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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.72 Ciudad de México jul. 2017

https://doi.org/10.22134/trace.72.2017.57 

Sección general

Culpabilidad y sanción penal en la violencia del tráfico de drogas. Una perspectiva normativa

Guilt and Criminal Punishment in Drug Trafficking Violence. A Normative Perspective

Juan Espíndola Mata* 

* Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).


Resumen

El círculo de los perpetradores de la violencia ligada al tráfico de drogas en México es relativamente extenso. Más allá de un grupúsculo de mercenarios desalmados, entre los causantes de la violencia actual, hay un grupo de perpetradores de bajo rango, se trata de personas “comunes y corrientes” que, bajo la influencia de las circunstancias inéditas en las que viven en la actualidad, cometen actos que en situaciones ordinarias no harían. Esto quiere decir que en el escenario presente dejaron de operar ciertas restricciones morales que antes disuadían a miles de mexicanos de ponerse al servicio de los actos de violencia. En este artículo se exploran los elementos que han contribuido a transformar el horizonte ético de algunos perpetradores y, para tal fin, se examinan los procesos que llevan a los individuos a participar en actividades ligadas al tráfico de drogas. A partir del análisis de dichos procesos, se cuestiona si hay elementos para mitigar la responsabilidad moral de estos criminales, y si un esquema punitivo que atribuya responsabilidad criminal es el más apropiado para hacerles rendir cuentas.

Palabras clave: narcotráfico; violencia; responsabilidad moral y penal

Abstract

The circle of perpetrators of violence linked to drug trafficking in Mexico is relatively extensive. Beyond a small group of soulless mercenaries, among the perpetrators of current violence, there is a group of low-ranking perpetrators, “ordinary” people who under the influence of their unprecedented living circumstances commit acts that they would not carry out in a normal situation.This means that in the present scenario certain moral restrictions that previously discouraged thousands of Mexicans from offering their services to perpetrate acts of violence ceased to operate.This paper explores the elements that have contributed to transform the ethical horizon of some perpetrators and, to that end, examines the processes that lead individuals to take part in activities linked to drug trafficking. From the analysis of these processes, it is questioned if there are elements to mitigate these criminals’ moral responsibility, and if a punitive scheme that attributes criminal responsibility is the most appropriate to hold them accountable.

Keywords: drug trafficking; violence; moral and criminal responsibility; belief system

Résumé

Le cercle des acteurs de la violence liée au trafic de la drogue au Mexique est relativement vaste. Au-delà d’un petit groupe de mercenaires impitoyables, un nombre important d’acteurs de bas niveau est aussi responsable de cette violence ; il s’agit des gens «ordinaires» qui, sous l’influence des circonstances sans précédent dans lesquelles ils vivent actuellement, commettent des actes que dans des situations ordinaires ils ne commettraient pas. Cet article explore les éléments qui ont contribué à transformer l’horizon éthique de certains de ces acteurs de bas niveau, y sont examinés certains des processus qui conduisent à des milliers d’individus à participer à des activités liées au trafic de drogue. A partir de l’analyse de ces processus, l’on se demandera s’il existe suffisamment d’éléments pour atténuer la responsabilité morale de ces acteurs de bas niveau et si un régime punitif, attribuant des responsabilités pénales, est le plus approprié pour qu’ils rendent des comptes.

