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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.76 Ciudad de México jul. 2019  Epub 27-Mar-2021

 

Sección temática

La dimensión sonora de “el costumbre”. Un recorrido sinuoso en la Huasteca

The Sound Dimension of “el costumbre”. A Meandering Journey in the Huasteca

Gonzalo Camacho Díaz* 

*Facultad de Música-Universidad Nacional Autónoma de México, México, gonzalocam7@yahoo.com.mx.


Resumen.

Las prácticas rituales poseen un “rostro sonoro” que en varias ocasiones pasa desapercibido o es descrito tangencialmente en los estudios antropológicos. En el presente artículo se explora la dimensión sonora del sistema ritual de la región Huasteca, denominado “el costumbre”. Se muestran los diferentes complejos sígnicos que se configuran y transmiten a partir de los sonidos, que al ponerse en escena refuerzan el sentido general de cada uno de los rituales que los integran. Este estudio explora cómo la música trae a la memoria un conjunto de vivencias que se entrelazan para dar lugar a una experiencia presente, cargada de una fuerte emoción. Emotividad que hace verosímil el mundo sagrado.

Palabras clave: dimensión sonora; música ritual; maíz; “el costumbre”; Huasteca

Abstract.

Ritual practices have a “sound face” which is frequently unnoticed or is tangentially described in anthropological studies. This paper explores the sound dimension of the ritual system in the Huasteca region, called “el costumbre”. We present the different sign systems, formed and transmitted by sounds, that when staged reinforce the general meaning of each one of the included rituals. We explore how music brings to mind a collection of experiences that are interlaced in order to create a new experience, charged with strong emotion. These emotions make the sacred world plausible.

Keywords: sound dimension; ritual music; corn; “el costumbre”; Huasteca

Résumé .

Les pratiques rituelles possèdent un « visage sonore » souvent méconnu, que les études anthropologiques n’abordent souvent qu’en passant. Cet article explore la dimension sonore du système rituel dénommé El Costumbre (« le coutume ») de la région de la Huasteca afin d’en extraire les différents complexes de signes, organisés et transmis à partir des sons, qui, une fois mis en scène, renforcent le sens général de chacun des rituels dont ils font partie. Cette étude porte sur le rôle que joue la musique pour rappeler un ensemble de vécus qui s’entremêlent pour donner naissance à l’expérience présente et à sa charge émotionnelle. Charge émotionnelle qui rend le monde sacré plausible et vraisemblable.

Mots-clés : dimension sonore; musique rituelle; maïs; el costumbre; Huasteca

Marcos Peralta comienza a dibujar con su violín un “son de costumbre” que borda sobre el tiempo aletargado, somnoliento. Toca suavemente, a muy bajo volumen, intenta que el sonido se quede atrapado en el cuarto en donde conversamos, evitando que se desparrame por toda la casa. Me ha pedido que lo acompañe con la guitarra huapanguera, instrumento musical que hasta ese entonces yacía colgado en una de las paredes. Lo rasgueo con mucha suavidad, rozando apenas las cuerdas, con un ademán que delata mi intención de amordazar su sonido. A pesar del esfuerzo para apuntar el son con tenues líneas melódicas, Anita, la esposa de Marcos, escucha la música desde la cocina y en un santiamén se asoma por la puerta del cuarto. Su blusa blanca, con flores bordadas en la parte superior, enmarca esa presencia robusta e inflexible. Con cierto enojo le pide a Marcos que deje de tocar el violín. Suspendemos la interpretación musical de inmediato y me quedo con los dedos en el acorde “de dominante”. Aprieto el diapasón del cordófono con un gesto por cubrir su garganta de cedro, sofocar su canto, ahogar el sonido profanador de la tranquilidad hogareña. En esa posición se pierden las últimas resonancias de ese corazón de madera dispuesto a sonar a la menor provocación. Bajamos los ojos junto con los instrumentos… el son queda en vilo.

La razón de la irrupción y del regaño de Anita es que la mamá de Marcos comienza a llorar cuando escucha la música de “el costumbre”.1 Es decir, la música del maíz, aquella que se ejecuta en la ceremonia del Chicomexóchitl y da lugar al baile de las abuelitas. Ese vaivén hipnótico que transfigura la casa de las flores, la casa del maíz, la noche profunda. Con la sabiduría ancestral que las caracteriza, las abuelitas dirigen aquel evento que transcurre hasta la madrugada. En efecto, después de la amonestación de Anita, escuchamos ese llorar lánguido proveniente de la cocina, apenas audible pero profundamente emotivo. En ese momento tomo conciencia de que es innecesario el volumen alto para hacerse oír. El sonido, apenas perceptible, ostenta la fuerza emotiva suficiente para taladrar el oído, para hacernos viajar por los campos de la congoja, del recuerdo, de la alegría y la pena. Tiene el aliento para conducirnos a una historia que aún estoy muy lejos de entender, pero que al menos pre-siento desde algún lugar de mi interior. En ese topoi sonoro, en ese lugar audiotópico (Kun, 2015), uno se encuentra con la tristeza de la mamá de Marcos.

El relato etnográfico,2 exordio del presente escrito, dilucida la conexión entre sonoridades presentes en un tiempo y espacio determinado. El sonido de los instrumentos musicales, el llorar de la madre de Marcos, la voz encrespada de Anita. Este encadenamiento de sucesos sonoros es, asimismo, un despliegue de emociones: la alegría por tocar un son, la tristeza de la mamá y el enojo de Anita al escuchar la música y el llanto. Las diferentes emotividades detonadas por la ejecución musical, de alguna manera son generadas por los distintos sentidos asignados por cada individuo a una serie sonora. No hay, necesariamente, una correspondencia lineal entre las emociones puestas en juego. La alegría de los músicos al ejecutar un son no desencadenó alegría en la audiencia. Por el contrario, generó tristeza en una escucha, enojo en la otra. Es decir, se detonaron diferentes ristras de sentido evidenciando la tendencia multívoca de la música.

Los distintos vectores de sentido, desplegados a partir de la ejecución musical, son detonados por la materialidad sonora que se hizo presente en un momento específico. Un lapso de tiempo y espacio en que dicha materialidad es percibida por el oído. Momento en que se hace audible y, en consecuencia, es reconocida socialmente. En este caso, se reconoce como un son de costumbre, un canario, un xochitlson, o simplemente como la música del maíz. Aunque efímera, la materialidad sonora instauró un punto de partida común para cada trayecto emocional. El son de costumbre constituyó el elemento detonante de un proceso semiótico, fuertemente ligado a la emocionalidad, encarnado de manera específica en cada individuo. Si la música constituyó un punto de partida de sentidos, fue debido a los procesos de semiosis previos que la conformaron como punto de llegada. Las acciones, imágenes, recuerdos, emociones, asociadas a determinadas estructuras sonoras, es un proceso social e históricamente construido. Su performance, su iterabilidad, en el sentido señalado por Derrida (1998), hace posible el reconocimiento de dichas estructuras, su desciframiento, su transmisión y, en última instancia, su eficacia en la dilatación de las emociones. La fuerza evocadora de la música, ilustrada en el relato etnográfico, plantea de alguna manera que los sonidos constituyen una dimensión específica a través de la cual los seres humanos interactúan.

