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Estudios demográficos y urbanos

versión On-line ISSN 2448-6515versión impresa ISSN 0186-7210

Estud. demogr. urbanos vol.25 no.2 Ciudad de México may./ago. 2010

https://doi.org/10.24201/edu.v25i2.1354 

Artículos

Conflictos ambientales y conflictos ambientalistas en el México porfiriano

Environmental Conflicts and Environmentalist Conflicts in Porfirian Mexico

Inmaculada Simón Ruiz* 

* Investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Sevilla, España) en cofinanciación con el Fondo Social Europeo. Correo electrónico: isruiz72@yahoo.com.


Resumen:

En estas páginas vamos a hablar de conflictos ambientalistas en perspectiva histórica. Se presentarán dos estudios de caso en torno al servicio público o privado del agua en la Ciudad de México y al abastecimiento de la misma desde el Desierto de los Leones durante el porfiriato. Las partes en el conflicto serán: los empresarios particulares, el gobierno del Ayuntamiento de la Ciudad de México, el gobierno del Distrito Federal y el poder central. Presentaremos el conflicto como una parte del enfrentamiento entre el poder local y el poder central en un momento crítico de la historia mexicana previo a la Revolución, e introduciremos en el debate la preocupación del momento por cuestiones ambientales. Producto de este enfrentamiento fueron las primeras leyes de protección ambiental entendidas como defensa de un “proyecto nacional” en el que se considera la defensa del medio ambiente como defensa del patrimonio de la nación.

Palabras clave: historia ambiental; conflictos ambientales; agua; bosques; Desierto de los Leones; Ciudad de México; patrimonio natural

Abstract:

This paper discusses environmentalist conflicts in a historical perspective. Two case studies will be presented on public and private water service in Mexico City and water supplies from Desierto de los Leones during the time of Porfirio Díaz. The parties in the conflict include: private entrepreneurs, the Mexico City Town Hall government, the Federal District government and central power. The conflict is presented as part of a confrontation between local and central power at a critical point in Mexican history prior to the Revolution and the debate will include environmental concerns of the time. This confrontation led to the first laws of environmental protection, understood as the defense of a “national Project” in which the defense of the environment is regarded as the defense of the nation’s heritage.

Key words: environmental history; environmental conflicts; water; forests; Desierto de los Leones; Mexico City; natural heritage

Introducción

En este artículo se presenta una reconstrucción de algunos de los conflictos que se vivieron en torno al agua en el México porfiriano para ponerlos en discusión dentro de las controversias existentes en el ambientalismo contemporáneo.

El objetivo principal que se persigue con el análisis de dichos problemas y su clasificación en conflictos ambientales y conflictos ambientalistas es responder a la pregunta de si los segundos son, a diferencia de los primeros, generadores de desarrollo en lo que a protección ambiental se refiere.

Para ello, en la primera parte haremos un breve recorrido por la historia ambiental en general, con especial atención en América Latina y México, para proponer un modo de análisis multifocal que no se detenga únicamente en lo material, lo cultural o lo político, sino que nos presente el problema en todas sus facetas, aceptando, eso sí, que en ocasiones algunos aspectos son más relevantes que otros.

En la segunda parte pretendemos diferenciar claramente los conflictos ambientales de los conflictos ambientalistas y el ecologismo de los pobres, y los conflictos intermodales y los intramodales. Con esto nos proponemos enmarcar los casos estudiados no sólo con la intención de clasificarlos, sino para contextualizarlos dentro del esquema más amplio en que están inscritos los conflictos relacionados con el medio ambiente. El esquema ampliado será el de las luchas que se han desatado entre los diferentes ámbitos de poder y los grupos de presión en pos del control de la capital mexicana.

En la tercera parte nos detendremos a analizar las partes involucradas en los conflictos y los mecanismos para la resolución de los mismos que existían en un momento en que el centralismo estaba en auge.

Después entraremos de lleno en la descripción y el análisis de los casos que nos ocupan. Hablaremos del abastecimiento de agua de la Ciudad de México trayéndola desde el Desierto de los Leones y de la gestión del servicio de la misma en la ciudad, con el fin de confrontarlos con el modo en que se gestionó durante el porfiriato el tema del desagüe. Finalmente intentaremos responder si el ambientalismo es eficaz o no como dinamizador del cambio en lo que respecta al desarrollo sostenible.

Intereses de la historia ambiental

Aunque el término ecología fue acuñado en 1869, la ciencia como tal no se estableció hasta unas décadas después. Esto no implica, lógicamente, que anteriormente no hubiera preocupación intelectual por las relaciones entre los seres vivos y su medio, sino que la disciplina carecía de una denominación específica. Lo mismo ocurre con la historia del medio ambiente, que en un principio no fue elaborada por historiadores sino por autoridades de otras disciplinas como la economía, la sociología, el derecho o la geografía. Fue mucho después cuando, a instancias de los Annales, los historiadores buscaron acercarse a una historia total, y el medio ambiente comenzó a entrar en sus intereses de manera específica -aunque casi siempre con un sesgo económico- al centrar las investigaciones en el paisaje como resultado de la acción antrópica (o del clima) y de las actividades humanas encaminadas a la explotación del mismo. De estos intereses nacería con el tiempo lo que hoy conocemos como economía ecológica, a la que, como reconoce Juan Martínez Alier, corresponden múltiples posibilidades de inserción en las ciencias sociales, que van desde el aislamiento hasta la inclusión del término ecología como algo casi anecdótico, pasando por lo que él mismo propone, una corriente que actúe “subversivamente dentro de la historia económica y social [...] que incorpore el estudio histórico de los conflictos sociales, una historia ecológica que arrincone, modifique y transforme la Historia Económica haciendo acopio de argumentos sacados de la Economía Ecológica más radical” (Martínez Alier, 1993: 19-49).

Durante casi todo el siglo pasado el interés científico por el espacio estuvo reservado a los geógrafos. La geografía histórica comienza a cobrar importancia en el ámbito académico a partir de la renovación que sufriera la historiografía a raíz de la superación de la historia entendida como historia del Estado-nación y de la revisión de los paradigmas del marxismo, desde finales de los ochenta y principios de los noventa del siglo pasado (Pérez Herrero, 1991).

En América Latina los estudios ambientales surgieron principalmente en torno al interés de los historiadores extranjeros por las sociedades preindustriales. Se buscaba con ello descubrir en su comportamiento un antídoto contra los malos usos posteriores, para así encontrar soluciones a las crisis del momento. Esta corriente casó bien con las teorías de la dependencia y el saqueo por parte de los conquistadores. Estudios recientes, como los de Alejandro Tortolero (1996b), también se ocupan del siglo XIX y principios del XX y de cómo correspondió a los poderes locales autóctonos continuar con este tipo de dominación. Asimismo para el caso mexicano destaca algún trabajo centrado en la etapa colonial que trascendió notablemente este acercamiento tradicional desde la visión del buen salvaje, entendido como ángel ecologista, y del conquistador como fuente de todos los males ecológicos, estudiando con precisión las consecuencias ambientales de la introducción del ganado ovino por los conquistadores en la Nueva España (Melville, 1999).

Otros temas de reciente interés han sido la deforestación y las transformaciones que implicó la introducción de la economía agroexportadora y extractiva, y también, aunque en menor medida, la ganadería y la minería (Folchi, 2001: 149-175). Sobre las políticas conservacionistas contamos con las obras de Fernando Ortiz Monasterio y Fernando Vargas Márquez (Ortiz Monasterio, 1986).

En Estados Unidos y en Europa, a partir de la influencia de los movimientos ecologistas, comenzó a manifestarse preocupación por la historia ambiental en los años setenta del siglo XX. Dicho interés pronto se materializó en la organización de partidos políticos, muchos de los cuales han obtenido ya presencia parlamentaria.1 En México, como refiere Alejandro Tortolero (1996a), el interés fue más tardío y el paso previo a esta corriente lo dieron Alejandra Moreno Toscano y Enrique Florescano, si bien sus seguidores estuvieron más cerca de la historia agraria que del lado de la historia ambiental.

