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Secuencia

On-line version ISSN 2395-8464Print version ISSN 0186-0348

Secuencia  n.90 México Sep./Dec. 2014

 

Artículos

 

Reforma educativa y resistencia ciudadana en la Costa Rica de finales del siglo XIX*

 

Educational Reform and Citizen Resistance in Costa Rica in the Late 19th Century

 

Iván Molina Jiménez

 

Fecha de recepción: febrero de 2013;
Fecha de aceptación: julio de 2013.

 

Resumen

El objetivo principal de este artículo es proponer una nueva interpretación de la resistencia ciudadana a la reforma de la educación costarricense realizada en 1886, que eliminó el control municipal y la influencia eclesiástica en la enseñanza primaria y organizó por grados este nivel de instrucción. La metodología empleada con este propósito consistió en analizar cómo varió la cobertura escolar entre 1885 y 1892 y cuáles fueron las estrategias puestas en práctica por distintas comunidades para oponerse a la nueva política educativa. Se concluye que esta oposición, basada en prácticas como no enviar a los hijos a la escuela o trasladarlos de establecimientos públicos a planteles privados logró -en un contexto en el que los políticos e intelectuales liberales enfrentaban un descontento creciente en la arena electoral- que algunos de los contenidos más controversiales de la reforma fueran modificados o atenuados.

Palabras clave: Educación; ciudadanía; liberalismo; historia; Costa Rica.

 

Abstract

The main purpose of this article is to propose a new interpretation of citizen resistance to the reform of Costa Rican education carried out in 1886, which suppressed municipal control and the influence of the Church in elementary education, which it organized into grades. To this end, the article analyzes how school coverage varied between 1885 and 1892, and which strategies were implemented by various communities to oppose the new education policy. It reaches the conclusion that this opposition, based on principles such as not sending children to school or transferring them from public to private establishments, achieved -in a context in which liberal politicians and intellectuals faced increasing discontent in the electoral sphere- an amendment or minimization of some of the most controversial aspects of the reform.

Key words: Education; citizenship; liberalism; history; Costa Rica.

 

Existe una vasta literatura sobre la educación en la América Latina del siglo XIX; sin embargo, muy pocos son los estudios que analizan, con detalle, las reformas educativas puestas en práctica en los distintos países, y menos todavía los que consideran la manera en que los distintos sectores de la sociedad civil respondieron a esos procesos de cambio institucional. Por lo general, las investigaciones disponibles enfatizan los aspectos curriculares, administrativos, ideológicos e institucionales, las modificaciones experimentadas en el tamaño y la composición de la matrícula (en algunos casos, en términos étnicos y de género) y la relación del sistema educativo con la construcción cultural de la nación.

América Central no se ha exceptuado de las tendencias indicadas, ya que los tres trabajos principales que versan sobre países del istmo se centran en los temas antes referidos: Ástrid Fischel (1987) analizó ampliamente la reforma educativa costarricense de 1886; Emilie Mendonça (2011) ha estudiado cómo los intelectuales y políticos guatemaltecos, entre finales del siglo XIX e inicios del XX, procuraron convertir la escuela en un medio para promover la unión centroamericana; y Julián González (2012) examinó recientemente la laicización de la enseñanza primaria pública en El Salvador entre 1824 y 1890, incluido el debate periodístico a favor y en contra de la instrucción laica ocurrido entre 1878 y 1881. De estas contribuciones, la de Fischel (1987), basada en su tesis de maestría defendida en 1986, sobresale por concentrarse sistemáticamente en el examen de un proceso reformista, el de 1886, que eliminó el control municipal y la influencia eclesiástica en la enseñanza primaria, y organizó por grados este nivel de instrucción. De más interés aún, Fischel (1987) dedica un capítulo específico a la respuesta que la ciudadanía y la Iglesia católica dieron a la reforma.

Sin duda, el estudio de Fischel realizó un aporte fundamental al conocimiento del sistema educativo costarricense de finales del siglo XIX al sistematizar, por vez primera, información muy valiosa sobre su organización y financiamiento, el número de escuelas y colegios, la matrícula, los planes de estudio y otros aspectos similares. Además de estos importantes logros, el trabajo incorporó una perspectiva teórica basada en el estructuralismo marxista (especialmente en la versión de Louis Althusser), que conceptuaba la educación como un aparato ideológico de Estado. Ahora bien, aunque Fischel (1987) identificó claramente los círculos de políticos e intelectuales liberales que apoyaban la reforma, no procedió de igual manera con sus opositores, y al considerar el problema de la resistencia de la ciudadanía a los cambios educativos, expresada en la disminución en la matrícula que experimentó la enseñanza primaria, se limitó a señalar:

la vigorosa acción gubernamental en el campo de la instrucción produjo en sus inicios un movimiento de reacción eclesiástica y popular. La ignorancia y las preocupaciones religiosas no pudieron en un primer momento avenirse fácilmente a las medidas dictadas por el ejecutivo. Por una parte, el ignorante, incapaz de apreciar las ventajas del saber y sin ninguna aspiración intelectual, no podía comprender la utilidad y menos el deber de sacrificarse por educar a sus hijos. A sus ojos, los hijos debían trabajar antes que ir a la escuela [...] La institución eclesiástica, olvidando sus declaraciones de aceptación de las leyes liberales, inicia una cruzada contra la enseñanza laica (p. 195).

En su momento, la obra de Fischel fue ampliamente criticada por no considerar adecuadamente el papel desempeñado en la reforma por los distintos actores políticos; por identificar la oposición popular como un tipo de barbarie, de una manera similar a como lo hicieron los positivistas latinoamericanos del siglo XIX, y por no prestar suficiente atención a las limitaciones del sistema educativo reformado (Lehoucq, 1988; Palmer, 1988). Desde entonces, aunque algunos aspectos específicos relacionados con el proceso reformista de la enseñanza han sido mejor estudiados (Quesada, 1991, pp. 35-74; Ledesma, 1994, pp. 71-85 y 269-273; Palmer y Rojas, 1998; Abarca, 2003, pp. 21-50; Molina y Palmer, 2004, pp. 182-191), la problemática de la resistencia de la ciudadanía no ha recibido mayor atención que la que Fischel le diera en 1987.

