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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.82 Ciudad de México jul. 2022  Epub 02-Dic-2022

https://doi.org/10.22134/trace.82.2022.839 

Sección general

La domesticación de las almas: El nahualismo y sus variaciones*

The domestication of souls: Nahualism and its variations

Saúl Millán** 

** Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, smillan2401@gmail.com.


Resumen:

En Mesoamérica, donde la domesticación de animales se desarrolla tan solo al inicio del periodo colonial, los vínculos entre los hombres y los espíritus han estado sujetos a una trayectoria divergente que supone concepciones opuestas sobre el mundo animal. Aunque estas diferencias son relativas, permiten vislumbrar dos formas alternativas de concebir el nahualismo, cuyas funciones suelen distribuirse entre la depredación de las almas y la protección de los hombres. A través del novedoso mundo de la ganadería, el artículo examina estas variaciones entre diversos pueblos mesoamericanos, a fin de comparar sus diferencias y sus similitudes.

Palabras clave: nahualismo; chamanismo; domesticación; ganadería; depredación

Abstract:

In Middleamerica, where the domestication of animals takes place only at the beginning of the colonial period, the links between the men and the spirits have been subject to a different process involving opposed conceptions about the animal world. Although these differences are relative, they allow to see two alternative ways of conceiving the nahualismo, whose functions are usually distributed between the depredation of the souls and the protection of men. Through the innovative world of livestock, the article examines these variations between different Mesoamerican peoples, in order to compare their differences and their similarities.

Keywords: nahualismo; shamanism; domestication; livestock; predation

Résumé:

En Mésoamérique, où la domestication des animaux a lieu uniquement au début de la période coloniale, les liens entre les hommes et les esprits ont été soumis à un procés divergent qui impliques des conceptions opposées sur le monde animal. Bien que ces différences sont relatifs, nous permettent d’apercevoir deux façons de concevoir le nahualismo, dont les fonctions sont généralement distribuées entre la déprédation des âmes et la protection des hommes. À travers le monde innovateur de l’élevage, l’article examine ces variations entre les différents peuples mésoaméricains, afin de comparer leurs différences et leurs similitudes.

Mots-clés: nahualisme; chamanisme; domestication; élevage; prédation

En sociedades que carecen de una domesticación prolongada,1 donde la cría de animales atestigua tan solo un proceso reciente, la noción de sacrificio no suele jugar un papel relevante en el conjunto de relaciones que se entablan entre los hombres y los espíritus. Sin animales domésticos para inmolar, como hace notar Philippe Descola (2012), el sacrificio resultaría una operación inviable desde el punto de vista práctico y conceptual, ya que la inmolación regular estaría sujeta a la captura eventual de animales silvestres, que en principio pertenecen a los mismos destinatarios del sacrificio. En las sociedades de pastoreo, en cambio, el «sacrificio es considerado como la forma más rentable de obligar a los ancestros a recompensar favores» (Hamayon 2011, 138). Dado que han sido alimentados por los hombres, los animales domesticados se conciben como una especie de progenie productiva de las personas, quienes se benefician a su vez de los favores ofrecidos por los ancestros. La cadena de intercambios se cierra en estos casos con las ofrendas destinadas a los antepasados, quienes exigen de sus descendientes el sacrificio de animales domésticos, mediante oblaciones regulares que reproducen la relación vertical entre los donadores y los destinatarios.

Hamayon sugiere, en efecto, que la lógica de la filiación prevalece con mayor profundidad en las sociedades de pastoreo, donde los alimentos no se intercambian ni se comparten, sino tan solo se producen y se poseen. Aun cuando la idea de un intercambio vital con los espíritus resulta aún operativa, estos se han convertido en figuras humanizadas que desplazan a los antiguos dueños de la fauna, o bien en las almas de los ancestros que les han heredado el ganado y los pastizales. Concebido bajo la forma de entidades protectoras, el mundo de los espíritus se representa entonces mediante relaciones verticales que prolongan los principios de la jerarquía y reproducen las reglas de la descendencia, de tal manera que las deidades se proyectan como figuras ancestrales que pertenecen a la misma genealogía. Así como la domesticación supone el control sobre una especie y su descendencia, la relación entre los dioses y los hombres involucra una conexión equivalente que se enuncia en el lenguaje de la filiación, llamando padres y madres a las divinidades protectoras. En estos casos, los «criadores del ganado veneran a los espíritus de los que descienden y de los que dependen» (Hamayon 2011, 157), con lo cual modifican las relaciones horizontales entre los seres humanos y los espíritus. Las oblaciones ceremoniales dejan, en efecto, de concebirse como instrumentos de la alianza para convertirse en lazos de filiación entre creadores y criaturas, o bien entre miembros de un mismo linaje que descienden de las mismas divinidades protectoras.

En Mesoamérica, donde la domesticación de animales se desarrolla tan solo al inicio del periodo colonial, los vínculos entre los hombres y los espíritus han estado sujetos a una trayectoria divergente que supone concepciones opuestas sobre el mundo animal. Aunque estas diferencias son relativas, en la medida en que admiten matices y yuxtaposiciones, permiten vislumbrar dos formas alternativas de concebir el fenómeno conocido con el nombre de nahualismo, cuyas características siempre pueden definirse como un «nexo particular entre el hombre y el animal» (Gruzinski 1994, 175). Al igual que el chamanismo, en efecto, el fenómeno del nahualismo encierra dos órdenes de realidades. La oposición entre un modelo horizontal y otro vertical, que Stephen Hugh-Jones emplea para distinguir las prácticas chamánicas, sirve en este caso para identificar la línea que conecta la práctica de los naguales con el mundo animal. De acuerdo con Hugh-Jones (1996, 33), el ejercicio del chamanismo proyecta dos trayectorias divergentes. Aun cuando sus distintas modalidades combinan necesariamente el conocimiento y la inspiración metafísica, en el chamanismo vertical el «componente predominante es el conocimiento esotérico, transmitido entre una pequeña élite», mientras que el chamanismo horizontal supondría un diálogo directo con los espíritus animales, o bien con entidades distintas a los seres humanos. A diferencia de este último, el chamanismo vertical incluiría las figuras de los maestros cantores y de los especialistas ceremoniales, cuyas funciones residen en preservar el conocimiento esotérico que resulta indispensable para la reproducción interna del grupo humano. De ahí que el chamanismo vertical se aproxime más bien a la figura del sacerdocio (Viveiros de Castro 2010), alejándose así de un modelo ceremonial que privilegia el sueño, el trance o la posesión.

De manera similar, el nahualismo se organiza en Mesoamérica bajo dos tendencias heterogéneas, cada una de las cuales establece un nexo particular con la fauna silvestre y los animales domesticados, en su calidad de figuras análogas o divergentes a los seres humanos. De esta forma, mientras algunas ontologías indígenas postulan una relación de equivalencia entre el mundo humano y el mundo animal, asumiendo que ambos colectivos se rigen por relaciones sociales semejantes, otras proponen en cambio una relación jerarquizada y emplean, en consecuencia, los términos de la filiación para designar a los espíritus y los naguales. La equivalencia subjetiva entre las almas humanas y los espíritus animales, que el nahualismo horizontal sostiene como uno de sus esquemas dominantes, encuentra sus límites en aquellas sociedades indígenas donde la domesticación introdujo un principio de asimetría, modificando sustancialmente la antigua relación entre los hombres y las especies animales.