Las distintas formas en que las personas, grupos humanos y sociedades, interactúan a través de la dimensión sonora es el punto de inflexión del presente trabajo. Estamos ante un amplio y complejo panorama que está comenzando a problematizarse desde diferentes perspectivas al interior del campo de las ciencias y las humanidades. La música ha sido uno de los primeros elementos que ha permitido explorar la dimensión sonora y la interacción humana, ya sea a partir de sus estrechos vínculos con el lenguaje (Mithen, 2007), o de sus capacidades cognitivas (Sloboda, 2012). El sonido ha sido abordado desde una perspectiva social y cultural (Feld y Fox, 1994; Seeger, 2004; Mcleod, 1974; Domínguez, 2007), también desde un enfoque filosófico (Nancy, 2007). Asimismo, se ha planteado el estudio del paisaje sonoro (Schafer, 1969) y la comprensión de la música a partir del estudio de las formas en que cada cultura organiza sus universos sonoros (Blacking, 2006). Surgió también ese campo específico de los Sound Studies que han generado diferentes abordajes de lo sonoro (Pinch y Bijsterveld, 2012; Sterne, 2012). El estudio de la dimensión sonora ha abierto el campo del estudio de la escucha (Shafer, 2013) y de la colonización de la escucha (Ochoa, 2014; González, 2011). También se ha abordado su relación con la oralidad (Sevilla, 2008). Sería pretencioso abordar aquí las discusiones en torno a este campo de estudio que se va expandiendo cada vez más. Sin tanta pretensión, las cavilaciones aquí expuestas surgen con el ánimo de caminar por estos amplios solares. Son travesías encaminadas a explorar los senderos del ritual. Aunque sean pasos balbuceantes, la reflexión ayudará a advertir, al menos, el amplio terreno por descubrir. Se parte del supuesto siguiente: el mundo también se construye, se conoce, se vive, desde la dimensión sonora (Feld, 2012). El mundo no sólo se ve, se escucha (Attali, 1995).

En este primer desbroce, la pesquisa hace énfasis en la dimensión sonora presente en el complejo universo ritual de “el costumbre” presente en la región Huasteca. Se aborda la importancia que tienen los sonidos en la configuración simbólica del mismo. Los sonidos en general, y las prácticas musicales en particular, se vinculan de manera estrecha con las emociones y la subjetividad de los individuos que participan en la celebración. Para adentrarnos en estos sinuosos caminos, se recurre a una etnografía que pone énfasis en los sonidos y sus vínculos con el proceso ritual. En éste, la música adquiere un papel protagónico. Por ello, las prácticas musicales adquieren cierta relevancia en el presente texto, y son consideradas como parte de la dimensión sonora bajo estudio. Aquí, la escucha intenta complementar el sesgo dado por lo visual en el trabajo de campo.

Desde el 2001 hasta el 2008 se visitaron varias comunidades de la Huasteca Hidalguense, Veracruzana y Potosina, con el propósito de estudiar las prácticas rituales. Si bien la investigación se enfocó de manera particular a los ceremoniales vinculados al maíz, siempre se siguieron los hilos de una urdimbre que llevó a la presencia de todo un sistema ritual. La metodología empleada consistió en el registro, durante tres años consecutivos, de los rituales de petición de lluvias, siembra y cosecha del maíz en la comunidad nahua de Chilocuil, Municipio de Tamazunchale, San Luis Potosí. Se realizaron bitácoras puntuales de la secuencia de las acciones, de la música, poniendo énfasis en los principales actores. Dichas bitácoras se acompañaron con un amplio catálogo audiovisual.3 A partir de los datos recopilados se estructuró un modelo general de este ritual. Posteriormente, dicho modelo fue comparando con rituales de otras comunidades nahuas de la Huasteca. A través de los diálogos con varias personas de estas poblaciones, en particular con músicos, se recopiló información para confrontar los datos ya obtenidos y ampliar nuestra comprensión del ciclo ceremonial. Por otra parte, se observó el ritual del Chicomexóchitl en Tecacahuaco, Municipio de Atlapexco, y Acatepec, Municipio de Huautla, ambos en el estado de Hidalgo. En estas comunidades observé el papel protagónico de las “abuelitas”, como se les dice cariñosamente en la región, durante la realización y defensa del ceremonial. Mi participación como músico en algunas ceremonias del Chicomexóchitl, particularmente en Tecacahuaco, acompañando a Marcos Peralta, me brindó la oportunidad de acercarme a la emocionalidad generada durante el ritual. Durante mucho tiempo visité diferentes familias nahuas, con quienes se han establecido profundos afectos y quienes me permitieron adentrarme en una cosmoaudición que transformó mi propia audición del mundo.

En el presente texto, la construcción del conocimiento se hace desde la inmersión en las subjetividades de quienes participamos en las relaciones cara a cara durante el trabajo de campo. Subjetividad que debe ser reconocida, como lo señala Aldana Boragnio (2016).4 Se parte de una autoetnografía que asume el carácter narrativo y literario de los textos antropológicos con la finalidad de retomar las emociones como una forma particular de conocimiento (Feliu, 2007). La etnografía, en tanto escritura (Geertz, 1989), también se corresponde con la afluencia de emocionalidades generadas en las experiencias de vida en las comunidades en donde se realiza la investigación. La emoción es un dato que ayuda a aproximarnos a las formas de interacción humana. Por ello, en este trabajo se retoma como parte de la descripción etnográfica. Dicha estrategia es, de alguna manera, lo que da ciertos guiños literarios al escrito. Nada nuevo. La relación entre literatura y etnografía ya ha sido abordada dentro del campo de la antropología desde hace varias décadas (Clifford, 2001; Clifford y Marcus, 1991). Dicha cercanía entre texto etnográfico y texto literario es aquí asumida con sus potencialidades y limitaciones. Los relatos etnográficos, a los que se recurre en este artículo, son, de algún modo, una forma de expresar y compartir mi propia experiencia y mi emocionalidad.

A primera vista, parecería que los sonidos, incluyendo la música como parte de la sonoridad, sólo acompañan al ritual y son intranscendentes para el conocimiento de esta práctica cultural. Sin embargo, la etnomusicología interesada en la indagación de la organización sonora de las culturas ha mostrado que en diferentes grupos humanos los sonidos son constituyentes fundamentales de los complejos rituales (Feld, 2013; Camacho, 2013). Los signos sonoros adquieren características particulares que ayudan a configurar la eficacia simbólica de la práctica ritual. Los sonidos, de manera conjunta con otros estímulos, sean visuales, olfativos, gustativos, táctiles, forman un complejo sígnico que, a través de un reforzamiento mutuo, construyen una realidad alterna que es interpretada como estar y vivir en el universo sagrado (Camacho, 2010). En este sentido, uno de los objetivos del presente ensayo etnomusicológico es contribuir al estudio del ritual, ampliando su comprensión desde una perspectiva aural y emocional. Otro objetivo es explorar la música como una parte de la dimensión sonora, evitando pensarla y estudiarla como un ente aislado. Se propone que la música, presente en los rituales del maíz, es un medio que ayuda a explorar la dimensión sonora de los mismos, que abre los oídos a la sonoridad de la risa, los gritos, el llanto, el gimoteo. Son trazos que están muy lejos de agotar el tema, pero que contribuyen a su reflexión y discusión. Desde este punto de escucha, regresemos a la región Huasteca y al llanto de la madre de Marcos, cuyas lágrimas riegan los recuerdos del ritual del Chicomexóchitl.

El llorar de Chicomexóchitl

En varias comunidades de la región Huasteca, la celebración del Chicomexóchitl es un agradecimiento al maíz, a los dueños del monte, de las nubes, de la tierra, del agua, del rayo, por conceder una buena cosecha y en consecuencia permitir la prosecución de la vida. El ritual del Chicomexóchitl se encuentra, en principio, vinculado al ciclo del maíz, y por ello su realización tiende a ser en el mes de septiembre, con la cosecha de los primeros elotes. También se realiza en el mes de mayo como petición de lluvias para que crezca el maíz y nunca falte el líquido divino. El Chicomexóchitl es parte del sistema ritual denominado “el costumbre”, del cual se hablará más adelante. La celebración tiene por objetivo devolver el don a las divinidades que hicieron posible que el maíz creciera sin contratiempos, o como dice la gente de la región de una manera directa y afectiva: “que el maicito se diera”. El maíz cosechado asegura el alimento primordial que ayudará a sortear el siguiente ciclo agrícola repleto de incertidumbres, de amenazas de hambre. Brinda la mínima autosuficiencia alimentaria para enfrentar la rapacería del sistema social global que malgasta el agua y la energía del mundo (Santiago, 2002).

