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Secuencia

versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.118 México ene./abr. 2024  Epub 02-Feb-2024

https://doi.org/10.18234/secuencia.v0i118.2053 

Artículos

El trabajo infantil en las haciendas del Estado de México: una causa del ausentismo escolar en el porfiriato*

Child labor in the Haciendas in the Estado de Mexico: A Cause of School Absenteeism during the Porfiriato

María Elena Cruz Baena1  **
http://orcid.org/0000-0002-7057-2800

1El Colegio Mexiquense, A. C., México elenahistoria21@hotmail.com


Resumen:

Este artículo busca identificar las condiciones sociales de los niños trabajadores como peones dentro de las haciendas del Estado de México, durante el periodo en que el discurso porfiriano buscó hacer de la escuela el espacio idóneo para la infancia. El análisis del trabajo infantil a partir de variables como los jornales, las actividades laborales, el sexo, la etnia, las relaciones familiares, la vagancia y el ausentismo escolar, reflexiona en torno a posturas legislativas, contextos familiares y dificultades escolares. El texto explora las causas y las consecuencias del trabajo infantil en las haciendas para comprender su impacto frente al proyecto de escolarización rural, que formaba parte de las políticas liberales en busca de la homogeneidad social; lo que también representó una paradoja respecto al desarrollo de la noción moderna de infancia.

Palabras clave: trabajo; infancia; haciendas; educación; porfiriato

Abstract:

The purpose of this article is identify social conditions of child labor as workers in the haciendas of the Estado de México, during the Porfirian period, when the discourse intended to make the school the ideal space for childhood. The analysis of child labor based on variables such as wages, work activities, sex, ethnicity, family relationships, vagrancy and school absenteeism; makes a reflection on legislative positions, family context and school difficulties. The investigation explores the causes and the consequences of child labor on the haciendas, with the objective to understand its impact on the rural schooling project, which was part of the liberal policies in search of social homogeneity. Also, this situation represented a paradox due to the modern notion of childhood.

Keywords: work; childhood; farms; education; porfiriato

INTRODUCCIÓN

Resulta relevante estudiar a la infancia trabajadora en México durante un periodo de desarrollo industrial como el porfiriato, porque además de ocurrir un cambio en la estructura y en las actividades laborales, comenzó la consolidación del concepto moderno de infancia; que desde finales del siglo XIX tuvo que ver con el reconocimiento por parte del Estado de sus necesidades y espacios propios, a través de los discursos en torno a la pediatría, la pedagogía, la prensa, la literatura, entre otros.1 De esta forma, existió una preocupación por el “sano desarrollo” de los niños, al mismo tiempo que la infancia vulnerable estuvo prácticamente destinada al trabajo, lo que restringió su educación e hizo de las políticas porfiristas un discurso poco práctico.

Debido a que el Estado de México2 se encontró apegado a los modelos porfiristas de tipo social, artístico, educativo, político y económico, el estudio de la historia del trabajo infantil en la entidad resulta una referencia para comprender los problemas en torno a la industrialización, la pobreza, la marginación, la educación, el trabajo, entre otros. Este tipo de investigaciones enfocadas en los niños como sujetos históricos, permiten reflexionar sobre los espacios, las condiciones, las relaciones y las dinámicas de la infancia porfiriana.

Con la inserción de México en una economía industrializada a finales del siglo XIX, uno de los principales objetivos fue la renovación de centros productivos y la apertura de fábricas, minas y haciendas que favorecieran el sistema industrial. Como consecuencia del interés de una productividad acelerada, ocurrió la explotación laboral de hombres, mujeres, niños y niñas de los sectores populares, quienes recibieron bajos salarios y trabajaron por largas jornadas.3 Por lo tanto, el estudio del trabajo infantil se vuelve fundamental para profundizar en los efectos sociales que la industrialización porfiriana tuvo en el Estado de México.

Este artículo busca analizar el trabajo de los niños y las niñas en las haciendas, como consecuencia de la precariedad económica que experimentaron en el entorno rural, que tuvo efectos directos en el ausentismo escolar. De acuerdo con el discurso de la época, la educación se percibía como un agente cooperador en la consolidación del proyecto de desarrollo social, por lo que el trabajo infantil significó uno de sus mayores obstáculos.

Como parte de la metodología para esta investigación, ha sido necesario partir de la identificación de los sujetos nombrados como niños dentro de las fuentes; pues ello permite comprender la configuración que se estableció en torno a la noción de infancia de acuerdo con el reconocimiento de sus espacios y de sus edades. Por lo tanto, se busca historiar a la infancia durante el porfiriato, a partir del pensamiento moderno y de la política liberal que la definieron y que, como veremos más adelante, tuvo efectos en la creación de proyectos para su formación.

Asimismo, para construir este análisis, ha sido importante considerar los datos del trabajo infantil asalariado debido a que la remuneración económica se vuelve una evidencia de su reconocimiento como parte de la estructura laboral de las haciendas. Sin embargo, el propósito de examinar los jornales de la infancia no suprime la idea de que también es considerado como trabajo infantil aquel que no tuvo la percepción de un salario. Los datos citados en este texto no buscan concentrar cifras precisas sobre totalidades, fluctuaciones o medidas acerca de los jornales y de la cantidad de niños en las haciendas, sino que pretenden tomarse como indicios que conducen a reflexionar sobre sus condiciones sociales. En este caso, las fuentes para el estudio del trabajo infantil y de la postura política sobre la situación escolar rural pertenecen a publicaciones expedidas por el gobierno del Estado de México durante el porfiriato.

Estudiar este tipo de fuentes permite vislumbrar la postura del gobierno estatal frente al reconocimiento de problemas como la pobreza, la explotación laboral y el ausentismo escolar; documentos que también reflejan la poca eficacia para su resolución. Investigaciones con otros enfoques y nuevos objetivos, en el futuro pueden ser enriquecidos con información de archivos privados de haciendas, así como de reportes y listas escolares que permitan profundizar en casos particulares.

Mientras tanto, reflexionar en torno a las actividades de los niños trabajadores de las haciendas, demuestra la existencia de diferentes infancias, pese a la política liberal de homogeneizar a la población en aspectos culturales y educativos, que buscaba construir un modelo de niñez específico. Por ello, es necesario estudiar a la infancia no únicamente urbana, sino también a la del medio rural, que tuvo condiciones económicas, étnicas y culturales particulares, que hasta ahora son escasas en la historiografía.4 Este artículo pretende esbozar un panorama general sobre los problemas que la infancia rural atravesó durante el porfiriato, en donde el trabajo como peón en las haciendas resultó prácticamente la única opción para su subsistencia y en la que la escuela se convirtió en un instrumento discursivo más que en un espacio formativo para los niños del campo.