Ésta no es, sin embargo, una particularidad mexicana. En España, por ejemplo, el interés historiográfico por las relaciones entre el medio y el hombre se ha centrado más en la propiedad de los recursos y el modo de acceder a ellos, en estudios en torno a la historia agraria y a la historia social.2 Pareciera que para desvincularnos de la historia positivista heredera del XIX tuviéramos que refugiarnos en lo regional, escapar del centro para poder enfocar la historia desde otra perspectiva. Lo curioso es que la preocupación de la historia ambiental es global. De manera que vamos de lo central a lo particular para poder así trascender los límites marcados por la historia política más tradicional. No obstante, me parece importante insistir en que la historia ambiental como disciplina toma impulso como consecuencia del auge del interés político por las cuestiones relacionadas con el medio ambiente. Por tanto, y a pesar de sus intentos por trascender lo político, el interés académico está mediatizado de manera inevitable por la política. Pensemos, si no, en los actuales conflictos en torno al agua, denominados “guerras del agua”, en los que están involucrados países de todo el mundo (Shiva, 2003). Ahora bien, dentro del movimiento verde se hace distinción entre el ecologismo y el ambientalismo, uno de carácter reformista y el otro revolucionario; o lo que algunos autores entienden como ecologismo superficial y profundo. Los acercamientos que se hagan a la historia ambiental serán de uno u otro signo, dependiendo de que las inclinaciones del historiador vayan más hacia la defensa de la situación de superioridad o de igualdad entre el hombre y la naturaleza, respectivamente, y a su percepción de que los cambios en las relaciones deban darse sin transformaciones de fondo en los modelos actuales de producción y consumo (ambientalismo), o mediante replanteamientos fundamentales en los mismos (ecologismo y sus variantes: ecofeminismo, ecoanarquismo y ecosocialismo).

Más allá de este sesgo político común y de la divergencia en cuanto a la forma de enfrentar las mutaciones, que para todos son necesarias, a la historia ambiental se acercan investigadores desde muy diversas perspectivas.

John R. McNeill (2005: 1-16) habla de tres corrientes en historia ambiental. Una es la que, presentando un enfoque material, se centra en los cambios ocurridos en los ambientes físicos y biológicos y en cómo afectan a las sociedades, poniendo el acento en lo tecnológico y lo económico. Los investigadores que utilizan este enfoque suelen separar el estudio rural del urbano. Los que se interesan en lo rural se dedican a los temas relacionados con la agricultura y -sobre todo en Estados Unidos- con las reservas naturales; los que se dedican a lo urbano empezaron mostrando su preocupación por la polución y el saneamiento, pero esta vertiente fue evolucionando y tratando sus formas de abastecimiento y el metabolismo de las ciudades, aspectos a los que nos referiremos en estas páginas.

Por otra parte, el enfoque cultural intelectual estudia las representaciones de la naturaleza en la literatura y el arte, en cómo han cambiado y lo que revelan de las sociedades en que se manifiestan. El debate a mayor escala dentro de esta sección de la historia ambiental ha tenido que ver con el relativo impacto ambiental y, quizá por eso, con la relativa maldad de las diferentes tradiciones religioso culturales. El punto de partida es la pretensión de que el occidente judeocristiano desarrolló una cultura ambientalmente ávida que contrasta negativamente con otras como las del oriente de Asia, formadas por el budismo y el taoísmo, o las de los pueblos indígenas en América, Oceanía y África.

En esta línea, para el caso mexicano resulta muy interesante el estudio de Alain Musset (1993: 53-66) en torno al debate sobre el de-sagüe en la Ciudad de México. Refiere que la construcción de dicho desagüe fue motivo de enfrentamiento entre los partidarios de no agredir al medio adaptándose a las circunstancias hidrológicas del Valle -como se venía haciendo desde tiempos prehispánicos- y los defensores de la construcción de un canal de desagüe que evitaría las periódicas inundaciones de la ciudad. Tales corrientes estuvieron encabezadas por Adrian Boot y Enrico Martínez, respectivamente. Dicha querella refleja, además, el conflicto entre la metrópoli, autoerigida en defensora de los intereses de los indígenas, y los habitantes de la capital. En el debate entre Martínez y Boot subyace dicho enfrentamiento, ya que Boot -de origen holandés y calvinista converso al catolicismo- venía nombrado por el rey de España, según los defensores de las obras de desagüe, para desprestigiar a los primeros conquistadores pretendiendo utilizar técnicas indígenas que ya habían demostrado su ineficacia. Boot proponía que no se hicieran obras para sacar el agua de la ciudad, sino que se aprovecharan dichas aguas como se hacía en Holanda y como lo habían hecho los mexicanos desde antes de la conquista. No obstante, el recelo hacia todo lo que viniera de España y de su representante dio al traste con esta iniciativa y se decidió desecar el valle mediante la construcción de un canal, como proponía Martínez. Veremos más adelante que las obras sólo solucionaron el “problema” temporalmente, y Porfirio Díaz retomó el tema del desagüe como parte fundamental de sus políticas públicas.

Por último, contamos con un enfoque estrictamente político -del que, por cierto, no está exento el ejemplo arriba mencionado en el que subyace el conflicto entre criollos y peninsulares- que estudia cómo se relacionan con el mundo natural las políticas de Estado y las leyes. Este enfoque es el más aceptado y el más amplio entre los historiadores que se han ocupado de épocas posteriores a 1880, entre los que destacan los trabajos sobre agua y poder realizados por Luis Aboites (1998).

En estas páginas nos acercaremos más a este punto de vista, pues nos interesa la influencia del conflicto y del discurso en la elaboración de las leyes y en el diseño de la política institucional de Porfirio Díaz. También tomaremos, como mencionábamos, algo del primero, ya que el interés de los casos aquí analizados se centra en la conjunción de dos mundos: el rural y el urbano, y en la interrelación de ellos en un momento concreto de la historia mexicana en que se está viviendo el proceso de urbanización del país. Con ello pretendemos animar a los investigadores al abordaje de la historia ambiental urbana, que en México cuenta con muy contadas aportaciones (Loreto y Cervantes, 2004). También tomaremos algo del segundo enfoque, pues en nuestras investigaciones hemos encontrado con demasiada frecuencia el enfrentamiento entre diversas maneras de entender el medio ambiente y sus relaciones con el hombre. Conviene mencionar que en este trabajo veremos que no son siempre los indígenas o las sociedades más atrasadas quienes propugnan un uso más sostenible de la naturaleza.

Hacia una definición de conceptos: “conflicto ambiental” y “conflicto ambientalista”

Como ya hemos anotado, sobre la historia ambiental se ha realizado una importante cantidad de trabajos, pero todavía puede considerársele “nueva” si miramos la escasa o nula consolidación institucional de la disciplina y de la comunidad científica de sus adeptos. Las fechas de nacimiento de las asociaciones que reúnen a los historiadores ambientales -un parámetro indicativo de la cohesión de las comunidades científicas, como asegura Stefania Gallini- (Gallini, 2002) proporcionan otra evidencia de la juventud de su institucionalización: la American Society for Environmental History (ASEH) nació en 1982; la European Society for Environmental History (ESEH), en 2002; la Sociedad Latinoamericana y Caribeña de Historia Ambiental (Solcha) se fundó el 7 de abril de 2006, en el curso del III Simposio Internacional de Historia Ambiental Americana que se realizó en Carmona, Sevilla, España.

En estos últimos simposios se han presentado notables trabajos que han despertado muy interesantes debates. Uno de ellos lo propició el trabajo que defendió Mauricio Folchi (2001a).3 Preocupado por el estudio de los conflictos ambientales en perspectiva histórica, el autor chileno considera que el ecologismo de los pobres es insuficiente para comprender el problema ambiental en su totalidad. También cuestiona lo que él denomina lectura chilena,4 que según considera tiende a clasificar todos los conflictos que tienen algún contenido ambiental como ambientalistas: “de inspiración valórica o ideológica y que incluso puedan llegar a ser contra-sistémicos”. Para él, sin embargo, los conflictos ambientales no comprometen valores o ideales ambientalistas en el moderno sentido de la expresión, sino que parten de “una amalgama de percepciones, tradiciones y urgencias materiales que les han dado (y les seguirán dando) esa impureza ideológica en la que se funden y se confunden los problemas sociales con los intereses económicos y las disputas de poder, teniendo como trasfondo lo que se suele llamar conflicto ambiental” (Folchi, 2001). La precisión me parece interesante, pero incluso hoy día, con el avance del ecologismo y de la generalización de las preocupaciones por el medio ambiente, no creo que existan conflictos ideológicamente puros, por utilizar una expresión similar a la suya. En cualquier enfrentamiento por el medio ambiente, sea la construcción de una presa o la desviación de una corriente, hay mil razones políticas, económicas, sociales y culturales que subyacen al discurso elegido para estar a favor o en contra de las decisiones tomadas o de las prácticas establecidas.

Contra el ecologismo de los pobres Folchi sostiene, siempre atendiendo al caso chileno, que no puede aplicarse en perspectiva histórica, ya que las luchas por el “materialismo ambiental” no son privativas de los pobres, y cuando se producen no son siempre como respuesta a la depredación del ambiente o a la sobreexplotación de los recursos, sino “como efecto de cualquier transformación no consensual sobre el ambiente (ya sea positiva o negativa)” (Folchi, 2001: 85), y que muchas veces no puede considerarse la acción de los involucrados como una forma de ecologismo.

