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Secuencia

On-line version ISSN 2395-8464Print version ISSN 0186-0348

Secuencia  n.80 México May./Aug. 2011

 

Reseñas

 

Myrna Santiago, The Ecology of Oil: Environment, Labor and the Mexican Revolution 1900–1983

 

Alejandro Tortolero Villaseñor

 

Cambridge University Press, Nueva York, 2006, 411 pp.

 

UAM–IZTAPALAPA

 

En la primera parte la autora nos muestra la historia natural y política de la Huasteca. Aquí analiza la constante lucha por imponer un sistema mercantil basado en la propiedad privada de la tierra por las elites liberales y los hacendados de la región, frente a la oposición de los tennek, los indígenas que logran defender la propiedad comunal de la tierra y de los bosques con estrategias como los condueñazgos, es decir, la propiedad compartida de la tierra por un grupo de agricultores que pueden oscilar entre tres y 100. En efecto, los teenek, que basan su agricultura en los sistemas itinerantes de roza, tumba y quema, no veían utilidad en privatizar un territorio que ellos explotaban en forma colectiva y con fines de reproducción social. Los hacendados, en cambio, introducen la ganadería como sistema productivo y ven en la propiedad privada y en la mercantilización de los productos de la tierra el sistema adecuado para cultivar en la Huasteca.

Desde luego que el tipo de agricultura practicada por los teenek exigía rotaciones continuas y allí la propiedad comunal era lo más adecuado. Sin embargo, la segunda mitad del siglo XIX está marcada por el incremento de la hacienda: a mediados de siglo se transforman 25 haciendas en Ozulama y, en 1895, 31 en Tantoyuca. Sobre qué tipo de tierras se instaura la hacienda en la Huasteca? Aquí estamos frente a lo que la autora denomina un "edén", donde la piedra de toque aparece con la selva tropical y sus criaturas. En efecto, si la Huasteca está conformada por lagos, ciénagas, dunas, manglares y pantanos, lo que más resalta la autora es esa selva tropical que lleva a los viajeros a compararla con el edén, ese paraíso bíblico donde fluye "miel y leche". Es interesante señalar que la autora reconstruye este edén con los testimonios de viajeros, botánicos, geólogos pero también con las fotografías de las colecciones de los magnates petroleros como Pearson. El paraíso estaba allí, en los árboles de ébano, en los manglares, en las aves y lagartos, en los siete meses de lluvia que caían sobre la selva y sus criaturas, pero también en la lente del fotógrafo.

A la privatización de este paraíso se oponen los indígenas y esto los lleva a una serie de rebeliones y protestas que la autora menciona con detalle: las comunidades toman las armas seis veces entre 1832 y 1874. Si desde 1826 existían leyes que pretendían privatizar la tierra, las comunidades, argumenta Santiago, se levantan con los mismos objetivos: proteger la selva tropical y mantener la ecología indígena. Con base en esta protesta logran mantener sus tierras comunales hasta el último cuarto de siglo. Aquí queda la invitación para analizar esta lucha campesina en la lógica de los conflictos ambientales o ambientalistas que ha comenzado a delinearse en años recientes. También se antoja debatir la imagen del indígena, defensor de la naturaleza, frente al devastador empresario petrolero encarnado por Edward Doheny. Si el segundo encarna el "huracán petrolero" que va a cambiar todo el ecosistema en una década, lo que no está muy claro es la eficiencia ecológica de un sistema como el de roza–tumba y quema.

En la segunda parte la autora explora la ecología del petróleo en tres capítulos. En el segundo explora los cambios en los sistemas de tenencia de la tierra, en el tercero los cambios en los usos de la tierra y en el cuarto la labor de reclutamiento de los trabajadores. En ese orden encontramos que en dos décadas los barones del petróleo adquirieron la selva tropical y controlaron en forma corporativa las antiguas propiedades comunales y privadas. Para ello fue necesario un cambio en la legislación que posibilita que los propietarios del suelo también lo sean de los "jugos de la tierra". Si esta legislación había comenzado en la minería (1884), en 1909 se incluye el petróleo. Con esta base legal, Edward Doheny compra en la primera década del siglo XX a la familia Sainz–Trápaga las haciendas del Tufillo y Chapacao (181 496 ha) por una suma cercana a 1 000 000 de pesos. Suma irrisoria si sabemos que allí asienta sus empresas petroleras que una década después, en 1921, tienen beneficios por más de 22 000 000 de dólares (p. 96). El otro personaje que acapara tierras es Weetman Pearson, 240 000 hectáreas y renta otras 120 000 hacia 1903. Estos dos personajes crean sus empresas en la Huasteca, la Huasteca Petroleum (Doheny) y El Águila (Pearson) y convierten esta franja en la tercera región petrolera más rica del mundo, detrás de Estados Unidos y Rusia. En 1922 controlaban cerca de 46% del territorio en esta zona (p. 70).

