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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.80 Ciudad de México jul. 2021  Epub 11-Oct-2021

https://doi.org/10.22134/trace.80.2021.795 

Sección temática

La desigualdad como ventaja comparativa: fronteras, asimetrías territoriales y extractivismo agrícola; Apuntes desde el caso de Honduras

Inequality as a Comparative Advantage: Borders, Territorial Asymmetries and Agricultural Extractivism; Notes of the case of Honduras

Delphine Prunier* 

* Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Sociales (UNAM-IIS), México, prunier.delphine@sociales.unam.mx.


Resumen:

Al cruce entre estudios migratorios y estudios rurales, el artículo explora las condiciones de la construcción de un terreno fértil para la expulsión migratoria en Centroamérica. Para comprender mejor las situaciones de desigualdades y exclusión que caracterizan actualmente los espacios rurales en la región, propone convocar un análisis histórico y espacial de las múltiples capas de fronteras que atraviesan las sociedades marginalizadas, tanto social como territorialmente, en el caso de Honduras. Se trata de evidenciar que los sistemas productivos globales extractivos y el capitalismo en su fase contemporánea de globalización se basan en procesos de diferenciación, contraste y heterogeneidad en los que se saben apoyar. Se observan en particular las diferentes etapas de reformas agrarias, la expansión del cultivo de palma africana en el litoral norte y las lógicas de dominación y organización social de las cadenas productivas. La contribución se dedica a explorar dos aceptaciones de la noción de frontera -la agrícola y la social-, desde el enfoque de la discontinuidad, las relaciones de poder y las asimetrías territoriales que explican en parte el fenómeno actual de expulsión migratoria en Honduras.

Palabras claves: extractivismo agrícola; palma africana; fronteras; migración; Honduras

Abstract:

At the crossroads between migratory studies and rural studies, the article explores the conditions for the construction of a fertile ground for migratory expulsion in Central America. To better understand the situations of inequalities and exclusion that currently characterize rural spaces in the region, it proposes to convene a historical and spatial analysis of the multiple layers of frontiers that cross marginalized societies, both socially and territorially, in the case of Honduras. It is about demonstrating that the global extractive productive systems and capitalism in its contemporary phase of globalization are based on processes of differentiation, contrast and heterogeneity on which they know how to support. The different stages of agrarian reforms, the expansion of the cultivation of African palm in the north coast and the logics of domination and social organization of the productive chains are observed in particular. The contribution is dedicated to exploring two acceptances of the notion of frontier -the agricultural and the social- from the perspective of discontinuity, power relations and territorial asymmetries that partly explain the current phenomenon of migratory expulsion in Honduras.

Keywords: agricultural extractivism; African palm; frontiers; migration; Honduras

Résumé:

À la croisée des études migratoires et des études rurales, l’article explore les conditions de construction d’un terrain propice à l’expulsion migratoire en Amérique centrale. Pour mieux comprendre les situations d’inégalités et d’exclusion qui caractérisent actuellement les espaces ruraux de la région, il propose de convoquer une analyse historique et spatiale des multiples couches de frontières qui traversent les sociétés marginalisées, du point de vue social et territorial, dans le cas du Honduras. Il s’agit de démontrer que les systèmes productifs extractifs mondiaux et le capitalisme dans sa phase contemporaine de mondialisation reposent sur des processus de différenciation, de contraste et d’hétérogénéité sur lesquels ils savent s’appuyer. On observe en particulier les différentes étapes des réformes agraires, l’expansion de la culture de la palme africaine sur la côte nord et les logiques de domination et d’organisation sociale des chaînes productives. La contribution cherche à explorer deux acceptations de la notion de frontière -agricole et sociale-, du point de vue de la discontinuité, des relations de pouvoir et des asymétries territoriales qui expliquent en partie le phénomène actuel d’expulsion migratoire au Honduras.

Mots-clés: extractivisme agricole; palme africaine; frontières; migration; Honduras

Introducción

A finales del 2018, las llamadas caravanas de migrantes centroamericanos han sido muy mediatizadas, poniendo a la luz a Honduras como país de alta expulsión migratoria. México se presentó entonces como la frontera por cruzar en el camino hacia el Norte para una población que huye de una región en donde reina la violencia y la pobreza. Esta contribución busca cuestionar otras aceptaciones de la noción de frontera, apuntando a la necesidad de convocar un análisis de los desequilibrios territoriales y de los modelos agrícolas para explicar en parte el fenómeno de la expulsión migratoria en Honduras. Con este objetivo, el artículo centra la atención en la complejidad y profundidad histórica de la cimentación de desequilibrios territoriales y sociales en la región. Consideramos necesario proporcionar elementos de comprensión de la situación migratoria actual, en un país poco estudiado, usando un lente que permita observar las dependencias y fracturas inherentes al sistema agroindustrial global. Cabe subrayar que se trata de un país en donde la explotación extractivista de los recursos es estructurante, cuya sociedad se caracteriza por un carácter profundamente rural1 y que recibe paralelamente las mayores inversiones extranjeras de la región norte de Centroamérica (CEPAL 2019).

El capitalismo en su fase actual de globalización provoca desigualdades sociales, económicas y territoriales, al generar lógicas de producción y de explotación de los recursos altamente segmentadas, así como procesos de vulnerabilidad y exclusión hacia ciertos grupos de población. Numerosos trabajos han demostrado los impactos de la mundialización en términos de fragmentación y asimetrías (véanse Sen 2002; Bourguignon 2017; Sassen 2014). Queremos aquí resaltar una mirada distinta -aunque no contradictoria-, al reflexionar acerca del papel de las desigualdades territoriales en la instalación y extensión de los sistemas productivos globales extractivos. Se trata de evidenciar que el capital no se basa en la homogeneización, sino más bien en procesos de diferenciación, contraste y heterogeneidad en los que se sabe apoyar. Nos enfocamos en las dinámicas de extractivismo agrícola en Honduras para presentar la importancia clave del aprovechamiento de los diferenciales territoriales y de las distintas formas de frontera en el desarrollo histórico de la agricultura global.

Las actividades extractivas se articulan desde la época colonial con el modo de acumulación capitalista. Están íntimamente vinculadas con la demanda de centros y metrópolis dedicados a productos manufacturados y por lo tanto dependientes de la explotación de regiones periféricas en donde se comercializa el recurso primario disponible en gran cantidad, de acuerdo con la lógica de las ventajas comparativas y de la división internacional del trabajo en un contexto de polarización y circulación de los capitales. A lo largo de la expansión capitalista, se vinculan también con dispositivos de dominación y con relaciones de poder espacialmente marcadas, en los que la pobreza y el subdesarrollo de algunos territorios resultan esenciales para la prosperidad y el crecimiento de otros (en líneas de fractura sur/norte pero también en otras escalas, a nivel nacional o regional). Este artículo no pretende abundar en la discusión sobre la definición del extractivismo y parte de las aceptaciones que surgieron alrededor del 2009 en América Latina (Acosta 2013; Gudynas 2009; 2010): se refiere a los procesos de extracción de grandes cantidades de recursos naturales poco o nada procesados, destinados a la exportación. Estos se consideran como no sustentables porque se tratan de recursos finitos (petróleo, minerales, bosques, tierras agrícolas) cuya explotación implica daños ambientales, así como pocos beneficios para el desarrollo y la sociedad a nivel local. Finalmente, para el caso del extractivismo agrícola que nos ocupa aquí, describe a los monocultivos producidos en espacios de enclave, articulados con las lógicas de intercambio de la economía globalizada. Se caracterizan, por un lado, por estatutos jurídicos o fiscales ventajosos en términos de competitividad mundial y, por el otro lado, por actividades reticulares que son estructuradas y orientadas desde y hacia el exterior, fuertemente dependientes de las inversiones y de los mercados extranjeros, y caracterizadas por un modelo de producción muy desigual en la relación de fuerza entre trabajo y capital (Moraes et al. 2012; Lara Flores, Sánchez y Saldaña 2014). Estos territorios de enclave agrícola fragmentan el espacio físico y social; «se manifiesta una fuerte tensión entre lo concreto (el lugar) y lo global (los flujos), entre la acumulación y el despojo […]» (Gadea, Ramírez y Sánchez 2014, 146). La problemática del extractivismo agrícola no se puede desvincular de la discusión sobre el papel de los monocultivos en la concentración de la tierra, los conflictos sociales, el despojo y el rol de los actores tanto nacionales como transnacionales (véanse Borras, Kay et al. 2012 y Borras, Franco et al. 2012 sobre la especificidad de las dinámicas latinoamericanas y las diversas formas de acaparamiento).