Tanto la “postura chilena” como el “ecologismo de los pobres” adolecen de lo que él denomina un sesgo ambientalista y da por sentado que siempre enfrentan a fuertes contra débiles, aunque más adelante reconoce que los defensores de la teoría del ecologismo de los pobres aceptan que en ocasiones puede haber conflicto entre pobres e, incluso, entre ricos. Además, a su juicio, ninguna de ellas abarca todas las formas de conflictividad ambiental. Él introduce en ambos esquemas la distinción entre conflicto de contenido ambiental y conflicto ambiental. Según esto, el conflicto de contenido ambiental surgiría entre intereses incompatibles, con el medio ambiente de por medio, pero en él ninguna de las partes afectadas defendería el medio ambiente porque fuera justo o positivo, sino por la particular conveniencia de cada parte. En estos casos prefiere hablar de tensión ambiental, ya que incluye no sólo los daños percibidos, sino el conjunto de antagonismos, sin que tenga que mediar una conciencia ambiental. Sólo en caso de que hubiera esta conciencia estaríamos ante un conflicto ambiental propiamente dicho.

Después de esto, en el III Simposio Latinoamericano y Caribeño de Historia Ambiental ya aludido, se presentó una nueva ponencia en la que sus autores,5 aceptando la propuesta totalizadora de Folchi, dieron un paso más apoyándose en Ramachandra Guha y Madhav Gadgil (Guha y Gadgil, 1993: 49-111) y su distinción entre los conflictos intermodales y los intramodales.

Manuel González de Molina, Antonio Herrera, Antonio Ortega y David Soto proponen que la distinción se haga entre los conflictos ambientales y los conflictos ambientalistas, de manera que los primeros sean aquellos en los que haya de por medio algún elemento ambiental, sin que presente alguno de los afectados una denuncia o una alternativa más cuidadosa con el medio ambiente, mientras que en los conflictos ambientalistas, que vienen a ser una subespecie de los ambientales, sí hay una intención explícita de conservar los recursos o de conseguir una mayor justicia ambiental. Asimismo presentan una variante más de conflicto ambientalista, el conflicto de carácter ecologista propiamente dicho, que maneja una ideología explícitamente ecologista y que no pudo haber surgido sino después de los años sesenta o setenta, cuando se consolidó dicha corriente. De esta forma, los ambientalistas tienen entre sus objetivos una mejor conservación del medio, aunque su ideología o sus razones sean la subsistencia o motivos mágicos, religiosos o de cualquier otro tipo. Todavía presentan una división para la aplicación de la diferenciación en la historia, atendiendo a la clasificación antes aludida de Guha y Gadgil de conflictos intermodales e intramodales. Según esta distinción, los intermodales se plantean entre oponentes que defienden diferentes usos de los recursos (y por eso son de carácter reproductivo) mientras que los intramodales se producen entre grupos o individuos que aceptan los mismos tipos de uso (y son, por tanto, distributivos). En este caso los primeros están más relacionados con la sustentabilidad y, por tanto, se catalogarían como ambientalistas, mientras que quienes luchan por el recurso, los distributivos e intramodales, serían sólo ambientales, ya que “no presupondrían ninguna intencionalidad al respecto, incluso aunque la disputa por los recursos o los daños ambientales esté explícita” (Soto Fernández et al., 2008). Aquí presentaremos algunos conflictos no campesinos con el fin de observar si este esquema, realizado para clasificar conflictos campesinos, es válido también para los que atañen a otros colectivos. Veremos algunos conflictos entre el Ayuntamiento de la Ciudad de México y los particulares; entre el Ayuntamiento y el Gobierno del Distrito y el gobierno federal, y entre la Ciudad de México y otros ayuntamientos locales. El centro de las disputas siempre será el agua y sus relaciones con el medio ambiente.

Al introducir estudios de caso en que las partes en conflicto representan a diferentes sectores de la política y la economía mexicanas de fines del XIX y principios del XX pretendo ver el conflicto como parte de un todo. Parafraseando al profesor Alberto Sabio Alcutén (2002), me interesa una historia ambiental que no pretenda absolutizar las variables ambientales -como a veces parece que se hace desde la ecología cultural, la ecología neofuncionalista o el materialismo cultural-, sino utilizarlas como nuevas herramientas con las que sea posible resolver mejor los intentos de reconstrucción histórica. Así, los conflictos políticos pueden estar cargados de contenido ambiental y los ambientales de contenido social; los conflictos sociales pueden entreverarse con problemas derivados de la contaminación, y las cuestiones agrarias estar vinculadas con la defensa de una forma de ver y entender las relaciones con el medio. Utilizaré la ecología como paradigma, no como disciplina (Garrido et al., 2007) y, atendiendo al interés particular en cuestiones derivadas de la relación entre las diferentes instancias de poder en México durante la formación del Estado-nación, veremos el conflicto ambiental como parte del conflicto general en un contexto de auge del individualismo, del antropocentrismo y de la racionalidad tecnocrática como vehículo y remedio de todos los males que aquejaban a la sociedad mexicana.

Durante el porfiriato, largo periodo de la historia mexicana que abarca desde 1876 hasta 1911 -si contamos con el interregno de Manuel González entre 1880 y 1884-, la Ciudad de México sufrió notables transformaciones. En el proceso de modernización del país era una prioridad del gobierno convertir a la capital en una ciudad cosmopolita. Pero esta urbanización acelerada se hizo, en parte, a costa de los recursos de las comunidades vecinas. Uno de los recursos sobreexplotados entonces fue el agua, y el otro, el bosque. Había que asegurar el abastecimiento de agua a una ciudad en proceso de crecimiento, y esta agua debía presentar óptimas condiciones para el consumo en unos momentos en que los descubrimientos sanitarios coincidían en señalar que era una posible vía de contagio; había que proveer de madera al ferrocarril, caballo de batalla del creciente dinamismo del país, así como a las nuevas colonias en construcción que habrían de alojar a la población que se iba concentrando en la capital.

Lógicamente, la apropiación que hiciera la ciudad de los recursos del campo no se logró sin oposición. Lo que queremos desentrañar aquí es si el conflicto que surgió no fue exclusivamente por la apropiación de los recursos (conflicto distributivo o ambiental) sino por el aprovechamiento de los mismos (conflicto reproductivo o ambientalista) y si los alegatos de los denunciantes fueron más allá de la defensa de los derechos de acceso al recurso. En este sentido pretendemos aportar un argumento más en el debate entre las tesis postmaterialistas (Inglehart, 1977) y la del ecologismo de los pobres (Martínez Alier, 2006: 137-151). Mientras que para las primeras el conflicto ambiental únicamente puede surgir en las sociedades que tienen sus necesidades primarias cubiertas, para la segunda es evidente que en la actualidad existe una serie de movimientos en sociedades marginadas cuyo conflicto no es postmaterial sino “por lo material” y la defensa es ecologista,6 aunque no se utilice dicho término para expresarlo. En los casos aquí estudiados el actor principal es el Ayuntamiento de México, no una comunidad de campesinos o un grupo social desfavorecido. Se trata de un grupo poderoso en cierto sentido, aunque veremos que durante el periodo en estudio tenía enemigos más fuertes que él, y que representaba a una ciudad que estaba comenzando su proceso de modernización pero de la cual no creemos que pueda decirse que tenía sus “necesidades primarias cubiertas”, sino que luchaba precisamente por conseguir este objetivo.

Conviene hacer una última aclaración respecto a la manera de interpretar un conflicto. Aquí lo consideramos no como una disfunción en el sistema, como una manifestación de que algo va mal, sino como un elemento dinamizador del cambio. En este sentido, valoraremos el conflicto positivamente si consigue un cambio objetivo en las condiciones de sustentabilidad (Soto Fernández et al., 2008).

Agua y poder en la Ciudad de México

Durante el porfiriato terminó de perfilarse el proceso centralizador que se iniciara con las reformas borbónicas en Nueva España. Uno de los elementos clave fue la creación de la figura del gobernador del Distrito Federal como un intermediario entre el poder central y el municipal que tenía un poder real sobre los asuntos de la capital de forma paralela o superpuesta al Ayuntamiento, de manera que todas las decisiones debían contar con su aceptación. La organización del gobierno local era colegiada y el Cabildo en pleno se encargaba de los asuntos generales que se leían en el orden del día. Si se consideraba que el asunto merecía mayor dedicación, pasaba a la comisión encargada del tema. El dictamen que elaboraba dicha comisión se presentaba después en la reunión capitular para proceder a su aceptación, rechazo o enmienda. En el porfiriato estas comisiones fueron unas veinte, según la época, y entre ellas figuraba la del agua, que fue una de las de mayor relevancia junto con las de alumbrado, hacienda y obras públicas -con la que colaboraban directamente las de limpieza y policía- y la de salubridad, encargada de las mejoras higiénicas de la ciudad.

