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Secuencia

On-line version ISSN 2395-8464Print version ISSN 0186-0348

Secuencia  n.77 México May./Aug. 2010

 

Artículos

 

Campanas, religión y buen gobierno en Orizaba, 1762-1834*

 

Bells, Religion and Good Government, Orizaba, 1762-1834

 

David Carbajal López

 

Fecha de recepción: marzo de 2009.
Fecha de aceptación: junio de 2009.

 

Resumen

Las campanas constituyeron lo mismo un instrumento de sacralización del tiempo, que de protección de la comunidad y un elemento indispensable del ritual festivo de las corporaciones del antiguo régimen. En suma, un objeto de la utilidad pública tradicional. Asimismo, su sonido era objeto de la devoción de los notables y símbolo de la identidad de ciertas corporaciones. En el siglo XIX su uso causó controversias con la llegada de las nuevas sensibilidades, propias del liberalismo. Aunque recibieron críticas mordaces en la prensa, los liberales intentaron hacer de ellas más bien objeto de la nueva utilidad pública, la del Estado, descartando los dobles fúnebres, pero manteniendo los repiques para las nuevas festividades civiles e incluso para sus triunfos electorales. Todo ello, sin embargo, no evitó la continuidad de muchos de sus usos desde la utilidad pública tradicional.

Palabras clave: Campanas, Orizaba, religiosidad, reforma católica, utilidad pública, liberalismo.

 

 Abstract

Bells are both an instrument for the consecration of time, protection of the community and a vital element in the festive ritual of the corporations of the Ancien Régime. In short, they are a traditional object of public utility. Their sound was an object of devotion of notable figures and a symbol of the identity crisis of certain corporations. During the 19th century, their use caused controversy as a result of the advent of the new sensitivities, characteristic of liberalism. Although they received biting criticism in the press, liberals attempted to turn them into a new object of public use, that of the state, eliminating the tolling of bells at funerals yet keeping the ringing for the new civil festivities and even for their electoral triumphs. All this, however, failed to prevent the continuity of many of their uses in traditional public use.

Key words: Bells, Orizaba, religiosity, catholic reform, public use, liberalism.

 

En las últimas décadas la historiografía sobre la Iglesia católica mexicana de los siglos XVIII y XIX ha conocido una amplia renovación. Nuevos temas se han abierto, como el estudio a profundidad de la carrera clerical, de los sermones, de las rentas eclesiásticas o de la vida parroquial,1 así como nuevas perspectivas que tienden a integrar los cambios locales en marcos de referencia más amplios, trasatlánticos incluso. Todo ello nos permite hoy presentar una imagen cada vez más compleja de las transformaciones de la Iglesia de la época. Sin embargo, no es menos cierto que nuestra historiografía no ha perdido cierto carácter institucional, es decir, los sujetos que analiza siguen siendo en buena medida las instituciones religiosas mismas (cabildos catedrales, diócesis, parroquias, cofradías, conventos, etc.)2 y no tanto las prácticas u objetos de la religiosidad. Independientemente del culto de la Virgen de Guadalupe, que ha recibido siempre una atención particular,3 y de los estudios más bien de corte antropológico sobre la "religiosidad popular", prácticas como las misiones populares, los peregrinajes, el culto de reliquias, y otros muchos que caracterizaron al catolicismo de la reforma católica, se conocen poco para la época que tratamos. Claro está, se conocen la desconfianza de la jerarquía episcopal y de los representantes de la corona,4 pero mucho menos la continuidad o cambios que estas prácticas tuvieron en la transición del antiguo régimen al primer liberalismo.

En ese contexto tal vez no sea extraño que tampoco se haya dedicado especial atención al tema de las campanas. Hasta donde conocemos, sólo existe el artículo que le dedicara la profesora Anne Staples en 1977 en la revista Historia Mexicana.5 Este da cuenta de un cambio fundamental, debido tal vez no tanto al "abuso de las campanas" como parece sugerir la autora, cuanto más bien relacionado con la sensibilidad sonora de las elites mexicanas. Aunque por motivos distintos, la jerarquía episcopal de finales del siglo XVIII, como los liberales de los primeros años posteriores a la independencia, coincidieron en reglamentar y reducir cuanto fue posible el repique de campanas que, decían, perturbaba la tranquilidad pública.6

Sin duda, el artículo de la profesora Staples nos ilustra ya algunas de las críticas de los liberales contra un paisaje sonoro completamente dominado desde lo alto de los campanarios. Empero, para reconocer mejor los motivos del debate, es indispensable remitirnos a otras obras de historia religiosa y de historia de las sensibilidades. En principio es importante volver sobre la importancia de las campanas como elemento de dicho paisaje sonoro y religioso. Un elemento con diversos usos, como lo decía ya una estrofa citada en el derecho canónico y que se encontraba grabada en muchas campanas de todo el mundo católico: Alabo al Dios verdadero, convoco al pueblo, congrego al clero. Oro por los difuntos, hago huir la peste, realzo las fiestas.7

Ante todo, la campana contribuía a la sacralización del espacio y del tiempo. En efecto, en el marco de la sacralización impulsada por la reforma católica, la campana no sólo convocaba a las celebraciones litúrgicas sino que marcaba el ritmo de las jornadas de trabajo como un recordatorio constante de lo sagrado. "Voces" o "trompetas" de Dios, constituían así un objeto de devoción que se beneficiaba de diversos rituales de bendición inspirados del sacramento del bautismo, y que eran llamados así precisamente, bautizos. En esos rituales las campanas eran prácticamente "personificadas" y presentadas al conjunto de la comunidad para recibir, según rituales que se fueron modificando con el paso de los siglos, no sólo la aspersión de agua bendita sino la unción con los óleos santos. Oleos que así como a los enfermos en la extremaunción, les daban la capacidad de participar en la lucha contra el mal.8

Así es, la campana no sólo transportaba las oraciones de los fieles, sino que podía por sí misma contribuir a la protección de la comunidad, toda vez que se reconocía en ella, como en un auténtico exorcismo de la naturaleza, la capacidad de ahuyentar a los demonios y de convocar a los ángeles, de disipar las tormentas y de asegurar las buenas cosechas. Tales cualidades fueron especialmente apreciadas por los pueblos, al punto de que su uso constante provocó las primeras controversias con los clérigos que, en el marco de la reforma católica, intentaban reforzar y proteger el sentido de lo sagrado. Es así que aparece la preocupación de obispos y párrocos por evitar que las campanas fuesen utilizadas para fines "profanos" y que estuviesen al alcance de cualquier seglar.9 Empero, tanto clérigos como seglares las usaban dentro de una misma lógica: en un universo lleno de presencias sobrenaturales, las campanas contribuían a fortalecer el sentimiento de seguridad.10

Aunque las preocupaciones clericales siguieron haciéndose presentes en los siglos siguientes, al momento de las transformaciones de finales del siglo XVIII y de principios del XIX, las campanas se convirtieron en objeto de controversia, ya no tanto por motivos religiosos sino políticos. En ese momento la discusión giraba en torno a su carácter rector del paisaje sonoro y de símbolos de identidad de las comunidades. Según lo ha mostrado la obra ya clásica de Alain Corbin Les cloches de la Ierre,11 desde tiempos de la revolución, aunque según los vaivenes políticos nacionales, el Estado disputó las campanas con los campesinos en aras de imponer su control sobre el paisaje sonoro que debía ser, de ahora en adelante, un paisaje secular organizado desde la municipalidad y no desde la iglesia.12

En aquel momento, incluso el campanario devino en motivo de conflicto. Antes, el derecho canónico recordaba su significado místico, en tanto símbolo de la jerarquía de los prelados, así como las campanas eran símbolos de los predicadores.13 En cambio, para los revolucionarios el campanario devino en símbolo de una desigualdad que debía ser literalmente abatida como parte de la renovación de la sociedad.14

Ahora bien, lejos estamos de creer que sea posible trasladar a la Nueva España y el México independiente una problemática planteada sobre todo para el caso francés. Sin embargo, no podemos sino preguntarnos si tal era también la importancia de la campana en el caso de los pueblos del imperio hispánico y de qué forma pudo insertarse en el nuevo régimen liberal, cuyos representantes compartían muchas sensibilidades a ambos lados del Atlántico. Ahora bien, para dar cuenta de dicha problemática hemos elegido tratar sólo de las campanas de una parroquia de la diócesis de Puebla, en el oriente de Nueva España, la de San Miguel Orizaba, cuya documentación nos permite reconstruir de manera más o menos precisa la implantación de las campanas y los elementos que se jugaban en torno a ellas. El periodo de nuestro estudio corresponde, en principio, al de los grandes cambios que ha venido estudiando la historiografía reciente: de las reformas borbónicas hasta la reforma liberal de 1833-1834, mas obedece también a circunstancias locales.

