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Secuencia

versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.101 México may./ago. 2018

https://doi.org/10.18234/secuencia.v0i101.1611 

Artículos

Los desafíos de la memoria*

The Challenges of Memory

Eugenia Meyer1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, México, Facultad de Filosofía y Letras, emclio@unam.mx


Resumen:

El objetivo del texto es reflexionar sobre el desafío permanente de la memoria en el quehacer de la historia y del historiador como constructor de versiones históricas del pasado. Se destacan tres puntos importantes: los testimonios personales de aquellos que fueron protagonistas u observadores de acontecimientos políticos, económicos o sociales de épocas pasadas reflejan la pluralidad de visiones sobre un hecho; las evidencias testimoniales como parte fundamental de la historia oral enriquecen y nutren la información documental, no la sustituyen, la complementan y, finalmente, se enfatiza la construcción de una historia múltiple, reformable, transformable y sujeta a una reescritura permanente, una historia que se contrapone a la visión mítica y oficialista de la historia por encargo.

Palabras clave: historia oral; memoria; historia social; México

Abstract:

The purpose of the text is to reflect on the permanent challenge of memory in the work of history and the historian as a builder of historical versions of the past. It contains three important points: the personal testimonials of those who were protagonists or observers of political, economic or social events in the past reflect the plurality of visions about an event. Testimonial evidences as a fundamental part of oral history enrich and nourish documentary information, complementing rather than replacing it. Lastly, emphasis is placed on the construction of a multiple, reformable and transformable history, which can permanently be written, a history that contrasts with the mythical, official vision of history on request.

Key words: oral history; memory; social history; Mexico

La memoria, lo mismo que el olvido, están ligados inexorablemente a la historia y esta al concepto de verdad o verdades, siempre asumiendo su pluralidad y la necesidad permanente de recuperar lo pasado. Sin embargo, a menudo nos cuestionamos el hecho de que la historia pueda ser víctima de la memoria, pues los historiadores, sin duda, hemos perdido la carta de naturalización para “narrar” lo ocurrido con relación al presente.

Sujetos a los vaivenes políticos y sociales, amén de los económicos, enfrentamos el dilema de qué “contar”, cómo hacerlo, a partir de qué fuentes y, sobre todo, con qué fin. Me refiero a la historia contemporánea, pero no soslayo el hecho de cómo, de acuerdo con intereses o pragmatismos ideológicos, y en nuestro caso sexenales, nuestro oficio se ve presionado, hostigado, y en ocasiones hasta amenazado por las decisiones “desde arriba”, que obligan a una “reescritura” a modo. Con frecuencia, a partir de una imposición, se le exige a la historia ponerse al servicio de la memoria para contemporizar con los bamboleos políticos.

Por el contrario, como bien ha señalado Pierre Nora, acelerar la historia con la intención de recuperar el pasado, de querer interpretarlo, nos puede llevar a la hipermnesia, entendida esta como el fenómeno de incrementar el recuerdo neto. Tal conducta nos genera, además, una intensa presión, al insistir en una verbalización espontánea para recordar todo, hasta los más nimios detalles, con objeto de que nosotros, los historiadores, busquemos esa verdad total, cuando la memoria es siempre subjetiva y, en ocasiones, inconsciente.

Durante años, al historiador se le atribuyó la administración de las pruebas de lo sucedido. Su tarea se centraba en un permanente, intenso y hasta rutinario trabajo de gabinete, o en los archivos, buscando restos materiales y aspectos no tangibles, para luego, como el sabio que debía ser, dictaminar qué era verdadero o falso a partir de las “pruebas”, y finalmente emitir su sentencia, que no interpretación. Así se concebía la historia. Por fortuna, ello ha quedado atrás. El hacer tabla rasa del pasado, corriente que habría de imponerse después de los años sesenta del siglo pasado, acompañada, igualmente, de borrar o al menos minimizar los ismos -idealismo, positivismo, historicismo, materialismo histórico y dialéctico, y hasta eclectisimo-, parece haber dado paso a una historia más del presente, más comprometida, más libre y hasta más personal.

Luego vino, naturalmente, la división y superespecialización de la historia. Se hizo desde historia política, económica y social, hasta historia de las ideas o mentalidades, y cultural. Llegamos a extremos como sentenciar el fin de la historia, que volvió a subir a la palestra nada menos que al Max Weber categórico, con aquello de “poner fin a la historia”. En lo personal creo que los excesos de etiquetación resultan absurdos, sobre todo si asumimos como premisa indiscutible que todo es historia.

La postura neutral, la pureza y objetividad, casi santificadas, de las que hablaban los positivistas, han quedado en el pasado. Los historiadores somos hoy testigos y actores de la historia, de la historia presente obviamente, que determina nuestra forma de entender e interpretar el pasado. En consecuencia, somos siempre parciales y siempre subjetivos, ¡qué se le va a hacer!