La política sanitaria en México había estado durante la primera mitad del siglo XIX casi exclusivamente en manos de la caridad. Si bien la prevención de epidemias había sido responsabilidad estatal y no de la Iglesia, aun para la aplicación de vacunas se contaba con la intervención de los curas locales, que trabajaban mano a mano con los agentes de las municipalidades. Las cosas comenzaron a cambiar con el Decreto de Secularización de Hospitales y Establecimientos de Beneficencia del 2 de febrero de 1861 y el subsiguiente traspaso de la dirección de estas instituciones de la Iglesia al gobierno estatal.

Se organizó entonces el Consejo Superior de Salubridad que articulaba comisiones -que tuvieron carácter permanente en la Ciudad de México- para reconocer las epidemias y tomar las medidas pertinentes para erradicarlas. Estas comisiones estuvieron condicionadas a los conocimientos médicos de la época, de manera que hasta la década de los noventa dominaron las medidas destinadas a erradicar la humedad y las malas condiciones del aire, porque la base científica en que se apoyaban era la “teoría miasmática”. Después de esa fecha, con la aceptación generalizada de la “teoría del germen”, las medidas preventivas estuvieron más destinadas a evitar el contagio por el consumo directo y no por las emanaciones, como se había venido haciendo hasta entonces. El agua fue uno de los puntos clave de control para eludirlo y una de las principales prioridades del gobierno central. Si durante la primera mitad del XIX la preocupación fue procurar la circulación del aire y el desazolve de las lagunas que rodeaban a la ciudad mediante políticas de reforestación de suelos con eucaliptos, en la década de los noventa se pensó que lo principal era llevar a cabo grandes obras de saneamiento y drenaje para expulsar las aguas sobrantes procedentes de las lluvias, drenar el subsuelo y evitar filtraciones hacia los pozos y hacia las paredes de los edificios. El resultado fue el Gran Canal de Desagüe -cuyas obras, iniciadas en el siglo XVII (Musset, 1993), fueron retomadas en 1886-, primero, y el sistema de saneamiento, después (cuya fase inicial se llevó a cabo entre 1900 y 1903) (Departamento del Distrito Federal, s.f.). Ambas obras quedaron a cargo del gobierno central y contaron con la participación de algunas empresas y capitales extranjeros, pero no con la del cabildo capitalino. A éste le correspondió correr con buena parte de los gastos a pesar de que quedó al margen de la gestión de las obras.

Escarmentado por esta experiencia, el Ayuntamiento de la capital procuró no desprenderse del control sobre el agua potable en la ciudad e hizo lo posible por evitar que se inmiscuyeran en la gestión del servicio el gobierno central o la iniciativa privada (Rodríguez Kuri, 1996).

Dos conflictos en torno al agua para consumo en la capital

La Ciudad de México, edificada sobre territorio lacustre, siempre ha padecido dos grandes problemas: las frecuentes inundaciones y la escasez de agua para beber.

Para solucionar el primero se procedió a hacer obras de desagüe. Ya vimos que esto suscitó un conflicto durante la Colonia entre los defensores del control de las aguas por medio de su expulsión, y los que preferían adaptarse a la situación del terreno. El problema del agua sobrante no se resolvió con aquellas obras y fue una constante en los sucesivos gobiernos, que sin embargo no lograron reunir el capital ni la estabilidad política suficientes para culminar las obras de desagüe iniciadas en la Colonia. Porfirio Díaz consiguió ambas cosas: dinero y continuidad en el gobierno, y emprendió las obras de desagüe a las que enfrentó como un problema personal, como una prueba del alcance de su poder. Como expone Manuel Perló, las obras se realizaron no por razones económicas sino para “afirmar y justificar la gobernabilidad del poder central sobre la Ciudad de México”, por un lado, y por el otro para “legitimizar y apuntalar su permanencia en el poder” (Perló Cohen, 1999). Don Porfirio contó con crédito internacional, con la participación de empresas extranjeras, y con una Junta de De-sagüe que agilizó los trámites.7 Pero a pesar de que con motivo del Centenario de la Independencia se dieron por culminadas las obras en 1910, el problema de las inundaciones se solucionó sólo momentáneamente. Lo que nos importa ahora es que la alianza entre el poder, las grandes obras de ingeniería y el capital extranjero conseguido con la intermediación de los “amigos políticos” de don Porfirio, quedó sellada entonces. Como decíamos, el Ayuntamiento de la Ciudad quedó al margen de la toma de decisiones y del control sobre las obras y el canal, pero no por ello quedó exento de pagar el servicio de la deuda, cuyo importe anual ascendió rápidamente de 16% del presupuesto del Ayuntamiento en 1889, a 53% en 1898, para mantenerse alrededor de 40% entre 1899 y 1903, año en que el Ayuntamiento de México perdió el gobierno efectivo de la ciudad (Rodríguez Kuri, 1996). Con esta medida el gobierno de Porfirio Díaz contribuía a debilitar al gobierno local como parte de la estrategia en su proceso de centralización. Ante las protestas del Consistorio se argumentaba que la ciudad debía pagar porque gozaba de los beneficios de las obras, sin tener en cuenta lo que alegaba el Ayuntamiento: que también lo hacían otras municipalidades del Valle de México y no pagaban nada por ello.

Veamos ahora otros aspectos de la gestión del agua ciudadana. Atenderemos en esta ocasión a la forma en que se gestionó el servicio de agua para el consumo urbano y a los problemas derivados de la escasez relativa. Éstos fueron principalmente dos: el abastecimiento y la gestión del servicio.

Con el crecimiento citadino, uno de los mayores problemas que enfrentaba la capital era la insalubridad. Sobre la responsabilidad de las pésimas condiciones sanitarias había distintos pareceres, si bien todos coincidían en que las principales fuentes de infecciones y de mortandad eran la falta de agua potable, el exceso de humedad y de aguas hediondas, así como el hacinamiento. Para algunos, la culpa no la tenía el gobierno, pues era consecuencia de la falta de educación de sus habitantes en cuanto a higiene, y de los elevados precios de los alquileres, que favorecían la concentración de la población en espacios reducidos. Para otros había que buscar las responsabilidades en la incompetencia del gobierno y en la ambición de los propietarios de las casas de vecinos; consideraban necesario acabar con algunas vecindades muy empobrecidas de La Merced, La Palma y Nonoalco. Había también quienes argumentaban en contra del excesivo gasto destinado a la ornamentación y la modernización de las calles principales del centro de la ciudad y de los barrios elegantes, como San Cosme y Arquitectos, mientras se dejaban de lado obras más urgentes y necesarias. Si la dicotomía era higiene o estética, había que pronunciarse por la primera.

Así vemos que buena parte de las responsabilidades apenas si recaían sobre el Ayuntamiento, al que, como mucho, se le juzgaba incompetente para hacer cumplir la legislación. Las críticas se cebaban más bien sobre el gobierno central y sobre algunos sectores de la población, ignorantes y ávidos de beneficios. A raíz de la aceptación de la “teoría del germen”, el 15 de julio de 1891 el gobierno expidió un código sanitario bastante avanzado, pero se levantaron voces en contra que alegaron la imposibilidad de cumplirlo en la capital. Poco tiempo después, el 10 de marzo de 1892, se reglamentó sobre la mejora de las habitaciones, y ante la oposición de los propietarios, el 17 de septiembre de ese mismo año tuvo que concedérseles una prórroga para que pusieren en práctica las obras de mejora, que en ningún caso debían demorarse más de ocho meses.

Algunas voces hablaban de la imposibilidad de combatir el desaseo habiendo escasez de agua. Sin embargo para el Ayuntamiento de la Ciudad la escasez no era real a principios de la década de los ochenta; simplemente se trataba de un problema de mala distribución, y esto, según sus cálculos, se solucionaría con un empréstito de 500 000 pesos para instalar un sistema adecuado. Se realizó entonces la obra de reforma parcial del sistema de tuberías, que concluyó en 1883, pero el problema no acabó ahí. Según González Navarro (1997) en 1885 las autoridades citadinas aseguraban de manera muy optimista que la ciudad contaba con unos 110 litros diarios de agua por habitante, pero la realidad fue que la cuota no pasó de 80 hasta 1904. En 1898, año en que llegó a su fin el contrato de abastecimiento que el Ayuntamiento había firmado con la municipalidad de Guadalupe Hidalgo, que le surtía de agua, éste tuvo que aceptar que la ciudad se enfrentaba a un problema de escasez. Hay que tener en cuenta que a esto habían contribuido el descenso de las lluvias desde la década de los setenta8 y el notable aumento de la demanda. La ciudad había crecido, pero también sus necesidades. La modernidad y los avances científicos trajeron nuevas ideas relacionadas con la higiene que se tradujeron en disminución de la mortalidad (lo que incidió en el aumento de la población) y el mejoramiento de la salud.