UNA VIDA EN LA HACIENDA: LOS NIÑOS PEONES

A finales del siglo XIX y principios del XX, el Estado de México buscó la transformación social sostenida en la idea porfirista del orden y el progreso; por ello, fueron establecidas y renovadas las industrias, se fomentó la educación, se buscó la creación de espacios públicos, existieron proyectos de urbanización y fueron creados programas de salud, por mencionar algunas gestiones. No obstante, el contraste entre las clases sociales fue diametral, a pesar de los esfuerzos del Estado liberal por homogeneizar a la sociedad en busca de la modernidad.5

Aunque las ideas de modernizar la infraestructura productiva del campo fueron proyectos prioritarios, no existieron oportunidades para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores rurales; incluso, los cambios en torno a la propiedad de la tierra durante el siglo XIX modificaron las actividades cotidianas de los campesinos, así como la estructura y la organización laboral de manera significativa.6 La posesión y el trabajo de la tierra en el Estado de México se trasformaron a partir del deslinde de terrenos entre 1881 y 1906 (Tortolero, 2011, p. 191), lo que provocó que los campesinos, en lugar de labrar sus tierras comunales, comenzaran a trabajar para los propietarios de grandes latifundios; como consecuencia, los trabajadores de las haciendas dependieron de la paga y de la remuneración en especie que la hacienda efectuara.

Debido a los proyectos para la aceleración de la producción en las haciendas durante el porfiriato, la principal actividad económica en el Estado de México fue la agropecuaria; de hecho, se calcula que 80% de la población de la entidad era rural y que más de la mitad de los habitantes eran peones (Tortolero, 2011, pp. 209 y 212).7 De esta forma, para finales del siglo XIX, la cifra de trabajadores reclutados tendió a aumentar al igual que el número de las haciendas establecidas.8

Dawn Keremitsis (1973, p. 209) apunta que, a finales del siglo XIX en México, el número de niños trabajadores incrementó, pese a los altos índices de mortandad infantil, como consecuencia de las condiciones adversas de la mayoría de la población.9 El trabajo infantil fue el resultado del alza demográfica, de la expansión de las industrias, de la elevada captación de mano de obra para la producción y de los nuevos modelos laborales tanto del campo como de las ciudades.

Un ejemplo del aumento demográfico es el caso del distrito de Toluca, comprendido por las municipalidades de Almoloya de Juárez, Metepec, Temoaya, Toluca, Villa Victoria y Zinacantepec, ya que, para 1895, registró 114 070 habitantes, entre ellos 34 536 niños, y para 1900, 127 805 habitantes, de los que sumaron 44 513 niños (Pedrero, 1998, p. 35). En este caso, la población infantil en el distrito de Toluca tendió a aumentar y representó 33% del total de la población. Específicamente, en 1870, en la municipalidad de Toluca -que era donde se localizaba la capital del Estado de México- existían 39 380 habitantes, de los cuales 13 789 eran niños, y para 1881 había 44 717 pobladores, de los cuales 15 651 eran niños (Ramírez, 2011, p. 99). Lo que quiere decir que la municipalidad compuesta por espacios urbanos y rurales experimentó el crecimiento de su población infantil, que llegó a representar 35% de los habitantes.

A pesar de que la tasa de nacimientos tendió a crecer, eso no representó la sobrevivencia de los niños hasta la infancia tardía o hasta la adultez; por ello, existen datos de que la mortandad infantil, en algunas zonas del país, aumentó 5.73% entre 1895 y 1900, así como 3.42% entre 1900 y 1905 (Soler, 2008, p. 120).10 La explicación radica en que durante el porfiriato, la pobreza, la marginación, las enfermedades y la explotación fueron algunas de las causantes de la muerte infantil.

John Tutino (1998, pp. 247-250) opina que una de las consecuencias sociales del desarrollo liberal en el medio agrario fue la violencia, que junto con el sistema patriarcal propiciaron los infanticidios en el Estado de México. Existen datos de los distritos de Chalco y Tenango del Valle sobre entierros clandestinos de niñas ocurridos antes de ser registradas, como un intento por disminuir los problemas económicos de las familias, al tratar de restringir la manutención de los miembros; ya que, por el contrario, los niños varones podían emplearse en actividades mayormente redituadas.11

Entonces, es fundamental comprender que el proceso de industrialización provocó cambios sociales y laborales que impactaron en diversos aspectos de la sociedad. Por su parte, los adultos trabajadores tuvieron que adaptarse a los nuevos sistemas de producción, mientras que los niños, desde que nacían, comenzaban a aprender las técnicas y los mecanismos de trabajo, al mismo tiempo que identificaban su posición, su papel y las dinámicas que se establecían dentro de las haciendas.

A finales del siglo XIX, existían diferentes tipos de jornaleros definidos por la actividad y por la clase de contrato que los sujetaba a la hacienda. En general, estaban los peones o gañanes, que eran el grupo más común, vivían junto con sus familias de forma permanente en las haciendas y consumían productos de la tienda de raya. Por otro lado, se hallaban los eventuales, quienes habitaban fuera de la hacienda y laboraban allí únicamente en periodos de siembra y cosecha (Katz, 2010, pp. 15-16). También estaban los jornaleros arrendatarios, quienes rentaban ciertas extensiones de tierra del hacendado para trabajarlas en beneficio propio, a la vez que podían contratar a otros para que las labraran. Asimismo estaban los trabajadores medieros o aparceros, quienes vivían en la hacienda o en las aldeas cercanas y tenían convenios a corto plazo, lo que permitía que el hacendado prescindiera rápidamente de sus servicios (pp. 16-17).

Normalmente, la hacienda sostenía su producción con las labores de los peones, por lo que los hijos de estos trabajadores nacían y crecían en ella; de esta forma desarrollaban de manera cotidiana los aprendizajes del trabajo junto con las actividades domésticas. Por lo tanto, las labores de los niños en las haciendas tuvieron una estrecha relación con la participación familiar y el hogar, a diferencia de las actividades desarrolladas por los niños en las ciudades, como las de obreros, comerciantes y trabajadores domésticos.12

Gran parte de los niños peones no recibían un salario por su trabajo dentro de las haciendas, debido a que fungían como acompañantes y ayudantes de los padres, o bien, porque obtenían una remuneración en especie. Por ejemplo, en Toluca, los peones recibían casas, leña, lama seca o boñiga para encender el fuego, un pedazo de tierra para sembrar maíz, bueyes e instrumentos de labranza, además de su jornal, que generalmente era menor al del resto de los jornaleros (Katz, 2010, p. 106).13

Aunque la mayoría de los niños percibían sus pagos en especie o a través de las ganancias de los padres, es posible rastrear información sobre aquellos que sí tuvieron una percepción económica. La importancia de localizar este tipo de datos, radica en que el registro de niños con jornal permite comprobar que estos eran considerados trabajadores como tal y que eran tomados en cuenta de forma independiente respecto a la situación laboral de los padres, lo que evidencia que el trabajo infantil era admitido por los dueños de las haciendas, las familias y el gobierno.

Según algunos de los registros analizados para este artículo, los trabajadores mayores de quince años solían recibir una paga más alta que el resto, lo que podría indicar la diferenciación entre un peón adulto y un peón niño; incluso, algunas fuentes especifican que los jóvenes eran considerados aquellos que iban de los doce a los catorce años, mientras que los trabajadores de siete a doce años eran contados como niños (Memoria de la Administración, 1894, p. 351).

La identificación etaria de acuerdo con el jornal de los peones no se especifica en todas las fuentes, en ocasiones se mencionan las diferencias salariales sin detalles del motivo, lo que permite pensar que pudo corresponder a los distintos rangos de edad. En pocos documentos se hace referencia a la noción de joven, mientras que, en la mayoría de los datos, sí existe información sobre niños y adultos trabajadores de las haciendas.