Ya Friedrich Nietzche, ciertamente decimonónico, estableció tres aproximaciones a la historia: la monumental, la anticuaria y la crítica. Las dos primeras se centraban en la celebración y la nostalgia; la tercera era una historia de juicios y condenas, cuando debiera tratarse de una historia crítica, surgida de la entraña misma del historiador que ha apostado a una nueva hermenéutica, pues estamos encaminados sin remedio a revisar las interpretaciones del pasado.

Y si bien la autonomía del oficio de historiar está permanentemente amenazada por intereses diversos, habrá que reconocer que los combates por la historia siguen vigentes. Uno de ellos, de importancia fundamental, es nuestra relación con la memoria y, naturalmente, con la “otra historia”, la que a veces se ha definido como la de los “sin historia”, a quienes Frantz Fanon llamara hace casi medio siglo “los condenados de la tierra”. Pugnamos ahora por la memoria individual, colectiva, social, que reconozca que la experiencia humana tiene un carácter temporal.

Para 2008, nuevamente Nora, uno de los defensores de la memoria per se, lanza un manifiesto, “¡Libertad para la historia!”, donde se desliga de las llamadas “leyes memoriales” y hace un llamado de atención para no hacer de la historia una víctima de la memoria. Ello plantea, además, otra cuestión: la identidad, o el conocimiento de la propia permanencia en el tiempo.

Toda vez que la memoria no se refiere a las cosas presentes, su aportación es relativa en la construcción de la propia identidad. La memoria funciona. De hecho, la experiencia muestra que funciona, pues tenemos presente lo recordado. Puedo recordar lo que ahora perciben mis sentidos, lo que conozco de tiempo atrás. La memoria se refiere siempre al pasado, por lejano o próximo que sea. Y también generamos nuestros propios entuertos: recordar lo trivial, olvidar lo fundamental o trascendente; crear barreras conscientes o inconscientes a fin de protegernos o parapetarnos frente a un recuerdo doloroso; lo que queremos olvidar y lo que queremos transformar, acorde con nuestros deseos, para que lo que fue no sea o, ilusoriamente, se transforme en la realidad presente.

Con todo, persiste una intención que me atrevo a calificar de “sana”, en lo que se refiere a la recuperación de la memoria, de las memorias, a fin de evitar la proliferación que, alarmado, definió Pierre Vidal Piquet como “asesinos de la memoria”, con lo cual, de pasada, condena a los revisionistas, advirtiendo que sin duda hay que estudiarlos, escucharlos, analizarlos, pero jamás discutir con ellos. Concluyamos que el olvido se define como la otra cara de la memoria y no puede soslayarse.

Cuando el binomio memoria-olvido se torna en un dogma, amainan las posibilidades de historiar realmente. Nos impide concluir que, al comprender procesos, evaluarlos, interpretarlos, lo que en realidad estamos haciendo es concebir una visión integral del pasado que nos lleva a la sentencia última, emocional, subjetiva, pero siempre válida, de que es posible perdonar, pero no olvidar, pues a fin de cuentas el enemigo último a vencer es el olvido. Es aquí donde nos ubicamos quienes, en el presente, aceptamos la importancia de recuperar la memoria de “los otros” sin desplazar la escrita, sea esta de los vencedores, la oficialista o la de los deconstructores.

Y como he hecho siempre, enarbolando la bandera y la defensa del rescate testimonial, insisto en que historiar a partir de testimonios de vida es una aventura y un compromiso permanentes, pues estar frente a este tipo de historia, ser parte de ella, confiere una dimensión particular a nuestro empeño y compromiso. Desde los orígenes del movimiento que encauzara y defendiera la metodología de la historia oral, la entendimos como expresión de rebeldía que aspiraba a dar “voz a quienes no la tenían”. Debo reconocer ahora, con cierta ingenuidad, que como fin último he supuesto que lograríamos rescatar del olvido esas historias y devolveríamos la historia al pueblo.

No hay historia que valga si sólo se atiene a los testimonios. Sin embargo, estos ofrecen una mirada diferente del pasado a partir del presente. De ahí que el historiador debe estar bien pertrechado para enfrentar “las verdades” de nuestros interlocutores, con objeto de entablar un diálogo franco con los tiempos idos, que acaban por tornarse en presente, asumiendo que lo que cuenta finalmente es nuestra honestidad con el ayer.

Se trata de propiciar el tejido para un sólido entramado narrativo, que aspire a la verdad. Sin embargo, habremos de aceptar que la memoria, a diferencia de lo que nos dicen los textos, no puede ser “leída” indiscriminadamente; sin duda es subjetiva y parcial, se va transformando, adecuando, descartando o sumando. En consecuencia, sólo es verdadera y auténtica para quien la vive. Reconozcamos, pues, que entre la memoria y la historia pueden existir tensiones y hasta oposición. No obstante, el vínculo es indisoluble.

Parece pertinente detenerme en la complicidad con el periodismo, y quizá también delimitar los campos. Recientemente falleció Miguel Ángel Bastenier, uno de los grandes periodistas de nuestro tiempo. Lo traigo a colación porque destinó buena parte de su vida a establecer la diferencia entre historia y periodismo, o bien el periodismo narrativo que, según él, quiere decir historia sin fuentes. Al respecto insistía en que el mejor periodista era un investigador, pero no policía ni juez. El compromiso del periodista era documentar, y ahí concluía su tarea. Nosotros, como historiadores, documentamos, investigamos e interpretamos. Si bien, en ocasiones, también somos policías, tenemos una responsabilidad ulterior: la interpretación. Esta es quizá la gran diferencia entre periodismo e historia.