En este proceso, la domesticación no solo trastocó de manera irreversible el logos indígena, sino también trazó una frontera distinta entre las sociedades humanas y el reino animal. A través del novedoso mundo de la ganadería, la empresa colonial habrá de introducir las nociones de propiedad y propietario, que permitieron a los hombres asumir el control reproductivo de las especies importadas, hasta entonces inexistente en el horizonte productivo de las sociedades conquistadas. No es casual, en este sentido, que la evangelización novohispana corriera de manera paralela a la introducción del ganado y que la conquista espiritual de los pueblos indígenas se desarrollara de acuerdo con el modelo de domesticación, mediante santos y ministros que se presentaron como pastores de las almas. Animales y pastores proporcionaron el modelo de las conversiones religiosas y promovieron creencias innovadoras en torno a las divinidades protectoras, capaces de cultivar a las almas y domesticar a la fauna silvestre. Los antiguos dueños de la fauna, identificados con los cerros y el «corazón» de la montaña, se vieron paulatinamente desplazados por los nuevos emblemas de la domesticación, a menudo representados por vírgenes y santos que sometían a las fieras bajo sus plantas, de acuerdo con el lenguaje iconográfico del cristianismo. Mientras la ganadería suple las atribuciones de los dueños de la fauna, los animales abandonan el mundo espiritual e ingresan en las comunidades indígenas como objetos apropiados, esencialmente distintos a la naturaleza subjetiva y espiritual de sus nuevos propietarios.

La domesticación no solo promueve una relación innovadora con el reino animal, sino también formas alternativas en el nahualismo mesoamericano, cuyas funciones suelen distribuirse entre la depredación de las almas y la protección de los hombres. Como figuras protectoras, los naguales dejan de ser cazadores del inframundo y se tornan entidades benefactoras de las comunidades, semejantes en principio a los santos epónimos y las divinidades ancestrales. Entre la protección y la depredación existe, sin duda, una discontinuidad semejante a la que media entre la ganadería y la cacería,2 pero esa diferencia induce una nueva forma de identificación entre el mundo de los hombres y el mundo de los espíritus. Cuando la cacería es reemplazada por el pastoreo, el mundo espiritual de los animales ya no está en una situación de equivalencia con la humanidad, en virtud de que los espíritus involucrados ya no son animales sino humanos, concebidos como ancestros que les han heredado el ganado y los pastizales (Hamayon 2011, 137). La idea del nahualismo como una institución protectora solo puede gestarse en el seno de una sociedad que ha integrado la domesticación de animales a sus principios de reproducción genealógica, ya que el criador del ganado concibe su relación con el rebaño de una manera similar a los vínculos que se establecen entre él y sus espíritus protectores. Así como el animismo pierde sus facultades con el dominio progresivo de la domesticación (Descola 2012), el nahualismo predatorio deja de ser operativo cuando esa protección se establece entre los hombres y sus animales de cría, o bien entre los ancestros y sus descendientes. Al reemplazar paulatinamente a la cacería, basada en principios diametralmente opuestos, la domesticación ofrece un nuevo modelo de nahualismo que privilegia la relación vertical entre sus protagonistas, impidiendo que estos se comporten como cazadores de las almas humanas.

Inscritos en la lógica de la filiación, las acciones de los naguales revelan diferencias que resultan significativas cuando se comparan con otras narrativas indígenas, cuyos relatos destacan, por el contrario, el carácter predatorio de las entidades no humanas. Estas diferencias pueden advertirse con mayor claridad en aquellas regiones que han profesado relaciones heterogéneas con el mundo animal, en virtud de la distancia o la cercanía que las estancias ganaderas mantuvieron con la vida religiosa de las comunidades. Como ha advertido Bernardo García Martínez (1994), la ganadería estuvo asociada a estadios muy diferentes del sistema colonial, de tal manera que los animales de pastoreo tuvieron una incidencia variable en los asentamientos locales. Si bien algunos pueblos vivieron al margen de la ganadería durante el periodo colonial, en pequeñas localidades dedicadas a los cultivos agrícolas, otros convirtieron a la empresa ganadera en el centro de sus instituciones religiosas y optaron por un nuevo modelo de organización ceremonial, en el cual las cofradías y hermandades habrían de desempeñar un papel relevante. En algunas regiones, las comunidades experimentaron una sustitución funcional de su antigua economía y transfirieron sus rebaños al resguardo de las cofradías locales, permitiendo que los animales de cría se convirtieran en bienes sacramentales (Pastor 1987). Ahí donde la ganadería promovió un nuevo modelo de organización, mediante corporaciones religiosas que asumieron el culto a los santos patronales, la lógica de la filiación terminó por desplazar los vínculos habituales entre especies animales y comunidades humanas, ya que las primeras pasaron a formar parte del control ejercido por las segundas.

Dos modelos divergentes

Alejados entre la costa del Pacífico y las estribaciones del golfo de México, en los extremos opuestos de una geografía montañosa y abrupta, los huaves del istmo de Tehuantepec y los nahuas de la Sierra Norte de Puebla ilustran con elocuencia este contraste. A diferencia de los huaves del istmo de Tehuantepec, que organizaron su vida colonial en torno a la pesca y la ganadería (Millán 2005), los nahuas orientales optaron durante el periodo virreinal por la producción agrícola y la diversificación de cultivos, con una domesticación esencialmente reducida a las aves de corral. La introducción del ganado no solo significó para los nahuas una empresa relativamente tardía, que inicia hacia finales del siglo XIX, sino también una forma de producción ajena a su comunidad agrícola, ya que las pocas estancias de ganado quedaron desde entonces vinculadas a los inmigrantes ladinos, quienes «mostraron mayor interés en la cría de ganado y en los cultivos subtropicales» (Thomson 1995, 23). En el istmo de Tehuantepec, por el contrario, la ganadería constituyó una empresa extensiva desde principios del siglo XVI, cuando Cortés adquiere la concesión de diversas estancias de ganado como parte de los privilegios del Marquesado del Valle. Dado que los pueblos sujetos a la provincia de Tehuantepec contaban para entonces con una población cercana a los dos mil habitantes (Torres de Laguna [1580] 1982),los asentamientos se habían reducido a pequeñas localidades que difícilmente superaban un centenar de personas. A raíz de este proceso, en el que «muchas tierras quedaron desiertas después de la primera despoblación y fueron tomadas para haciendas de ganado» (Gerhard 1991, 128), la provincia se convirtió en el escenario de una empresa ganadera que multiplicó geométricamente las estancias de pastoreo, al grado que el número de cabezas de ganado vacuno y ovino era para esas fechas cinco veces mayor que el número de habitantes.

La ganadería no solo desempeñó un papel relevante en la economía de las regiones indígenas de Oaxaca, sino también prefiguró un horizonte distinto en la organización ceremonial de sus comunidades. Al igual que otras zonas oaxaqueñas, donde las cofradías religiosas habían surgido como medios para proteger los bienes comunales, los pueblos huaves canalizaron una parte considerable del ganado a las cofradías religiosas que se crean durante el siglo XVIII. A principios de ese siglo, en efecto, los santos eran ya propietarios de la mayor parte del ganado que se distribuía entre los territorios indígenas situados al sur de la Nueva España. En la medida en que las nuevas corporaciones religiosas se aglutinaban en torno a las imágenes del santoral, las cofradías asumieron el patrón organizativo de las haciendas como modelo de su estructura jerárquica, que con el tiempo habría de convertirse en el modelo organizativo de las propias comunidades. Hasta hace unas décadas, de hecho, la jerarquía civil y religiosa de San Mateo del Mar contemplaba las figuras de arrieros, vaqueros y mayordomos que procedían originalmente de las estancias ganaderas, cuyas funciones primordiales consistían en administrar las haciendas de ganado que pertenecían a las imágenes del santoral y cuyas festividades requerían de la participación de «doce vaqueros, un puntero y un caporal» (Ramírez Castañeda 1987, 76), quienes se encargaban de las reses y procedían a sacrificarlas en los distintos eventos del ciclo ceremonial.