Mots-clés : trafic de drogue; violence; culpabilité morale et criminelle

En la información sobre el tráfico de drogas ilícitas en México se echa de menos la trasparencia y la certeza. No obstante, hay un dato que roza la certidumbre: entre 2005 y 2011 se cometieron, según cálculos conservadores, más de 60 mil homicidios vinculados al tráfico de drogas, la mayoría de ellos tuvieron como víctimas a jóvenes entre 25 y 40 años de edad, de baja escolaridad, casi todos desempleados o con trabajos manuales (Merino, Zarkin y Fierro, 2013). Tanto la opinión pública como fuentes oficiales, un impulso reflejo carente de fundamentos sólidos atribuye todos los homicidios violentos, -los vinculados al fenómeno de la disputa entre los misteriosos “cárteles”: un asesinato aislado, la matanza de una familia entera, una masacre o el hallazgo de fosas clandestinas-, al “crimen organizado” (Escalante, 2012: 39-56). Sin embargo, la realidad es más compleja y es un estudio pendiente el realizar una taxonomía detallada sobre las víctimas y las modalidades de los homicidios cuyo móvil es comerciar estupefacientes. Sin caer en el automatismo antes mencionado, este artículo se concentra en los actos de violencia que, en efecto, resultan de las disputas entre bandas criminales, ya sea en enfrentamientos directos o en ejecuciones (Osorio, 2011; Vilalta, 2012), es decir, no se enfoca en los crímenes de Estado (aquellos cometidos por el Ejército, por ejemplo), sino en los crímenes que ocurren al margen del Estado.1 En el caso que nos ocupa, la problemática se encuentra fuera del crimen “ordinario”, tanto en términos cuantitativos como cualitativos: se trata aquí de hombres, y en menor medida mujeres, matándose entre sí en cantidades abrumadoras y de maneras siniestras. Decenas de miles de estos homicidios en el país serían imposibles sin la contribución y la complicidad de miles de mexicanos.

¿Quiénes son los perpetradores de esta violencia? Si bien existe un conteo del número de homicidios, no sabemos cuántos homicidas los cometen. Mientras que en la última década el número de homicidios incrementó de manera notable, el número de homicidas permaneció constante. Antes que mostrar la realidad, este dato refleja la incapacidad del sistema de justicia penal mexicano para procesar el incremento en la violencia (Merino y Gómez, 2012). La pregunta sobre la identidad y las características de los perpetradores admite dos respuestas: la primera es que se trata de un grupo minúsculo de asesinos a sueldo que torturan y matan por encargo, la segunda, que no excluye a la anterior, es que el círculo de homicidas es más extenso. Más allá del grupúsculo de mercenarios sin escrúpulos hay otro de perpetradores de bajo rango, personas “ordinarias” (digámoslo así, por ahora) que en otro contexto no hubieran cometido los mismos actos. Es decir, en el vértice de la pirámide hay una dirigencia poco escrupulosa que planea y organiza la violencia masiva; en la base hay un ejército de perpetradores de bajo rango cuya complicidad es indispensable para ejecutar los actos de violencia y cuyas motivaciones, en abundantes casos, están íntimamente atadas al carácter excepcional de su situación presente. No será, sin duda, el caso de todos, pero es en definitiva el de muchos. Lo que importa subrayar es que en el escenario actual dejaron de operar ciertas restricciones morales que, en otras circunstancias, disuadían a miles de mexicanos de ponerse al servicio de los actos de violencia. Y eso quiere decir que se verificó una transformación en su horizonte ético que consideramos indispensable estudiar.

En este escrito se exploran los elementos que pudieron haber contribuido a deteriorar el juicio moral de estos perpetradores en la mal llamada “guerra contra las drogas”, para esto se examinan algunos mecanismos frecuentes que han llevado a miles de individuos a enrolarse y participar en actividades ligadas a la violencia del tráfico de drogas, y sobre el resultado de ese examen se indagó si existen elementos para mitigar su culpa (responsabilidad moral) y si un esquema punitivo que atribuya responsabilidad criminal es el más apropiado para hacerles rendir cuentas. En otros términos, el propósito es trazar, de modo aproximado, un marco de evaluación moral para determinar el grado de culpabilidad que es apropiado para los perpetradores de bajo rango. La tragedia central del fenómeno del tráfico de drogas es, sin duda, la muerte y el desplazamiento forzoso de decenas de miles de personas, así como el deterioro en la seguridad ciudadana, reflejado en el aumento de delitos como la extorsión y el secuestro. Pero también es un problema, y grave, que los actos de algunos de estos delincuentes (adultos, jóvenes y hasta niños) sean el desenlace de una confluencia de procesos no sólo volitivos (es decir, de decisiones personales) sino también estructurales (esto es, procesos materiales y simbólicos que dependen de fuerzas que los rebasan). En la violencia del tráfico de drogas hay delincuentes profesionales y sin escrúpulos que asesinan a civiles desarmados, aunque también homicidas de ocasión, fraguados por fuerzas que en algunos casos (como el de los niños) no alcanzan siquiera a comprender y que es difícil que puedan controlar. Distinguir entre los dos tipos es indispensable para efectos morales y criminales. Insisto, esta discusión no es un mero ejercicio de razonamiento moral, sino que tiene consecuencias en el ámbito penal.

