En los recuerdos de los niños, hoy adultos mayores, todavía se pueden ver las calles, parques y jardines del Distrito Federal entre 1928 y 1940. Si bien la infancia se caracteriza por su heterogeneidad (Ariès, 1998),1 la experiencia de los entrevistados de esta investigación permite reconstruir -desde su perspectiva- algunos de los espacios de la ciudad en los primeros años después de la revolución. Así, aparece un conjunto de elementos urbanos muy diferente al que conocemos hoy en día, en el que grandes campos, ríos y animales articularon las memorias infantiles a inicios del siglo XX en la capital del país.
A inicios de la centuria pasada, los niños adquirieron mayor visibilidad en el mundo occidental, en América Latina y en México. El Estado mexicano en ciernes invirtió recursos y puso mayor atención en la infancia, con la promesa de que sería el grupo que contribuiría al crecimiento del país. Específicamente en el Distrito Federal (D. F.), se llevaron cabo dos Congresos del Niño, uno en 1921 y el otro 1923, y el Congreso del Niño Proletario en 1935. Estos eventos facilitaron la discusión de diversas temáticas relacionadas con los menores, como la higiene, educación y trabajo, entre otros.
Además, se consolidaron instituciones que articularon políticas y promulgaron leyes destinadas a la protección de menores, como la Secretaría de Educación Pública (SEP), el Departamento de Salubridad Pública y la Oficina de Acción Educativa, de Reforma, Recreativa y Social con jurisdicción en el D. F.2 También aparecieron actores que, como las enfermeras visitadoras y las trabajadoras sociales, se encargaron de recorrer la ciudad para observar y atender a las familias y, así, incorporarlas a la nueva dinámica social enfocada a la educación y los cuidados de la salud.3
Asimismo, la capital se trasformó materialmente para demostrar que los niños importaban. Entonces, se construyeron nuevos parques a lo largo de la ciudad a fin de que los menores gozaran de un sano esparcimiento en estos sitios.4 También surgieron tiendas departamentales, jugueterías, cines y teatros que aludían a nuevas diversiones infantiles y que convocaban al consumo de los menores. No obstante, ellos hicieron usos diversos de estos sitios y construyeron otros.
El objetivo de este artículo es aproximarse a la experiencia de los niños de clase media en el espacio público del Distrito Federal entre 1928 y 1940, utilizando para ello una muestra de ocho entrevistas de historia oral. La intención es conocer más acerca de la vida cotidiana de los infantes, de los lugares que frecuentaron y de cuáles fueron sus diversiones más recurrentes en la ciudad.5 Se parte de la hipótesis de que estos adultos, antes niños, recorrieron su barrio de manera autónoma, apartándose de los discursos de miedo que en la prensa se generaban en relación con los peligros que implicaba el espacio público. Más bien, se movieron en diferentes circuitos que comenzaban en su hogar y que los llevaban a experimentar la ciudad, caracterizada por la naturaleza.
La presencia de los niños es un tema que ha sido abordado profusamente desde la disciplina histórica;6 sin embargo, la problemática del acopio de fuentes elaboradas por ellos mismos ha representado una de las mayores dificultades para reconstruir su experiencia en el México posrevolucionario. Por lo tanto, poco se sabe hasta hoy en día acerca de cómo experimentaron la atención que recibieron por parte de las instituciones del Estado e, inclusive, cómo percibieron los cambios en la ciudad (Jackson, 2014, p. 14).
En realidad, en la historiografía de la infancia se ha favorecido el uso de las fuentes escritas y se ha dejado de lado la fuente oral, todavía viva, para reconstruir las infancias mexicanas. Existen algunos ejemplos en los que se ha abordado el tema de la niñez en la historia a partir de esta metodología, pero no en diálogo abierto con esta línea historiográfica.7 En este texto, por el contrario, los testimonios son la parte medular de la problemática que se propone respecto a la relación de los niños con el espacio urbano.
Por otra parte, este trabajo entabla un diálogo con la historia urbana. En relación con esto, es fundamental mencionar que la mayor parte de los trabajos que se han concentrado en la ciudad de México durante los años veinte del siglo pasado se han centrado en el proceso de institucionalización que, desde distintas trincheras, llevó a cabo el Estado mexicano.8 Para la década de los años treinta, los investigadores han preferido estudiar el ámbito de la planeación urbana y de la construcción de nuevas colonias en el Distrito Federal.
Es preciso mencionar que el texto se estructura en cuatro apartados. En el primero se presenta a los entrevistados. En el segundo se aborda la experiencia infantil a partir del circuito de su barrio, por ello, se analiza su presencia en la escuela, los parques, los cines y los mercados. En el tercero se plantean sus vivencias en el espacio público, específicamente su presencia en las calles, los campos y los ríos. Finalmente, se profundiza acerca de la movilidad infantil en la ciudad.
LOS ENTREVISTADOS
A pesar de que es imposible reconstruir a cabalidad y, en términos generales, la experiencia infantil a partir de la memoria, se toman estos testimonios como una muestra de lo que los niños vivieron en el espacio público a inicios del siglo XX.9 Los recuerdos de ocho niños adultos mayores permiten tener una idea cercana de cuáles fueron sus intereses, afectos, miedos y acciones durante la niñez. Asimismo, cuáles fueron los lugares que más les gustó visitar, los personajes que mejor recuerdan y, sobre todo, cómo entendieron y vivieron la ciudad.10
Los ocho entrevistados de esta investigación nacieron entre 1922 y 1936, por lo que crecieron permeados por los discursos que rodearon la consolidación paulatina del Estado mexicano. La mayor parte de ellos se desenvolvieron en barrios y colonias del D. F. como Mixcoac, Del Valle, San Ángel, Tacubaya y más cerca del centro, en la colonia Roma y en Santa María la Ribera. Por ello, sus testimonios permiten contrastar diferencias infantiles entre quienes vivieron en zonas centrales y periféricas del Distrito Federal.11
Estas colonias pertenecieron a lo que algunos investigadores han clasificado como zonas para sectores medios.12 Uno de los entrevistados describe qué era lo que su padre esperaba al mudarse a la colonia Del Valle: “Porque mi papá era muy pobre, tenía un cuartito muy chiquito, entonces ya con el nuevo trabajo de mi papá, él era mecánico, con el nuevo trabajo, estaba en el gobierno, le ofrecieron una casita ahí en la colonia Del Valle y por eso se cambió, para mejorar”.13
Aunque es imposible brindar una definición de clase media que permita comprender la experiencia de estas personas de manera general, es esencial tomar en cuenta la discusión que se ha suscitado en los últimos años. De hecho, algunos historiadores e historiadoras en la actualidad han tratado de entender este concepto desde distintas perspectivas. En México, ha surgido una línea historiográfica que discute al respecto a partir de dos elementos específicamente: por un lado, la burocracia y, por el otro, la educación.14 También se ha abordado desde el lugar que se ocupa en el espacio urbano.15
En ese sentido, es importante notar que se ha analizado el papel de los empleados públicos entre finales del siglo XIX e inicios del XX como uno de los grupos a los que se les podría vincular con la clase media.16 Respecto de la educación, se ha planteado que su acceso ha representado la posibilidad de ascenso social de las clases más pobres (Loaeza, 1988). Finalmente, la clase media aparece en la actualidad para ser discutida a partir de distintas perspectivas, de entre las que destacan las prácticas de consumo y culturales (Sánchez y León, 2020).