En efecto, tomamos el año 1762 como punto de partida, pues en ese año se preparó un amplio informe que nos permite conocer, entre muchas otras cosas, las corporaciones religiosas y los templos de la localidad. Además, la década de 1760 fue el momento de partida de diversas reformas que afectaron a Orizaba, como la implantación del monopolio de tabaco. Nos interesa desde luego adentrarnos en las transformaciones que tuvieron lugar con el cambio de siglo: la crisis monárquica, la guerra civil, la independencia y, sobre todo, la construcción de un régimen liberal. En fin, nuestro estudio concluye en la reforma de 1833-1834, pues, como veremos, esta tuvo en Orizaba un desenlace particularmente interesante para el tema que nos ocupa.

Nuestra exposición pues, se estructura en tres partes. En la primera trataremos de reconstruir el paisaje sonoro de la parroquia de Orizaba en el siglo XVIII, en la segunda veremos las campanas como símbolos de identidad y objetos de devoción, y en la tercera los cambios y disputas que trajo consigo la sensibilidad del liberalismo decimonónico. Podemos adelantar desde ahora que, aunque con matices importantes, se advierte también en las campanas orizabeñas, como en las europeas, el paso de la unanimidad religiosa a los debates de la política moderna.

 

PAISAJE SONORO, REFORMA CATÓLICA Y UTILIDAD DEL PÚBLICO

Para el tema que nos ocupa no está de más comenzar por advertir que Orizaba, que a principios del siglo XVIII no era sino un pequeño pueblo del camino de Veracruz a México, se encuentra ubicada en un valle prácticamente plano y casi por completo rodeado de montañas, algunas muy cercanas a la población, como el cerro llamado hoy del Borrego.15 Pueblo entonces, pero incluso al final del periodo que aquí abordamos, cuando ya era una ciudad consolidada, su extensión era relativamente estrecha, cuando menos para los ojos y los oídos de hoy día: su término llegaba apenas a una legua tanto de norte a sur como de oriente a poniente en 1831.16

Desde el siglo XVI la región había sido repartida entre las amplias haciendas e ingenios que constituyeron el patrimonio de tres nobles titulados, el conde del Valle de Orizaba, las marquesas de Selva Nevada y los marqueses del Valle de la Colina. De hecho, las tierras del conde limitarían largo tiempo la expansión urbana de Orizaba. Sin embargo, para la época que nos ocupa se habían formado ya en los alrededores del valle numerosos pueblos de indios, mestizos y "castas", por utilizar las categorías de la época, que competían constantemente con la nobleza por los recursos disponibles.17 Más adelante veremos que la impronta sonora de las campanas orizabeñas se extendía no sólo a su modesto término urbano, sino también a estos pueblos circunvecinos.

Ahora bien, un primer elemento a considerar en el caso particular de Orizaba es la novedad de sus campanas. En efecto, el viajero que hubiera atravesado la región a finales del siglo XVII difícilmente hubiera escuchado más que los campanarios de tres iglesias, pequeñas entonces, la parroquial de San Miguel, la capilla del Calvario y la del hospital de la Inmaculada Concepción. De hecho, tal vez debemos decir dos iglesias, pues el hospital había sido destruido por un terremoto en 1696.18 Así, el paisaje sonoro de Orizaba se fue construyendo durante la primera mitad del siglo XVIII. Fue entonces cuando se fueron levantando ocho iglesias, entre las que destacan, además de la reconstrucción de la del hospital, la nueva parroquia de San Miguel, el Santuario de la Virgen de Guadalupe y la del convento carmelita de San Juan de la Cruz. Ya en 1762, durante su visita al todavía pueblo de Orizaba con motivo del proceso de fundación del nuevo Ayuntamiento de españoles, el juez comisionado Matías de Mejorena y Lejaraz daba cuenta del nuevo paisaje parroquial. Para entonces las torres de las iglesias comenzaban a identificar a esta urbe novohispana. En efecto, en los "ocho hermosos templos [...] constantemente fabricados y devotamente adornados que sirven para los Divinos Cultos" el juez contó seis campanarios "que hacen más plausible a la vista esta población".19

Tenía razón seguramente el juez visitador, pues en esta urbe en construcción no había ningún otro elemento del paisaje que pudiera competir con los recién levantados campanarios. Orizaba no era, cabe decir, un pueblo pobre. Además de residencia de dos nobles, el cultivo del tabaco había enriquecido a una élite dedicada hasta entonces al comercio del camino real.20 Por su parte, los indios de Orizaba tenían sus casas consistoriales y, siendo sede de un alcalde mayor, es posible que este tuviese también una mansión en el centro de la urbe. Mas es de destacar que Mejorena no encontrase dignas de mención ninguna de las casas de la nobleza, ni de los cosecheros de tabaco, por más que algunas fuesen ya "de edificio alto y bajo", ni tampoco ninguna otra construcción del centro de la población. Digamos de paso que entre los elementos de ese paisaje, no se contaba de momento ninguno que representara a la corona.

Así pues, Orizaba lucía ya seis campanarios en 1762, pero ¿cuántas campanas? Siete en la iglesia parroquial, tres campanas y cuatro esquilas en 1762; cuatro en el Santuario de Guadalupe al momento de fundarse ahí el Oratorio de San Felipe Neri en 1774; dos en la capilla de San Antonio en 1782.21 Lamentablemente no tenemos datos para las otras iglesias y capillas, empero, incluso si había una sola en cada uno de esos templos, Orizaba habría completado una veintena de campanas hacia el final del siglo XVIII. Podemos decir por tanto que en el curso de ese siglo, Orizaba había pasado de un tranquilo pueblo provinciano a una "villa sonante".

Ahora bien, ¿cuándo sonaban las campanas orizabeñas?22 No hay duda de que también en Orizaba las campanas marcaban el ritmo de la vida, o mejor dicho lo sacralizaban, pues lo asociaban de manera constante con las oraciones cotidianas.23 Constituían así una forma para expandir entre los fieles, de manera menos estricta por cierto, el modelo ideal del "tiempo mesurado" del devoto de la época, tal y como lo describe por ejemplo Louis Châtellier.24 El devoto, en efecto, debía repartir su tiempo entre el trabajo, las oraciones y el sueño, según el ritmo de las campanas, procurando evitar así cualquier oportunidad para el pecado. Durante una jornada normal, los vecinos de la villa escuchaban las campanas de la parroquia al menos siete veces: al alba para la misa de prima, a las ocho para la misa mayor, a las dos de la tarde para las vísperas, al ocaso para maitines, para la oración de la noche una vez concluido este oficio, a las ocho para las ánimas del Purgatorio, y una hora más tarde para el toque de queda. Ciertos días había que agregar uno o dos toques más, durante el sermón principal y/o durante la renovación del Santísimo Sacramento.25

Desde luego las campanas marcaban también las grandes celebraciones del calendario litúrgico: el jubileo de Año Nuevo, la Cuaresma, la Semana Santa, Corpus Christi, Todos Santos y Navidad estaban señalados con toques especiales. Entre todos ellos el de Todos Santos era especialmente espectacular: los dobles en memoria de los difuntos comenzaban después de las vísperas y seguían hasta la hora del toque de queda del 1 de noviembre, se reanudaban desde el alba y hasta el mediodía de la jornada siguiente.26

Aún más, las campanas marcaban las grandes celebraciones de la villa. Los cronistas decimonónicos de Orizaba, Joaquín Arróniz y José María Naredo, reunieron descripciones de buena parte de ellas, la mayor parte eclesiásticas. En una urbe que crecía al paso que aumentaba el número de sus templos, no es de extrañar que la mayor parte de las celebraciones extraordinarias fueran consagraciones o instalaciones de nuevas corporaciones: de los carmelitas en 1736, de los padres del Oratorio de San Felipe Neri en 1774 y de los misioneros franciscanos del Colegio Apostólico de San José de Gracia en 1799.27 Hasta donde sabemos, sólo una gran fiesta civil pudo rivalizar con las de las corporaciones religiosas: la que el Ayuntamiento de españoles organizó con motivo de la obtención del título de villa en 1771.28 El Ayuntamiento tenía también sus preocupaciones festivas, pero normalmente ligadas a las celebraciones religiosas. Sin embargo, fueran de las corporaciones religiosas o civiles, o incluso fiestas monárquicas, una gran fiesta parecía simplemente impensable sin "repique general de sonoras campanas que infundían el mayor contento", por retomar la expresión del cronista de la fiesta de la municipalidad.