En el Chicomexóchitl se ofrecen las primicias a los dioses y a los hombres en forma de elotes hervidos, atole de maíz, mole, tortillas, incienso, danza, música. Es el gesto de una ecología sagrada de la cultura nahua de la Huasteca. Expresión compartida con otras culturas presentes en este territorio del Oriente de México que han resistido los embates de la “colonización del imaginario” (Gruzinski, 1993) y la imposición de concebir a la “madre tierra” como un recurso explotable. Resistencia construida a partir de una visión alterna a la división entre naturaleza y cultura que se tiene en occidente (Descola y Pálsson, 2001). Si el maíz otorga el don preciado de la vida, es necesario devolverlo en forma de fiesta comunal, de fiesta para todos. Hay que recibir alegres la llegada del cereal divino a los hogares; es alegría profunda desgajada en risa, llanto y suspiros. Es el momento de llevar a cabo la reciprocidad con las divinidades y mantener la relación armoniosa con todos (Szeljak, 2003; Camacho, 2010).

Esta fiesta del maíz implica la unión de los dioses con la humanidad. Al mismo tiempo, favorece las relaciones sociales entre los diferentes seres que constituyen lo humano y lo no humano, categorización generada por una ontología amerindia. Así, se fortalece la unidad de la cultura, cuya diferencia principal está en su expresión como naturaleza y en las diferentes perspectivas responsables de mirarnos unos a otros similares y disímiles. “La cultura o el sujeto serían aquí la forma de lo universal; la naturaleza o el objeto, la forma de lo particular” (Viveiros de Castro, 2003: 36). Es la estrategia que han brindado los señores del universo, Huey Tata y Huey Nana, el gran padre y la gran madre, para asegurar que sus hijas e hijos mantengan sus corazones abrazados y floridos. Hay que estar alegres, el maíz está con nosotros, no se ha ido a la montaña sagrada. Una vez más vuelve a ser el alimento que mitigará el hambre siempre ceñida sobre las comunidades nahuas empobrecidas por el despojo de sus tierras, por la explotación de su fuerza de trabajo en los campos agrícolas, en la industria de la construcción, en el servicio doméstico. Por el abuso de los intermediarios, de los caciques, por el intercambio desigual de los productos de su trabajo (Bartra, 2006). La fiesta del maíz también ayudará a los jóvenes nahuas a enfrentar su vida repleta de obstáculos, en particular auxiliará a los migrantes que sufren las agresiones recibidas en las urbes y centros laborales por el sólo hecho de provenir de una cultura diferente a la urbana. Por hablar un idioma distinto al de las culturas hegemónicas (Moreno, 2008; Díaz, 2008).

Chicomexóchitl también es el nombre mítico del maíz en su advocación de infante y héroe civilizatorio. Su traducción literal sería “Siete Flores”. La denominación también alude a la semilla sagrada en su versión de niña: Macuilxóchitl, Cinco Flores. (Sandstrom y Gómez, 2004). Lo anterior hace referencia al desdoblamiento hierofánico de lo uno en lo otro, de lo femenino y lo masculino, de la unidad y complementariedad. Dualidad sagrada que conforma uno de los ejes de la concepción del mundo de las comunidades nahuas. Asimismo, Chicomexóchitl evoca una configuración sígnica relacionada con el espacio sagrado, el cual se concibe con los numerales cuatro y tres que, sumados, forman el siete. Son los cuatro rumbos más el arriba, abajo y el centro. Este último es el punto intermedio, el hábitat de los seres vivos, lugar desde donde se elevan las plegarias a las divinidades, punto de orientación en el espacio del vivir. El siete y la flor misma remiten a lo sagrado, al universo florido, deificado, hacedor de la vida. Chicomexóchitl es el maíz, la semilla sagrada, la ceremonia, el ser mítico, presencia de la unidad, de la totalidad, parte que remite al todo y al mismo tiempo es el todo que se expresa en cada parte. Axis mundi. Imagen con una gran extensión de su aureola imaginaria (Bachelard, 1997). Símbolo que condensa una lógica de saber, una forma de pensar y sentir el mundo.

Las lágrimas de la madre de Marcos develaron una problemática que se vive actualmente en la Huasteca: la persecución y denostación que viven las personas que construyen su vivir en torno a Chicomexóchitl, el niño y la niña maíz. En otras palabras, se trata de la violencia simbólica de que son objeto las culturas nahuas de la Huasteca. Violencia que también debe considerarse a partir del impacto emocional que experimentan los habitantes de las comunidades nahuas. Si el mundo subjetivo y las emociones han sido marginados por las ciencias sociales, aquí se vuelven el punto principal de reflexión. Es decir, aquí se apunta a la experiencia de dolor que viven las abuelitas nahuas de la Huasteca al ser violentadas por una sociedad que les niega el derecho a mantener sus ancestrales formas de ver, oír y sentir el mundo.

Hasta el día de hoy, el ritual denominado “Chicomexóchitl” sigue siendo perseguido por las diversas religiones avecindadas en la Huasteca, las cuales consideran que se trata de una práctica idolátrica y diabólica, al igual que hace más de quinientos años, cuando comenzó la invasión ibérica, la conquista espiritual y económica. Venas abiertas de América Latina (Galeano, 2004) que hasta nuestros días no dejan de sangrar. Asimismo, esta práctica religiosa ha sido denostada constantemente por las escuelas de la región, incluso por aquellas denominadas bilingües y biculturales, basándose en el paradigma positivista que niega sistemáticamente otros saberes, principalmente los correspondientes a las culturas matriciales de Indoamérica. Estamos ante una persistencia-resistencia de más de 500 años. Nos encontramos ante una guerra de conquista y exterminio que aún no ha terminado y prosigue hasta nuestros días, con las ventajas y la sofisticación que brinda la sociedad moderna armada de “ciencia y tecnología”; con la hegemonía de una epistemología eurocéntrica (Sousa Santos, 2009) y el poder del ejército al servicio de las grandes empresas capitalistas. Las instituciones gubernamentales, incluyendo aquellas abocadas al “desarrollo de los pueblos indígenas”, o las encargadas de concretar las políticas culturales en estas comunidades, consideran a estas prácticas religiosas válidas sólo como atractivo cultural y turístico. Paisaje sonoro exótico, explotable, generador de dividendos para las empresas regionales y los políticos en turno. La música y la danza se cosifican, son promocionadas desarticulándolas de sus contextos rituales. Se llevan a escenarios de luces y colores que intentan colorear y lucir artificialmente la explotación y la marginación de los pueblos matriciales indoamericanos, como es el caso del Festival Cumbre Tajín5 o los concursos que se realizan en varias cabeceras municipales de la Huasteca para celebrar el día de muertos, celebración que en la Huasteca recibe el nombre de Xantolo.6

Los coyome (coyotes), mestizos habitantes de la región Huasteca, con una visión caciquil conservada hasta nuestros días, tildan las expresiones culturales de las comunidades nahuas de resabios de una barbarie que ya debería ser sepultada de una vez y para siempre por la modernidad y la llamada civilización (curiosamente aquella que está desolando al planeta con su contaminación crónica, con el agotamiento de los recursos naturales y deshumanizando a la humanidad). Dichas prácticas vinculadas al Chicomexóchitl son calificadas de paganismo, de brujería, son consideradas supersticiones de “gente inculta” que retrasan el supuesto desarrollo de México. Nación que ha negado a las culturas de los pueblos originarios, desde siempre y hasta la actualidad, el derecho de existir en la diferencia, a pensar y pensarse diferente, a tener un proyecto alterno de vida y de sociedad.