En el caso de este trabajo, la intención es conocer cómo los mismos entrevistados, niños para el periodo que se estudió en esta investigación, interpretaron su pertenencia a este sector. Ante ello, algunos elementos provenientes de sus propios testimonios hacen pensar en una consciencia referida al lugar que ellos y su familia ocupan en la jerarquía social. Asimis Desde la historia oral es posible recuperar las experiencias infantiles. No obstante, como lo explica Maurice Halbwachs, aunque los entrevistados reconstruyen su pasado a través de la historia oral, lo hacen de manera inexacta. Los rasgos tristes o desagradables son borrados y atenuados. Se recuerdan mejor los aspectos positivos y se tiende a matizar los negativos. Por otra parte, es importante reivindicar la posibilidad de acceder a las memorias infantiles durante la vejez. Investigaciones recientes revelan que la información que es depositada en la memoria de largo plazo, como la que se construye durante la niñez, se mantiene eficientemente. Por lo tanto, la historia oral, como se utiliza en esta investigación, permite reconstruir la experiencia infantil desde una perspectiva histórica. Véase Garay (1999) ; Blasco y Meléndez (2006, pp. 23-24); Halbwachs (2004).
mo, ubicaban quién sí y quién no podía ser considerado dentro de este grupo social. Como una de las entrevistadas, quien al referirse a uno de sus empleadores comentaba: “En la Lagunilla también los señores no eran pobres, tampoco eran ricos, eran maestros”.17
Por lo general, el vínculo de los niños de inicios del siglo XX con la clase media se sustenta en su asistencia a la escuela. Algunos de los entrevistados expresaron y hasta defendieron no ser como los niños vagos que estaban todo el tiempo en la calle, sino que transitaban y experimentaban el espacio público, pero que, a diferencia de ellos, contaban con un hogar y además tenían educación.
Otro de los elementos importantes que apuntaría a poder considerarlos como clase media es la experiencia de recreación que tuvieron en algunos sitios del espacio urbano. A pesar de que conceptos como la infancia o la clase media tienen que ser abordados a partir de su heterogeneidad, es posible pensar que compartieron ciertos patrones de diversión y de consumo a inicios del siglo XX. Estas prácticas culturales buscaron orientarse a espacios específicos como los parques, el cine, las jugueterías y el teatro. En este texto, los testimonios nos llevarán de la mano a los espacios de diversión que los niños procuraron, los cuales a veces coincidieron con lo que se esperaba, pero otras veces no.
La mayor parte de los amigos con quienes los niños convivieron por las tardes en la calle para jugar eran los compañeros que habían conocido en la escuela, por lo que esta y la casa eran los lugares más importantes en su vida (Gülgönen y Corona, 2016, p. 420).18 Además, parece que tuvieron claro que el hogar era el espacio privado que compartían con su familia. Por otro lado, estaba la escuela, un sitio intermedio entre lo público y lo privado, donde convivían con sus maestros y aprendían. Finalmente, la calle aparecía como un lugar en el que seguían en contacto con los miembros de su familia y sus compañeros de la escuela. Por tanto, las divisiones entre el mundo privado y el público no eran radicales para los niños a inicios del siglo XX.19
EL CIRCUITO DEL BARRIO: ESCUELA, PARQUE, CINE Y MERCADO
Los esfuerzos estatales de los gobiernos posrevolucionarios tuvieron un efecto claro en la vida de los niños a inicios del siglo XX. En lo que respecta a los entrevistados, todos acudieron y recordaron el nombre de la institución educativa a la que pertenecieron. Así, en las entrevistas apareció el nombre de escuelas primarias como la Benito Juárez en la colonia Roma, la Rosa de Luxemburgo y la Brígida Alfaro en la colonia Del Valle, la Orozco y Berra en Tacubaya, la Fray Pedro de Gante y la Enrique Olavarría en Mixcoac, o la José Enrique Rodó en Santa María la Ribera. Algunos con cariño, con indiferencia y a veces con orgullo, recordaron cómo era su escuela y sus trayectos de casa al colegio.
El ritmo escolar marcaba su vida y la de sus padres. Así, el día comenzaba alistándose para ir al colegio y terminaba cuando después de salir de la escuela y pasar la tarde jugando volvían al hogar. Generalmente, mientras acudían a parvulitos20 y durante los primeros años de la primaria, sus padres iban a dejarlos a la escuela, posteriormente comenzaban a realizar el trayecto de manera autónoma.21
Lo más frecuente era que los niños acudieran a la escuela cercana de su casa, por lo que muchos de ellos vivían tan sólo a algunas cuadras. De esta forma, los compañeros de la escuela eran también los amigos de juego en el barrio. Uno de los entrevistados lo explicaba así: “No, los de la escuela los conocimos porque también vivían cerca de la casa de uno, porque no había otra escuela”.22
Inclusive, muchos de ellos narraban que además de que jugaban en la vía pública debido a la falta de espacio en su casa, no salían más allá de los límites de su barrio porque todo lo que necesitaban estaba ahí: escuela, casa, espacio de juego, mercado, iglesia y comercios. A veces, al narrar su infancia, podían recordar el barrio de memoria, como en el caso de una de las entrevistadas que así rememoraba Mixcoac:
La casa de San Juan, le decíamos la casa de San Juan porque el barrio se llama el barrio de San Juan. Y era un barrio bonito, estaba la iglesia donde íbamos a ofrecer flores, después donde se hacían kermeses para reunir dinero para coronar a la virgen, donde se hacían las fiestas de la virgen de Guadalupe, en donde había fuegos artificiales, cascadas de fuegos artificiales, era un barrio bonito. Había una carnicería, había una panadería, había una tienda que se llamaba de Guadalupe, y después se puso de Ultramarinos que era dueño un español, se llamaba la Victoria, creo que todavía está.23
En el barrio también contaban con otro tipo de diversiones. Por un lado, podían jugar con los amigos en los parques, o bien acudir a los cines cercanos. Aparentemente, la creación de parques sí tuvo incidencia en la vida de los niños. No obstante, formaron parte de la planeación urbana tan importante en la década de los años treinta que ponía énfasis en el sano esparcimiento de los menores y de la clase trabajadora (Escudero, 2004, p. 351).