Cierto que en esas ocasiones festivas el repique de las campanas iba acompañado por un despliegue muy amplio de manifestaciones sonoras: la música propia de cada una de las corporaciones religiosas, civiles e incluso militares. Así, los orizabeños de la época escuchaban junto con las campanas lo mismo la música sacra de la capilla de la parroquia, la música marcial de las tropas milicianas (a partir de la década de 1760), los "timbales, clarines, tambores y chirimías" de la república de indios, o los cánticos populares de los misioneros apostólicos. La fiesta era sinónimo de un derroche que inundaba el paisaje sonoro, como lo recordaba con su nostalgia característica el cronista José María Naredo: "Aquellos cánticos sagrados, aquellas armonías de la música, aquel retumbar del cañón, aquellos bulliciosos repiques y aquel alboroto popular formaban un conjunto que enajenaba y extasiaba al espectador."29

Mas las campanas no agotaban su uso en la fiesta pues, insistimos, sonaban también para conjurar los peligros más inmediatos de los vecinos orizabeños, por ejemplo, el toque de alumbramiento, por las mujeres en parto, o de agonías por los enfermos.30 Estaba también previsto el toque de letanías, durante las cuales se tocaba a rogativa para pedir a Dios "buenos temporales y sucesos, abundantes cosechas y frutos [...] nos libre de hambres, epidemias, pestes, secas, diluvios, temblores, tempestades y de muertes repentinas".31

Las campanas pues, sonaban marcando las horas principales de la jornada, la sucesión de las fiestas, comunes y extraordinarias y, en general, los pequeños y grandes sucesos de la vida de la comunidad. Pero además, el directorio de la parroquia nos muestra también que no se trataba simplemente de sonar las campanas. Cada toque implicaba un cierto número de golpes y de pausas, un ritmo, la participación de la campana mayor o sólo de las esquilas, simultáneamente o en alternancia, la combinación de uno u otro estilos de toque, principalmente el repique y la rueda. Además, si las campanas organizaban el tiempo, es importante destacar que no lo hacían tampoco de manera arbitraria, sino que debían seguir el ritmo del sol a lo largo del año, sobre todo por lo que toca a los oficios de prima y maitines, que se llamaban al alba y al ocaso. En suma, de manera muy semejante a los pueblos franceses descritos por Alain Corbin, existía una sensibilidad y un lenguaje campaneros, hoy en buena medida olvidados, y que son difíciles de restituir en su totalidad.32

Debemos hacer notar, en fin, que en el directorio de la parroquia se encuentran las reglas para los toques de campanas del clero, de las fiestas de oficio organizadas por la parroquia, y de las fiestas de santos organizadas por las cofradías, mas no se dice absolutamente nada sobre las fiestas monárquicas. El rey, sin embargo, se hacía también escuchar a través de las campanas orizabeñas, aunque su presencia era mucho menor a comparación de las corporaciones religiosas locales.33 Gracias al libro de cordilleras de otra parroquia de la diócesis, sabemos que el obispo de Puebla ordenó cuando menos 21 celebraciones religiosas en honor de la familia real, por el matrimonio, la preñez, el nacimiento o la muerte de alguno de sus integrantes.34 Aunque no en todas las órdenes aparecen explícitamente las sonerías que se les dedicaban, es claro que estas existían: repiques para las celebraciones, dobles para las ocasiones fúnebres. Asimismo, con ocasión de las juras de los monarcas, las campanas y esquilas daban también "muestra de júbilo".35

Así pues, el denso paisaje sonoro que se fue construyendo en Orizaba a lo largo del siglo XVIII respondía en principio a intereses locales. Las campanas ocupaban el espacio para contribuir al culto religioso, para realzar el honor de las corporaciones en sus ocasiones festivas, para asegurar a la población en los momentos de peligro. Así, las campanas correspondían ante todo al sentido tradicional de la utilidad pública, no la utilidad de un público abstracto, sino la de la población concreta de la villa de Orizaba de la segunda mitad del siglo XVIII,36 cuyas prioridades no eran otras sino la subsistencia material y la salvación espiritual. Por ello su uso concernía al "buen gobierno" de la comunidad,37 del que eran responsables sobre todo las autoridades corporativas tanto civiles como eclesiásticas, aunque no menos que los representantes de la monarquía. Ya lo decía el párroco Francisco Antonio de Illueca, a mediados del siglo XVIII: "El régimen de una iglesia y arreglamento [sic] de un lugar depende del buen uso de las campanas."

En ese sentido, cabe preguntar ¿todas las campanas eran iguales entre sí? Evidentemente no, así lo prueba para la ciudad de México el reglamento sobre campanas del arzobispo Núñez de Haro de 1791, destinado a reafirmar el predominio de la catedral sobre las otras iglesias de la capital.38 En Orizaba, lamentablemente no contamos con datos precisos de la forma en que se estructuraba esa jerarquía, aunque nos parece evidente que era la parroquia la que controlaba el espacio sonoro local. Ello no es de extrañar, pues uno de los esfuerzos principales de la reforma católica fue fortalecer a la parroquia como marco de la vida cristiana.39

Prueba de esa preponderancia es que sí las campanas de cada una de las iglesias constituían símbolos relevantes para las corporaciones de la villa —sobre todo para las comunidades de religiosos y las corporaciones clericales, como veremos a continuación— fueron las de la parroquia las que más interesaron al clero y al conjunto de los habitantes de la villa (es decir, al "público") y, por tanto, a las corporaciones civiles.

 

JERARQUÍAS Y DEVOCIONES

En efecto, las campanas constituían símbolos especialmente relevantes para algunas de las corporaciones de la villa. Tal era el caso, sobre todo, de las corporaciones clericales y de las comunidades de religiosos.

Los conventos, en principio, hacían sonar sus campanas siguiendo sus particulares constituciones generales, provinciales y municipales. Era propio de su estado, en el sentido tradicional del término, es decir, de su condición de frailes, el seguir el ritmo de las campanas, aquí sí para todas sus actividades. La regla del Colegio Apostólico de San José de Gracia, que data ya de 1810, nos da cuenta de ello. Los misioneros franciscanos, seguidores de la regular observancia, tocaban la campana a horas mucho más estrictas que la parroquia: por ejemplo, llamaban a maitines a la medianoche, a vísperas a las dos de la tarde y a completas a las cinco y media. Además del oficio divino, de la misa de alba y de la misa conventual, tocaban también para las oraciones marianas, la Letanía lauretana al amanecer y la Tota Pulchra en el ocaso, y para llamar al refectorio, a las once para la comida y a las siete para la colación. Es decir, los religiosos escuchaban las campanas al menos en diez ocasiones a lo largo de una jornada.40

Además, "a son de campana tañida", los religiosos eran convocados en la sala capitular del convento para la renovación de los oficios,41 y también, o cuando menos así era entre los carmelitas, para la firma de cualquier documento que involucrara a toda la comunidad, por ejemplo un acta notarial42 Tal vez el mejor testimonio de la importancia de las campanas para los conventos sea el auto del párroco de Orizaba del 13 de agosto de 1771. Auto emitido en el marco de un conflicto entre la parroquia y el convento-hospital de la Inmaculada Concepción, conflicto que sale del tema que aquí tratamos pero del que conviene recordar que el párroco, con el respaldo de la mitra de Puebla, trataba de hacerse de la administración del hospital. Luego de vencer varios meses de resistencia de los religiosos juaninos, el párroco Francisco Antonio Illueca emitió el auto que citamos dando cuenta de haber tomado finalmente posesión del establecimiento, y para así manifestarlo ordenó el cierre de la iglesia y el silencio, temporal al menos, de sus campanas.43

Así pues, si tal era el apego a las campanas entre los religiosos, entre los clérigos la situación no era muy diferente. En Orizaba, la mayor parte de los clérigos seculares estaban también reunidos en una corporación, la Congregación de San Pedro, llamada incluso en algunas ocasiones "cabildo eclesiástico" de la villa.44 Fundada en 1745, las constituciones de la Congregación datan de 1754, en ellas, los presbíteros y diáconos de la villa mostraban ante todo su preocupación por "el debido respeto del sacerdocio". Tema una vez más coherente con la reforma católica, toda vez que, como la historiografía lo ha subrayado en varias ocasiones, particularmente desde el Concilio de Trento, la distinción entre el clero y los seglares fue especialmente reforzada con signos visibles: la preparación específica del clero en los seminarios diocesanos, la vestimenta clerical (la sotana), e incluso espacios propios en las iglesias: la sacristía para la colocación de sus vestimentas particulares, y el presbiterio cerrado para la celebración.45