Nos abocamos a un tema, una circunstancia, un tiempo y un espacio. Elaboramos hipótesis que debemos probar a partir de nuestras tesis y antítesis, y luego investigamos donde sea, incluso nos vemos obligados a inventar nuestras fuentes, como sugería Edmundo O’Gorman, para saciar las interrogantes de qué, por qué, para qué. Más aún, tenemos un compromiso ulterior, porque comprometidos con nuestro tiempo, somos parte de la historia presente, actores, observadores y quizá hasta jueces, aunque intentemos no ser despiadados.

La memoria histórica es un concepto ideológico e historiográfico que se significa como el esfuerzo consciente de los individuos y grupos por encontrarse con su pasado, asumiendo que este puede ser real o imaginado, o sea, desde el presente construimos un diálogo con el pasado. En contrapunto, está la llamada memoria colectiva, entendida como el recuerdo de acontecimientos no vividos, sino transmitidos por otros medios, es decir, un registro intermedio entre la memoria viva y las esquematizaciones del quehacer histórico.

No podemos soslayar, en consecuencia, los usos del pasado y de la memoria colectiva, que se ven contenidos en la llamada política de la memoria, la cual puede entrelazarse con la política de la historia. De ahí deriva indudablemente una serie de expresiones y actitudes que están sujetas, por lo general, a la llamada “verdad oficial”, la “verdad políticamente correcta”, incluso el imperativo del pensamiento único, asumido o impuesto como dogma. Y frente a ello, la referencia a la llamada conciencia de la nación y subsecuentes celebraciones y conmemoraciones, como si estas proporcionaran un asidero al sentido de identidad y pertenencia. Yo, por supuesto, me sigo preguntando, ¿son necesarias?, ¿para qué o a quién sirven? Nada más hay que mirar hacia Rusia que, ¡oh sorpresa!, oficialmente no celebró este año la gran revolución de 1917, pero sí el Día de la Victoria, recordando el triunfo de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi. Y nosotros mismos hemos sido testigos y protagonistas de una, por demás deslavada, celebración del centenario de nuestra Carta Magna. Habría que preguntarnos las razones de este casi olvido.

La memoria no debe confundirse, menos aún tratar de identificarse con “la verdad”, aunque la rigen dos premisas: credibilidad y crisis. Se trata entonces de reacomodar el pasado, recuerdo y olvido, entendido este último como la otra cara de la memoria, porque sin duda se recuerda al mismo tiempo que se olvida; no en balde los griegos identificaban el olvido con la muerte.

El historiador, de hecho, se torna en el intermediario entre su sociedad y el pasado, el presente y la memoria, con el propósito de construir un discurso coherente y verosímil. Desde hace años se ha generado una polémica que se antoja más como falso debate con respecto a la memoria histórica, cuando lo que debería estar en el centro de la discusión es la historia misma y no la memoria. Igualmente, tendríamos que insistir en forma enfática, que la historia no puede estar al servicio de la memoria, sino de las verdades, la verdad.

De lo que se trata, a fin de cuentas, es de la necesidad de construir tantas historias como versiones obtengamos, con la intención de que estas permitan identificar a los testigos presenciales de los hechos con las nuevas generaciones, dejando atrás los mitos, las versiones “pulidas” de relatos por encargo o al servicio del príncipe.

José Ortega y Gasset decía que cada vida mira el universo desde su propio punto de vista. Yo aquí les comparto el mío. Hace ya más de 40 años, por rebelde e inconforme, sagitariana al fin, tomé la decisión de estudiar a Victoriano Huerta no como la figura de los lentes oscuros con cara de criminal que aparecía en las estampitas que comprábamos en la papelería o el estanquillo de la esquina. Había ya estudiado y trabajado la obra de Edith O’Shaughnessy, rara avis, porque ella, esposa de un diplomático estadunidense en México durante los primeros años de la Revolución, defendió al villano e, incluso, en un acto de rebeldía feminista, se negó a retrasar la edición de su libro, pese a las amenazas del gobierno de Woodrow Wilson. ¿El resultado? El libro salió a la luz y cesaron a su marido, lo que no creo que le importara demasiado, y menos aún le creara sentimientos de culpa.

Me interesaba Huerta como sujeto de la historia; quería y quiero siempre arriesgarme por la contrahistoria, porque de eso se trata el compromiso del historiador con nuestro tiempo: resistir y oponernos a las sentencias oficiales u oficialistas; romper la inercia de etiquetarlo como el gran traidor, asesino, chacal, el protagonista por excelencia de la historia negra del México revolucionario. Siempre tiene que haber uno, ¿o no?