Tres puntualizaciones antes de comenzar: la primera, de orden metodológico, es que en este texto no se busca construir un marco explicativo del tráfico de drogas ni de la violencia vinculada a él, el que se incluya un análisis detallado de los factores de orden institucional y económico están en el origen del problema.2 Tampoco se busca ofrecer una evaluación moral sobre el comportamiento de estos perpetradores (sin por ello dar pie a su recriminalización). El objetivo del trabajo es esclarecer si, dadas las determinantes sociales de sus actos, es posible justificar un castigo penal atenuado para estas personas. Apoyados en casos específicos trabajados por la literatura sociológica y antropológica sobre el tema, se identifican algunos mecanismos y prácticas recurrentes en el reclutamiento y el comportamiento de estos causantes de violencia. Cabe anotar que este proceder entraña un riesgo, pues por regla general no es deseable establecer generalizaciones a partir de algunos casos aislados. Sin embargo, tal proceder es inevitable dados los objetivos del trabajo. Aunque se intentará dar la mayor contextualización posible sobre algunos de los casos mencionados, un acercamiento más detallado sobre cada uno iría más allá de los propósitos propuestos.

En segundo lugar, por razones de espacio no se revisa con detalle la copiosa literatura que examina la relación entre el tráfico de drogas y la violencia. Es importante señalar, no obstante, que el problema del tráfico de drogas es un fenómeno complejo que engloba múltiples procesos, los cuales tienen distintas formas de organización y a su vez generan (o no) distintos tipos de violencia y de perpetradores. Hay procesos de cultivo ilícito de drogas vegetales que ocurren en zonas rurales alejadas de centros urbanos, y son tan diferentes los procesos de producción de drogas sintéticas que ocurren en estas áreas o en las urbanas.Tenemos, por otra parte, un proceso de tráfico de drogas (de todo tipo) cuyos circuitos de circulación, además, se combinan con otras prácticas criminales como la extorsión o la trata de personas. Finalmente, existen fenómenos tales como el narcomenudeo y el consumo. Insisto, cada uno de estos procesos y sus combinaciones posibles tienen características diferentes, y por lo tanto, las circunstancias y las condicionantes que enfrentan los actores insertos en ellas son muy variables (Arango, 2011; Escalante, 2012; Pereyra, 2012, ONUDC, 2016). Es decir, cada uno de estos procesos produce víctimas y victimarios de naturaleza distinta. En este caso, nos enfocaremos sólo en la violencia que ocurre en el tráfico de drogas y en los que participan en ella.

Por último, una puntualización semántica de este ensayo: están desterrados algunos términos en franca tendencia inflacionaria en el universo conceptual del tráfico de drogas. Su único efecto es oscurecer la comprensión y la discusión sobre el tema. No se hablará aquí de “cárteles”, “crimen organizado”, ni tampoco de “narcotraficantes”. Todos esos términos imponen esquemas de percepción que simplifican la riqueza de la realidad social y hasta la caracterizan de manera equivocada (Astorga, 1995, 2005: 90, y 2007: 283; Escalante, 2012: 40).

Cada una de las siguientes secciones examina, desde el punto de vista normativo, algunas presiones o condicionantes que contribuyen a que miles de mexicanos se enmarañen en las redes de las organizaciones traficantes, ya sea en las fases menos cruentas del tráfico de drogas ilícitas, como el cultivo o la distribución, o en fases más violentas. La intención no es concentramos en un caso de estudio específico. En la primera parte se presentan algunas presiones de orden material (las nombramos así simplemente porque son, de modo más abierto, las que descansan en la imposición física), como el reclutamiento forzoso. Este tipo de presión es el más predecible y discutido en la literatura académica y periodística. En la segunda, se analizan las presiones que son más difusas que la anteriores, generadas por circunstancias que se aproximan a lo que la sociología clásica llama anomia. Estas presiones también han sido reconocidas, aunque en menor medida, por la literatura especializada en el tema. En la penúltima se examinan las presiones de corte simbólico, cuyo origen se sitúa en un conjunto de creencias ampliamente arraigadas en contextos en los que el tráfico de drogas es una actividad central de la vida social y económica. La literatura que estudia este tipo de presiones de manera sistemática es más escasa. A la luz de la discusión desarrollada hasta este punto, en la última parte se estudian dos dilemas morales que el combate al tráfico de drogas ilícitas plantea para el Estado mexicano, y que tienen implicaciones penales claras.