Al igual que otros pueblos oaxaqueños, cuyos habitantes «perciben y definen a sus dirigentes como padres comunales» (Bartolomé 2003, 92), los huaves designan a los santos patronales con los términos teat y müm que se emplean para nombrar a los parientes consanguíneos en línea ascendente, aun cuando se vuelven extensivos a toda persona que sea digna de respeto en función de su edad o su autoridad. Si el vocablo patronal lleva implícito un principio de autoridad que los huaves asumen de manera casi literal, considerando que tanto san Mateo como la Virgen de la Candelaria conforman los propietarios del poblado, los sufijos teat y müm que se agregan a sus designaciones no se limitan a ser fórmulas de respeto y se enuncian como variantes semánticas de los términos parentales. Al estar vinculadas a los santos patronales, las haciendas ganaderas se designaron con los nombres de miestas müm y miestas teat (‘hacienda de la madre’ y ‘hacienda del padre’, respectivamente), mientras los rebaños que las integraron recibieron el nombre de minimal dios o ‘animales de Dios’. De manera análoga a las imágenes cristianas, que se designaron con los términos de la descendencia, el ganado asumió la forma de una propiedad ancestral, sujeta a los designios de una divinidad que es a la vez padre de los hombres y propietaria del ganado. La domesticación ingresa así en un registro diferente, unida a una jerarquía que desciende gradualmente desde Dios hasta los hombres e integra por igual a los naguales y los santos. La antigua relación, hasta entonces horizontal y equivalente, da lugar a una genealogía espiritual cuya estructura facilita las analogías entre divinidades protectoras y criaturas protegidas. Si los animales de cría se convierten en los animales de Dios, como concibieron los huaves al ganado novohispano, los naguales y los santos devienen en ancestros protectores y se tornan figuras paternas de las propias comunidades. La descendencia, según el pensamiento huave, es una lógica de clases formales: los santos son a sus comunidades lo que los antepasados son a sus descendientes y los gobernantes a sus gobernados.

En el otro extremo de la Sierra Madre, donde el culto a los santos se desarrolló al margen de las haciendas ganaderas, el animismo nahua postuló, por el contrario, una continuidad entre la humanidad y las especies animales. En consecuencia, más que atribuir a los hombres una condición singular, percibió las especies animales como conjuntos análogos a las sociedades humanas, ya que los animales silvestres formarían parte de una sociedad jerarquizada que presiden en orden decreciente el dueño de los cerros, el señor de los animales y el jefe de la manada. La narrativa nahua, sin embargo, discurre a menudo sobre los vínculos que enlazan a estas entidades de manera horizontal, de acuerdo con los modelos sociales que se desprenden del matrimonio o del compadrazgo. En esta lógica, el nexo que conecta a los hombres con los espíritus no es ya la línea de descendencia que vincula a los huaves con sus santos patronales, sino las alianzas que se proyectan hacia el exterior de las sociedades humanas. Mientras los relatos mitológicos de los huaves reivindican los vínculos de descendencia con sus santos epónimos, la narrativa nahua formula, en cambio, una relación de afinidad, entablada entre seres de distinta condición que comparten almas y costumbres semejantes. De ahí que los dueños de los animales se presenten en la narrativa local como suegros potenciales de los cazadores, y en esa medida como parientes cercanos por afinidad. Siguiendo la lógica de la alianza, los relatos cinegéticos de los nahuas reconocen las posibilidades de intercambio entre un personaje mítico que cede a sus animales y un cazador que los recibe mediante operaciones matrimoniales, concebidas como el origen y el destino de los intercambios.

Las atribuciones que Lévi-Strauss confiere a las relaciones de alianza, sobre las cuales se construyen vínculos que resultaban hasta entonces inexistentes, se extiende en este caso hacia seres de distinta naturaleza que controlan la reproducción de las especies animales en ámbitos ajenos a la actividad humana. Así como la ganadería permite a los hombres ejercer un control sobre las especies domesticadas, la cacería supone la obtención de presas que pertenecen por derecho a los dueños de la fauna, quienes desempeñan el papel de pastores frente a sus propios rebaños. A semejanza de los santos patronales, que entre los huaves ostentaban la propiedad del ganado, los dueños de la fauna se presentan en los relatos nahuas como ganaderos que resguardan sus animales en los «catorce corrales» del inframundo (Beaucage y Taller de Tradición Oral del CEPEC 2003), donde ejercen la función de hacendados ante un rebaño integrado por animales silvestres (kuoujtajokuilimej) que estas figuras resguardan como si fueran animales domésticos (tapiyalmej). La cacería se ejerce, por lo tanto, en un ámbito previamente domesticado, ajeno a la noción de una fauna natural que suministra los recursos necesarios para la reproducción humana. Al depender casi exclusivamente de la pesca y la ganadería, las concepciones huaves difieren sustancialmente de las que profesan los nahuas orientales, cuyos miembros no conciben el reino animal como una fuente recursos alimenticios, sino como un dominio adicional en el que las relaciones sociales se extienden más allá de las fronteras humanas. La cacería no es en este caso un medio de producción, sino de vinculación y, en esa medida, un instrumento de las afinidades y las alianzas.

Nahualismo horizontal y nahualismo vertical

Entendidas como concepciones opuestas sobre el mundo animal, la cacería y la ganadería prefiguran dos escenarios que no solo difieren en el ámbito de la tradición oral, donde se enfatizan los vínculos de afinidad o de descendencia, sino también en formas alternas de concebir las relaciones entre los humanos y sus contrapartes anímicas. A través de un proceso de colonización heterogéneo, en el que la ganadería habrá de desempeñar un papel de mayor o menor relevancia, huaves y nahuas desarrollaron concepciones distintas en torno a los componentes anímicos de la persona, de tal manera que las nociones de tono o nagual se proyectaron hacia dominios divergentes. La noción de un alter ego animal, común entre los nahuas contemporáneos, se refugió en los fenómenos atmosféricos que pueblan la mitología huave, cuyas narraciones proponen al rayo y al viento del sur como los elementos centrales del nahualismo local, en concordancia con los beneficios pluviales a los que se encuentran asociados. Productores de la lluvia, pero también guardianes mitológicos del poblado, los fenómenos atmosféricos encabezan la lista de entidades anímicas que contribuyen al bienestar comunitario y carecen, en consecuencia, de esa capacidad predatoria que entre los nahuas caracteriza a ciertos habitantes del inframundo, como los ejekamej (aires), los tepeuanimej y los masakamej. Dado que el rayo y el viento del sur constituyen el alter ego de los santos, así como de los ancestros y las autoridades locales, su función no reside en devorar el alma de los humanos, sino en dotarlos de los recursos necesarios para la preservación del grupo en su conjunto.

A diferencia de los nahuas, en efecto, los huaves conciben el nahualismo como una institución esencialmente protectora, no solo porque la idea de una depredación anímica es prácticamente inexistente en la mitología local, sino también porque los naguales locales se inscriben en una lógica de la filiación que postula una continuidad diacrónica entre los hombres y sus componentes anímicos. Empleando el lenguaje de la descendencia, los huaves identifican los fenómenos meteorológicos como teatmonteoc y mümncherrec, que literalmente significan ‘padre rayo’ y ‘madre viento del sur’. Como hemos indicado, estos términos se usan cotidianamente para designar a los parientes consanguíneos en línea ascendente, pero se vuelven extensivos a los santos patronales, cuyas imágenes reciben la misma designación. Los santos y los naguales pasan a ser así los padres de la comunidad y, en consecuencia, protegen al grupo humano en su conjunto. En este sentido, la mitología huave tiende a asimilar ambas figuras con el origen de los poblados, asignándoles el papel de ancestros en una genealogía que incorpora por igual a las divinidades y los seres humanos. La línea de descendencia no solo permite que los primeros se identifiquen como creadores de los segundos, sino también que los naguales asuman la función protectora que la mitología atribuye a los santos católicos de la iglesia local.