En realidad, el recuerdo más común entre quienes fueron asiduos a los parques era que funcionaban como lugar de encuentro con sus amigos. Tenían tanta relevancia que fue donde, según dos de los entrevistados, se formó el club Aracuan, al cual pertenecieron.24 “Todos estábamos obligados y nos juntábamos en el parque central, que había una nevería. Ahí compartíamos nuestros domingos, y ahí prácticamente se formó el club Aracuan”.25
Los juegos infantiles eran especialmente espectaculares en algunos parques. Tal era el caso del parque Noche Buena, muy distinto de lo que conocemos hoy como el parque Hundido, puesto que, según las narraciones de los menores, había árboles pequeños, grandes montículos de tierra y hoyos que había dejado la fábrica ladrillera, los cuales quedaban como una especie de alberca una vez que se llenaban de agua en la temporada de lluvias. En este caso, la entrevistada mencionó que ahí sí iban las niñas a jugar:26
Íbamos a jugar cuando llovía porque lo habían hecho de manera que ese parque tuviera canales para que corriera el agua. Y ahí mis hermanos y sus amigos iban y había unos muchachos con los que se llevaban ellos que les decíamos los yucatecos porque eran de Yucatán, pero habían ido a vivir a Mixcoac y llevaban la batea donde ponía la ropa su mamá y dizque iban a remar. Así es que se imagina qué divertido, ¿no?27
En tanto lugares de encuentro, los parques también sirvieron para que los niños llevaran a cabo algunas travesuras una vez que salían de la escuela. No siempre fueron los lugares más seguros en el D. F. a inicios del siglo XX, puesto que había zonas que les permitían cubrirse de miradas externas y realizar actos lejos de la vigilancia de los adultos.28
Esto sucedía en México desde inicios del siglo XX. Algunos de los entrevistados explicaban que el parque les servía para continuar riñas que se habían suscitado en la escuela. “Este parque en especial cuando se tenían dificultades aquí en la secundaria y primaria ‘nos vemos en el parquecito’, y ahí se iban y se daba uno de golpes. Era el round, el ring donde se iba uno a dar de moquetes”.29
Los niños, según lo expresaron en sus propias narraciones, estaban en busca de libertad y autonomía. Como repitieron en diversas ocasiones, no había muchas cosas por las que tuvieran miedo en el espacio público, por lo que recorrieron las calles explorando diferentes formas de diversión. Uno de los espacios favoritos era el cine, al que acudían en compañía de sus amigos, hermanos y primos, sobre todo en las mañanas. Evidentemente, la confianza que tenían en el espacio público, más allá de una actitud personal, tenía que ver también con la seguridad que les proveía el conocimiento del espacio y el nutrido tejido social que estaba al tanto de ellos.
Frecuentaban los cines que estaban más cerca de su colonia cuando eran niños. A medida que se acercaban a la adolescencia, podían visitar otros que se encontraban alejados de su casa. Algunos de los que mencionaron fueron el cine Lux y el Encanto en Santa María la Ribera, el cine Jardín que después fue Tiziano en Mixcoac, el cine Revolución y el Primavera.
Quienes tenían mejores ingresos acudían regularmente a ver películas, a diferencia de los otros que no los mencionaron durante las entrevistas. Para los primeros se trataba de una diversión instalada en la cotidianidad: “Casi cada ocho días había matiné. Nosotros los niños íbamos al matiné”.30 Además, era un sitio que pertenecía al circuito del barrio, tal como la escuela o el mercado. Así que quienes tenían posibilidad de pagar la entrada, eran clientes asiduos. No obstante, los cinemas que se encontraban en barrios periféricos, no siempre contaban con las mejores instalaciones.
De hecho, tenían mucha claridad con respecto a cuál era el cine más cercano, el más lejano, el que tenía mejores condiciones y al que se podían escabullir sin pagar. “[Al] cine de la colonia sí íbamos muy seguido porque era mucho más económico que los otros dos. Sí, las butacas eran de madera, también cómodo. Pero [en] el cine que le digo, el cine Encanto, estaban acojinadas, eran de madera, no eran butacas, eran asientos, comoditos”.31
El precio de entrada al cine no era un asunto relevante para los niños de sectores medios. Algunos de ellos antes de llegar al recinto pasaban a alguna dulcería por una golosina que acompañara el filme que estaban por ver. Así, llegaban surtidos de dulces para disfrutar de la película. Empero, una de las prácticas más recurrentes, no importando el sector social al que pertenecían, era entrar al cine sin pagar, puesto que no sólo les atraía la película, sino la adrenalina que se generaba al hacerlo sin permiso.32 Uno de los entrevistados ahonda en una anécdota de ese tipo en la que a uno de sus amigos se le ocurrió que podían entrar con un solo boleto:
La entrada era porque el cine Encanto tenía dos precios: el de galería que era más barato que el de luneta, entonces se juntó el precio de luneta. Entonces dijo: “vénganse por acá, aquí hay un corredor que termina en una puerta que da hacia la estancia donde están ya las butacas de galería y abajo estaban las principales. Se van por este pasillo y van a topar con una puerta, que es una puerta de emergencia a la galería”. Bueno pues nos salimos tres amigos, el que estaba dentro del cine, otro amigo y yo, y mi amigo y yo caminamos a la puerta que decía este amigo: “no vayan a fallar y no hagan escándalo, no hagan ruido, se portan muy seriecitos”. Muy bien, entonces llegamos y era una puerta y salida de emergencia en caso de humo, de un accidente, de un temblor o fuego. Ya estábamos ahí y de repente se abre la puerta y dice el amigo: “vénganse, vénganse, vamos a pasar al cine” y ya nos metimos y se cerró la puerta, y sí, estábamos en el cine y nos sentamos en luneta. Todo el mundo se nos quedaba viendo, salíamos por una puerta, entrábamos por una puerta lateral. Nosotros felices, entramos tres con un boleto.33
Sin embargo, esta dinámica no duró para siempre, pues al cabo de unos meses, y según lo cuenta el entrevistado:
Alguien dijo no nos conviene bajar al momento porque hay mucho policía, bueno pues ahí nos quedamos en la parte de arriba. Como un mes, como un mes utilizamos esa situación, hasta que un día: “bueno nos vemos ahí en la puerta verdad”, “sí”, y ya nos cooperamos para que comprara su boleto de primera ahí en luneta, ya compramos el boleto de galería que era más barato y ya llegamos a la puerta, y ¡oh sorpresa!: una cadenota, tremenda [ríe] y no podíamos comunicarnos con el que estaba adentro viendo la película. Ay, hicimos un coraje… Y ahora quién le va a recuperar lo que le dimos a fulanito. Vamos a decirle lo que pasó, pero hasta que se acabó la función y salió el otro, dice: “¿qué pasó, hombre? Los estuvimos esperando”, no pues es que [había] una cadenota.34
Aunque durante las entrevistas no ahondaron en el tipo de películas que veían, recuerdan que las temáticas les provocaban mucha emoción.35 Por ejemplo, uno de los testimoniantes contaba que una película le impactó y que “sucedía muy adelantados los tiempos, había naves espaciales, había guerra con otro planeta, todo era ficticio por supuesto, aunque muy malhecho, porque algunos de los chamacos decían: ‘mira, mira este está colgado de un hilito’ [ríe]. Nos echaba a perder la película porque descubríamos, estábamos riendo”.36
No obstante, el cine no fue un lugar en el que se sintieran seguras todas las niñas. Tal es el caso de una de las entrevistadas que acudía con sus tías: “teníamos que llevar un alfiler, que todavía lo tengo aquí. Porque mi tía se sentaba de un lado para el otro el que se tocaba ahí, que si alguien nos empezaba a molestar, le picábamos con el alfiler”.37 Las niñas debieron de sortear los peligros de la violencia sexual en una ciudad que estaba en plena transformación (Piccato, 2010, p. 167).