Doña Sabina, la madre de Marcos, lloraba porque una parte de la comunidad de Tecacahuaco, Municipio de Atlapexco, Hidalgo, se negaba a realizar “el costumbre”. Otra parte de la población presionaba, incluso de manera violenta, para que se dejaran atrás esas prácticas.7 Muchas de estas personas que están en contra de “el costumbre” son apoyadas por los sacerdotes o representantes de las distintas religiones presentes ahora en la Huasteca, como es el caso de los católicos, evangelistas, testigos de Jehová, por mencionar algunas. Para Sabina y para otros habitantes de esta comunidad, en particular las abuelitas, suspender la realización del Chicomexóchitl es sinónimo de abandonar y desamparar al niño maíz, de voltear la espalda a quién se sacrifica por los hombres para ser el alimento diario. Al parecer, la gente está siendo incapaz de comprender y aceptar que el cereal tiene vida. Más aún, nos otorga la vida. Las mujeres y hombres sabios de la Huasteca declaran y pregonan constantemente: él es nuestra sangre, nuestra carne, nuestro sustento (Sandstrom, 2010). Por ello, cuando se le desampara, dicen en la comunidad que se le escucha llorar por las noches en las milpas, en las veredas, en el traspatio.8 Desde ese dolor y lagrimear del niño maíz, que escuchan los oídos abiertos y sensibles de las abuelitas, viene la fuerza emotiva del llanto de la mamá de Marcos. Sus lágrimas desnudan drásticamente la violencia simbólica que las abuelitas experimentan en los más profundo de su ser.

Sonidos de “el costumbre”

La música evoca recuerdos, rememora, hace presente el pasado. Es parte de una memoria sonora colectiva que a su vez forma parte de una memoria ancestral de la comunidad. Es una lucha contra el olvido al que han sido condenadas las culturas matriciales de Indoamérica. Los sonidos presentes en el ritual conforman estrategias mnemotécnicas. Cada sonido lleva a otros sonidos, imágenes, situaciones pasadas, acontecimientos significativos, intimidades. Encamina a recordar otros rituales. Aquellos en donde la abuela, aún viva, gritaba desde la cocina para que se le ayudara a cargar el bote en donde se preparaba el nixtamal. En donde el abuelo, junto el nieto, tejían los xochicozcatl (collares de flores de cempaxúchitl) para ser colocados en los cuellos de los anfitriones y de los niños encargados de bailar el maicito. Historias donde los protagonistas son las personas de la propia comunidad, sean humanos o divinos. Son memorias subterráneas, que aún desde su marginalidad, desde su acallamiento, se oponen a la memoria nacional (Pollak, 2006).

Al escuchar un “son de costumbre”, fuera del contexto ritual, los sonidos tienen la fuerza suficiente para detonar emociones en los escuchas. Como si las estructuras sonoras, por sí mismas, tuvieran ese poder evocador. Sin embargo, como se señaló anteriormente, este poder evocador proviene de procesos semióticos anudados a la realización del ritual desde mucho tiempo atrás. Emana de una temporalidad perdida en el propio tiempo. In illo tempore. Procesos que tienen un largo devenir histórico y cuya iterabilidad, su vuelta a poner en escena, da la posibilidad de sedimentar un conjunto de significados conceptuales y emocionales que se tejen haciendo una textura sígnica densa. Es producción de presencia y producción de sentidos, en tanto que la experiencia estética refuerza los significados y éstos, a su vez, refuerzan la experiencia estética. En palabras de Gumbrecht (2005), estamos frente a una oscilación entre efectos de presencia y efectos de significado. Más adelante se apunta al proceso en que se va generando una densidad sígnica tal que hace posible una realidad y su rememoración: su presencia y su significado. Densidad que se refuerza a partir de la realización de un conjunto de rituales que se denominan genéricamente como “el costumbre”.

“El costumbre” es un sistema ritual presente en la Huasteca, el cual está integrado por diversas prácticas sagradas que poseen un carácter cíclico y que en general tiene por objetivo establecer el diálogo entre los hombres y los dioses con la finalidad de prevenir o restablecer el orden y la armonía del universo (Camacho y Alegre, 2002). En este sistema ritual se adscriben rituales agrícolas, de curación, de petición, de solicitud de permisos, entre otros.9 Este sistema ritual posee una dimensión sonora que permite digitalizar10 y organizar el tiempo y el espacio sagrado a partir de los sonidos en general y de la música en particular. Los sonidos diferenciados permiten hacer evidentes los distintos lapsos y/o la presencia de los seres sagrados. La campana, ejecutada por la señora que conduce el ritual, remite al inicio de la ceremonia con la presencia del niño maíz. En varios mitos, éste toca una campana, o la levanta él solo y la coloca en el campanario (Camacho, 2008). Cuando suena la campana, el espíritu de Chicomexóchitl se hace presente.

La música genera una secuencia sonora que perfila el proceso ritual y lo hace audible. En este sentido, el saber-hacer musical se encuentra integrado, incorporado al sistema de “el costumbre” a partir de su iterabilidad en las diferentes ocasiones de ejecución. A su vez, éste último les da sentido a las distintas prácticas musicales. A través de su dimensión sonora y, en particular de la música que hace presente una determinada temporalidad, el ritual traza su correr en el tiempo, perfila sus acciones y etapas. Se esquematizan los vaivenes propios de una celebración que es única, irrepetible.

Los sonidos de los cohetes y el son del saludo anuncian el inicio de la celebración. Son parte de un sistema de llamadas que permite a la comunidad coordinar acciones. Los cohetes anuncian que el ritual en la milpa ha concluido y que los hombres inician su retorno a la comunidad, al hogar. Las mujeres se apuran a atizar los fogones, a echar tortillas, a preparar el café que se servirá a los hombres para aminorar las fatigas del trabajo. Los sonidos de la casa son indicadores de la efervescencia de la fiesta del maíz. Expresan el aumento de la actividad en la cocina. Un cohete recorre el cielo de la noche aún tímida, desgarra el silencio celeste. Su explosión anuncia la cercanía de la comitiva de hombres que vienen de la milpa con la cosecha de mazorcas a cuestas. Las mujeres salen al encuentro, escuchan a lo lejos la música del trío huasteco y apuran el paso. Los sones se oyen cada vez más cerca. Las manos de las mujeres se hunden en los morrales de ixtle, en las bolsas de plástico, se preparan para arrojar pétalos de cempaxúchitl al maicito que viene de nueva cuenta al hogar. El encuentro es fascinante, majestuoso, sublime. Todos nos cubrimos con flores, estallidos de cohetes, música, alegría, lágrimas, sollozos, bendiciones. Somos mujeres y hombres de maíz.

Enmarcada en una determinada estructura, en un código, en una “gramática ritual”,11 la puesta en escena de dicho ceremonial, incluyendo su dimensión sonora, nunca es la misma. Siempre sorprende en su diferencia y en su similitud con otras anteriores y con aquellas que se realizan en las comunidades aledañas. Es la conducta reiterada, doblemente reinstaurada (Schechner, 2011). Es a partir de un conjunto de reglas y acciones que cada performance ritual adquiere su especificidad. Particularidad que, al tiempo de su expresión, va delineando, con el transcurrir del tiempo, el movimiento, la dinámica, de esa “gramática ritual”. Es unidad expresada en diversidad y es lo diverso que sostiene la unidad. Es performance sonoro, puesta en escena que suena, sonido manifiesto, expresión de un ocurrir, de un concurrir en un tiempo y un espacio determinado, sonido presencia, existencia de voluntades unidas, acopladas con el objetivo de mantener la armonía de la vida.