Poco antes de que el libro de Fischel (1987) fuera publicado, el historiador Mario Matarrita (1986) dio a conocer un estudio sobre la educación primaria entre 1886 y 1931, en el que analizó brevemente la reforma educativa, constató la disminución en la matrícula y la explicó en términos similares a los que están presentes en el libro de Fischel de 1987:

este lento despegue del sistema durante estos años [fue resultado de] la oposición que el nuevo sistema generó de parte de la Iglesia católica. Esta oposición encontró una gran resonancia: la población costarricense masivamente católica e ignorante. La Iglesia católica alimentó recelos y desconfianza en gran parte del pueblo, al que hizo creer que la instrucción oficial era atea (Matarrita, 1986, p. 136).

Aunque el estudio de Matarrita no originó la controversia que provocó el de Fischel, en ambos casos el indicador principal de la resistencia ciudadana a la reforma fue la baja en el número de alumnos matriculados en las escuelas. El propósito principal de este artículo es considerar críticamente esos datos, y analizarlos en función de su cobertura, calculada con base en la población en edad escolar (de siete a doce años). Como quedará claro en las páginas siguientes, la información utilizada por ambos autores procede en parte de una serie elaborada casi diez años después de iniciada la reforma educativa, y las cifras correspondientes no siempre coinciden con las reportadas por los inspectores en el periodo 1886-1892.

Considerar desde una nueva perspectiva la reforma de 1886 tiene una importancia que va más allá de la experiencia específicamente costarricense, por dos razones. Primero, en términos comparativos, Costa Rica se ubicaba, a finales del siglo XIX, el tercero entre los países latinoamericanos con mayor cobertura escolar, superada únicamente por Argentina y Uruguay (Newland, 1991, p. 359) y se mantuvo entre los cinco mejor ubicados en las primeras décadas del siglo XX (Mariscal y Sokoloff, 2000, p. 175). Y segundo, no hay precedente, en la América Latina de las décadas de 1880 y 1890, de una sociedad en la que, por medio de diversas estrategias de resistencia, la ciudadanía adversara, a escala nacional, la puesta en práctica de una política pública durante casi un quinquenio, y al final lograra que esa política fuera modificada.

En contraste con Fischel (1987) y Matarrita (1986), en este artículo se plantea que la ciudadanía, desde antes de la reforma de 1886, ya había dado amplias muestras de interés en la educación de sus hijos de ambos sexos. Por lo tanto, no se opuso al proyecto reformista porque fuera ignorante, sino porque el nuevo sistema educativo afectaba, en diversos niveles, la economía familiar, la vida cotidiana y, por supuesto, sus visiones de mundo. Pese a esto, las familias no optaron por retirar a sus hijos masivamente de las escuelas (aunque algunas lo hicieron), sino que, mediante diversas estrategias —en especial la gestión de las juntas de educación, la presión sobre los maestros y maestras y el traslado de sus hijos a escuelas privadas— procuraron resistir la reforma y atenuar su impacto.

Por lo general, los estudios sobre la América Latina del siglo XIX, al analizar la problemática de la ciudadanía, han enfatizado su dimensión política y su relación con las prácticas electorales. En años más recientes, aspectos como la formación de una esfera pública, los imaginarios cívicos, la constitución de sectores populares como actores políticos y las movilizaciones callejeras también han captado la atención de los investigadores (Sabato, 2001 y 2003). A estas nuevas formas de conceptuar la ciudadanía latinoamericana, este artículo contribuye con el análisis de un caso en el que la participación ciudadana no estuvo centrada en la actividad electoral, sino en la resistencia cotidiana, a lo largo de varios años, a una reforma educativa.

 

Sociedad y educación primaria antes de la reforma de 1886

Desde mediados del siglo XVIII, Costa Rica, por entonces una colonia marginal del llamado Reino de Guatemala, experimentó un proceso de crecimiento económico y demográfico basado en la colonización de nuevas tierras emprendida por un campesinado libre y mayoritariamente mestizo, sometido a diversas formas de intercambio desigual por pequeños grupos de comerciantes, terratenientes y funcionarios (Molina, 1991, pp. 19-178). Por la época en que alcanzó su independencia de España (1821), el nuevo país contaba con una población de unos 60 000 habitantes, 80% de los cuales se concentraba en el Valle Central, un área que comprende 6.4% del actual territorio costarricense (Pérez, 2010, p. 190; Hernández, 1985, p. 176).

Con el cultivo del café, en cuya producción tuvieron un destacado papel los pequeños y medianos agricultores, Costa Rica empezó, a partir del decenio de 1830, a integrarse al mercado mundial (León, 1997, pp. 71-78 y 117-131). En contraste con los otros países de Centroamérica, desgarrados por prolongadas y cruentas guerras civiles, la política costarricense se caracterizó por una significativa estabilidad: breves conflictos se combinaron con gobiernos democráticos y autoritarios, y con prácticas electorales sistemáticas. Entre 1847 y 1913 prevaleció un sistema de dos vueltas: en la primera los ciudadanos votaban por electores de segundo grado, y en la segunda estos últimos escogían al presidente de la república, a los diputados y a los regidores municipales. Durante la dictadura de Tomás Guardia (1870-1882) y el periodo dominado por sus sucesores —Próspero Fernández (1882-1885) y Bernardo Soto (18851889)—, el poder ejecutivo pasó del control directo de las grandes familias cafetaleras a ser administrado por cuadros de funcionarios especializados, abogados principalmente (Lehoucq, 1996, pp. 333-334; Vargas, 2005).

Por lo expuesto es claro que, en Costa Rica, la transición del súbdito al ciudadano (o, si se prefiere, del régimen colonial a la sociedad republicana) ocurrió de manera bastante rápida, proceso favorecido por el desarrollo, después de 1821, de una institucionalidad estatal de cobertura nacional y de comicios periódicos (las primeras experiencias de este tipo se dieron tras la aprobación de la Constitución de Cádiz en 1812), asociados con una representación territorial proporcional a la distribución geográfica de la población. Aunque entre 1848 y 1859 la ciudadanía fue limitada por criterios económicos (cierto nivel de ingreso) y educativos (saber leer y escribir), estos requisitos desaparecieron en la Constitución de 1859, que extendió la condición de ciudadano a todos los costarricenses adultos y estableció el sufragio universal masculino, tendencia que fue consolidada por la Constitución de 1871 (Vargas, 2005, pp. 27-34). La construcción de la ciudadanía en el caso costarricense, al igual que en otros países latinoamericanos, se basó decisivamente en la universalización de los derechos políticos para los varones y, en particular, del derecho al voto, a elegir y a ser elegido (Sabato, 2003, pp. 18-19). La experiencia de Latinoamérica, en este sentido, contrasta significativamente con la de Gran Bretaña —base del célebre ensayo de T. H. Marshall sobre ciudadanía y clase social—, donde el sufragio universal masculino se aprobó apenas en 1918 (Marshall, 1997, pp. 307-308; Irurozqui, 2007, pp. 81-82; McKibbin, 2011, pp. 26-28).