Reclutamiento forzoso

La incorporación forzosa de personas a organizaciones de traficantes abona al argumento desarrollado en estas páginas de que, en ciertos casos, la culpabilidad de los participantes en la circulación de drogas debe mitigarse. Esto es así porque, como la descripción del fenómeno lo indica, en el reclutamiento forzado la participación de los rangos bajos de las organizaciones de traficantes en el tráfico de estupefaciente no es voluntaria. Y sin el elemento de la voluntad, la justificación de adscribir culpabilidad moral y legal así como de imponer un castigo, pierde una buena parte de su fundamento. El vínculo entre voluntad, culpa y castigo ha sido ampliamente documentado y se discutirá adelante con mayor detalle.

El caso de los niños es el más significativo. En México, las investigaciones sobre niños involucrados en el comercio de drogas apenas comienzan, hasta el momento, la mayoría de las fuentes disponibles al respecto son periodísticas (aunque se puede leer a Cisneros [2014] , que también hace uso de éstas ). Uno de los primeros casos fue el de Rosalío Reta Junior, quien a los 16 años se entregó a las autoridades mexicanas en Nuevo León, y que desde los 13 colaboró con los Zetas, incluso, en ejecuciones. El caso más reciente es el de Édgar Jiménez Lugo, alias El Ponchis, aprehendido a los 14 años de edad. Además de estos sucesos mediáticos, hay datos (la mayoría esporádicos y poco sistematizados) que reflejan la situación. Según un cálculo elaborado con base en las estadísticas delictivas de los cuatro primeros años de gobierno del presidente Felipe Calderón, al menos 25 mil adolescentes y adultos jóvenes (no mayores de 25 años) desempeñaban distintas funciones en grupos delictivos (Martínez, 2013). Según la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), el empleo de menores de edad en labores de vigilancia, monitoreo, custodia y sicariato se volvió una práctica en franco incremento, mientras que en 2006 se registró sólo un caso, en 2007 el número aumentó a 20, 21 en 2008, 25 en 2009, 29 en 2010 y 46 entre enero y octubre del 2011. Este hecho es palpable en diversos lugares de la república: Aguascalientes, Baja California, Coahuila, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Nayarit, Nuevo León, Oaxaca, San Luis Potosí, Sonora, Tamaulipas, Veracruz o Zacatecas. Uno de estos casos es en particular ilustrativo: en el 2012 se detuvo a un grupo de 13 sicarios responsables de al menos 21 ejecuciones en Nuevo León, siete de los detenidos eran menores de edad, portaban al momento de su captura armas de alto calibre y dos “tablas de tortura”, empleadas para castigar a víctimas de extorsión que no cumplían con sus pagos (Martínez, 2013).

No es una exageración suponer que muchos de los niños y jóvenes que ingresan a las filas de los grupos de traficantes queden atrapados en ellas.3 Si desean salir, no pueden hacerlo, pues estos grupos reúnen información sobre ellos y amenazan con atacar a sus familias en caso de deserción. Otros tendrían tal vez la posibilidad de huir; no obstante, es indispensable tener en cuenta que el paso por estas organizaciones suele dejarles una huella difícil de borrar. Para ilustrarlo, tomemos el caso de los niños soldados y su evolución dentro de los grupos armados que los reclutan. Una de las realidades de los escenarios de violencia colectiva es que muchos niños terminan por convertirse en asesinos seriales bajo la influencia de reacciones cognitivas disparadas por fenómenos que son frecuentes en esos escenarios, como la exposición a la autoridad o la uniformidad de opiniones. La susceptibilidad de los niños a esas presiones es obviamente mucho mayor que la de un adulto, ya que, con el transcurso del tiempo, los niños que son forzados a convertirse en soldados pueden transformarse por completo. Así, llevados “a la fuerza” a una guerrilla pueden terminar siendo un tipo de perpetrador cuya inmoralidad, repugnancia y peligrosidad no se discernía al momento de su ingreso en ésta (Drumbl, 2012: 91). No es descabellado suponer que muchos niños que participan en el comercio de drogas ilícitas vivan una experiencia similar, lo que les sucede una vez que se incorporan a este tipo de organizaciones, a pesar de la evidencia anecdótica, es una incógnita. Ante la duda, quizá lo más deseable sea errar por el lado de la presunción de culpabilidad mitigada.

