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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.81 Ciudad de México ene. 2022  Epub 01-Ene-2022

https://doi.org/10.22134/trace.81.2022.833 

Reseñas

De olfato: Aproximaciones a los olores en la historia de México

Alessandro Lupo* 

* Sapienza Università di Roma, Italia, alessandro.lupo@uniroma1.it.

Dupey García, Élodie; Pinzón Ríos, Guadalupe. 2020. De olfato: Aproximaciones a los olores en la historia de México. México: Fondo de Cultura Económica, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, ISBN: 978-607-16-6523-2.


La vida de los seres humanos está constantemente inmersa en una rica pluralidad de estímulos sensoriales, con base en los cuales piensan, actúan, tienen experiencias estéticas y afectivas, hacen sus propias elecciones e interactúan eficazmente con el ambiente natural y social. Sin embargo, los testimonios más o menos intencionales que a veces dejan esas experiencias no siempre permiten a la posteridad hallar vestigios suficientes de esos estímulos sensoriales y de sus efectos, que, por consiguiente, son muy difíciles de reconstruir para los estudiosos del pasado. Esto es especialmente cierto para fenómenos como los sonidos y los olores, cuya naturaleza es intrínsecamente volátil y efímera, lo que hace particularmente difícil su documentación.

Con todo, en las últimas décadas, tanto la historia como la antropología se han dedicado al estudio de esos ámbitos sensoriales, observando que su percepción, lejos de ser reducible a procesos fisiológicos universalmente idénticos y transparentes respecto a los condicionamientos culturales (Howes 1991; Herzfeld 2001), es siempre extremadamente variable y está condicionada por las determinantes histórico-sociales, los modelos axiológicos, los habitus y los sistemas simbólicos de las diversas poblaciones. En otras palabras, hemos adquirido plena conciencia de que, aun en el ejercicio de sus más elementales funciones fisiológicas, los seres humanos sufren, a través de la enculturación, una plasmación de sus dotes innatas que los diferencia enormemente de las demás especies animales y los hace capaces de adaptaciones extraordinarias a los más diversos contextos y, al mismo tiempo, de variaciones e innovaciones incesantes respecto a los modelos compartidos. Esto queda demostrado en forma emblemática por la rica serie de ejemplos tratados en el volumen editado por Élodie Dupey García y Guadalupe Pinzón Ríos sobre los olores en México, que ofrece una contribución rica y original a la documentación y el análisis de los diversos osmoramas, o panoramas olfativos, que han caracterizado en los últimos dos mil años a esta región de las Américas, poniendo de manifiesto la variedad de concepciones, prácticas sociales, valencias simbólicas, funciones identitarias, interpretaciones higiénicas, implicaciones económico-comerciales y usos políticos de que la esfera olfativa ha sido objeto en ese amplísimo arco temporal. Contribución tanto más apreciable por el hecho de que no han faltado los trabajos histórico-antropológicos decididamente originales sobre el área andina y sobre la Amazonia,1 mientras que no ocurrió lo mismo para la región hoy ocupada por México, que, sin embargo -como lo demuestran los ensayos contenidos en este volumen-, ofrece innumerables puntos de partida para el examen de cómo se configuró y cómo fue cambiando en el tiempo el conjunto de las concepciones, las prácticas, los significados y los valores concernientes a la esfera sensorial de sus habitantes.2

