolladas, lo cual –junto a la transición demográfica– amenaza con hacerlo un bien aún más escaso. Kofman y Raghuram observaron que América Latina fue la primera región, entre los países en desarrollo, en la cual el número de mujeres migrantes se equipara con el de los hombres; en su mayoría, estas mujeres desempeñan tareas domésticas o de cuidado en los países adonde llegan (2009: 8). De esta forma, la invisibilización y la subestimación de su aporte económico contribuyen a distorsionar las proyecciones sobre necesidades futuras en esta materia (Gómez, 2008: 11). Escapa a los límites de este trabajo una discusión exhaustiva respecto a tal fenómeno.

15El concepto de bienes públicos se refiere a los bienes o servicios que cumplen con las siguientes características: a) se trata de un bien de oferta o consumo colectivo, b) no se puede aplicar el principio de exclusión a los mismos –esto es, independientemente de cómo o quién lo haya generado, su disfrute no está condicionado a haber aportado a su generación–, c) puede generar efectos externos. Por tratarse de un “tipo ideal” es poco frecuente que un mismo bien o servicio presente las tres características; en el contexto de este trabajo nos referimos específicamente al cuidado como un bien cuyo goce no está condicionado a que se haya participado en su generación. Véase García Sobrecases, 2000.

16 Kershaw (2006) ha provisto un interesante argumento para proponer que las medidas de redistribución sigan la lógica de la acción afirmativa –mecanismos que promuevan la participación masculina en estas tareas, así como se ha buscado promover la participación femenina en el mercado de trabajo.

Recibido: 23 de Septiembre de 2009; Aprobado: 07 de Enero de 2010

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