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Secuencia

versão On-line ISSN 2395-8464versão impressa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.77 México Mai./Ago. 2010

 

Reseñas

 

José Ángel Crespo, Contra la historia oficial

 

Sebastián Plá

 

Debate, México, 2009.

 

Universidad Iberoamericana.

 

POR UNA NUEVA HISTORIA OFICIAL

La historia oficial se manifiesta en muy diversos referentes: estatuas, discursos políticos, topónimos, museos, libros de texto, medios masivos de comunicación, libros de divulgación histórica y en ciertos trabajos de la historiografía profesional. Definirla es, sin lugar a dudas, una tarea difícil por la obviedad de su existencia y de su presencia y, al mismo tiempo, por su carácter mutable, de contratexto, de gran Otro lacananiano contra el que se construyen múltiples significaciones sobre el pasado. Hablar de historia oficial o estar en contra de ella, implica necesariamente revisar, considerar y estudiar múltiples aristas que en Estados democráticos sin lugar a dudas se diversifican. Simplificando un poco se puede estudiar la historia oficial y participar en ella desde cada uno de los espacios en los que se manifiesta, digamos en los lugares de la micropolítica, o tratar de reuniría en un todo indefinido, como campo de batalla de las ideas políticas a escala nacional. Este último camino es el que escoge José Ángel Crespo.

Desde nuestra perspectiva, Contra la historia oficial se asienta en el campo del uso público de la historia. En primer lugar, por tener la explícita intención de llegar a amplios sectores no especializados de la población y darles la oportunidad de acercarse a otras interpretaciones históricas del pasado nacional, más allá de la historia oficial. Un segundo aspecto del uso público de la historia es su dimensión política. Por lo general los usos públicos de la historia moralizan con la recuperación veraz o abiertamente mentirosa del pasado para alcanzar espacios de poder, sean estos coyunturales, como los partidos políticos, o estructurales, en donde los historiadores, con legítima ambición, han buscado posicionarse a lo largo de la historia de los Estados-nación. Por último, Crespo hace referencia a la historia que se enseña en las aulas y, por tanto, al uso público y político de la historia con mayor alcance, aunque en la actualidad ya no necesariamente con mayor impacto. Contra los dos últimos usos, tradicionalmente manipulados ideológicamente (p. 18), levanta su pluma este historiador. El éxito o no de este pronunciamiento depende de la mirada de cada lector.

El libro tiene como hilo conductor para el análisis histórico a Nicolás Maquia-velo. Las acciones de los personajes históricos se miden en muchos casos con la lejanía o con la cercanía al pensador florentino. A partir de ahí, dando un viraje significativo con formas de interpretación histórica tradicionales, los personajes son juzgados a partir de una visión de realpolitik. Hernán Cortés fue un conquistador, pero dueño de una habilidad política que era necesaria para alcanzar sus objetivos. Maximiliano de Habsburgo, incapaz de gobernar con la fuerza y sin el temple que requiere el ejercicio del poder, no pudo con su romanticismo político al tratar de conjuntar bajo su gobierno a sectores enemistados por años de guerra civil. Porfirio Díaz recibió el título de dictador y, al mismo tiempo, es condecorado como portento de la historia por su habilidad y fuerza para pacificar el país. La historia oficial no debe, considera Crespo con razón, enaltecer personajes en forma de ídolos, sino desdoblar su personalidad y entenderlos como hombres de Estado y, por lo tanto, con una lógica política propia.

La historia nacional en este texto se describe en cuatro partes, a las que se suma un epílogo. La primera trata sobre el legado colonial o, más exactamente, sobre lo que considera el nacimiento de las primeras características de la identidad mexicana. Se revalora a Cortés, se reconoce a Moctezuma, se matiza la personalidad de Cuauhtémoc y se realza la figura de los dos Martín Cortés, el legítimo como el primer insurgente y el segundo como mártir olvidado del primer movimiento de independencia. Esto se debe a que este último probablemente representa

lo que en el subconsciente el mexicano no desea ser: el bastardo de las culturas matrices, despreciado por el padre, que a su vez desprecia a su madre. Mejor identificarse con la heroica resistencia de Cuauhtémoc que con la vergonzosa sumisión de la Malinche(p. 81).

La segunda parte se centra en la independencia y en el periodo al que Crespo denomina anarquía. En ella se resalta el carácter bélico de las campañas de Miguel Hidalgo y José María Morelos. También se hace un esfuerzo por reconocer a Iturbide y su importante papel en la consumación de la independencia nacional. Sin embargo, y con justificada razón, en toda historia política mexicana de la primera mitad del siglo XIX la figura de Antonio López de Santa Anna ocupa necesariamente un papel estelar. No se trata de negar los vicios políticos de este singular personaje, sino por el contrario, de revelar las complejidades psicológicas e históricas que envolvieron sus acciones. A la pregunta de por qué Santa Anna cayó en el averno de la historia oficial, como dice Crespo, la respuesta la encuentra en la incapacidad de los mexicanos por aceptar que necesitaron e incluso rogaron que un sujeto como López de Santa Anna dirigiera los destinos del país. En resumidas cuentas, porque para el autor, Santa Anna representa la incapacidad nacional para construir un sistema de gobierno estable y democrático.