Debido a esto y a que la juventud pudo hallarse extendida hasta los 21 años, que era cuando se alcanzaba la mayoría de edad, y con ello las responsabilidades legales de un adulto, resulta ambiguo pensar en la edad determinada en la que concluía la niñez (Colección de decretos, 1885, t. VIII, p. 73). Por este motivo, sin el propósito de establecer de forma definitiva las edades que comprendían a la infancia, los menores de quince años serán considerados niños para esta investigación, con el objetivo de señalar un rango de estudio.

Los niños podían ser contratados aproximadamente desde los siete años como peones en las haciendas, tenían una jornada laboral de hasta doce horas, que generalmente iba desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde, con la interrupción de tiempo para comer y almorzar (Memoria de la Administración, 1894, p. 351). Incluso, desde antes de comenzar a percibir un jornal, participaban en el cuidado de la siembra de trigo, maíz y frijol, en el cuidado de los rebaños, el acarreo de leña y agua, así como en la entrega del almuerzo a los padres.14

En el distrito de Tenango había un total de 13 908 peones que trabajaban en diferentes haciendas, de los cuales los adultos recibían 25 centavos, los jóvenes 18 y los niños doce centavos; mientras que en las haciendas del distrito de Valle de Bravo trabajaba un total de 12 000 peones; los adultos llegaban a ganar 37 centavos y los niños podían percibir 18.15 A pesar de tratarse de distritos geográficamente cercanos, los salarios y las jornadas de los niños podían variar debido a la estructura administrativa y a las condiciones económicas de cada una de las haciendas.

Existen registros de que las haciendas de San Juan de la Cruz y La Magdalena, ambas ubicadas en el distrito de Toluca y que pertenecieron al mismo dueño, tuvieron, cada una, 90 trabajadores, de los cuales 50 eran adultos que ganaban 19 centavos, 20 eran jóvenes con un salario de doce centavos y 20 eran niños que recibían seis centavos (Memoria de la Administración, 1894, p. 602). Es decir, entre las dos haciendas sumaban 180 trabajadores, de los cuales 40 eran niños remunerados con el salario más bajo de todos los trabajadores.

Los niños peones de la hacienda de San Juan de la Cruz trabajaban en arados que eran tirados por yuntas para la siembra, con el fin de cosechar cargas de maíz, trigo y cebada; mientras que los niños que trabajaban en la hacienda de La Magdalena se dedicaban a la siembra y recolección de manzanas, peras y membrillo (Memoria de la Administración, 1894, p. 602). En ambos casos, los niños solían cuidar del ganado vacuno, de caballo, de cerdo y de oveja; este último era trasquilado para beneficio de la hacienda y, en ocasiones, para el aprovechamiento familiar (p. 602).

En otra hacienda, también localizada en el distrito de Toluca, llamada San Pedro Tejalpa, en un mes llegaban a contratar aproximadamente 49 peones, 24 eran adultos que recibían 25 centavos, diez eran jóvenes a los que les pagaban 25 centavos y nueve eran niños que podían percibir entre seis y quince centavos. Los niños que trabajaban en esta propiedad realizaban actividades de barbecho, araban la tierra, desyerbaban, sembraban, cortaban y hacían el traspaleo de trigo (Ordaz, 2009, p. 125).

Es importante señalar que el número de trabajadores oscilaba conforme a las necesidades productivas de la hacienda, según la temporada del año; así, las cifras sobre el número de peones no eran estáticas y, por ello, tampoco buscan ser datos precisos para esta investigación. Además, aunque los niños peones solían vivir en las haciendas, existieron casos de niños contratados de manera externa a bajo costo, ya que “duraban bastante y en algunas labores […] eran más activos y, por lo tanto, más útiles”, según referencias de la época (Turner, 2010, p. 71).

Respecto a los distritos que colindaban con la ciudad de México, el de Texcoco contaba con 14 000 jornaleros, de los cuales los adultos ganaban 37 centavos y los niños quince (Memoria de la Administración, 1894, p. 333); mientras que en el de Tlalnepantla se empleaban 13 000 peones, en donde los adultos ganaban 37 centavos y 18 los jóvenes y niños (p. 364). Estos datos, pese a no señalar el número de trabajadores por edad, brindan una noción sobre los salarios, lo que permite analizar el valor económico que el trabajo de los niños tuvo para las haciendas.

La variación de las cifras salariales de los niños dependió del número de contrataciones, del tipo de trabajo que realizaban y de las necesidades de producción que existían en las haciendas, de acuerdo con cada temporada del año. Entre mayor era el número de trabajadores, más altos eran los índices de producción y de ganancias, y mayores llegaban a ser los pagos, tanto para los adultos como para los niños.

El ingreso de los niños al mundo laborar asalariado no estuvo determinado por alguna edad en particular; más bien, sus actividades con remuneración económica comenzaban a ocurrir de forma paulatina a través de los años (Mertens, 1989, p. 163).16 Por ello, el trabajo infantil y las actividades cotidianas de las familias se encontraron íntimamente relacionadas sin que hubiera una clara separación entre el espacio del hogar y el del trabajo. Una práctica común fue que los miembros de una familia trabajaran juntos; por ejemplo, la esposa y los hijos del trabajador solían caminar a lado de la carreta para recoger las mazorcas que cayeran al suelo, y generalmente los niños cuidaban animales y milpas, espantaban pájaros para evitar que se comieran la cosecha, hacían mandados y arreaban cochinos y borregos (Katz, 2010, pp. 35 y 61). Actividades que también los niños solían realizar cuando recibían un jornal.

Ambas formas de trabajo infantil -asalariado y no asalariado- fueron sustanciales para el sostenimiento económico de las familias. Es difícil considerar que los bajos salarios que percibían los padres fueran suficientes para sostener a sus familias -compuestas por numerosos miembros-; motivo por el cual los hijos representaron una parte fundamental de la fuerza de trabajo, y desde edades tempranas debían incorporarse a las actividades productivas del campo.

De acuerdo con los datos que se han podido localizar, los adultos tuvieron un jornal de 19 a 37 centavos y los niños menores de quince años percibieron entre seis y 18 centavos, que en promedio representó el 42% de la ganancia de un adulto. El hecho de que los niños recibieran los salarios más bajos pese a trabajar la misma cantidad de tiempo, tuvo que ver con sus capacidades físicas ya que con menor fuerza y menor rapidez el niño podía producir menos, lo que para la hacienda significaba menor beneficio que el trabajo de un adulto.

Las fuentes que señalan de forma particular el número de trabajadores de acuerdo con la edad, permiten deducir que aproximadamente 44% de los trabajadores de las haciendas eran niños. Esto significó que el crecimiento de la población infantil, la necesidad económica de las familias y los intereses productivos de las haciendas, hicieron que el trabajo infantil dentro de actividades agrícolas y ganaderas -realizado junto a las familias o de manera independiente- fuera imprescindible.