La música delinea una parte de la dimensión sonora que conforma el ritual, junto con otros sonidos que están presentes durante la celebración, como la campana, los cohetes, los rezos y, por supuesto, los sonidos generados en el contexto del ritual mismo. Sonidos provenientes de las manos que en la cocina dan forma a la masa de maíz para hacer las tortillas, de los fogones que chirrían al ser atizados con los sopladores de palma, de la agitada vida de chicharras, grillos, ranas, pájaros, que tiene lugar en los traspatios, en las orillas de los ríos, en los arbustos, en los árboles que se tienden sobre las casas y veredas. Todos estos sonidos remiten a los preparativos de la fiesta. Poco a poco se van preparando los corazones de los participantes, en la expectativa de la celebración, en el deseo de volver a vivir esa experiencia. Se construye un entorno sonoro que conjuntamente con otros estímulos, visuales, olfatorios, gustativos, van construyendo un tamiz adecuado para la exacerbación de las emociones. La música conlleva a “el costumbre”, al maíz, y con ello hace presente el trabajo de mujeres y hombres que han hecho posible el momento milagroso de esta celebración. Escuchar los sones denominados “canarios”,12 interpretados por el violín, la jarana y la huapanguera, es decir, la música sagrada del maíz, recuerda la celebración misma. Vuelven a correr en el tiempo de la memoria, los instantes en donde se sahúman las flores y los instrumentos de trabajo empleados para la pisca del cereal divino, la bendición de los alimentos que serán entregados a nuestra madre tierra. La música remite a los patlaches,13 a los tamalitos de frijol, alimentos sagrados depositados en la boca de la milpa con mucho amor, al brindis ofrecido a la tierra, denominado tlatzikuines.14 Se rememora el momento del baile del maicito realizado por los infantes o las abuelitas, según sea el caso. Las coreografías conformadas por siete pasos hacia adelante, siete pasos hacia atrás, las siete vueltas a la derecha y a la izquierda, demarcando el tiempo y el espacio santificado, configurado con el número siete (Camacho, 2013).

Los sones que se ejecutan dentro del ritual configuran una estrategia autorreferencial: el son del elotito recuerda al son con el mismo nombre ejecutado en los rituales anteriores, al igual que el son de la ofrenda remite al son ejecutado con antelación en otras ocasiones musicales. La iteración de los ejemplos musicales es una restauración de la conducta, como lo señala Schechner (op. cit.), que refuerza un discurso musical cargado de recuerdos, de emociones generadas en un pasado que danza con el presente. Es memoria codificada en signos sonoros, diálogo entre individuo y comunidad que se retroalimentan mutuamente, eficacia construida entre uno y otro. Al mismo tiempo, estos sones remiten a la ofrenda puesta en los altares, axis mundi doméstico; a los elotes adheridos a la planta del maíz con sus cabellos rojizos esperando pacientemente transformarse en mazorcas a la luz del sol, a los elotes colocados en las redecillas de ixtle para ser transportados a los hogares. Se trenza una malla de recuerdos, una memoria tejida con hilos provenientes de diferentes dimensiones de percepción y de tiempo que se conjuntan para conformar una retórica desplazada en el eje de lo diacrónico y lo sincrónico, retórica eficaz y profunda.

La música está presente en los rituales correspondientes al sistema de “el costumbre”. Más allá de “acompañar” su realización, es un componente fundamental del mismo, es un segmento de la dimensión sonora que se interrelaciona con otras dimensiones percibidas y organizadas por los sentidos con la finalidad de construir una realidad alterna: el mundo sagrado. Está muy lejos de ser un mero accesorio o un simple adorno prescindible e intercambiable sin el menor reparo y consideración. La música suena y en ese sonar hace cosas, a la manera en que John Austin (1990) planteaba ese hacer cosas con palabras. A la vez que la música sucede (Madrid, 2009), hace algo más que simplemente sonar, y en eso estriba su importancia y presencia en los contextos rituales. Por ello, la invitación de los músicos tiende a ser prescriptiva. Es decir, sólo se considera invitar a ciertos músicos de acuerdo a su competencia musical y ritual, la cual se basa en el saber hacer música dentro del contexto protocolar celebratorio. El performance musical se ciñe estrechamente al transcurso del ritual, entra en diálogo constante y creativo con todos los elementos que conforman el rito, como la danza, los rezos, la comida, los desplazamientos de las personas. Las diferentes expresiones en diálogo, entretejidas, fusionadas, construyen un vector de significado general que refuerza los sentidos de cada una de ellas. La música, en su andar efímero, atraviesa las diferentes elementos del ritual y a su vez se va impregnando de ellos. Hilos de una trama compleja, siempre hecha en el momento, en ese tiempo y espacio irrepetible, con la promesa de que volverá a ser puesta en escena, ser tejida, con la voluntad de destejerse sólo para volverse a anudar una y otra vez.

En las celebraciones de “el costumbre”, la música se encuentra articulada al maíz, símbolo dominante (Turner, 1999) presente en todo el ritual. Así, el vector de significado en torno al cereal divino se va desgranando en cada individuo, en la colectividad, en todas las dimensiones (visuales, auditivas, olfativas) que conforman cada performance. Los sones ejecutados a lo largo del ritual construyen una secuencia sonora emotiva, un discurso que subraya la rugosidad de la celebración, su transcurso heterogéneo a partir de los cambios en los estados anímicos. Los rituales del maíz tienen una secuencia particular, una topografía accidentada de montañas y valles. Momentos de mayor emotividad y momentos en que la emotividad entra en un estado de descanso, de somnolencia. Emotividad adormilada, esperando nuevamente el momento en que habrá de aparecer con esa intención y esa intensidad que se vuelca sobre todo, que lo devora todo transformando la realidad a partir de la intensificación de la vivencia gracias a la emocionalidad generada.

Por lo regular, los rituales de “el costumbre” inician con el son del canario o con un son denominado saludo. En efecto, la música es, en ese momento del performance, un saludo a las divinidades del panteón nahua que son concebidos como los señores15 de la tierra, del agua, del viento, del maíz, del monte. Para algunos músicos nahuas de la Huasteca es imprescindible comenzar con esta categoría de sones, ya que todo protocolo de interacción entre seres humanos y, entre seres humanos y seres sagrados, implica la cortesía del saludar. El saludo es la estrategia fundamental para accionar con el otro, sea humano o sagrado. Abre el canal de comunicación que de ahora en adelante será empleado una y otra vez. Saludar es aceptar y mostrar la disposición al diálogo desde el respeto mutuo. Así, se saluda con música a los seres que conforman el universo sagrado, es el llamar delicado, respetuoso, amoroso. Se les convoca a estar presentes en el altar con la finalidad de que escuchen los “canarios” ofrecidos, de oír las plegarias, las oraciones, las peticiones. La música, en este caso, es el medio que pone en contacto el mundo de los hombres con el universo de los dioses. Es el medio que ayuda a los individuos de una colectividad a coordinar sus acciones. A conducir sus emociones, sus recuerdos y sus expectativas a un solo cuerpo comunal. Es el cuerpo social el que vibra como unidad a partir de la diversidad de cada una de sus partes.

El canario tradicional muestra una tendencia a ser ejecutado al inicio de las ceremonias de “el costumbre”. Incluso, algunas danzas de la Huasteca, inician su performance con este son. La razón de ello es que el canario tradicional abre las puertas del Xomoconco, como señala Teodoro Hernández de la comunidad de Coapilol. Universo sagrado, lugar en donde habitan los dueños, los seres divinos (Camacho, 2013). Aquí, la música es una llave que abre las puertas del mundo de los dioses, es el sonido mágico que tiene ese poder de abrir las cerraduras sagradas, a la manera del abracadabra que debe ser enunciado correctamente y en el momento preciso. Es similar a las palabras cabalísticas, vacías de un sentido literal, al menos para los humanos, porque las divinidades lo entienden perfectamente. Vocablos despojados de una semántica precisa, sólo son sonido en juego, de manera similar al juego de la música. Sin el son apropiado y ejecutado en el momento oportuno, los postigos del universo divino seguirían cerrados.