Los nueve ensayos contenidos en el libro van desde las principales civilizaciones del pasado prehispánico (los mayas de las tierras bajas y los mexicas del altiplano central) hasta su primer contacto con los invasores europeos; desde la corporeidad femenina en el periodo colonial hasta las preocupaciones sanitarias por la salubridad de los puertos en el siglo XVIII, las iniciativas emprendidas en el siguiente siglo para el drenaje de las aguas lacustres del valle en que se eleva la capital y la afirmación de hábitos higiénicos individuales, como el baño doméstico y la higiene oral, en la primera mitad del siglo XX. Si bien la dimensión olfativa no tiene la misma centralidad en todos los capítulos, su examen ha permitido a los autores mostrar cómo esta tuvo un papel importante en la expresión y en la transformación de valores y significados compartidos, en la definición de las identidades individuales y colectivas, de estatus y jerarquías, en la justificación de estrategias higiénicas y la reglamentación de las relaciones sociales, en la inspiración de formas expresivas y acciones rituales, en la legitimación de iniciativas políticas e intervenciones higiénico-sanitarias. Es justamente la diversidad y la amplitud diacrónica de los casos históricos considerados lo que muestra hasta qué punto son culturalmente mudables los panoramas olfativos y las elaboraciones socioculturales relativas a ellos. Además, varios de los ensayos terminan por mostrar cuán estrecha es la combinación de los distintos planos sensoriales a través de los cuales se articula su semiosis, de manera que es casi imposible considerar los olores independientemente de los otros estímulos sensoriales que se asocian con ellos, ignorando las complejas formas en que todos los sentidos interactúan entre sí (véase Howes 2003).

Esto surge con mucha evidencia en los tres artículos sobre la época prehispánica, que, a pesar de ser la más alejada cronológicamente de nosotros, es también aquella en que el esfuerzo analítico de los autores alcanza, posiblemente, los triunfos más convincentes. Por lo que se refiere a las élites mayas -la categoría social que nos ha dejado la mayor cantidad de testimonios arqueológicos y epigráficos de esa cultura-, María Luisa Vázques de Ágredos Pascual y Vera Tiesler, en su capítulo «El olor, el color y la muerte: Una visión de las élites mayas prehispánicas», muestran cómo en las prácticas funerarias se utilizaba una rica combinación de sustancias y gestos rituales que apuntaba a la producción de una compleja sinestesia hecha de cromatismos, transformaciones térmicas, efluvios aromáticos (verosímilmente acompañados por emisiones sonoras y estímulos gustativos) tendientes ya sea a producir efectos (cosméticos y conservadores) sobre los cuerpos humanos, ya sea a instaurar relaciones eficaces de comunicación, intercambio, propiciación y colaboración con los destinatarios extrahumanos de las ofrendas. Para hacer posible esa «ciencia de lo intangible» fue indispensable el trabajo interdisciplinario de arqueólogos, biólogos, historiadores, iconólogos y epigrafistas, con el objeto de reconstruir y tratar de comprender -interrogando sus escasísimas huellas materiales- las propiedades sensibles y los significados culturales de los aromas y de la pigmentación de las sustancias y los artefactos utilizados en los contextos funerarios.

Siempre combinando competencias arqueológicas, históricas y epigráficas, Stephen Houston y Sarah Newman, en el capítulo «Buenos y malos olores entre los mayas del periodo clásico», se esfuerzan por reconstruir las modalidades de representación gráfica, los usos, las valencias y los significados sociales de los olores y de su combinación con otros estímulos sensoriales entre los antiguos mayas. Aun cuando en sus argumentaciones casi siempre se ven obligados a basarse en conjeturas, los autores logran poner de manifiesto la proximidad conceptual y la identificación gráfica de las emanaciones olorosas y de las emisiones sonoras, a menudo representadas ambas por volutas semejantes a comas, en una especie de «sinestesia gráfica» que reunía en una misma modalidad visual experiencias no visuales análogamente efímeras. Probablemente, los olores -por su carácter inmaterial y por su facultad de llegar incluso hasta donde ya no es posible divisar su fuente- eran considerados más apropiados para hacer llegar a las entidades divinas la esencia de las sustancias ofrendadas con el objeto de saciar sus apetitos, mediante combinaciones de emisiones cromáticas, térmicas y aromáticas que parecen replicar en el plano sensorial esas formas de redundancia verbal (paralelismos y difrasismos) que notoriamente caracterizan el discurso ritual en gran parte de las sociedades mesoamericanas. La atenta reconstrucción arqueológica de las secuencias rituales, además, permite a Newman y Houston identificar una especie de gramática sensorial según la cual las materias primas de las ofrendas se presentaban a los destinatarios extrahumanos en un orden determinado, casi siempre empezando por la producción de fragancias, agregando después los alimentos sólidos y terminando con bebidas líquidas. Por último, la lógica ritual -que a menudo induce a los ofrendadores a dar a las entidades interpeladas sustancias consideradas homogéneas a ellos- impulsaba a los mayas a destinar a los seres del mundo inferior y de la muerte, de los cuales dependía la concesión de los bienes necesarios para la vida, sustancias de connotaciones olfativas compatibles con ellos, evocadores de podredumbre, flatulencia y excrementos. Finalmente -y es una hipótesis en la que valdría la pena profundizar, aunque no sería fácil- hay un motivo gráfico -el «rizo de kaban»- que se supone que apuntaba a representar el fuerte olor de algunos animales (como el almizcle de los ciervos) y que aparece con frecuencia asociado en la iconografía maya con personajes de connotaciones venatorias, quizás con la intención de expresar su proximidad ontológica al mundo animal o quizá aludiendo a la usanza de los cazadores de practicar un mimetismo olfativo cubriendo su propio olor humano con sustancias que emiten el olor de sus presas.