Aun con estos datos, los documentos consultados no ofrecen información sobre el sexo de los niños, lo que por ahora dificulta la profundización en el análisis de las condiciones laborales infantiles en las haciendas de acuerdo con el género. No obstante, algunos estudios han propuesto que la mayoría de los jornaleros asalariados de las haciendas eran hombres y que las mujeres generalmente se encontraron abocadas a tareas no asalariadas.17

Principalmente, las mujeres trabajadoras de las haciendas cumplieron con actividades de aseo, de cuidado, de preparación de alimentos, de mantenimiento del hogar, así como de la prestación de servicios de limpieza y cocina en las casas de los hacendados; sin embargo, también participaron en actividades del campo. A pesar de que los hombres peones eran los que recibían un salario por parte de la hacienda, fue común la colaboración de las mujeres y las niñas en las jornadas agropecuarias. Por lo tanto, es posible pensar que las niñas trabajaron en las haciendas tanto en actividades domésticas como del campo, aunque, habitualmente, sin una remuneración económica. Este aspecto debe seguir investigándose para analizar la situación salarial, las dinámicas, los papeles, la remuneración y los factores adversos, como la violencia que vivieron las niñas trabajadoras de las haciendas.18

Otro de los aspectos que debe tomarse en cuenta es que durante los últimos años del siglo XIX y principios del XX, la población rural en el Estado de México era prácticamente de origen indígena. Pese a que las fuentes salariales de los peones no señalen la condición étnica de los niños trabajadores, se entiende que estos pertenecieron a la población indígena, lo cual determinó su contextos y sus espacios.19 La búsqueda de la homogeneidad social en el siglo XIX generó circunstancias adversas para los pueblos indígenas en aspectos laborales, educativos, sociales, económicos, culturales, entre otros. Por ello, los niños trabajadores de las haciendas se enfrentaron a condiciones como la discriminación, la marginación, la pobreza, la escasez alimentaria y las enfermedades, además de las lesiones correspondientes a su trabajo.20

Las condiciones laborales y el estilo de vida de los niños peones evidencian la existencia de una infancia contrapuesta a los ideales porfirianos sobre el cuidado, la educación, la salud y la protección que la modernidad, desde el marco jurídico y moral, buscaba construir. Por esta razón, resulta fundamental tratar de comprender los problemas que existieron para que los niños del campo se desenvolvieran en el que había sido definido como el lugar ideal para la infancia: la escuela.

LOS OBSTÁCULOS DE UNA INFANCIA RURAL ESCOLARIZADA

En el siglo XIX fue encaminada la idea de pensar a los niños como un grupo de la sociedad diferente al de los adultos. Por ello, a partir de diversos debates en Europa y América entre pedagogos, psicólogos, médicos y políticos, la infancia comenzó a ocupar espacios propios y a demandar atención para sus necesidades, como parte de una respuesta a la crisis social del desarrollo industrial y a la expansión capitalista (Rojas, 2001, p. 3).

En México, a la par de la creciente industrialización de finales del siglo XIX, que tuvo consecuencias como la pobreza, la marginación, la explotación, las enfermedades, entre otros, se reflexionó el concepto moderno de infancia, que partió del reconocimiento de su estatuto e identificó las diferencias que esta tiene respecto a otras etapas de la vida (Ruiz, 2008, p. 75). A partir de esta preocupación, se crearon políticas, planes y proyectos que buscaron construir una sociedad idónea en donde los niños pudieran alcanzar un óptimo desarrollo.

A lo largo del porfiriato, el intento por desplegar los mecanismos necesarios para el bienestar infantil llevó al interés en temas como el crecimiento demográfico, la mejora de la higiene, la propagación de la medicina y la asistencia escolar; por lo que la pedagogía tuvo como propósito aportar distintos métodos de aprendizaje y nuevos conocimientos para los niños (Ramírez, 2011, pp. 39-41). En este sentido, la educación escolar, basada en las ideas positivistas hacia la búsqueda del orden social, significó la posibilidad de formar ciudadanos responsables con el fin de evitar la vagancia y la delincuencia; mientras que la premisa del progreso estuvo sostenida en el interés de proporcionar a la infancia los conocimientos suficientes para que pudiera obtener su solvencia económica -a través del tiempo- y que esta también fuera provechosa para la sociedad.

De ese modo, el proyecto porfiriano tuvo como objetivo ofrecer educación escolar a las diferentes infancias. Como resultado, se crearon estrategias para las zonas urbanas y rurales que constaban de programas de estudio, dinámicas y métodos determinados. Por consiguiente, Instrucción Pública estableció diferentes tipos de escuelas de acuerdo con la división y administración política de los estados del país. En el Estado de México fueron instauradas escuelas de primera clase, las cuales se encontraban localizadas en las cabeceras municipales o en las ciudades y contaban con un programa de estudio más amplio que el resto; las de segunda y tercera clases se hallaban en pueblos, haciendas y ranchos (Padilla y Escalante, 2008, p. 126). Las diferencias entre estos tipos de escuelas impactaron en la cantidad de alumnos, la frecuencia de asistencia, las condiciones del espacio escolar y la aceptación social.

En 1890 se aprobó la Ley Estatal de Escuelas Laicas, Gratuitas y Obligatorias, en donde se estableció que la educación elemental se encontraba dividida en escuela de párvulos, que tenía una duración de dos años -a donde asistían niños de cinco a seis años-, y la elemental, a la que concurrían niños mayores de siete años y que tenía una duración de cuatro años (150 años, 1974, p. 147). A pesar de que la educación primaria era obligatoria para los niños de entre cinco y catorce años, fue común que tanto en las escuelas de las ciudades como en las del campo, la edad de ingreso y de egreso no fuera estricta.21

Se planeó que durante la educación primaria los niños estudiaran los principios de lectura y escritura en castellano, cálculo, aritmética, historia natural, nociones generales de higiene, moral, urbanidad y deberes ciudadanos, además de realizar juegos gimnásticos y actividades de coro (150 años, 1974, pp. 147-148). Estas enseñanzas tenían el objetivo de involucrar a los niños en su entorno inmediato, así como de brindarles las bases para incursionar en estudios avanzados que los llevaran a ejercer oficios o profesiones.

El gobierno del Estado de México también buscó hacer del sistema escolar la oportunidad de calificar a los niños para la mano de obra; por ello, el proyecto del desarrollo industrial podía beneficiarse al asegurar la existencia de trabajadores calificados.22 No obstante, el plan de que los niños pertenecieran al mundo industrial no estuvo reservado exclusivamente para su juventud y adultez, sino que se trató de una realidad durante su infancia, puesto que existen registros sobre la participación laboral de niños no sólo en haciendas, sino también en fábricas y minas.23

La escolarización, además de brindar las herramientas para la solvencia económica de los futuros ciudadanos, se volvió una medida de control social. El gobierno porfiriano asumió que los niños se convertían en vagos por la falta de educación escolar, por lo que se pensó que era necesario inculcarles “el amor al trabajo” para que llegaran a ser miembros útiles para la sociedad (Galván, 2008, p. 169).24 El Estado de México determinó que los vagos menores de 16 años debían ser instruidos en un oficio y que los mayores de esa edad fueran enviados a trabajar a los obrajes, las haciendas o las fábricas (Ramírez, 2011, p. 128).25 Incluso, en 1894 se fundó, en la ciudad de Toluca, la escuela correccional con la intención de reintegrar a niños y jóvenes de ambos sexos para que se les brindara la instrucción primaria, así como lecciones de artes y oficios (150 años, 1974, pp. 174-175).28

Existen datos que señalan que, entre 1897 y 1901, fueron registrados 82 menores como criminales ante los juzgados de primera instancia en ocho distritos del Estado de México. La fuente no especifica el sexo, ni la raza, ni la edad de cada uno de los menores infractores; sin embargo, brinda cifras que permiten entender que, del total de los casos de criminalidad, 9% eran mujeres, 2% eran menores -niños y jóvenes- y 58% fueron identificados como indígenas.27

Estas cifras evidencian que la mayoría de los infractores en la entidad fueron indígenas, lo que podría tener explicación al tratarse del grupo social más vulnerable que vivía en condiciones extremas de pobreza. La población indígena habitaba mayoritariamente en las zonas rurales de la entidad, por lo que la prevención de los problemas de vagancia y delincuencia debía tener esfuerzos no sólo en las ciudades, sino que también en el campo.