A diferencia de otras experiencias latinoamericanas, en las que se produjo una definida división política entre liberales y conservadores, en Costa Rica ocurrió una escisión de otra índole. Desde la década de 1840 comenzó a abrirse una brecha cultural entre los círculos de políticos, empresarios cafetaleros, intelectuales y profesionales, asentados en las ciudades, cada vez más seculares y cosmopolitas, e identificados con la ideología del progreso (en su sentido capitalista y positivista), y el resto de la población, especialmente artesanos, pequeños y medianos productores agrícolas, y trabajadores urbanos y rurales, cuyas visiones de mundo permanecían dominadas por identidades de base local y religiosa (Molina, 2002, pp. 15-28).

En la década de 1880, los políticos e intelectuales liberales respondieron a las tensiones referidas mediante una política orientada a la construcción cultural de una identidad nacional, con base en la memoria de la guerra de 1856-1857. Durante este conflicto, las fuerzas militares costarricenses, primero por sí solas y luego junto con los ejércitos de los otros países centroamericanos, enfrentaron y derrotaron a los mercenarios estadunidenses, liderados por William Walker, que controlaban el sur de Nicaragua (Palmer, 1993). Pese a esta iniciativa, las tensiones acumuladas estallaron, una vez que los cuadros formados durante la época de Guardia y de sus sucesores impulsaron un conjunto de reformas liberales dirigidas a fortalecer al poder ejecutivo, impulsar la expansión del capitalismo agrario y secularizar la sociedad (Vargas, 1991, pp. 135-185).

Contra estos cambios, se constituyó una oposición diversa que tendió a crecer y a organizarse después de 1885, compuesta por la Iglesia católica, una proporción mayoritaria de los sectores populares urbanos y rurales, y políticos, intelectuales y empresarios descontentos con la gestión de Soto. En las elecciones de noviembre de 1889 el candidato oficial, Ascensión Esquivel, fue derrotado por el partido liderado por José Joaquín Rodríguez. Aunque no se dispone de datos sobre el número de votos emitidos, en esos comicios la oposición ganó 377 de 467 puestos de elector de segundo grado (80.7%) y, casi de inmediato, enfrentó un intento de fraude electoral, atribuido a un sector de militares esquivelistas. La respuesta a esta tentativa fue un levantamiento popular, que obligó a Soto a dejar el poder en manos de un gobierno provisional, cuyo periodo terminó en mayo de 1890, cuando Rodríguez asumió la presidencia. Rápidamente la gestión de Rodríguez asumió un carácter autoritario, condición que se prolongó durante las dos administraciones consecutivas (1894-1902) de su sucesor y yerno, Rafael Iglesias (Salazar, 1990, pp. 177-211).

Entre finales del periodo colonial y 1885, la educación en Costa Rica fue responsabilidad de las municipalidades y estuvo fuertemente influida por la Iglesia católica. Los contenidos se reducían al aprendizaje de la lectura, la escritura, las cuatro operaciones matemáticas básicas y la doctrina cristiana. La enseñanza no estaba diferenciada en grados, por lo que, en las mismas aulas, coincidían alumnos con un nivel de preparación diverso, y los más avanzados contribuían a la instrucción de los que apenas iniciaban sus estudios (sistema lancasteriano) (González, 1978). Pese a sus limitaciones, este modelo educativo contribuyó a elevar la proporción de personas de diez años y más que por lo menos sabía leer, la cual ascendió, entre 1864 y 1883, de 38.4 a 45.3% en las ciudades y de 10.5 a 29.7% en el campo (Molina y Palmer, 2004, pp. 178 y 183). Se sentó así la base para la constitución de una esfera pública y la expansión de la cultura impresa, proceso este último que se manifestó en el aumento en la publicación de libros, folletos, revistas y, sobre todo, de periódicos (Vega, 1999).

En las áreas rurales, el mayor rezago se explica por los procesos de colonización agrícola llevados a cabo por pequeños y medianos productores (Samper, 1990) que alejaban a la población de la infraestructura educativa existente, y por la inestabilidad de los municipios ubicados en el campo, ya que fueron suprimidos en diversas ocasiones entre 1841 y 1876 (Araya y Albarracín, 1986, pp. 46, 52-53 y 69). Debido a esto último, la organización de la enseñanza rural quedó a cargo de las municipalidades ubicadas en las ciudades principales, que concentraban sus esfuerzos en la atención de las demandas de los cascos urbanos y de sus contornos inmediatos. Con el restablecimiento de todas las municipalidades en la segunda mitad de la década de 1870, el poder ejecutivo fue sometido a una presión creciente por parte de diversas comunidades para que aportara fondos para abrir más escuelas o para ampliar las ya establecidas (Fallas y Silva, 1985, pp. 80-89; Padilla, 1995, pp. 222-223).

Para comprender el origen de esta demanda conviene indicar que, hasta el decenio de 1850, la educación era financiada fundamentalmente por las municipalidades (con base en impuestos locales) y por los padres de familia que disponían de los recursos suficientes para pagar la matrícula de sus hijos. A mediados del siglo XIX, el poder ejecutivo empezó a aportar una pequeña suma anual; sin embargo, el cambio decisivo ocurrió en 1869, cuando el Congreso, en la Constitución de ese año, declaró que la instrucción primaria era obligatoria, gratuita y costeada por el Estado (Muñoz, 2002, pp. 187-210). Con esta disposición, el sistema educativo costarricense consolidó el carácter público que tenía desde sus inicios.

Fortalecer la influencia del poder ejecutivo en la enseñanza fue un interés que se manifestó tempranamente: en 1849 se llevó a cabo una reforma orientada en ese sentido, que tuvo un impacto muy limitado. En 1867, el ministro Julián Volio lideró un proyecto reformista de más amplio alcance, que implicaba centralizar y secularizar la educación; pero esta iniciativa, propuesta en el marco de una polarizada contienda electoral, fracasó rápidamente. De esta manera, durante la dictadura de Guardia, el gobierno central dedicó recursos considerables —un promedio de 3.1% del presupuesto nacional entre 1880 y 1882— para financiar una educación en la que tenía una injerencia muy limitada, dado que permanecía bajo el dominio municipal y fuertemente influenciada por la Iglesia católica. (Muñoz, 2002, pp. 73108; Román, 1995, pp. 68-69).