Fue así que empecé por buscar documentación. Me dirigí al Archivo General de la Nación, cuyo servicio al público estaba en los sótanos de Palacio Nacional, y solicité muy formalmente el expediente de Victoriano Huerta. El encargado de atender al público me miró con recelo, incluso con desprecio, pero no sorprendido. El trámite llevaba varios días porque en aquel entonces el acceso a los documentos tomaba tiempo. Primero enviaban a un “propio” a la Casa Amarilla, allá por Parque Lira, quien recogía el “pedido” y generalmente lo transportaba en motocicleta. Luego, en el mejor de los casos, ponía la documentación en su mochila, o de plano se colocaba las carpetas bajo del brazo, literalmente en el sobaco, y volvía a Palacio Nacional.

Finalmente, y en forma por demás distante, el hombre con el que no hice buenas migas me entregó el expediente. En la portada de la carpeta estaban escritas a máquina sólo dos palabras: Victoriano Huerta. En letra manuscrita, con una tinta negra que ya empezaba a borrarse, aparecía la palabra clave: “Usurpador”. Claro, lo primero que me pregunté fue: ¿quién le puso el adjetivo, el agregado, la sentencia? Quizá otro mexicano patriota y ecuánime, víctima de la historia oficial, que educado en el México de los cincuenta consideró muy subjetivamente que el veredicto debía ir en la portada.

Después de revisar el por demás raquítico expediente, me propuse investigar sobre la vida de Huerta, el malo, malísimo, malérrimo de la historia contemporánea de México. Mi peregrinar me condujo entonces al Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional, ramo Cancelados. Allí la cosa fue diferente. De entrada, luego de identificarme, dar mis generales, mostrar cartas de la UNAM y el INAH que avalaban mi labor, me anunciaron “afirmativo”, sí tenían un expediente del susodicho, ya que era militar de carrera, pero “negativo”, pues como estaba entre los reservados, “los civiles”, ergo yo, no teníamos acceso al mismo.

Podrán suponer que no me di por vencida, así que volví rutinariamente, sábado a sábado, casi como manda, a visitar al jefe del archivo, un militar maduro, muy profesional y respetuoso. Bueno, el caso es que usé todos los artilugios de seducción que mi corta edad y escasa experiencia me aconsejaban, desde luego sin perder el honor y mucho menos la dignidad. Tras unos seis meses, finalmente, el hombre cedió a mis encantos y me dejó husmear en el expediente personal de Victoriano Huerta Márquez.

Aquello era una caja de Pandora: la hoja de servicio del general era impecable. Un hombre de clase humilde, nacido en Colotlán, Jalisco, que muy joven, apenas adolescente, gracias al general Donato Guerra logró ingresar al Colegio Militar, del cual no salió en cinco años. Fue alumno sobresaliente, a quien el presidente Benito Juárez elogiaba con estas palabras, por demás significativas: “de los indios que se educan como usted, la patria espera mucho”. Más tarde registraba sus ascensos, dedicación e interés en la astronomía, que lo llevó a lograr la distinción de que su nombre quedara grabado nada menos que ¡en el Museo del Hombre en París!

Claro, su última etapa a partir de la caída de Díaz, cuando pese a ser un militar de renombre apoyó el Pacto de la Embajada, el cuartelazo, la defenestración de Madero y Pino Suárez y su complicidad en los asesinatos del presidente y vicepresidente, aparece consignada y condenada en su hoja de servicio. Aquí debo agregar que el archivo en cuestión fue conservado, organizado y reestructurado a partir de la creación de la Secretaría de Guerra -posteriormente de la Defensa Nacional-, años después de la lucha armada. Desconozco hasta ahora cuáles fueron los criterios de catalogación, y menos aún las disposiciones que se tomaron en ese entonces para el “tratamiento” a los “traidores a la patria”, aunque debo decir que, con el tiempo, conocí al general Félix Galván López, secretario de la Defensa, quien me escuchó, atendió y entendió mis argumentos de historiadora, y abrió los archivos no sólo para los investigadores nacionales, sino también para los estudiosos internacionales, en un acto inédito hasta entonces.

El final de la vida de Huerta, digno de una novela, que ha dado pie a una serie de textos más de ficción que de historia, fue bastante movido: destierro en Barcelona, retorno a Estados Unidos, encarcelamiento y una muerte cuyas circunstancias están envueltas en el misterio, o son presa de una desbordada imaginación, al dejar a su familia en una situación económica muy precaria, algo que no se puede creer… sobre todo ahora, cuando vivimos una época de corrupción absoluta.

Pero, ¿qué pasó con él luego de 1916? La intriga, las interrogantes y mis dudas aumentaron. ¿Quién me podría hablar del hombre, el padre, el amigo, etc., y no del político? En los años setenta le sobrevivían muy pocos de sus once hijos. Yo no podía soslayar que estaba estigmatizado y resultaba difícil dar con posibles voluntarios en mi empresa de buscar la otra verdad, no para redimirlo, porque a fin de cuentas esa no es tarea ni misión del historiador, por novel e ingenuo que sea.