Al analizar las lógicas extractivistas que han construido históricamente el territorio y la sociedad rural en Honduras, pretendemos entender fenómenos de violencia, exclusión y migración desde un ángulo original. Se trata en efecto de encontrar respuestas a las problemáticas agudas de pobreza y marginalización en esta región, mostrando la cara menos visible de los desequilibrios, de las injusticias sociales y de las relaciones de poder que han llevado el país a una situación de violencia estructural, en donde se entremezclan explotación de los recursos naturales y humanos, opresión en los enclaves transnacionales y reproducción de la violencia (Galtung 1969; Bourgois 1988; Bourgois y Hewlett 2012; Devia Garzón, Ortega Avellaneda y Niño Pérez 2016; Pine 2008). Desde el punto de vista de los estudios migratorios, uno de los objetivos centrales de la contribución es aportar una lectura descentrada de las recientes dinámicas migratorias hacia el Norte, enfocándose menos al flujo en sí mismo que a la construcción de un terreno fértil para tal expulsión migratoria. Se trata de fomentar una mejor comprensión de problemas sociales que tienen raíces profundas en el tiempo, particularmente en la mutación de los espacios rurales, y que, desde nuestra perspectiva, se tienen que entender a partir de una aceptación más amplia y compleja de las múltiples capas de fronteras que atraviesan las sociedades marginalizadas, tanto social como territorialmente. El caso de Honduras, donde el 71.7 % de la población rural se encontraba en situación de pobreza según la CEPAL en 2018,2 se muestra particularmente impactante en este sentido: mientras forma parte del grupo de países que encabezan la lista de expulsores de personas que buscan refugio en México y los Estados Unidos de América desde la mitad de la década de 2010, observamos que los informes de organismos internacionales u organizaciones no gubernamentales (ONG) sobre acaparamiento, concentración de tierras y desigualdad en América Latina (véanse Soto Baquero y Gómez 2012 y Oxfam 2016), además de eludir el caso hondureño, no plantean la problemática de la distribución desigual de la tierra como un factor de emigración. En el ámbito académico, varios estudios se distinguen por la calidad de su análisis sobre la complejidad de los procesos de despojo en Honduras, en particular sobre la dimensión racial de los mecanismos de desposesión (Mollett 2016; Loperena 2017) o la multiplicidad de actores involucrados en los conflictos agrarios y en las violencias que impregnan el medio rural (Aguilar-Støen 2016; Kerssen 2013; Edelman y León 2014). Sin embargo, es impactante notar la ausencia de investigaciones que relacionen directamente estas recientes reconfiguraciones de las relaciones de poder y de las lógicas extractivistas con el creciente flujo migratorio que parte de Honduras. Esta contribución busca por lo tanto esbozar primeras líneas de reflexión sobre la formación de fronteras y la diferenciación socioterritorial como elemento central de la estrategia del capital, bajo la hipótesis de que están estrechamente vinculadas con la exclusión, la marginalidad y la migración.

El artículo se basa en una revisión de la literatura sobre dinámicas agrarias, relaciones de poder y desigualdades socioterritoriales en el sector agrícola hondureño, con puntos comparativos en distintas regiones de América Latina y del mundo. Se construye en tres partes.

En la primera, se analizan los diferentes ciclos de reformas agrarias en Honduras y la expansión de la frontera agrícola a lo largo del siglo XX, para seguir en la segunda parte con la descripción de las dinámicas de crecimiento de la producción de palma africana en la región litoral norte del país. Abordamos aquí la noción de frontera desde una definición que resalta las lógicas de control de recursos, los sistemas de propiedad, el papel activo del Estado y las diferentes formas de autoridad, legitimidad y violencias, como elementos fundamentales de la construcción de los espacios de frontera (Rasmussen y Lund 2018; Ballvé 2020). La cuestión de las nuevas formas de acumulación se articula entonces con los procesos de territorialización, lo que nos permite pensar el extractivismo a la luz de la emergencia de las fronteras y de la reconfiguración de modelos de desarrollo basados en desigualdades espaciales (Barbier 2012; De la Vega-Leinert y Schönenberg 2020). Por lo tanto, en este estudio, prestamos atención a las dinámicas de control sobre la tierra, entendidas como prácticas que influyen en las formas de acceso, reivindicación o exclusión, y que se articulan con la creación activa de fronteras por mecanismos de competición y pugnas entre grupos (Peluso y Lund 2013).

En una tercera parte, se propone que el extractivismo agrícola se apoya también en fronteras sociales. Para este fin, se parte de una aproximación de la noción de frontera que enfatiza su dimensión inmaterial -pero no menos real- (Lévy 2010), así como las interacciones, interfaces y delimitaciones sociales que se traducen espacialmente (Simmel [1908] 2015).

Frontera agrícola y márgenes territoriales en Honduras

A pesar de poseer relativamente pocos recursos estratégicos y de representar una proporción mínima de las inversiones directas de los Estados Unidos de América en América Latina, «América Central constituye parte de su frontera estratégica» (Gitli 1989, 105) y ha sido históricamente velada desde la lógica del dominio y de los intereses de seguridad nacional norteamericanos, vía la intervención militar y la explotación de recursos naturales o agrícolas.

La formación de los sistemas agrarios y políticos en Centroamérica está estrechamente ligada a las dinámicas del comercio internacional. Los cultivos de café y de banano han estructurado profundamente el ordenamiento territorial de la región, así como las relaciones de poder, a través del control de dos recursos fundamentales: la tierra y la fuerza de trabajo (Demyk 2007; Pérez Brignoli y Samper 1994; Chonchol 1994; Soluri 2009). Euraque (1996) muestra que las empresas transnacionales jugaron un rol significativo en el destino político de Honduras, pero demuestra sobre todo las articulaciones entre la formación del Estado a lo largo del siglo XX, las dinámicas de la sociedad civil a escala local y la política nacional. Al enfocarse la región del litoral caribeño de Honduras, es decir, a un margen territorial con respecto al poder central de la capital Tegucigalpa, insiste también en la importancia de las «regiones no-centrales» (Roseberry 1993), como ángulos de observación necesarios para entender las transformaciones del Estado en la larga duración. Esta perspectiva de largo alcance es importante para proponer una lectura del papel de las fronteras internas de Honduras enfocada en la reorganización del espacio regional desde los márgenes.