Pues bien, los sacerdotes de la villa de Orizaba insistieron en sus constituciones en los símbolos sonoros de su estado. En efecto, la mayor parte de las constituciones conciernen a la normalización de los toques de campana que les correspondían. Campanas que en este caso no eran otras que las de la parroquia de San Miguel. Estas debían sonar "a pinos" para llamar a los congregantes apenas alguno cayera enfermo de gravedad, luego el repique de la esquila mayor de la parroquia marcaba la salida y el regreso del viático llevado en procesión por los sacerdotes; en el intermedio, la misma esquila sonaba a "rogativa" por el enfermo.46 Si tal era para sólo los enfermos, la muerte de un sacerdote era un verdadero espectáculo sonoro: la campana mayor sonaba siete veces "a las agonías", seguidas de nueve golpes y nueve clamores, a lo que respondían doblando todas las campanas cuatro veces durante la jornada. Ahora bien, si se trataba del párroco de Orizaba, rector honorario de la corporación, se tocaba "a vacante", es decir, 25 campanadas seguidas de quince clamores, todos con la campana mayor.47 Claro está, las campanas no tenían sólo usos fúnebres. Con motivo de la elección del abad de la congregación, y luego del tedeum, el nuevo cabeza de los sacerdotes era festejado con un repique general de las campanas mientras era llevado hasta su casa por sus hermanos congregantes.48

Aunque evidentemente no podían llegar al nivel de clérigos y religiosos, las corporaciones de seglares mostraban una preocupación semejante por las campanas. La principal corporación de laicos devotos de la villa, la Orden Tercera franciscana, fundada en el colegio apostólico, ordenó específicamente el doble de campanas para el entierro de sus integrantes, así como para el aniversario de sus difuntos.49

Ahora bien, además de las corporaciones, las campanas de la parroquia servían también a la devoción personal de los habitantes de la villa, aquí sí tanto clérigos como seglares. No está de más recordar aquí que, de nueva cuenta en el marco de la reforma, el catolicismo de entonces fue pródigo en la multiplicación de devociones. La historiografía lo ha mostrado ya en múltiples ocasiones, el Concilio de Trento había recordado en su momento la importancia de la veneración de los santos; estos, decían los padres conciliares, "reinan juntamente con Cristo y ruegan a Dios por los hombres". Por ello, el clero estaba obligado a enseñar la invocación de los santos como también, y especialmente, la de la Virgen María.50 Imágenes de las numerosas advocaciones de ella y de los demás abogados celestiales se multiplicaron en los retablos y altares de todo el mundo católico,51 y desde luego las iglesias de la villa de Orizaba no fueron ninguna excepción. Era desde luego perfectamente legítimo dedicar en su honor los toques de campana más solemnes.

Así, entre los sacerdotes orizabeños, Antonio Joaquín Iznardo, clérigo secular, uno de los "notables" de la villa del siglo XVIII, por su "mucha devoción" a la Virgen de la Luz, estableció una fundación para la fiesta del Dulce Nombre de María en 1767. Además de la fiesta religiosa propiamente, que incluía la misa cantada con preste, diácono y subdiácono, así como el sermón, el padre Iznardo ordenó una verdadera fiesta sonora, pues desde la víspera debían repicar todas las campanas y esquilas de la iglesia parroquial.52

Un repique semejante, aunque sólo con las esquilas, debía escucharse cada viernes de Cuaresma a partir de 1785, pero en honor de la Virgen de los Dolores, costeado por una fundación establecida esta vez por un seglar devoto: Francisco Rengel del Castillo.53 Otro más, bajo la responsabilidad de la cofradía de San José, se escuchaba en los nueve días de su fiesta titular gracias a una fundación del hacendado José Sanmartín y Murrieta.54 Mas la parroquia no tenía el monopolio de este género de expresiones. En el convento del Carmen, los fundadores de siete de las 71 capellanías establecidas ahí entre 1736 y 1810 indicaron también algún toque de campanas entre las conmemoraciones y festividades que patrocinaron.55 Fue así como los carmelitas debieron hacer repicar las campanas de su iglesia en honor de San Francisco de Asís, de San José (tanto en su fiesta titular como en su patrocinio), y sobre todo los viernes y domingos de Cuaresma al Señor de las Suertes, una imagen especialmente popular entonces entre los fieles orizabeños. Cabe decir que los bienhechores del convento del Carmen solían ser españoles, criollos o peninsulares, con tratamiento de don y doña, muchos de ellos pertenecientes a la élite de comerciantes y cosecheros de tabaco de la villa.

Además de las fundaciones piadosas, el doble de las campanas fue requerido explícitamente en las honras fúnebres y en los aniversarios de otros devotos. Así fue al menos, una vez más entre los notables, durante buena parte del siglo XVIII.56 Fue el caso, por ejemplo, de dos mujeres devotas: en 1776, de María Juliana Álvarez Casaprima, esposa de uno de los regidores perpetuos orizabeños y hermana de un clérigo, quien encargó para su entierro el doble mayor de las campanas de la parroquia.57 Otro tanto, pero incluyendo además las esquilas, solicitó en 1779 Juana Ansermo, tía del fundador y bienhechora del Oratorio de San Felipe Neri.58 Cabe decir, sin embargo, que el silencio de las campanas podía dar cuenta de la humildad de un devoto. Fue el caso, por ejemplo, del comandante de los resguardos de tabaco y reconocedor general de la Real Renta, Pablo García de Miranda, quien encargó explícitamente que no sonara una sola campana en su entierro, desprovisto además, coherentemente, de cualquier acompañamiento.59

En la época, sin embargo, los notables no solían preocuparse sólo de sus honras fúnebres inmediatas, para estas, según nos ha mostrado Verónica Zarate Toscano para la nobleza mexicana de esta época, acumulaban misas, determinaban el lugar de su sepultura y el acompañamiento del cortejo.60 Era además importante establecer oraciones perpetuas por sus almas. Tema especialmente caro a la reforma católica, el Concilio tridentino había recordado en su momento la existencia del Purgatorio y la utilidad de los sufragios de los fieles para las almas ahí retenidas.61

Las campanas tenían nuevamente su lugar en este contexto. Desde 1717, las de la parroquia estaban obligadas a tocar el doble mayor cada 27 de octubre en memoria de don Nicolás de Quintana, cuyo aniversario incluía también, desde luego, misa cantada con vigilia.62 Las de la iglesia de los carmelitas acumularon cinco dobles por las almas de otros tantos devotos, entre ellos uno de los clérigos más importantes de la diócesis, Manuel José de Gorozpe,63 pero sobre todo tres miembros de una de las familias devotas más importantes de la villa: los Montes Argüelles. En efecto, en honor del regidor Manuel Montes Argüelles, de su hermano Antonio y de la madre de ambos, doblaban las esquilas de la iglesia conventual desde la víspera de sus respectivos aniversarios, los días 3 de marzo, 3 de junio y 14 de mayo respectivamente.64

Así, las campanas sonaban también para hacer oír las jerarquías de la villa.65 Jerarquía de los clérigos y religiosos sobre los laicos, pero también de la élite devota orizabeña que se perpetuaba en los dobles dedicados a la memoria de sus almas. Jerarquías pues fundadas en principios religiosos, que nos muestran a las campanas cumpliendo con otro deber fundamental en esta época: la publicidad de la religión.66 En los repiques y en los dobles que ocupaban constantemente el espacio público, los orizabeños escuchaban el buen ejemplo de los clérigos y de los frailes, no menos que el de los notables devotos.