Mi obsesión era tal que fui a dar hasta el Archivo y la Biblioteca Nacional de Cuba, porque a ese país llegaron exiliados algunos de sus más brillantes colaboradores. Yo seguía buscando huellas, rastros, algo que me “conectara” con ese misterioso sujeto que fue Huerta. Más aún, me preguntaba en aquellos años, como ahora, ¿qué impulsó a hombres como Emilio Rabasa, José Juan Tablada y Federico Gamboa a colaborar con aquel sujeto?

Fue entonces que pensé lo difícil que debió ser para sus hijos y nietos vivir con el veredicto que la historia oficial le había impuesto a su padre. A la familia no la localicé en ese momento, sólo logré averiguar que la esposa, Emilia, al partir al exilio, dejó una caja con toda la documentación fundamental en manos de un dentista “amigo”… quien naturalmente se esfumó con todo y los papeles.

Sin embargo, en ese empecinar me pregunté: ¿y si logro dar con algún pariente, amigo o colaborador? Quizá vivan algunos de ellos. Y de ser así, me cuestionaba, ¿qué voy a hacer? Pues pedirles que me “contaran” sus vivencias, que me describieran a Huerta, que me dieran su opinión, que compartieran conmigo sus recuerdos, su memoria.

Aquí empieza mi largo deambular por eso que absurdamente llamamos hoy historia oral, pues según nos enseñaron en el primer año de la carrera, tanto en historiografía general como en filosofía de la historia, si es historia por ende es escrita, o es oral y en consecuencia no es historia, ¡vaya lío! En fin, se fueron hilando las huellas del pasado, los hechos y un día, por casualidad, encontré en una revista sobre aparatos electrónicos -bocinas, grabadoras, etc.-, un artículo que anunciaba un próximo congreso de “historia oral” a celebrarse en Estados Unidos. Entusiasmadísima me lancé a ver de qué se trataba. Si bien lo que los estadunidenses entendían y entienden por historia oral está muy lejos de lo que a mí me interesaba, debo reconocer que fue una experiencia aleccionadora porque me ayudó a definir lo que no quería hacer, el camino que no quería seguir, lo que me importaba un comino, como grabar a hombres y mujeres importantes, protagonistas de la política, que ya tienen construidos sus discursos, mismos que no van a cambiar pese a mis más sólidas y agresivas intenciones. O bien aquello de by myself I am history, y como soy historia, cuento mi vida como quiero, o la de los otros, ¡faltaba más!

Por ese entonces tuve como alumna a una de las hijas de Aureliano Urrutia, el más cercano colaborador de Huerta, su médico y consejero. Cuando Huerta sufría depresiones, luego de abusar de sus dos amigos favoritos, Hennessy y Martell, se refugiaba en la clínica del doctor Urrutia, su entonces secretario de Gobernación. Allí se pasaba días enteros, aunque seguía con su extraña costumbre de no dormir siempre en la misma casa por aquello del temor a los atentados. Un día, ante mi sorpresa, esta mujer me contó que su padre, ya centenario, vivía en San Antonio, Texas, al cuidado de algunos de sus hijos. Le pedí e insistí hasta el cansancio que convenciera a sus hermanos y me permitieran ir a ver al doctor Urrutia para entrevistarlo.

Ya me estaba regocijando con la gran entrevista… Entre nubes de felicidad e ingenuidad, volé a Texas y me instalé en el hotel. Al poco rato llegó Adolfo, uno de los 37 hijos que tuvo el llamado “Indio de Xochimilco”, el gran cirujano, quien por cierto, al exiliarse en San Antonio, Texas, debió trabajar como afanador mientras realizaba los estudios y exámenes para que le validaran su título y así poder practicar la medicina. Hay que añadir que Aureliano Urrutia no sólo lo logró, sino que construyó un verdadero emporio hospitalario en aquella ciudad.

Volviendo a mi historia, el hijo me dijo que todo estaba preparado, pero que me pedía un poco de tiempo. Luego de tomarse varios whiskies, ya más tranquilo y con lágrimas en los ojos, me contó que si bien era cierto que la familia estaba de acuerdo con mi visita, y la subsecuente entrevista, la verdad era que su padre, que para entonces tenía 103 años, sólo babeaba, comía papillas, balbuceaba y decía incoherencias, por lo que concluyeron que esta reunión era un acto inmisericorde hacia aquel anciano, al que ellos reverenciaban. Me quedé atónita… ¡qué responderle! Fin de la aventura. Regresé, no sé si decepcionada o consciente de que, por más que yo quisiera, Aureliano Urrutia no me podría dar información alguna. Fue entonces que comprendí la importancia del rescate de testimonios de tanta gente que, por innumerables razones, había sido olvidada por la historia. Comprendí también que me interesaba mucho más rescatar la memoria individual de la gente común, por lo que me incliné en forma definitiva hacia una historia social, ciertamente a contracorriente de la historia política.