Reforma agraria hacia el avance de la frontera agrícola

Desde el primer cuarto del siglo XX, la colonización rural en Honduras se dio de manera intensa en la región norte, con la intensificación de la producción de banano y nuevas lógicas de inserción territorial vía las instalaciones férreas y portuarias, dirigidas tanto por los intereses económicos de las empresas norteamericanas como por políticas nacionales de manejo de las franjas territoriales del país. Se organizó el desplazamiento de poblaciones mestizas del centro del país para instalar pequeños productores integrados al sector bananero y para proveer mano de obra en la construcción de infraestructuras, lo que llevó a importantes tensiones y movimientos sociales relacionados con las problemáticas agrarias y laborales. El pueblo garífuna, primera población negra no migrante cuya fuerza de trabajo era históricamente clave para el sector bananero, se vio particularmente afectado por estos conflictos ( Jung 2011). Se trataba de ocupar tierras improductivas para impulsar nuevos ingresos de las concesiones, propicios para la economía de exportación y de enclave (Edelman y León 2014, 203).

A mitad del siglo XX, las compañías United y Standard Fruit abandonaron gran parte de las plantaciones bananeras, a raíz de la huelga del 1954 (Barahona 1994) y de fuertes inundaciones. Como resultado, al iniciar la década de 1960, la tensión agraria se encontraba muy fuerte, con numerosos trabajadores reclamando un mejor acceso a las tierras y protección de la tenencia (Edelman y León 2014, 208). Apoyado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) y en la línea del Plan Alianza para el Desarrollo, el gobierno de Ramón Villeda Morales -muy apreciado de la administración norteamericana por su combate arduo contra el comunismo- creó el Instituto Nacional Agrario (INA), con el objetivo principal de fortalecer el sector empresarial campesino, a través de la creación de cooperativas de producción que recibieran apoyos estatales en insumos, créditos e infraestructuras para los cultivos de banano, cítricos y palma africana destinados a ser vendidos a las empresas extranjeras o a las nuevas plantas procesadoras de capital nacional. Enseguida, se decretó una Reforma Agraria en 1962 basada en la distribución de tierras ejidales y estatales y en la colonización de la frontera agrícola por parte de los campesinos sin tierra. El Valle del Aguán, en particular, se convirtió en un espacio clave de esta política de ordenamiento territorial, ya que concentró gran parte de las tierras del sector reformado. Lejos de pretender desafiar a las grandes corporaciones agroexportadoras o cuestionar la legitimidad de las inmensas extensiones en manos de empresarios extranjeros (Kerssen 2013; León Araya 2019, 135), el proyecto de reforma provocó, sin embargo, mucha resistencia dentro de la oligarquía terrateniente nacional y transnacional, que presionó al presidente Morales para que retirara la posibilidad de expropiar la propiedad privada (Edelman y León 2014, 209). El año siguiente, los militares retiraron su lealtad al presidente Morales y, en 1963, sufrió un golpe de Estado. El coronel Oswaldo López Arellano estuvo a cargo hasta 1975, un periodo en el que se confirmó la estrecha articulación entre intereses económicos, poder militar y la cuestión agraria en Honduras.

En 1964, la Organización de los Estados Americanos (OEA) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), así como el gobierno de Honduras, presentaron el Proyecto Bajo Aguán en el marco de la llamada Mission 105. Aunque la concretización en el terreno y los financiamientos correspondientes no se hicieron ver sino hasta finales de la década de 1970, el proyecto mostraba objetivos ambiciosos para el desarrollo de una región estratégica y geopolíticamente considerada como vacía y muy rica en términos de recursos naturales (León Araya 2019). La frontera agrícola está concebida como un espacio no explotado o subexplotado que hay que colonizar (con brazos y capital), para cumplir con un doble propósito: hacer entrar a millones de familias pobres en el camino del desarrollo e incrementar la productividad y la generación de valor agregado para los mercados, en particular en el sector agrícola de exportación, ventaja comparativa por excelencia de la región.

En 1972, el Congreso aprobó el decreto 8 de la Reforma Agraria y se aceleró el ritmo de la distribución de tierras, favoreciendo la creación de empresas campesinas y respondiendo así a las demandas de sectores campesinos y extrabajadores de las bananeras. Se estableció un límite en las extensiones y se previó la expropiación de tierras ociosas, aunque en la realidad pocas empresas grandes fueron afectadas y la lógica del avance de la frontera agrícola continuó siendo la más importante, especialmente en la región del Litoral Norte. La Reforma Agraria hondureña benefició al 22 % de los sin tierra y fue entonces la más importante de la región (Edelman y León 2014; Ruhl 1984). Subrayó la frontera clara entre dos zonas del país: dentro del sector reformado, se distingue, por un lado, los proyectos del Sector de Desarrollo Rural Concentrado, fundamentalmente dedicados a la agricultura intensiva de exportación; por otro lado, el Sector de Consolidación, que reagrupa la mayoría del sector campesino marginalizado orientado hacia la producción de granos básicos (Baumeister 1989, 67). La región de la Costa Norte de Honduras, como zona de frontera agrícola, se transformó en el blanco de inversiones multitudinarias por parte de los organismos internacionales y del propio gobierno. Con la cooperación del BID y de préstamos bilaterales, se construyeron importantes infraestructuras de transporte (carretera y puerto) y plantas procesadoras de palma. De Fontenay (2004, 225) estima que alrededor de doscientos millones de dólares estadounidenses fueron invertidos en el 1975, solamente en el Valle del Aguán, lo que representa el 40 % de la deuda externa hondureña para entonces. La implementación de reformas agrarias se vinculó con la ocupación del frente pionero y el desplazamiento de poblaciones necesarias para valorar el territorio, trabajar tierras difíciles y proveer mercancías para los mercados. Sin embargo, el proyecto político y territorial claramente no privilegiaba el control de los medios de producción ni tampoco una relación de poder favorable para el sector campesino, sino más bien una continuidad de concentración de los recursos y poderes en manos de la oligarquía nacional y de las empresas transnacionales (Kerssen 2013, 20).

En la década de 1970, se notó un aumento de la importancia de los pequeños y medianos productores bananeros, muchas veces agrupados en cooperativas, así como una baja de las superficies plantadas en banano, en gran parte debida a los huracanes de 1974 (Fifi) y 1982 (Aletta). Según Chonchol (1994, 241), el 31 % de las 22 000 ha plantadas en 1971 pertenecían a productores asociados, mientras este porcentaje pasó al 44.6 % de las 18 420 ha plantadas en 1984, en su gran mayoría ubicadas en el litoral atlántico. Con la propiedad asociativa, se promovió un desarrollo basado en la economía de plantación, con una concentración de las reformas agrarias en formas de propiedad colectiva en grandes unidades, en rubros de exportación y en clases sociales de trabajadores asalariados, por lo que se considera que tuvieron un impacto social relativamente débil en el medio rural, ya que una limitada porción de la población se encontró incorporada (Baumeister 2001). La implementación de las reformas de 1972 contribuyó sobre todo a reforzar la alianza entre la élite local y poderes económicos extranjeros. Finalmente, el sector más favorecido por el proceso fue el del «sector más desarrollado de las empresas asociativas», con un 58 % de las superficies de palma africana, contra 19 % en la producción de granos básicos -el resto dividido entre banano y caña- (Baumeister 1989, 69).