En un trabajo sobre las modalidades del chamanismo, Viveiros de Castro (2010, 159) ha hecho notar que el surgimiento de un chamanismo vertical estaría asociado con la distinción entre los muertos y los animales como posibles proyecciones de la alteridad: «a partir de cierto momento -cuya determinación, debo decirlo, se me escapa por entero-, los muertos empiezan a ser vistos más como humanos que como muertos, lo que ofrece la posibilidad simétrica de una “objetivación” más completa de los no humanos». De esta forma, la distinción entre muertos y animales permitiría que los primeros sigan siendo humanos, mientras los segundos se deslazarían gradualmente hacia una condición ajena a la de los hombres. La noción de ancestralidad emergería entonces de manera latente, ya que la línea de las genealogías expresaría una continuidad diacrónica entre los difuntos y sus descendientes. Las diferencias sincrónicas entre los seres, que el chamanismo horizontal emplea como fundamento de sus operaciones, se traducen en este caso en una forma de discontinuidad que caracteriza a los miembros del grupo humano, dividido en segmentos jerarquizados que se distribuyen a lo largo de la escala social. En consecuencia, la referencia a los ancestros no se emplearía solamente para legitimar los derechos de la herencia y la propiedad, sino también para avalar un proceso de jerarquización creciente que facilita la instalación de poderes centrales. En este proceso, las funciones rituales se desplazan paulatinamente del ámbito del chamanismo al ámbito de la religión, de tal manera que «detrás de la figura del chamán vemos perfilarse la sombra del sacerdote» (Viveiros de Castro 2010, 156).

Adscrito a los poderes de una jerarquía central, el chamanismo se vuelve una institución vertical cuando ciertas figuras dejan de jugar el papel de «diplomáticos cósmicos» entre la sociedad y el mundo espiritual de los animales, convirtiéndose entonces en especialistas rituales que regulan los vínculos internos del grupo humano. Aunque estos especialistas reciben en Mesoamérica diferentes designaciones, suelen a menudo nombrarse con los términos de filiación que definen las relaciones de descendencia. Al igual que los mixtecos, cuyos especialistas ceremoniales se conocen como tativa’a (‘padres’), los tlapanecos designan a los mismos personajes con el nombre de xiña, que literalmente significa ‘abuelo’ (Dehouve 2007). Siguiendo esta lógica, los huaves emplean la expresión mitetatpoch para designar al experto que dirige las actividades rituales, con lo cual le confieren el papel de padre de la palabra y el conocimiento exclusivo de las oraciones. La designación no solo alude, en este caso, al monopolio que ejerce sobre el lenguaje ceremonial, indispensable para el desempeño de las funciones públicas, sino a la filiación que se establece entre el especialista y la memoria oral, conformada por el conjunto de rezos y plegarias que reciben el nombre de mi poch dios o ‘palabra de Dios’. Aun cuando este padre del discurso ceremonial no participa de los cargos involucrados en la jerarquía comunitaria, sus principales funciones consisten en dirigir las actividades rituales de los funcionarios en turno, indicando las fechas y los lugares en que deben efectuarse las ceremonias del ciclo ritual. De ahí que el padre de la palabra presida las celebraciones dedicadas a los santos, así como las peticiones de lluvia y las ceremonias que entronan a los nuevos funcionarios en sus cargos.

En un contexto en el que las relaciones de filiación tienden a desplazar a las relaciones de alianza, los términos huaves proponen una continuidad entre el saber y el especialista que no está presente en el horizonte semántico de los nahuas, cuyas designaciones suelen omitir los vínculos parentales para nombrar a los especialistas rituales. Al identificarlos con el nombre de tlamatki (‘el que sabe’), los nahuas no aluden a una posible conexión entre el personaje y su discurso ceremonial, sino a la condición epistemológica que determina su práctica. La singularidad del especialista remite en este caso a un procedimiento onírico, característico de los curanderos y chamanes, que permite a sus portadores reconocer las causas de los malestares anímicos. En efecto, los atributos del especialista solo se manifiestan a través del sueño, ya que la actividad onírica (takochitalis, ‘ver dormido’) es el instrumento esencial de sus curaciones. Las distinciones entre el sueño y la vigilia proporcionan entonces los referentes para una actividad que es por definición discontinua, en el sentido que marca una transición entre dos estados divergentes. A la continuidad cognitiva del especialista huave, que ocupa una posición central en la reproducción de la jerarquía humana, el especialista nahua opone la discontinuidad visual del ejercicio onírico. Su fuente de conocimiento no es, en este caso, el producto de un saber genealógico que se reproduce de generación en generación, sino el resultado de un ejercicio que alterna entre el sueño y la vigilia. En este sentido, y a diferencia del lenguaje objetivado que profesan los padres de la palabra, el especialista nahua mantiene una relación subjetiva y variable con el discurso ritual, puesto que sus plegarias no se encuentran sujetas a los parámetros de un texto invariable. «Partiendo del modelo ideal del que dispone -advierte Lupo-, el ritualista [nahua] está en libertad para construir infinitas variaciones sobre el tema, aunque sea dentro de los estrechos límites previstos por la tradición» (Lupo 1995, 96). De ahí que el término empleado para convocar el diálogo con sus interlocutores, llamado a menudo tatatauhtiliz o netatauhtiliz, no contenga la acepción de rezar o reproducir las oraciones litúrgicas, llamadas en cambio tiotathtolo (‘palabras divinas’). La diferencia entre unas y otras se expresa en un empleo diferencial del lenguaje ceremonial: «mientras el rezador repite a la letra las oraciones tradicionales, el curandero suplica, utilizando su propia relación privilegiada con lo divino, para inventar nuevas oraciones» (Segre 1987, 55). Las plegarias del especialista nahua invierten en este sentido un procedimiento que era habitual durante el periodo colonial, cuando la Iglesia ponía un énfasis especial en el poder de evocación de ciertas oraciones específicas, como el padrenuestro o el avemaría, a condición de que se pronunciaran de manera literal.

Si las plegarias del especialista nahua se dirigen a los dueños o señores del inframundo, estos no se desenvuelven en la narrativa local como ancestros o divinidades protectoras, sino como gobernantes o propietarios de sus respectivos recintos. Los señores del monte, los dueños de los manantiales o los propietarios de la fauna no conforman divinidades de las cuales desciendan los hombres, por lo que su rango de autoridad no se extiende a la jerarquía de las sociedades humanas. Tal como la imaginan los nahuas orientales, la estructura del inframundo contiene en sí misma su propia jerarquía, de manera que sus funcionarios se distribuyen entre presidentes, jueces, mayordomos y fiscales, quienes atienden las demandas de sus habitantes y regulan las relaciones diplomáticas con el exterior. Dado que estas relaciones se entablan a través de los especialistas rituales, facultados para asumir la perspectiva de su contraparte, la diplomacia se convierte en una política de dimensiones cósmicas que regula las interacciones entre seres de distinta condición. De ahí que el especialista nahua reciba a su vez el nombre de tetahtohuihque, ‘el que habla por la gente’, en alusión a un interlocutor que es capaz de entablar un diálogo con entidades que ya no ingresan en el concepto local de humanidad, designadas genéricamente con el término de ajmotocnihuan (‘los que no son nuestros hermanos’). Si bien este diálogo se ejerce a través de actos rituales, con los procedimientos necesarios de un protocolo ceremonial, su naturaleza es menos religiosa que política, y, por lo tanto, se formula sobre un campo de negociación que generalmente está ausente en las teologías sacerdotales, aun cuando resulta indispensable para una diplomacia que busca comprender el punto de vista de sus adversarios.

En este sentido, no es sorprendente observar que los nahuas utilicen el chamanismo como un instrumento que conjuga las tareas diplomáticas con las funciones terapéuticas, asumiendo que las enfermedades son el efecto de una trasgresión de las reglas que definen los límites del comportamiento humano. Cuando esos límites se ven afectados, ya sea por visitar una cueva o por eludir las prescripciones rituales, la enfermedad emerge como un indicador de que las personas han perdido parcialmente sus dotaciones anímicas, capturadas en el momento de transitar hacia lugares extraños. Provocados por actos intencionales, o bien por incidentes que separan el alma de su residencia corporal, los padecimientos anímicos se conciben, en efecto, como procesos cinegéticos en los que las entidades terrestres capturan las almas de los humanos con fines alimenticios. Esta «cacería de las almas», para emplear la expresión de Roberte Hamayon (1990), se vuelve factible en virtud de una concepción singular del nahualismo que equipara la fauna silvestre con los componentes anímicos, considerando que cada persona goza de un alter ego animal que comparte su mismo destino. Apegadas a un modelo cinegético, que establece un vínculo muy estrecho entre la enfermedad y la cacería, las concepciones nahuas se distinguen en buena medida de una nosología que enfatiza el origen de las enfermedades en el ámbito de las deidades o los difuntos. Como los nahuas, los huaves reconocen que ciertos padecimientos derivan de las afecciones del alter ego animal, y en virtud de estas causas canalizan sus consultas hacia un especialista (neasaing, ‘el que levanta’) que recupera el tono o alma del paciente. Pero el viaje terapéutico no representa en este caso una travesía onírica, una alteración o un desplazamiento hacia las entrañas del inframundo. Gracias a las conexiones que mantiene con los naguales protectores, el especialista huave emplea las habilidades del rayo o del viento del sur para auxiliar al tono afectado, siguiendo la lógica general que invoca la intervención de los naguales protectores. La enfermedad se alivia con los mismos recursos que permiten evitar los desastres y las inundaciones del poblado, como si el bienestar personal fuera, de alguna manera, análogo al bienestar comunitario.