La presencia sonora del maíz

La música del maíz ostenta la fuerza necesaria para rememorar el ritual como conjunto de experiencias, unidad que en el momento mismo del recordar explosiona en la cabeza dando lugar a los múltiples elementos que la constituyen, a las numerosas acciones que instituyeron y se conformaron en un tiempo y un espacio significativo del convivir humano. En este caso, la música tiene el poder de convocar a las imágenes impregnadas en la mente. Imágenes convocadas a rondar, una vez más, en ese imaginario vagabundo, inaprensible. Posee el potencial para volver a experimentar los movimientos corporales. Aquellos prendados en cada parte del cuerpo. Memoria cinética reforzada año con año. Inviste la fuerza para emplazar de nueva cuenta las historias y anécdotas que se contaron, se sucedieron, se inventaron. El llanto, la risa y toda la emocionalidad, compañera de la puesta en escena del ritual, de su transcurrir en la vida de cada uno de los participantes, es revivida.

La dimensión sonora de “el costumbre” rememora el todo y cada una de sus partes, remite al entramado dialógico en el que se ponen en relación y acción los signos del conjunto: maíz, trabajo agrícola, instrumentos de labor, fiesta, cooperación, divinidades, flor, alimento… por mencionar algunos. Hace emerger un deslizamiento continuo de significantes en donde se reconstruyen relaciones y se forman otras nuevas bajo un conjunto de reglas ocultas al consciente y, por ello, adquieren un atributo extra-ordinario, una autonomía asombrosa. Es un acontecer insólito, rebelde, renuente a ser controlado por el raciocinio, por el logos mismo. Los signos puestos en juego adquieren diferentes posiciones, juegan con ellas, se mueven en diferentes trayectorias conformando nuevas semiosis. Se articulan de manera incesante en esa voluntad de ser inaprensibles. Establecen jerarquías a partir de su densidad sígnica, de su potencial evocador de imágenes en las audiencias, donde sabemos de antemano que se pone en acción el diálogo entre lo social y lo individual, logrando, al menos en ese momento, desdibujar la paradoja presente en el vínculo entre estos ámbitos. Por un momento y, aunque sea un artificio de la percepción, el ser individual y el ser social son uno al participar en el mismo evento, al constituir una parte de esos puntos de anudamiento, de intersección, de confluencia de significados. Puntos de encuentro que se revisten de univocidad, pero que cargan el peso de lo multívoco, como si fuera un recordatorio de la imposibilidad de amarrarse a uno solo de los significados. Puntos que se vuelven significantes a través de los múltiples significados. Con la posibilidad de cambiar las posiciones y las jerarquías, estableciendo una dinámica ligada a cada uno de los contextos de ejecución, a cada una de las experiencias siempre únicas.

En el transcurso sonoro del ritual del agradecimiento al maíz, hay sones que adquieren cierto papel protagónico. Son nodos donde convergen diversos significados y, en consecuencia, adquieren esa densidad sígnica referida en los párrafos anteriores. En las celebraciones de “el costumbre”, dichos ejemplos musicales tienden a estar presentes en momentos relevantes del ritual y sobresalir dentro de una secuencia de sones, ya sea por las veces en que son ejecutados, por el lugar que ocupan en el transcurso de la celebración o por la emocionalidad que desencadenan en las audiencias. Son demarcadores temporales y tienden a estar ceñidos a ciertas acciones rituales consideradas relevantes. Es el iniciar saludando, colocar la ofrenda, brindar los alimentos a la milpa, recibir al maíz en el hogar del anfitrión de la celebración. De esta manera, se constituye una dimensión sonora significativa de la acción ritual.

El caso de Chilocuil

Chilocuil, Tamán, es una comunidad nahua enclavada en la sierra, al sureste del municipio de Tamazunchale, en la Huasteca Potosina. Dicho municipio se encuentra ubicado en el suroriente del estado de San Luis Potosí, al pie de la Sierra Madre Oriental de México.

En esta comunidad se realiza la celebración del ritual denominado Tlamanes.16 La palabra es traducida por los habitantes de la localidad como “agradecimiento”. En efecto, se trata de un agradecimiento a la tierra y a todos los dueños que hicieron posible obtener la cosecha de maíz. Durante esta ceremonia se ejecutan sones (con el violín, la jarana huasteca y la huapanguera), los cuales son denominados genéricamente como “canarios” (Camacho, 2013). Al revisar la secuencia de todos los sones interpretados en el tiempo que dura el evento antes referido, se observa que hay ejemplos musicales que se repiten constantemente. Estos constituyen los entornos acústicos de los momentos y transcursos significativos del ritual, por lo cual se considera una presencia cardinal en todo el discurso sonoro expresado durante la celebración. Sobresalen tres de ellos: el canario tradicional, la Xochipitzáhuac y el Chiconcanario. Los músicos de Chilocuil señalan que el canario tradicional y la Xochipitzáhuac “son especiales” debido a que se encuentran relacionados con la Elocruz y la Piloxanconetzi, figuras hechas con mazorcas que personifican a Jesucristo en la Cruz y a la Virgen, respectivamente. Durante el ritual se observan varios puntos de contacto entre las piezas musicales antes señaladas y las deidades referidas, instaurando una correspondencia entre símbolos auditivos y visuales. La Elocruz (cruz de elote) y la Piloxanconetzi (Virgencita) son símbolos dominantes correspondientes a la dimensión visual, mientras que el canario tradicional y la Xochipitzáhuac (flor delgada) lo son de la dimensión auditiva.

Fuente: Google, 2015.

Figura 1 Mapa de Chilocuil, Tamán, Municipio de Tamazunchale, San Luis Potosí, México. 

Los pares simbólicos arriba referidos, según algunos músicos de Chilocuil, adquieren un carácter masculino y femenino, el cual se subraya a partir de un conjunto de relaciones indexicales. A la Elocruz se le coloca un paliacate rojo con la finalidad de cubrir y formar su parte posterior. Cada extremo del pañuelo es amarrado a las puntas de la cruz formada con las mazorcas. Hay que recordar que los hombres llevan el paliacate ceñido al cuello durante ciertas celebraciones, o cuando salen a trabajar. Es parte de la indumentaria masculina empleada en la región. Se trata de una prenda varonil, por lo cual, en este caso, se desempeña como un índice de la cualidad masculina de la Elocruz. En contraste con lo anterior, la Piloxanconetzi es vestida con la indumentaria utilizada por las mujeres de la comunidad: falda, blusa, velo blanco, incluyendo, aretes, collares y una trenza hecha con los cabellitos de las mazorcas cosechadas, rematada con listones de colores. Otro índice de los atributos masculino y femenino son los ámbitos donde las figuras de maíz son confeccionadas. La Elocruz es elaborada por los hombres en el patio, mientras que la Piloxanconetzi está hecha por las mujeres en el interior de la casa. Lo antes señalado se refuerza por el hecho de que durante el baile del maicito, los niños, con un paliacate rojo al cuello, cargan la Elocruz, mientras que las niñas, con un velo blanco sujeto a la cabeza, llevan en los brazos a la Piloxanconetzi. En el contexto del baile las niñas y los niños son las semillas de los hombres. Al mismo tiempo, son de las semillas del maíz en su pareo teofánico: Chicomexóchitl y Macuilxóchitl.