El giro de la titulación y privatización de las tierras: Un modelo de desarrollo hacia la integración al mercado

A partir del Proyecto de Titulación de Tierra para los Pequeños Productores de 1982, se frena la dinámica de distribución de tierras: se opera un cambio en la política agraria que se concentra en la titulación, pensada como herramienta para realzar la seguridad sobre la propiedad de la tierra, facilitar el crédito y mejorar la productividad agrícola. Se considera que esta fase constituyó la piedra angular de la inserción de la clase campesina a las lógicas de desarrollo del mercado de tierras. Si bien las reformas agrarias llevadas a cabo desde la década de 1960 hasta la década de 1980 permitieron acercar a los grupos campesinos (sin tierra) a los medios de producción (tierras, estructuras de producción y medios de transporte), sobre todo a través de la migración interna y de la colonización agrícola, fueron después separados a raíz de dos configuraciones políticas consecutivas y articuladas. Por un lado, en el contexto de la Guerra Fría, Honduras reviste un papel central en la región contra la amenaza comunista en una alianza económico-militar con los Estados Unidos de América, al mismo tiempo que emprende una política nacional de terror, amenaza y desapariciones para debilitar al enemigo interno encarnado por los movimientos progresistas y opositores, tanto campesinos como obreros (De Gori 2009). Por el otro lado, en la línea de esta Doctrina de Seguridad Nacional (como frontera ideológica y geopolítica), el régimen de represión contribuyó en parte en abrir camino a las políticas de privatización y liberalización emprendidas en la década de 1990 (Baumeister 2001, 42; León Araya 2019).

El proceso se profundiza en el 1992, con la Ley de Modernización Agrícola -también conocida como Ley Norton (nombre del economista de la USAID)-. «La Ley de Modernización Agrícola, por primera vez, hizo de la rentabilidad una prioridad»3 y las cooperativas fueron desprotegidas ( Jung 2011, 55). Estas dos leyes (1982 y 1992) se inscriben en el contexto de la deuda contratada por el país -«la deuda como régimen disciplinario», según Sassen (2014)- y en la línea de la implementación de las políticas de ajustes estructurales en la región (paradigma del willing buyer-willing seller promovido por el Banco Mundial [BM]), ya que permitieron la venta y la compra de tierras que estaban antes apartadas de las lógicas del mercado, impulsando una mayor concentración a favor de las empresas extranjeras y nacionales, al mismo tiempo que provocaron el desmantelamiento y la venta de las cooperativas. Como resultado de este golpe final a la Reforma Agraria, basado en políticas de modernización de la tenencia de la tierra, liberada y privatizada para poder integrar plenamente lógicas de mercado, observamos las siguientes dinámicas:

  • Se promovieron proyectos basados en la ideología de la necesidad de capitalizar la familia campesina en el contexto del retiro del Estado. En lugar de reducir la inseguridad en los derechos de propiedad, lo que se modernizaron fueron las herramientas que utilizaron para impugnar los derechos en la tierra; con ello aumentó el nivel de tensión y de luchas sociales Jansen y Roquas 1998).

  • Con la liberalización de las ventas de tierra, muchos pequeños y medianos productores vendieron sus tierras reformadas y pasaron a ser asalariados. Se combinaron dinámicas de despojo a través de violencias, intimidaciones, coacción, amenazas por parte de los empresarios, sus brazos armados y sus aliados narco-políticos locales, con la rápida expansión de monocultivos no tradicionales como la palma africana.

  • La importancia de las ventas de tierras del sector reformado no fue homogénea en todo el territorio nacional, con una proporción mucho más altaen la región de la costa atlántica (véase fig. 1). La transferencia de tierrasocurrió efectivamente en las regiones más fértiles y estratégicas del país(disponibilidad de agua, recursos naturales, vías de comunicación), generando procesos intensos de reconcentración agraria.

Se consolidó una élite agroindustrial nacional o regional que logró aumentar su capacidad de control territorial en la zona y fortalecer sus vínculos con el capital transnacional. Según Macías (2001, 94), el 57 % de las tierras de las cooperativas de la Reforma Agraria quedaron en manos de Miguel Facussé Barjum y René Morales Carazo (político y hombre de negocio nicaragüense). Ejerciendo un control extenso sobre el sistema político nacional, influyeron en políticas internacionales de ajustes estructurales y ubicaron su capital en múltiples sectores, en particular en el agro, las energías y el turismo. Estos personajes se impusieron como relativamente nuevos rivales del poder histórico de las compañías norteamericanas. Varios autores abundan en que el golpe de Estado del 2009 resulta en gran parte de esta reconfiguración de las relaciones de poder en el país (Kerssen 2013; Moreno 2019; León Araya 2019).

Elaborado por Delphine Prunier y Céline Jacquin a partir de la información citada por el COCOCH, julio de 2020.

Figura 1 Distribución espacial de las reformas agrarias y de la privatización en la tierra en Honduras, balance al terminar el siglo XX. 

La reconfiguración de los espacios a lo largo del siglo XX ha puesto a la luz nuevas delimitaciones, relaciones de poder, funciones productivas y desigualdades socioterritoriales. Observamos un giro en la integración de los márgenes territoriales, espacios fundamentales para la consolidación de las lógicas de globalización y centralidad del mercado. La expansión del cultivo de palma en Honduras arranca precisamente en este contexto, junto con la penetración de las nuevas políticas de integración económica y ajustes estructurales.

La expansión de la palma: Lógicas contemporáneas del extractivismo en la franja litoral atlántica

La producción de aceite de palma crece a escala mundial, particularmente en África y en Asia del Sureste, relacionándose con tres mercados principales: el biodiésel, la agroindustria y la industria química-cosmética. Se trata de una planta no nativa en América central, región cuya producción representa una pequeña proporción a nivel global, pero que, sin embargo, ha aumentado notablemente en los últimos años.4 Este cultivo emergente constituyó una herramienta clave de la política del gobierno hondureño de desarrollo agrícola y expansión del sector reformado, particularmente en la zona fértil de la Costa Norte. En los siete años posteriores a la cancelación de la Reforma Agraria del 1962 y al golpe contra Morales, la United Fruit Company (UFC) incrementó su producción de palma en un 120 %, llegando a cuatro mil hectáreas en el 1969 ( Jung 2011, 62). La transnacional estableció relaciones estrechas con pequeños productores y cooperativas, así como con la élite empresarial local, en particular Miguel Facussé, quien estableció en 1957 lo que se convirtió después en una central de distribución de gran influencia regional: la Corporación Dinant.

En febrero del 1980, el gobierno hondureño creó la Cooperativa Agroindustrial de la Reforma Agraria de la Palma Africana (COAPALMA) con una base de cincuenta cooperativas, que fungirá como un brazo político del gobierno y apoyará la expansión de la industria de la palma a nivel nacional. Esta entidad, junto con Dinant y la UFC siguieron consolidando el control sobre el cultivo, el procesamiento del fruto, la comercialización y la exportación, demostrando una presencia siempre más fuerte, tanto económicamente como políticamente sobre los recursos agrarios y laborales de la frontera agrícola en los departamentos del norte del país. Por ende, se profundizó una lógica de integración vertical para mantener el control sobre todas las etapas, aprovechando la capacidad de producción de las estructuras pequeñas y medianas.