Los propios servicios ciudadanos del municipio demandaban grandes cantidades de agua para el riego de jardines, para la limpieza, para sofocar incendios, para surtir a las fuentes ornamentales que fueron uno de los emblemas de la cosmopolita capital con la que soñaba don Porfirio. Por otra parte, también se elevó la demanda de agua por el consumo de los edificios federales, a los que se les otorgaban mercedes de agua gratuitas.9

Veamos ahora en primer lugar de dónde venía el agua que consumía la ciudad, y en segundo, cómo se gestionaba el servicio.

El agua del Desierto de los Leones

Hacia el suroeste de la capital mexicana se encuentra una zona montañosa de bosque templado conocida como Desierto de los Leones, en la que abundan los manantiales, y de éstos se ha surtido la ciudad desde la etapa colonial. Se le conoce como “desierto” porque a principios del siglo XVIIlos carmelitas descalzos ubicaron en la zona un convento alejado del mundanal ruido y era así como solían denominar a este tipo de lugares de recogimiento, aunque no carecieran de agua y vegetación. El lugar toma su nombre, también, de una familia apellidada León, que durante la Colonia disputó el poder de la zona con un cacique local.

A finales del siglo XIX y principios del XX se ubicaban en sus inmediaciones varias poblaciones, entre ellas la de Santa Fe, desde donde arrancaba el acueducto que llevaba “agua delgada” a México. Tan importante era la zona en este sentido que en 1786 el gobierno virreinal la tenía como área protegida, y en 1803 otorgó por Real Cédula a la ciudad la propiedad exclusiva de los manantiales (Melo Gallegos, 1978: 163).

Poco tiempo después, en 1814, los carmelitas abandonaron el convento y cedieron sus dependencias y el monte al Ayuntamiento capitalino. Durante la Guerra de Independencia fue destino de cuarteles militares y en 1845 campo de maniobras del ejército nacional. También se estableció allí una fábrica de cerámica cuyas calderas se alimentaban con la madera que el bosque ofrecía en abundancia, con la que se surtían también las poblaciones cercanas.

Las Leyes de Reforma vinieron a cambiar la titularidad del monte. En 1856 el Ayuntamiento se vio obligado a vendérselo a un particular bajo la consideración de que la propiedad de los manantiales seguía siendo del Consistorio y de que para asegurarse del mantenimiento de los mismos y del buen estado del monte, el nuevo dueño debía tolerar la presencia de un guardabosque designado por el Cabildo. El guardabosque habría de vigilar expresamente que no se talaran los árboles cercanos a los manantiales para evitar que éstos se secaran. Asimismo, los pueblos cercanos como Mixcoac, Tacubaya, Santa Fe y Cuajimalpa tenían derecho a usar el agua, pero carecían de titularidad sobre ella y, además, debían evitar perjudicar con un uso indebido el consumo de la capital.

Así lo explicó el guardabosque del lugar en 1874 en una denuncia que presentó ante el Ayuntamiento capitalino en la que comunicaba que los vecinos tomaban el agua a su antojo, y que además talaban árboles sin control, que el caudal de los manantiales disminuía y que él “no podía impedirlo por tener que luchar contra todo el pueblo”. El portavoz de la comisión que presentó la denuncia en Cabildo decía respecto a la disminución del agua que no le asombraba el dato, pues era “un hecho adquirido hoy por la ciencia, que de la tala de árboles influyen mucho las riquezas de los veneros; siendo de opinión por lo mismo que si no se impide dicha tala llegará el día en que la capital pierda los abundantes manantiales que la surten de agua delgada”.10

Por otra parte, el agua proveniente del Desierto no sólo era aprovechada por los pueblos sino por las haciendas y molinos de la zona, que la utilizaban como fuerza motriz o para el lavado del grano y la devolvían después a sus cauces, contaminando con ello el líquido que llegaba a la ciudad. Por esta razón en 1876 el presidente Lerdo de Tejada, poco antes de ser derrocado por Porfirio Díaz, declaró los montes del Desierto zona de reserva forestal e interés público (Melo, 1978) y ordenó que se impidiera que las aguas pasaran por todos esos ranchos y haciendas antes de llegar a la capital, disponiendo que las fuerzas públicas controlaran que nadie las interceptara a su paso. A raíz de esta resolución se le acumularon al gobierno capitalino las protestas y los juicios con asociaciones de propietarios en demanda de indemnizaciones por pérdidas de cosechas y ganado, a la vez que continuaban las infracciones.

Ante la cantidad de antiguos usuarios que reclamaban el agua para consumo, riego, o usos industriales, la presencia de custodios era insignificante, por lo cual era necesario que se enviara a los rurales para su vigilancia. Pero la fuerza de los rurales que debían acudir a la zona en caso de denuncia dependía del Gobierno del Distrito Federal, no del Ayuntamiento de la capital del país, y éste se encontraba con las manos atadas cuando intentaba hacer cumplir lo pactado.

Entre 1876 y 1881 proliferaron las infracciones. Encontramos, por ejemplo, altercados con los vecinos de Acopilco, a quienes se acusaba de romper el acueducto con el propósito de tomar agua para riego de forma fraudulenta, aunque luego se descubrió que se empleaba en la fabricación de adobes (no sabemos si para uso propio o industrial),11 y con los de La Magdalena por quemar pastos donde nacía el venero del agua de Los Leones, lo que hacía que disminuyera el caudal que se conducía a la ciudad.12

En 1880 la tala era indiscriminada, el guardabosque continuaba quejándose de que se cortaban árboles en el punto de la rinconada de Calpulín y Loma del Caballete del Pretorio o Chanpilatos y por la parte del monte que iba al oriente de Cuajimalpa. El 19 de enero el guardia pedía al Ayuntamiento de México que solicitara al gobernador del Distrito Federal que

se comunique al ayuntamiento de Cuajimalpa no me entorpezcan mi trabajo con quererme detener a los peones en servicio de ordenanza que nombran aquí deteniendo a los vecinos para esto una noche y un día, que hasta hoy no he dado lugar los hagan con los peones porque lo había convenido con los ayuntamientos pasados, pero el actual se propone molestarnos hasta impidiéndonos tomar el material que necesitamos en el centro de la población.13

El Ayuntamiento de la capital percibía diversas formas de saltarse la legislación que iban desde no prestar apoyo al guardabosque en sus labores de control hasta amedrentarlo, como ya veíamos. Y todo teniendo en cuenta que las denuncias del guardabosque se producían únicamente cuando éste descubría a los infractores, si bien sus comentarios generales nos revelan que había muchos más delitos sin documentar.

Pero lo peor estaba todavía por llegar. En 1881 el dueño del monte, Juan Rondero, emprendió una tala masiva, pues tenía negocios con el ferrocarril. Otros bosques habían sido ya explotados para este fin, como el de Río Frío en la década de los setenta, según ha estudiado Lucía Martínez Moctezuma (1996). El mismo Desierto ya desde tiempo atrás era objeto de tala con fines industriales para alimentar al sector de la construcción, tan floreciente en la capital mexicana de aquellos años.

La Dirección de Aguas del Ayuntamiento aceptaba que el 24 de mayo de 1881 se había dado inicio a la tala para durmientes del ferrocarril. Ahora ya no se trataba de unos cuantos pueblos vecinos que cortaran árboles sin permiso para su autoconsumo, sino de una tala considerable destinada a usos industriales, y el Ayuntamiento opinó que eso no se debía permitir, que era preciso hacer algo al respecto. El síndico presentó entonces un resumen de lo que venía ocurriendo en el Desierto desde 1856; manifestaba que el monte había sido adjudicado por la Presidencia de la República con “las servidumbres que tenía cuidando de que el adjudicatario se obligara a conservar la arboleda cercana a los ojos de agua”.14 La obligación de conservar la arboleda obedecía al propósito de evitar la evaporación y las infiltraciones que provocaban que disminuyera la cantidad de agua en el manantial y en el acueducto. Pero, aclaraba, el Ayuntamiento no había perdido con ello la propiedad y dominio pleno que por Real Cédula tenía sobre el Desierto, sobre las aguas y sus vertientes.