Pasando a los dominadores del valle de México en el Posclásico Tardío, Élodie Dupey García, en el capítulo «Lo que el viento se lleva: Ofrendas odoríferas y sonoras en la ritualidad náhuatl prehispánica», prosigue el estudio del papel que los distintos sentidos desempeñaban en la ritualidad mexica ya tratado en otros trabajos suyos (Dupey García 2013, 2015, 2017). Disponiendo de un repertorio documental mucho más rico y detallado que para las demás culturas amerindias, le es posible reconstruir el peculiar espectro sensorial que connotaban las fiestas de las veintenas, en razón de las peculiaridades de los dioses celebrados en cada ocasión. Igual que ocurre hoy cuando en las comunidades indígenas se presentan ofrendas de alimentos a los difuntos el 2 de noviembre (véase Lupo 2019), también para los nahuas del Posclásico lo que las deidades se apropiaban era la esencia de las ofrendas, que se concebía como consistente en su calor y su fragancia, mientras que la sustancia material, que después de su visita ya la había perdido, era consumida por los ofrendadores humanos, en primer lugar, los sacerdotes. Dupey García señala que el aroma no era la única ni la principal propiedad que se tenía en cuenta al preparar las ofrendas adecuadas para los destinatarios extrahumanos: no menos importantes eran la temperatura, el cromatismo, el sabor y la consistencia, así como el acompañamiento sonoro de los bienes ofrecidos. El ejemplo de la fiesta de Izcalli, en la que se celebraba al dios del fuego, es emblemática porque en ella se sumaban, en una serie articulada de variaciones semánticas, los estímulos visuales de las plumas de color ígneo de la guacamaya (cuezalin) que adornaban su efigie (Sahagún 1981, 161) a los térmicos de los alimentos, que «quemaban» porque estaban condimentados con chiles particularmente picantes y se presentaban inmediatamente apenas retirados del fogón (y que los propios humanos debían consumir quemándose la boca, en una evidente forma de comunión con la divinidad, instaurada mediante la comensalidad ritual). Del mismo modo, al celebrar a las deidades pluviales en Etzalcualiztli, además de representarlas con imágenes de ulli (‘hule’) y de esparcir gotas de la misma sustancia imitando la lluvia, se ofrendaba el aroma de las flores de yauhtli (o ‘pericón’, Tagetes lucida) y del hule quemado, que pese a ser desagradable para los humanos se consideraba que agradaba a esas divinidades en cuanto era consustancial con ellas: un caso ejemplar de lo que podríamos llamar «perspectivismo olfativo», es decir la forma distinta en que se pensaba que los seres humanos y las entidades extrahumanas percibían y estimaban olores tan diversos como los de las flores y el copal y la goma quemada o la sangre coagulada. Deteniéndose en el frecuente recurso, en las prácticas rituales, a combinaciones sinestésicas -mediante la producción conjunta de estímulos visuales, sonoros y olfativos (por ejemplo, incluyendo sonajas en incensarios ricamente decorados y acompañando su uso con el de conchas y silbatos)-, Dupey García muestra que los nahuas, evidentemente, creían transmitir mejor la calidad de las ofrendas humanas «activándolas» en cierto modo y, al mismo tiempo, atraer la atención de los destinatarios extrahumanos y su interés, con miras a obtener la intervención deseada.