Apoyándose en las legislaciones de privatización de las tierras del inicio de la década de 1990, el grupo Dinant (y otras grandes corporaciones) logró controlar miles de hectáreas,5 jugando un papel clave en la mayoría de los conflictos agrarios relacionados con la expansión del cultivo de palma. En 1998, el huracán Mitch destruyó gran parte de las infraestructuras de producción y transporte. El Fondo Monetario Internacional respondió con un gran plan de inversión y junto con el gobierno nacional orientaron los recursos en reforzar infraestructuras para la exportación, privilegiando a los grupos oligárquicos hondureños y a los grupos transnacionales como ejecutores de los megaproyectos.6 Otro huracán, Beta, golpeó el país en 2005, afectando también gravemente comunidades campesinas e indígenas, carreteras, plantaciones y viviendas. En ambos casos, las disputas por los recursos incrementaron, entre ocupación de tierras, acaparamiento por parte de los grandes grupos empresariales y represión. Y, en la misma sintonía, se impuso un discurso de desarrollo que apuesta a la inversión capitalista para la generación de empleos, mientras el número de migrantes que salían hacia el Norte empezaba a crecer notablemente.

En enero del 2006, la Secretaría de Agricultura y Ganadería (SAG) de Honduras publicó en La Gaceta el Acuerdo N.o 89/06 (2006), donde plantea un diagnóstico de la situación del cultivo a nivel internacional y de los efectos de los huracanes en los medios de producción en el territorio nacional. Con la meta de desarrollar «un sector palmero productivo, competitivo e insertado en el mercado globalizado [en el marco de] una cadena agroalimentaria articulada» (4), se planea un apoyo técnico, logística y financiero al sector, así como el aumento de la producción de fruta fresca de palma africana, con la ampliación del área de producción de 28 000 ha en los departamentos de Atlántida, Cortés, Colón y Yoro (además de instalar nuevas plantas extractoras).7

En el mismo periodo, mediante la Política de Estado para el Sector Agroalimentario 2004-2021, la SAG implementó el Programa Nacional de Desarrollo Agroalimentario (PRONAGRO), con el fin de «desarrollar el sector agroalimentario mediante la integración de cadenas, el incremento de valor agregado y el desarrollo agroindustrial en un mercado global altamente competitivo». Entre 32 de las cadenas agroalimentarias destacadas, la cadena de palma aceitera se considera como de las más estratégicas, dado su potencial de crecimiento productivo e innovación tecnológica, su importancia en la generación de divisas (entre los cinco primeros rubros de exportación del país, principalmente hacia Nicaragua, El Salvador y México) y en la generación de empleos (135 000 empleos directos según la página oficial de la Secretaría).8 Se subraya en documentos técnicos que una de las fortalezas de este cultivo en el eslabón de producción reside en la «disponibilidad de tierra para incrementar el rubro», confirmando la continuidad de un proyecto territorial que apuesta al avance de la frontera agrícola, a través de la expansión del monocultivo de la palma en la región del litoral atlántico (véase fig. 2).

Elaborado por Delphine Prunier y Céline Jacquin, julio de 2020

Figura 2 La palma africana en la franja litoral norte de Honduras a inicios del siglo XXI. 

El Honduras biofuels annual report 2012 (USDA-FAS 2012) contabilizaba 135 000 ha plantadas en palma en Honduras. Se considera en este documento que el cultivo permite «satisfacer la demanda de combustibles, el incremento de empleos y de ganancias en zonas rurales, la reducción de emisión de dióxido de carbono y de escape de divisas». El mismo año, otros setenta millones de dólares estadounidenses fueron inyectados por parte de la Corporación Financiera Internacional (institución del BM encargada de promover el desarrollo de los países del Sur a través del sector privado) con el propósito de crear empleos y créditos para pequeños empresarios, casi la mitad captados por Dinant, en particular en la economía verde y energía limpia (represas para energía hidroeléctrica y palma para biodiesel),9 sectores que están denunciados como responsables de despojos violentos, asesinatos y criminalización de la protesta en diferentes puntos del país.10 En las figuras 3 y 4, se puede apreciar la evolución de las áreas cosechadas y del valor de las exportaciones para la palma africana (con comparación con el café y el banano), según datos de la FAO, entre finales de los años 1980 y la actualidad.

Fuente: FAOSTAT.

Figura 3 Áreas cosechadas en Honduras (en ha). 

Fuente: FAOSTAT.

Figura 4 Valor de las exportaciones en Honduras (en miles de dólares estadounidenses). 

Más recientemente, otra vertiente de la política económica y de ordenamiento territorial ha demostrado el carácter estratégico de las lógicas de enclave y atracción del capital en zonas de frontera en Honduras. En la línea de las emergentes Zonas Económicas Especiales (ZEE), muy a menudo calificadas de nuevos enclaves contemporáneos del siglo XXI, por ser a la vez espacios «excepcionales» y «extraterritoriales» (Levien 2013; Ong 2007; Roux y Geglia 2019), las Regiones Especiales para el Desarrollo (RED) fueron aprobadas en Honduras en 2011, durante el mandato del presidente Porfirio Lobo, siguiendo las recomendaciones del economista norteamericano neoliberal Paul Romer, pensador de la adaptación de las ciudades autónomas (charter cities) en los países del Sur. El Congreso votó la Ley Orgánica de las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE) en junio de 2013, con el propósito de fomentar una nueva división administrativa que gozara de un alto nivel de autonomía más propenso a aprovechar las lógicas del libre mercado global, sobre todo gracias a una mayor atractividad para el capital extranjero. El artículo 2 de esta ley11 estipula doce tipos de zonas, dentro de las cuales destacamos aquí las agroindustriales especiales (las otras, dedicadas a los sectores del turismo, energías renovables, logística internacional o minas, por citar algunas).12 Resalta la importancia de la zona de la Costa Norte, por su conexión con el tejido urbano de las ZEDE en relación con los corredores de desarrollo transístmicos abiertos hacia el comercio exterior. En este modelo de desarrollo, las fronteras legales y los desequilibrios territoriales (y naturales) buscan ser rentabilizados más que atenuados, a través de la explotación de los recursos, la expansión de la red de infraestructuras y la conexión con el mercado global.

La frontera social como línea de fractura: Organización social de la producción, sistemas de dominación y exclusión en territorios rurales

Las fronteras sociales constituyen el último límite, borde o línea de desequilibrio en el que se apoyan los sistemas extractivistas. Consideramos en este tercer apartado la manera en la que los dispositivos productivos de agroexportación se sustentan en el control y la explotación de los recursos agrarios y laborales a escala micro, a través de mecanismos de dominación complejos y no frontales, sobre todo en su relación con los pequeños y medianos productores.

En la década de 1970, las ciencias sociales y los estudios rurales en particular han destacado un paradigma, una cierta articulación de las formas de producción, entre el atraso y lo moderno, la subsistencia campesina y la empresa agrícola capitalizada, la mano de obra familiar y la mano de obra asalariada, lo que «presupone la permanente interacción entre ambos términos, creando condiciones de producción, reproducción y explotación» (Baumeister 1989, 55). Para Baumeister, esta perspectiva subestima la capacidad de inserción del capitalismo en las estructuras agrarias y, por lo tanto, su poder de transformación sobre estas. En los principales cultivos de enclave, el autor sostiene que la penetración del capitalismo en el medio rural toma formas complejas e incrementa los niveles de proletarización de la fuerza de trabajo en el campo: «la mano de obra [está] más cercana a una posición de asalariado agrícola, de residencia rural, fundamentalmente reproducido a través del salario, sin acceso directo a la tierra, y localizado en las áreas cercanas a los corazones de la agroexportación» (56).