El discurso liberal de que la escuela funcionaba como un formador y un preventivo contra los males de la sociedad, hizo que se fomentara la educación de la infancia en el campo. Específicamente, se pensaba que esta y otras medidas del gobierno podían sacar a los indígenas de esa “abyección secular y hacerlos entrar en la moderna civilización”.28

El Estado de México, desde 1872, había aprobado la Ley de Escuelas en Pueblos, Haciendas y Ranchos, con el propósito principal de que en la educación primaria los niños aprendieran a leer y a escribir, así como las técnicas elementales para trabajar en el campo (Ramírez, 2011, p. 212). Fue así que las haciendas podían contar con una escuela a la que asistían los hijos de los trabajadores, siempre y cuando existiera la autorización y disposición de los dueños.29

Se tienen datos, por ejemplo, de que, en la hacienda de San Pedro Tejalpa, ubicada en el distrito de Toluca, la encargada de la enseñanza en la escuela primaria era una profesora apegada a los lineamientos de la Comisión de Instrucción Pública, por lo que eran realizados exámenes de manera periódica, se hacían registros de las asistencias y se cumplía con las premiaciones de los alumnos con las calificaciones más altas (Ordaz, 2009, p. 195).

Es importante señalar -como se ha analizado anteriormente- que de esta hacienda también existe información sobre las actividades que los niños realizaron como peones, lo cual permite comprender que, el hecho de que existiera una escuela en la hacienda, no eliminaba la posibilidad de que los niños también trabajaran. Es decir que la noción moderna de infancia, que buscaba constituir a la escuela como el espacio ideal de los niños, no erradicó el trabajo infantil.

Para los dueños de las haciendas no fue una prioridad el establecimiento de escuelas, aunque sí lo fue el trabajo de los niños, por lo cual resultaron escasas las intenciones de brindar a los trabajadores el sistema educativo primario. No obstante, existieron casos en los que, incluso los padres de familia, fueron los que solicitaron la apertura de escuelas dentro de las haciendas. Un ejemplo es el de la hacienda de Santa Mónica, en el distrito de Toluca, en la que, en 1897, los trabajadores solicitaron a las autoridades estatales que en su interior se estableciera una escuela donde pudieran asistir sus hijos, para lo cual se elaboró un padrón con los datos de los padres y de los niños, que arrojó que la población total era de 371 habitantes, de los cuales 127 eran niños en edad escolar (Padilla y Escalante, 2008, pp. 124-125).

En este caso, aproximadamente 34% de la población de la hacienda se encontraba en edad de asistir a la escuela, lo que muestra que el establecimiento de una primaria dependía de las demandas de los trabajadores, así como de la iniciativa del patrón, más que de la cantidad de población que existiera, de la extensión de la hacienda o de los ingresos económicos que esta mantuviera. Cuando no existían centros escolares dentro de las haciendas, los niños debían acudir a alguno que se encontrara en el pueblo más cercano; situación que prácticamente eliminaba las posibilidades de los niños de obtener educación, debido a las dificultades para trasladarse por largas distancias, por las condiciones precarias de las escuelas y porque las familias difícilmente percibían un beneficio de llevar a sus hijos a la escuela.

El objetivo de que los niños recibieran instrucción dentro de las haciendas fue formarlos en la vida laboral del campo, lo que se reflejaba en el contenido de las clases y en el material escolar. Hubo esfuerzos para que los niños tuvieran a su alcance textos que, a través de sus moralejas, les incentivaran para aprender a leer y así poder comprender tratados sobre agricultura y ganadería (Staples, 2001, p. 344).30 Muestra de las intenciones de la “instrucción popular” fue la edición económica que el Estado de México publicó del libro Epítome de la historia sagrada para uso de los niños y de la gente de campo (p. 345). No obstante, este tipo de ediciones dejaron de circular debido al costo de la impresión y a que muchas de ellas no alcanzaban a ser distribuidas en todas las escuelas, por lo que, probablemente, llegaron a tener poco impacto en la formación de los niños.

Además de los problemas para la distribución del material escolar, informes estatales señalan que existían “más de cuatrocientas escuelas rurales en pueblecillos muy cortos” que estaban ubicados en las montañas y que apenas contaban con “uno o dos centenares de habitantes”, y que no era “humanamente posible mandar a esas escuelas profesores de 1ª o 2ª clase”, porque “ningún profesor de regular instrucción y aun con buen sueldo querría ir a soterrarse a un pueblo con esa clase compuesto de puros indígenas sin trato social y sin siquiera conocer el español; y en segundo lugar, porque la cantidad de niños que concurren a esas escuelas no compensaría el sueldo que devengase un buen profesor”.31

Este tipo de debates son muestra de los problemas que existían en torno a la colocación de profesores en las escuelas de los pueblos, haciendas y ranchos, que tenían que ver con situaciones como los atrasos en la paga, la falta de contrataciones, las diferencias lingüísticas y las condiciones adversas de vivienda y traslado. Asimismo, los profesores enfrentaron problemas para enseñar debido a la falta de homogeneidad en los alumnos (Bazant, 1993, p. 45), pues tenían que instruir al mismo tiempo a niños de diferentes grados escolares.

La mayoría de estas escuelas rurales se encontraban en “pésimas condiciones físicas e higiénicas”, con techos “a punto de caerse o con goteras, pisos de tierra, falta de ventanas”, lo cual representaba una “amenaza para la seguridad personal de los alumnos”. Generalmente estaban ubicadas en “casuchas” o “jacales”. Incluso, se pensaba que no había ninguna diferencia entre la escuela y la “humilde choza paterna”, porque en la primera el niño entraba y salía “a voluntad”, mientras que a la segunda el niño la contemplaba como “su prisión”, en la cual no encontraba “siquiera la satisfacción de sus propios sentidos” (Bazant, 2002, pp. 133-134). Además, la falta de recursos no sólo mantuvo en malas condiciones a los establecimientos rurales, sino que limitó la construcción de escuelas específicas para niños y para niñas,32 a pesar de que la matrícula de niñas -tanto de las ciudades como del campo- tendió a ser mucho menor que la de los varones.