Para ejercer este control recurren a la compra de haciendas desgastadas por la actividad ganadera que sólo tenían deudas y pérdidas por las continuas enfermedades del ganado sujeto a las inclemencias de insectos, animales, plantas venenosas y al chapopote que emanaba de la tierra. También los indígenas reaccionan a las ofertas de los agentes de las compañías petroleras quienes les hacían ofertas fabulosas: no traían ganado para destruir los campos de maíz como los hacendados, no solicitaban que la tierra se volviera pastos pata animales, no vivían cerca para molestar a los indígenas y, aún más importante, los dejaban vivir en el lugar a cambio de la firma de venta y todo por sumas que nunca en su vida habían visto los indígenas. Sin embargo, no todo era perfecto. La cara oculta de los contratos especificaba que podían cortar los árboles para construir casas y barracas para los trabajadores tanto como para construir los ferrocarriles, pero sobre todo no da ninguna regalía sobre los productos del petróleo a los indígenas, y en casos como el incendio de San Diego del Mar, que ocurre en julio de 1908, no contemplan ninguna seguridad para los antiguos habitantes que sufren la destrucción del paraíso. Durante 57 días el pozo arde generando gases tóxicos que en Tamiahua enferman a un tercio de la población. Los indígenas comienzan a ver que los riesgos son grandes y comienzan a cambiar de actitud frente a las compañías como el negar información sobre pozos a los geólogos y agentes que eran incapaces de encontrarlos en la naturaleza agreste. La respuesta de las compañías es variada, la principal es el aumento del dinero en transacciones, pero también la intimidación con muertes y quema de pueblos.

En el capítulo tercero, la autora explora los cambios en los usos del suelo. Ella va tejiendo una historia donde el ecosistema de la selva húmeda es reemplazado por la actividad humana presente en pozos petroleros, pueblos para trabajadores, refinerías, puertos y ciudades industriales. La huella de esta actividad humana se extiende sobre 81% del territorio de la Huasteca (p. 103), donde se perforan 6 029 pozos hacia 1936. La "celestial quietud" de la selva se transforma en gritos, órdenes, metales y vapores según Traven. Tampico es la joya de la corona en esta transformación. De 17 569 habitantes en 1900, crece a cerca de 100 000 en una década, siendo la quinta aglomeración más grande de México en 1910. Allí sus cuatro casinos, 77 licorerías, 34 bares, siete estudios fotográficos, nueve relojeros, seis embotelladoras de agua mineral, dos fábricas de hielo, nueve lavanderías, doce sastrerías, seis panaderías, cuatro tiendas de comida son la muestra de que el progreso había llegado en forma tan acelerada que había tomado desprevenido al clero mexicano (no había iglesia). En 1919 en Moralillo ya no sólo volaban las aves tropicales, allí se construye el primer aeropuerto del país (cuarto en el mundo) para transportar las nóminas y pagos de los trabajadores petroleros.

Sin embargo, no sólo la urbanización va a actuar en contra de la selva húmeda, en 1938 esta había desaparecido por los efectos colaterales de la explotación petrolera: la urbanización, los incendios, la deforestación y los gases tóxicos reemplazan al antiguo ecosistema. Es interesante señalar que si la bonanza petrolera deja muy poco a la población lugareña, en cambio el incendio de San Diego del Mar en 1908 marca un hito en esta historia, al convertirse en el despilfarro petrolero más grande de la historia, dos veces más importante que todo el petróleo incendiado en la guerra del Golfo en 1991 (p– 137). La autora se pregunta si las compañías, después de más de medio siglo de prospecciones petroleras, no habían desarrollado tecnologías para combatir incendios y desperdicios derivados de la explotación. En realidad responde que invierten muy poco en tecnología y lo poco que destinan a este rubro lo hacen para aplastar la organización de los trabajadores.