Notoriamente, los olores constituyen uno de los principales marcadores de identidad, tanto personal como colectiva. Por lo tanto, no hay duda de que el encuentro entre las poblaciones amerindias y los colonizadores europeos sometió a ambos grupos a un dramático enfrentamiento incluso sensorial con la alteridad. Ese es el objeto del breve capítulo de Martín Ríos Saloma, «Notas sobre los olores en la Conquista de México: Una aproximación historiográfica», que presenta las reacciones de unos y otros a los nuevos estímulos olfativos. Las cartas de Hernán Cortés y el memorial de Bernal Díaz del Castillo contienen alusiones al torrente de estímulos sinestésicos que acometió a los españoles frente a la inagotable variedad de alimentos, flores y otros bienes desconocidos en los mercados de Tenochtitlan y al tufo de sangre y restos humanos -junto con otras sustancias quemadas, como hule y copal- que caracterizaba los espacios reservados al culto. Una experiencia cuyo relato en sus vívidos testimonios muestra hasta qué punto la simple percepción sensorial es inseparable de la aplicación de la escala de valores de la que eran portadores. Estupor y repulsión, análogos y contrarios, sintieron ciertamente los nativos mexicanos -tanto las masas de súbditos como sus refinadas élites- frente a los soldados de Cortés, exponentes de una civilización en la que la higiene personal no era, por cierto, prioritaria y portadores de armas de fuego y caballos cuyos olores causaron gran impacto en la sensibilidad indígena. Es una lástima que el examen de las reacciones de los mexicas se base exclusivamente en el pequeño libro de Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, dejando de lado tantas otras fuentes disponibles que habrían proporcionado al autor la posibilidad de ampliar el material examinado y las observaciones analíticas.

Mayor aliento documental y profundización exegética caracterizan el capítulo de Estela Roselló Soberón, «Olores y cuerpos femeninos en la Nueva España: El reconocimiento cotidiano de una identidad», en el que se exploran los presupuestos valorativos, las lógicas identitarias de género y las prácticas cotidianas a través de los cuales en el primer periodo colonial las mujeres manejaban su propia corporeidad, esforzándose por ocultar el olor de sus fluidos orgánicos y de controlar en sentido virtuoso su propia huella olfativa. La autora muestra cómo en eso se combinaban las teorías de la medicina humoral -relacionadas con las potencialidades patógenas de ciertos efluvios y las terapéuticas de otros- con las valencias positivas atribuidas en la tradición hagiográfica cristiana a los perfumes asociados con los cuerpos de algunas figuras femeninas ejemplares. De la documentación examinada, surge con claridad el control ejercido sobre los cuerpos femeninos mediante los modelos axiológicos masculinos, según los cuales la pestilencia ligada al menstruo provenía de la naturaleza intrínsecamente corrupta, pecaminosa y lasciva de la mujer, a la que se contraponía significativamente la excepcional cualidad aromática de las que habían exaltado la espiritualidad a través de la renuncia a la sexualidad y la mortificación de la carne. Inevitablemente, la caracterización olfativa de los cuerpos femeninos tenía variaciones considerables según su pertenencia a los diversas componentes de la estratificada y multiétnica sociedad novohispana. La atención prestada a la regulación de los fluidos corporales femeninos -del menstruo a la orina, el sudor y la leche- encuentra en el crisol colonial una heterogénea multitud de concepciones, sustancias naturales, recetas y prescripciones que dan fe de la variabilidad cultural e histórica y de la creatividad plástica de los modos de asignar significado social a los estímulos sensoriales.