Como es de suponer, el proyecto sobre Huerta quedó archivado de por vida. Tres lustros más tarde, logré que el gobierno de Jalisco localizara y me “conectara” con los descendientes de Huerta que aún vivían en Colotlán. Llegué a verlos, en lo que para ellos fue todo un “acontecimiento”. Me reuní con personas por demás sencillas, ajenas a ese pasado negro, o condenado por la historia oficial. Me sorprendió su ingenuidad, lo alejadas que estaban del tema, lo distante que les resultaba todo y, en especial, que la ignorancia o el olvido hubieran hecho tales estragos. No había nada que preguntarles, nada que permitiese retomar el hilo para construir quizá una nueva historia.

Así, reafirmé una vez más el gran dilema del historiador: juzgar a partir del conocimiento que genera la actividad heurística, natural o artificialmente creada, o estar consciente de que lo que falta siempre, o casi siempre, es la confrontación con los sujetos de la historia. Memoria y olvido suelen entramparnos y obstaculizar nuestra capacidad de análisis e interpretación.

Poco después, empezamos Alicia Olivera y yo a tender redes y logramos arrancar la hazaña de institucionalizar el rescate testimonial. Para ello, buscamos inspiración y empatía en colegas de otros lares. Fue así como encontramos que los ingleses, los italianos y los españoles ya estaban recorriendo los caminos que nosotras apenas emprendíamos. Una historia mucho más social, más interesada en las clases subalternas, como la de la italiana Luisa Passerini, abocada al rescate de las vivencias de hombres y mujeres comunes, obreros, campesinos, etc. O bien la senda tomada por los ingleses del Saint Anthony College en Oxford, especialmente Raphael Samuel y su History Workshop, con el planteamiento de becoming historians, o sea coadyuvar a que los obreros, los marginados, los sin historia, desarrollaran la habilidad de construir -y agregaría rescatar- sus historias. Otra orientación importante, sin duda, fue el trabajo de rescate que llevó a cabo Mercedes Vilanova con los marginados y analfabetas de la España franquista, a partir de las “voces sin letra” que ella recuperó.

Y un día, sin previo aviso, se presentó Friedrich Katz, amigo entrañable, gran historiador de quien tanto aprendí y a quien sigo añorando. Katz nos convenció de empezar un proyecto sobre los villistas, aquellos seres marginados, olvidados, a quienes nunca se les dio la oportunidad de narrar sus historias. La lejanía y la derrota habían hecho presa de ellos. Lo aceptamos con la condición de que fuese precisamente él quien nos guiara en la gestación del cuestionario tipo-base. Obtuvimos los recursos necesarios, una muy práctica grabadora de carrete no precisamente portátil, pues pesaba alrededor de 38 o 40 kilos, y nos lanzamos a la que sin duda fue la gran hazaña de nuestras vidas: la construcción del Archivo de la Palabra en el Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Aquello fue toda una experiencia: llegar a Chihuahua y adentrarnos en pueblos olvidados para localizar a los viejos villistas, algunos de los cuales jamás habían visto una grabadora, y menos a dos mujeres osadas interesadas en escuchar “su decir”. En gran medida, entre ellos surgió la esperanza de ser reconocidos como veteranos de la Revolución y obtener una insignificante recompensa por parte de la Secretaría de la Defensa Nacional, lo cual no ocurrió. El resultado más importante de este proyecto fue el espléndido e insustituible estudio de Friedrich Katz, La vida y tiempos de Pancho Villa, como originalmente apareció en inglés, y posteriormente la construcción del Museo Histórico de la Revolución en el estado de Chihuahua, auspiciado por la Secretaría de la Defensa Nacional, inexplicablemente el primero que se construyó en el país 65 años después de concluida la lucha armada.

¿Y por qué los villistas, cuando teníamos tan cerca a los zapatistas? Pues precisamente porque estos últimos habían estado mucho más expuestos a los periodistas o a los cazadores de historias. De ahí la existencia de los que definimos como “zapatistas de última hora”, quienes no sobrepasaban los 50 años de edad pero juraban que habían luchado hombro con hombro junto al “Caudillo del Sur”. Entre paréntesis, debo señalar que con el tiempo el equipo de Alicia Olivera realizó un trabajo extraordinario rescatando los testimonios de los verdaderos sobrevivientes zapatistas, con los cuales conformaron un singular acervo de historia oral.

Una cosa que me importa traer a cuento es que nuestro empeño por rescatar esa historia a contramano, la que los anales oficiales no narran, la que pretende refutar la versión oficial de nuestra historia contemporánea, fue irónicamente financiada por el gobierno mexicano. Y en forma gradual, México se convirtió en pionero de los movimientos de historia oral en la América nuestra.

En muchos casos, también aprendimos de los beneficios de la historia oral, cuando los sujetos entrevistados nos mostraron, entregaron o regalaron documentación valiosa que de otra forma se hubiera perdido. ¿Por qué ocurrió esta especie de intercambio de información? Porque toda mujer, todo hombre al que nos acercamos para escuchar su historia de vida, lo que más quería, luego de sacar a la luz sus recuerdos, era entregarnos los “papeles”, ya que estos hablaban por sí solos y garantizaban o enfatizaban su verdad. Para ellos, de lo que se trataba era de que sus versiones o historias fueran creíbles, verosímiles.

