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Secuencia

versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.77 México may./ago. 2010

 

Reseñas

 

Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez Andrés, Experiencias republicanas y monárquicas en México, América Latina y España, siglos XIX y XX

 

Juan Cristóbal Cruz Revueltas

 

Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Michoacán, 2008.

 

Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

 

La distancia histórica que nos ofrece el pertenecer al siglo XXI y la mirada retrospectiva a la que nos obliga el segundo centenario de vida independiente de la mayor parte de las naciones latinoamericanas (salvo Cuba y Puerto Rico) son quizá los dos motivos que explican el creciente interés por revalorar, con una mirada más serena e imparcial, los debates y conflictos que acompañaron la creación de naciones como México o Brasil. Andar de nuevo un camino conocido, pero verlo ahora con nuevos ojos es lo que se propone el libro recientemente publicado bajo la dirección de Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez, Experiencias republicanas y monárquicas en México, América Latina y España, siglos XIX y XX. Una primera pregunta a la que nos confronta este libro es si realmente entre 1808 y 1810 hubo un colapso total del imaginario monárquico en América Latina. Uno de los autores de referencia, como lo es François Xavier Guerra, ha defendido que "hacia 1812-1813, las referencias políticas modernas ya se han impuesto en el mundo hispánico".1 Bajo esta última hipótesis, la adopción de la política moderna por parte de países como México se explicaría por una suerte de necesidad metafísica: una vez destruida por el pensamiento moderno la justificación teológica política de las monarquías y una vez atrapado en Cádiz el virus liberal, los países hispanoamericanos no podían sino optar por una forma política de tipo moderno. El libro coordinado por Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez nos permite cuando menos matizar esa lectura al adoptar la mirada de los individuos y actores de la época y ver que la opción moderna no tenía para ellos el carácter de evidencia que quisiera otorgarle una lectura retrospectiva.

En efecto, los actores políticos de la primera mitad del siglo XIX se encontraban no ante una sola opción o ante un horizonte único de la historia, sino ante una pluralidad contradictoria de experiencias a las cuales podían recurrir: se admiraba a las repúblicas y a las monarquías antiguas, pero se envidiaba a la joven democracia americana, a los regímenes europeos modernos y se soñaba con las nuevas utopías. El exceso de opciones y la ausencia de consenso en torno al marco institucional se presentan entonces como factores a tomar en cuenta para explicar la debilidad de las nuevas naciones. Salvador Méndez acierta al evocar a Mariano Otero a este respecto:

Las [especulaciones políticas] que ahora se presentan son admirables por su variedad.

La monarquía absoluta, la dictadura militar, las bases orgánicas, la agregación a los Estados Unidos, el comunismo, la preponderancia de la raza indígena; todos estos extravíos tienen sus apóstoles, sus escritores, sus conspiradores; mientras que el gobierno, sin plan, sin apoyo político, sin fuerza, se reduce a conservar el statu quo y vivir de la inercia general... (p. 46).

Valga subrayar que en lo que se refiere a las opciones "modernas", ellas son en ese entonces demasiado recientes y de futuro incierto. Por lo demás, luego del episodio de Napoleón y salvo el caso de Estados Unidos de Norteamérica, todas las grandes potencias seguían siendo monarquías. Los actores políticos más lúcidos e influyentes de la época, según se sostiene, no buscan refugiarse en una utopía, sino dar una respuesta pragmática y factible a la "necesidad de construir un nuevo orden social y político" (p. 9). De aquí que una de las tesis fuertes del libro en la que parecen coincidir los autores es que no hay para el caso mexicano "en el primer congreso constituyente una fuerza republicana relevanre". En realidad "la disputa inicial se dio entre dos tipos de monarquismo, la versión iturbidista y la borbonista" (p. 77). Que nos guste o no a nosotros herederos de Juárez, la monarquía era en aquel entonces una opción "evidente". Así lo ejemplifica el caso de Brasil que vivió buena parte del siglo XIX bajo el reinado de Pedro II. El surgimiento de la opción republicana en México pierde entonces su carácter de evidencia y demanda explicación. Como lo observa Will Fowler, "la propuesta monárquica fue la que tuvo mayor acogida y aceptación en México tras proclamarse el Plan de Iguala del 24 de febrero de 1821" (p. 350). ¿Por qué a diferencia del caso brasileño en México no triunfa la monarquía? La respuesta defendida por Israel Arroyo consiste en afirmar que el republicanismo mexicano es "un producto derivado del fracaso del primer ensayo del monarquismo iturbidisra" (p. 77).