Las condiciones económicas de las familias que trabajaban en las haciendas propiciaron que la asistencia escolar no fuera una prioridad. El trabajo -sobre todo en temporadas de siembra y de cosecha-, así como la participación de los niños en fiestas religiosas, fueron antepuestos a la escuela. Además, los problemas de salud infantil y las dificultades de los padres para comprar el material escolar y la ropa “presentable” requerida, se sumaban a las causas de inasistencia (Arellano y Sánchez, 2008, pp. 360-363). Que los niños asistieran a la escuela en lugar de trabajar en las haciendas, significaba la pérdida del ingreso económico del día o la disminución en la obtención de alimentos, que eran fundamentales para la contribución al hogar.33

Existen reportes de la Comisión de Instrucción Pública de la municipalidad de Toluca que notificaron el “poco número de alumnos” que asistían a las escuelas y que los que lo hacían, acudían de manera “escasa e irregular”; en algunos establecimientos había niños que llegaban a faltar entre 18 y 25 días al mes, sin ninguna otra explicación que la necesidad de los padres de familia de “hacerse ayudar por sus hijos en sus labores o faenas” (Padilla y Escalante, 2008, p. 140).

Según los discursos políticos, el Estado de México “era modelo” para “la federación mexicana” y por ello buscaba resolver el problema del ausentismo escolar. Al mismo tiempo, los padres de familia atribuían las inasistencias de sus hijos a que “eran muy pobres”, que “estaban enfermos” o que “se habían cambiado de casa”, aunque las autoridades argumentaban que, en realidad, se trataba del “deseo de explotar permanentemente el trabajo de sus hijos, condenándoles por la incultura casi completa en que los dejan crecer, a una exigua labor maquinal que será el patrimonio de toda su vida, y que les hará llevar siempre a cuestas el fardo de la miseria” (Bazant, 1993, p. 37).

Debido a que el gobierno estatal establecía la obligatoriedad escolar, se buscaron medidas para su cumplimiento en los pueblos, en los ranchos y en las haciendas. Como ejemplo, hubo juntas de educación que elaboraron sus propios reglamentos que señalaban que todos los niños mayores de ocho años debían asistir a la escuela “sin excusa”, para impedir que fueran destinados a “otros servicios” (Padilla y Escalante, 2008, p. 120). La Ley de Instrucción Pública de 1890 ordenaba que los padres o los “encargados” que no llevaran a los niños a la escuela, tendrían una multa de “diez centavos a un peso, o en su defecto, con reclusión de uno a cuatro días por cada infracción”; mientras que a la persona que destinara a los niños para “cualquier trabajo en horas de la escuela”, se le impondría “por cada trasgresión, una multa de uno a cinco pesos, o en su defecto, de uno a cinco días de arresto”.34

Algunos sectores de la sociedad intentaron mermar el ausentismo escolar a través de publicaciones; por ejemplo, la impresión El Obrero del Porvenir. Semanario para la Niñez Desvalida, distribuida de forma gratuita, divulgó diversas lecturas para completar la educación de los niños, y escribía que “las madres que, por motivos que respeto, no quieran enviar a sus hijos a las escuelas, podrán por medio de estas lecciones ser ellas mismas sus profesoras y hacerles cobrar amor al estudio” (Galván, 2008, p. 171).35

A pesar de los intentos para que los padres de familia se convencieran de llevar a sus hijos a la escuela, resultó evidente su falta de interés debido a las necesidades económicas. El gobierno del Estado de México identificó que el trabajo infantil era la causa principal del ausentismo escolar y buscó ejercer soluciones directas para el problema. Por ello, se prohibió la contratación de niños en el ramo de la producción que no supieran leer ni escribir, y se determinó que los niños de entre cinco y catorce años no podían ser empleados en ningún tipo de actividad productiva, ni por sus padres, ni por alguna otra persona en horas en que las escuelas públicas estuvieran abiertas (Ramírez, 2011, p. 256).36

Asimismo, se impidió que los maestros de talleres, los administradores, los mayordomos de haciendas, los directores de trabajo en ferrocarriles, las vías públicas, las fábricas o las minas, admitieran en sus labores a menores de cualquier sexo, a no ser que únicamente fuera en la mañana o en la tarde, para que les quedara medio día libre y pudieran ir a la escuela (Bazant, 1993, p. 105). Sin embargo, estas restricciones tuvieron poca eficiencia en la práctica.

Por otro lado, se permitió que únicamente los niños indígenas -que eran los que solían vivir y trabajar en las haciendas- tuvieran el permiso de asistir a la escuela medio día -ya fuera en la mañana o en la tarde-, y que quedaran exentos de asistir los niños que tuvieran enfermedades, los que residían a más de dos kilómetros de la escuela y los que su trabajo fuera “absolutamente indispensable para la subsistencia de su familia”.37

El propio gobierno del Estado de México reconocía que

El niño indio […] no puede asistir a la escuela, porque su trabajo es indispensable para el sostenimiento de la familia. Él está encargado de ir por la leña para el tlecuil, de acarrear el agua, de llevar el almuerzo a su padre, muchas veces a larguísima distancia. Él tiene que consagrarse al cuidado de los rebaños, a la siega del trigo, a la siembra del frijol y otros cereales, para aumentar el miserable sueldo de la familia.38

Pese a las acciones y las leyes que se crearon a finales del siglo XIX en la entidad para conformar una infancia rural escolarizada, las condiciones sociales y económicas de los jornaleros resultaron un obstáculo. Por ello, únicamente 20% de los niños asistieron con regularidad a la escuela, mientras que la cifra de población analfabeta incrementó de 38% a 50% en el país (Bazant, 1993, pp. 89 y 47).

El mal estado de los establecimientos, la falta de recursos para la repartición del material escolar, los problemas de salud y las deficiencias alimenticias de los niños, fueron aspectos que dificultaron el proyecto de la instrucción. Sin embargo, la situación de pobreza en que vivía la población rural -que era mayoritariamente indígena- hizo inevitable la participación de niños en actividades laborales, lo que se convirtió en la mayor causa del ausentismo escolar.

Por otro lado, las haciendas buscaron preservar y optimizar los medios para la producción agrícola y ganadera, por lo que el empleo de niños peones resultó un mecanismo fundamental para su economía. En consecuencia, el interés por brindar educación escolar a los niños trabajadores de las haciendas no se convirtió en realidad, pese a las leyes y los discursos que el gobierno creó en torno a los ideales modernizadores.

CONCLUSIONES

El interés por buscar un espacio adecuado para el desarrollo de la infancia trajo, en el último cuarto del siglo XIX, un sistema escolar estatal que intentó conseguir el control social para contrarrestar la delincuencia y la vagancia, con el fin de alcanzar el progreso, fundamentado en el trabajo y en el crecimiento económico. Fue así que la Comisión de Instrucción Pública pretendió que la educación escolar también funcionara en el medio rural, tanto en los pueblos y en los ranchos, como en las haciendas.

A pesar de las estrategias para construir una infancia desde la noción moderna -que consignaba a la escuela como el espacio ideal para el desarrollo de los niños-, las condiciones económicas, alimenticias, higiénicas y culturales de las familias trabajadoras de las haciendas fueron un obstáculo. De este modo, el proyecto de una niñez escolarizada y protegida quedó restringido para las clases acomodadas.