Inclinados a moverse hacia un chamanismo vertical, los curanderos huaves no acuden al sueño o la revelación como procedimientos terapéuticos, y obtienen en cambio sus facultades a través un aprendizaje que deriva de su estrecha relación con la escritura. Como han observado Signorini y Tranfo (1979, 224), «cada neasomïy debe tener su libro de oraciones, copia de las que están contenidas en el libro de un neasomïy conocido, junto al cual haya pasado su periodo de aprendizaje». El conocimiento ritual deja de ser en este caso un saber onírico y discontinuo para convertirse en un conocimiento genealógico y continuo. A través de los libros de oraciones, la escritura garantiza la sucesión de plegarias, conjuros y procedimientos ceremoniales, transmitidos entre generaciones y heredados de los maestros a los alumnos. La transmisión del conocimiento se concibe en este caso como una modalidad de la descendencia, semejante a la que media entre divinidades protectoras y criaturas protegidas. El hecho de que la inspiración o el sueño no intervengan en el proceso de curación, según indican Signorini y Tranfo, aleja al especialista huave de la figura del chamán y lo acerca a la figura del sacerdote, interesado en regular los vínculos de filiación entre los dioses y los hombres.

La relación que los huaves proponen entre la palabra y el especialista ritual, marcando entre ambos un vínculo de descendencia, denota una forma de apropiación del conocimiento que ya era común durante los primeros siglos de la Colonia, cuando la enseñanza del lenguaje ceremonial se institucionalizó a través de la escritura. Algunas fuentes coloniales, como la Relación de idolatrías que Balsalobre redacta en 1659 para el obispado de Oaxaca, indican que el dominio de la palabra constituía el patrimonio de los especialistas rituales durante el siglo XVII, que por esta vía adquieren una nueva función pedagógica. Al identificarlos como «maestros» o «letrados», Balsalobre no solo modifica la acepción de «hacedor» que el confesionario mixe atribuía a los mohcuutunc tumba, como los propios indígenas denominaban a los iniciados, sino aludía igualmente a un proceso de enseñanza que comenzaba a gestarse por medio de la escritura. De ahí que su informe no dudara en destacar la forma en que los maestros o letrados «han enseñado continuamente los mismos errores que tenían en su gentilidad, por lo cual han tenido libros y cuadernos manuscritos de que se aprovechan para esta doctrina» (Balsalobre [1656] 1988, 5). Durante el siglo XVII, sin embargo, la escritura alfabética se había convertido ya en un medio privilegiado para la diseminación de las prácticas rituales que se llevaban a cabo en el Marquesado del Valle. De acuerdo con los historiadores, se podían observar algunas «correlaciones entre la posesión de cargos de mediana importancia en las parroquias locales y la posesión u autoría de textos rituales clandestinos» (Tavárez 1999, 197), los cuales circulaban como colecciones misceláneas de distintos géneros devocionales, producidas por varios escribanos y con anotaciones de diversos lectores. Los libros de conjuros, las anotaciones calendáricas y los manuscritos esotéricos fueron, de hecho, textos usuales que circularon a lo largo de Oaxaca durante el periodo colonial, llegando incluso a comercializarse. Ya sea por la vía de la herencia, la venta o la donación, estos documentos no solo hicieron posible que el saber sacerdotal reuniera las características de un saber patrimonial, sino también que los especialistas rituales se convirtieran en padres de la palabra, es decir, en los portadores de un conocimiento que ya no procedía de manera directa del mundo de los espíritus y que, por lo tanto, era susceptible de transmitirse entre los propios seres humanos. Si la palabra enunciada se convierte en palabra de Dios, como denominan los huaves a ciertas plegarias, es en virtud de una filiación hereditaria que impide modificar el texto original de las oraciones litúrgicas, empleadas a menudo como garantía de pertenencia a un mismo linaje. Por esta razón, los huaves identifican la memoria genealógica con el valor que adquieren las plegarias durante las ceremonias mortuorias, considerando que las «oraciones son muy importantes porque permiten al alma del difunto aprenderlas de memoria» (Signorini 1979, 48), mediante una operación que asegura la comunicación de los difuntos con las divinidades celestiales.

Avalada por la escritura y la domesticación de animales, la lógica de la filiación se proyecta hacia aquellas figuras que regulan el ámbito religioso de los huaves, cuya narrativa destaca las líneas de descendencia que unen a los hombres y los naguales. Como los ancestros y las divinidades, los especialistas se identifican con espíritus benefactores dedicados a proteger y suministrar el bienestar de sus comunidades. De ahí que sus funciones se asemejen a los beneficios generados por las autoridades locales, quienes regulan el régimen de las precipitaciones pluviales y comparten, a su vez, las mismas propiedades de los santos y los naguales. El nahualismo vertical, a medio camino entre las narrativas animistas y el discurso religioso, facilita de esta forma las analogías entre la jerarquía central y la estructura del cosmos, permitiendo que ambas representaciones se correspondan mutuamente. La línea que conecta animales con pastores será entonces análoga a la descendencia que vincula comunidades protegidas con divinidades protectoras, de acuerdo con los preceptos esenciales del cristianismo y las metáforas pastoriles de sus evangelizadores.

Ontologías híbridas

Un contraste general, establecido entre dos culturas indígenas que formularon relaciones heterogéneas con el mundo de los animales, solo puede responder a una dicotomía ideal que en el fondo está poblada de numerosos matices. Pero estos matices son a su vez relevantes para comprender la forma en que una ontología se transforma en el tiempo y en el espacio, dejando a su paso un extenso abanico de posibilidades y una amplia gama de combinaciones. Así como los modelos ontológicos no son formas excluyentes, sino tan solo esquemas dominantes (Descola 2012), tampoco representan concepciones exclusivas que eliminen las posibilidades de coexistencia entre un nahualismo horizontal y otro vertical. El nahualismo vertical de los huaves, centrado en los principios de la descendencia y la domesticación, contempla aún las enfermedades que derivan de la pérdida del alma, «siguiendo modalidades de acción que son características de la técnica chamánica» (Signorini y Tranfo 1979, 227). Si una domesticación prolongada terminó por modificar la relación entre el hombre y el animal, admitió en cambio la permanencia de un nahualismo singular que, junto con los fenómenos meteorológicos, incluye a la fauna silvestre como parte de la galería anímica de los seres humanos. Además de la serpiente mitológica que funge como alter ego de hombres y mujeres, las posibilidades de animales compañeros se extienden a una gama relativamente variada de especies,3 que sin embargo no figuran como protagonistas de la tradición oral ni como naguales protectores de los poblados.