Se nombró entonces un grupo de peritos (Leandro Fernández y los ingenieros Eleuterio Méndez y Manuel María Contreras) para que revisaran el caso. Concluyeron que

los ayuntamientos son las autoridades que más pueden cooperar a la conservación de las arboledas […] el monte de Cuajimalpa cercano a los manantiales de los leones, lo hemos encontrado en un perfecto estado de conservación merced a un acuerdo que hace honor a los ilustrados regidores del Municipio de aquel pueblo, prohibiendo por completo el corte de árboles durante diez años.15

Terminaba el informe recomendando al Ayuntamiento de México que, “como medida preventiva, todos los años destinara parte de su presupuesto a la conservación y plantío de árboles en los montes donde se localizaban los manantiales de agua potable”.16

A juicio de la Comisión el estado del monte era “perfecto” y, además, recuperable. Sorprende que dijeran esto después de las denuncias que se venían repitiendo desde los años cincuenta, y es difícil evaluar las dimensiones del asunto desde aquí y con los instrumentos y las noticias que contamos. Pero lo que nos interesa ahora no es esto, sino la opinión de los miembros de la Comisión respecto a lo que debía hacerse a partir de entonces. No todos votaron lo mismo: la opinión más radical era que no debía autorizarse de ninguna manera la tala de árboles, mientras que según la más moderada, y también la más numerosa, debía autorizarse, pero únicamente atendiendo a ciertas condiciones, esto es, sólo “en algunas zonas y de manera moderada”, a pesar de que se reconocía que cuando se adjudicó el Desierto se había hecho con el compromiso de no talar, excepto para fabricar piezas de artillería, y que no se debían perjudicar los árboles ni siquiera mediante la extracción de brea o la introducción de ganado, que se comía los brotes.

Para controlar que se siguieran las instrucciones debidas el grupo mayoritario propuso que se nombrara a cuatro guardabosques que debían quedar bajo las órdenes de la Comisión de Aguas y del director del Ramo en el Ayuntamiento; que no debían escatimarse esfuerzos en la reposición del plantío y que, aunque hasta entonces el cultivo y conservación de los montes no se había practicado en México y era una operación delicada, debía asignarse como presupuesto para reforestación 1 000 pesos al año, y asimismo que se repoblara con árboles de la misma especie que ya existía (cedros y pinos), aunque también podrían introducirse eucaliptos porque eran baratos y crecían rápido.

El informe se firmó el 18 de junio de 1881 y poco después la Comisión del Ramo de Aguas del Ayuntamiento, encargada de revisar el estado del Desierto, a la luz de dicho documento declaró que las condiciones de éste eran buenas en general, que hacía tres años había sufrido un incendio accidental y que era el “momento oportuno para dictar medidas que puedan impedirlo en lo adelante”, aceptando que, como no había sido grave la tala, todavía podría permitirse que se labraran otros mil durmientes17 que se habrían de sacar de árboles salteados en los puntos que se designara al poseedor del monte. Pero, continuaba:

La Comisión cree que el monte del Desierto debe atenderse no con el fin de explotarlo mercantilmente, sino con el objeto de conservar las condiciones que favorecen la existencia de los manantiales de agua delgada de que se surte la ciudad. Así pues, en nuestro sentir no se deben fijar reglas que favorezcan el crecimiento de los árboles para que produzcan mayor cantidad de leña o madera de construcción, sino lo que se necesita es no alterar las condiciones que allí existen, y que de hecho favorecen la existencia de manantiales absolutamente necesarios para llenar una de las principales necesidades del vecindario de esta capital.18

Para vigilar que la tala se hiciera de esta manera, unos días después, el 4 de julio, ya habían nombrado en el Ayuntamiento a los cuatro guardabosques: José y Amador Gutiérrez, Anastasio Segura y Basilio Cruz.19

Juan Rondero no estuvo de acuerdo con algunos de los 10 puntos del informe, alegando, por ejemplo, que si no se talaban los árboles, algunos terminarían secándose por falta de aire. De manera que siguió actuando sin control.

El 9 de agosto el Ayuntamiento pedía al gobernador del Distrito, Ramón Fernández, que mandara fuerzas competentes para que vigilaran que se cumpliera lo que habían establecido los peritos. Más adelante, el 19 de agosto, el dueño del monte seguía talando donde mejor le parecía, porque como el gobernador no había enviado las fuerzas solicitadas, aprovechaba mientras se decidían a impedírselo por la fuerza.

Las cosas cambiaron el 20 de agosto, cuando llegaron al Desierto los gendarmes montados. Parece que este cambio respondió a que el gobierno del Estado de México no tomó las medidas pertinentes hasta que recibió órdenes directas del Gobierno Federal, pues un año después, el 18 de agosto de 1882, Ramón Fernández se dirigía al Ayuntamiento de la Ciudad para comunicarle que si un año atrás había enviado a los gendarmes, había sido porque “estaba pendiente el proyecto sobre adquisición del monte del Desierto para abastecer de agua a la ciudad”,20 pero que como el presidente de la República había decidido posteriormente que no se llevara a cabo la compra, el dueño podía cortar a partir de entonces lo que quisiera siempre que no fuera cerca de los manantiales.

Para concretar, sólo entre el 20 de agosto de 1881 y el 18 de agosto de 1882, periodo en que el gobierno central se planteó la posibilidad de comprar el Desierto, el gobernador del Distrito, Ramón Fernández, participó de manera activa en el esfuerzo por hacer cumplir la ley. Para ello no dudó en solicitar al Ayuntamiento capitalino que enviara una comisión al monte para que estableciera dónde se podía talar y dónde no. La comisión comenzó a hacer el estudio el 11 de abril de 1882, agradeciendo la decisión del gobernador. Sin embargo poco después, en julio de 1882, el gobernador obligaba al Ayuntamiento a retirar a los guardabosques que intentaban impedir talar al dueño del desierto. Reaparecen entonces en los libros de Cabildo nuevas denuncias del guardabosques porque están talando en los manantiales de Monarco y Chanpilatos; alertaba que de seguir así se arruinarían los manantiales y no habría agua suficiente en la ciudad. Los intentos por frenar la tala inmoderada habían fracasado tras un breve lapso en que el gobierno federal decidió intervenir por mediación del Gobierno del Distrito Federal. En una lucha de poder tan jerarquizada, el Ayuntamiento de la capital tenía poco qué hacer, y en febrero de 1886 cesó a los guardabosques porque ya no tenían razón de ser. Pero poco después, en abril del mismo año, la hija del dueño puso en venta la propiedad y el Ayuntamiento la adquirió por 100 000 pesos, recuperando por fin los derechos absolutos sobre el terreno.21

Servicio público o privado

La explicación de todo esto no quedaría completa si omitiéramos lo que estaba ocurriendo en la capital mexicana respecto al abastecimiento de agua para consumo humano. Ya vimos que entre 1881 y 1882 el gobierno federal congeló la actividad en el Desierto de los Leones porque se planeaba comprarlo para asegurarse de que se cumplieran las disposiciones de control sobre el mantenimiento de los manantiales de que se surtía la ciudad. Desechada la idea de adquirir los derechos sobre el Desierto, la Presidencia de la República -entonces en manos de Manuel González- optó por hacer concesiones a la iniciativa privada con la intención de que ella hiciera las gestiones necesarias para mejorar el servicio de abastecimiento, al igual que había ocurrido en otras ciudades importantes, como Puebla (Birrichaga Garrida, 2003).

Las primeras valoraciones sobre la necesidad de aumentar el caudal del agua que llegaba a la ciudad se hicieron en 1884 como respuesta a una propuesta del ciudadano José García para que el Consistorio comprara 47 manantiales localizados en Chimalhuacán. La Comisión de Aguas estudió la oferta y concluyó que la cantidad de agua que entraba en México era suficiente para abastecer a 4 000 casas y sólo la disfrutaban, de momento, 3 000. Así que sobraba agua y ni siquiera haría falta extraerla de la alberca de Chapultepec. La misma Comisión opinaba que convenía comprarlos para tenerlos de reserva, pero esto no se llevó a cabo porque era más urgente solucionar el problema de la contaminación que sufrían las aguas en su trayectoria desde los manantiales a la ciudad, y se estudiaba la posibilidad de hacer obras para que el acueducto dejara de estar a “cielo abierto”.22 También resultaba prioritario completar el sistema de tuberías para que el agua llegara a todas las viviendas, y que lo hiciera con presión suficiente para que alcanzara a las de los pisos superiores. Fue en este contexto cuando un particular, Carlos Medina Ormaechea, presentó ante el Ayuntamiento un proyecto para abastecer a la capital de un servicio de agua moderno y eficaz. Otros dos proyectos se presentaron en aquella ocasión, pero fueron desestimados por el Ayuntamiento.

