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Secuencia

versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.80 México may./ago. 2011

 

Artículos

 

Humanitarismo, redención y ciencia médica en Nueva España. El expediente de salud pública para frenar la extinción de indios en la Baja California (1797–1805)

 

Humanitarianism, Redemption and Medical Science in New Spain. The Public Health Plan to Halt the Extinction of Indians in Baja California (1797–1805)

 

Francisco Altable

 

Universidad Autónoma de Baja California Sur

 

Fecha de recepción: abril de 2010
Fecha de aceptación: junio de 2010

 

Resumen

A partir de la descripción de los diversos momentos de la puesta en marcha de un programa médico diseñado para revertir el largo proceso de decadencia poblacional de los indios de la península de California, se pone a la vista lo que podría denominarse el humanitarismo político de la corona española, proyectado en el debate habido entre las perspectivas religiosa y científica en torno a la extinción de los indios. El artículo explica las causas de lo que se denomina aquí la utopía de la sanación de los californios y ofrece una interpretación que varía de las concepciones relativas a la consabida incapacidad génica de los indios para sobrevivir a los contagios, a los errores e imposiciones del proceso de aculturación y a otros factores adversos a la existencia indígena. Se concluye que el fracaso del programa médico en cuestión contribuyó a la frustración de las expectativas colonizadoras, humanitarias, religiosas y modernizadoras del régimen borbónico.

Palabras clave: Extinción, salvación, ciencia, curación, epidemia, civilización, evangelización, utopía, modernización, salud.

 

Abstract

On the basis of a description of various moments in the implementation of a medical program to reverse the long population decline of Indians in the California península, what could be called the political humanitarianism of the Spanish Crown emerged, projected onto the debate between the religious and scientific perspectives regarding the extinction of the Indians. The árdele explains the causes of what is called the Utopia of the Californians' healing, offering an interpretation that ranges from relative conceptions to the Indians' well–known genetic capacity to survive the infections, errors and impositions of the acculturation process and other factors that adversely affect indigenous existence. It concludes that the failure of the medical program in question contributed to the frustration of the colonizing, humanitarian, religious and modernizing expectations of the Bourbon regime.

Key words: Extinction, salvation, science, cure, epidemic, civilization, evangelization, Utopia, modernization, health.

 

ANTES DE ENTRAR EN MATERIA

Un prejuicio muy común entre los mexicanos establece que el colonialismo español fue un régimen esencialmente opresor de la población indígena, opresión de la que participaban tanto los españoles ibéricos como los criollos y mestizos. El carácter prejuicioso, sin embargo, no está sólo en creer que se cometieron grandes injusticias con los pobladores de ascendencia prehispánica, sino en dar por hecho que toda obra y relación entre indios y españoles se redujo a una vida de sufrimiento y servidumbre para los primeros y al ejercicio de un dominio profundamente egoísta y cruel por parte de los segundos. Solamente el clero, o una parte de él cuando menos, escapa a esta definición general de nuestra memoria popular para situarse casi como el único sector de españoles que miró a los indios con bondad y ayudó a contener los malos tratos, concepción que hunde sus raíces en la construcción decimonónica de una identidad nacional y en la buena fe del pueblo mexicano hacia los sacerdotes de su Iglesia, pero que tiene también un contenido mítico.

Tal vez convenga aclarar que este no será un escrito delator de las exageraciones de una cansada "leyenda negra" de la conquista española, ni tampoco un discurso apologético de las aportaciones de España al Nuevo Mundo. Esperamos que baste con hacer manifiesto nuestro apego a ese lugar común que, en todo caso, entiende la historia de Nueva España como una en que se entrelazan los claros y los oscuros, como nos parece que son todas las historias humanas.

En este sentido, nos guía la intención de poner a la vista algo bastante simple: que junto a los afanes religiosos y al sentido utilitarista de la colonización española yacía también una voluntad de carácter humanitario, representada, en este caso, por la determinación regia de que se pusiese en marcha un programa médico a fin de investigar las causas y aplicar los remedios para revertir el proceso patógeno que, de manera intermitente, desde hacía décadas conducía a la extinción de los indios de la Baja California, mandato que tuvo un seguimiento puntual en un documento al que aquí nos referiremos con el nombre de Expediente de 1799.

Creemos que es precisamente esta suerte de filantropía política lo que hace interesante a esta breve compilación de informes y dictámenes que fue el expediente en cuestión, cuya significación histórica se ubica en el marco de los empeños modernizadores del régimen borbónico respecto de las funciones básicas de la administración del Estado moderno, en virtud de lo cual se asumía la necesidad de sistematizar y extender el cuidado de la salud a todos los subditos españoles, concepto que hace liga con los fundamentos del pensamiento revolucionario de aquella época, la denominada Corriente de la Ilustración, para la que todo progreso social dependía, en principio, de la sabia dirección de los monarcas, quienes, en vista de ello, se imponían la obligación de establecer políticas sanitarias con qué combatir las enfermedades masivas y, así, reducir sus efectos perniciosos en el trabajo y en la generación de riqueza.

Por otra parte, nos parece que la referida cédula real y su consecuencia inmediata, el Expediente de 1799, constituyen el reconocimiento tácito de que la monarquía y la religión no habían llevado del todo bien la empresa de "civilizar" a los californios. Si bien resultaba inadmisible la idea de la "naturaleza dañina" del programa de aculturación misional, no podía soslayarse el hecho de que la vertiginosa mortandad de los nativos baja y altacalifornianos representaba la antítesis de lo que se había idealizado como fruto del gran proyecto "benefactor" de la conquista y evangelización hispánicas en esa región de América.

Si esto no estaba resultando todo lo bien que se deseaba, lo menos que podía hacerse era tratar de librar a los indios de un acabamiento seguro. Si para la Iglesia católica la "salvación divina" de las almas, en cierto modo, justificaba los propósitos metafísicos de la ocupación española de California, para el régimen borbónico la muerte de tantos seres humanos comprometía sus aspiraciones de modernidad y hablaba muy mal de España entre los miembros del selecto grupo de los países "civilizados".

El orden de exposición que más conveniente nos ha parecido es el elemental de la sucesión de hechos consignados en el Expediente de 1799, que es estrictamente cronológico. Sin embargo, ha sido necesario anteponer un apartado de carácter introductorio para enterar al lector sobre los graves antecedentes que urgieron a la averiguación de las causas del declive poblacional de los indios bajacalifornianos y a la puesta en práctica del programa sanitario que da razón de ser al documento mencionado. Salvado este punto, son cuatro los subtítulos en que hemos dividido nuestra comprensión acerca del proceso en su totalidad: el primero para exhibir el contenido de la orden real que mandaba hacer la investigación correspondiente y organizar la atención médica, lo que permitirá acercarnos a las opiniones expuestas por los frailes dominicos encargados de las misiones peninsulares; las dos siguientes secciones se refieren a los dictámenes presentados por quienes ejercían en ese entonces la medicina profesional en Nueva España, los expertos facultativos y académicos del llamado protomedicato de la ciudad de México, que conceden al Expediente un juicio preliminar en torno al probable origen de las enfermedades que padecían los californios peninsulares, y el doctor Pablo Soler, autor de un pequeño, pero revelador diagnóstico sobre la patogenia sudcaliforniana y uno de los cirujanos registrados en la nómina de la contaduría del puerto novogallego de San Blas, quien había servido varios años en la región y, gracias a ello, conocía de cerca la decadente situación de aquellos aborígenes; en cuarto lugar, una brevísima relación de las disposiciones finales a que dieron lugar las recomendaciones científicas del caso. Como nota final, fue consecuente un esfuerzo reflexivo a propósito de las diferencias de concepción habidas respecto del fenómeno epidemiológico entre los clérigos de la orden dominica y los representantes novohispanos de la ciencia médica –Pablo Soler, en particular–, así como de los principales factores que hicieron de este proyecto sanitario una quimera de la modernización borbónica.

 

EL CONTACTO LETAL CON LOS ESPAÑOLES (1697–1784)

Se cree que hasta el establecimiento de las misiones jesuíticas no hubo en la península de California un descenso notorio de la población aborigen debido a la transmisión de enfermedades mortales, básicamente porque los contactos entre indios y españoles habían sido esporádicos durante los 170 años que habían transcurrido desde las primeras aproximaciones cortesianas del siglo XVI. Luego, ha de tenerse como principio de dicho proceso decadente la fundación del puerto y misión de Nuestra Señora de Loreto en 1697, lo que no niega la posibilidad de algunos contagios aislados en tiempos anteriores.

La muerte masiva de indios en la península de California fue precedida por el mismo fenómeno en las vecinas provincias de Sonora y Sinaloa durante los siglos XVI y XVII. En un trabajo de síntesis historiográfica, Ignacio Almada afirma que la transmisión de microorganismos perniciosos, alojados en los cuerpos de las personas y animales, así como en los bultos y equipajes que viajaban por mar y tierra desde otras regiones del virreinato, llevaron a Sonora los virus y bacterias que la asolaron desde fines del siglo XVI, ante el desconcierto de los curanderos indígenas, quienes, al igual que muchos europeos, se entregaron a la idea de que aquellos horribles males que experimentaban eran obra de la predestinación y del castigo divinos.1 No obstante, si de salvar su propio prestigio e influencia tribal se trataba, estos chamanes culpaban también a los misioneros jesuítas y a sus "extrañas" prácticas. Tales creencias y acusaciones a menudo eran consecuencia y justificación de la ineficacia de los rituales autóctonos y del carácter muchas veces paliativo de la asistencia médica y piadosa que daban los ignacianos a los indios moribundos de las comunidades misionales.

Antes que a Sonora, las infecciones mortíferas llegaron a las antiguas provincias coloniales de lo que hoy es Sinaloa. Respecto de las jurisdicciones sureñas de Chametla y Culiacán, con números que no dejan lugar a dudas sobre los siniestros alcances de la hecatombe demográfica, Sergio Ortega Noriega documenta cómo, al paso de unas cuantas décadas, quedaron reducidas y al borde de la extinción las que en otro tiempo fueron comarcas de abundante población indígena.2

Por tanto, puede admitirse la hipótesis de que existe una relación directa entre la expansión de los males epidémicos en el noroeste continental y su aparición en la península californiana, lo que se compadece con la idea de que la virtual inmunidad de los indios californianos terminó en cuanto se instalaron los religiosos y los soldados contratados para el resguardo de la misión madre, provenientes, precisamente, de las provincias ya contaminadas del otro lado del golfo.3 Prueba de ello es que las infestaciones ampliaron su radio de acción conforme fueron erigiéndose nuevos pueblos de cristianización a norte y sur de Loreto, y aunque existen referencias acerca de contagios habidos entre gentiles y catecúmenos, es dable pensar que esto ocurrió con mucha mayor frecuencia en las zonas donde colindaban las tierras misionales con los territorios gentílicos, mientras que las bandas o tribus más alejadas permanecieron por más tiempo a salvo de los gérmenes patógenos.4

Desde un principio, el hacinamiento en chozas y templos de indios habituados a sus vidas de cazadores y recolectores errantes facilitó la propagación de flagelos, tales como la viruela, el sarampión, la disentería, el paludismo, la tifoidea y la sífilis o "mal gálico", como la llamaban los españoles.5 En el transcurso, la lejanía de los grandes centros urbanos del virreinato y las consecuentes dificultades para conseguir con regularidad la asistencia médica y las medicinas necesarias contribuyeron, por omisión, a la reincidencia de los brotes infecciosos y al incremento de las cifras mortales.