Entre 1883 y 1885, la contradicción precedente se acentuó, ya que el gasto educativo como proporción del presupuesto nacional ascendió, en promedio, a 4.2% (Román, 1995, p. 70). En estas circunstancias, los políticos e intelectuales liberales emprendieron la reforma de 1886 liderada por Mauro Fernández, discípulo de Volio. Los objetivos principales de este proceso reformista eran establecer un sistema educativo centralizado, bajo control del poder ejecutivo; secularizar la enseñanza, que debía incorporar los avances en el conocimiento científico de la época; y organizar el proceso de instrucción en grados (Fischel, 1987, pp. 111-187). Así, la creciente demanda por más escuelas fue atendida por las autoridades con un proyecto que ciertamente expandía la oferta educativa, pero también la reformaba para adecuarla a los intereses, valores y visiones de mundo del grupo encabezado por el presidente Soto.

La reforma de 1886 también se extendió a la enseñanza secundaria con la creación de tres colegios públicos (el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas y el Instituto de Alajuela); la creación de secciones normales para formar maestros y maestras; y el cierre de la Universidad de Santo Tomás, fundada en 1843, de la que, en lo inmediato, únicamente sobrevivió la Escuela de Derecho (Fischel, 1987, pp. 159-179). Si bien algunos de estos cambios originaron algunas controversias, la resistencia ciudadana fue motivada fundamentalmente por las modificaciones que experimentó la primaria, razón por la cual el presente artículo concentra su atención en ese nivel educativo.

De acuerdo con el análisis precedente, el desarrollo de la ciudadanía, entendida como la adquisición de derechos políticos por parte de varones costarricenses adultos, ocurrió de manera paralela con la expansión escolar, por lo que ambos procesos se reforzaron mutuamente. A diferencia de lo planteado por Marshall, que consideró únicamente el papel del Estado en el desarrollo educativo y a la educación como un prerrequisito de la ciudadanía (Marshall, 1997, pp. 310-311), en Costa Rica las iniciativas para mejorar o expandir la enseñanza no correspondieron sólo al Estado, sino también a la sociedad civil, como lo evidencian las demandas de las comunidades urbanas y rurales por más y mejores escuelas. Además, los padres que presionaban por educación para sus hijos, especialmente en las áreas rurales, no siempre estaban alfabetizados. Dado que saber leer y escribir no era un requisito para acceder a la ciudadanía, su condición de ciudadanos les posibilitaba canalizar sus intereses por medio de líderes locales o de las municipalidades, u organizarse para manifestar directamente sus inquietudes al poder ejecutivo o al Congreso (Padilla, 1995, pp. 221-224). En otras palabras: la igualdad de derechos lograda en el campo de la ciudadanía les permitió presionar por políticas públicas que atenuaran la desigualdad que persistía en el sistema educativo.

 

Matrícula y cobertura

Conviene empezar con una breve referencia a las características principales de la enseñanza primaria en vísperas de la reforma, un tema que puede ser analizado con base en las estadísticas escolares recolectadas en 1885. En este año, Costa Rica tenía alrededor de 200 908 habitantes y 302 escuelas, de las cuales 86 (28.5%) eran particulares. Pese a esta elevada proporción, los establecimientos privados concentraban apenas 12.1% de una matrícula total que ascendía a 15 345 alumnos, que representaban 51.3% de la población en edad escolar. Por esta época, era evidente ya la tendencia a la equiparación por género en la asistencia a las aulas, dado que las mujeres suponían 44.8% de todos los estudiantes inscritos (Villavicencio, 1886, pp. 3-4, 41-42 y 93-94; Pérez, 2010, p. 192).

De acuerdo con el cuadro 1, tanto Fischel (1987) como Matarrita (1986), al calcular la matrícula en la enseñanza primaria, se basaron en los totales proporcionados por la Secretaría de Instrucción Pública (SIP), con algunas pequeñas diferencias que pudieron ser el resultado de errores de transcripción —el dato de Fischel de 1885 y el de Matarrita de 1887— o de que, en algunos casos (1886, 1890 y 1891), ambos investigadores optaron por utilizar las cifras consignadas en las memorias anuales y no las que figuran en una serie histórica que la SIP dio a conocer en 1896. Puesto que esta última información fue elaborada durante el primer gobierno de Iglesias (1894-1898), existen razones, que serán expuestas más adelante, para considerar con especial cuidado esta fuente.

Evidentemente, los totales de la SIP están incompletos, ya que no incluyen la matrícula de las escuelas privadas, de los planteles para huérfanos ni de las divisiones inferiores de los colegios públicos y particulares en las que se impartía enseñanza primaria. De más relevancia aún, en 1888, 1889 y 1890, esas cifras son menores que la matrícula en las escuelas públicas reportada por los funcionarios a cargo de las inspecciones provinciales. En las fuentes consultadas no se ofrece ninguna explicación acerca de por qué se produjo esa diferencia, pero es posible que fuera resultado de que, al elaborar la serie histórica en 1896, la SIP se basara en la matrícula reportada al final del ciclo lectivo, reducida por la deserción, y no en la inicial, registrada por los inspectores. En otras palabras: mientras los datos de 1885-1887 y 1891-1892 consignarían la inscripción inicial en los establecimientos oficiales, los de 1888-1890 parecen corresponder a la matrícula final.

Debido a los problemas y a las omisiones anteriores, fue necesario elaborar una estimación corregida de la matrícula, que incluyera los datos de la SIP para 1885-1887 y 1891-1892, los de los inspectores para 1888-1890, y las cifras procedentes de las escuelas privadas, los planteles para huérfanos y las divisiones inferiores de los colegios. Ciertamente, el nuevo total de estudiantes inscritos en primaria es apenas una aproximación, ya que la información respectiva está incompleta, especialmente la referida a las escuelas particulares, de las que hay estadísticas muy fragmentarias para 1886, y no se dispone de datos para el bienio 1888-1889. Por esta razón, excepto para 1885, en el resto del periodo bajo estudio las cifras consignadas en el cuadro 1 como matrícula corregida deben ser consideradas como mínimas.

Con base en las estimaciones demográficas de Costa Rica —en general y por grupo de edad— elaboradas por Pérez (2010, pp. 192 y 242) fue posible calcular el tamaño de la población en edad escolar y, a partir de esas cifras, establecer la cobertura de la enseñanza primaria para dos series distintas de estudiantes inscritos. La primera proviene de la información dada a conocer por la SIP en 1896, que es muy similar a la utilizada por Matarrita (1986) y, sobre todo, por Fischel (1987); y la segunda procede de la matrícula corregida según el procedimiento indicado anteriormente. Al comparar ambas series (véase el cuadro 2) es claro que la cobertura, de acuerdo con las estadísticas oficiales, disminuye 12.4% entre 1886 y 1889; en contraste, si se utiliza la información corregida, el descenso máximo es de 6.5% entre 1885 y 1890.