Los dos capítulos siguientes, de Guadalupe Pinzón Ríos y Sergio Miranda Pacheco -titulados, respectivamente, «De miasma maligno a esperanza de prevención: Percepciones olfativas de los espacios portuarios novohispanos (siglo XVIII)» y «Urbe inmunda: Poder y prejuicios socioambientales en la urbanización y desagüe de la ciudad y valle de México en el siglo XIX»-, enfrentan, prestando atención también a la dimensión olfativa, cuestiones referentes a la salud pública y objeto de intervenciones higiénico-sanitarias, mostrando la evolución de los principios inspiradores, de las orientaciones y de las elecciones de las autoridades políticas en dos situaciones urbanas distintas -una en la costa y la otra en el altiplano central-, pero caracterizadas ambas por la problemática relación con las aguas y con las consiguientes emanaciones. Antes de que la ciencia médica descubriese la acción patógena de los gérmenes, muchas de las enfermedades que afectaban a las embarcaciones y las zonas portuarias eran atribuidas a la acción patógena de los miasmas y al agua estancada. Pese a lo exiguo de las fuentes disponibles, Pinzón Ríos logra poner de manifiesto cómo para prevenir y combatir los efectos de los aires considerados malsanos se empezaron a tomar medidas para favorecer la circulación de los vientos saludables, por ejemplo mediante la tala y la nivelación de relieves boscosos o, por lo que hace a espacios cerrados, la purificación a través de lavados con vinagre y fumigaciones de azufre. Pero se pensaba que el principal problema dependía de las aguas estancadas, cuyos efluvios -aún más perniciosos por efecto del clima tropical- contaminaban las zonas portuarias de Veracruz y Acapulco. Entre el siglo XVIII y el XIX empieza a afirmarse un enfoque sistemático y racional -aun cuando se basaba en conocimientos falaces que, por ejemplo, atribuían potencialidades patógenas al sereno- de los problemas sanitarios de las áreas portuarias, cuya creciente importancia económica favoreció la experimentación de iniciativas públicas tendientes a asegurar la ventilación y la periódica limpieza de los espacios, así como el mantenimiento de los canales de desagüe de las aguas urbanas.

En su largo capítulo, en el que el tema de los olores solo figura en forma, en definitiva, marginal, Sergio Miranda Pacheco muestra cómo problemas en cierto modo análogos afectaron a la capital, a cuyas «aguas malas» se acostumbraba atribuir muchas de las emergencias sanitarias que afligían a sus habitantes, desde las más antiguas epidemias de matlalzahuatl hasta las devastadoras fiebres de 1813 y 1830 y los brotes recurrentes de tifus. Hasta que hacia fines del siglo XIX se demostró de manera incontrovertible el origen infeccioso de esas enfermedades, continuó prevaleciendo la milenaria teoría de la acción patógena de los miasmas, alimentando las tantas iniciativas emprendidas para favorecer el desagüe y saneamiento del valle de México. El ensayo muestra claramente cómo la creciente presión demográfica, la incipiente industrialización y los evidentes intereses económicos que muchos podían tener en la realización de esa obra, sumados a la dificultad de prever sus consecuencias negativas, terminaron por alimentar por mucho más tiempo otros proyectos de saneamiento, hasta después del fin del Porfiriato, dejando finalmente el lugar a la preocupación por los inconvenientes de los nuevos olores pestilentes con que la modernidad iba a amenazar la salud de los habitantes de la Ciudad de México.

Los dos últimos capítulos examinan aspectos de la vida urbana en el siglo XIX, relacionados con la esfera personal y el peso que los instrumentos de orientación de los comportamientos de los ciudadanos ejercieron en la gestión de los olores corporales. El primero, firmado por Omar Olivares, se titula «¡A bañarse se ha dicho! Higienismo, olores, y representaciones de la implantación de la ducha en el cambio del siglo XIX al XX en la Ciudad de México» y recorre la progresiva afirmación de modelos de higiene surgidos del diálogo entre científicos e instituciones, cuya aceptación por parte de los ciudadanos se logró después de transformaciones estructurales de la red hídrica urbana, de campañas de educación, información y sensibilización de la población, y de una lenta transformación de los valores que coincidió con un proceso de sustancial «desodorización» de las personas, en un contexto de imperante embotamiento de la dimensión olfativa, o al máximo de su domesticación artificial, que dura hasta hoy. También en este caso, el análisis de Olivares muestra que esos cambios no surgieron espontáneamente, atravesaron varias fases y afectaron a distintas categorías sociales, dando origen a complejas formas de negociación entre los diversos tipos de actores involucrados. En un primer momento la introducción de baños públicos interesó sobre todo a los hombres y tendió a sustituir a los instrumentos más arcaicos de la higiene doméstica (como la tina y el temazcal) con el objeto de «borrar la mugre social», contribuyendo a la civilización de una clase subalterna que -en México como en Europa- era calificada despectivamente de «apestosa». Después, gradualmente, la ducha doméstica, la regadera y su uso cotidiano, a veces con finalidades no solo de limpieza sino también tonificantes y terapéuticas (para curar enfermedades nerviosas, por ejemplo), terminaron por llegar a todas las clases sociales, así como al componente femenino de la población. Y a los aspectos higiénicos de la ducha en el disciplinamiento de los cuerpos (especialmente infantiles) fueron sumándose los estéticos (y también comerciales) con la difusión de la práctica de cubrir sus olores y hacerlos socialmente deseables mediante el uso de esencias aromáticas.