Ahora bien, mientras que en la historiografía europea el apego popular a las campanas se enfrentó en ocasiones a las preocupaciones clericales respecto de la distinción entre sagrado y profano, es interesante ver que, al menos en la villa de Orizaba, este tipo de conflicto no se plantea. En el curso de la segunda mitad del siglo XVIII no hubo, hasta donde sabemos, cuestionamiento alguno de las directivas clericales en materia del espacio sonoro. No hubo aquí seglares osados como los que denunciaba el arzobispo Núñez de Haro en su reglamento de 1791 para la ciudad de México cuando prohibía que cualquiera subiera a los campanarios.67 En cambio, los toques de campana de corporaciones y de particulares llegaron a entrar en tensión con el público, representado este en el Ayuntamiento de la villa.68

En efecto, en 1804, después de que la Congregación de San Pedro se negara a disculparse con el Ayuntamiento por la "humillación pública" infligida al haber faltado a la fiesta de la Inmaculada Concepción, patrona de la municipalidad, en diciembre de 1803, los munícipes ordenaron el cese de los privilegios de los congregantes en materia de las campanas de la parroquia. Los ediles alegaron entonces estar defendiendo a los fieles y a la fábrica parroquial, "no hay mérito alguno", decían "[para que sean] los congregantes los que se lleven la utilidad ostentando pompa en los entierros a costa del vecindario".69 Cabe decir que algo semejante ocurrió en la ciudad de México apenas unos años más tarde, cuando los canónigos de la catedral fueron "humillados" con el silencio de las campanas de otros templos conventuales.70 En uno y otro casos, la disputa no era entre sensibilidades religiosas, sino que se daba, como las clásicas querellas de precedencia en las procesiones, en el marco de la organización política corporativa de la monarquía católica. Así, aun tratándose de un objeto de devoción cuya sacralización intentaba ser reforzada por el clero de la época, las campanas no dejaban de revestir un carácter más estrictamente político, bien que no por ello menos religioso y siempre dentro de los marcos tradicionales de la utilidad pública como utilidad del público.

 

CAMPANAS DE GUERRA, NUEVAS SENSIBILIDADES Y UTILIDAD PÚBLICA

Vamos ahora a adentrarnos en las modificaciones que sufrió el uso de las campanas orizabeñas en las primeras décadas del siglo XIX. Debemos decir de antemano que no se trata tanto de cambios revolucionarios, cuanto de debates a veces muy puntuales. Es decir, no ocurrió nada que pueda equipararse a la destrucción de campanas que tuvo lugar en la Francia revolucionaria, pero sí hubo debates sobre la función de la campana en el nuevo siglo.

Un primer dato a señalar: las prácticas devotas que hemos señalado en el siglo XVIII desaparecen en el siglo XIX. Después de 1810 no hemos encontrado nuevas obras pías que incluyan la sonería de campanas en las fiestas, ni tampoco testamentos en los que se encargue el doble de ellas. Hemos señalado ya este declive en otras ocasiones para otras prácticas piadosas; como entonces, debemos insistir en que no significan necesariamente el desapego generalizado de los habitantes de la villa, sino sólo, en todo caso, de una parte de la élite. Sabemos que en estos años siguieron existiendo "volteadores de esquilas", es decir, hombres que subían a los campanarios a hacer sonar las campanas al paso de las procesiones,71 sin que por ello se enfrentaran a las directivas clericales. De hecho, en los primeros años del siglo, el paisaje sonoro de la villa pareciera saturarse aún más, conservando la misma lógica del siglo anterior.

En efecto, los primeros cambios tienen lugar en el marco de la guerra civil que estalló en 1810 y que llegó a la provincia en 1812.72 Si hasta entonces las campanas habían sonado sobre todo para los festejos de las corporaciones religiosas de la villa, en estos años de guerra serán las autoridades militares las que comiencen a hacer uso de ellas de manera cada vez más constante, siempre en honor de la "justa causa", es decir, la del rey. Al respecto, el diario de sucesos redactado por un vecino orizabeño, José Casimiro Roldán, nos aporta numerosos casos. Tal vez nunca como durante el primer semestre de 1814 la villa de Orizaba escuchó tantos repiques generales a vuelo de campanas, prácticamente uno cada mes, para festejar las victorias del bando realista hasta el retomo a Madrid del rey Fernando VII.73

Si bien los repiques en honor del rey no eran nada nuevo, los que tenían lugar ahora en el marco de la guerra venían con un nuevo elemento sonoro incluido: las salvas de cañón; pero sobre todo, a excepción de uno, estos repiques eran controlados ya no por el párroco o por el público, sino directamente por los comandantes militares. De hecho, el diario de Roldán indica que en más de una ocasión fueron los militares personalmente quienes subían al campanario de la parroquia a repicar. La guerra pues, significó una expropiación, parcial al menos, de las campanas de la villa.

En los años siguientes, una vez consumada la independencia, otros actores comenzaron también a intervenir en el paisaje sonoro orizabeño, pero con fines distintos a los de los militares. Estos nuevos actores son los que, instalada la república, se ocuparon de organizar una nueva entidad política, el estado de Veracruz, bajo los principios del liberalismo de la época, aunque con amplias concesiones e hibridaciones con la tradición heredada del imperio hispánico.74 Nos referiremos tanto a los miembros de las sucesivas legislaturas estatales, representantes de la nueva entidad soberana, como a los representantes locales de ella, es decir, a partir de 1825, el jefe político de Orizaba.

Una parte de los notables orizabeños pertenecía, desde luego, a la nueva élite estatal y compartía sus ideas y sus prácticas. En el tema que aquí nos ocupa, hemos citado ya que una parte de estos mostraba su desapego a ciertas prácticas piadosas, así como una nueva sensibilidad en materia sonora. Si bien no tenemos pruebas al respecto, podemos sugerir a título meramente hipotético que tras las constantes sonerías encargadas por los militares, era de alguna forma comprensible que los liberales que llegaron al poder en la década de 1820 mostraran cierta desconfianza al sonido de las campanas. Esto se puso de manifiesto desde fecha temprana: el Congreso Constituyente veracruzano, instalado en Xalapa en junio de 1824, ordenó al gobierno en noviembre de ese mismo año que encargase a las autoridades eclesiásticas que no hubiera ningún repique ni doble durante sus sesiones.75 Lamentablemente, las actas de las sesiones no nos aportan los argumentos de los legisladores, en cambio, contamos con un artículo al respecto publicado dos años más tarde en el periódico principal de los liberales veracruzanos de entonces, El Oriente, leído lo mismo en la capital que en las otras ciudades principales, incluyendo a Orizaba.

En efecto, el 5 de noviembre de 1826, El Oriente publicó un comunicado especialmente irónico sobre las campanas, retomado de un periódico de la ciudad de México. El texto, claro está, hace alarde de un rechazo absoluto del sonido de las campanas, no tanto con argumentos racionales sino a partir de una sensibilidad claramente distinta. El de las campanas no se trata sino de un "sonido molestísimo", útil sólo para "atronar la cabeza". Pero aún más, el autor —quien firmó con el elocuente seudónimo de "Amigo del Silencio"— cuestiona con sarcasmo su sentido religioso, preguntándose si el sonido de dobles "¿aliviará a las ánimas benditas, o las atormentará más?". En fin, y sobre todo, hay una preocupación implícita de desalojar del espacio público un sonido que no anuncia sino un evento privado. Ante las sonerías por el fallecimiento de un religioso, dice: "Nada nos importa ciertamente saber su muerte, ni estamos en el caso de llorarla; ¿a qué fin incomodar a todo un vecindario?"76

Crítica al mismo tiempo estética, religiosa y política, el "Amigo del Silencio" evacuaba por completo la utilidad pública de las campanas. En efecto, sin su sonido no era más que ruido, perdían sentido los abundantes repiques que hemos visto hacer sonar en las festividades de corporaciones religiosas, civiles y militares, repiques a los que los pueblos eran también aficionados, según da cuenta la presencia de los "volteadores de esquilas" que hemos citado antes. Si no eran trasmisoras de las oraciones de los fieles, no había necesidad de ellas en las obras pías y testamentos que hemos visto antes, tanto de eclesiásticos como de seglares. Sin decirlo explícitamente, el "Amigo del Silencio" enviaba la sensibilidad y la religiosidad asociadas al toque de campanas al ámbito de las supersticiones populares.77

Mas sobre todo, las sonerías de las campanas, lo hemos visto, eran propias de un espacio público sacralizado y heterogéneo, ocupado mayormente por las corporaciones religiosas y civiles y por los notables devotos. En ese espacio, el servicio del culto, de las propias corporaciones y del rey, desde luego, como todo lo que pudiera servir a la publicidad de la religión, eran fundamentales. Ahora la muerte de un fraile perdía todo carácter ejemplar y era presentada como un evento que sólo podía importar a sus compañeros, decía el "Amigo del Silencio", "que se ahorran de un consumidor del refectorio".78

Empero, aun cuando es muy probable que los liberales orizabeños compartieran, al menos en parte, ideas como las del "Amigo del Silencio", ello no significaba que ellos y sus seguidores evacuaran del todo las prácticas del toque de campanas y menos aún sensibilidades sonoras tradicionales. De hecho, justo un año antes de la publicación del artículo que hemos citado, en noviembre de 1825, tuvo lugar el hecho de armas más importante del nuevo estado: la ocupación de la fortaleza de San Juan de Ulúa, hasta entonces todavía en manos de los militares españoles. Esta victoria fue celebrada por orden del gobierno estatal con "repique general de campanas por tres días" en todas las parroquias del territorio veracruzano.79 Sin embargo, si la práctica era tradicional, no hay por ello que dejar de señalar la novedad: las campanas pasaban del servicio del rey, al del nuevo estado, que claramente las considera bajo su jurisdicción. El orden político trajo consigo otras novedades. Un ejemplo de ellas tuvo lugar en Orizaba el 6 de julio de 1828. Ese día se llevaron a cabo las elecciones primarias para la renovación de la legislatura estatal.