De esta manera, los datos de Fischel, Matarrita y la SIP tienden a enfatizar en la baja de la cobertura ocurrida entre 1886 y 1889, tendencia que sólo se modificó a partir de 1890, una vez que el círculo de políticos e intelectuales liberales liderado por Soto fue desplazado del poder y Rodríguez asumió la presidencia. En contraste, la información que sirvió de base para estimar la cobertura corregida muestra una baja mucho más moderada. Ahora bien, una vez que se considera el carácter incompleto de las fuentes consultadas, en particular para los años 1889 y 1890 en que no hay información de las escuelas privadas, se puede avanzar la hipótesis de que el descenso pudo ser todavía menor que el consignado en el cuadro 2, como lo sugieren, además, los reportes de algunos inspectores provinciales.

Sería interesante determinar si la matrícula disminuyó más en las áreas rurales que en las urbanas, en unas provincias o regiones más que en otras, o si esa reducción afectó más a los niños que a las niñas. El carácter incompleto de buena parte de las fuentes disponibles, sin embargo, no permite realizar tales cálculos. De los testimonios de los inspectores provinciales, algunos de los cuales se analizarán más adelante, se infiere que en el campo hubo más resistencia que en las ciudades principales, y datos fragmentarios consignados en las memorias anuales de la SIP indican que la inscripción femenina en los planteles públicos bajó más que la masculina, aunque esto pudo ser compensado por un aumento en la proporción de niñas matriculadas en escuelas privadas.

 

Descontento y estrategias de resistencia

En vez de ser un indicador de la ignorancia popular, como aducen Fischel (1987) y Matarrita (1986), la caída en la cobertura expresó, sobre todo, el rechazo por parte de la ciudadanía de la estrategia utilizada por los políticos e intelectuales liberales para, con base en la demanda por más instrucción, impulsar una transformación de la enseñanza primaria en un sentido secular y positivista. El modelo educativo previo, dominado por los municipios y la Iglesia católica, tenía la ventaja para los padres campesinos, artesanos y trabajadores de que niños y niñas, de distintas edades, podían ingresar y desertar de la escuela varias veces al año, en correspondencia con las necesidades de la economía y de la vida familiar. Además, dado que el proceso se limitaba a enseñar a escribir, leer, contar y rezar y no estaba organizado por grados, carecía de indicadores precisos y sistemáticos de logro escolar y no ampliaba la brecha cultural entre padres e hijos ni amenazaba con alterar las estructuras de poder prevalecientes en casas y comunidades.

Al establecer la organización por grados, la reforma de 1886 eliminó la flexibilidad asociada con el modelo educativo municipal-eclesiástico, y al secularizar los contenidos (la religión y la historia sagrada fueron eliminadas del plan de estudios) y promover la adquisición de nuevos y mayores conocimientos, el nuevo sistema educativo no sólo desafió el predominio cultural de la Iglesia católica, sino las creencias y visiones del mundo de la mayoría de la población. El cambio cultural que suponía la alfabetización, antes de 1886, podía ser minimizado porque aprender a leer y a escribir, al basarse en lecturas devotas, tendía a reforzar —más que a transformar— las prácticas y los valores tradicionales.

También la implementación de la reforma fue complicada por la readecuación para ubicar a los estudiantes en grados según un nivel de conocimiento definido con base en nuevos criterios (un proceso potencialmente conflictivo). Por último, aunque el proyecto reformista no se proponía explícitamente universalizar la primaria de seis grados —logro que Costa Rica alcanzó apenas a inicios de la década de 1970— (Gámez, 1971, pp. 3 y 7), una tendencia de este tipo fue impulsada por algunos inspectores provinciales, con lo que el aporte de los niños a la economía familiar, sobre todo en el campo, se reducía aún más. Isidro Marín, encargado de supervisar la provincia de Cartago, indicaba en un informe fechado el 29 de febrero de 1888:

en lo educacional han avanzado las escuelas: cuando llegué iban las escuelas que más adelante marchaban en el tercer grado; y durante mi permanencia subieron hasta el quinto y sexto en las escuelas de [la ciudad de] Cartago y [del cantón de] la Unión, y de tercero y cuarto en las demás (Fernández, 1888, p. 72) (corchetes míos).

De los aspectos analizados resulta claro que, prácticamente desde un inicio, la identificación con la reforma fue desigual por parte de los funcionarios de la SIP y del propio personal docente que laboraba en los planteles públicos, compuesto casi equitativamente por varones (51.9%) y mujeres (48.1%) según datos de 1885 (Villavicencio, 1886, p. 92). Carlos Gagini, inspector de la provincia de Alajuela, señaló en abril de 1887 que los maestros que debía supervisar "adoptaron la forma, pero no la esencia" de los programas oficiales de enseñanza, y que en algunas escuelas no se habían impartido todas las asignaturas. Más adelante, Gagini señaló que el limitado desempeño de los maestros podía explicarse también porque vivían "continuamente hostilizados y convertidos en blanco de todos los odios" (Fernández, 1887, pp. 44-45). Un punto de vista similar expresó el inspector provincial de Cartago, Félix Mata, en un informe presentado también en abril de 1887, al indicar que había tenido que luchar "con la inercia o el descontento de mil padres de familia" (Fernández, 1887, p. 54).

A diferencia de esos maestros, que pusieron en práctica una versión atenuada de la reforma, hubo otros educadores que se manifestaron abiertamente en contra, como el cubano Tomás Muñoz, director del Colegio de Cartago (antes llamado San Luis Gonzaga). En un informe de 1886 indicaba que en el plantel a su cargo se daba, "en lo posible noción de Dios, asociándola en el alma con sentimientos de respeto y veneración" (Fernández, 1886, p. 87). En 1887, Muñoz fue todavía más lejos, al destacar que la enseñanza religiosa impartida en ese establecimiento cartaginés

en armonía con las creencias nacionales, es cristiana, velándose con sumo cuidado que no se introduzca el excepticismo, el materialismo ni el ateísmo. Si el pueblo costarricense es cristiano, y cristianas son sus leyes escolares, debe mirarse la educación religiosa de la niñez como fundamental y en ningún concepto como cosa accesoria y secundaria (Fernández, 1887, p. 111).