El proyecto de Medina constaba de 24 puntos por medio de los cuales se comprometía a aumentar el caudal de agua que llegaba a la capital; a entubar el acueducto que transportaba el agua desde el Desierto de los Leones para así aumentar también la presión y poder alcanzar los pisos elevados de las viviendas; a establecer un depósito de aguas para almacenar las de la alberca de Chapultepec; a mantener los contratos con antiguos proveedores de aguas como el Ayuntamiento de la Villa de Guadalupe, y a aumentar el número y la cantidad de fuentes públicas. A cambio, pedía que se le cediera la administración del servicio durante 40 años y se le otorgara una parte de las aguas, de las que podría disponer a su antojo para arrendarlas o venderlas. El Ayuntamiento, por su parte, recibiría agua de forma gratuita, se libraría de la responsabilidad de mejorar y mantener el servicio y no perdería la titularidad de las aguas, pudiendo recuperar tras 40 años de servicio privado la totalidad de las instalaciones y de los caudales comprometidos.23

De conformidad con estas condiciones el proyecto fue aceptado por el Cabildo de 1884, a pesar de algunas objeciones entre las que cabe destacar el temor a perder la propiedad sobre el agua o a ver mermados los beneficios derivados de ella, ante lo que se alegó que no se perderían porque existían garantías en el contrato, y además aumentarían los beneficios por el servicio de 20 000 a 43 000 pesos, que ingresarían íntegramente al Ramo de Aguas sin gastos de inversión. Pero el Cabildo que entró en 1885 y el nuevo presidente de la República, de nuevo Porfirio Díaz tras su breve periodo de “descanso”, se opusieron a la puesta en práctica y se entabló un proceso judicial que, por supuesto, perdió Medina Ormaechea.

Nos interesa destacar el carácter de las discusiones y la valoración que del pleito y de la postura del Ayuntamiento hace Ariel Rodríguez Kuri. El pleito alcanzó importantes dimensiones en la capital porque tuvo su correlato en la prensa, que acusaba al Ayuntamiento saliente de irresponsable por haber firmado el contrato. Por eso el Ayuntamiento entrante publicó un expediente en el que explicaba que dicho contrato se basaba en un monopolio, y su firma significaba que el agua se convertiría en un negocio donde prevalecería lo económico frente al buen servicio público. Como explica Rodríguez Kuri, no se discutía la legalidad o no del contrato, sino su pertinencia en el contexto de las prácticas y los valores.

Pero esta opción no la ejerce por motivos puramente doctrinales o de interés de cuerpo. Sabe que la prensa refleja no sólo un estado de ánimo de ciertos sectores de la ciudad, sino probablemente una percepción de lo que debe ser la administración de un servicio como el agua, una “economía moral” del servicio [Rodríguez Kuri, 1999: 174].

El tema fue muy debatido gracias al interés de la prensa y a que Carlos Medina buscó el apoyo de 800 artesanos que escribieron al Ayuntamiento alegando que en ese momento el servicio era pésimo y que la cesión del mismo a la iniciativa privada serviría para solucionar el problema. Un grupo de propietarios de inmuebles y otro de empresarios fabriles apoyaron al Ayuntamiento para que recuperara el ramo: los primeros porque consideraban que el arrendamiento daría escasos beneficios a las arcas municipales, y los segundos porque veían amenazados sus aprovechamientos de la energía para sus fábricas provenientes de las caídas de los manantiales de Los Leones, El Desierto y Santa Fe.

Los conflictos como dinamizadores del cambio

En las relaciones entre la naturaleza y la historia se produce el metabolismo social que “implica el conjunto de procesos por medio de los cuales los seres humanos organizados en sociedad, independientemente de su situación en el espacio (formación social) y en el tiempo (momento histórico), se apropian, circulan, transforman, consumen y excretan, materiales y/o energías provenientes del mundo natural” (Garrido et al., 2007: 89-90). La apropiación y, por supuesto, la transformación, la distribución, el consumo y la excreción de dichos materiales y/o energía generan casi siempre conflictos. Dichos conflictos se producen entre la naturaleza y la sociedad, pero también entre diversos elementos de la naturaleza, entre diferentes sectores de la sociedad, y entre ésta y las diferentes instancias de poder. En ocasiones se trató de conflictos intermodales (en los que se enfrentaban dos maneras diferentes de explotación), pero con más frecuencia fueron intramodales (en los que se disputaron recursos pero siguiendo una lógica similar en torno al modo de los usos que debía hacerse de los mismos).

Atendiendo al esquema que presentamos al principio de este texto podemos concluir que en los dos conflictos comentados es importante la lucha por el control del recurso, pero como un elemento de poder político, y el argumento de defensa en los dos ejemplos estudiados es claramente ambientalista porque se defiende un sistema más justo y más sostenible. Son ambientalistas tanto si atendemos al discurso -como hemos visto hasta ahora- como si nos fijamos en sus consecuencias en la toma de decisiones futuras, ya que hizo posible la resolución del conflicto mediante el diseño de una serie de medidas destinadas a proteger el medio ambiente.

En lo que respecta a la protección del Desierto de los Leones, la primera medida gubernamental que se tomó a raíz del conflicto fue la que dictó Lerdo de Tejada en 1876 sobre la creación de una zona protegida ambientalmente. Después de esta disposición vinieron otras como las leyes de prohibición de la tala de árboles de maderas preciosas, la designación del 1 de noviembre como día del árbol a partir de 1893, la creación en 1904 de la Junta Central de Bosques, y la decisión de demarcar la primera área natural protegida por decreto presidencial en el “Monte Vedado del Mineral del Chico” (Ángel, Vargas y Escobar, 2007: 89-90) el 1 de abril de 1899, así como la de dictar la primera ley forestal en 1909,24 promovidas mediante la actividad del ingeniero Miguel Ángel de Quevedo. Mientras tanto Agustín Tornel Olvera, un antiguo guardia de primera en el Desierto de los Leones, encabezó una campaña periodística para evitar que el gobierno de Porfirio Díaz explotara turísticamente el monte del Desierto, campaña que continuó vigente hasta que por fin con el gobierno de Carranza (Tornel Olvera, 1922), se dictaron las disposiciones conducentes a la creación del Parque Nacional el 15 de noviembre de 1917. Conviene destacar los argumentos que utilizara Tornel Olvera en lo relativo a la tala de bosques: “Abatiendo los árboles que cubren los flancos y las cumbres de las montañas, los hombres, bajo todos los climas preparan a las generaciones futuras dos calamidades a la vez. Falta de combustible y escasez de agua” (Tornel Olvera, 1922).

Por entonces ya se había encontrado una solución para el servicio del agua que consumía la Ciudad de México, que dejó de depender casi exclusivamente del Desierto. En 1886 se introdujo la electricidad en la ciudad y con ello para principios del siglo XX se ideó el denominado sistema Xochimilco, que desde allí transportaba el agua hasta unas bombas que se accionaban mediante energía eléctrica. El servicio de agua potable quedó en manos del Ayuntamiento hasta su desaparición en 1928. Entre esas fechas hubo algunos cuestionamientos en torno a la conveniencia o no de recurrir a la iniciativa privada para ese propósito, pero nuevamente se concluyó que no resultaba conveniente hacerlo. Fueron varias las razones que se alegaron para evitar que así fuera, como que el agua debía considerarse un servicio y no una renta, que sólo los poderes públicos tenían potestad para proceder a posibles expropiaciones en beneficio público, que el agua era un monopolio y que el propio municipio era un gran consumidor. Así las resumió, al menos, Adolfo Díaz Rugama, uno de los expertos comisionados a quien se le consultó sobre la gestión pública o privada del agua. Llegó a aceptar que en caso de que los municipios no contaran con recursos, recomendaba que se procediera a establecer contratos con empresas privadas, pero siempre sujetándolas a supervisión, como se hacía en Francia en lo relativo al control a los contratistas. Dado que una condición necesaria era que el agua llegara a todos los vecinos, recomendaba que las tarifas fueran bajas, pero consciente de las dificultades que esto implicaba, puesto que se hablaba de empresas privadas, reclamaba lo que denominaba “tarifas diferenciales” para que los indigentes pudieran recibir agua gratis en las calles y en los establecimientos públicos (Díaz Rugama, 1896).

A raíz de la exposición de los dos grandes conflictos comentados, coincidimos con Mauricio Folchi en que, desde una perspectiva histórica, no siempre son los más pobres, aunque sí quizás los más débiles, quienes hacen una propuesta o un uso más sostenible del medio. En ambos casos es el Ayuntamiento quien propone un uso más sostenible y no sólo lucha contra los empresarios que talan masivamente y que contaminan, sino que también se enfrenta a los pueblos y las comunidades que toman los recursos “como siempre lo han hecho” sin atender a las nuevas políticas de conservación que se están gestando. En el conflicto entre el Ayuntamiento de la capital y los pueblos y molinos radicados en el Desierto, tampoco se puede decir que fueran los más pobres quienes hicieran una defensa ambientalista, pues no se preocupaban en absoluto del mantenimiento del bosque sino de su propia supervivencia, aunque ésta supusiera un “mal uso” de los recursos incluso infringiendo la ley.