Las condiciones de los establecimientos escolares, la escasez de escuelas en las haciendas, las medidas ineficaces para contrarrestar el ausentismo escolar y, principalmente, la falta de una prohibición directa del trabajo infantil en las haciendas, impidieron la escolarización. Por otro lado, las necesidades familiares, los intereses de los hacendados y la postura permisiva del gobierno se convirtieron en los articuladores del trabajo de los niños durante el porfiriato.

El proyecto educativo que buscó alfabetizar a la población infantil en la lengua castellana tuvo pocos efectos benéficos inmediatos en la población indígena de las haciendas. El proceso de no instruir a los niños en su lengua materna significó también un obstáculo para el aprendizaje y demostró el interés estatal por la homogenización social como parte del proyecto hacia el “progreso”.

Bajo estas circunstancias, la educación escolar en las haciendas estuvo alejada de las necesidades de los trabajadores, de los intereses de los hacendados y de los recursos del gobierno. Por ello, el trabajo infantil se mantuvo como un instrumento necesario para el funcionamiento de las actividades económicas agrícola y ganadera de la entidad, en beneficio de las familias, de las empresas y del Estado.

De esta forma, es posible señalar que la percepción de salarios por parte de los niños y su registro como peones en las estadísticas gubernamentales, los reconoció como sujetos del sistema laboral; además de que el trabajo infantil no remunerado también resultó esencial para el sustento familiar. Así, para los trabajadores de las haciendas, la presencia de los hijos significó la oportunidad de mano de obra con beneficios económicos y materiales.

A pesar de que los niños recibieron jornales más bajos que los de los adultos, igualmente laboraron durante horarios extendidos y estuvieron expuestos a la explotación, a la marginación, a la violencia y a las enfermedades, condiciones que impactaron de manera considerable en su desarrollo y calidad de vida a corto y largo plazos. El fenómeno del trabajo infantil continuó en debate y en legislación a lo largo del siglo XX, con medidas puntuales y restrictivas.

Este esbozo por comprender las actividades de los niños trabajadores de las haciendas durante el periodo de industrialización a finales del siglo XIX en el Estado de México, apenas traza una línea sobre la historia social de la infancia rural dentro de un contexto no convencional para la infancia de acuerdo con el discurso. Aunque en estas páginas aún no ha sido posible hacer un estudio meticuloso según el sexo de los niños, resulta clara la diferenciación de las actividades infantiles según el género, pues sabemos que las niñas se dedicaron en mayor medida a las tareas domésticas, sin que ello las excluyera de las labores del campo. Por lo tanto, debemos continuar en la búsqueda de respuestas sobre las dinámicas laborales, las circunstancias sociales y las compensaciones económicas o en especie que específicamente experimentaron las niñas.

Investigaciones sobre la infancia trabajadora en conflicto con el discurso político nos permiten encontrar importantes características, relaciones, dinámicas y escenarios que resultan particulares y que distan de la realidad histórica de otras infancias. Por ello, debemos continuar en la búsqueda de su presencia documental, que, aunque parece no haber quedado escrita, basta con mirar desde otra perspectiva las evidencias para encontrar a estos sujetos que se resisten al olvido.

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* Este artículo es producto de la estancia realizada en El Colegio Mexiquense, A. C., como parte del programa Estancias de Investigación Especializadas COMECYT-EDOMEX: proyecto La Infancia del Siglo XIX en el Estado de México: Perspectivas Sociales, Políticas y Culturales. Agradezco la lectura y los comentarios del texto a la doctora María del Carmen Salinas Sandoval y a la doctora Lucía Lionetti.

1Algunas investigaciones que han reflexionado sobre el concepto y los espacios que la modernidad creó para la infancia en México son Alcubierre y Sosenski (2018), Castillo (2006) y Padilla Arroyo et al. (2008).

2Durante el porfiriato, el Estado de México se encontraba conformado por quince distritos: Toluca, Cuahutitlán, Chalco, Ixtlahuaca, Jilotepec, Lerma, Otumba, Sultepec, Temascaltepec, Tenango, Texcoco, Tenancingo, Tlalnepantla, Valle de Bravo y Zumpango (Memoria de la Administración, 1894, p. 248).

3Para mayor profundidad sobre la industrialización y los problemas sociales de los trabajadores durante el porfiriato, véanse Gutiérrez (2011), Haber (1992) y Leal y Woldenberg (1980).

4Para el caso español, son ejemplos de estudios del trabajo infantil en el campo los textos de Borrás (2002), Jover (2013) y Hernández (2013).

5Para comprender los cambios políticos, económicos y sociales en la entidad, véase a Miño (2011).

6Sobre las consecuencias de los cambios en la propiedad comunal hacia la desamortización de las tierras en México, se han escrito los textos de Birrichaga (1999), Kourí (2017), Menegus (1999) y Miño (2018).

7La segunda actividad económica más importante de la entidad fue la minería, seguida de la industria de la transformación, la construcción, la energía eléctrica, el transporte, el sector público y el comercio. Lo que más se cultivaba en las haciendas del Estado de México era el maíz, seguido de alimentos y bebidas de consumo interno -como frijol y trigo-, al igual que materias primas y productos de exportación (Tortolero, 2011, pp. 166 y 212).

8Cuando se sabía de algún sitio de producción, los trabajadores calificados o los empresarios buscaban atraer a las haciendas a todos los trabajadores de los pueblos cercanos (Von Mentz, 2011, p. 359). También, se sabe que, en 1887, existían 313 haciendas en la entidad y que, para 1905, aumentaron a 391 (García Luna, 1980, pp. 81-82).

9 Dawn Keremitsis (1973, p. 209) escribe que, a pesar del interés en el desarrollo de las industrias en México, la infancia fue empleada para trabajar en menor proporción que en Europa y Estados Unidos. Incluso, estimó que, para 1880, 12% del total de los trabajadores del país eran niños, quienes pertenecían a diferentes ramos de la actividad productiva. No obstante, cabe reflexionar que se trata de una cifra fundamentada en mayor medida en las actividades manufactureras -específicamente en la textil-, por lo cual es importante estudiar, de manera particular, las condiciones y las estadísticas del trabajo infantil en el campo. Por otra parte, la proporción de niños trabajadores en México, comparada con la de Europa y Estados Unidos, es distinta, al tratarse de procesos de industrialización diferentes en cuanto al ritmo, la temporalidad, las situaciones sociales, las realidades políticas, las características económicas y las prácticas culturales.

10El estudio de Soler (2008) parte del análisis de datos estadísticos sobre las defunciones de niños en Chiapas y Oaxaca durante el porfiriato.

11El autor apunta que, probablemente, más de 1 000 niñas murieron antes de ser registradas en el Estado de México en 1900, pues junto con información de estadísticas criminales, las preocupaciones médicas y los registros de nacimientos, la muerte infantil “afectaba a los miembros más débiles de las comunidades agrarias frente al progreso porfirista en el altiplano central” (Tutino, 1998, p. 251).

12Es necesario profundizar el caso de los niños que trabajaron en los talleres artesanales que sobrevivieron a la industrialización; con el fin de comprender las relaciones familiares, la movilidad del hogar y las formas de pago a las que estuvieron sujetos.

13 Katz (2010) escribe sobre los “peones acasillados” y los “no acasillados”, debido a la diferencia entre aquellos que contaban con casa dentro de la hacienda y aquellos que no.