Aquí surge una posible objeción, se dijo que el caso de estos niños es similar al de los niños soldados. Según algunos autores que han estudiado a estos últimos, hay una tendencia a exagerar la falta de voluntad de los niños respecto a su decisión de enrolarse en las milicias. Su participación por lo general se explica a partir de la pasiva víctima inocente, sin embargo, muchos lo son por decisión propia. De hecho, investigaciones en lugares tan disímbolos como Uganda, Sierra Leona, Sri Lanka o Angola muestran que hay un vasto abanico de motivaciones que los empujan a unirse a grupos beligerantes: desde el compromiso político hasta las lealtades étnicas, la presión social, la presión de sus pares, el deseo de dejar el hogar, la oportunidad para saquear, la percepción de los niños de que al unirse a las fuerzas combatientes podrán recibir entrenamiento y educación. En una palabra, el elemento volitivo en los niños no debe ser descartado: son actores racionales que en muchas ocasiones cuentan con una comprensión, sorpresivamente madura, del predicamento en el que se encuentran. Esta objeción conlleva algo de verdad, pero no implica que los niños soldados tengan responsabilidad moral si deciden no resistirse a sus captores. Algunos lo hacen, pero quienes dejan de hacerlo no podemos culparlos de no haber cumplido una obligación moral (Drumbl, 2012: 70). La resistencia es demasiado riesgosa y, por lo tanto, supererogatoria.

Para resumir y resaltar las implicaciones normativas de los casos descritos en esta sección, la falta de autonomía representa un dato moral fundamental para determinar si es apropiado o no adscribir responsabilidad moral a los perpetradores de bajo rango. En muchos de los casos, la autonomía de los sujetos involucrados en el tráfico de drogas ha sido severamente limitada, y por lo tanto, su culpabilidad moral y legal debe ser mitigada.

Presiones estructurales

Ya se mencionó que la coacción física es uno de los factores que obligan a muchos ciudadanos a contribuir en el negocio del tráfico de estupefacientes en alguna de sus fases. Hay otros factores menos tangibles, aunque no menos insidiosos, que operan en el mismo sentido. Se trata de presiones sociales que podríamos llamar estructurales; éstas agrupan el debilitamiento de las instituciones locales, con el consiguiente deterioro de los espacios tradicionales de socialización que inhibían comportamientos violentos, y el surgimiento de nuevos espacios de (re)socialización negativa, que promueven tales comportamientos. En ambos casos, estas presiones son atenuantes morales y penales porque erosionan la capacidad de los individuos para resistir el asedio ejercido por grupos delictivos, ya sea porque estimulan la formación de patrones de conducta violentos o antisociales e inhiben el desarrollo de ciertas habilidades no cognitivas, fundamentales para el ejercicio del razonamiento moral, (por ejemplo el autocontrol o la empatía por el otro); o simple y llanamente porque los privan de fuentes de retroalimentación ética. Analicemos con más detalle cada una de estas presiones.

Las normas sociales estructuran el comportamiento individual. Los individuos orientan su comportamiento a partir de códigos comunitarios que se han ido conformando desde siempre, los articulados por el cura local, los padres de familia, la madre (cuando es soltera), los vecinos, los maestros. La conducta ética no es la excepción: la fuente de la moral cotidiana suele ser la trama normativa local. Al reflexionar sobre lo correcto y lo incorrecto, pocos hombres y mujeres reflexionan en el vacío, sus conclusiones suelen provenir de las opiniones dominantes. Tales códigos comunitarios pueden producir horrores, por supuesto, pero suelen ser una garantía en contra de crímenes básicos, como el homicidio o el robo. Esta última imagen está en el trasfondo de teorías como las de Durkheim y Merton: La criminalidad se desata cuando los individuos rompen sus vínculos comunitarios.