A una temática muy próxima se dedica Susana Sosenski en el último capítulo, «El olor del aliento en la publicidad de la prensa mexicana (1920-1950)», donde a través del examen de la influencia en las conductas individuales de los anuncios comerciales reconstruye la transformación de las razones de la desconfianza hacia los olores corporales (en específico de la cavidad oral) en el momento en que, superada la idea de los miasmas patógenos, se asoció la presencia de gérmenes con determinados olores y la desodorización con desinfección. También en este caso, como en el de la difusión de la ducha, tuvo un peso notable el discurso científico, en el que muy pronto se basaron los productores para impulsar sus propias campañas comerciales. Sobre este aspecto la autora muestra claramente cómo el caso mexicano se plasmó sobre modelos esencialmente exógenos y transnacionales (estadounidenses y europeos), registrando primero una justificación en términos de desinfectantes y desodorantes para la higiene bucal, para desplazarse después hacia la promoción de su función aromatizante. Una vez más se observa cómo la gestión de los olores corporales fue entendida como funcional para denotar la identidad de género, el estatus social y el deseo de crear formas de distinción, a lo que contribuyó también la decisión de los publicistas de recurrir a figuras de prestigio internacional (como la actriz Sarah Bernhardt). No sorprende que las estrategias de persuasión de los potenciales compradores, además de propalar informaciones infundadas y falaces (como la de la presunta toxicidad de los dentífricos), pusieran gran énfasis, más aún que en los efectos sanitarios de la higiene bucal (como la prevención del sarro, las caries y la piorrea), en las consecuencias sociales de la recién nacida categoría diagnóstica de la halitosis. En el ámbito de un discurso publicitario sustancialmente orientado a proponer una homogeneización olfativa uniformadora, se llegó así a asociar la «frescura» del aliento con valores positivos como la modernidad, el cuidado materno y la seducción femenina.

Para concluir, esta primera rica antología de estudios sobre la historia de los olores en México tiene el mérito de proporcionar a los lectores el resultado de investigaciones innovadoras y originales, capaces en más de un capítulo de reconstruir con solidez documental y riqueza de detalles el panorama olfativo de épocas y contextos incluso muy alejados del presente, las escalas de valores que orientaban la apreciación o la evitación de determinados olores, las prácticas sociales que gravitaban alrededor del sentido del olfato y que hacían de la manipulación de los aromas un instrumento de definición identitaria, de comunicación, de interacción, de tutela de la salud, de intereses económicos y de ejercicio del poder. En todo caso, han demostrado cuán productivo puede ser el prestar atención a la dimensión sensorial, así como a la variedad de sectores y de objetos a la que puede aplicarse. Es de desear que otros estudios vengan pronto a poblar el amplísimo campo de investigación cuya exploración inaugura este volumen, siguiendo sus ejemplos más logrados, es decir, examinando las fuentes con renovada atención a la esfera sensorial, teniendo presente que en ese ámbito los análisis más fecundos surgen de la consideración del conjunto de los estímulos perceptivos y de las relaciones entre los distintos sentidos y, finalmente, continuando el diálogo interdisciplinario entre historia, arqueología, antropología y psicología cognitiva.

Referencias

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Notas

2Entre los pocos estudios de relieve sobre los olores para esta región (aunque de sesgo arqueológico o antropológico), véanse Houston, Stuart y Taube (2006), Houston y Taube (2000), y Galinier ([1998] 2009).

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