Los músicos de la comunidad de Chilocuil señalan que hay una correspondencia entre la representación visual y sonora del maíz. Maurilio Hernández comenta que la Xochipitzáhuac es el único canario que tiene letra, la cual refiere a la Virgen y a Tonantzin, personajes fundidos en una sola figura. Para este músico, la alusión de la letra a “Tonantzin, Santa María Guadalupe”, junto con el hecho de que es el único canario que se “canta”, es una clara muestra del carácter femíneo del son y en consecuencia de su correspondencia con la advocación femenina del maíz: la Piloxanconetzi. En contraparte, el canario tradicional es percibido con una cualidad masculina debido al comportamiento que tiene dentro del ritual. Por ejemplo, se ejecuta para abrir las puertas del mundo divino, “sirve para saludar a los dueños”, “acompaña” a la Xochipitzáhuac. De esta manera, se configura una imagen sonora del maíz en su advocación masculina y femenina: la Xochipitzáhuac es una expresión acústica de la Piloxanconetzi y el canario tradicional de la Elocruz.

El son denominado Chiconcanario (“siete canarios”) es otra de las piezas musicales relevantes dentro del ritual. Los músicos señalan que dicho son se compone de siete canarios que se van mezclando sin detener la interpretación musical, a la manera de un popurrí. Para Felipe Hernández, especialista y “director” del ritual, así como para varios músicos, el son del Chiconcanario debe comenzar con el canario tradicional seguido de la Xochipitzáhuac y posteriormente se pueden ejecutar otros sones. La sola mixtura sonora del canario tradicional y la Xochipitzáhuac es, para algunos músicos, ya un Chiconcanario. Éste es una de las piezas musicales con mayor duración y se ejecuta de manera particular en el baile del maicito, momento en el que se pone en escena el encuentro de los ámbitos masculino y femenino, el afuera y el adentro, la calle y la casa. Las niñas y los niños, portando las imágenes recién confeccionadas del maíz, junto con las elaboradas el año anterior, bailan debajo del arco. Son cubiertos con pétalos de flor de cempaxúchitl arrojados por las mujeres de la casa y de la comunidad que en ese momento relevante participan en el evento. El son del Chiconcanario se ejecuta en ese instante, en este lapso que ha convocado a una buena parte de la comunidad a presenciar el esperado baile del maíz y a celebrar la entrada del cereal divino al hogar. Como ya se dijo, el numeral siete alude al tiempo y al espacio sagrado. Por consiguiente, el Chiconcanario remite en principio a la dimensión sonora del ámbito de lo santo. Es a partir de la música que se instaura la comunión entre los dioses y los hombres. Por ello se ejecuta para el baile del maicito, ocasión en que lo divino deviene en humano y lo humano en divino, momento del intercambio de dones (Mauss, 2009; Camacho, 2010). El maíz, como divinidad, ingresa a la casa y a cambio los hombres le ofrecen comida, aguardiente, tabaco, copal, flores y canarios. También es el tiempo en que lo masculino y femenino se une. El performance del baile del maicito es similar al de las bodas, en las que también se ejecuta el canario tradicional y la Xochipitzáhuac. Es una hierogamia sonora, fusión de lo humano con lo divino, del afuera con el adentro, es el axis mundi sonoro formado con la unión de estos sones.

El anudamiento de los símbolos en torno al maíz, el reforzamiento mutuo de sus tramas significantes, el entrecruzamiento de las dimensiones sonoras y visuales, constituye un complejo dispositivo audiovisual que incrementa la densidad sígnica, la aureola imaginaria que de por sí tienen estos signos. Todo se conjuga y da por resultado un devenir altamente emotivo. Se detonan estados emocionales entre los participantes del ritual que hacen patente la presencia sagrada. Constatan su ser en la profundidad del ser, en la interioridad de cada individuo. La subjetividad se desvanece, se desdibuja como algo subjetivo en tanto se presenta como fenómeno colectivo. En este contexto festivo particular hay un desplazamiento de lo subjetivo a lo objetivo. En otras palabras, el sentir una fuerte emoción hace verosímil aquello que de forma iterativa la detona, la produce. Así, en el momento del ritual, donde se dispara una emocionalidad intensa que contrasta con las emociones generadas en la vida cotidiana (en el tiempo y espacio profano), la emoción experimentada es una prueba objetiva de la existencia de los seres sagrados. Son ellos los responsables de la emocionalidad generada en el momento de la puesta en escena del ritual, de construir los lazos afectivos que disponen a la cooperación, al cuidado del otro, al tequio necesario para la producción del maíz. Son los causantes de las risas que surgen para dar paso al llanto incontrolable. Lágrimas de alegría derramadas a la tierra como ofrenda, como agradecimiento por la cosecha de maíz. La subjetividad, en tanto que es construida en un hacer conjunto, en un performance determinado, logra que el sentir individual sea percibido como un sentir colectivo. Si todos viven una emoción en el ritual del maíz, la emoción entonces es una prueba de la presencia de los dueños y señores del monte, del agua, del viento. Es una retórica que refuerza la forma de ver, oír y sentir el mundo. Por consiguiente, la subjetividad se torna en criterio objetivo del universo divino y del mundo de los hombres. La emoción compartida es el punto de encuentro de ese gran universo conformado por seres divinos y humanos. Es la unidad de la diversidad.

La despedida

La música del Chicomexóchitl rememora el ritual del maicito, recuerda al niño maíz que se aparece en los caminos, en las veredas de los cerros, en los quicios de las puertas, que llora para que se le haga su fiesta y esté contento otra vez. Evoca el júbilo de estar juntos, el regocijo que produce el vaivén del cuerpo al bailar toda la noche frente al altar florido. Rememora el olor a copal, a café, a tabaco, a pan dulce, a tamales. Ritual que genera, en la memoria colectiva, la alegría de vivir en el compartir, a pesar de la violencia sufrida, la tristeza, la muerte, la impotencia, la rabia. Es el emocionar juntos desde cualquier locus de emocionalidad, sumergidos en ese bucle de retroalimentación positiva (Fischer-Lichte, 2011) generado entre músicos y audiencia. Bucle que conduce a la catarsis, a la experiencia del vivir y experimentar conjuntamente el universo sagrado. Estado extático colectivo que se perfila a lo largo del ritual y se difumina en la noche cálida, sonorizada por grillos y chicharras. La música del maíz hace patente una religiosidad popular, opuesta a la religiosidad oficial, la del coyome, la del mestizo. Y bajo el pretexto de concebir estas prácticas religiosas como idolátricas, los mestizos tienden a denostarlas. Religiosidad popular que confronta el canon instituido por la Iglesia y sus instancias locales, que se rehúsa a fenecer cuando se le niega el legítimo derecho de existir, que expresa la voluntad indomable de una manera de ver, oír y sentir el mundo y, por ello, de generar un proyecto alternativo de sociedad. Es también la remembranza de la prohibición del ritual, de la persecución de las mujeres y hombres que se han empeñado en mantenerlo presente, de la violencia física y simbólica que padecen las comunidades nahuas. Es el caso de doña Sabina, la mamá de Marcos Peralta, que se empeñó en mantener viva esta práctica cultural sorteando todo tipo de obstáculos, enfrentándose a ese elemento constitutivo y específico del patrón mundial de poder capitalista denominado colonialidad (Quijano, 2000). Colonialidad que se reproduce entre los mismos mexicanos, nutrida y afirmada por las instituciones, las empresas televisivas y por los medios de comunicación oficiales.