En el plano de las semejanzas, los huaves no difieren en este sentido de otros pueblos mesoamericanos que contemplan la posibilidad de que los rayos, los relámpagos y las tempestades conformen entidades anímicas de ciertos personajes o de ciertas figuras del santoral. Los nahuas de Tzinacapan estiman, en efecto, que Santiago Apóstol y san Miguel Arcángel son «señores del rayo y máximos defensores de los hombres frente a las asechanzas del mal» (Lupo 2001, 351), de acuerdo con un modelo protector que, de alguna manera, coexiste con las modalidades de un nahualismo horizontal. La coexistencia de principios no impide, sin embargo, que determinados esquemas de la práctica adquieran en la narrativa un sesgo dominante, desplazando las formas anteriores por modelos de relación que resultan más congruentes con los términos de la filiación o de la alianza. Aun cuando la narrativa huave admite que los animales pueden ser entidades anímicas del hombre, el nahualismo local canaliza sus relaciones hacia vínculos hereditarios que no contempla el horizonte narrativo de los nahuas. Si estos argumentan que los animales considerados como tonalmej son múltiples para cada persona, y por lo mismo esencialmente individuales, los huaves arguyen que la presencia del animal compañero no es una cuestión individual sino familiar, ya que «se considera en efecto que se transmite de padre a hijo» (Signorini y Tranfo 1979, 199), en virtud de la transmisión hereditaria de ciertos rasgos somáticos que identifican al tono. La lógica de la filiación se extiende en este caso hacia una institución genérica, ampliamente extendida en el mundo mesoamericano, que en otros contextos privilegia las relaciones de alianza como los vínculos que definen el número y la naturaleza de las almas. Cuando los nahuas formulan la idea de que el matrimonio incrementa el número de animales compañeros, no solo suponen que las dotaciones anímicas son el resultado de las relaciones de alianza, sino también que estas determinan la salud de los pacientes y el bienestar de sus almas. Destinados a recuperar las almas afectadas, los procedimientos terapéuticos serán en consecuencia semejantes a los procesos de iniciación de los especialistas, ya que ambos inician y culminan con la serie de alianzas entre miembros de especies diferentes. Entre los huaves, por el contrario, la tradición terapéutica asume que el enfermo aprende las plegarias de su benefactor, de la misma forma que este hereda la palabra de sus instructores. Aunque el valor relativo de la filiación no elimina las facultades de la alianza, induce los procedimientos hacia un chamanismo vertical que contempla divinidades protectoras, padecimientos naturales y figuras sacerdotales, como si el lenguaje de la religión sentara las bases de un nuevo discurso que ya no corresponde a las matrices originales.

Si nahuas y huaves prefiguran dos modelos divergentes, dejan en cambio abiertas numerosas posibilidades entre ambos extremos de la balanza. La línea que conecta el chamanismo horizontal con el nahualismo vertical, ejemplificada en los casos anteriores, supone soluciones alternativas que se encuentran a medio camino entre ambos modelos y que postulan por lo tanto un nahualismo «transversal», para emplear el término con el que Viveiros de Castro (2010) define las trayectorias posibles de los chamanes. En los Altos de Chiapas, donde los animales compañeros (chanul) se resguardan en los corrales contenidos en la montaña sagrada, los procesos de iniciación establecen un equilibrio entre la revelación y el aprendizaje, combinando los mecanismos de la alianza con los principios de la filiación. Como hace tiempo hacía notar Evon Vogt (1966), las atribuciones de los especialistas tzoztiles involucran al menos tres sueños reglamentarios, tras los cuales los iniciados se dirigen al h’ilol de más alto rango en su paraje, quien intercede por los novicios y solicita la autorización de los totelme’iletik, divinidades ancestrales que se conciben como padres y madres de cada paraje. Además del control que ejercen sobre la fauna espiritual, cuyas especies corresponden a las distintas almas humanas, las divinidades tzotziles tienen la facultad de liberar el chanul de los individuos, expulsándolo de su resguardo habitual y dejándolo a merced de numerosos peligros. Las enfermedades anímicas tienen en consecuencia el mismo origen que los procesos de iniciación, ya que las divinidades liberan también el espíritu del iniciado y lo conducen a sus aposentos de la montaña, donde le revelan los rituales curativos y los tratamientos para distintas enfermedades. Si el conocimiento se transmite en este caso de manera discontinua, mediante sueños que involucran a seres de distinta naturaleza, la concepción local del nahualismo es en cambio una estructura de linajes que responde a la distribución de clanes patrilineales, asociada con las familias extensas que habitan en los parajes.

Entre los tzotziles, en efecto, el mundo espiritual posee una organización social que es directamente comparable a la del grupo de parentesco y residencia al que pertenece. Holland (1963) advierte que los naguales o animales compañeros se distribuyen en grupos jerarquizados, los cuales ocupan los trece niveles de las montañas sagradas que corresponden a los miembros de los trece linajes principales de Larráinzar. De esta forma, «cada nivel es la morada de un cierto número de compañeros animales, distribuidos de acuerdo con sus relaciones familiares y con su status social» (110). Así como cada nivel integra a los miembros de una misma generación, perteneciente al mismo linaje, los naguales de los ancianos principales ocupan los asientos más importantes del décimo tercer nivel, desde los cuales pueden consultar directamente a los dioses ancestrales que juegan el papel de jueces supremos en el interior de la montaña. Los principios de la descendencia, aunados a la jerarquía vertical de los naguales, permiten en efecto que el mundo espiritual de las montañas se organice en tres grupos ascendentes: los animales compañeros, los dioses de linaje y las divinidades ancestrales. Holland observa que las diferencias entre estos últimos, divididos entre deidades inferiores y superiores, obedecen a factores cronológicos relacionados con su antigüedad, ya que los primeros son ancestros inmediatos que no han alcanzado aún la profundidad histórica suficiente para incorporarse a las divinidades celestiales, a quienes se identifica a su vez con los santos patronales. Los dioses de linaje son así figuras liminales que median entre los animales compañeros y las divinidades ancestrales, y en esa medida comparten la condición de jaguares u ocelotes que caracteriza a las autoridades locales, generalmente asociadas a especies depredadoras.

Si la imagen que profesan los tzotziles sobre el mundo espiritual es una proyección casi exacta de su organización social, como afirma Holland (1963, 110), su concepción de las almas individuales no es en consecuencia ajena a la jerarquía que divide el mundo de los humanos, distribuidos en grupos de edad y en cargos comunitarios asociados a las distintas generaciones. A diferencia de los nahuas, quienes conciben el alma animal (tonal) como una entidad invariable, los tzotziles estiman que el animal compañero puede modificarse de acuerdo con el desempeño de las funciones públicas, de tal manera que los cargos superiores de la jerarquía social se identifican con los naguales de mayor prestigio, como el ocelote o el puma. Teóricamente, como indica Holland, los individuos tienen al mismo animal por compañero durante toda su vida sin posibilidades de modificarlo; en la práctica, sin embargo, «el animal que la sociedad impone como compañero de una persona puede cambiarse de acuerdo con el status que implican los puestos que esta persona ocupe a lo largo de su vida» (103). De manera semejante al nahualismo huave, en efecto, los tzotziles identifican la jerarquía comunitaria con los naguales que presiden la jerarquía espiritual. Basándose en esta identificación, Villa Rojas (1947) arguyó que los atributos conferidos a los funcionarios públicos y los jefes de linajes conformaban factores decisivos en el control social, ya que aquellos actuaban de manera semejante a los dioses de linajes que presiden la jerarquía espiritual, a los que también se identifica con poderosos naguales. Si esta facultad los sitúa como oráculos de las divinidades locales, también los proyecta como curanderos del bienestar comunitario, en funciones esencialmente análogas a los naguales protectores.

A medio camino entre un modelo horizontal y otro vertical, las figuras centrales de la jerarquía tzotzil oscilan entre los especialistas rituales y los funcionarios públicos, ya que el desempeño de las actividades terapéuticas suele asegurar un lugar en el grupo de principales, conocidos como moletik, cuyo prestigio deriva de una combinación singular entre cualidades personales, conocimiento esotérico y alter ego animal. Sin embargo, aun cuando los curanderos tzotziles «pueden ser clasificados mejor como chamanes que como sacerdotes» (Vogt 1966, 113), sus funciones se encuentran estrechamente vinculadas a la estructura de los linajes y dependen, en buena medida, de la jerarquía comunitaria. La jerarquía y la filiación, características del nahualismo vertical, se aúnan en estas circunstancias a un chamanismo horizontal que contempla los viajes oníricos y las afecciones del alma, cuyo destino depende sin embargo de las divinidades ancestrales. En la medida en que estas actúan como pastores de las almas, ejerciendo un control directo sobre los espíritus animales de cada linaje, sus atributos fluctúan entre la depredación punitiva y la protección pastoril: de la misma manera que sancionan las faltas morales, liberando las almas de sus recintos y exponiéndolas a peligros mortales, instruyen a sus elegidos y les revelan los conocimientos medicinales, otorgándoles el privilegio de fungir como funcionarios de sus respectivos parajes.