Conviene recordar que la élite liberal orizabeña, como la de las otras urbes veracruzanas, estaba ya entonces dividida en varias facciones, de las que las dos más notables han sido tradicionalmente asociadas a las logias masónicas escocesa y yorkina y sus redes distribuidas por buena parte de la república.80 No es el lugar aquí para hacer una caracterización de esas facciones —lo que ya ha sido hecho por otros autores—, pero debemos al menos decir que, mientras los primeros habían mantenido el control del gobierno y las legislaturas veracruzanas desde su instalación, los segundos contaron con el respaldo de diversos oficiales del ejército federal.81

En aquel domingo 6 de julio de 1828, los "yorkinos" de (Drizaba ganaron las elecciones gracias a los votos impresos distribuidos entre la tropa federal que guarnecía la villa; además, según lamentaron más tarde las autoridades locales, movilizaron también "muchachos, sirvientes domésticos, vagos y holgazanes".82 Los festejos no se hicieron esperar, de ellos se da cuenta en el expediente sobre nulidad de la elección: "La bulla y gritería siguió después del acto [de elección] por las calles y hasta en los templos." Soldados y paisanos se mezclaron en la celebración, que en buena lógica no podía dejar de lado el repique de campanas. Así lo denunció con elocuencia el párroco de la villa, Francisco García Cantarines, cercano asimismo a los "escoceses". Según él, el líder de la facción yorkina, "se lanzó a la parroquia, quiso encarcelar a los sacristanes, insultó mi autoridad, y me usurpó el mando de las campanas con que celebró escandalosamente su triunfo sobre la muerte de las leyes".83

Testimonio de que los políticos liberales de la época no podían pasar de largo frente a las sensibilidades sonoras populares, el repique de las elecciones de Orizaba es también la muestra de la pérdida de la unanimidad. Tal vez por vez primera, las campanas hacían oír ya no la unidad religiosa de la villa ni la controvertida presencia de un monarca paradójicamente ausente de su trono, sino directamente la división de las facciones políticas.

De hecho, el uso mismo de las campanas por las corporaciones religiosas adquiría nuevos matices. Por momentos podía parecer, incluso, peligroso. Así era cuando menos para el jefe político de Orizaba a principios de 1827, Vicente de Segura. Liberal considerado miembro de la facción de los "escoceses", mantenía desde su llegada en 1825 una tensa relación con los frailes del Colegio Apostólico de San José de Gracia. En un extenso informe dirigido al gobernador de Veracruz, Segura daba cuenta de su desconfianza: los frailes, a quienes acusaba de conspirar contra la independencia, no hacían sino esperar que se los expulsara. Entonces, al toque de sus campanas, darían al pueblo "el espectáculo bien premeditado de salir en comunidad",84 provocando con ello un motín popular.

Así, en el contexto del enfrentamiento entre facciones que caracterizó los últimos años del primer federalismo mexicano, las campanas podían pasar de la utilidad pública a ser sospechosas para la causa pública. La culminación de este proceso tuvo lugar en el marco de la primera reforma, entre 1833y 1834, cuando llegó al poder la facción "radical" de los liberales veracruzanos. Fue entonces cuando el tema de las campanas adquirió netamente un perfil político.

Ya en el verano de 1833, cuando estallaron diversos pronunciamientos militares contra el gobierno reformista, las campanas de la villa de Orizaba volvieron a sonar a favor de una facción, esta vez la de los pronunciados. El primer pronunciamiento había tenido lugar precisamente en Orizaba, el 31 de agosto, y fue respaldado por otro en Xalapa el 5 de septiembre. Justo al día siguiente, las campanas de la parroquia repicaron a vuelo en festejo de la noticia. Precavido, el párroco José Nicolás de Llano escribió al Ayuntamiento para desmarcarse de dicha sonería.85

Una vez controlados los pronunciamientos militares, los reformistas comenzaron a hacer realidad sus proyectos entre los últimos meses de 1833 y los primeros de 1834. En esta materia fueron más allá de lo hecho por el constituyente de 1824, aunque todavía incluso de forma relativamente moderada: en abril de 1834 la legislatura estatal prohibió "absolutamente" los dobles de campana.86 Una vez más debemos lamentar la falta de actas de las sesiones que nos informen de los argumentos presentados por los legisladores. En cambio, el periódico oficial del gobierno estatal, El Procurador del Pueblo, publicaba ya en marzo una nota sobre el tema.

La breve nota, titulada "Dobles de la iglesia", nos remite a otro aspecto del liberalismo de la época: el anticlericalismo católico. En efecto, aquí el sonido de las campanas no es despreciado por sí mismo, sino como una "vana pompa", un abuso que favorecía "las riquezas del clero". Abuso asociado a las "preocupaciones" (prejuicios, diríamos hoy) frecuentemente criticadas por los periódicos liberales de la época —ya lo habían sido, y abundantemente, por El Oriente—, pero que resultaba anacrónico, pues proclamaba el autor, "los fantasmas de la oscuridad se han disipado".87

Y es que, cabe decir, la legislatura veracruzana había ya emprendido el camino de la reforma, incluso de la Iglesia, siempre bajo esa premisa, repetida en varios de los decretos de 1833 y 1834: en aras del bien público, suprimían aquellos elementos que no eran sino fruto del "fanatismo", dejando intacta e incluso purificada la religión misma. 88 Fue bajo argumentos semejantes que los legisladores se habían lanzado a decretar o proyectar lo mismo la creación de un obispado en los límites del territorio estatal, que la desamortización de los bienes de los religiosos, la supresión de los conventos o la eliminación del fuero eclesiástico.89

Así, condenadas parcialmente al silencio y expropiadas del control de las corporaciones locales, las campanas, insistimos, habían perdido su sentido tradicional de utilidad pública para convertirse en signo de "fanatismo". Aunque los partidarios del gobierno estatal insistieron en la prensa en afirmar de antemano la victoria de los "sujetos racionales, justos, moderados y verdaderos cristianos" contra los "fanáticos, devotos y supersticiosos", la primavera de 1834 fue testigo de la derrota de los radicales.

Una derrota que fue marcada al son de las campanas, recuperadas entonces por las corporaciones locales. El primer motín contra el gobierno estatal estalló en Orizaba en la víspera del domingo 20 de abril de 1834, cuando se preparaba la evacuación de los religiosos del Colegio de San José de Gracia, e incluso del párroco. Un motín del que debemos destacar su aspecto de espectáculo sonoro: a mitad de la madrugada la campana mayor de la parroquia de San Miguel comenzó a sonar "a rebato" sin detenerse hasta el mediodía siguiente. La potencia sonora de la campana jugó entonces contra los representantes del gobierno: "a la voz de la campana mayor", no sólo los habitantes de Orizaba, sino los de los ranchos y pueblos circunvecinos, acudieron en masa para hacer frente a la milicia local. Esta capituló al caer la tarde, y a la sonería de alarma la siguió la de júbilo: los repiques a vuelo anunciaron el retorno en hombros de los misioneros josefinos a su convento, combinados con el Alabado, cántico misionero que sirvió de "himno de su triunfo".90

 

COMENTARIOS FINALES

A pesar de su espectacularidad, la victoria "campanera" de abril de 1834 no significó la restauración de la situación anterior a la independencia. Es claro que el consenso en tomo a su sonido se había ido quebrando en las primeras décadas del nuevo siglo, dejando paso a la división entre facciones políticas sobre todo, pero también entre las élites y los grupos populares. Asimismo, del control que sobre ellas ejercían las corporaciones locales, religiosas sobre todo, pasamos cada vez más a la intervención del nuevo estado, de sus representantes locales o simplemente de los grupos políticos rivales.