Otro aspecto de interés que nos ofrece el libro, es el de ayudarnos a conocer mejor la naturaleza de los argumentos que durante el siglo XIX estaban presentes "en la disputa por la nación". Algo que no deja de sorprender es que generalmente entre los defensores de la monarquía no se trata de movilizar argumentos de legitimidad de tipo teológico que defiendan su origen divino, tipo antiguo régimen, sino de una respuesta efectivamente pragmática a la circunstancias del país. Así lo escribe con toda claridad Tomás Pérez Vejo en un párrafo que vale la pena citar ampliamente:

El monarquismo mexicano de los años cuarenta-cincuenta está teñido de un fuerte componente utilitario. La justificación de la monarquía nunca se hace con base en una supuesta legitimidad, tal como sí se había hecho, por ejemplo, con Fernando VII durante la guerra de Independencia, sino argumentando la capacidad de este sistema de gobierno para garantizar una transición ordenada del antiguo régimen a la nueva sociedad nacional y de garantizar el carácter católico y español de México frente a la amenaza anglosajona (p. 329).

Dado su carácter pragmático, este tipo de estrategia discursiva sigue siendo frecuente incluso en la historia reciente. Así, a finales de los años cincuenta del siglo pasado, el impulsor de la quinta república francesa, Charles de Gaulle, moviliza en su momento la idea que para la sobrevivencia y la viabilidad de Francia se requiere de una figura que trascienda las divisiones del país. Pero volviendo al caso mexicano, es de notar que el mismo género de argumentos son usados en la defensa del catolicismo. La idea de que se trata de la "verdadera religión" es rápidamente complementada o francamente dejada de lado por justificaciones de tipo histórico y político; a saber, por su supuesto poder civilizador y por la idea de que ella cohesiona a la nación mexicana. Así, Lucas Alamán sostuvo:

es lo primero conservar la religión católica, porque creemos en ella y porque aun cuando no la tuviéramos por divina, la consideramos como el único lazo común que liga a los mexicanos cuando todos los demás han sido rotos (p. 66).

Su defensa de la monarquía y de la religión es efectivamente moderna. Incluso podríamos decir, para insistir en la observación de Pérez Vejo, que es de tipo pragmática y maquiavélica (más que amoralista, Maquiavelo es en realidad un ancestro del utilitarismo). Recuérdese que Maquiavelo evalúa las religiones no por su carácter de "verdad" teológica, sino en virtud de sus efectos cívicos. Claro está que al enarbolar este tipo de argumentos, los pensadores conservadores del siglo XIX ignoraron o prefirieron ignorar la violenta crítica que hace Maquiavelo al cristianismo en este mismo sentido, por el hecho de ser precisamente una religión interesada en la salvación del alma y en el más allá, y no en los valores cívicos. Su verdadera finalidad no es el bien público, ya que su reino no es de este mundo. Se observa también este tipo de contradicción o inconsecuencia cuando tras haber adoptado una fundamento pragmático para sus creencias, critican a Estados Unidos de Norteamérica por su pragmatismo... Quizá por esta curiosa mezcla de fachada tradicionalista edificada a base de conceptos modernos, por el deseo de evocar y hacer referencia a un mito de origen, el de un México católico, y la necesidad de conciliario con el contexto de la época, se inicia una larga historia de tensiones y contradicciones del discurso conservador mexicano. Así, no extraña entonces que un ideólogo de la historia reciente, Carlos Castillo Peraza, quiera ver la "libertad, Estado de derecho, soberanía popular, pluralismo, derechos humanos, libertad de conciencia, deber político" como el resultado de la victoria cultural de los principios cristianos.2 El peligro de este tipo de posición es el de caer en la errónea visión esencialista que pretende que basta pensar la idea, contar con el concepto o enunciar la palabra para que exista una verdadera comunidad originaria (la católica, la española o "la raza latina" como bien podrían pretenderlo también la indigenista o, por qué no, la del "verdadero" comunista). Con su inevitable corolario, en el que suelen caer los fundamentalistas de todo tipo: el de pretender ser "los verdaderos y únicos portavoces de la verdadera comunidad". Por otra parte, que el discurso conservador requiere apoyarse en conceptos modernos, hace reaparecer la tesis de François Xavier Guerra: a partir de la introducción de la noción de soberanía popular y de las visiones contractualistas en el paisaje ideológico a finales del siglo XVII, la legitimación política requiere presentarse bajo una forma conceptual moderna.

Otra virtud del libro coordinado por Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez es la de mostrar el grado en que los actores políticos latinoamericanos de la primera mitad del siglo XIX siguen de cerca los debates europeos. Benjamín Constant, Burke, Rousseau, entre otros, son autores leídos de cerca, comentados y utilizados en el debate ideológico.