En un estudio sobre las divinidades locales, Ulrich Kölher (2007) ha hecho notar que las narrativas tzotziles exhiben variaciones significativas a lo largo de la región y formulan dos modelos hasta cierto punto divergentes. Mientras algunas comunidades estiman que los espíritus animales vagan libremente en la espesura del monte, sin control aparente de las divinidades tutelares, otras asumen que estas deidades son propietarias de los rebaños y resguardan las almas en recintos especiales. En el primer caso, las divinidades desempeñan el papel de dueños de la fauna y conceden a los cazadores las presas solicitadas, recibiendo a cambio las oblaciones necesarias. Ahí donde los habitantes comparten la idea de que las divinidades tutelares gobiernan la fauna -como es el caso de Chamula, Zinacantán y Larráinzar-, se considera que los espíritus animales han sido domesticados en el interior de las montañas y dependen del cuidado de sus gobernantes. A diferencia de sus vecinos, en efecto, estas poblaciones indígenas asumen que los espíritus animales se inscriben en un modelo pastoril, de acuerdo con el cual cada especie se resguarda en distintos corrales y se alimenta de los recursos proporcionados por sus pastores. En estos casos, los métodos de control se asemejan a las técnicas empleadas en la ganadería colonial, cuya organización suponía una distribución de los animales en recintos acotados y en especies diferenciadas. La relación de intercambio horizontal, contemplada en el modelo cinegético, cede sus principios ante un esquema vertical que prefigura la jerarquía de los animales y, con ella, la de las almas y las divinidades. De ahí que la galería espiritual no solo integre a la fauna silvestre y los animales domésticos (vacas, caballos, cabras y puercos), sino también a los remolinos, los cometas y los meteoros celestes (Holland 1963). A pesar del importante papel que desempeñan en la agricultura, en su calidad de fenómenos que regulan las precipitaciones pluviales, «estos dioses nunca se dedican a esta actividad porque son ganaderos y ladinos», como señala Kölher (2007, 140). Más que campesinos, dedicados a posibles labores agrícolas, su apariencia es la de ganaderos ladinos que habitan en ranchos, poseen caporales y administran riquezas inagotables.

Frente a este escenario, resulta lógico que las prácticas chamánicas sigan de cerca un modelo pastoril, utilizando la domesticación como un instrumento terapéutico que restituye la integridad anímica de los pacientes. Si la nosología tzotzil parte de la idea de que una enfermedad es ante todo un trastorno del alma, sus causas suelen explicarse a través de una conducta antisocial que es sancionada por las divinidades ancestrales, quienes expulsan las almas del corral sobrenatural en el que usualmente habitan. El procedimiento médico consistirá en este caso en colocar el cuerpo del enfermo dentro de una «cama-corral», llamada muk’ta ?Ilel, que reproduce el recinto donde se resguardan los espíritus animales en el seno de las montañas. Como ha observado Vogt (1976, 127), «la semejanza conceptual entre el corral situado dentro de BankilalMuk’TaWitz, donde se cree se guarda el compañero animal, y el “corral” dentro de la casa en que se coloca al paciente es inconfundible: ambos tienen puertas y ambos están rodeados por plantas de las montañas». Dentro de sus respectivos corrales, tanto el paciente como su animal compañero se encuentran protegidos por figuras paternales que resguardan su integridad, amenazada seriamente cuando algunos de ellos abandonan su recinto acostumbrado. La idea subyacente consiste por lo tanto en suponer que la curación se logra a través de un proceso gradual, el cual transita desde la condición silvestre del alma hacia su domesticación paulatina. La situación vulnerable del paciente indica que su compañero animal «no está en armonía con el mundo culturalizado» (Vogt 1976, 128) y debe, en consecuencia, someterse a la domesticación ejercida sobre las especies silvestres.

A diferencia de otras regiones de Mesoamérica, donde la ganadería terminó por convertirse en una actividad extensiva, los tzotziles promovieron una domesticación reducida a pequeños rebaños de ganado menor, generalmente integrados por una docena de ovejas que las mujeres protegen y pastorean, asignando a las crías nombres que derivan del santoral cristiano, de acuerdo con el día de su nacimiento. De ahí que los corderos estén sujetos a una prohibición alimenticia que no solo los distingue del resto de los animales domésticos, cuya carne se consume durante los distintos eventos del ciclo ritual, sino también los identifica con los rebaños contenidos en las montañas que gozan a su vez del cuidado y la protección de sus dueños. Las relaciones que los dueños de las montañas guardan con los espíritus animales, considerados como entidades anímicas de los hombres, son en efecto análogas a las relaciones entre los pastores y sus rebaños. Así como los curanderos tzotziles intervienen a favor de las almas, evitando que estas abandonen los corrales que usualmente las contienen, los santos patronales velan por la salud de los corderos y fungen como padrinos de los miembros de la especie, de acuerdo con los nombres que heredan de su santo tutelar.

Las investigaciones dedicadas a la cosmogonía tzotzil no han dejado de advertir las correspondencias entre los santos patronales, los dioses tutelares y los naguales animales, cuyas figuras se vinculan en el pensamiento indígena hasta el punto de confundirse. Entre los habitantes de Chamula, San Jerónimo actúa como guardián de los animales compañeros y recibe el nombre de Totic Balam, ‘nuestro padre jaguar’, mientras que san Andrés preside la montaña sagrada de Sacomch’ enn entre los habitantes de Larráinzar y se concibe, a su vez, como el dueño de la fauna (Gossen 1974; Holland 1963). El mundo de los animales dialoga así con dos figuras emparentadas cuyos nexos tienen sin duda un origen colonial, ya que sus analogías provienen de antiguas imágenes que enfatizaban la domesticación de la fauna y el dominio ejercido por los santos. Un cronista colonial, Thomas Gage, explicaba esas analogías en los siguientes términos:

Como ven que se pintan diversos santos con un animal al lado, como San Jerónimo con un león, San Antonio con un cerdo y otros animales salvajes, Santo Domingo con un perro, San Marcos con un toro y San Juan con un águila, imaginan que esos santos eran de la misma opinión que ellos, y que esos animales eran sus espíritus familiares y que se transformaban en sus figuras cuando vivían, y que habían muerto al mismo tiempo que ellos (citado en Gruzinski 1994, 175).

Al proyectarse sobre las figuras del santoral, el código del nahualismo inicia su lento recorrido hacia el sincretismo cristiano y termina por aglutinar diferentes perspectivas sobre el mundo animal, concebido desde entonces como una sociedad espiritual y como una fauna domesticada. A medio camino entre el animismo y el analogismo, para emplear los términos de Descola (2012), el nahualismo se convierte en un movimiento transversal que conecta la base de las creencias locales con la cúspide de la evangelización cristiana, cuya teología medieval asumía la convicción de que «es conforme al orden de la naturaleza que el hombre domine a los animales», como rezaba la Suma teológica de santo Tomás de Aquino. Una vez que los santos cristianos terminan por integrarse a esa jerarquía, a través de sus vínculos con animales enigmáticos y con los dueños espirituales de la fauna, sus imágenes ingresan a un campo de asociaciones que sin duda estaba contemplado en la mitología nativa; sin embargo, su presencia modifica la antigua relación entre los hombres y los animales al proponer el dominio de los primeros sobre los segundos, de acuerdo con los principios que impulsaba la ganadería colonial y la evangelización cristiana. Promovida simultáneamente por ambos procesos, la idea de domesticación pone en marcha un auténtico sistema de relaciones en el que la analogía desempeña un papel relevante, en la medida en que introduce un principio de coherencia detrás de la heterogeneidad de los elementos que componen el universo. Los seres humanos, los fenómenos meteorológicos, los animales, las plantas y las singularidades del paisaje son entonces medidos con los mismos criterios generales, permitiendo que sus miembros pasen a formar parte de un colectivo analógico que ha modificado sustancialmente los principios del nahualismo horizontal. En efecto, como indica a su vez Descola (2012, 533), el animismo «se vuelve un aspecto residual cuando el predominio progresivo de la ganadería va a la par con la introducción de una relación vertical», basada en la protección singular de una especie sobre otra. En estas circunstancias, las almas de los hombres no son ya animales comunes y silvestres, sino espíritus domesticados que se resguardan en recintos específicos bajo la protección de un conjunto de figuras que asumen el papel de deidades.