Otro de los sitios en los que los niños -a medida que crecían- adquirían autonomía, era el mercado. Según sus narraciones, acudir a hacer alguna compra les gustaba porque tenían una responsabilidad específica, pero sobre todo porque podían encontrarse con sus amigos. Tal como uno de los entrevistados que acudía al mercado de La Dalia en Santa María la Ribera y al de San Cosme, que estaba más lejos: “Muchas veces me decían, bueno, nos vemos en el mercado y ya salíamos. A las cuatro nos vemos, no decíamos en qué lugar o en qué puesto, así es de que andábamos recorriendo el mercado hasta encontrarnos al compañero que queríamos ver.”38 De ahí, se iban a la calle a jugar.
El mercado ocupó un lugar primordial en la experiencia en el espacio público de uno de los entrevistados de la colonia Roma, puesto que alrededor del mercado de Medellín se generó toda su dinámica infantil. Él vivió frente al mercado y desde la reja de su casa aprendió a jugar canicas mirando a los hijos de los dependientes del recinto. Además, consideraba como una de sus mayores responsabilidades ser el ayudante de su madre: “‘vete el mercado por esto’. El chícharo de mi abuelito: ‘ve a la carnicería’. Me decía vete tú por mis cosas. Entonces yo viví el mercado de una manera muy cercana”.39
Los testimonios indican que los niños tuvieron la posibilidad de experimentar el espacio público en su barrio de manera segura y libre, lo cual les aseguró autonomía. En tanto circuito, se movían a lo largo de su colonia y compartían con otros miembros del barrio, sobre todo con niños de su edad, en la escuela, los parques, el cine y el mercado. Evidentemente, algunos de esos lugares, como el mercado, no estaba previsto como un sitio para los niños; sin embargo, resultó ser una posibilidad para que los menores participaran del espacio urbano que no sólo les pertenecía a los adultos.
LOS NIÑOS EN LAS AVENIDAS, LOS CAMPOS Y LOS RÍOS
El trayecto hacia lugares como el parque, cine o mercado permitió que los niños pasaran mayor tiempo en la calle, espacio predilecto para el encuentro con sus amigos. A pesar de los discursos que se generaban alrededor de lo peligrosa que era la calle, los entrevistados la recordaron como un sitio muy seguro en el que podían transitar libremente. El único elemento que parece haber interrumpido sus juegos eran los automóviles que en zonas centrales del D. F. eran comunes y poco a poco lo fueron en las zonas periféricas. En ese sentido, la experiencia de la calle difiere de manera importante entre los niños que vivían en la ciudad de México y quienes vivían en zonas más apartadas. Una de las entrevistadas, quien creció en Mixcoac, recuerda que su barrio era muy tranquilo. En sus palabras, la calle les pertenecía:
[…] sí teníamos una infancia muy bonita porque la calle era nuestra. No había coches, la calle era empedrada, no había carros, no había ningún peligro para nosotros. Inclusive había en la calle árboles eran truenos, cuando entraba uno a esa calle olía a trueno y entraba ahora o mucho después cuando yo olía a trueno recordaba mi calle. En esos árboles mis hermanos jugaban y hacían su casita del árbol, no crea que una casita del árbol como ahora se ve en las películas o se las hacen a los niños. No, eran tablas y tablas que ellos arreglaban de manera que era su casita del árbol. Esa calle en tiempo de lluvias se inundaba porque también ese barrio está debajo de lo que es la presa de Tarango, entonces cuando llovía mucho se desbordaba la presa y se inundaba la calle Carracci, que en aquella época era del Rosario. Mis hermanos se divertían mucho porque como se inundaba, toda la calle de Augusto Rodin también se inundaba. Como había que atravesar de una acera a otra acera se divertían poniendo una viga para dejar que pasaran las personas, les daban veinte centavos, cinco centavos o dos centavos, para ellos era su pasadero.40
Fue común que los entrevistados expresaran sentirse dueños de las calles. A diferencia de lo que, como parte del nuevo proyecto de nación, se esperaba para ellos. Según aparecía en los periódicos y recomendaban las autoridades, los niños debían permanecer ante la vigilancia de los adultos. No debían estar solos en la calle, ni siquiera para caminar a la escuela, ya que necesitaban ir de la mano de un adulto cuando cruzaban las avenidas. Los peligros que se promovían eran particularmente enfáticos acerca de los niños en el espacio público. Este discurso se veía magnificado, porque, como lo explica Schell (2004) , después de la revolución se vivió una ola fuerte de delitos contra los niños, como el secuestro.41
Igualmente, sentían inquietud por los accidentes de tránsito que se publicaban en la prensa. En El Universal se mencionaba que “entre el año de 1929 y el de 1934, la cifra más alta en accidentes de tránsito en el Distrito Federal correspondía al de 1930, y la más baja al de 1932”.42 Se explicaba también que el número de accidentes diarios era en promedio de 6.7 y de 7 víctimas, entre muertos y lesionados. La nota cerraba exponiendo que “de los 206 lesionados, 34 eran niños, 166 adultos y 6 ancianos, y entre los 15 muertos hubo dos niños y trece adultos”.43
Los niños, como se comunicaba en la nota, eran parte de las víctimas de este tipo de eventos; por lo tanto, su integridad dependía de la presencia de un adulto a su lado, lo cual se complementaba con la amenaza permanente de secuestro o extravío de los menores. Evidentemente, existía toda una maquinaria de información que infundía miedo en padres de familia e hijos. Como lo apunta Schell, en el siglo XX se constituyeron nuevos límites a la independencia de los niños y una mayor segregación por edad en los espacios públicos (Schell, 2004, p. 575). Indudablemente, en la visibilidad e interacción de los niños con las calles se consolidaba la preocupación del gobierno por renovar a la infancia y a la ciudad.44