Empero, tal vez lo más importante es que ni los liberales más radicales de la época se habían atrevido a tomar medidas sólo sobre un aspecto del denso paisaje sonoro que las campanas protagonizaban: los dobles fúnebres. Aunque en la prensa de la época mostraran ampliamente su sensibilidad frente a toda clase de tañidos provenientes de los campanarios, considerados a lo más, lo hemos visto, como un "molesto ruido", hasta donde sabemos no hubo un solo proyecto de silencia-miento generalizado, menos aun de destrucción definitiva.

Así pues, incluso en este contexto en que la unanimidad de la cultura religiosa se ha resquebrajado, las campanas podían seguir cumpliendo la misión que les encomendara la reforma católica de sacralizar el tiempo marcando el ritmo de la jornada, las celebraciones a lo largo del año y los diferentes momentos de la vida de los fieles. Asimismo, podían seguir cumpliendo las expectativas populares de proteger a la comunidad y de hacer oír, si no ya las devociones que se habían ido debilitando, cuando menos sí las jerarquías locales. Se mantenían así las funciones más bien propias de la utilidad pública tradicional, en una comunidad que seguía legitimándose (aunque ya no de manera exclusiva) a partir de argumentos religiosos.

Pero, sobre todo, la politización de las campanas orizabeñas nos muestra cómo los liberales de esta época encontraban nuevas formas de "utilidad pública" (en el sentido moderno del término) en elementos tradicionales. Así, mientras que los dobles eran suprimidos, el otro toque más importante, el repique, permanecía, en buena medida porque podrían servirse de él para las celebraciones estatales, como lo habían probado las de los militares realistas y las organizadas con motivo del triunfo en Ulúa, o incluso para las victorias electorales, como la de julio de 1828 en Orizaba. En suma, los liberales veracruzanos del primer federalismo habían buscado los medios de convertir a las campanas, hasta entonces objetos de devoción y de utilidad para el público tradicional (la comunidad local), en objetos de la utilidad pública para el nuevo estado. En ese sentido, aunque de una manera nueva, seguían haciendo parte indispensable del "buen gobierno" de la comunidad.

 

FUENTES CONSULTADAS

Archivos

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Notas

* El autor agradece ampliamente las sugerencias de los dictaminadores anónimos y los comentarios de Irina Valladares, unos y otros muy pertinentes y que contribuyeron a corregir y enriquecer este trabajo.

1 Nos referimos aquí, entre otras, a las obras de Taylor, Ministros, 1999; Aguirre, Mérito, 2003; Connaughton, Ideología, 1992, y Dimensiones, 2001; Herrejón, "Sermón", 1997; asimismo, obras colectivas como las de Matute, Trejo y Connaughton, Iglesia, 1995; Sigaut, Iglesia, 1997; Ramos, Memoria, 1998, y Aguirre, Carrera, 2004.

2 Por ejemplo, Mazín, Dos, 1987, y Cabildo, 1996; Jaramillo, Iglesia, 1996, todos para la diócesis de Michoacán; Zahíno, Iglesia, 1996 para la arquidiócesis de México, o bien Torre, Vicarios, 2001, sobre la provincia franciscana de Xalisco.

3 Véase Taylor, "virgen", 2003, y Terán, "virgen", 1999.

4 Véase especialmente, Brading, "Tridentine", 1983, e Iglesia, 1994.

5 Staples, "Abuso", 1977.

6 Al respecto debemos citar también la reseña del reglamento sobre campanas del arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta de 1791, en Turrent, "Música", 2008.

7 Murillo, Curso, 2004, vol. III, p. 309.

8 Al respecto véase Lemaître, "Cloches", 1993, y Cabantous, Fêtes, 2002, pp. 94-98.

9 Lemaître, "Cloches", 1993- Los reglamentos de los arzobispos de México citados en Staples, "Abuso", 1977, y Turrent, "Música", 2008, nos parecen en buena medida herederos de estas mismas preocupaciones.

10 Corbin, Cloches, 1994, pp. 103-111, y Goujard, Catholicisme, 1996, pp. 241-242.

11 Corbin, Cloches, 1994.

12 Ibid. Cabe decir, por otra parte, que la historiografía española ha mostrado también un interés limitado en el tema de las campanas, si bien existen algunos estudios de historia local de las campanas en tanto objeto, así como sociología del gremio de los campaneros y, en menor medida, de sus implicaciones religiosas. Véase, por ejemplo, Guerrero y Gómez, Campanas, 1997.

13 Murillo, Curso, 2004, vol. III, p. 331.

14 Corbin, Cloches, 1994, pp. 35-43.

15 Una presentación amplia de la geografía de la región en Arróniz, Ensayo, 2004, pp. 1-56.

16 Acta de 21 de marzo de 1831, en Archivo Histórico Municipal de Orizaba (en adelante AHMO), Libro de acuerdos del ilustre Ayuntamiento celebrados en los años de 1830 y 1831, fs. 53v-56v.

17 Aguirre, Cuatro, 1995.

18 La historia de las iglesias orizabeñas en Arróniz, Ensayo, 2004; Naredo, Estudio, 1898, t. II, y Testimonio del padrón general del pueblo de Orizaba... 1762, en Archivo General de Indias (en adelante AGI), México, 1927-1928.

19 Testimonio del padrón general del pueblo de Orizaba... 1762, en AGI, México, 1927-1928, fs. 340v-341.

20 Sobre el tabaco en Orizaba véanse Naredo, Estudio, 1898, t. I, pp. 52-59, y Céspedes, Tabaco, 1992.

21 Testimonio del padrón general del pueblo de Orizaba... 1762, en AGI, México, 1927-1928, f. 485v; Oratorios, 1992, pp. XXXIII, y Acta del 9 de octubre de 1784, en Archivo Notarial de Orizaba (en adelante ANO), Registro de Instrumentos Públicos (en adelante RIP), 1784, fs. 210v-212.

22 Para saberlo contamos afortunadamente con el directorio que sobre ellas elaboró el párroco Francisco Antonio Illueca a mediados del siglo XVIII: Libro de gobierno de la parroquia, 1752-1834, en Archivo Histórico Parroquial del Sagrario de San Miguel Arcángel de Orizaba (en adelante AHPSSMAO), vol. 208, fs. 144-148.

23 Véanse Lemaître, "Cloches", 1993; Cabantous, fêtes, 2002, pp. 94-98, y Corbin, Cloches, 1994, pp. 127-138.

24 Châtellier, Europe, 1987, pp. 48-53.

25 Libro de gobierno de la parroquia, 1752-1834, en AHPSSMAO, vol. 208, rs. 144-148.

26 Ibid. En casi todas estas sonerías, cabe decir, Orizaba no tenía nada de original. Baste ver al respecto el reglamento reseñado por Turrent, "Música", 2008, pp. 40-47.

27 Naredo, Estudio, 1898, vol. II, pp. 96-98 y 125-128, y Zulaica, Monografía, 1939, pp. 15-17.

28 Arróniz, Ensayo, 2004, pp. 404-426.

29 Naredo, Estudio, 1898, vol. II, p. 50.

30 Libro de gobierno de la parroquia, 1752-1834, en AHPSSMAO, vol. 208, fs. 144-148.

31 Livre de gouvernement de la paroisse, 1752-1834, en AHPSSMAO, vol. 208, f. 147.

32 Corbin, Cloches, 1994, pp. 9-14.

33 A propósito de la presencia del rey en el espacio público tradicional, Lempérière, Dieu, 2004, pp. 119-126.

34 Nos referimos aquí al libro de cordilleras de la parroquia de Coatepec, Libro, s. a.

35 Naredo, Estudio, 1898, t. II, p. 336.

36 Sobre la concepción del público en el antiguo régimen, Lempérière, Dieu, 2004, pp. 49-56.

37 Sobre la noción de "buen gobierno" véase ibid, pp. 28-34.

38 Véase Turrent, "Música", 2008.

39 Véase Delumeau, Catholicisme, 1996, pp. 372-383, existe además una amplia bibliografía en la cual destacamos Bonzon, Esprit, 1999, y Goujard, Catholicism, 1996.

40 Regla del Colegio de San José de Gracia, 18 de mayo de 1810, en Archivo Histórico de la Provincia del Santo Evangelio de México (en adelante AHPSEM), caja 219, exp. s. n.

41 Al menos así debían convocarse según las cartas patentes de los visitadores que debían convocar a los capítulos guardianales. Fragmentos del libro de patentes y patentes sueltas (1816-1826), en AHPSEM, caja 216.