Es oportuno hacer un paréntesis para aclarar de una vez que no conocemos ningún documento ni estudio que haga una discriminación cuantitativa y cualitativa sobre el paso de las epidemias por la Antigua California; es decir, no sabemos qué padecimientos fueron específicamente más intensos en la región ni sus respectivas proporciones en cuanto al número de víctimas. Lo que sí está documentado es que la sífilis fue, en opinión de misioneros y autoridades reales de aquella gobernación, la principal causa de la incapacidad reproductiva de las etnias peninsulares durante la época de las misiones y, por tanto, del galopante descenso poblacional de dicha fracción de la sociedad provincial, lo cual, desde luego, no excluye la relativa incidencia que tuvieron otro tipo de afecciones en la población indígena, como se sugerirá párrafos adelante. Está de más decir que, cualesquiera que hayan sido tales diferencias, el resultado conjunto fue el mismo: la muerte intermitente y vertiginosa de los nativos.

A propósito de esto, es forzoso aludir a la teoría tan conocida de la escasa resistencia génica que, en general, opusieron los organismos indígenas a las agresiones de los microbios de procedencia presuntamente euroasiática. La provincia de California no fue la excepción, pues ya en la época se señalaba a los soldados y marinos españoles como agentes transmisores de los padecimientos que llevaban a tantos indios a la inhabilitación, a la esterilidad sexual y a la muerte, señalamiento que se hacía pensando, sobre todo, en los trastornos sifilíticos.6

A juicio de quienes han investigado la presencia jesuítica en la Baja California, no existe duda sobre las nefastas secuelas que fue dejando en la población nativa el paso del sistema misional. Aunque las cifras guarden cierta irremediable inexactitud, es admisible que la pérdida rondó 83% del total de habitantes convencionalmente calculado para antes del contacto con los españoles; es decir, se pasó de 41 500 individuos en 1697 a tan sólo 7 149 en 1768, año, como bien se sabe, en que fueron desterrados los misioneros de la Compañía de Jesús.7 Cierto es que tan honda diferencia no ha de circunscribirse a los efectos de los brotes pestíferos; otras causas intervinieron, pero existe una certeza razonable sobre el peso dominante que aquellos tuvieron en los índices de mortalidad.

La distancia entre ambas cantidades resulta tanto más significativa porque el mencionado total es comparativamente mucho más corto respecto de los cientos de miles que poblaban las provincias de Sonora y Sinaloa en tiempos de su conquista, lo que hace ponderable la posibilidad de que la población peninsular fuese considerablemente más sensible a la pérdida de vidas por efecto de los contagios infecciosos. En otras palabras, cuánto más pequeña la cantidad de indios en un espacio dado, menores las esperanzas de que estos lograsen sobrevivir a los embates de las enfermedades contagiosas; he aquí, creemos, una de las diferencias fundamentales entre la península californiana y las jurisdicciones vecinas, cuyas poblaciones indias no llegaron al umbral de la desaparición absoluta. Ya antes de mediar el siglo XVIII, en Sonora y Sinaloa era perceptible una tímida tendencia hacia la recuperación, probablemente asociada a la adaptación génica de las nuevas generaciones.8 Por el contrario, salvo en su extremo septentrional y en cantidad muy exigua, la población indígena peninsular no experimentó altos o retrocesos definitivos en el curso de su disminución, sino que, con intermitencias, siguió cuesta abajo hasta quedar reducida a nada conforme transcurría la primera mitad del siglo XIX.

Los años que siguieron al extrañamiento de los jesuítas vieron la sustitución de estos, primero, por frailes del colegio franciscano de San Fernando de México y después, a partir de 1773, por predicadores de la orden de Santo Domingo. Por un tiempo, los censos misionales acusaron ciertos incrementos, pero esto fue sólo porque las nuevas fundaciones de cuño dominico en la parte norte de la península elevaron las poblaciones misionales en su conjunto.

Ha de advertirse que no fue la simple propagación de las infecciones lo que puso a los californios a las puertas mismas de su desaparición étnica; en el transcurso hubo factores, derivados del propio deterioro de la salud, que fueron causantes de la creciente incapacidad de los naturales para sobrevivir en las nuevas condiciones que impuso el sistema misional. Atiéndase el hecho de la elevada tasa de fallecimientos entre las mujeres, debilitadas por una alimentación insuficiente que las hacía especialmente frágiles a la hora de los partos, lo cual, en medio de los estragos corporales producidos por los contagios venéreos, no hizo sino desarticular el ritmo natural de la reproducción biológica, que ya en tiempos premisionales se mantenía, según el investigador Sherburne Cook, en un delicado estado de equilibrio debido a la alta mortalidad infantil.9

Tal situación empeoraba porque las reglas de comportamiento dentro del programa de instrucción religiosa, introducidas por razones de moral cristiana y dirigidas a impedir los amancebamientos, restringían la búsqueda de indias aptas para la fecundación por parte del género masculino,10 cuyas facultades reproductivas también debieron de experimentar daños crónicos a consecuencia de la sífilis, de modo que la necesaria multiplicación generacional tuvo que verse profundamente limitada por la falta de vientres capaces y por la escasez de jóvenes sexualmente aptos que lograban sobrevivir a sus nacimientos e infancias.11

La percepción que tuvieron los indios de su propia desgracia es materia de conjetura en casi todo, pero se sabe que hubo reacciones contradictorias. Muchos buscaron la protección de los misioneros en la creencia de que el agua bautismal y los rezos católicos los salvarían de morir,12 presunción que pudo ser inducida por los religiosos como una forma de mantener a los catecúmenos atemorizados y dentro de los núcleos misionales. Al lado de esto, también ocurría que los indios se fugaban de las misiones para tratar de librarse de los fatídicos contagios. En las crónicas y demás documentos relativos a la Antigua California hay no pocos pasajes que informan sobre este comportamiento instintivo de sobrevivencia, inútil, al fin de cuentas, porque la creciente fuerza de gravedad que las misiones ejercían sobre los nativos –ya por coacción, ya por interés material, ya por adaptación social– no hizo sino sujetarlos a los focos de infección.

Mucho debió de contribuir a la decadencia general de los californios el hecho de que el sistema de cambio cultural a que fueron sometidos en las pobres misiones bajacalifornianas, casi todas ellas escasas de tierras para el cultivo y pastoreo, los puso en un estado de mayor debilidad al despojarlos, generación tras generación, de sus conocimientos tradicionales ele subsistencia, y al ser incapaz de sustituir aquel precioso legado con mejores condiciones de existencia en la misión. Como no fue así, la combinación de esta mala situación con los efectos de las pestes resultó letal para los antiguos gentiles de la península.13

La gran mortandad de la Antigua California fue algo que cuestionó la eficacia y calidad moral de las sucesivas administraciones del clero regular en dicha provincia novohispana, mortandad imposible de minimizar en los estados que elaboraron los propios misioneros —franciscanos y dominicos, en particular. Los trece pueblos de misión existentes en la Baja California de 1771 congregaban a 5 094 catecúmenos, esto es, 2 055 individuos menos que en 1768, un baja de poco más de 50% tan sólo en tres años, lo que hacía palpable y en extremo preocupante el ritmo de caída poblacional de las etnias peninsulares. De seguir así, advertía el fraile Francisco Palou, superior de las misiones durante la tutela franciscana (1768–1773), "en breve se acabará la California antigua".14 Por desgracia, no hemos podido separar —tal vez no podrá hacerse nunca, dada la obscuridad de los testimonios conocidos— qué proporción de estas cifras son atribuibles a decesos directamente ocasionados por enfermedades de contagio, pero es seguro que el número fue muy elevado.

 

LA ORDEN DEL REY Y LOS INFORMES DEL CLERO DOMINICO (1784–1800)

En algún momento, la severa declinación de los indios bajacalifornianos debió de sumarse al conjunto de hechos que engendraban una suerte de vergüenza política para la monarquía española, enfrentada a la crítica extranjera en razón de lo que algunos consideraban el desastre existencial de los indios americanos, cuya situación de pobreza, explotación y decaimiento general, se decía, difícilmente justificaba los fines de un régimen que se jactaba de encabezar un proyecto cristiano y civilizador. Así que, en interés de esta suerte de filantropía y misericordia políticas, la corona de España se propuso averiguar las causas y disponer los remedios para frenar lo que muchos anunciaban ya como el inminente acabamiento de los indios de la California peninsular.

Con vistas a ello, en 1784 mandó el monarca que se le presentase un estado detallado a fin de "comparar" las condiciones en que se hallaban por entonces las misiones novohispanas con las habidas en tiempos anteriores a la salida de los jesuítas, pues había gente influyente que respaldaba la idea de que la Compañía de Jesús, a diferencia de otras órdenes misioneras, había sabido administrar los centros de evangelización sin tanto quebranto para la población indígena. Por cuanto tiene que ver con las reducciones bajacalifornianas, su presidente, el dominico Miguel Hidalgo, sólo informó que el número de indios adscritos al sistema misional había caído drásticamente a consecuencia de cuatro grandes epidemias mortíferas y de la escasez de alimentos que provocaba la sequedad del suelo peninsular.15

Es una incógnita lo que resultó de estas primeras indagaciones, pero es de creerse que muy poco, pues no tenemos noticia de ninguna medida relevante tomada sobre el particular; en cambio, sabemos que las solicitudes de información por parte de las más altas autoridades del régimen continuaron en los años siguientes. En 1793, a raíz de una nueva consulta, el sucesor de Hidalgo, Cayetano Pallas, informó a Madrid que los padres jesuitas habían reportado, "en cierto momento", un total de 22 000 indios catecúmenos, pero que no pasaban de 8 000 al momento de su partida, cifra que siguió a la baja desde entonces, a pesar de que estaban ahí incluidas, dice el fraile, las familias indígenas de las cinco misiones recién establecidas en la parte norte de la península.