Las experiencias han sido múltiples. Por ejemplo, al construir una historia de la medicina mexicana en el siglo XX, a partir del interés de la propia Academia Nacional de Medicina, nos enfrentarnos a individuos que por lo general nos tienen a nosotros como rehenes, ya que nos interrogan, auscultan, ordenan, recetan, organizan la vida, etc. Y claro, cuando estaban al otro lado de la mesa, les costaba mucho, muchísimo asumir un rol diferente, quizá pasivo: recibir las preguntas y ver cómo las sorteaban, responder o guardar silencio. O bien la de los maestros que fueron hostilizados durante la etapa del mal llamado “socialismo educativo”, quienes han glorificado e idealizado su experiencia, quizá lejana pero fundamental.

Lo importante ha sido siempre, y es: ¿estamos dispuestos a escucharlos, recuperar su memoria, creerles y registrar su verdad? Así se fueron delineando y definiendo otros proyectos como las historias de los exilios y la interacción de México como país refugio de españoles, latinoamericanos y caribeños. Todos tenían y tienen historias que contar.

De lo que se trató entonces, y de esto se trata siempre, es de asumir que toda historia es una construcción con resistencias y complacencias, la cual se sustenta en la memoria, el olvido y los silencios. Que la Verdad con mayúscula no existe, y que hay tantas verdades como historias por rescatar y contar. Que la aventura de historiar parte del encuentro o desencuentro con los historiados. Que hay que saber preguntar y, obviamente, aprender a escuchar. Que nuestras preguntas son siempre desafíos que nos marcan y determinan, toda vez que las respuestas que recibimos son una guía para reafirmar, replantear y sustentar nuestras hipótesis. En ocasiones, estar frente a la historia viva y ser parte de esa historia cambia nuestras percepciones iniciales y enfatiza el propósito claramente social: dar voz a quienes no la han tenido.

Poco a poco fuimos delineando, individual e institucionalmente, los objetivos de la historia que queríamos hacer y a la que apostábamos todas nuestras cartas. Desde luego no fue fácil. En un principio recibimos bromas y suspicacias: que si habíamos descubierto el café instantáneo; que si tenía una connotación sexual por aquello de la oralidad y, finalmente, el hecho circunstancial de que sólo hubiesen mujeres en los proyectos que arrancaron en los setenta, cuando la historia de género aún no estaba en boga, y las feministas tampoco se pronunciaban con la fuerza, vigor y contundencia de hoy en día. Todo junto, sin duda, generó discriminación y mofa hacia nuestro trabajo.

Cabe insistir en el uso posterior y ulterior que se les da a los testimonios, porque somos nosotros mismos, los historiadores, quienes recurrimos a la información. Y como los testimonios orales se conservan, otros investigadores, otras miradas, otros intereses los encontraron y los tendrán siempre a la mano para sus propósitos de historiar. Por ello la insistencia en crear espacios de conservación, abrirlos al público tanto especializado como únicamente interesado, para dejar que se provean de estos testimonios y lleguen a conclusiones por sí mismos.

El tiempo habría de darnos la razón. Como botón de muestra basta este congreso, que reúne a tantos colegas, de tantos lugares, y destaca el papel determinante que México ha desempeñado como país precursor y fundacional en la conformación de una metodología adecuada a las ideologías que actualmente proliferan en nuestra América.

Todos hemos tenido experiencias memorables al construir historias, al enfrentarnos a la “historia viva”, al encararla y obligarnos, en más de una ocasión, a modificar nuestros planteamientos e hipótesis originales. Y no necesariamente surge empatía con nuestros entrevistados. Estoy cierta de que, como yo, muchos de ustedes han experimentado el deseo, casi irrefrenable, de torcerle el pescuezo a nuestro interlocutor y salir corriendo ante lo que dice, cómo lo dice, los juicios de valor y la forma en que maneja o manipula su memoria; cómo pretende “tomarnos el pelo” al suponer que flotamos en la ingenuidad y no nos damos cuenta de sus “trampas”.

Estoy convencida de que toda historia de vida es una construcción individual que recupera la memoria selectiva, al tiempo que mantiene en el olvido, consciente o inconscientemente, lo que no quiere que salga a flote. Desde la emoción ante la pregunta que no pueden esquivar o no saben cómo responder, hasta el llanto y la frustración al recuperar escenas, episodios, circunstancias que con el tiempo han querido borrar, pero el recuerdo les juega malas pasadas.

Como premisa está la necesidad de que nuestros entrevistados asuman el compromiso de la reconstrucción histórica, la conciencia de que vamos juntos en esa empresa y, fundamentalmente, que creemos en sus historias, respetamos su memoria. Recordemos, como sentenciaba Paul Ricoeur, que la experiencia humana tiene carácter temporal. Y yo agregaría, porque la historia siempre es cambiante, siempre se transforma, a fin de no sepultar nuestra confianza en el futuro.