Las lógicas extractivistas, el sistema de control del recurso agrario y el papel de los pequeños y medianos productores

Desde la implementación de la Reforma Agraria, se forma en la década de 1980 las grandes cooperativas de palma africana que «surgen […] bajo acuerdo con las grandes transnacionales que mantienen el control de la comercialización y la asistencia técnica, y transfieren parte de los riesgos productivos a las cooperativas formadas, en buena medida, por antiguos trabajadores de las plantaciones» (Baumeister 1989, 68). Además, a partir de las políticas de privatización de la tierra y dinámicas de ventas, se implementa un modelo calificado de coinversión, que fomenta una articulación siempre más estrecha entre los segmentos de beneficiarios de las reformas agrarias y las empresas privadas: los primeros aportan tierra y mano de obra mientras los segundos facilitan la financiarización, la tecnificación, el procesamiento y la comercialización (Baumeister 2001).

Edelman y León, quienes discuten los términos de acaparamiento y despojo -en función de la escala y de los actores en juego-,13 califican el proceso de «acaparamiento por control», refiriéndose a mecanismos de dependencia en donde los pequeños productores asumen los riesgos, mientras los empresarios manejan el valor agregado en los mercados internacionales, aprovechándose por este medio de las mejores tierras y de la fuerza laboral, sin contrato formal de renta ni compra de tierras, y sin asumir costos de reproducción. La agricultura por contrato, como mecanismo que integra y subordina la pequeña y mediana producción agrícola, con orientación a la exportación, se ha desarrollado ampliamente en las tres últimas décadas en los países del Sur. El contrato involucra generalmente tanto la tierra como la mano de obra, con el propósito de integrar las estructuras de producción y el campesinado local a los mercados nacionales y globales. En un contexto de falta de oportunidades para el financiamiento, soporte técnico y acceso a los mercados, así como de retiro del Estado y boom de las políticas neoliberales, varios estudios en América Latina han mostrado que los productores deciden muy a menudo participar en estas lógicas por estrategia de sobrevivencia y de mantenimiento en el campo, a pesar de los pocos beneficios que logran sacar y de los altos riesgos que asumen (Echánove y Steffen 2005; Henderson 2017; Potter 2011).

Mientras los promotores de la agricultura por contrato hablan de una cooperación dinámica que permite la transferencia de tecnología, la modernización de la pequeña producción y la repartición de los beneficios entre los distintos actores libremente involucrados (BM 2008), otro punto de vista califica el proceso de «instrumento de subordinación de una clase de pequeños propietarios todavía resilientes» (Clapp 1988, 6) al servicio de un modelo de desarrollo controlado por las corporaciones del agronegocio, en donde la integración vertical se conjuga con nuevas formas de dominación y de «incorporación adversa» (McCarthy 2010). Se desdibuja una «política del consentimiento» (León Araya 2019) en donde la ideología y la difusión del discurso capitalista hacia la modernización y el desarrollo pasa por la definición y el reforzamiento de las fronteras socioproductivas en las zonas rurales: desde el final de la década de 1980, Clapp insistía en el papel clave de la ideología y de la mistificación de un acuerdo contractual entre dos partes iguales y libres, como una forma innovadora de organizar y asentar la agricultura capitalista. A partir del caso del banano en Honduras, mostró que el «problema campesino» se manejó desde representaciones políticas que definían como soluciones al incremento de la productividad y a la integración al mercado global, a partir de alianzas entre gobierno, empresas y productores. Esta perspectiva, argumenta, fomenta la idea del modelo del campesino de clase media, integrado y modernizado, cuyo éxito depende de su capacidad de entender las ventajas de la integración al sistema capitalista (Clapp 1988, 26), y acelera, por lo tanto, la diferenciación y el establecimiento de divisiones entre los actores de la producción agrícola, dejando a un lado el campesino pobre que no supo tomar las vías de la modernidad.

En Honduras, el índice de concentración de la tierra es de 0.66, de acuerdo con datos recolectados en 2014 por la organización Grain (2014).14 La última encuesta agrícola nacional de 2007-2008 muestra que solamente 8.6 % de las tierras nacionales se encontraban en manos del 70.6 % de las explotaciones (de menos de cinco hectáreas). Para la producción de palma africana, vemos que las pequeñas explotaciones eran muy marginales mientras el sector se apoyaba en productores medianos (casi la mitad de las superficies son explotadas entre cincuenta y quinientas hectáreas, véanse figs. 5 y 6). Si bien no se encuentran disponibles datos precisos más recientes, varios estudios apuntan hacia una acentuación de la concentración de los recursos y del poder después del golpe de Estado del 2009, en el marco de una «transición democrática» que se orienta ampliamente hacia la afirmación de un modelo neoliberal excluyente (Euraque 2019; Guzmán Padilla y León Araya 2019).

Figura 5 Concentración de la tierra en Honduras, producción general, año agrícola 2007-2008. 

Figura 6 Concentración de la tierra en Honduras, producción de palma africana, año agrícola 2007-2008. 

Los pequeños y medianos productores dependen de empresas y grupos agroindustriales, ya que no cuentan con los medios necesarios para el procesamiento, la comercialización y la exportación. Los estudios empíricos sobre estos mecanismos en el campo hondureño (León Araya 2019; Jung 2011), así como distintos trabajos en Guatemala (Hurtado 2008), Chiapas (Castellanos Navarrete 2018; Castellanos Navarrete, Tobar Tomás y López Monzón 2019; Cano Castellanos 2021) o Indonesia (McCarthy 2010) nos permiten, por ejemplo, apuntar en dos lógicas fundamentales desde el punto de vista de las fronteras socioproductivas en las que se apoya la agricultura extractivista.

Por un lado, el consenso y la incorporación adversa a escala local, con razones económicas, pero también culturales, simbólicas (Edelman y León 2014, 216) y sociopolíticas (Castellanos Navarrete 2018) que condicionan la participación de los productores en las cadenas productivas de la palma. En este sentido, se resalta la renovación o actualización de las prácticas de despojo en el modelo agroindustrial, con «un modelo [capitalista] cuya función no es excluir, prohibir, marginar y reprimir, sino por el contrario: incluir, incorporar, intervenir y transformar individualidades de acuerdo con su propio proyecto [...]» (Giraldo 2018, 85). Desde esta perspectiva, la «acumulación por desposesión» (Harvey 2005) reviste formas sutiles y complejas de despojo, con un carácter no menos violento dadas las condiciones globales de dominación, los desequilibrios económicos en presencia y la hegemonía del discurso sobre los caminos correctos hacia el desarrollo. De acuerdo con Ojeda (2016), los «paisajes del despojo» se materializan en la vida cotidiana, vulneran la capacidad de reproducción de la vida -natural y social- y producen una violencia silenciosa basada en la acentuación de las desigualdades.