En contraparte a todo ese discurso, algunos niños no percibían peligro en el espacio público. De acuerdo con las entrevistas, sólo les perturbaba la presencia de los automóviles y autobuses porque interrumpían sus juegos. Esto sucedía sobre todo en el caso de quienes vivían en zonas centrales. Así lo relató uno de los entrevistados, quien contaba que “[… sabían] que no iban a quitar los camiones que pasaban, camiones públicos por supuesto ¿verdad? Eran unos camioncitos chiquitos, entonces mejor nos íbamos. Jugábamos en la calle y luego gritaban: ‘aguas, camión’ y nos quedábamos todos muy seriecitos, pasaba el camión y otra vez a jugar”.45
Igualmente, estuvieron al tanto de la narrativa de los adultos respecto de los niños de sectores populares que permanecían en la calle y que clasificaban como vagos.46 Algunos de ellos, como los dos entrevistados que crecieron en la colonia del Valle, puntualizaban que aunque pasaban todo el día en la calle no eran vagos, porque estudiaban. Asimismo, otro de los testimoniantes, quien creció en la colonia Roma, aclaraba lo siguiente:
Pues los hijos de los locatarios [del mercado]. No yo, si no a la misma hora no eran vagos, estaba ahí todo eso. ¿Eran malillas? Tal vez, y yo creo que sí porque en alguna ocasión fui yo a comprar y llevaba yo un pantalón que la bolsa era muy pequeña y metí el billete creo que era de un peso, algo así, y fui yo a comprar y pasó un muchacho, un chamaco y me sacó el billete y yo lo quise alcanzar pero se diluyó en la nada. O sea sí, sí tenían algunas tendencias de pues también de la clase, de “a este le quito su dinero”.47
Efectivamente, la calle era el lugar de encuentro de los niños de diversos sectores sociales, lo cual en algunas ocasiones los llevaba a rencillas como la que se menciona en el fragmento anterior. De igual modo, a partir del ocio, encontraban puntos en común. El mismo entrevistado contaba que a la hora que se cerraba el mercado se podía jugar libremente en la calle y “pasado el tiempo me hice amigo de ellos. Y hasta jugué tochito, futbol, mi tochito en la calle con ellos.”48
La libertad era una de las promesas más importantes que brindaba la calle, puesto que, desde su percepción, lejos de la vigilancia y el regaño de los padres, tenían oportunidad de divertirse y relacionarse con otros niños. Así lo resume uno de los testimonios: “pues podemos decir que la libertad, porque ahí podía hacer, no todo, pero sí mucho de lo que yo quería hacer y en casa no lo podía hacer”.49
La calle que los niños entrevistados y sus papás experimentaron a inicios del siglo XX fue una concepción distinta para quienes residían en la ciudad de México y en las zonas periféricas, pero, sobre todo, difiere de la que conocen los niños de hoy en día. Por encima de todo, los menores que habitaban en zonas alejadas del centro vivieron rodeados de naturaleza. La urbanización no había alcanzado todos los puntos del D. F., puesto que en la década de los treinta se comenzó a gestionar el esfuerzo por articular la capital desde lo político y lo urbano (Olsen, 2004). Es así que los menores pasaron sus tardes de ocio, y también las vacaciones escolares, explorando lo que había alrededor de sus hogares.50
Además de la escuela, el cine, el parque, el mercado y la iglesia, casi todos los niños que vivían en colonias como la Del Valle, Mixcoac y San Ángel podían encontrar las milpas a unas cuadras de su hogar. “Había muchos campos de milpa, una casita aquí y otra casita hasta por allá. Eran puras casas con milpas. No había casas, era nada más una loma grandísima y era por los sembradíos de árboles frutales y las milpas, su casita y así”.51
Otros niños, como el entrevistado que creció en la colonia Roma, tenía acceso a espacios como este una vez que traspasaba los límites de su barrio: “la ciudad prácticamente terminaba así cuando empezamos en río de la Piedad y para allá eran sembradíos, eran maizales, y después vino la colonia Del Valle y la colonia Narvarte y se empezó a inundar en lugar de sembrar maíz, sembraron casas y se dieron muy bien. Algunas hasta se dieron como edificios”.52
Lo que más les emocionaba era la presencia de agua. Es conocido que en la ciudad de México -hasta hoy en día- la época de lluvia representa un caos debido a los efectos que produce en el tráfico y las inundaciones. No obstante, los infantes de los años treinta vivieron esta época como una de las más divertidas de su niñez, puesto que alejados del tráfico jugaron en los hoyos, socavones y ríos que se formaban a lo largo de la ciudad.53
De ahí surgieron juegos como el tarzaneo, el cual llevaban a cabo quienes crecieron en la colonia Del Valle:
En donde está Cumbres de Maltrata, la glorieta de Cumbres de Maltrata ahí estaba el socavón, cuando llovía se formaban lagos, entonces amarraban un mecate, hilo de los árboles grandes, todos los árboles eran grandes, milenarios o centenarios, mínimo… y ahí con la reata había que volar hasta el otro extremo, el que no llegaba se quedaba a la mitad del lago y de ahí, pum… el chapuzón. Era irremediable. Los que no sabían alzar allá, al chapuzón.54
No importaba el sector social al que pertenecieran, la promesa de agua limpia y fresca siempre atraía a los niños que vivían en las afueras de la ciudad de México, en zonas como San Ángel, donde fábricas como La Hormiga y La Alpina fueron ubicadas justamente debido a la posibilidad de tener acceso al agua.