Ahora bien, en términos generales, los autores del libro no se equivocan en poner en la discusión actual el tema tan relegado de la monarquía y de forma derivada el del papel político del catolicismo. Respecto al primero, el lector encontrará que en el último texto se discuten desde una perspectiva más contemporánea y que valdría bien la pena prolongar. En efecto, si la verdadera justificación de la monarquía era ya en el pensamiento decimonónico de tipo pragmático (es decir, ya corroída por un escepticismo respecto a su justificación), en nuestros días la monarquía no debería ser sino un curioso fósil vivo. Ahora bien, a pesar de su frágil o casi inexistente sustento ideológico, sigue reapareciendo constantemente como una solución "natural" en momentos de crisis. Lo podemos ver hoy en día incluso en países pretendidamente "laicos" (habría que discutir si en ellos la religión no reaparece bajo otras formas) como en Cuba, en Corea del Norte, en Siria, etc. También debemos reconocer que muchos países multiculturales, como España, Gran Bretaña o Bélgica, mantienen algo de unidad gracias a la figura del monarca. Igualmente se puede alegar, como lo señala en el libro Angeles Lario, que algunos países han transitado más pacíficamente a la democracia bajo una monarquía constitucional que sin ella. Piénsese simplemente en el contraste histórico entre la Inglaterra reformista y la Francia revolucionaria. Es dable preguntarse si la monarquía no hubiera sido una solución para los países balcánicos antes de 1992. Pero vale la pena insistir ¿por qué hoy en día países como Cuba, Corea y Siria tienden a resolver la sucesión del poder dentro del círculo familiar y caer de manera "casi natural" en una forma de poder de tipo monárquico? Se puede defender que mientras que en el caso inglés la monarquía se convirtió en una institución que funcionó como catalizador del paso del antiguo régimen a la modernidad política (sobre todo, como ya hemos dicho, en países multiculturales), en los casos recientes, particularmente en el de los países que construidos luego de conflictos revolucionarios, la monarquía se presenta como la salida fácil de países que no han construido la experiencia política de la pluralidad, del liberalismo político y los derechos humanos ni, en general, de la democracia. Ya a principios del siglo XIX, el filósofo alemán Emmanuel Kant deploraba que lo único que no cambia con las revoluciones son las mentalidades. Quizá por ello tan frecuentemente terminan siendo retrógradas; antes de crear la democracia y el espíritu crítico, terminan por redescubrir "las bondades" de la monarquía.

Otro tanto se puede decir del papel político de la religión. A pesar de los recientes intentos para reintroducir en el juego político a la iglesia, quizá el papel político que puede desempeñar la religión es uno de los rasgos que más nos aleja del siglo XIX. Quizá no tanto por un cambio de mentalidades (por lo demás, es notorio que las diversas formas de fundamentalismo en nuestros días han optado por inmunizarse artificialmente ante los avances de la ciencia y de la discusión en las ciencias sociales). El cambio se antoja ante todo de tipo sociológico. Por ejemplo, la población mexicana es cada día más plural en cuanto a sus creencias religiosas. Se antoja difícil que en un escenario de elecciones competidas y divididas entre tres grandes fuerzas políticas, como es actualmente el caso de México, un partido opte de forma suicida por ignorar a las minorías religiosas, ya que estas pueden dar el voto decisivo para ganar o perder una elección.

Igualmente, podemos interrogarnos sobre la defensa del catolicismo como "instrumento civilizatorio" que esgrimen, como se insiste en el libro, algunos de los pensadores mexicanos del siglo XIX. Argumento que, por lo demás, siguen evocando hoy en día algunos grandes pensadores contemporáneos. En particular, es común argüir la funcionalidad del catolicismo ante la violencia social. Se puede pensar, por ejemplo, en el tipo de posiciones defendidas por el muy influyente antropólogo francés René Girard, cuya obra puede entenderse como una defensa del catolicismo por su capacidad de exorcizar la violencia social. El caso de México (de Centroamérica y quizá del conjunto de América Latina), en particular en lo que se refiere a la cultura del narcotráfico, parece invalidar la posición de Girard al hacer patente que, a diferencia de las posiciones evangélicas, la religión católica no ayuda a interiorizar las normas ni a conjurar la violencia. En la ciudad de Culiacán, del estado de Sinaloa, cualquier visitante puede constatar que existe incluso un santo del narcotráfico con todo y su legión de devotos que junto con un muy alto grado de violencia se conjugan sin dificultad alguna para conformar la cultura de la región.

Para finalizar, podemos afirmar que, a diferencia de nuestros antepasados del siglo XIX, indecisos entre optar por un antiguo régimen o un incierto régimen político moderno, hoy gozamos de una mayor experiencia histórica. Hoy sabemos que la democracia no es necesariamente el caos, que las elecciones pueden ser pacíficas y un buen modo para resolver el conflicto por el poder y que, sin necesidad de revoluciones violentas, en los últimos cincuenta años muchos países han tomado el camino de la democracia como la mejor opción. Dicho de otra forma, el libro recientemente publicado bajo la dirección de Marco Antonio Landavazo y Agustín Sánchez es una excelente oportunidad para repensar nuestros últimos 200 años de historia iberoamericana.

 

Notas

1 François Xavier Guerra, "Les avatars de la représentation au XIX siècle" en Georges Couffïgnal, Réinventer la démocratie, le défi latino-américain, Presses de la Fondation Nationale des Sciences Politiques, Paris, 1992.         [ Links ]

2 Véase cita y discusión en Carlos Arrióla, El miedo a gobernar, la verdadera historia del pan, Océano, México, 2008, p. 91.         [ Links ]

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