Por otro lado, se revela útil para este análisis considerar que la acción del capital transforma las relaciones de producción en el marco de la agroexportación global, en zonas de frontera tanto territoriales como socioproductivas. Dicho de otro modo, los dispositivos de apropiación de los recursos como la agricultura por contrato o el arrendamiento de tierras tienden a fortalecer la diferenciación entre los actores de la producción, al mismo tiempo que se aprovechan de ella para sostener la generación de plusvalía. Las experiencias de expansión de los cultivos de palma para el biodiésel en el mundo han demostrado el impacto de la inyección de capitales del agronegocio en las fronteras agrícolas y en la transformación del medio rural, lo que genera profundos cambios agrarios y sociales a nivel local (McCarthy 2010; Castellanos Navarrete 2018). Además, esta reinvención de los mecanismos de organización de la producción extractiva y globalizada se basan en la competitividad entre actores y en la distinción entre múltiples formas de empresariado agrícola: en la «agricultura de firmas», «la relegación -rechazo en los márgenes del territorio- atestigua de situaciones de precarización, subyugación y no-derecho, hasta de neo-servitud. Contribuye al reforzamiento de una agricultura de subsistencia que se parece a la sobrevivencia» (Purseigle y Chouquer 2013, 7).15

Agricultura, desarrollo y migración: Viejos debates y la realidad de la exclusión

En su apartado «¿Qué herramientas son eficaces a la hora de utilizar la agricultura para el desarrollo?», el BM (2008, 7) contestaba hace más de una década que uno de los elementos fundamentales es la gestión del recurso tierra. Planteaba lo siguiente: «Los mercados de tierras, especialmente de arrendamiento, pueden elevar la productividad, ayudar a las familias a diversificar sus ingresos y facilitar el pasaje a sectores no agrícolas. […] es necesario contar con mercados de tierras eficientes con el fin de transferir las propiedades a los usuarios más productivos y facilitar la participación en el sector rural no agrícola y la migración a otros sectores». Li (2009) contrasta esta visión idílica de las trayectorias de salida y retorno a la vida rural/campesina, insistiendo en que los más pobres se ven excluidos de la actividad agrícola en condiciones siempre desventajosas. Insiste sobre todo en las lógicas de competitividad y acentuación de las desigualdades expuestas anteriormente: «aquellos que simplemente no pueden competir deben salir, encontrar otro lugar para ir y algo más que hacer» (630).16 La autora rechaza también la tesis de un impacto positivo de la agricultura globalmente integrada en términos de reducción de la pobreza: analiza el fenómeno del acaparamiento de tierras desde el punto de vista -original- del trabajo, planteando la exclusión y la expulsión de grandes categorías de población que el sistema capitalista no necesita. Mientras los organismos internacionales promotores de desarrollo presentan a la integración al sistema de mercado y a las cadenas de valor agroindustriales como elementos que permiten la reducción de la pobreza rural -a través de la generación de empleos asalariados, de las oportunidades de producción por contrato y de la posibilidad de generar ingresos vía la renta o la venta de la tierra-, Li (2011) parte del ejemplo de la palma indonesia para evidenciar una realidad distinta: la prometida transición de la agricultura hacia la industria no ha ocurrido y las poblaciones rurales -en particular jóvenes y siempre más educadas- siguen marginadas y excluidas, tanto en sus lugares rurales de origen como en la ciudades o en contextos de migración. Más recientemente, el BM ha imaginado «panoramas alimentarios futuros» en época de covid-19, donde propone «reducir la pobreza y fomentar la prosperidad compartida» a través del uso de nuevas tecnologías y de la «integración de los pequeños agricultores en las cadenas de valor comerciales» (Morris, Sebastian y Perego 2020, 166), mientras considera a la migración, la urbanización y el cambio climático como «disruptores» que pueden afectar a la agricultura y a los sistemas agroalimentarios (no al contrario).

Como límite interno a la sociedad, «la figura de la frontera social [supone] juegos ambivalentes entre relaciones y separaciones, fracturas y transiciones, el afuera y el adentro» (Groupe Frontière 2004).17 Toma la forma de múltiples líneas de fractura -económicas, culturales, sociales o étnicas- sobre las cuales el sistema de dominación y explotación se apoya para consolidarse, crecer y mantenerse. En este sentido, resulta imprescindible incorporar a la reflexión sobre las fronteras del extractivismo una dimensión social desde la realidad de la exclusión, ya que las desigualdades territoriales abarcan tanto a los recursos productivos y agrarios como a la fuerza de trabajo. Desde finales del siglo pasado, los colosales impactos de la inserción del capital global en la agricultura obligan a replantear la cuestión campesina y más generalmente el futuro de los territorios rurales, no solamente en términos de acceso a la tierra y a los medios de producción, sino también desde el vínculo entre desposesión rural y explotación o informalidad laboral, urbanización, migración, hambre (Araghi 2000; Lewontin 2000; Kay 2009; Villafuerte Solís 2015; Chatterjee 2020; Zhan y Scully 2018). El caso hondureño no es excepción, en un territorio marcado por múltiples y aunadas formas de opresión (Bourgois 1988) y categorías de frontera. Parece urgente observar las distintas vertientes de una geografía de la dominación que empuja a las poblaciones rurales fuera de sus lugares de origen en contextos de alta vulnerabilidad (Reichman 2011; Pine 2008; Iborra Mallent 2019; León Araya y Salazar Araya 2016), violencia estructural e inseguridad humana (Dodd et al. 2020).

Conclusiones

La construcción histórica de los espacios de frontera a través de la colonización extractivista evidencia el rol de las rupturas territoriales en la implantación y el desarrollo de lógicas de enclave en donde la rentabilidad reside en el beneficio de la desigualdad, en términos de recursos tanto naturales como humanos. Las zonas de frontera, o de margen, se convierten, por lo tanto, en espacios privilegiados para la colocación del capital y los diferenciales territoriales en ventajas comparativas para la economía globalizada. Además de las asimetrías territoriales, hemos visto que la lógica extractivista sabe sacar provecho de las fronteras sociales en el campo, a través de mecanismos de explotación, dominación y control sobre los recursos de las organizaciones productivas medianas, sin permitir el acceso a condiciones dignas de inserción a los mercados comerciales y laborales. En esta «economía dual de la frontera» (Barbier 2012, 115) se forman enclaves aislados de agricultura intensiva sin beneficiar a los sectores productivos y sociales de pequeña escala en el territorio.

Las estrategias capitalistas del siglo XX se construyeron fundamentalmente en el aprovechamiento de efectos frontera o, dicho de otro modo, de la presencia de desigualdades diversas entre los territorios productivos del globo. En la tercera parte de su obra maestra La acumulación del capital, Rosa Luxemburgo (2018) examina las condiciones históricas de la acumulación, apuntando los límites del análisis de Marx, ya que presenta «el proceso de acumulación del capital total en una sociedad compuesta únicamente de capitalistas y obreros» (158). Por el contrario, ella afirma que la reproducción ampliada no es viable en una economía capitalista cerrada: requiere de un entorno social no capitalista para proporcionarle recursos naturales y mano de obra. Si bien la lectura de Luxemburgo no se caracteriza por una atención particular a la dimensión espacial del proceso de acumulación capitalista, resulta muy relevante retomar su propuesta en clave territorial para considerar las dinámicas de construcción histórica de las fronteras globales que han acompañado el desarrollo del extractivismo agrícola. Los espacios centrales del capitalismo necesitan explotar e invadir territorios más o menos cercanos en donde van a «lucha[r] contra la economía natural», así como «contra la economía campesina» para apropiarse de fuerzas productivas (tierra, materias primas y trabajo). Además, el capital se va a sostener en estos desequilibrios imponiendo economías de intercambio, convirtiendo la naturaleza en mercancía y extendiendo «la acción del capitalismo a las sociedades de economía natural» (189). La geografía económica radical y la noción de spatial f ix (Harvey 1981) permiten también analizar la ideología espacial del capitalismo como un sistema que descansa en una perpetua resolución de crisis vía la búsqueda de nuevos espacios de producción (el término de f ix se refiere tanto a la ubicación de una actividad en el espacio como a una solución provisional o improvisada). El sector agroalimentario global se inscribe totalmente en esta lógica de depredación de espacios y recursos, por lo cual requiere siempre desplazarse y aprovechar las ventajas comparativas entre los territorios productivos. En este marco, consideramos como muy útiles los aportes de la labor geography, ya que pone en primer plano el papel del trabajador -jornalero, campesino, asalariado, explotado, migrante- como actor: con la noción de labor’spatial f ix, propone que es también el trabajo (y no solamente el capital) que dibuja, a través de sus acciones, su adaptabilidad, sus decisiones y sus experiencias, la geografía del capitalismo (Herod 1997; Castree 2007; Mitchell 2011).