En ese cañito de agua que pasaba nos quitábamos las medias que le digo que eran de popotillo con todo y zapatos, pero venía yo por mis zapatos viejitos y los hombres se quitaban sus calcetines, yo me arremangaba mi vestido aquí arriba de la rodilla y pisaba más fuerte para ver a quien mojaba más, al que estaba aquí y al que estaba acá, nos dábamos unas bañadas de agua helada, helada, pero uno cuando está chamaco ni el agua fría siente y el agua limpia, limpia, limpia, no todos los días, porque no todos los días abrían la compuerta, no, era una o dos veces a la semana que abrían la compuerta para otras calles, ahora le toca de tal calle a tal calle, ahora le toca de tal calle a tal calle, así el agua la repartía la empresa, pero así.55
Había ocasiones en las que la afluencia de agua se convertía en un problema urbano, aunque por los niños era recordado como un momento especial: “Hubo un año que llovió intensamente en el valle de México. Narvarte se inundó al grado de que alguien sacó una lancha, paseaba por Narvarte. […] ahí crecían ranas, renacuajos, arañas, ajolotes, peces y otro tipo de cosas [sic.]”.56
En resumen, la calle no fue un lugar que provocara temor en los niños. Al contrario, las avenidas representaron la posibilidad de libertad, juego y encuentro con otros menores, así, consideraban que el espacio público les pertenecía. No obstante, hubo diferencias entre los niños que vivieron en zonas centrales por la presencia de los automóviles y los niños que crecieron en colonias periféricas del D. F., ya que tuvieron posibilidad de estar rodeados de campos, milpas y ríos.
LOS NIÑOS SE MUEVEN POR LA CIUDAD
Los días y las horas de los niños a inicios del siglo XX estuvieron ocupadas por las actividades que llevaron a cabo en el barrio. Si bien se movieron libremente por el circuito cercano a su casa: escuela, parque, cine y mercado, también traspasaron sus límites y fueron más allá del espacio seguro que conocían.57 En ese sentido, es claro que los entrevistados tenían un concepto muy claro de lo que era su barrio o colonia.58 Su movilidad estuvo marcada por la búsqueda de libertad, diversión y aventura. Las distancias y los tiempos tuvieron el ritmo que estos tres elementos les impusieron.
Sin embargo, desde su perspectiva las distancias eran muy largas, así que sólo se alejaban cuando era realmente necesario. Por ejemplo, la entrevistada que creció en San Ángel narraba lo siguiente de sus trayectos hasta el centro de la capital: “Yo creo que hacíamos como tres cuartos de hora porque no corría el tren así que digamos… no, tenía sus buenas paradas ¿verdad? y no estaba más que la avenida Revolución. Después, no me acuerdo el año, se hizo Insurgentes, que al principio te decían: ‘¿Por qué calle te vas a ir, por calzada nueva o por Revolución?’. Calzada nueva, lo que es hoy Insurgentes, pero todo el pueblo decía ‘nos vamos por calzada nueva’”.59
Pese a que los entrevistados tuvieron dificultad al responder cuánto tiempo les tomaba algunos trayectos cotidianos, coincidían en que como sus respectivas escuelas eran muy cercanas a su hogar, generalmente no les llevaba más de diez minutos. Muchas veces estaba frente a su casa, otras a un par de cuadras o al atravesar por un parque. También hicieron memoria respecto a que mientras fueron niños pequeños eran acompañados por sus padres hasta la puerta del colegio. A medida que crecían, podían acudir a la escuela de manera autónoma. La tarea de recoger a los niños del colegio muchas veces fue compartida entre varios miembros de la familia.
Los niños vivían el tiempo que se configuraba entre la escuela y la familia. Los momentos de juego, de exploración en el espacio público y de encuentro con otros menores, representaban la posibilidad de liberarse de ese ritmo, como lo explican los entrevistados. Asimismo, percibían el paso del tiempo de manera muy lenta. Inclusive, consideraban que prácticamente no se habían percatado de cambios en la ciudad y los que habían notado, fue de manera muy pausada.60
Todo fue pasando tan naturalmente que no le sorprendía a uno, los cambios no eran bruscos, sino que eran lentos. Cambios cuando ya fuimos mayores, que hay muchas técnicas y así muchas cosas, cuando somos viejos que ya nos podemos comunicar hasta sin larga distancia hasta Nueva York o hasta donde sea, esos son los cambios que sí son espectaculares. Pero en mis tiempos eran tan lentos.61
Sin embargo, los niños compartían esa noción del tiempo con los adultos. La vida de sus padres también estuvo marcada por el compás de la vida escolar. Las tardes, como se puede entender gracias a las narraciones de sus hijos, eran los momentos para convivir con la familia, la cual, más allá del modelo de familia nuclear que se comenzaba a promocionar en esos años, generalmente fue extensa (Sosenski y López, 2015).
Después de la siesta, los niños salían a la calle a jugar con sus amigos y padres. Posteriormente, a las seis de la tarde, como algunos de los entrevistados explicaron, había que guardarse en casa. Este era el momento a partir del cual los menores de clases media ya no tenían acceso al espacio público. Por lo tanto, la percepción del tiempo era un consenso entre niños y adultos, configurado para su seguridad, educación e integración a la vida social.62
Por otro lado, si bien los entrevistados narran que su experiencia en el espacio público fue en libertad y autonomía, también estaban conscientes de los límites de su barrio, los cuales establecían las fronteras de su propio movimiento. En realidad, como lo explicaron frecuentemente durante las conversaciones para esta investigación, no necesitaban alejarse demasiado puesto que todo lo que requerían estaba a unas cuantas cuadras.
No obstante, cuando traspasaban esos límites, lo hacían caminando. Los mismos niños establecían los linderos de su barrio porque habían identificado ciertos peligros, o porque sus padres los habían exhortado a no alejarse ya que podían estar expuestos a alguna amenaza. “Caminábamos mucho, pero no salíamos de la colonia. Nuestra salida de la colonia era ir al famoso cine Lux y comprar caramelos, a comprar un helado. ‘Si van a cruzar la avenida San Cosme, con mucho cuidado. Se fijan que no haya coches. Si ven coches, espérense a que pase el coche’, y sí seguíamos, no nunca nos pasó nada afortunadamente.”63
Los niños no siempre atendieron las recomendaciones de sus padres. A pesar de que estaban conscientes de cuál era la frontera específica de su colonia y de los peligros que implicaba alejarse de ahí, algunas veces se arriesgaban para divertirse y vivir aventuras: “hasta Baja California y Río de la Piedad hoy Viaducto, ahí terminaba todo. E ir a excursionar para allá era toda una aventura, que a mí me gustaba llegar hasta allá para luego regresarme aquí. Eran los escapes que tenía yo”.64 Inclusive sin traspasar los límites de la colonia, muchas veces acudían a sitios que les habían prohibido: “del billar siempre me dijeron cuidado, mucho cuidado, pero me fui a meter al billar”.65
A pesar de que la mayor parte de sus actividades las llevaban a cabo caminando, utilizaron algunos medios de transporte cuando tenían que salir de compras o de paseo. Los que más usaron, según sus propios testimonios, fueron el camión, el tranvía, el tren y el automóvil.