Al igual que Hidalgo, Pallas atribuye tan drástica disminución a los intermitentes brotes epidémicos, sobre todo de sífilis, a la que calificaba de "peste incurable y radicada", tanto más porque los nativos eran, en su opinión, "naturalmente ociosos y estúpidos, voluptuosos, embusteros, desconfiados y amantes de la vida libre y brutal que gozaban en los montes antes de su reducción", convirtiéndose en presas fáciles de las enfermedades contagiosas, ante cuyo ataque muchos preferían ponerse en manos de sus curanderos tradicionales antes que aceptar los tratamientos de los misioneros, a lo que añadía su advertencia sobre la cada vez más pobre obtención de recursos para la compra de sustancias medicinales desde que los ingresos del llamado Fondo Piadoso de las Californias —establecido por los jesuitas a comienzos del XVIII y confiscado por las autoridades de la Hacienda real al momento de la controvertida deportación— habían comenzado a disminuir, según él, en parte por el creciente deterioro económico de las fincas agropecuarias que componían el fondo y en parte por la poca voluntad de las instancias superiores del clero dominico para recoger limosnas entre las familias ricas de Nueva España. De forma velada, además, se hacía la insinuación de que la transferencia del fondo a la administración pública había dado pie a su utilización en fines no siempre apostólicos.16

En virtud de estos y otros informes similares, el soberano signó una cédula real que mandaba al virrey de Nueva España tomar las medidas conducentes a fin de erradicar las patologías infecciosas que asolaban la península de California. Esto ocurrió a fines de 1797, pero el mandato, desconocemos por qué, no recibió un inmediato cumplimiento, de modo que no fue sino hasta el 6 de noviembre de 1799 cuando al fin se puso en actividad el diferido expediente,17 que, a partir de entonces, iría agrandándose con las sucesivas opiniones y dictámenes del clero dominico, de los médicos expertos al servicio de la monarquía y de las instituciones hacendísticas del virreinato mexicano.

Todavía pasó cosa de un año para que el virrey en turno, Félix Berenguer de Marquina, pidiera a quien ahora fungía como presidente de las misiones peninsulares, el dominico Vicente Belda, un veredicto que condujese a la instrumentación de un programa médico en ayuda de los indios. Una vez integrada la propuesta en cuestión, se dejaría su revisión al fiscal de real Hacienda encargado del caso para que dictaminase "lo conveniente". Sin embargo, lo que hizo Belda fue poco más que transcribir lo consignado en el referido testimonio de Cayetano Pallas, pero anexó una información final que amerita anotarse. Expone que las irrupciones pestíferas continuaron en las décadas que siguieron a la administración jesuítica, hasta llegar a las "muy rigurosas de 1767 y 1771, que mataron —consigna— a casi la mitad del reducido número que quedaba. Culpa sobre todo al llamado mal gálico, al que consideraba "endémico" por la virulencia de su contagio en los niños desde la existencia fetal. En su experiencia, la condición de estos se agravaba al momento mismo de nacer debido a la "natural indolencia y descuido de los indios en conservar la limpieza y el aseo necesarios para la salud". Junto con otros de sus correligionarios, insiste en que el repudio manifiesto de los nativos hacia las medicinas españolas los hacía víctimas "seguras" de la muerte, y asienta, en coincidencia con legos y sabios, que una de las raíces de tanta enfermedad pestilente era la mala costumbre que tenían los catecúmenos de compartir las ropas, aun después de haberse dormido sobre la tierra o ensuciado con ellas.

El fraile no habla con especificidad de ello, pero es cosa conocida que, al lado de los franciscanos de la Alta California, los dominicos de la porción peninsular añadían a la lista de causas concomitantes la mala combinación que hacían el consentimiento "libertino" de las indias y el acoso sexual de soldados y marinos españoles, portadores, según se sabía, de graves enfermedades venéreas. Otro elemento adverso que formó parte de la argumentación dominica, al menos en la de Belda, se centró en la polémica idea de que la "debilidad" física y mental de los indios gentiles era idiosincrásica y los hacía especialmente vulnerables en el proceso de adaptación a la vida de los pueblos misionales, conjetura que, como luego veremos, mereció la más contraria reacción por parte de los médicos ilustrados de la monarquía.

En suma, los misioneros culpaban a los propios indios por sus "malos hábitos de limpieza, por su sexualidad "desenfrenada" y por aferrarse "insensatamente" a las "supercherías" de sus chamanes curanderos. Asimismo, responsabilizaban a las autoridades reales de escatimar el gasto en la compra y envío de suministros medicinales a las misiones, y a los hombres de armas por sus actos imprudentes y faltos de conciencia cristiana en el trato con las neófitas. Finalmente, atribuían la dolorosa situación de los indios a la naturaleza de los seres y de las cosas, pues eran expresiones de ella, eso decían, la "esterilidad" de las tierras peninsulares, el "enraizamiento" de la sífilis y lo "endeble" de la constitución orgánica de los californios.

En vista de todo, recomendaba Belda la formación de una junta de expertos destinada a la formulación de un diagnóstico y prescripción médicos capaces de curar y exterminar la sífilis y otros padecimientos mortales que agredían a los indios peninsulares, toda vez que los misioneros, explica, no podían hacerse cargo de una labor así de compleja sin exponerse a "crasísimos yerros", ni determinar cosa alguna en una materia cuyas facultades y principios ignoraban, declaración que tal vez escondía algo de sarcasmo, pues no era raro que los religiosos tuvieran por muchos y competentes sus conocimientos en el trabajo de misiones.18

 

LA VALORACIÓN PRELIMINAR DE LA ACADEMIA MÉDICA (1801–1803)

En diciembre de 1800 fue remitido el informe de Belda al fiscal de real Hacienda, un prominente juez dictaminador de la Real Audiencia de México. Para junio de 1801, tras considerarlo, este aconsejó turnar el documento al Real Tribunal del Protomedicato de la ciudad de México, cuerpo técnico y colegiado que se encargaba de administrar la procuración de salud pública en Nueva España, de inspeccionar la práctica de la medicina y de formar profesionales en el campo de la ciencia médica.

Ocho fueron los puntos principales que insertó en su dictamen dicho órgano, a saber: primero, se acompañaba a los dominicos en su reclamo de que la falta de medicamentos apropiados reproducía el apego de los indios a los ritos y medicinas de sus chamanes; segundo, que las "pócimas" indígenas, elaboradas a base de yerbas, frutos, insectos, granos, animales y demás, podían tener efectos contraproducentes y hasta causar la muerte a quienes las ingerían; tercero, se insistía, también junto con los misioneros, en que la falta de higiene personal, el mezclarse sanos con enfermos y el intercambio ele ropas "infectadas" contribuían a la transmisión rápida y masiva de los males; cuarto, que la rudeza física y cultural de los californios los libraba de muchas enfermedades, pero no de la sífilis, que era, según decían los clérigos, el padecimiento que más vidas se llevaba; quinto, que las infecciones sifilíticas entre los indios de California eran una circunstancia más o menos reciente y que, por tanto, distaban de ser un mal endémico o crónico en la región, como aseguraba Belda; sexto, que lo que llamaba sífilis el presidente de las misiones tal vez no lo era, y que no podría comprobarse hasta que un "profesor legítimo", o sea, un profesional de la medicina, la diagnosticase, siendo esta la razón por la que no convenía, sino hasta entonces, prescribir ningún tratamiento; séptimo, que una vez verificada la presencia del mal venéreo entre los californios, debía aplicarse el "método común y más seguro"; octavo, que la fe católica sanaba el alma, pero, sin el debido procedimiento médico, los cuerpos quedaban desprotegidos y cundía la enfermedad, lo que representa una clara delimitación de los ámbitos científico y religioso.19

De este documento pueden extraerse algunas conclusiones significativas que merecen al menos mencionarse. Lo primero es que la junta médica coincidía con los misioneros de Santo Domingo en que las tradiciones nativas y el escaso suministro de medicinas específicas constituían factores adversos a la buena salud pública en la provincia de California. Lo segundo es que la alusión sobre la fortaleza corporal de los nativos californianos puede ser indicio de que existía ya, al menos de forma empírica, cierta claridad respecto de que los organismos humanos contaban con defensas microscópicas para combatir las infecciones, pero que ello variaba de persona a persona, o de etnia a etnia. El que se dijera que los hombres de mar contagiaban a las indias y que sólo estas experimentaban las peores secuelas parece ir en apoyo ele tal razonamiento. En tercer lugar, es notorio que los doctores del tribunal del protomedicato entendían su área de conocimiento como algo aparte de la experiencia religiosa, y que consideraban el estudio de las patologías humanas como algo perteneciente a la razón científica, separada de la teológica, lo que, de otro modo, no reñía con su creencia de que Dios era el principio de todo saber mundano. Por último, la observación de que los contagios de sífilis tal vez eran relativamente tardíos y la duda misma de si era la Treponema pallidum, bacteria que causa dicha enfermedad, la mayor responsable de la mortandad indígena en la península indican que los médicos del protomedicato consideraban factible que otras afecciones, como la viruela, el sarampión, la disentería y más, fueran las causantes, junto con la sífilis, de tanta muerte, pese a que los religiosos insistían en el carácter determinante de la infección venérea.

El dictamen de quienes estaban a cargo de la salud pública novohispana, tan breve como es, expresa ese característico espíritu del racionalismo ilustrado de fines del XVIII, representado aquí en una de las instituciones del régimen borbónico español, que fue partidario, hasta donde le era conveniente, de las ideas que ponían el acento en las capacidades de la razón humana para promover, a favor de la monarquía, el poderío político, la prosperidad económica y el bienestar de los súbditos. Cierto es que las diferencias conceptuales entre racionalismo y fe religiosa no son exclusivas del llamado "siglo de las luces", pero sí que cobraron una particular intensidad durante esta época, hasta formar parte misma de las políticas y del discurso modernizador del Estado. Creemos que los testimonios insertos en el expediente que estamos revisando son un reflejo de ello, sobre todo en lo concerniente a la distancia que debían guardar la ciencia y la religión dentro de la sociedad, una distancia marcada por la diferencia entre la utilidad terrena del conocimiento científico y la esperanza ultramundana con que abrigaba la Iglesia católica a sus fieles. Esta distinción entre lo que deben hacer el científico y el clérigo ya se insinúa en el informe de Belda, también en la resolución de los protomédicos y se verá con más claridad en el diagnóstico del doctor Pablo Soler, del que hablaremos más abajo.