Muchos más significados de los aquí referidos se construyen y desencadenan al momento en que la música de “el costumbre” transcurre en un espacio sacralizado. En un tiempo que detiene su propio correr para dar cabida a una rememoración múltiple, a un recuerdo social de muchas aristas que se hacen presentes en el mismo tiempo. La música posee esa fuerza necesaria para hacer presente aquello ausente, para traer una y otra vez esa configuración de significados que resulta de la articulación de las experiencias de vida con cada performance musical vivido. Capas de vida sedimentadas en el cuerpo mismo, vetas que lo conforman como entidad social inmersa en un proceso histórico determinado, que lo ubican en el flujo de ser en el mundo. Experiencias de vida que se entrelazan en el individuo mismo y en la colectividad. Emociones que se empalman. Urdimbres hechas con hilos, cintas y cordeles de distintas temporalidades, de diferentes personas, de múltiples intimidades, para configurar un solo cuerpo social, un solo tiempo. El tiempo presente del vivir que contiene y estructura el pasado y el futuro, que es causa y producto de la interacción de todos y de cada persona en particular. El tiempo en que la música y el ritual suceden.

El llanto de la madre de Marcos Peralta detona una historia, un acontecer. Un dolor que está muy lejos de ser único e individual. Es el dolor compartido por las generaciones violentadas por mantener su lealtad al niño maíz, ente nutricio, dador de vida, sangre de nuestra sangre, carne de nuestra carne. Por defender su derecho construir su sociedad con los dueños del monte, con los dueños del viento, la lluvia, con la pareja divina, Huey Tata y Huey Nana, señores de la tierra, del cielo y el inframundo. La mamá de Marcos murió con esa pena, con esa congoja. Quizá la misma pena y dolor que ha embargado a muchas abuelitas. Aflicción inscrita en los juegos de las comparsas de huehues, también llamados viejos, que deambulan durante el carnaval y el Xantolo. Cuerpos danzantes de los propios muertos, que se vuelven memoria ancestral para nunca olvidar. Para mantener viva la raíz de la ceiba, del sabino, del maíz, a pesar de la memoria ultrajada. Ahora, cada vez que toco o escucho un son de costumbre, no puedo evitar sentir en lo más profundo de mi ser ese dolor que también me fue compartido. Sollozos que horadaron mi corazón y quebraron mi pensar. Las lágrimas de la mamá de Marcos son granos de mazorca que caen sobre la tierra.

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1En varias comunidades de la Huasteca, se emplea la categoría de “el costumbre” para referirse a un conjunto de rituales agrícolas.En este caso se le asigna un carácter masculino.En algunas comunidades se distingue de “la costumbre”, término que alude a las formas acostumbradas. En otras, se usa indistintamente “el costumbre”o “la costumbre”para referirse a estos rituales agrícolas. La categoría es polisémica y más bien hace referencia a campos semánticos cuyos límites varían dependiendo de cada comunidad.

2Este relato surge a partir del trabajo de campo realizado en Tecacahuaco de manera conjunta con la etnomusicóloga Lizette Alegre. Retomo un hilo de la trama profundamente emotiva. Para ver la urdimbre, véase el apartado “Chicomexóchitl” en Alegre, 2012, pp. 42-49.

3Se puede consultar el disco compacto producto de esta investigación: La música del maíz. Canarios: sones rituales de la Huasteca. Publicaciones Discográficas de la Dirección General de Culturas Populares/Escuela Nacional de Música/Seminario de Semiología Musical/Universidad Nacional Autónoma de México, 2003.

4“El investigador no puede distinguirse de la experiencia de su vida cotidiana, por lo cual, para podernos acercar a la posición de sujetos que buscan construir objetos de conocimiento se vuelve necesario reconocernos como sujetos portadores de una sensibilidad y expresividad histórica, socialmente construida. En tal sentido, buscamos hacer hincapié en la posición subjetiva del investigador durante el proceso de constitución del problema de estudio a la vez que en el proceso de producción de conocimiento” (Boragnio, 2016: 10).

5Este festival de música se realiza en la zona arqueológica del Tajín, Veracruz, y paga millones de pesos mexicanos a los artistas “de fama mundial” (como es el caso del cantante español Miguel Bosé) en contraste con las míseras becas que otorgan a los niños totonacos para que asistan a una escuela de voladores controlada por el gobierno de dicho estado. Festival que, bajo el eslogan de la diversidad cultural, se apropia de los rituales y los transforma en espectáculo de new age para los turistas, nacionales y extranjeros.

6El Xantolo es la fiesta de los muertos y es una nahuatlización de la palabra latina Santorum.

7La etnomusicóloga Lizette Alegre señal lo siguiente para el caso de Tecacahuaco: “La ceremonia del Chicomexóchitl, si bien es un caso paradigmático, no tiene la exclusividad de haber sido satanizada y perseguida. Otras manifestaciones culturales también fueron víctimas de la persecución y la estigmatización. Así ocurrió con el carnaval…” (2012: 47).

8En la Huasteca se considera que el maíz es un niño y cuando llora es que requiere alguna atención. María Antonia Hernández, de la comunidad de Tecacahuaco, refiere que escuchó llorar a un niño por el camino y se encontró con unos granos de maíz tirados en el suelo. Se levantó un altar en su domicilio en donde se colocaron los granos. El hecho se interpretó como el llamado del maíz a su abuelita para que se volviera a reactivar el ritual denominado Chicomexóchitl. Desde entonces María Antonia dirige estas ceremonias. Lo anterior se comprende a partir de la relación entre el niño maíz y su abuela en el mito del Chicomexóchitl. Marcos Peralta refiere que cuando se caen algunas semillas en la milpa o el traspatio se puede escuchar el llanto de ellas (entrevistas etnográficas en Tecacahuaco, agosto de 2006). Alan Sandstrom refiere este llorar del maíz de la siguiente manera: “Mi amigo había soñado con un nene que lloraba y, puesto que acababa de trabajar en su terreno, interpretó esto como una señal que las plantas de maíz estaban bajo estrés.” (1998: 67).

9Para profundizar en el tema de “el costumbre” en la Huasteca, véase Trejo, Gómez et al., 2014; Alegre 2015.

10El concepto “digitalizar” se retoma del campo la música y la tecnología. En particular para referir a la diferencia entre sistemas analógicos y digitales. Aquí se utiliza para señalar la segmentación en unidades discretas de un continuum sonoro relacionado con una segmentación del tiempo que también es un continuum. La música sirve como referente para instaurar y dividir el tiempo del ritual, al momento que lo extrae del tiempo profano.

11Se utiliza la metáfora de “gramática ritual” para poner énfasis en ciertas reglas y elementos que organizan y estructuran el ritual. Asimismo, dichas reglas y elementos se materializan en contextos específicos. Esta metáfora sirve para pensar la estructura y el proceso como unidad.

12“Los canarios” son un conjunto de piezas musicales, también llamados sones del maíz, que se ejecutan en el ritual denominado Tlamanes, el cual tiene el objetivo de agradecer a los dueños de la tierra y del maíz por permitir obtener la cosecha, como se explicará adelante.

13El patlache es un alimento ritual elaborado con masa de maíz, adobo preparado con chile chino y un pollo entero. Se envuelve con hojas de plátano a la manera de un tamal.

14El tlatzikuines es la ofrenda de aguardiente que se le da a la tierra y consiste en derramar un poco de esta bebida destilada obtenida de la caña de azúcar en siete puntos alrededor de la mesa en donde se encuentra la ofrenda.

15Entre las comunidades nahuas de la Huasteca, las divinidades se encuentran relacionadas con la naturaleza y son concebidas como los “dueños” o “señores”. El concepto de dios sólo se aplica cuando se refieren a Jesucristo.

16El ritual de Tlamanes se observó en la comunidad de Chilocuil durante tres años consecutivos: 2001, 2002, 2003, entre los meses de noviembre y diciembre. Se realizó un registro de cada uno de los rituales en audio y video. Se elaboraron bitácoras de cada ritual con la finalidad de establecer una relación entre la secuencia ritual y la música. Los datos aquí empleados son retomados de todas las ocasiones registradas. Para mayor detalle véase Camacho, 2013.

Recibido: 30 de Marzo de 2017; Aprobado: 01 de Julio de 2019

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