En el capítulo cuarto la autora nos muestra que la relación con la naturaleza depende de la clase social y la raza. De un lado los extranjeros ejecutivos que cazaban, pescaban y coleccionaban plantas y animales exóticos eran los amos de la naturaleza; por ejemplo, Everet Lee de Golyer, jefe de geólogos de El Águila. No había terminado la universidad y Pearson lo manda en 1911 a terminarla, siendo el "estudiante más rico del campus". Ganaba 350 dólares al mes más gastos de campo y transporte. Otros geólogos ganaban entre 9 000 y 15 000 dólares anuales. El geólogo Charles Baker decía que los mexicanos eran "menos desarrollados, quizá más débiles, una raza tropical" (p. 164). Sólo había dos geólogos mexicanos: Mesa Andraca y Ezequiel Ordoñez, a pesar de que la escuela de minas era de las más prestigiadas del mundo. Los perforadores de pozos eran los segundos en la escala de importancia y en 1917 ganaban 20 dólares por día, el doble que en Estados Unidos. Ante la amenaza de abandonar los pozos en 1918 les suben los salarios de 375 a 425 dólares. Un perforador de gozos americano que trabajaba para El Águila narraba que les daban comida que venía directamente de productos embarcados en Londres; en navidad les daban tanta comida que podrían hundir un barco con productos de Inglaterra, India, Persia y Francia, resaltando la calidad y la abundancia de los alimentos (p. 167). Si se enfermaban tenían doctores estadunidenses y para sus servicios contaban con trabajadores chinos para la cocina, cafeterías, clubes, hoteles y casas de huéspedes para extranjeros.

Doheny contrata en 1913 un arquitecto para construirle un herbolario en su casa de Los Ángeles con un costo de 150 000 dólares adornado con 10 000 orquídeas, palmas y árboles tropicales importados de México. En un regalo de cumpleaños le envía un mono a su hijo y en otra ocasión trae un siervo que vagaba por sus tierras. Un administrador de la empresa tenía un jaguar como mascota.

Del otro lado, los nacionales se encargaban de la deforestación, construcción, y limpieza, y el trabajo rudo era realizado por indígenas. Los trabajadores sentían un ambiente inhóspito, veían a la Huasteca como "una colección de plagas del diablo". Atrapaban la malaria, la fiebre amarilla, la viruela, la tuberculosis. Estaban expuestos a químicos tóxicos y sufrían numerosos accidentes. El petróleo es la segunda industria más peligrosa después de la minería. En 1934 El Águila reportó 1 224 accidentes que requerían hospitalización, es decir tres por día.

Las familias viven en vecindarios tóxicos, cerca de los pozos y las refinerías con emisiones tóxicas de hidrógeno sulfatado. Mientras más pobre más grande eran los riesgos de tener problemas de este tipo. Los versos de una canción popular ilustran bien esta situación: "Muchos de los que se van / a trabajar a Tampico / unos encuentran trabajo / otros agachan el pico / Porque dicen que se enferman / de vómito y calentura / esos se quedan sin trabajo / y se van a la sepultura" (p. 191).

La violencia verbal y física no estaba ausente. Juan Hernández se queja en 1922 que lo tratan de burro, y compañías como La Corona (holandesa) tuvieron una cárcel hasta 1922, la Huasteca Petroleum (Doheny) la mantiene hasta los años treinta. En cambio, las compañías no invierten en equipos de protección para prevenir el daño de los gases o las explosiones (p. 197).