Aun con este autorizado dictamen en mano, el fiscal quiso conocer las opiniones del gobernador de California y de algún médico con experiencia probada en aquella distante frontera del imperio. En consecuencia, la secretaría virreinal comunicó al comandante del puerto novogallego de San Blas, base de las embarcaciones que daban servicio de abasto a los establecimientos californianos, la orden de disponer lo necesario para el viaje a Loreto de uno de los facultativos adscritos a dicho embarcadero, esto con la finalidad de que pudiera practicarse un examen general a los catecúmenos de las misiones peninsulares con el objeto de saber con precisión el mal que les aquejaba y prescribir los fármacos indicados, de acuerdo con los "métodos comunes y más seguros" que recomendaba el tribunal del protomedicato.20

Por su parte, el gobernador de la provincia, José Joaquín de Arrillaga, respondió que no había profesionales de la medicina en la península y que rara vez venía en los barcos otro que no fuera un "mero sangrador de cortas luces". Por eso convino en la idea de traer a Loreto a uno de los médicos apostados en San Blas, de entre quienes recomendó a un tal Luis Pava, según él, un buen observador de los indios mientras duró su estancia de 16 meses en la Antigua California y, por consiguiente, poseedor de "algunos conocimientos prácticos" con qué satisfacer, decía, las expectativas sanitarias de los médicos capitalinos y del virrey. De cualquier forma, advirtió que el reconocimiento físico de los enfermos tomaría un buen tiempo, dada la vastedad del territorio peninsular y lo intransitable de sus caminos.21 No sabía Arrillaga que el comandante de San Blas había ya dado aviso de la falta absoluta de galenos en el puerto, por lo que estimaba imposible ejecutar de momento el mandato virreinal.22 Así las cosas, y por instrucciones de la fiscalía de Hacienda, se vio involucrado el Real Tribunal de Cuentas de la ciudad de México, la autoridad competente en asuntos relacionados con las finanzas del virreinato, a fin de que los contadores mayores del reino estudiaran la conveniencia de aumentar la nómina de médicos en San Blas.23

Los directores del tribunal contable tardaron en responder, pero, cuando al fin lo hicieron, su respuesta fue más allá de lo esperado. Recomendaron el establecimiento en la Antigua California de un "diestro profesor de medicina y cirugía", quien debía ser contratado con un sueldo "digno" y con la obligación de enviar a los colegiados del protomedicato un "plan de observaciones" que se actualizara anualmente y sirviera para determinar, con todo rigor, los medios curativos.24 Sin embargo, determinó el fiscal de Hacienda que, antes de pensar en nuevas contrataciones, se pidiera al referido doctor Luis Pava un informe por extenso de todo lo que hubiere advertido durante el tiempo que estuvo en la península, ello para poner el documento resultante a discusión de los facultativos de la máxima institución de salud pública.25 San Blas, ahora por letra del comisario Francisco Trillo Bermúdez, dio cuenta de que Pava se hallaba navegando hacia Manila, pero que, a vista de la importancia que el asunto tenía, era factible el nombramiento de un sustituto en la persona del médico cirujano Pablo Soler, de larga experiencia con los indios de la Alta California, que padecían, aseguraba el comisario, los mismos males que sus congéneres de la península.26

 

EL DIAGNÓSTICO DE UN EXPERTO RESIDENTE (1803)

El de Soler fue el único escrito incluido en el expediente como voto de un perito con larga práctica entre los californios. En él resuelve que las afecciones físicas en ambas Californias, aunque las mismas, obedecían a causas distintas, toda vez que en la mitad peninsular procedían del temperamento seco del clima y en la septentrional de las "espesas y húmedas neblinas". La excepción eran las viruelas, ausentes en la Alta California, escribe, gracias a las oportunas medidas del gobierno provincial y a los vientos "frescos" del noroeste que allí reinaban.

Asienta que las principales causas de las enfermedades eran, casi siempre, la pobreza extrema, la suciedad y la indolencia, culpables, expone, de la aparición de ciertas "erupciones cutáneas", como la sarna y el herpes, y de agudas hinchazones o "escrófulas" en los ganglios linfáticos, acompañadas de un estado de debilidad general que facilitaba los procesos infecciosos. Añade que también eran bastante frecuentes los cuadros de "consunción general y tisis pulmonar consecutiva", esto es, según entendemos, el curso letal de la tuberculosis pulmonar crónica. No obstante, en respuesta a las conjeturas de sus colegas de la capital y al unísono con misioneros y autoridades provinciales, afirmaba que la sífilis, en efecto, se había convertido en el "virus venéreo" que mayores daños y muertes dejaba en la región.

Conviene hacer énfasis en la naturaleza viral que Soler adjudicaba al ataque sifilítico, puesto que ello supone, al menos hasta cierto grado de conocimiento, que el aterrador trastorno aparecía con el alojamiento corporal de ciertos seres invisibles al ojo humano. De hecho, las prácticas de inoculación contra la viruela a fines del XVIII es una señal clara de que la ciencia ilustrada se abría paso en la investigación del universo microbiano como una vía para el alivio de enfermedades hasta entonces incurables. Esto resulta significativo, pues ello explica por qué los frailes señalaban al personal militar de mar y tierra como primeros introductores del padecimiento sifilítico en la región californiana, o sea, que se atribuía la enfermedad a la acción maligna de algún germen transmisible por vía sexual o por otro tipo de contactos, como el del intercambio de ropas y camas, aunque, ya se sabe, todavía tendrían que pasar décadas para que los científicos dieran con una solución específicamente inmunológica. Con todo, el diagnóstico viral no impidió a Soler sumarse al parecer general y admitir como otras tantas "verdaderas causas" la usual entrega de los indios a "toda clase de vicios" y de las indias a la práctica del aborto, cuya correlación malsana con la sífilis fue una explicación que desafortunadamente quedó omitida en el cuerpo del dictamen.

Lo que no omitió el cirujano fue una sutil acusación de negligencia en contra de frailes y gobernantes. Pese a que, como hemos visto, fueron los misioneros quienes repetidamente advirtieron sobre los efectos masivos de la sífilis, se decía Soler extrañado de que los dominicos argumentaran ignorancia sobre el "carácter dominante" del mal venéreo en la península cuando ello ya era un hecho desde hacía 30 años. Tampoco daba con las razones que tenía el gobernador Arrillaga para afirmar que sólo unos cuantos "sangradores de cortas luces" habían visitado la Baja California, ya que, según la información de que disponía, no uno, sino varios, y no principiantes, sino facultativos habían hecho estancias en la provincia con la finalidad de auscultar a los hombres y mujeres residentes en las misiones, muchas de las cuales, a su saber, estaban infectadas por copular con españoles y mestizos forasteros, sin que los mandos civiles ni el "celo misionero", acusaba, hubieran puesto mucho de su parte para evitarlo, lo que se exhibía como una elemental falta de asistencia sanitaria. Incluso advierte que debía tomarse con reserva la explicación que daban los predicadores sobre el susodicho rechazo que hacían los californios de los medicamentos españoles, puesto que él mismo, revela, los había administrado a nativos de ambas Californias sin que ninguno hubiese mostrado repudio. A juicio de Soler, pues, religiosos y gobernantes compartían serias responsabilidades por cuanto toca al despoblamiento indígena de la región.

Todavía fue a más: restó mérito a las labores rehabilitadoras de los dominicos al decir que estos se esforzaban en dar "consuelo espiritual" a los infectados; que toleraban a los "brujos" con tal de llevar la fiesta en paz con los indios y daban a los dolientes meros paliativos en el tratamiento de las enfermedades; es decir, que hacían lo que buenamente tocaba hacer a un sacerdote católico, educar y mantener el orden entre los catecúmenos y preparar los viajes post mortem de sus almas, de lo que parece derivarse la idea de que la curación auténtica de los cuerpos humanos venía del conocimiento científico y del ejercicio de la profesión médica. Admitía, empero, que los indios solían cansarse pronto de las medicinas y terminaban por abandonarlas, a menudo para entregarse a las "falsas promesas" y "embustes" de sus chamanes, lo que, por otra parte, le parecía producto del "natural" influjo que ejercían sobre ellos muchas de sus antiguas creencias prehispánicas, difíciles de desarraigar y, por ello, infería, constituidas en obstáculos para las políticas de salud pública españolas.

La solución que propuso Soler comprendía la construcción de un pequeño hospital para ambos sexos, con sendos dormitorios "grandes y bien ventilados", amueblados con "catres de cuero" y provistos regularmente de "ropa limpia para la muda frecuente de los pacientes". La institución sería administrada por un médico profesional y, suponemos, se erigiría en el puerto sudcaliforniano de Loreto, que por entonces era la capital de la Baja California. Aconsejaba que se trajesen de Guadalajara grandes tinas y barriles para los baños colectivos e individuales a que debían someterse cotidianamente los indios como parte de sus respectivas terapias. Asimismo, ponía a la vista la conveniencia de que las chozas estuviesen bien separadas unas de otras, con habitaciones amplias para evitar los contagios por hacinamiento y suficientes ventanas pata la debida circulación del aire en sus interiores, prescripción que en aquella frontera novohispana valía, por lo general, para las casas de indios y españoles por igual. Esperaba que los misioneros se mantuvieran alertas a fin de impedir a sus catecúmenos "revolcarse" en las cenizas de la leña quemada,27 dado que estas, según se creía, obstruían la necesaria transpiración de los poros epidérmicos. También externaba el deseo de que los frailes redoblaran el paso en las labores de instrucción sanitaria, con vistas a que sus discípulos adquiriesen hábitos de baño corporal sólidos, lavasen con la suficiente frecuencia sus ropas y no reutilizasen las aguas sucias que resultaban del baño y el lavado; que retirasen del servicio los cazos de cobre en que se cocían los alimentos, pues se pensaba que dicho metal, al calentarse, contaminaba el contenido y producía graves perjuicios a la salud, y que incluyeran mayor cantidad de verduras y carne bien cocida en las raciones de los indios.

En cuanto a la medicación, convencido de que las epidemias peninsulares eran, en su mayor parte, "calenturas" provocadas por las causas referidas, dejó la indicación de sus respectivos tratamientos curativos a los "científicos y legisladores" del Real Tribunal del Protomedicato, limitándose tan sólo a recomendar la práctica inmediata de lo que por entonces constituía el procedimiento "ordinario" para la curación de la sífilis, consistente en la aplicación de una "solución menor de subcorrosivo", disuelto en una parte de agua y dos de leche, seguido de baños tibios. Creemos que se refería a lo que hoy se conoce con el nombre de sublimado corrosivo o cloruro mercúrico, una sustancia altamente venenosa empleada en medicina para atacar las infecciones. En su opinión, esto era lo mejor, pues no producía una excesiva y molesta salivación, lo que evitaría, creía él, la renuncia de los indios a mitad del proceso curativo.28

Además de estas medidas estrictamente médicas, Soler instó a la corona y al virrey de Nueva España para que, cuanto antes, se exploraran nuevas formas de impulsar la economía provincial, de modo que pudiera abatirse, en un plazo razonable, la pobreza material de los habitantes, ya que esta, argüía, procreaba y contribuía de manera determinante a hacer crónicas las enfermedades contagiosas.