Las críticas de Muñoz fueron similares a las dadas a conocer por otros individuos que, aunque se habían distanciado de la religión tradicional, se convirtieron en masones o se iniciaron en creencias y prácticas espirituales asociadas con las ciencias ocultas. El profesor de origen español y masón Juan Fernández Ferraz, quien inicialmente apoyó la reforma, tras romper con el ministro Fernández, se integró a las filas de la oposición creciente al régimen del presidente Soto. Después de las elecciones presidenciales de noviembre de 1889, en febrero de 1890, señalaba:

la causa del laicicismo se ha hecho antipática a los creyentes simplemente por culpa de sus malos defensores [...] La religión fue siempre antesala y etapa inicial del saber [...] De suerte que así como la Iglesia no podría ver con indiferencia ni acaso permitir, que en las escuelas se pusiera a discusión el dogma religioso, la ciencia tampoco soporta que sus investigaciones sean suplantadas por afirmaciones dogmáticas [...] no somos apóstatas ni intransigentes [...] El sacerdote es el llamado a dar la enseñanza religiosa; la obligación del Estado en lo relativo a educación e instrucción se limita a impartir a los futuros ciudadanos las ciencias que lo[s] harán miembro[s] útil[es] y apto[s] para los fines civiles (Ledesma, 1994, p. 271).

En junio de 1887, el ministro Fernández expresó su esperanza de que las juntas de educación, compuestas por ciudadanos destacados de las distintas comunidades que tendrían a su cargo diversas responsabilidades asociadas con la enseñanza, fueran la base de una estratégica experiencia de autogobierno que reforzaría la democracia (Fernández, 1887, p. 1). Ciertamente, las juntas se constituyeron en eso exactamente, pero en un sentido muy distinto al imaginado por el funcionario mencionado. Aunque no todas las organizaciones de tal índole fueron adversarias de la reforma, una proporción considerable de ellas se resistió a aplicar debidamente la legislación escolar. Este proceder sugiere que sus integrantes, en el contexto de un descontento cada vez más profundo con las autoridades, tendieron a identificarse con la creciente oposición política, que se preparaba para competir en las elecciones de 1889.

Francisco Montero, inspector de la provincia de Alajuela, señaló en marzo de 1888 que, en ciudades y villas (pequeños cascos urbanos que eran las cabeceras de los cantones), había juntas "inmejorables", pero no era "así en los campos, donde con raras excepciones [...] son la rémora más poderosa, única, que hace fracasar todos los intentos por implantar la verdadera escuela y favorecer el adelanto de los pueblos". Enseguida, Montero agregó que las juntas

están formadas de hombres que miran quizá la enseñanza actual como nociva [...] Los pueblos y con ellos muchas Juntas, hicieron gran resistencia el año pasado al establecimiento de las clases de calistenia y de canto, considerándolas como pérdida de tiempo que los niños podían aprovechar en trabajos campestres [...] La provincia de Alajuela tiene cincuenta y un distritos escolares, cada uno con su respectiva Junta. Suponiendo que quince de estas fueran modelos, las otras treinta y seis qué hacen? [...] Muchas veces tengo que apelar a la autoridad del señor gobernador y de los jefes políticos para hacerlas cumplir sus obligaciones (Fernández, 1888, pp. 68-69).

Dadas las condiciones en que se puso en práctica la reforma, lo que verdaderamente sorprende de los datos presentados en el cuadro 2 es que la cobertura no se redujera abruptamente, incluso por debajo del nivel que se desprende de las estadísticas dadas a conocer por la SIP. Es indiscutible que hubo una fuerte oposición a la reforma y que una de las manifestaciones que asumió ese rechazo fue no enviar a los hijos a clases. Sin embargo, esta no fue una respuesta generalizada. De hecho, una estrategia empleada por una proporción de padres de familia que no es posible determinar, fue trasladar a sus hijos a planteles privados. Próspero Pacheco, inspector provincial de Heredia, todavía en abril de 1892 señalaba:

con muy serias y graves dificultades he tenido que luchar en estos últimos meses para la nueva organización de las escuelas, debido en muchas partes a la sistemática oposición del clero a la enseñanza laica, pues este ha puesto en juego toda su influencia para retraer a los padres de familia de enviar a sus hijos a las escuelas públicas. A tal extremo ha llegado esta subversiva propaganda, que en el distrito de San Antonio de Belén no concurre ni un solo niño a las escuelas oficiales, y en algunos otros, la mayor parte asiste a escuelas privadas creadas sin la debida autorización (Brenes, 1892, p. 194).

El informe de Pacheco es de especial importancia porque refuerza la hipótesis planteada anteriormente de que la disminución en la cobertura pudo ser menor que la que se manifiesta en la tendencia corregida consignada en el cuadro 2, dado que ocurrió un traslado, al parecer significativo, de niños de escuelas públicas a planteles particulares, de cuya matrícula la SIP no llevaba control alguno. Conviene resaltar que una experiencia de este tipo no era ajena a las comunidades rurales costarricenses, ya que, desde la década de 1870 por lo menos, tomaron la iniciativa, ante el insuficiente respaldo estatal, de financiar por su propia cuenta escuelas privadas para sus hijos e hijas. En 1876 había como mínimo 20 de estos establecimientos en la provincia de Alajuela y once en la de Guanacaste (Fallas y Silva, 1985, p. 80).

En fin, toda la evidencia considerada hasta el momento impugna fuertemente tanto la magnitud de la caída en la matrícula, que se observa en los datos de Fischel (1987), Matarrita (1986) y de la SIP, como la explicación de que esa baja respondía a la ignorancia popular. Como lo sugieren los datos corregidos de estudiantes inscritos y el informe de Pacheco, pese a la oposición a la reforma, la ciudadanía —incluida la de las áreas rurales— mantuvo su compromiso con la educación. Esta tendencia se constata también para la provincia de Cartago, donde el inspector Marín encontró que "las escuelas privadas son el pretexto principal para eludir la asistencia [a las públicas], y [. ] a esto se agrega la contemporización de las autoridades" (Fernández, 1888, p. 73).