En la tercera parte explota los cambios en la composición social y los conflictos que los trabajadores enarbolan frente a los barones del petróleo. Aquí sorprende el cambio tan radical que en unos cuantos años parecen experimentar unos trabajadores interesados en aprender una cultura política a través de periódicos anarquistas y líderes obreros. Con esa cultura no es extraño que frente a despidos masivos de trabajadores, casi 50% en 1921, enarbolen luchas contra los empresarios petroleros. En su protesta se apoyan también en la recién aprobada Constitución de 1917 que viene a poner un freno a la ambición ilimitada de extracción y transformación del petróleo. Los ideólogos de la revolución heredan la ideología liberal de no oponerse a la modernización y a la explotación, pero imponen serios límites: de un lado, ponen en manos de la nación los recursos del subsuelo y, del otro, proponen una explotación moderada del recurso. El conservacionismo aparece desde 1916 (p. 259)– En efecto, los ideólogos de la revolución, como sus predecesores porfiristas, no consideraban el conocimiento local ni la ecología indígena como un proyecto de desarrollo económico para el país, en cambio era una generación utilitarista que como sus predecesores creía en la modernización, el progreso, el desarrollo y todo ello con base en la explotación de la naturaleza. Lo que objetaba era la dilapidación del recurso, la naturaleza, para ellos, era un bien colectivo cuya explotación requería una administración adecuada y juiciosa (p. 262). Lord Pearson parece coincidir con estas propuestas cuando afirma que habría que oponerse a la explotación de pozos en forma promiscua y sin control como había visto que se hacía en Estados Unidos (p. 267). En 1918 se dirige a la Cámara británica de los Lores para expresar sus opiniones sobre la perforación de pozos en Inglaterra expresando estas sugerencias, el problema es que no sólo en Estados Unidos había esta política devastadora, sino que en las propias empresas de Pearson en la Huasteca la situación era semejante y por eso los ideólogos revolucionarios enarbolan una política conservacionista. En el fondo lo que volvemos observar es la relación de poder que en sociedades autoritarias construyen empresarios que prefieren destruir los recursos naturales en lugar de encontrar formas más adecuadas, más sustentables para la extracción de los recursos. Hemos señalado junto con D. Gallego que la relación entre las empresas, el ambiente y la sociedad genera situaciones donde una empresa que se sitúa en un contexto ambiental y social dado con muy alta capacidad de imponer los objetivos de la propiedad sobre las demás personas y grupos implicados en el proceso productivo puede provocar graves efectos ambientales y sociales en su entorno, ya sea socavando el capital ambiental o humano o dificultando la realización de algunas potencialidades de la sociedad y de la naturaleza en la que se inserta. Este parece ser el caso de Pearson quien prefiere destruir la selva tropical de las huastecas donde es un propietario todopoderoso, y en su país establecer políticas más consideradas, menos promiscuas, de explotación de los recursos.

Frente a esta inmoderada explotación la autora se pregunta si hubo una respuesta social y responde afirmativamente: sí, de los trabajadores. Ellos se convirtieron en uno de los sectores más radicales del movimiento obrero. Enarbolan una lucha de clases contra las compañías desde 1911 hasta 1938. En 27 años hacen 120 huelgas (4.5 por año). Si las demandas mayores fueron por reducción de la jornada de trabajo y mayores salarios otras se ligan a su percepción del medio ambiente, sobre todo a través de la salud y la seguridad. La anemia, anomalías del corazón, irritación intestinal y problemas crónicos del estómago, asfixia, náusea, úlceras, problemas de la vista y lesiones en la piel eran enfermedades comunes. Piden se declare la malaria como enfermedad ocupacional desde 1920. La malaria se propaga por deforestación y creación de lugares adecuados para propagación del mosquito. La proposición del contrato colectivo incluye, en el cap. 8, 43 cláusulas sobre enfermedades y cuidados médicos, y el cap. 9 compensaciones, seguridad e higiene. Demandas específicas permiten observar la relación del hombre con la naturaleza: salarios dobles por jornadas en la lluvia (nueve de once meses llueve) o lodo y así sucesivamente. La suprema Corte decide que los trabajadores tienen razón en su demanda de contrato y las compañías anuncian que no se pliegan a la ley mexicana. El 18 de marzo deciden lanzarse a la huelga y allí aparece la épica. La expropiación no Ríe una decisión aislada de Cárdenas sino también producto de la militancia de los trabajadores por tres décadas.

Todo esto nos muestra este interesante libro que así se aleja de los numerosos estudios precedentes sobre el petróleo en México al abordar el tema ecológico como una de sus preocupaciones fundamentales.

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