En resumen, el centro de la política sanitaria para la Baja California debía estar, según Soler, en la erradicación de la sífilis. Para acabar con ella, decía que se necesitaba aplicar el medio terapéutico correcto y contrarrestar los factores secundarios, que eran: el temperamento climático, la pobreza económica de la región, las condiciones insalubres en que vivían los californios, el carácter promiscuo de sus relaciones sexuales, los vicios a que se entregaban, la práctica del aborto, la permanencia de antiguos rasgos culturales adversos a los métodos curativos españoles, el descuido de autoridades y religiosos y la ausencia de médicos expertos en la península.

Nos parece muy significativo del documento la manifestación implícita de las tendencias secularizadoras del régimen borbónico español —modernizadoras, podría decirse. Soler saluda el concepto de dejad al césar lo que es del césar...; de ahí que congeniase con la idea de que los misioneros se limitasen a la instrucción y asistencia religiosa de los indios, y que todo lo concerniente a la salud pública se procurase por medio de funcionarios del gobierno y profesionales de la medicina con la ayuda del erario y de la ciencia; esto es, que la monarquía, con una política de salud propia de un "Estado moderno", garantizara la existencia de galenos para curar cuerpos y la de frailes para civilizar indios y salvar almas.

 

RESOLUCIÓN Y DILIGENCIAS FINALES (1803–1805)

Entre marzo y abril de 1803 el fiscal pidió que se remitiera el informe de Soler al Real Tribunal del Protomedicato.29 Al cabo de un mes, el influyente colegio respondió con un voto consensuado que calificaba el diagnóstico de "juicioso" y exento de toda añadidura u observación, por lo que recomendaba el inmediato nombramiento y traslado a la Antigua California de un médico competente con la encomienda de poner en práctica los puntos señalados por el cirujano de San Blas.30 La fiscalía se unió a este parecer e hizo énfasis en el argumento de que, siendo un asunto derivado de la voluntad real y dirigido a fines tan humanitarios, no debía ser impedimento la escasez de recursos hacendísticos, pues sin estos, advertía, poco podría adelantar ningún facultativo en la penosa tarea de salvar a las etnias peninsulares de una extinción que parecía estar a la vuelta de la esquina. Por tanto, consideró aconsejable que, cuanto antes, el virrey pasara el expediente al tribunal de cuentas capitalino, a fin de que se dispusiera lo necesario en materia de financiamiento.31 El organismo contable fue sensible a la exhortación de la fiscalía y puso sobre la mesa la importancia que tenía prever no sólo los montos, sino la forma en que estos debían gastarse, puesto que un incorrecto suministro de los elementos medicinales, por ejemplo, ocasionaría dañinas pérdidas de tiempo y dinero. Analizado esto, los directores del tribunal se mostraron dispuestos a sufragar los gastos de traslado del médico en cuestión y solicitaron que se hiciera un presupuesto complementario y lo más exacto posible de los eventuales desembolsos que se harían en caso de que hubiera necesidad de construirse un hospital y de dotar a este de los equipos para su debido funcionamiento.32

Tras estas últimas consultas, la fiscalía llegó a la resolución, aprobada por el virrey a comienzos de 1804, de recurrir al Hospital General de Naturales de la ciudad de México, a fin de que su director, de nombre Antonio Serrano, cirujano y catedrático de anatomía, hiciese las gestiones correspondientes para poner en manos de un "buen médico" la conducción del tan examinado proyecto sanitario de la Baja California.33 Serrano respondió que no era fácil hallar en la institución a su cargo un profesionista dispuesto a residir en un territorio tan extenso, "áspero" y apartado de toda convivencia urbana. Lo ideal, pensaba, sería un hombre joven o de mediana edad, suficientemente osado, de gran lealtad a las necesidades regias, hambriento de reconocimiento profesional y de mejores ingresos. Según parece, el único que aceptó la singular oferta fue José Francisco Araujo, un principiante graduado en medicina y cirugía, conforme, si no complacido, con un sueldo anual asignado de 1 500 pesos, que no era poco para un médico bisoño, pero tampoco mucho para quien, acostumbrado quizá a la vida sofisticada de la capital novohispana, accedía a trabajar en una remota frontera, aislada, escasa de gente y pobre en recursos de todo orden.34

Para terminar, hacía Serrano la advertencia de que en la península seguramente sólo habría en existencia simples "ungüentos, emplastos y purgantes", en cuyo caso sugería que se embarcaran, con carácter de urgente, aquellos medicamentos que eran indispensables en el trabajo médico del día a día, pues los suministros solían tardar hasta medio año en cubrir la enorme distancia entre México y Loreto. No está de más añadir que entre los compuestos medicinales que incluyó en la lista estaban, precisamente, los elaborados a base ele mercurio, que era, como ya vimos, la sustancia química básica para el tratamiento de las infecciones sifilíticas.35

A los miembros de la mesa directiva del tribunal de cuentas mexicano les pareció apropiada la contratación de Araujo, sobre todo porque, como decía uno de ellos, "importaba más en este caso la habilidad del médico que los ahorros que pudieran hacerse". Suponemos que, siendo el aludido un egresado con escasa experiencia, se refería el contador a la conveniencia de gastar en profesionistas y no en aprendices o, según los términos en los que lo expresaba el gobernador Arrillaga, en meros "sangradores" sin los conocimientos competentes.

En virtud de dicho acuerdo, sugerían los miembros del tribunal contable que se ordenase al habilitado general de las Californias, funcionario que operaba como una especie de procurador y administrador del sistema de abasto californiano, dotar al doctor comisionado de las medicinas solicitadas, cuyo importe debía satisfacer el Ministerio de Ejército y Real Hacienda de la Tesorería General, esto es, el erario. Como recomendación final, pedían que Araujo aprovechase su estancia en California para atender las enfermedades tanto de indios como de colonos, lo cual, a oídos de médicos y misioneros, probablemente sonó como una propuesta desfavorable a la solución de la problemática sanitaria de los nativos, pues podía ocurrir que el responsable del programa terminara quedándose en Loreto y echando al lado las indispensables visitas a los más lejanos pueblos de misión.36

Por su parte, el fiscal dio el visto bueno a los puntos expuestos arriba y añadió una nota para las atenciones de Arrillaga y del propio Araujo, relativa a la obligación que tendrían ambos de informar acerca de los muebles e instrumentos especializados que servirían al fin de administrar la salud pública en la Baja California. En consecuencia de todo, aconsejó al virrey el nombramiento formal del doctor Araujo y la solicitud oficial de la mencionada lista de medicinas al Hospital General de Naturales para su entrega a quien habría de conducirlas hasta el puerto de embarque.37 El decreto virreinal fue expedido dos días después,38 y un par de semanas más tarde el consecuente título de comisión. En este, por cierto, se establecía que sería deber del contratado asistir en sus dolencias al personal militar de la provincia, a los pobladores civiles y a los nativos residentes en las misiones; prescribir los mejores medios para extinguir las enfermedades epidémicas en todo el territorio y reportar con la debida oportunidad los avances en tal materia, todo lo cual no era poco trabajo; antes, consideradas las dimensiones del territorio peninsular, parecía un encargo excesivo.39

Hasta aquí la relación de los documentos insertos en el Expediente de 1799– Es un hecho que el doctor Araujo estuvo en la península de California cumpliendo con su encomienda. Lo confirma una brevísima comunicación del virrey José de Iturrigaray, fechada en febrero de 1805, o sea, cerca de un año después de haberse hecho el nombramiento del médico tan recomendado. En dicha nota se acreditan las medidas tomadas para socorrer a los indios, que eran, justamente, las consignadas en el sumario médico que nos ocupa. La respuesta en que el rey se daba por satisfecho se envió a Nueva España en junio del mismo año.40

Araujo permaneció en su puesto al menos durante los dos años que siguieron a su contratación, como queda de manifiesto en la solicitud de medicamentos que el propio cirujano remitió al gobernador de la Baja California en 1807. No está de más llamar a lo anecdótico para advertir que algunos nombres en dicha lista podrían sugerir la influencia de antiguas prácticas curativas ligadas a la fe religiosa en la medicina profesional de entonces, nombres de los que todavía tardaría algún tiempo en desprenderse la ciencia médica decimonónica, como el "agua del papa", el "emplasto divino" y el "bálsamo católico", entre otras sustancias compuestas a base de opio, mercurio, sales, ácidos y óxidos.41

 

LA UTOPÍA DE LOS CALIFORNIOS SANOS

Aunque nos son desconocidos los pormenores de la residencia de Araujo en la Baja California, estamos ciertos de que su práctica médica, aun habiéndose ejercido en las condiciones que quedaron por escrito en el expediente que nos ocupa, no arrojó los resultados esperados. No hay más que consultar la serie de padrones dominicos de la época para constatar que la población indígena siguió en su fatídica ruta hacia su extinción étnica. Según estos informes, de los 7 149 indios que habitaban las misiones peninsulares en 1768 sólo quedaban, como dijimos ya, 5 094 sujetos en 1771, 4 446 en 1792 y alrededor de 2 578 en 1809, fecha en que se cumplía un lustro de haberle sido extendido el título de cargo al cirujano capitalino.42 Como se sabe, sólo unas cuantas familias han logrado mantenerse hasta nuestros días en el extremo septentrional de la península, agrupados en torno a una identidad cultural con ciertos rasgos primigenios.

A diferencia de otras poblaciones indígenas de Nueva España, que mostraban claros signos de recuperación hacia fines del siglo XVIII y una progresiva adaptación a las enfermedades infecciosas, los pronósticos para los nativos de California pesaron más del lado de quienes anunciaron un deterioro irreversible. Por fuerza, esta desgracia humana tenía que producir alguna explicación; de allí la orden real para que se abriera un expediente oficial destinado a la averiguación de las causas.

El debate sobre la decadencia de los californios se dio en torno a dos perspectivas antagónicas. En el documento que hemos revisado, el fraile Vicente Belda concede cierto crédito a lo que afirmaba por entonces el escritor francés Guillaume–Thomas Raynal en su controvertida crítica del colonialismo europeo, donde se dice que el proceso de reducción en las misiones era "el cuchillo que se afilaba y dirigía contra las vidas de los indios", metáfora que servía para llamar la atención sobre los múltiples abusos y calamidades que sufrían los aborígenes al entrar en contacto permanente con los españoles, esto es, al quedar expuestos al flagelo de las enfermedades contagiosas, pero también de una realidad que abundaba en azotes, encarcelamientos, esclavizaciones, estafas, insultos, ultrajes, desprecios, desesperanzas y miserias, de lo que hay cantidad de ejemplos en las historiografías acerca del periodo novohispano.43

Belda no fue el único dominico que llegó a pensar de este modo. Un antecesor suyo en la presidencia de las misiones bajacalifornianas, el aguerrido Vicente de Mora, decía en una carta suya que los indios huían de los centros de cristianización por el temor a caer mortalmente enfermos, y que lo cierto era que "del monte regresaban robustos y fuertes".44 Considerando que ambos eran autoridades y dueños de opiniones influyentes, es dable pensar que otros frailes de la orden compartían esa visión de la situación indígena.