 

Ajustes a la reforma

Sin duda, el evidente desacuerdo de la mayoría de los costarricenses con un proyecto educativo que les había sido impuesto frenó cualquier otra iniciativa que Fernández hubiera podido tener para profundizar la reforma, en especial en sus dimensiones más polémicas, como la universalización de la primaria de seis grados. La aplastante derrota en las urnas del círculo liberal a que él pertenecía implicó que el proyecto reformista fuera sometido a algunos "ajustes" a corto plazo. El 13 de junio de 1890, el nuevo gobierno presidido por Rodríguez emitió un decreto según el cual los sábados, de 11 de la mañana a 2 de la tarde, se suspenderían las lecciones regulares con el fin de que los niños y niñas, de los padres que así lo desearan, recibieran instrucción religiosa (Vargas, 1991, p. 196).

La medida precedente fue anulada por un nuevo decreto, emitido el 4 de agosto de 1892, que introdujo las asignaturas de Doctrina Cristiana e Historia Sagrada en los planes de estudio de primaria, con carácter optativo. Los padres o tutores podían solicitar por escrito que sus hijos fueran exceptuados de cursar esas materias (Vargas, 1991, p. 200). Además, para preparar a los maestros en esas áreas, el 2 de septiembre de ese mismo año se estableció la enseñanza religiosa en los programas vigentes de formación normal. Esta modificación, según indicó en mayo de 1894 el ministro Manuel Vicente Jiménez,

ha sido una de las más trascendentales del gobierno en lo concerniente a educación común, y soy de sentir que sólo pueden reprocharla aquellas personas a quienes por completo ciegue la pasión política, o las que dominadas por un mal entendido liberalismo, rechazan como inadmisible todo lo que tenga siquiera ligeros puntos de contacto con la religión. Los resultados de esa ley han sido muy benéficos y en seguida principiaron a palparse. La matrícula y la asistencia aumentaron de un modo sensible en las escuelas, muchas de ellas próximas a quedar solas; en los vecindarios notóse una reacción favorable a la enseñanza, y pueblos que antes se habían mostrado refractarios a todo progreso, solicitaron el nombramiento de Juntas y la creación de escuelas, ofreciendo espontáneamente su concurso moral y material para la construcción de edificios escolares (Jiménez, 1894, p. 2).

Con la decisión de restablecer la enseñanza religiosa en los términos ya especificados, la matrícula en las escuelas públicas empezó a recuperarse (véase el cuadro 1). Dado el carácter incompleto de las cifras sobre la matrícula particular, no es claro si el aumento en la inscripción en los planteles oficiales condujo a una baja en el número de quienes asistían a establecimientos privados, pero una tendencia de esta índole es sugerida por la comparación de los datos de 1888 con los de 1892. En todo caso, la información disponible señala claramente que, pese a la oposición a la reforma, la enseñanza primaria se mantuvo predominantemente pública, y probablemente reforzó esa condición a inicios de la década de 1890.

De los ajustes que experimentó la reforma el más significativo se produjo en 1895, cuando el ministro Ricardo Pacheco, a la vez que reducía el número de asignaturas obligatorias y establecía planes de estudios distintos para escuelas urbanas y rurales, organizó las escuelas en tres categorías: las de primer orden (seis grados), que servían a las ciudades principales; las de segundo orden (cuatro grados), localizadas en las villas; y las de tercer orden (dos grados), ubicadas en el campo. En mayo de ese año, Pacheco expresó su desacuerdo con la reforma de 1886, porque

retenía en el seno de la escuela, durante el mismo tiempo, al hijo del labriego pobre que aguarda ansiosamente el momento en que el desarrollo físico de aquel le permita dedicarlo a las faenas del campo para alcanzar algún alivio de su difícil situación, que al del acaudalado, cuyos recursos alientan sus deseos de dar a la familia una educación conforme con los elementos de que él dispone y con el género de ocupaciones a que habrá de dedicarle. Idénticas asignaturas eran objeto de estudio para ambos educandos, y de uno y otro inconvenientes resultaba la tardanza en el aprendizaje de ciertas materias que el más infeliz campesino no debe ignorar, por requerirlo así el simultáneo estudio de otras cuyo conocimiento a nadie daña, pero que sólo es indispensable para el ejercicio posterior de oficios o profesiones que el primero no habrá de seguir, y para una vida distinta de la que en el campo se lleva (Fischel, 1992, p. 55).

La perspectiva del ministro Pacheco fue compartida por el inspector de la provincia de Alajuela, F. F. Noriega, quien expresó con extraordinaria claridad, en abril de 1904, la concepción que justificaba el funcionamiento de escuelas de distintos órdenes:

debemos partir del supuesto de que en los campos vamos a educar medianamente hombres que se dan a las faenas agrícolas, de los cuales el 95% es urgente que reciban la mayor suma de conocimientos en el menor tiempo posible, conocimientos que deben circunscribirse a lo más práctico, prescindiendo de aquella cultura máxima que perseguimos para los habitantes de las villas y ciudades, en las cuales es más necesaria cierta gimnástica intelectual, que en aquellos debe sustituirse por mayor suma de conocimientos prácticos. Pensemos que en los campos se educan los hombres del trabajo rudo puramente material, y en las ciudades y villas, los aspirantes a los puestos públicos y a las profesiones liberales (Pacheco, 1904, p. 156.)

A raíz del ajuste aplicado en 1895, la instrucción obligatoria en el país, en la práctica, se redujo a dos grados, por lo que, especialmente en las áreas rurales, el ingreso tardío a la escuela se mantuvo, y una proporción no determinada de niños de ambos sexos cumplía con el mínimo de enseñanza establecido a lo largo de varios años. De esta forma, la derrota electoral en 1889 de quienes impulsaron la reforma educativa de 1886 supuso también el fracaso de un proyecto reformista que promovía una instrucción uniforme y con una tendencia a universalizar la primaria de seis grados. Las nuevas autoridades, que asumieron el poder a partir de 1890, demostraron ser partidarias de una enseñanza diferenciada en términos del trasfondo ocupacional de las familias, y orientada a consolidar la brecha educativa entre las ciudades y el campo.

 

Conclusión

En su informe de abril de 1887, el inspector Gagini afirmaba que

un pueblo ignorante y de suyo egoísta, rehúsa siempre los beneficios de la educación porque no acierta a comprenderlos, y además se ve privado de la miserable ganancia que puede reportar el trabajo material de los niños (Fernández, 1887, p. 45).

Fischel y Matarrita, en vez de alejarse del discurso elaborado por las autoridades educativas para justificar el rechazo de la reforma por parte de la ciudadanía, lo asumieron como propio, lo que los condujo a considerar esa oposición en términos del conflicto entre "barbarie" y "civilización" (Palmer, 1988, p. 229). Al proceder así, no sólo perdieron la oportunidad de profundizar en las razones que tenían las comunidades para adversar la reforma, sino que pasaron por alto la excepcionalidad de ese movimiento de resistencia.