Siguiendo esta ruta, los jacaltecos de Guatemala asumen hoy en día que los animales compañeros constituyen entidades diferentes a la fauna natural y habitan en corrales expresamente diseñados para su especie, a fin de proteger a las almas que portan. Dennis y Jean Strarmeyer (1977) agregan además que las divinidades locales, conocidas como naxwix e identificadas con los «dueños de las montañas», tienen la facultad de castigar a los miembros del rebaño y encadenarlos afuera de los corrales, propiciando que las almas sufran de inanición y los hombres fallezcan paulatinamente. En calidad de curandero o sacerdote, el especialista jacalteco intervendrá entonces a favor del paciente: a la vez que solicita su perdón, ruega a las divinidades que el animal compañero retorne a su corral, incorporándose nuevamente a su rebaño (Strarmeyer y Strarmeyer 1977, 130). La operación no consiste en este caso en rescatar el alma del paciente de la prisión virtual del inframundo, como sucede entre los nahuas y otros grupos mesoamericanos, sino en integrar el alma a la jerarquía espiritual y someterla al resguardo de sus pastores, como ocurre entre los tzotziles contemporáneos. La domesticación de las almas invierte el proceso terapéutico y sitúa a los protagonistas en el marco de una relación protectora, semejante a la de un dios con sus respectivas criaturas. En la medida en que estas ingresan a un conjunto jerarquizado, la línea del nahualismo se inclina hacia un modelo vertical y promueve la formación de segmentos diferenciados, en calidad de espíritus o animales comunes.

Resulta significativo que, en las últimas décadas, los jacaltecos asocien el nahualismo local con el régimen de partidos políticos que sustituyó a la jerarquía tradicional durante la segunda mitad del siglo XX. A finales de la década de 1960, los naguales jacaltecos se agrupaban ya en facciones contendientes y se regían por un sistema similar al de los gobiernos municipales. De acuerdo con Dennis y Jean Strarmeyer (1977, 139), «estos grupos esotéricos se organizan en la misma forma que los partidos políticos regionales», de tal manera que una aldea puede tener su propio partido o en su defecto integrarse en agrupaciones más extensas, generalmente presididas por alcaldes, mayores y miembros del concilio de los naguales. Al igual que la jerarquía anímica de los tzotziles, cuyos miembros conforman un consejo de ancestros y administran la justicia de los hombres, la estructura espiritual adquiere su propia autonomía, aun cuando ejerce una influencia directa sobre el mundo humano y define los términos de la jerarquía sociopolítica. Si cada miembro de la jerarquía humana encuentra su lugar en la galería de los animales y los espíritus, es porque el mundo de los naguales ha sido organizado previamente de manera vertical, a la manera de linajes que habitan en las montañas sagradas o se agrupan en partidos políticos. Así como el «chamanismo vertical parece estar asociado con sociedades más complejas y jerarquizadas» (Huge-Jones 1996, 33), el nahualismo se asocia con el juego político y deviene una institución protectora. Los naguales no serán ya entidades del inframundo que devoran las almas humanas y pertenecen a una fauna predatoria, sino guardianes de la tradición y defensores de sus poblados ante las amenazas del exterior. Como acontece entre los totonacos de la sierra, cada poblado tendrá un conjunto de naguales encargados de vigilar las fronteras del territorio e impedir las incursiones de otros naguales provenientes de territorios vecinos (Ichon 1973, 207). La comunidad se cierra sobre su propio linaje, conformándose en un «grupo corporado» que reconoce a sus naguales como progenitores y a sus ancestros como divinidades.

A la manera de un péndulo que oscila constantemente entre dos extremos, el nahualismo desplaza sus elementos sobre una línea que recorre diferentes dominios del universo, desde los fenómenos atmosféricos hasta el reino vegetal. Las almas asociadas a esta extensa galería fluctúan, sin embargo, entre dos dicotomías posibles. En un extremo, el nahualismo distingue a las presas de los depredadores; en el otro, identifica a las criaturas protegidas con los dioses protectores. En su vertiente religiosa, sin embargo, el nahualismo abandona el lenguaje cinegético y se refugia en el modelo pastoril, asumiendo que los beneficios se obtienen a través de la descendencia y la protección de las especies domesticadas. En la medida en que el control de la fauna asegura su reproducción, mediante un encadenamiento sucesivo de los seres, la descendencia se proyecta como el vínculo natural entre los hombres y sus deidades. Impulsada por una teología que emerge de religiones monoteístas, estructuras sacerdotales y sociedades pastoriles, la ganadería colonial propone un modelo más acorde con la teología cristiana, alterando la antigua conexión entre los animales y los seres humanos. En términos de Descola (2012, 338), se trataría de una diferencia importante respecto a otros modelos ontológicos, en los cuales las distinciones entre colectivos equivalentes se despliegan tan solo en el plano horizontal, y no en esas superposiciones de castas, clases y divinidades jerarquizadas a las que tanto nos han acostumbrado las sociedades analógicas.

Referencias

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Notas

1A lo largo de este artículo, utilizo el término domesticación en un sentido restringido, indicando un control reproductivo de una especie sobre otra. En este caso, como ha señalado Isidore Geoffry Saint-Hilaire (citado por Descola 2012, 542), la domesticación supone «una sucesión de individuos originados unos en otros bajo el control del hombre». A diferencia del amansamiento, en el que no existe un control humano sobre el proceso reproductivo de una especie animal, la domesticación se convierte en una práctica generalizada cuando se concibe que «un conjunto de plantas y animales es tributario de los humanos en lo tocante a su reproducción, su alimentación y su supervivencia» (468).

2 Tim Ingold (1980) ha hecho notar que las diferencias entre cacería y ganadería son en cierta medida absolutas: «los pastores reconocen derechos sobre los animales vivos; los cazadores, sobre los animales muertos. En las sociedades pastoriles, los animales constituyen el objeto de relaciones sociales de producción y distribución desde el momento de su nacimiento, mientras que los animales cazados solo lo hacen a partir de su muerte». De ahí que el principio de acumulación, característico de las sociedades pastoriles, contraste con la «reciprocidad generalizada que puede observarse como una condición universal de las sociedades de cacería» (144-45).

3A principios del siglo XX, Starr (1990) advertía que los huaves respetaban a los numerosos caimanes presentes en las lagunas costeras, ya que los consideraban como animales compañeros de las personas. De la misma forma, a finales de la década de 1940, Miguel Covarrubias ([1946] 1980) afirmaba que el lagarto era reconocido como el «compañero anímico» nacional de los huaves. El reptil, sin embargo, no figura hoy en día como un protagonista destacado de las narraciones locales.

Recibido: 15 de Febrero de 2022; Aprobado: 16 de Mayo de 2022

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Una versión reducida de este artículo fue publicada originalmente en la revista Social Analysis (vol. 63, issue 1, spring 2019, 64-82) bajo el título The domestication of souls: A comparative approach to Mesoamerican Shamanism. Agradezco al Comité Editorial de la revista TRACE su disponibilidad para publicar la versión en español, de mayor extensión y profundidad que la edición anterior.

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