Para ejemplificar su idea, Belda recurre a la memoria del jesuíta Juan María de Salvatierra, fundador de las misiones peninsulares, quien hizo todo, escribe, para desterrar de los californios su "ferocidad" y convertirlos en gente "civilizada", enseñándolos a vestir, a comer alimentos menos "toscos", a fabricar artesanías, a entonar cantos, a ejecutar instrumentos musicales, a cultivar la tierra, a unirse en matrimonio cristiano, a resguardarse en chozas, en pocas palabras, a comportarse como españoles "de buenas costumbres"; pero que, "a pesar de tantos beneficios" y de asistir a los neófitos en sus dolencias, tuvo que ver "con desconsuelo" cómo la población de indios se reducía a la mitad durante los primeros 20 años de presencia jesuítica. Algo muy semejante diría un misionero de la orden dominica 80 años después de que lo hiciera Salvatierra, señal de que el asombro ante el fracaso del programa "civilizador" fue una preocupación persistente.45

Es difícil creer que el fraile español se exhibiera públicamente como simpatizante de un polemista como Raynald, pues hacerlo era como mostrarse cercano a alguien que seguramente era repudiado por las cúpulas monárquica y eclesiástica.46 De hecho, el misionero no culpa abiertamente al clero regular ni a las autoridades reales de la situación por la que atravesaban los californios; lo que sí hace es permitirse considerar la posibilidad de que existiese alguna involuntaria conexión dañina entre las tradiciones gentílicas y el trato con colonos y religiosos; de ahí que exhiba la amargura y confusión de Salvatierra ante la pérdida física de tantos neófitos, a pesar de sus humanitarios esfuerzos para inspirar en ellos "sentimientos de gente civilizada", que era igual a decir, católica y española.47

Por su parte, Soler no comulgaba con lo que le parecía una postura ambigua, un tanto claudicante y equivocada desde el punto de vista científico. La tesis extranjera que el presidente de las misiones dominicas tenía por razonable, para el calificado médico representaba una maquinación xenófoba, tendenciosa por cuanto buscaba deslegitimar lo que él consideraba la trascendental obra apostólica y civilizadora de España en las Indias americanas, además de insostenible, ya que la "realidad", a juicio suyo, mostraba que aunque la población indígena era muy vulnerable ante las enfermedades infecciosas, su desplome no era consecuencia de su integración al mundo español. En su propio informe, señala que las causas de tal deterioro no eran morales ni psíquicas, sino estrictamente somáticas y, por consiguiente, la curación debía ser profiláctica y farmacológica. Hipótesis como la de Raynald, concluye, llevaban a resignarse religiosamente con la extinción de los indios, cuando esta bien podía ser un proceso reversible, o bien a la conclusión de que había que devolverlos a su antiguo estado "natural", lo que significaba el desistimiento de los consagrados fines de la evangelización y de los intereses económicos y políticos de la monarquía en aquella marginal, pero estratégica, región del imperio,48 propósitos que le parecían tan justos como irrenunciables desde cualquier punto de vista.

Pero todavía tenía Soler que desfondar, con argumentos creíbles, la idea de que la incorporación a las misiones y a los pueblos de españoles resultaba perniciosa para los indios. Con tal fin, declara que sus diez años de experiencia médica en la Alta California le habían permitido ver a indios e indias sumarse al servicio doméstico de las casas españolas sin perder por ello su buena salud; todo lo contrario, dice, la mayor parte de ellos ganaba en constitución física. Entre otros, pone el ejemplo de una joven india bajacaliforniana, quien, por el hecho de salir de su misión y entrar a servir en la casa del gobernador provincial, acostumbrándose ahí a un régimen de "alimentos sanos" y al baño corporal frecuente, se apartó de su anterior aspecto "caguérico" y enfermizo para transformarse en una muchacha "grande, gorda y llena de buen color". En cambio, da cuenta de indios saludables que, al regresar de los poblados civiles a sus congregaciones religiosas, decaían en el transcurso de unas cuantas semanas. Para Soler, en conclusión, la responsable de la descontrolada mortandad indígena no era la imposición de la religión y cultura hispánicas, sino la maligna combinación de los agentes patógenos con las "pésimas" condiciones higiénicas en los centros misionales.

Se dice testigo, por otra parte, de que en las más alejadas aldeas de gentiles —las de Alaska, por ejemplo, donde se hallaban establecidas algunas pequeñas colonias rusas— cundían las infecciones epidémicas por igual, lo que, en su opinión, constituía una prueba —que bien podría entenderse como exculpación— de que los españoles no eran, en todo caso, los únicos portadores de enfermedades, como a menudo se argüía en el extranjero, toda vez que a las Californias aportaban viajeros y marineros de diversas nacionalidades europeas. También asegura tener como cosa comprobada el que las poblaciones indias establecidas en las costas del Pacífico norteamericano padecían sus propias patologías infecciosas, sin intervención ninguna de europeos, africanos o asiáticos.49

Discursos como el de Soler debían de sonar soberbios y desconsiderados a los oídos de los clérigos regulares, que se veían a sí mismos, no sin cierta razón, como continuadores de una ya secular y heroica empresa que exigía de ellos habilidades especiales, fortaleza de cuerpo y espíritu para sobrellevar el hambre, los peligros y la melancolía que ocasionaba la distancia en sitios inhóspitos, don de mando, paciencia férrea y disposición a todo tipo de sacrificios, incluido el del martirio. Pero no era cosa nada más de responder con apologías que vindicasen la labor misionera, que sí lo hacían de cuando en cuando; era preciso, dado que el nombre de la orden religiosa iba de por medio, pronunciarse en contra de lo que percibían como injurias y sofismas.

Se hermanaban los dominicos en torno a la presunción de que, según el parecer de muchos, la falta de limpieza personal entre los indios era un factor de la mayor importancia para explicar la propagación de los contagios, pero se oponían a la insinuación de que ello se debía a la indolencia en la aplicación eficaz de reglas sanitarias por parte de los ministros religiosos. Según opinión de ellos, no era la negligencia propia la causante de los males, sino la indolencia que cegaba a muchos de los catecúmenos, que se empecinaban en desobedecer las normas establecidas en la misión a fin de mantenerse aferrados a sus antiguas tradiciones. Juan Antonio Formoso, ministro encargado de la misión bajacaliforniana de Santa Gertrudis, decía que "la cama y colchón" de los indios era "el puro suelo", y que se mostraban "poco inclinados a lo bueno y nada a las ciencias",50 dando a entender que se enfermaban por efecto de sus usos y costumbres, cuando lo aconsejable era que aceptaran las "bondades" de la cultura y ciencia europeas. Algo que daba sustento a esta percepción era, precisamente, la palpable proliferación de los casos de sífilis, que habían aumentado, se decía, tanto por la falta de aseo como por la práctica de una sexualidad propensa a la promiscuidad, lo cual, además de poco higiénico, resultaba pecaminoso desde el punto de vista del dogma católico.

A propósito de esto último, ya nos ha hecho ver el estudio de James A. Sandos la silenciosa contradicción que había entre la "tradición erótica" de los indios altacalifornianos y la fuerza represiva del adoctrinamiento católico.51 Aparte de los trastornos y conflictos personales e interpersonales que ello pudo haber provocado entre los individuos residentes en las misiones, es atendible el hecho de que la conducta sexual de los nativos sirvió para cargar las culpas de los tristes índices de mortalidad sobre las espaldas de los propios afectados, e incluso llevar la explicación de su decadencia al plano de la corrección divina, donde Dios mismo era el encargado de castigar, con el sufrimiento y la muerte, a quienes caían en actos tenidos por "inmorales". De este modo resultaban ser los indios mismos, no los misioneros ni ningún otro sector de la sociedad colonial, los autores "inocentes" de su propio infortunio, inocentes, decía uno de los dominicos de la Baja California, porque "vivían y morían sin saber lo que necesitaban para salvarse",52 que no era otra cosa, a su entender, que renunciar a las prácticas gentílicas y sujetarse a un comportamiento "cristiano".

Si tales razonamientos hacían las veces de exculpación, también sirvieron a los clérigos para demostrar que el origen de las enfermedades no sólo era biológico y profiláctico, como concluía Soler, ya que los síntomas físicos y la terminación de la vida corporal constituían, al fin de cuentas, manifestaciones de una fuerza superior que corregía las "perversiones" de una población supuestamente aturdida por su propia "ignorancia". Ha de advertirse que la idea de que las enfermedades y los fallecimientos eran producto del castigo redentor contradice la otra de que los indios decaían por las incapacidades y excesos de los procedimientos de reducción españoles, divulgada, entre otros, por el mencionado Guillaume Raynald. Tal parece que en el interior de la orden dominica coexistían ambas apreciaciones, aunque una en calidad de hipótesis mundana y la otra como artículo de fe religiosa.

Esto último era un argumento poderoso, ya que, aunque no siempre se dijera con tanta crudeza, existía la convicción entre católicos de que resultaba preferible un indio bautizado y muerto, que el alma "endemoniada" de un gentil sano. El renombrado funcionario real José de Gálvez, de visita oficial en la Antigua California en 1768, se decía convencido de que era obra "tanto más meritoria y superior" la de acabar con la "esclavitud del alma" que con la enfermedad de los cuerpos,53 frase que resuelve la aparente contradicción en que caería Belda años más tarde, pues se pensaba que aun cuando fuese admisible la teoría de que los indios languidecían al integrarse al programa misional, al cabo se les concedía en las misiones un "beneficio trascendental" a través de la instrucción y asistencia religiosas, mientras que la permanencia en la gentilidad sólo conducía a una "existencia dolorosa" en el más allá. Luego, la monarquía y el clero españoles encontraban más que justificadas sus pretensiones apostólicas y civilizadoras, cuya medida era la diferencia entre ganar la gloria o merecer el infierno.

Lo dicho no significa que los misioneros rechazaran de entrada y por inútiles las prescripciones científicas. Había una mutua aceptación de los dos ámbitos de acción, ya que, tal era la creencia, las habilidades de los médicos eran dones concedidos por el cielo, y, aunque hombres de ciencia, no dejaban por ello de tener convicciones religiosas, como la de que las razones de Dios estaban por encima de cualquier otro conocimiento terrenal. En el sentir de los religiosos había que hacer todo lo humanamente posible para sanar a los enfermos, y la medicina temporal no era cosa de despreciarse, no obstante que la recuperación física dependía, en última instancia, de la voluntad divina.