Es importante considerar que, dentro del periodo de estudio, el automóvil, aunque cada día aumentaba más su presencia en las avenidas de la ciudad, no era accesible para todos. Algunos de los entrevistados expresaron que sus padres tenían automóvil o bien lo compraron en su infancia: “Mi papá se compró su primer coche en 1941, un coche marca Ford. Todavía de esos coches cuadrados, carcachita que le dicen ahora. Le costó 890 pesos”.66 Sin embargo, coinciden en que no se usaba de manera cotidiana.
Claramente, existían otros medios de transporte que eran mucho más asequibles económicamente para algunos niños, dado que como lo explica una de la entrevistadas, tres boletos costaban 25 centavos.67 Además, la red de camiones aún no había alcanzado todas las partes de la ciudad, por lo que el tranvía representaba la mejor forma de llegar, por ejemplo, de San Ángel hasta el centro de la ciudad de México (Leidenberger, 2011).
Medios de transporte como el tren o el tranvía también representaban una posibilidad de diversión. Muchos niños solían viajar de mosca por la ciudad.68 A veces los regañaban y los bajaban, pero en otras ocasiones les permitían seguir adelante:
Pues todo me gustaba, hasta corretearme con el tren. Sí, íbamos a la escuela, salíamos nosotros y se oía desde que venía donde terminaba la calle de Augusto Rodín que no sé cómo se llamaba en aquella época, se oía que venía el tren, entonces lo esperábamos y empezábamos a ver que daba la vuelta y empezábamos a ver quién llegaba a la esquina de la casa y echábamos carrera desde… y por fin ganábamos nosotros o a veces nos ganaban el tren.69
En esta actividad coinciden muchas de las narraciones de los entrevistados. Da la impresión con este tipo de aseveraciones, que al caminar o bien al ir de mosca, los niños además de sentirse seguros en el espacio público, se apropiaban de él. Uno de los entrevistados cuenta acerca de un episodio similar:
Corríamos y nos subíamos, poníamos el pie en la defensa de atrás y agarrado de… no era ventanilla, estaba [sic.] varios postes para sostener el techo, han de haber sido tres o cuatro, nos íbamos ahí agarrados, agarrados muy fuerte y con los pies en la defensa. Sí, nos consentían mucho, porque el chofer nos bajaba: “Bájense escuincles”. Después cambió el asunto y sí nos dejaban ir agarrados de un poste con los pies en la defensa, dos o tres cuadras, después algo sucedió que ya, yo no supe, los compañeros tampoco.70
Pero las aventuras a toda velocidad por las calles de la ciudad podían ser mucho más audaces. Uno de los entrevistados cuenta que después de haber ahorrado en su escuela, pudo comprarse unos patines para trasladarse de la colonia Roma -trayecto que en aquellos años no era precisamente accesible-.71“Sí. Y a final de cuentas tuve yo mi tarjeta y me dieron creo que 5 pesos o algo así por la tarjeta y con estos fui a comprar unos patines a 16 de Septiembre.72 Y con esos patines me iba yo desde aquí hasta Coyoacán.”73
También visitaban sitios más alejados en la compañía de su familia. Muchas de las excursiones o paseos que se llevaban a cabo tenían como objetivo acudir a algún lugar más cercano a la naturaleza, en el que pudieran pasar un día de diversión en conjunto. Los entrevistados refirieron que los lugares que visitaban frecuentemente en un paseo o excursión eran el zócalo de la ciudad de México, Chapultepec (en el caso de los que vivían en colonias más aledañas), a los Dinamos, y en el caso de los mayores, a Acapulco.
El zócalo, o el centro como ellos mismos se refieren, continuó siendo el lugar comercial más importante de todo el D. F. No obstante, ninguno de los entrevistados mencionó que acudiera hasta allá para comprar juguetes. A pesar de que además de las tiendas departamentales que emitían anuncios para la venta de juguetes en fechas como el día de los reyes magos, muchos comercios se inauguraron esperando la presencia de los niños.74
Lo que sí relataron fue que acudían a algunos comercios en compañía de sus padres siempre en busca de algo que no podían adquirir en su propia colonia y aunque los niños no fueran bienvenidos: “Había una sola casa en el centro, porque antes nada más había un Palacio de Hierro, un Liverpool, una Comercial Mexicana, y, ‘a mí llévame al Ánfora’, era así una casa un poco más grande que esta, tenía todo lleno de trastes, no dejaban entrar niños, ni perros, ni comiendo cosas”.75
A partir de las entrevistas se puede comprender que la movilidad de los niños al interior de sus colonias era muy autónoma; sin embargo, al acudir a lugares más lejanos, como lo era el centro de la capital, tenían que estar acompañados por sus padres. Igualmente, la experiencia de quienes vivían más lejos no siempre era la mejor: “Lo que recuerdo es que era tal el olor a gasolina que nos hacía moquear y nos hacía que nos lloraran los ojos, y fuera un poco molesto ir al centro de la ciudad”.76 Algunas otras entrevistadas guardan un mejor recuerdo de su experiencia en el zócalo, dado que era ahí donde adquirían productos necesarios en su casa.
Los niños miembros del club Aracuan de la colonia Del Valle acudían solos hasta el centro por otro tipo de diversiones que no parecen haber sido comunes en otros niños: “yo sí iba de chamaco a la XEW con otro amigo, mi papá me conseguía pases e iba a ver yo los programas de radio de la XEW y estaba en primaria todavía. En los 12 años o algo así. Estábamos muy seguros, tomábamos el tranvía y nos bajábamos en la radiodifusora.”77
Algunos de los niños también iban a Chapultepec en compañía de sus padres los días domingo. Hasta ahí acudían para realizar un día de campo, ver a los animales del zoológico o visitar el jardín botánico. “Nos llevaba mi papá a Toluca, a veces nada más aquí a Chapultepec, en el coche. Pero íbamos también a Chapultepec sin ir en el coche con día de campo, con mi mamá, mi papá, algunos primos que nos llevaba mi papá con ellos. Íbamos de día de campo a Chapultepec, [aun]que en realidad era un día de campo siempre en mi barrio porque estábamos con milpas, con lugares simpáticos.”78
A medida que crecían, el camino hasta Chapultepec podía estar lleno de diversión, puesto que acudía toda una palomilla hasta allá. “Durante el trayecto en tranvía desde Insurgentes y Av. Chapultepec al maravilloso y legendario bosque fuimos echando cuetes fuera y dentro del carro eléctrico con el natural disgusto de los pasajeros y conductor y la alegría de los escandalosos” (Nuestros recuerdos, s. a., p. 9).