Ciertamente, la reforma fue apoyada por un pequeño sector de la población, asentado predominantemente en las ciudades principales, en algunas villas y en ciertos distritos rurales; en su conjunto, sin embargo, el proyecto reformista fue ampliamente rechazado por familias de diversa condición socioeconómica. Esta oposición no fue de origen étnico, regional o de clase, sino de carácter nacional, alcance logrado gracias al impacto conjunto de tres procesos unificadores: primero, la denuncia sistemática de la reforma llevada a cabo por la Iglesia católica, que disponía de una infraestructura apropiada para esa tarea, basada en las parroquias dispersas por todo el territorio costarricense; segundo, la oposición que tuvo por escenario la esfera pública, propiciada por la expansión de la cultura impresa y, en especial, de los periódicos; y tercero la campaña electoral con vistas a los comicios de noviembre de 1889.

Iniciada en el contexto político autoritario legado por la dictadura de Guardia y por el gobierno de Fernández, la reforma educativa de 1886 pronto empezó a dirimirse en el marco de una política que tendía a democratizarse, a medida que se ampliaban los espacios institucionales para los grupos de oposición, sobre todo en el Congreso, y las prácticas electorales volvían a cobrar vigencia como medio de alcanzar el poder, fenómenos similares a los ocurridos en otros países de América Latina en esa época (Hartlyn y Valenzuela, 1998, p. 9). Desplazar las formas autoritarias de gobierno por otras basadas en la hegemonía no fue un interés ajeno al gobierno de Soto, pero difícilmente podía lograr una transformación de tal índole sin modificar el sistema educativo: formar a los futuros ciudadanos que la nación necesitaba, implicaba eliminar el control y la influencia que tenían las municipalidades y la Iglesia católica sobre la enseñanza.

De esta manera, las mismas innovaciones políticas y culturales impulsadas por los políticos e intelectuales lidera-dos por Soto —autogobierno, elecciones periódicas, mayor y mejor educación, identidad nacional— proporcionaron las bases para que la ciudadanía se organizara en contra de la reforma educativa, del gobierno que la impulsaba y del candidato oficialista (Esquivel), tres oposiciones que, a corto plazo, terminaron por retroalimentarse mutuamente. Fueron estas específicas condiciones las que permitieron que la resistencia ciudadana tuviera un alcance nacional, se prolongara por casi un quinquenio y se convirtiera en la base del triunfo de Rodríguez en los comicios de noviembre de 1889.

Ciertamente, la resistencia a la reforma de 1886 fue una expresión de los derechos ciudadanos, asociados con la universalización del sufragio masculino, fortalecidos por el retorno a las prácticas electorales después de la dictadura de Guardia y capitalizados por los adversarios de la secularización de la educación, en particular por la Iglesia católica. Sin embargo, pese a que la enseñanza religiosa fue reintroducida en las escuelas, dicha asignatura pasó a ser de carácter optativo, en el marco de un plan de estudios predominantemente secular. Desde este punto de vista, el éxito de los opositores del proceso reformista más identificados con los intereses eclesiásticos fue sólo parcial. Además, debe destacarse que, en un contexto en el que la clerecía instaba a no enviar a los niños a los planteles públicos, los padres de familia, aun en áreas rurales y pese al mayor costo que implicaba, optaron por inscribir a sus hijos en establecimientos privados. Aunque no todos los padres reafirmaron su compromiso con la educación de esta manera, una proporción considerable lo hizo así, como se desprende de los informes de los inspectores provinciales y del descenso atenuado en la cobertura que se desprende de la serie corregida consignada en el cuadro 2.

Lejos de propiciar una mayor democratización de la sociedad, el ascenso a la presidencia de Rodríguez, primero, y de Iglesias después, fue el origen de un nuevo ciclo de autoritarismo que finalizó en 1902. Durante este periodo, la enseñanza uniforme y creciente que defendían los impulsores de la reforma de 1886 fue desplazada por un sistema educativo diferenciado, que beneficiaba a la población de las ciudades principales en detrimento de la de las villas y de la del campo. Estas desigualdades no fueron promovidas por la ciudadanía que se opuso al proceso reformista, sino por las dirigencias políticas e intelectuales que ascendieron al poder después de efectuados los comicios de 1889.

De finales del siglo XIX en adelante, las tendencias existentes antes de la reforma se volvieron a manifestar, en el sentido de que se mantuvo una demanda constante por parte de la sociedad civil en procura de que el Estado abriera más escuelas y ampliara la oferta educativa en las ya existentes. Los ciudadanos de las villas presionaron para que sus establecimientos de enseñanza fueran equiparados a los de las ciudades principales, y en las áreas rurales las comunidades se organizaron para que, en planteles en los que sólo se impartían dos grados, se abriera un tercer grado y, a veces, un cuarto grado, hasta alcanzar los seis grados que comprendía la primaria completa (Abarca, 2003). De esta manera, a las desigualdades originadas en los ajustes que experimentó la reforma, la ciudadanía respondió con nuevas iniciativas a favor de la igualdad de oportunidades educativas.

 

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Notas

* La investigación de base para el presente artículo fue financiada por la Vicerrectoría de Docencia de la Universidad de Costa Rica.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

Iván Molina Jiménez. M. Sc. en Historia. Profesor en la Escuela de Historia e investigador en el Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) de la Universidad de Costa Rica. Actualmente sus líneas de investigación comprenden la historia cultural y política de Centroamérica en general, y de Costa Rica en particular. Entre sus últimas publicaciones figuran: Moradas y discursos. Cultura y política en la Costa Rica de los siglos XIX y XX, Euna, Heredia, 2010; La ciencia del momento. Astrología y espiritismo en la Costa Rica de los siglos XIX y XX, Euna, Heredia, 2011, y Revolucionar el pasado. La historiografía costarricense del siglo XIX al XXI, Euned, 2012.

 

ABOUT THE AUTHOR:

Iván Molina Jiménez. M. Sc. History. Professor at the Escuela de Historia and Researcher at the Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) at the Universidad de Costa Rica. His current lines of research include the cultural and political history of Central America in general, and Costa Rica in particular. His most recent publications include: Moradas y discursos. Cultura y política en la Costa Rica de los siglos XIX y XX, Euna, Heredia, 2010; La ciencia del momento. Astrología y espiritismo en la Costa Rica de los siglos XIX y XX, Euna, Heredia, 2011, y Revolucionar el pasado. La historiografía costarricense del siglo XIX al XX, Euned, 2012.

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