Ahora bien, para los profesionistas esta incontestable voluntad parecía tornarse más condescendiente si el esfuerzo de sanación venía de un facultativo bien adiestrado y provisto de los fármacos apropiados. Por eso decía Soler que los frailes sólo debían aplicarse al alivio espiritual de los indios, pues el corporal estaba dado a los médicos graduados, lo que expresa la conciliación entre sus creencias de fe y esa confianza esencial del pensamiento ilustrado en el raciocinio humano como medio para alcanzar el bienestar social. Si se quiere, también puede verse en estas palabras una manifestación tácita del creciente ánimo político que tendía a la separación de los ámbitos eclesiástico y estatal; la distinción implícita entre las prerrogativas que debían tener las instituciones seculares de salud pública y la tradicional autoridad del clero en cualquier materia relacionada con el cuidado de la vida humana.

El repaso de los contenidos del Expediente de 1799 y del propio bagaje historiográfico de la Baja California colonial nos lleva necesariamente a contemplar una diversidad de causas que explican la decadencia y final extinción de los californios peninsulares, algunas todavía en el terreno de la conjetura y otras en el de los resultados de la investigación rigurosa, a saber: la pobreza alimentaria generada por la sequedad de la tierra; la naturaleza periférica de la región peninsular y las consecuentes dificultades para el suministro eficiente de servicios médicos y medicinas; las malas condiciones de higiene en las misiones y el carácter omiso de misioneros y autoridades locales; los elementos agresivos a la salud y a la cultura indígenas durante el proceso de integración de los gentiles al sistema de misiones y la resistencia cultural de los indios respecto de los medicamentos españoles, así como la práctica imprudente de la sexualidad y los efectos desmoralizadores de la opresión psicológica relacionada con la amenaza del castigo divino. Estos, sin duda, fueron factores que se combinaron en contra de la existencia misma de los pobladores nativos de la península; pero siendo materia conocida, nos interesa enfatizar, aunque sea en calidad de hipótesis, dos factores más que, hasta donde sabemos, han merecido muy poca o ninguna atención dentro de la historiografía de las regiones mexicanas.

El primero tiene que ver con la inmadurez de la estructura administrativa novohispana para concretar y sostener la aplicación de las políticas modernizadoras del régimen, sobre todo en los márgenes septentrionales del territorio virreinal, manifiesta aquí en la escasa diligencia y tardía ejecución de las medidas sanitarias para la pretendida curación de los indios bajacalifornianos. Páginas atrás hemos podido constatar que los preparativos para poner a disposición los servicios profesionales de José Francisco de Araujo y establecer una mínima infraestructura médica tropezaron con la burocracia de un sistema de gobierno rígidamente centralizado, causante, entre otros factores y circunstancias, de que los centros hospitalarios, la elaboración de medicinas, los colegios médicos y las instancias de gestión administrativa se hallasen concentrados en las provincias del altiplano central, particularmente en la ciudad de México, muy a trasmano de las necesidades de la aislada península.

Flaca fue además la voluntad de autoridades políticas y religiosas. No podríamos extendernos en este aspecto, pero tal parece que los fines humanitarios y la articulación operativa para poner en práctica el programa sanitario en la California peninsular llegaron hasta el límite de los recursos profesionales y financieros a disposición, que no eran muy abundantes por regla general. El dominico Miguel Hidalgo, cuando fue superior de las misiones bajacalifornianas, terminó quejándose agriamente de algo que había sido, y siguió siendo después de su presidencia, una constante en la península: el abandono general de los asuntos californianos por parte de los prelados capitalinos. En un informe suyo de 1791, decía Hidalgo que su gestión no había merecido ni una sola pregunta sobre el estado de las misiones peninsulares y de sus indios catecúmenos; que las máximas autoridades de la orden no habían observado en todo más que un profundo silencio.54 De igual modo, a juzgar por otros documentos de esta época californiana, el gasto hacendístico para satisfacer los requerimientos del programa encabezado por Araujo debió ser considerablemente restringido. No sabemos que se haya construido por esos días algún hospital en Loreto o en ninguna otra parte de la península, menos aún en la década convulsa de la guerra independentista, la que, probablemente, acabó con la residencia bajacaliforniana del joven doctor.

En esta misma lógica, el que Carlos IV considerara satisfecho su mandato de abrir un expediente que diera cuenta del programa de sanación de los californios, tan sólo porque el virrey pasó la correspondiente notificación sobre el nombramiento de Araujo, no parece acreditar con suficiencia la voluntad de dar un necesario seguimiento al proyecto sanitario en cuestión, ni hacía honor a la determinación política que supuestamente estaba detrás de aquella disposición humanitaria. La escasa presencia del médico capitalino en la documentación histórica y en la historiografía regional pudiera ser el mudo testimonio de los pobres alcances de su labor profesional en la península, pobreza que seguramente se debió a las deficiencias presupuestarias y administrativas del gobierno virreinal para dar buen cauce a las aspiraciones de una moderna filantropía de Estado en un territorio tan grande, despoblado, árido y alejado de los centros neurálgicos del imperio, de los que, por cierto, no parece que pudiera decirse que se convirtieron en puntos de gran irradiación de los ideales modernizadores de la corona borbónica.

Lo segundo es que subsistía el problema, irresoluble por el momento, del insuficiente grado de avance de la ciencia médica como para triunfar en contra de los virus y bacterias que provocaban la muerte masiva de indios en la península de California o, cuando menos, quitar a las enfermedades su carácter epidémico.

Los científicos de la España ilustrada ya sabían que en el origen de muchos padecimientos contagiosos estaban ciertos seres unicelulares, razón por la cual comenzaban a ensayarse rudimentarios procedimientos de inoculación; pero no fue sino hasta fines del siglo XIX y comienzos del XX cuando surgieron las mayores esperanzas de dar con soluciones más eficaces en contra de algunos procesos infecciosos, como el de la sífilis, a raíz de las investigaciones microbiológicas de Fritz Schaudinn, Erich Hoffman y Hideyo Noguchi, descubridores del agente infeccioso, la Trepánenla pallidum. De sobra se sabe que el remedio definitivo llegó hasta 1928, con la expansión comercial de la penicilina, un antibiótico cuyo célebre descubrimiento se atribuye a Alexander Fleming. Fue precisamente durante estos años pioneros de la bacteriología que se dedujo la cuestionable utilidad del mercurio en el tratamiento de las personas sifilíticas, concluyéndose que el precipitado de dicho metal resultaba más agresivo para el cuerpo humano que para el microorganismo en particular. También, por entonces, cayó a categoría de tradición supersticiosa la creencia de que la enfermedad se transmitía al intercambiar ropas ajenas.

Así las cosas, parece que no estaban tan equivocados los indios cuando rechazaban los remedios de sus misioneros y doctores, y vana ilusión la de quienes pensaban que, con los métodos por excelencia de entonces, podría revertirse el acabamiento de los indios. Las etnias aborígenes bajacalifornianas llegaron al final de su tiempo muy lejos todavía del umbral de los grandes hallazgos microbiológicos del siglo XIX, pero cabría preguntarse si aun con tales aportaciones hubiera podido el gobierno mexicano rescatar a los californios de su fatal destino en medio de las demás adversidades a que hemos hecho referencia ya.

Es admisible la idea de que, a pesar de las limitaciones médicas de aquel tiempo, la neutralización de los elementos hostiles a la recuperación de la salud indígena habría retardado la crisis final, y hasta hubiera logrado, pensando con optimismo, la sobrevivencia de un cierto número de individuos; pero esto parece posible sólo en teoría, dado que la erradicación de tales circunstancias era, en la realidad social, inalcanzable de momento. De ahí que el proyecto médico contenido en el Expediente de 1799 haya tenido, a contracorriente de las expectativas oficiales, un fuerte componente utópico.

Eso estaba claro para algunos. Se comprenden las palabras que escribió el superior de la orden dominica doce años antes del derrumbe del colonialismo español, cuando apenas quedaban unos cientos de nativos en las desoladas misiones de la península:

la mayor parte de nuestra California, y puede decirse que la mitad de nuestras misiones, no son más que una quimera, porque no tienen indios conquistados ni por conquistar; y, por esta razón, ya ni sombra de misión hay en algunas, y todo ello, si no está perdido, está muy cerca de ser nada.55

Y en quimeras se convirtieron también las esperanzas puestas en los buenos resultados del programa médico de la Baja California: primero, porque se evaporó definitivamente la vieja pretensión de concretar la integración social de los californios para crear con ellos una fuerza de trabajo local que contribuyera al logro de los planes de colonización, ya que, sin ese recurso laboral, se hacía aún más complicado el establecimiento de pobladores y empresas productivas en la región. Segundo, porque se frustraban también las aspiraciones humanitarias de un proyecto de salud pública que hubiese ayudado a exorcizar las críticas en contra de la conquista "civilizadora" de España en las Indias. Al cabo, una de las enseñanzas importantes que dejaba el fallido esfuerzo era que el impulso modernizador del régimen dependía no sólo de la voluntad política, sino, sobre todo, de las circunstancias de la realidad regional en que se daba y de la erradicación de otros factores que, de momento, quedaban fuera del alcance de cualquier gobierno, como lo fue la falta de medicamentos probadamente efectivos y producidos en masa para la interrupción de las enfermedades epidémicas.

 

EN CONCLUSIÓN

El proyecto sanitario para detener la extinción de los indios bajacalifornianos terminó siendo un fracaso. Los misioneros dominicos, directamente implicados en el asunto, se defendieron esgrimiendo la idea en boga de que la colonización europea sentaba mal a los organismos indoamericanos, pero que los efectos mortales de dicho contacto eran preferibles a la alternativa de abandonar a los indios en su gentilidad pagana. Los hombres de ciencia, por el contrario, opinaban que la causa de las epidemias era sólo física y que, por tanto, eran solucionables a base de medicamentos y hábitos de limpieza. Por lo demás, decía el médico Pablo Soler, podía afirmarse con certeza empírica que la responsabilidad recaía en las condiciones de suciedad imperantes en las misiones, en tanto que la convivencia con españoles daba acceso a los indios a la salud y a las buenas costumbres. Los misioneros se defendían con el argumento de que dicha suciedad no era sino producto de las "malas" costumbres prehispánicas y de la descontrolada sexualidad de los propios indios, actos inmorales que Dios penalizaba con el azore de las enfermedades y con la muerte misma.

La conciliación entre el concepto del castigo redentor y el de los daños ocasionados en las misiones venía con la creencia generalizada de que la razón científica era un don divino y el medio indicado para entender y resolver las miserias de la enfermedad humana. Dios era, al fin de cuentas, la justificación última de religiosos y médicos. Que los indios sanasen podía ser obra de la ciencia, pero su labor curativa, como la espiritual de los misioneros, obedecían a una voluntad ultramundana.

Desde la perspectiva que da el paso del tiempo largo, la aniquilación de las etnias bajacalifornianas parece explicarse a partir de factores tanto internos como externos a la región de estudio. A reserva de la luz que arrojen investigaciones futuras sobre el tema, el análisis del Expediente de 1799 nos lleva a establecer dos posibles hipótesis de trabajo: una, que la tardanza y limitaciones de las políticas de modernización de la España borbónica —en este caso, de los servicios de salud del Estado colonialista— y el carácter omiso de las autoridades eclesiásticas y monárquicas obstaculizaron las pretensiones del mandato real plasmado en el Expediente. La otra, que el estado del conocimiento científico de la época no permitía una solución eficaz y definitiva de las enfermedades contagiosas que disminuían y disminuían la población de indios bajacalifornianos.