14Gaceta de Gobierno del Estado de México, núm. 57, 9 de abril de 1902, p. 1.

15En el distrito de Tenango, la jornada laboral era de doce horas, mientras que en el de Valle de Bravo se trabajaban diez horas (Memoria de la Administración, 1894, pp. 351 y 362).

16 Mertens (1989) escribe que “en la mayoría de los casos los hijos de gañanes adultos de las haciendas no recibieron ningún anticipo, sólo con el transcurso de los años empezaron a recibir anticipos, y posteriormente anticipos más altos” (p. 163).

17Algunos autores que han escrito sobre las actividades de las mujeres en el campo mexicano son Fowler-Salamini y Vaughan (2003).

18En el siglo XIX, para las mujeres indígenas las opciones de trabajo asalariado fueron muy reducidas; por ello, el empleo doméstico se convirtió en una de las pocas opciones. Las niñas que se dedicaron a este tipo de actividad recibieron un salario “insignificante que era casi nulo”; en algunos casos, estas trabajadoras eran donadas por sus padres a personas de mejores condiciones económicas, quienes, a cambio de los servicios de las menores, se encargaban de alimentarlas, vestirlas y educarlas (Garza, 2013, pp. 174-175). Este tipo de dinámicas deben seguir analizándose de forma específica para el caso de las niñas en las haciendas, en relación con su familia y con los dueños de las haciendas

19Para 1879, 60% de la población en el Estado de México era indígena, principalmente conformada por nahuas y otomíes, y de forma minoritaria por mazahuas y matlatzincas, porcentaje que tendió a disminuir con el paso del siglo (Salinas, 2011, p. 40). Dentro de las peculiaridades culturales de los indígenas estaba la alimentación, de ello se sabe que los niños peones y sus familias consumían “frijol, maíz, haba, arvejón, chiles, carnes de res y de cerdo, manteca y otros efectos”. Véase Memoria de la Administración (1894, p. 351).

20Para una idea más amplia sobre las condiciones y conflictos de los pueblos indígenas en el siglo XIX, véanse los textos de González (1996) y Montemayor (2008).

21Ley sobre Instrucción Pública Primaria (Colección de decretos, 1891, t. XXI, p. 371). En las municipalidades del distrito de Toluca, por ejemplo, no se respetaba la normatividad que establecía los mínimos y máximos de edad debido a que podían encontrarse en las escuelas primarias niños menores de cinco años y mayores de quince; en promedio, la población infantil que asistía a este grado escolar tenía entre los ocho y diez años (Ramírez, 2011, p. 184).

22Parte de los esfuerzos para la formación de niños y jóvenes en el área industrial fue que, en 1889, el Hospicio de Pobres de la Ciudad de Toluca se transformó en la Escuela de Artes y Oficios, en 1890 se fundó la Escuela Teórico Práctica de Sericultura en Tenancingo, mientras que, en 1891, el asilo de niñas huérfanas se convirtió en la Escuela Normal y de Artes y Oficios para Señoritas (150 años, 1974, p. 125). Es importante señalar que las lecciones que ofrecían estas escuelas fueron distintas de acuerdo con el sexo; los varones eran instruidos en tareas de tipo industrial y las niñas en actividades relacionadas con necesidades domésticas.

23Véanse los diversos datos que ofrece la Memoria de la Administración Pública del Estado de México (1894) en los ramos de industria y minería.

24Desde 1865 ya se había expedido la Ley Nacional para Corregir la Vagancia (Galván, 2008, p. 169).

25La Ley de Vagos del Estado de México, que hacía la precisión sobre las edades, entró en vigor desde 1868 (Ramírez, 2011, p. 128).

26Entre los cursos que los niños y jóvenes infractores recibían se encontraban los de telegrafía, imprenta, sastrería, zapatería y talabartería; mientras que las jóvenes y niñas aprendían tintorería, tejidos en maquinaria y labores domésticas (150 años, 1974, pp. 174-175).

27Los distritos en donde se registraron los menores infractores fueron los de Toluca, Lerma, Otumba, Temascaltepec, Texcoco, Tlalnepantla, Valle de Bravo y Zumpango (Memoria, 1902, p. 495).

28Gaceta de Gobierno del Estado de México, núm. 70, 1 de marzo de 1902, p. 1.

29 Katz (2010) ofrece diferentes ejemplos de las dinámicas escolares que existían dentro de las haciendas en distintas regiones del país. El texto de Jan Bazant (1979) también es un ejemplo puntual sobre las condiciones de una escuela que se estableció dentro de una hacienda en el estado de Hidalgo.

30Un ejemplo de estas impresiones es la de Simón de Nantua, de origen francés, publicada originalmente en 1820, conformada por breves cuentos con distintas moralejas (Staples, 2001, p. 344).

31Al respecto, se pensaba que era mejor plan formar profesores de los propios poblados -llamados de tercera clase-, puesto que se consideraba preferible obtener un sueldo de profesor “a la sombra” y con “trabajos escolares”, que tener que emplearse como “gañan de sol a sol sufriendo toda clase de intemperies y además el trato insolente de los capataces”, pues era “bien sabido que esta clase de mandarines” trabajaban “al indígena como bestia y no como hombre de razón”, mientras que el profesor recibía “toda clase de atenciones y consideraciones”, no obstante que era “de la misma raza”, lo que era “una ventaja notable y digna de tomarse en cuenta”. Gaceta de Gobierno del Estado de México, núm. 73, 12 de marzo de 1902, p. 5.

32Existió un permiso para que las escuelas de segunda y tercera clases permitieran la asistencia mixta. Ley sobre Instrucción Pública Primaria (Colección de decretos, 1891, t. XXI, p. 376).

33La investigación de Barranco y Valdez (2005) es un ejemplo del análisis sobre los diversos problemas educativos -además del trabajo infantil- que existieron durante el porfiriato en Xonacatlán, localidad del Estado de México.

34Ley sobre Instrucción Pública Primaria en la Colección de decretos del Estado de México (1891, t. XXI, p. 380).

35A finales del siglo XIX, el público infantil se convirtió en un mercado en crecimiento, por lo que en México comenzaron a proliferar textos periódicos y de revistas para niños, aunque generalmente las clases altas eran las que podían adquirir los ejemplares. Para una idea más amplia sobre el tema, véase el texto de Alcubierre (2010).

36Se trata de la Ley de Instrucción Pública de 1874 y de un decreto a la misma ley de 1890 (Ramírez, 2011, p. 256).

37Gaceta de Gobierno del Estado de México, núm. 81, 9 de abril de 1902, p.1.

38Gaceta de Gobierno del Estado de México, núm. 81, 9 de abril de 1902, p.1. El tlecuil (de la lengua náhuatl) es un fogón rústico formado por tres piedras que sirven como base para sostener comales, ollas, vasijas y otros instrumentos para cocinar alimentos. Véase el Diccionario del español de México (2021).

Recibido: 26 de Noviembre de 2021; Aprobado: 23 de Marzo de 2023

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Maestra en Historia por El Colegio Mexiquense, A. C., investigadora de Estancias Especializadas COMECYT-EDOMEX, adscrita en El Colegio Mexiquense, A. C. Líneas de investigación: historia de la infancia e historia social del siglo XIX.

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