Hay indicios de que esta lógica está detrás de la mayoría de los delitos asociados al tráfico de enervantes. La facilidad con la que muchos jóvenes terminan enredados en el negocio de las drogas como sicarios, por ejemplo, es reflejo de esa ruptura con el orden local. Existe trabajo etnográfico, mencionado más adelante, que refuerza esta tesis. Los municipios fronterizos de Sonora, una de tantas regiones donde las relaciones sociales han cobrado un cariz cada vez más violento en los últimos años, han vivido un incremento radical en sus tasas de homicidios. Las rutas del comercio de sustancias tóxicas a través de la frontera, que antes eran caminos de uso común, son ahora propiedad de diversas organizaciones de alcance regional, las cuales administran su uso bajo el criterio de lucro privado.

Por otra parte, la migración ilegal, organizada de manera local en el pasado, ahora está en manos de esas mismas organizaciones delictivas regionales superiores en dinero y armamento. Una de las consecuencias de este fenómeno de regionalización es el surgimiento de una burocracia que gestiona tanto el uso de caminos como el tránsito de migrantes indocumentados. Los integrantes son hombres jóvenes, y su magro sueldo corre a cargo de organizaciones extralocales. Algunos de éstos cobran cuotas a migrantes y polleros, otros vigilan caminos y otros son sicarios. Las consecuencias morales de esta nueva modalidad de vinculación a su trabajo son profundas: al ejecutar las órdenes de una organización regional en el municipio, los jóvenes rompen sus vínculos familiares y comunitarios, ya no responden a los controles sociales locales contra la violencia, se colocan, de hecho, fuera del orden ético regional. Las fuentes de autoridad (la familia, la iglesia, la escuela) no ejercen en ellos ningún poder (Mendoza, 2012).

Al mismo tiempo algunas instituciones locales tradicionales dan signos de deterioro, y otras (re)emergen para hacerse de la lealtad de muchos individuos, en particular de los adolescentes. El ejemplo más emblemático es el de las pandillas. Según teorías sociológicas de genealogía mertoniana (Cloward y Ohlin, 1960), el surgimiento de las pandillas se debe, en primer lugar, a que muchos jóvenes experimentan un desajuste entre aspiraciones y éxito socioeconómico, mismo que da alicientes motivacionales para renunciar a los métodos socialmente aceptados para alcanzar esas aspiraciones y recurrir al crimen. En segundo lugar, estos jóvenes no reconocen el fracaso socioeconómico (muchas veces con razón) como el resultado de sus actos sino como la obra de estructuras sociales injustas.Todo esto “cancela sus obligaciones con el orden establecido” y elimina sus sentimientos de culpa por romper dicho orden. Existen, desde luego, distintos tipos de pandillas, unas más violentas que otras. Hasta cierto punto los individuos no “escogen” el tipo de pandilla a la cual se integran, el contexto de su barrio es el determinante. La formación de estos grupos criminales se da en aquellos contextos donde ya existen redes criminales integradas, donde hay traslapes generacionales entre sus integrantes (lo que permite que los adultos “enseñen” el negocio a los jóvenes), y donde algunos de sus líderes saben administrar la violencia. Lo más importante para los propósitos de este artículo es señalar que la pertenencia y la participación en algunas pandillas comporta ciertas obligaciones que sus miembros asumen como un deber y que adquieren prioridad sobre las obligaciones morales ordinarias. En la medida en que la pandilla es una familia adoptiva, y una organización que les permite subsistir en el mundo de la exclusión social, los pandilleros desarrollan un sentido muy peculiar de lo que constituye su deber ético. Creen que su destino está ligado al de la pandilla.