42 Véase por ejemplo, "Donación de agua", acta del 20 de junio de 1768, en ANO, RIP, 1768, fs. s. n., y "Chancelación", acta del 23 de enero de 1769, en ANO, RIP, 1769, fs. s. n.

43 Expediente sin título, en AGI, México, 2743, fs. 26v-27.

44 Tal apelación aparece sobre todo en el expediente de fundación del Colegio Apostólico de San José de Gracia en AGI, México, 1304.

45 Véase entre muchos otros: Delumeau, Catholicisme, 1996, pp. 350-365; Labrousse y Sauzet, "Lente", 1988, pp. 369-374, y Bonzon, Esprit, 1999, pp. 375-377.

46 "Sobre la erección de la Congregación de Sacerdotes de S. Pedro en Orizaba", en Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Indiferente virreinal, vol. 3901, exp. 4, fs. 11v-12, Constitución 3a.

47 Ibid., Constitución 5a.

48 lbid., Constitución 12a.

49 Libro Io. Para elecciones y determinaciones de la Venerable Mesa de la Orden Tercera del Apostólico Colegio de San José de Gracia de Orizaba, en AHPSEM, caja 226, f. 3.

50 Concilio de Trento, sesión XXV, decreto sobre la invocación y veneración de las reliquias de los santos y sagradas imágenes.

51 Bonzon, Esprit, 1999, pp. 371-377, y Boutry, Prêtres, 1986, pp. 122-123.

52 Dotación para la fiesta de la Virgen de la Luz, acta de 5 de agosto de 1767, en ANO, RIP 1767, fs. s. n.

53 "Censo y dotación", acta de 27 de junio de 1785, en ANO, RIP 1785, fs. 149v-168v. Rengel, aunque era sólo comerciante modesto, era al mismo tiempo un notable de la parroquia, como lo prueba el privilegio de ser encerrado en la bóveda de esta algunas décadas más tarde.

54 Testamento por poder, 29 de febrero de 1768, en ANO, RJP 1768, fs. s. n.

55 Libro en el cual están asentadas las capellanías y obras pías que tiene el convento de Orizaba..., 1794, capellanías 8, 9, 16, 23, 37, 51 y 77, en Biblioteca Nacional de Antropología e Historia (en adelante BNAH)-Archivo Histórico de Micropelícula Antonio Pompa y Pompa, Archivo de la Orden del Carmen Descalzo (en adelante AHMAPP, AOCD), microfilm, rollo 11.

56 Lamentablemente las fuentes nos obligan a limitarnos aquí a los notables españoles. Si bien en Orizaba existía también una república de indios importante, que en esta época reclamaba una antigüedad anterior a la conquista y contar entre sus caciques a descendientes de Moctezuma, no hemos podido encontrar, al menos hasta ahora, testimonios de la relación de los notables indios con las campanas.

57 Testamento, 14 de mayo de 1776, en ANO, RIP 1776, fs. 170-172.

58 Testamento, 16 de noviembre de 1779, en ANO, RIP 1779, fs. s. n.

59 Testamento, 4 de marzo de 1818, en ANO, RIP 1818, fs. 58-61.

60 Zarate, Nobles, 2000, pp. 247-267.

61 Concilio de Trento, sesión XXV, decreto sobre el Purgatorio.

62 Libro de gobierno de la parroquia, 1752-1834, en AHPSSMAO, vol. 208, f. 50v.

63 Véanse las referencias del doctor Gorozpe en Aguirre, Mérito, 2003, p. 179.

64 Libro en el cual están asentadas las capellanías y obras pías que tiene el convento de Orizaba..., 1794, capellanías 10, 29, 53 y 66, en BNAH, AHMAPPAOCD, microfilm, rollo 11.

65 Véase, Corbin, Cloches, 1994, pp. 139-154.

66 Sobre la publicidad en el antiguo régimen y su impronta religiosa característica, véase Lempérière, Dieu, 2004, pp. 206-211.

67 Turrent, "Música", 2008, p. 35.

68 Sobre las diferentes atribuciones del gobierno municipal del antiguo régimen, en la perspectiva del bien público tradicional, Lempérière, Dieu, 2004, pp. 75-84.

69 Acta de Cabildo de 19 de julio de 1804, en AHMO, Libro de acuerdos del ilustre Ayuntamiento celebrados desde el año de 1801 hasta el año de 1814, fs. s. n. Lamentablemente no tenemos noticia de la respuesta del párroco a esta intervención en el gobierno de las campanas de la iglesia de San Miguel.

70 Turrent, "Música", 2008, pp. 44-45.

71 Roldán, "Fastos", 1898, p. 384.

72 Sobre la guerra en la provincia de Veracruz, véase Ortiz, Teatro, 2008.

73 En enero para festejar la derrota de Mótelos en Loma de Zapote, en febrero por la derrota de Víctor Bravo, en marzo por la derrota de Morelos ante Armijo y luego por su captura, en abril por el retorno victorioso de una expedición enviada contra los insurgentes de Huatusco, en mayo por la derrota de Rayón en Omealca. Roldán, "Fastos", 1898, pp. 364-379.

74 Existe una amplia bibliografía sobre este tema, remitimos aquí sobre todo a los trabajos de François-Xavier Guerra, Antonio Annino y Annick Lempérière, particularmente los reunidos en Guerra y Annino, Inventando, 2003.

75 Orden del Congreso Constituyente del estado de Veracruz del 26 de noviembre de 1824, "Para que no haya repiques ni dobles de campana en los días y horas que se mencionan" en Blázquez y Corzo, Colección, 1997, t. I, p. 192.

76 El Oriente, núm. 776, 5 de noviembre de 1826, p. 3196.

77 El tema de la superstición da cuenta de la separación, matizada desde luego, del catolicismo de esta época, entre unas élites "ilustradas" y unos pueblos "barrocos", como lo han señalado ya autores como Annino, "Nuevas", 1995, pp. 82-87.

78 El Oriente, núm. 776, 5 de noviembre de 1826, p. 3196.

79 Acta de Cabildo de 28 de noviembre de 1825, en AHMO, Libro de acuerdos del ilustre Ayuntamiento celebrados en los años de 1823, 1824, 1825 y 1826, f. s. n.

80 Véanse Blázquez, Políticos, 1992 para el caso de Veracruz, y Costeloe, Primera, 1975 para todo el país.

81 Para la caracterización de esas facciones, véase Costeloe, Primera, 1975.

82 Expediente, 1828, p. 33.

83 Ibid., p. 35.

84 Vicente de Segura al gobernador de Veracruz, Orizaba, 31 de enero de 1827, en AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 78, f. 4v.

85 Carbajal, Política, 2006, pp. 116-117.

86 Decreto num. 88 del IV Congreso Constitucional de Veracruz, 11 de marzo de 1834, en El Censor, Unión, Paz y Libertad, t. 13, núm. 2059, 4 de abril de 1834, p. 3.

87 El Procurador del Pueblo, núm. 53, 8 de marzo de 1834, pp. 3-4.

88 Véanse por ejemplo los argumentos de la sesión del 30 de noviembre de 1833 en que los legisladores decidieron destinar los bienes de los conventos al financiamiento de sus nuevos establecimientos de educación. Sesión, 1833.

89 Carbajal, Política, 2006, pp. 99-104.

90 Arróniz, Ensayo, 2004, pp. 579-583, y Naredo, Estudio, 1898, t. II, pp. 96-98.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

David Carbajal López. Maestro en Historia Latinoamericana por la Universidad Internacional de Andalucía, España, actualmente realiza estudios de doctorado en Historia en la Universidad de París I Panteón-Sorbona. Ha obtenido el premio Francisco Xavier Clavijero del Instituto Nacional de Antropología e Historia (México) en la categoría tesis de licenciatura (2003) y tesis de maestría (2006). Autor del libro La política eclesiástica del estado de Veracruz, 1824-1834, editado por Miguel Ángel Porrúa y el INAH.

ABOUT THE AUTHOR:

David Carbajal López. MA in Latin American History from the International University of Andalucía, Spain, and currently pursuing a doctorate in history at the University of Paris I Panthéon-Sobornne. Obtained the "Francisco Xavier Clavijero" Award from the National Institute of Anthropology and History (Mexico) in the B. A. (2003) and M. A. thesis category (2006). Author of La Política eclesiástica del estado de Veracruz, 1824-1834, published by Miguel Ángel Porrúa and INAH.

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