Justamente, esos niños en edad avanzada, casi adolescentes y residentes de la colonia Del Valle, pasaban la mayor parte del tiempo con su palomilla,79 organizando eventos, carnavales y paseos. Asimismo, como Acapulco para ese momento ya era un centro turístico importante, acudían hasta ahí para pasar al menos un fin de semana frente al mar, lejos de los molestos automóviles. Es interesante que en uno de los testimonios del club Aracuan quedó asentada la percepción que tenían de la ciudad y que los motivaba a trasladarse a otros espacios cerca de la naturaleza, aunque no tuvieran oportunidad de pernoctar en ningún hotel lujoso: “las ratas circulaban por el techo como los coches en las avenidas de la Metrópoli”.80
Aunque realizaron esos viajes, en la mente de los niños de inicios del siglo XX el barrio ocupó el lugar central de su dinámica en el espacio público. Según los testimonios, la presencia de los automóviles, la transformación de las avenidas y el cambio de ritmo de vida fueron situaciones complicadas para los menores. No obstante, no renunciaron a moverse por la ciudad.
CONSIDERACIONES FINALES
Las vivencias de los entrevistados estuvieron marcadas por su situación económica, su género y también su ubicación geográfica. A pesar de las similitudes, sus relatos nos permitieron dar cuenta de que, aunque pertenecieron a la clase media -como muchos de ellos se identificaron a sí mismos- la experiencia que su barrio les brindó marcó las diferencias y similitudes que se podrían encontrar en ellos. Es así que la vivencia infantil de los niños de clases media a inicios del siglo XX distó mucho de ser homogénea, pese a que el Estado posrevolucionario tuvo la intención de construir a un “hombre nuevo”81 a partir de las instituciones y modificaciones en el espacio urbano.82
No obstante, no se pueden negar algunos logros que sí impactaron la vida de los niños: la importancia que tuvo la educación y la escuela en sus vidas, así como la recurrencia que tuvieron a sitios como los parques y cines en donde se esperaba su asistencia. Lo que no logró en conjunto con la prensa fue inmovilizar a los niños en el espacio público. Los menores no tuvieron miedo a salir a la calle y la estimaron un espacio lúdico. En este aspecto, es importante considerar que los menores a inicios del siglo XX gozaron de una movilidad autónoma a lo largo de su barrio. Igualmente, las divisiones entre el mundo privado y el público no eran radicales desde su visión.
La vida de los niños al iniciar la tercera década del siglo XX estuvo llena de experiencias diversas. De acuerdo con las narraciones de los entrevistados, en su mayoría pertenecientes a la clase media, se ha podido reconstruir a la capital del país desde la mirada infantil. Ante sus ojos, la ciudad -la cual no estaba totalmente urbanizada- fue un territorio lleno de aventuras, aprendizaje y confrontaciones. Su barrio, el cual articuló sus rutas y relaciones sociales, les sirvió en tanto les brindó un lugar de exploración del espacio público, pero también porque los proveyó de los vínculos con otros niños con quienes además tuvieron un lenguaje compartido. Asimismo, la ciudad, desde su mirada, estuvo llena de campos, agua, juegos y animales. En su perspectiva, el barrio, pero también la gran ciudad, fueron el lugar en el que se enfrentaron a otras palomillas, al mundo adulto que los vigilaba y también a los molestos automóviles.
Los niños crearon y ocuparon lugares que no fueron diseñados para ellos. Conquistaron la ciudad cuando se aventuraron a ir más allá de los límites de su barrio, cuando se enfrentaron a personajes que les parecían tenebrosos, se escabulleron al cine en busca de diversión y también cuando se convirtieron en Tarzán en los ríos de la Narvarte. Claramente, los menores no esperaron la autorización de los adultos para circular por el espacio público, ni los adultos necesitaban estar cerca de los niños todo el tiempo.
Para ellos, la ciudad era su barrio. El primer círculo que conocían estaba conformado por su casa y la escuela, después estaba el que se formaba entre el parque, mercado y cine. Posteriormente, aparecía la zona limítrofe del barrio en la cual también tuvieron presencia. Finalmente, un último círculo difuso y poroso que podía llegar a otros puntos de la ciudad como el zócalo o Chapultepec. Su experiencia en el espacio público estuvo conformada por lo que ocurría en su hogar, en la escuela y en otros lugares, así como los trayectos entre ellos. Igualmente, por los actores y juegos que llevaron a cabo en la calle, la cual, sobre todo para el caso de los niños que crecieron en colonias periféricas, se encontraba rodeada de naturaleza.
No obstante, la vigilancia adulta siempre estuvo presente, aunque no fue una constante. En todo caso, no la recordaron en esos términos y, más bien, la describieron como una experiencia placentera por la compañía de sus padres. El tejido social que cobijó a los niños capitalinos y de clase media a inicios del siglo XX fue nutrido y cercano, puesto que no sólo la familia, sino los vecinos y los comerciantes, estuvieron al tanto de los movimientos de los menores, aunque los dejaron en libertad.
Evidentemente, es importante retomar que los niños, hoy adultos mayores, narraron sus mejores recuerdos de la infancia, por lo que podría parecer que se trató de una etapa casi idílica que vivieron. Hacer memoria implica la acción de recordar y también olvidar lo que resulta incómodo en el presente. Así, los entrevistados nos dieron una perspectiva positiva de su caminar por las calles de la ciudad. Por tanto, es imposible obviar que el espacio urbano también estuvo lleno de situaciones incómodas. En ese contexto, los niños que crecieron en el periodo estudiado, tuvieron que hacerse de un lugar en la ciudad, a pesar de que no lo rememoren en esos términos.
Las niñas también experimentaron el espacio público, aunque no de forma tan intensa. Los padres siguieron prefiriendo que la mayor parte de ellas pasara su tiempo de ocio al interior del espacio doméstico, aprendiendo de los roles que tendrían que cumplir en la vida adulta. Por supuesto, eso no significó que estuvieran imposibilitadas de transitar por las calles solas ni que se perdieran de los juegos al aire libre con sus primos y hermanos.
Lo cierto es que sí existió una distancia grande entre lo que el Estado ideó y puso en marcha para la infancia, los espacios que desde lo material aparecieron para contener esas nuevas ideas y el uso que los niños hicieron de todas esas políticas y lugares. La experiencia de los entrevistados quienes, con sus juegos, sus lugares predilectos, sus hábitos de consumo y sus dinámicas, nos muestran una clase media infantil característica de la ciudad, sortearon las preconcepciones que desde el Estado y la prensa se construyeron acerca de ellos. Con pequeños actos, se adueñaron de su barrio y, por lo tanto, de la ciudad que les tocó vivir.