Si aceptamos que los elementos distintivos del discurso ecologista parten de mantener una visión ecosistémica de la vida, expresada en el conocimiento de que los recursos no son infinitos (sustentabilidad), y en la reciprocidad entre el hombre y el medio y en la formación de una cultura de la solidaridad con otras comunidades y con las generaciones futuras, casi podríamos afirmar que la defensa del Ayuntamiento se hace con base en argumentos ecologistas. Pero para no caer en anacronismos evitaremos la utilización del término, porque los acontecimientos que referimos son anteriores al nacimiento de la ecología como la conocemos ahora.

Así las cosas, podemos concluir que se trata de dos conflictos ambientalistas, no únicamente de carácter ambiental. En ambos casos se hace una defensa a ultranza de lo que “debe ser” y también de “cómo se debe hacer” tanto para mantener el ecosistema como para asegurar mayor justicia en el reparto de los recursos, incluso para las generaciones vendieras. Tanto en la defensa del acceso de todos al agua como en el de la aplicación de las tarifas diferenciales, pasando por el de la lucha contra la tala de árboles, se habla de no someterse a las leyes de la oferta y la demanda, de rechazar la explotación mercantil de los recursos y de los servicios básicos. Nos encontramos así ante la defensa de una economía moral.

Creo, por tanto, que es pertinente aplicar el esquema que mencionamos al principio (Soto Fernández et al., 2008) para los conflictos no campesinos. No obstante cabe reconocer que la defensa ambientalista del Ayuntamiento y la utilización de un discurso similar por el gobierno central e, incluso, por el dueño del monte, quien argumentaba que procedía a la tala para evitar que los árboles se pudrieran, no siempre coincidieron con las prácticas.

El Gobierno del Distrito, a instancias del Ayuntamiento de México, procuró frenar la explotación mercantil mediante la creación de un espacio forestal reservado y, de 1881 a 1882, enviando a las fuerzas rurales para impedirlo, aunque luego decidiera dejar que se siguiera talando “con moderación”. Creó también espacios reservados y legisló a favor del control sobre la explotación de los recursos. Pero en la práctica las disposiciones se incumplían con frecuencia. La tala de árboles continuó y los infractores se limitaron a pagar las multas que les imponían y continuaron con el negocio. La reforestación se llevó a cabo con pésimas consecuencias, ya que con el tiempo se demostró que la introducción del eucalipto fue más nociva que beneficiosa para el mantenimiento de los manantiales dado el exceso de agua que consumían. En cuanto a la gestión pública del servicio, si bien se llegaron a establecer las tarifas diferenciales, se aplicaron sobre todo a los sectores productivos, con lo cual se benefició a los más poderosos, dejando de lado a los más desfavorecidos como se había propuesto.

Está claro que se estaba implantando una nueva manera de pensar -quizá no tanto de actuar- en torno a la conservación del medio ambiente y que el discurso tenía que cambiar en consecuencia. Pero entonces, como ahora, los gobiernos municipales carecían de recursos para llevarla a la práctica.

Sin embargo esta debilidad de los gobiernos locales para evitar el saqueo de sus recursos no es privativa de México ni del siglo XIX. Con relación a la contaminación, Piero Bevilacqua (1993: 147-169) lo ha expresado así para otros países, como Alemania, Italia o Inglaterra, si bien en ellos fue más notorio en el siglo XIX con el crecimiento industrial que en la actualidad, cuando la legislación a favor del equilibrio medioambiental y la descentralización ha dejado tanta responsabilidad a los gobiernos locales y tan pocos recursos para cumplir con ella.

Por otra parte, los paradigmas cambian. Por ejemplo, hasta épocas relativamente recientes la reforestación era una de las prioridades ecologistas pero hoy está en cuestión. Esto nos lleva a hablar con cautela de ecologismo y de ambientalismo en perspectiva histórica y, sobre todo, a no querer verlos en todas partes y como precursores de los movimientos actuales, pero no a negar su existencia. Por otra parte, el posicionamiento político de los defensores del medio ambiente también ha cambiado. Lo que comenzó siendo un movimiento romántico, asociado al nacionalismo y a los sectores más conservadores de la sociedad, en la actualidad pertenece a los partidos políticos más progresistas. Lo que continúa siendo un hecho es que sigue constituyendo un aspecto que divide políticamente a la población, pese a que por su interés global debería unirnos a todos.

Siglas

ACACM Actas de Cabildo del Ayuntamiento Constitucional de México

ACM Ayuntamiento Constitucional de México

AHAM Archivo Histórico del Ayuntamiento de México

Agradecimientos

Agradezco a los evaluadores anónimos sus acertados consejos previos a la publicación de este artículo.

Bibliografía

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1En la actualidad los partidos ecologistas apenas si tienen peso parlamentario en América Latina. En este sentido los más fuertes son el mexicano y el brasileño, pero al menos en el caso mexicano el contenido ecologista se confunde con intereses particulares y con temas bastante alejados de lo que en Europa y Estados Unidos se entiende por “pensamiento verde”, como por ejemplo la exigencia de pena de muerte para los secuestradores que solicitó el Partido Verde Ecologista Mexicano ante el Congreso.

2En ambos campos destacan dos publicaciones realizadas en la periferia. Se trata de las revistas Historia Social, de la Fundación Instituto de Historia Social y de la Universidad Nacional de Educación a Distancia en Valencia, e Historia Agraria, de la Sociedad Española de Historia de América y de la Universidad de Murcia.

3El artículo fue elaborado a partir de la ponencia que el mismo autor presentara en el 2º Encuentro de Historia y Medio Ambiente, Huesca, 2001.

4En la que incluye a investigadores que han trabajado en Chile los conflictos ambientales, como César Padilla, Carlos San Martín y Claudia Sepúlveda.

5Tras esta defensa los autores han ido elaborando un proyecto más acabado de sistematización de los conflictos ambientales protagonizados por campesinos (Soto Fernández et al., 2007, y Soto Fernández et al., 2008).

6Agradezco a David Soto y al Seminario Permanente de Agua, Territorio y Medioambiente (ATMA) de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, España, que compartieran conmigo sus trabajos y discusiones que me dieron la oportunidad de interesarme por estas perspectivas.

7Según Perló Cohen, uno de los grandes hallazgos de Díaz fue otorgar a dicha junta autonomía política. Tanto Connolly (1999) como Rodríguez Kuri (1999) opinan que de aquí surgió el grupo de los “científicos” y la consolidación de su poder financiero en México.

8Con notables excepciones, pues en 1875 las lluvias provocaron inundaciones de consideración en la ciudad.

9Si bien se especificaba en dichas concesiones que sólo serían efectivas mientras los edificios en cuestión estuvieran ocupados por las oficinas federales, y los gastos de cañería y demás corrían a cuenta del Gobierno Federal. Archivo Histórico del Ayuntamiento de México (AHAM), Actas de Cabildo del Ayuntamiento Constitucional de México (ACACM), México, 15 de enero de 1884.

10AHAM, Aguas foráneas, Cuajimalpa, inv. 50, exp. 25, marzo de 1874.

11AHAM, Gobierno del Distrito, Aguas, inv. 1312, exp. 473, marzo de 1879.

12AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas en General, inv. 37. exp. 281, marzo de 1879.

13AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 25, exp. 29, 1880-1886, f. 1.

14AHAM,Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 52, exp. 30, f. 9. El subrayado es suyo.

15AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 52, exp. 30, f. 26 v.

16AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 52, exp. 30, ff. 26 v y 27.

17Se necesitaban unos 100 árboles para 1 000 durmientes según especifican en el texto. No obstante, Martínez Moctezuma (1996) da unas cifras muy diferentes según la información proporcionada por el viajero H. Scowgall el 13 de agosto de 1904. Dicho personaje asegura para cada milla de vía ferrocarrilera se necesitan 2 500 durmientes. Según sus cálculos, de cada árbol se podían sacar dos durmientes, y no diez, como refería la comisión del Ayuntamiento. Probablemente la diferencia se deba a que se trataba de árboles de menores dimensiones que los del Desierto.

18AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 52, exp. 30, ff. 28 v y ss. Las cursivas son mías.

19AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 52, exp. 30, f. 39.

20AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 52, exp. 30, f. 77.

21AHAM, Ayuntamiento de México, Aguas, inv. 52, exp. 35, ff. 2 y ss.

22Ayuntamiento Constitucional de México (ACM), Actas de Cabildo del Ayuntamiento Constitucional de México (ACACM), México, 11 de enero de 1884.

23ACM, ACACM, México, 1 de julio de 1884.

24Las leyes federales vigentes.

Recibido: 17 de Marzo de 2009; Aprobado: 28 de Mayo de 2009

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