 

FUENTES CONSULTADAS

Archivos

AGI Archivo General de Indias.

AGNArchivo General de la Nación.

AD–IIH–UABC Acervo Documental del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California.

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NOTAS

1 Almada, Breve, 2000, p. 50.

2 Ortega, Breve. 1999, p. 56.

3 Rio, Conquista, 1998, p. 225; Rodríguez, Cautivos, 2002, pp. 196, 200.

4 Rodríguez, Cautivos, 2002, pp. 213–214.

5 Río, Conquista, 1998, p. 225.

6 James A. Sandos, de acuerdo con las tres teorías en debate, afirma que la cepa sifilítica que infectó a los indios californianos probablemente fue resultado de una mutación europea transferida a América. Si bien parece que existían variantes precolombinas de la bacteria en el Nuevo Mundo, hay indicios de que los indios californianos, por no contar con registro génico, eran muy vulnerables al ataque de la subespecie Treponema pallidum, o sea, la mutación europea que causa la sífilis. Sandos, Converting, 2004, pp. 113–115.

7 Río, Conquista, 1998, p. 224.

8 Almada, Breve, 2000, pp. 53–54.

9 Sherburne F. Cook establece que "cualesquiera que sean las dificultades que presenten nuestros datos, es evidente que la mortalidad infantil, expresada como las muertes entre los cero y cuatro años de edad, sigue un curso errático con valores altos durante todo el periodo misional". Véase "Los registros misionales como fuentes de estadísticas vitales: ocho misiones del norte de California", en Cook y Borah, Ensayos, 1980, pp. 165–269.

10 Rodríguez, Cautivos, 2002, pp. 210–216.

11 Para el caso de la Alta California véase Hackel, Children, 2005, pp. 97 y 106.

12 Almada, Breve, 2000, p. 58.

13 Una explicación vasta sobre las implicaciones del cambio cultural en la existencia de los gentiles bajacalifornianos se encuentra en el citado libro de Río, Conquista, 1998.

14 Palou, Recopilación, 1998, pp. 69, 132.

15 Copia del informe de 1784 de fray Miguel Hidalgo, México, 7 de septiembre de 1800, en Testimonio del expediente seguido en virtud de real orden de 8 de noviembre de 1797 relativo a la decadencia y remedio a las enfermedades que padecen los indios de la Antigua California, San Lorenzo, 8 de noviembre de 1797, en Archivo General de Indias (en adelante AGI), Audiencia de Guadalajara, 388/fs. 1–3.

16 Copia del informe de 30 de diciembre de 1793 de fray Cayetano Pallas, México, 18 de julio de 1800, en ibid., fs. 4–8.

17 Copia del informe de 1784 de fray Miguel Hidalgo, en ibid., fs. 1–3.

18 Informe de fray Vicente Belda, real presidio de Loreto, 12 de diciembre de 1800, en ibid., fs. 8–12.

19 Dictamen del Real Tribunal del Protomedicato, México, 30 de junio de 1801, en ibid., fs. 13–17.

20 Dictamen del fiscal y acuerdo del virrey, México, 13 de julio de 1801, en ibid., fs. 18–19.

21 Arrillaga al virrey, Loreto, 7 de noviembre de 1801, en ibid., fs. 20–23.

22 Francisco de Eliza al virrey, Tepic, 21 de agosto de 1801, en ibid., fs. 24–26.

23 Despacho de la fiscalía, México, 14 de diciembre de 1801, en ibid., fs. 29–32.

24 Dictamen del Real Tribunal de Cuentas, México, 30 de septiembre de 1802, en ibid., fs. 33–38.

25 Dictamen de la fiscalía, México, 31 de diciembre de 1802, en ibid., fs. 33–35.

26 Bermúdez al virrey, San Blas, 26 de enero de 1803, en ibid, fs. 36–38.

27 Cosa que, pensamos, hacían los indios como expresión de sus costumbres rituales o para librarse de insectos y parásitos.

2S Dictamen del médico cirujano Pablo Soler, San Blas, 8 de febrero de 1803, en Testimonio del expediente seguido en virtud de real orden de 8 de noviembre de 1797 relativo a la decadencia y remedio a las enfermedades que padecen los indios de la Antigua California, San Lorenzo, 8 de noviembre de 1797, en AGI, Audiencia de Guadalajara, 388/fs. 39–45.

29 Dictamen del fiscal, México, 4 de abril de 1803, en ibid., fs. 46–48.

30 Dictamen del Real Tribunal del Protomedicato, México, 9 de mayo de 1803, en ibid., fs. 48–50.

31 Dictamen del fiscal, México, 17 de mayo de 1803, en ibid., fs. 50–51.

32 Dictamen del Tribunal de Cuentas, 21 de junio de 1803, en ibid., 6. 51–53.

33 Despacho de la fiscalía, México, 4 de enero de 1804, en ibid., fs. 54–55. La aprobación virreinal del presente dictamen se hizo el 7 de enero del mismo año.

34 El doctor Serrano al virrey, México, 1 de marzo de 1804, en ibid, fs. 56–59.

35 La lista de medicinas que hizo el doctor Serrano para la Antigua California incluía: "mercurio dulce, precipitado rubio, precipitado blanco, opio, cantáridas (insecto coleóptero que alcanza de 15 a 20 mm de largo, de color verde oscuro brillante que vive en las ramas de los tilos y, sobre todo, de los fresnos. Se empleaba en medicina. Real, Diccionario, 2001], quina en polvo, quina en rama, extracto de quina, alcanfor, resina de Jalapa en polvo, piedra infernal, tártaro emético, ungüento de mercurio compuesto, pomada oxigenada, hermes mineral, ácido nítrico, tintara thebayea, ácido sulfúrico dulce, éther sulphúrico, espirita de cuerno de ciervo, ralo volátil, vino emético, oximiel seillético". Lista de medicinas del doctor Serrano, México, 16 de abril de 1804, en ibid., f. 60.

36 Dictamen del Tribunal de Cuentas, México, 17 de marzo de 1804, en ibid., fs. 60–62.

37 Despacho de la fiscalía, México, 26 de marzo de 1804, en ibid., f. 63.

38 Decreto del virrey, México, 28 de marzo de 1804, en ibid., f. 64.

39 Nombramiento del doctor Araujo, 12 de abril de 1804, en ibid., f. 65.

40 Iturrigaray al ministro Cayetano Soler, México, 26 de febrero de 1805, en ibid., f. 66.

41 Expediente sobre remisión a la Baja California de medicinas para el presente año, 1807, Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Californias, vol. 50, exp. 14, f. 276–279. Araujo pide opio, sal amoniaco, diversos ácidos, agua del papa, mercurio vivo, óxido de fierro y bálsamo católico.

42 Informe de fray Domingo Barrera, México, 16 de agosto de 1809, en AGN, Misiones, vol. 11, exp. 16, es copia del Acervo Documental del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Baja California (en adelante AD–III–I–UABC), exp. 2.5, fs. 1–15.

43 El abate Guillaume–Thomas Raynald escribió Historia de las dos Indias, donde hacía fuertes denuncias en alusión al clero, al despotismo monárquico y al colonialismo europeo.

44 Mora, Edificar, 1992, p. 27.

45 Informe de fray Domingo Barrera, México, 16 de agosto de 1809, AGN, vol. 11, exp. 16, es copia del AD–IIH–UABC, exp. 2.5, fs. 1–10.

46 Escribe Belda que no podía menos que confesar que en parte podía verificarse lo que decía Raynald acerca de que la reducción de los indios era el cuchillo que se clavaba en sus vidas.

47 Testimonio del expediente seguido en virtud de real orden de 8 de noviembre de 1797 relativo a la decadencia y remedio a las enfermedades que padecen los indios de la Antigua California, San Lorenzo, 8 de noviembre de 1797, en AGI, Audiencia de Guadalajara, 388/fs. 11–12.

48 Estratégica porque la posesión de las Californias se concebía como una necesidad geopolítica para el potencial dominio español del comercio transpacífico entre Asia y América, y, además, porque todavía se pensaba en la posibilidad de hallar un paso interoceánico en América septentrional para la circulación de barcos mercantes entre Europa y las Indias orientales.

49 Dictamen del médico cirujano Pablo Soler, en Testimonio del expediente seguido en virtud de real orden de 8 de noviembre de 1797 relativo a la decadencia y remedio a las enfermedades que padecen los indios de la Antigua California, San Lorenzo, 8 de noviembre de 1797, en AGI, Audiencia de Guadalajara, 388/f. 43.

50 Informe de Juan Antonio Formoso, misión de Santa Gertrudis, 7 de abril de 1783, en ANG, Provincias Internas, vol 1. exp. 11, es copia del AD–IIHUABC, exp. 1.6, fs.

51 Sandos, Converting, 2004, p. 112.

52 Representación de fray Nicolás Muñoz sobre el gobierno de las misiones dominicas de la Antigua California, año de 1778, punto 42, en AGN, Californias, vol. 16, exp. 12, es copia del AD–IIH–UABC exp.2.10, f. 23.

53 Informe de Gálvez, México, 31 de diciembre de 1771, Biblioteca Nacional de México, Fondo Reservado, MS, 1260.

54 El padre procurador de Californias promoviendo varios puntos del mejor gobierno de aquellas misiones..., convento de Santo Domingo, 2 de agosto de 1791, en AGN, Misiones, vol. 5, exp. 4, es copia del AD–IIH–UABC, exp. 1.22, fs. 3 y S.

55 Informe de fray Domingo Barrera sobre el estado y necesidades de las misiones dominicas de la Antigua California, Convento de Santo Domingo, 16 de agosto de 1809, en AGN, Misiones, vol. 11, exp. 16, es copia del AD–IIH–UABC, exp. 2.5, f. 7.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

Doctorado en Historia por la UNAM (en espera de fecha para examen). Profesor titular en la carrera de Historia del Departamento de Humanidades y en el Programa de Maestría en Historia Regional, ambos de UABCS. Autor, coautor y editor de varios libros y artículos, entre ellos, Las alcaldías sureñas de Sinaloa durante la segunda mitad del siglo XVIII. Población e integración social y los tres tomos de la Historia general de Baja California Sur. Autor de diversas ponencias para congresos nacionales e internacionales. Durante su estancia en la UABCS fue miembro del Seminario de Investigación en Historia Regional y director de la maestría en Historia Regional. Es realizador y responsable del Acervo Fotográfico de Apoyo a la Investigación en Ciencias Sociales de la misma institución.

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