Maximiliano roba plaza entre el elenco de la tercera parte, titulada "Imperio y República". En un proceso más amplio que lleva cerca de dos décadas y al que este libro se suma, la popularidad del príncipe austriaco sube y la de Benito Juárez tiende a descender. Del primero se destaca su inocencia, ingenuidad, buena voluntad e incapacidad de ejercer el poder, por ejemplo, fusilando a los enemigos; del segundo se resalta su capacidad para manipular las elecciones, reelegirse a partir de triquiñuelas legales y llevarse a sus bolsillos parte de las arcas de la Hacienda pública. El objetivo de este desdoble de Juárez radica no tanto en vilipendiar al más famoso de los héroes nacionales, sino resaltar la ignominiosa tradición política mexicana de torcer la legalidad para satisfacer ambiciones personales. En este texto, hay que recordarlo, hay un uso público de la escritura de la historia, por lo que la narración histórica de acontecimientos políticos tiende a definir lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo y, por tanto, no puede eludir ser una acción moralizadora.

Por último, el autor discute el porfiriato y la revolución. Porfirio Díaz, bajo la óptica de análisis maquiavélico, es calificado de dictador y portento de la historia. Díaz, considera Crespo, es ubicado en las mazmorras de la historia oficial, lo que oculta "muchos eventos y correrías dignas de un héroe de novela" (p. 239). Por su parte, de Francisco I. Madero se matiza su carácter revolucionario, pues estaba centrado en aspectos políticos, no sociales y económicos, y su movimiento, como lo ideó originalmente, jamás deseó la guerra. Al igual que Maximiliano, considera Crespo, Madero pecó de falta de instinto político, al grado de ubicar él mismo el puñal de la traición justo en su espalda. Finalmente, hay una propuesta importante, quizá la más difícil de aceptar por la historia oficial nacional: el lugar clave que ocupa Estados Unidos en el ejercicio del poder en la historia política mexicana. Reconocer, dice el autor, a los vecinos del norte como fulcro de la balanza, es asumir nuestra debilidad institucional que, históricamente, no hemos podido superar.

El epílogo es una propuesta de historia oficial para la democracia. El objetivo, considera el autor siguiendo a Enrique Krauze, no es declararle la guerra a la historia de bronce, sino moldearla a las necesidades de una sociedad democrática. La divulgación y la enseñanza de la historia, continúa el autor, deben de promover los valores propiamente democráticos como apoyo para consolidar la formación urgente e inmediata de un sistema democrático. Además "la pluralidad, la neutralidad —dentro de lo posible— y los valores democráticos, debieran ser los ejes sobre los cuales se diseñe una nueva historia oficial" (p. 303). Es necesario para un cambio de régimen, cita a Héctor Aguilar Camín, "un cambio en los valores del panteón histórico" (p. 304).

Queda claro que más allá de las versiones propuestas de los personajes históricos más conocidos de nuestra historia nacional, el título de Contra la historia oficial es por demás errado, pues lo más próximo al contenido del texto sería Por una nueva historia oficial, título, por cierto, que sería menos eficaz en el mundo de las ventas editoriales. Pero no sólo en las propias palabras del autor se revela este desliz, sino en la estructura propia de la historia que fomenta, la cual reproduce las características básicas de este gran Otro denominado historia oficial.

No es nuestra intención ser exhaustivos en la definición, pero podemos mencionar que la historia oficial tiene como componentes centrales una narración heroica de eventos militares y políticos, repleta de anécdotas y carente de explicaciones complejas; la exclusión de grandes sectores de la población de las historias nacionales; la invención de una identidad y de orígenes colectivos, y dar respuesta unilateralmente a los intereses de los sectores dominantes, tanto políticos como intelectuales, del presente. Desde esta perspectiva, Contra la historia oficial es una nueva historia oficial, pues es un recuento de personajes y héroes en el que el mundo mesoamericano y los pueblos indios quedan excluidos y donde el periodo colonial se reduce a sus primeros momentos llamados Cortés y los aztecas (y no mexicas como debería decir) que sedimentaron las bases de nuestra identidad. También resalta en este texto una inmensa ausencia, un profundo silencio: la historia contemporánea, conflictiva y política, no fue trabajada como historia oficial, pues implicaba un riesgo que quizá el autor consideró demasiado peligroso correr. Puede interpretarse, a partir de la lectura de este libro, que el autor considera que todo aquello que no sea historia política merece ser olvidado de la historia nacional o de la historia oficial.

Otra omisión importante es no escuchar las múltiples voces con las que se construyen las interpretaciones de la historia nacional o siquiera estudiar otros referentes en los que se manifiesta la historia oficial. Seguir pretendiendo, como lo hace Crespo, que la historia oficial baja desde los estratos del poder político y académico de manera impoluta y se impregna en los sentimientos identitarios de los jóvenes mexicanos que pacientes esperan en las aulas del sistema educativo, es desconocer la pluralidad de la sociedad mexicana; es ignorar los avances curriculares para la enseñanza de la historia en educación básica que, muy criticables, son en ocasiones mucho más innovadores que las propuestas de Crespo; es también creer de manera arbitraria que la única forma válida de conocimiento histórico es la historiografía profesional, y es limitar el uso público de la historia a las fronteras nacionales que, en una era global, posnacional, parecen ser bastante reducidas.

La propuesta de un uso público y político de la historia que fomente una sociedad democrática es por demás acertada. Sin embargo, el estilo ameno e irónico de Contra la historia oficial se desvanece ante la repetición estructural de la historia oficial decimonónica que se trasmina entre sus renglones. Llevar la historia de Crespo a las aulas, a los museos, a las celebraciones, a las calles y a tantos otros lugares de historia oficial, sería contraproducente con el propio objetivo del autor.

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