La memoria es un arte cuya función, de cierta manera, es transformar la realidad fáctica en un discurso social. Como bien decía san Agustín, la memoria es una especie de mueble con cajones donde vamos depositando los recuerdos. Algunos de estos cajones quedarán sellados; otros se abrirán o reacomodarán, conforme nuestra conciencia lo requiera, porque a fin de cuentas de lo que se trata es de asumir el tema de la identidad, o el conocimiento de la propia permanencia en el tiempo.

Estamos ciertos de que la memoria, individual o colectiva, no se refiere a la actualidad, aunque sin duda puede funcionar y funciona cuando lo recordado está vigente. De ahí la misión del historiador por incentivar la memoria, con lo cual se generan diversos caminos que nos permiten llegar a una mayor, o quizá mejor, comprensión del pasado. A fin de cuentas se trata de entender la tarea del historiador como intermediario entre su sociedad y el pasado, el presente y su memoria, como agente de cambio comprometido con nuestra realidad.

Es así como se construye un diálogo permanente con el pasado, que se torna, quizá, en prueba de la conciencia del pueblo. La historia se encuentra en todo lo que hacemos. E íntimamente ligada a esta premisa, está la nueva historia social, que ha dado paso franco a una serie de personas ignoradas y ha permitido cerrar las brechas con los sujetos de las historias convencionales. De lo que se trató entonces, se trata ahora y se tratará siempre, es de recuperar la memoria, las memorias distintas y plurales de quienes vivieron episodios de épocas anteriores. La historia oral no sustituye las fuentes documentales; al contrario, las enriquece y permite una manera nueva de mirar el mundo e interpretar el ayer. Más aún, la gran fuerza de la historia viene del hecho de que nosotros la llevamos a cuestas, está dentro de nosotros, estamos inconscientemente involucrados con ella.

Debo insistir en la necesidad de evitar la invasión de la memoria en la historia. Tradicionalmente, los historiadores se refieren a la memoria como otra fuente. Sin embargo, en años recientes se ha generado una batalla que se antoja artificial e intrascendente: conquistar la historia, de tal suerte que esta última tendría que ponerse a las órdenes de la primera, si no es que dejarse apropiar por ella. Se pretende comprender el pasado, asumirlo, digerirlo y sobre todo explicarlo. El historiador se convierte entonces en cómplice de los protagonistas y lucha por evitar el olvido, estimulando la memoria, el relato y los juicios de valor. ¿Qué piensa, siente o expresa el narrador? Tal vez el meollo del asunto está primero en definir si la memoria establece una tiranía, y luego en determinar si la memoria, individual o colectiva, siempre parcial, siempre miope, está al servicio de la verdad o bien de la sobrevivencia.

Durante el siglo XIX se hablaba de que la historia tenía una “función social”, y los historiadores la obligación de contribuir a un debate en el cual la historia se invocaba con cierto desprecio, poca comprensión y, generalmente, ligada a la conmemoración, la celebración, la fecha, el nombre, pero no a los grandes procesos sociales que han determinado nuestro devenir histórico.

Hoy en día, cuando la historia de la cotidianidad, la social y la desprendida de ella, la cultural, han logrado su legitimación, es posible suponer que la memoria, pese a sus enormes desafíos y limitaciones, empieza a caminar a la par de los sucesos que configuran la historia que queremos defender: múltiple, reformable, transformable y, por ende, sujeta a una reescritura permanente.

La historia, las historias del siglo pasado, nos dieron lecciones fundamentales, ya fuera por las revoluciones, las guerras, los reacomodos, las rebeldías y la búsqueda de una identidad colectiva, más que nacional. La tergiversación y el negacionismo, es decir, la acción de negar la realidad a fin de evadir una verdad incómoda, se hicieron presentes en todos los ámbitos. Sin embargo, de lo que se trató entonces, y se trata ahora, es de asumir la función de denuncia como tarea impostergable del historiador. Una historia “desde abajo”, como quería Eric Hobsbawm, dirigida quizá no a especialistas, sino a un público mayor, con objeto de lograr la complicidad con el presente, desafiando la memoria. En pleno siglo XXI, la historia ha entrado en las conciencias públicas y privadas y nos remitimos a ella cotidianamente, como consecuencia de un estira y afloja en las llamadas batallas culturales. Hemos atravesado por muchos campos minados que nos obligan a reescribir y reinterpretar el pasado; aplicarnos o no a la historia total, a la nueva historia. En fin, los debates continúan y ello enriquece nuestra tarea.

Concluyo preguntándome, ¿a quién pertenece la historia? A todos y a nadie; su construcción admite el desafío permanente de la memoria. Al intentar repensar el pasado en un mundo cambiante, reconocemos que la historia no se refiere tan sólo al pasado. Más aún, formamos parte de la historia; los historiadores vivimos el presente y recuperamos el pasado para entender nuestro tiempo, nuestro entorno y, con ello, definir y afianzar nuestra responsabilidad. A fin de cuentas, hacemos nuestros los desafíos de la memoria.

*Conferencia inaugural en el XI Congreso Internacional de Historia Oral, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 4 al 7 de julio de 2017.

Recibido: 21 de Noviembre de 2017; Aprobado: 01 de Marzo de 2018

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