A lo largo del siglo XX, la relación entre agricultura y capitalismo no se ha debilitado. La división internacional del trabajo ha constituido el marco a partir del cual se definió el rol de cada país, región o territorio, en términos de centros y periferias y de producción urbano-industrial o agrícola-residual. La construcción del paradigma del desarrollo está históricamente vinculado con este movimiento de hegemonía global que se apoya en la integración y el abastecimiento de productos no tradicionales (café, banano, azúcar, etc.) e insumos para la alimentación altamente procesada o biodiésel, a nivel internacional. «Desde el agrocolonialismo hasta el agro-industrialismo» (McMichael 2000, 127), se acentuaron las relaciones de dependencia en el marco de dispositivos de poder que llevan a un desarrollo desigual, vía la producción social y política de la naturaleza (Smith 2020). Esta dinámica indudablemente provoca inmensas asimetrías a escala regional y global, pero -y eso constituye el argumento principal aquí- se construye fundamentalmente en ellas, jugándose de las ventajas comparativas, a partir de fragmentaciones y desequilibrios esenciales para el establecimiento de tal división internacional del trabajo y de la producción agrícola.

Finalmente, para pensar las fronteras migratorias en la región mesoamericana, resulta indispensable prestar atención a las fronteras territoriales en sus diversas escalas y a las fronteras sociales. El Plan Puebla-Panamá, proyecto de corredor de desarrollo impulsado desde el 2001 (hoy Proyecto de Integración y Desarrollo de Mesoamérica), así como el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana, firmado entre 2003 y 2007, impactan por el nivel de brechas de desarrollo dentro de estos acuerdos de integración regional. Atrás del proyecto político de integración subordinada (Frambes Buxeda 1994), se generan altos niveles de dependencia alimentaria (exportación de productos agrícolas -frutas y verduras frescas principalmente- e importación de cereales y alimentos industriales altamente procesados), y se profundizan el empobrecimiento y la marginalización de las economías campesinas. Mientras la «nueva agricultura para el desarrollo» promueve la integración, la diferenciación y la especialización, es necesario profundizar otras miradas sobre el «régimen de la alimentación global» (McMichael 2005), las condiciones de explotación, marginación y fragilización de los pequeños productores en un contexto de competitividad neoliberal y fragmentación socioterritorial de la producción de alimentos, que pasa por la «brutalidad» del «nuevo mercado global de la tierra» (Sassen 2014).

En 2015, a través del Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte que se impulsó en reacción a la huida de más de cuarenta mil niños no acompañados originarios de la región el año anterior, el Congreso de los Estados Unidos asignó 750 millones de dólares estadounidenses para los tres países, destinados a atraer la inversión privada, modernizar las infraestructuras a gran escala y promover sectores estratégicos como el textil, el turismo y la agroindustria. Paralelamente, se incrementó fuertemente la ayuda militar y policial a regímenes autoritarios, agravando el nivel de una violencia claramente multidimensional. Un mes antes de la crisis sanitaria por el covid-19, más de un 40 % de la población hondureña declaraba pensar o desear emigrar, de acuerdo con un sondeo,18 demostrando de nuevo que los dispositivos de integración económica regional van de la mano con un poderoso reforzamiento de las múltiples fronteras atravesadas por la población centroamericana, candidata a la migración.

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1 Si bien el proceso de urbanización ha sido indudablemente importante en los últimos años, es preciso notar que el 42 % de la población es rural en Honduras, tasa relativamente alta en comparación con los 19.6 % de la región de Latinoamérica y el Caribe en su conjunto, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) para 2018: http://www.fao.org/faostat.

3Traducción propia.

4Cabe subrayar que la introducción de la palma africana empezó a inicios del siglo XX a raíz de la enfermedad de Panamá que obligó la United Fruit Company (UFC) a experimentar nuevas producciones para paliar la baja en la producción de banano. En el 1937, algunos productores ya hacían pruebas experimentales con variedades de palma originarias de Congo o Sierra Leona; en 1943, la UFC sembraba sus propias variedades, desarrollando un producto emergente muy prometedor, dadas las nuevas demandas en fuel y alimentos en el contexto de la segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es solamente a partir de la década de 1960 que la capacidad de producción de la palma africana se consolidó realmente, gracias a mayores esfuerzos de investigación y tecnificación que permitieron la masificación de una producción en gran escala.

5Como lo propone Jung (2011), el término control permite interpretar mejor la situación de tensiones agrarias, enfocándose más a las dinámicas de poder que a la propiedad formal de la tierra que se encuentra en disputa.

6El presidente Carlos Flores Facussé (sobrino de Miguel) reformó el artículo 107 de la Constitución en diciembre del 1998, con el fin de abrir al capital extranjero la posibilidad de la compra de terrenos en el litoral, argumentando que «las circunstancias coyunturales, los nuevos y modernos conceptos económicos, la globalización de la economía, la competitividad de los tratados de libre comercio [...] exigen disposiciones legales que hagan atractivo a nuestro país».

7Mientras un documento cartográfico en línea, sellado por la SAG y el PRONAGRO en 2006, muestra un «área potencial óptima» de 440 323 ha y un «área potencial marginal» de 96 758 ha, además de 89 100 ha de «plantaciones actuales». Desafortunadamente, resulta imposible comprobar estos datos y encontrar la fuente original en documentos oficiales.

9Ver sobre las inversiones del BM, del BID, de grupos financieros nacionales o europeos y sobre los créditos de carbono otorgados bajo el Mecanismo de Desarrollo Limpio del Protocolo de Kioto para el cambio climático.

10Por ejemplo, con el proyecto Agua Zerca en la zona Lenca, con la empresa Desarrollos Energéticos S. A. (DESA) involucrada en el asesinato de Berta Cáceres.

12Se determinaron catorce «zonas potenciales» o diez «zonas aptas para el desarrollo», según los documentos que se encuentran en la página oficial de las ZEDE del Gobierno de Honduras y que indican por sí solos el bajo nivel de transparencia y rigurosidad de la información disponible: https://web.archive.org/web/20140416102534/http://zede.gob.hn/?page_id=106.

13Argumentan que estos procesos no están claramente descritos para el caso centroamericano, en los informes o literatura que se han enfocado en el fenómeno a escala global y en grandes extensiones de tierra en África, Asia o América del Sur, por ejemplo.

14Sirva como comparación los índice de Gini de concentración de tierra para los otros países de la región: El Salvador, 0.58; Guatemala, 0.84; Nicaragua, 0.86, y México, 0.63.

15Traducción propia.

16Traducción propia.

17Traducción propia.

18Sondeo de opinión pública presentado por el Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (ERIC) de la orden jesuita: https://www.proceso.hn/portadas/10-portada/un-40-2-de-hondurenos-piensa-emigrar-a-raiz-de-actual-situacion-de-pais.html.

Recibido: 14 de Agosto de 2020; Aprobado: 27 de Abril de 2021

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