Desde una perspectiva macro, el deterioro de los vínculos sociales tradicionales y el surgimiento de instituciones alternativas que comportan lazos alternos, puede ser consecuencia de un proceso de retraimiento del Estado, el cual algunos autores relacionan con el auge del neoliberalismo. Este proceso se ve reflejado no sólo en el debilitamiento de las capacidades de seguridad pública del Estado sino sobre todo en las de asistencia social. Ese fenómeno puede conceptualizarse como un tipo de violencia por parte de las instituciones centrales de la sociedad hacia algunos de sus ciudadanos más desprotegidos. A su vez, este tipo de violencia genera otra diferente. Cabe mencionar el trabajo de Bourgois (1995, 2001, 2002), que subraya la importancia de distinguir entre violencia estructural, producida por la organización política y económica de la sociedad (desde las condiciones de pobreza y la precariedad en las condiciones laborales, hasta el sufrimiento físico y mental), violencia simbólica4 (la interiorización de la humillación y de la legitimidad de las desigualdades sociales) y violencia cotidiana (que se refleja en el nivel interpersonal, en el ámbito doméstico y el delincuencial en una comunidad). Como señala este autor, hay vasos comunicantes entre estos distintos tipos de violencia, de tal suerte que la violencia de un tipo, por ejemplo, la estructural, propaga o promueve la violencia cotidiana. En este sentido, en el caso de la violencia asociada al tráfico de drogas ilícitas, el repliegue del Estado (o el hecho de haber visto su capacidad desbordada) puede tener un efecto claro en la violencia cotidiana.

Tres ejemplos ilustran este fenómeno de resocialización y reconfiguración de las obligaciones “morales” en el contexto mexicano. Se trata de casos muy distintos entre sí, pero es útil establecer las similitudes, porque el ejercicio revela las lógicas antes descritas.

El primer ejemplo es el de las pandillas, y su aumento en el país es un hecho bien documentado (SSP, 2010; Castillo, 2013). Uno de los datos de la violencia ligada al tráfico de enervantes ilícitos es que las organizaciones dedicadas a ese negocio han optado por subcontratar pandillas locales que hacen las veces de grupos de choque y exterminio, o que nutren las filas del sicariato. Estos grupos portan nombres como Los Artistas Asesinos o los Mexicles. En Ciudad Juárez en particular, tres se incorporaron a la disputas entre organizaciones dedicadas a la venta de drogas y en algunos casos se enfrentaron brutalmente entre sí (Valdés, 2013: 402). Una banda llamada Barrio Azteca, que tiene vínculos con la organización que dirigía el Chapo Guzmán, está conformada por ex presidiarios de El Paso, Texas, organizados como un grupo de protección en el hábitat carcelario estadunidense. Ahí las tensiones interétnicas son feroces (Stratfor, 2008). No pertenecer a una pandilla en ese lugar es casi un suicidio. Puesto de otra manera, en muchas ocasiones los jóvenes ingresan a la pandilla por necesidad y una vez dentro llegan a convencerse de que su única opción es “estar” en ella y hacer lo que haga falta.

El segundo ejemplo nos remite al surgimiento y la evolución de uno de los grupos delictivos con más infame celebridad en los últimos años. No es gratuito que lleve el nombre de la Familia Michoacana. La organización surgió como reacción al dominio brutal y violento que comenzaban a ejercer los Zetas en este estado. Al poco tiempo de su escabrosa aparición pública (dejaron como “mensaje” cinco cabezas humanas en una discoteca de Uruapan), la organización publicó un desplegado en diarios locales, donde pedía el apoyo social y aclaraba que la Familia estaba integrada por “trabajadores de la región de Tierra Caliente organizados por la necesidad de terminar con la opresión, la humillación a la que han estado sometidos por la gente que siempre ha detentado el poder.”Lo que importa señalar aquí es que uno de sus dirigentes, Nazario Moreno El Chayo, convocó a los jóvenes michoacanos, en especial a drogadictos, a unirse a la Familia “con un mensaje de salvación y superación personal, para liberarlos de la esclavitud de las drogas”, los admitirían en centros de rehabilitación para adictos financiados por La Familia. Luego los adoctrinaba con las tesis que Moreno publicó en el libro Pensamientos de la Familia. Una vez reclutados, la Familia usaba distintas tácticas para deshumanizarlos, en videos confiscados a la organización por la autoridad pública uno de sus líderes aparece degollando a un cadáver frente a un grupo de jóvenes que iniciaban su “capacitación”. El mismo líder también narra cómo para entrenar a sus cuadros los obligaba a matar y descuartizar a “enemigos capturados”, venciendo sus reticencias iniciales, la tropa obedecía (todas las citas en este párrafo están incluidas en Valdés, 2013: 268-274).

El último ejemplo, también en Michoacán, remite a la disputa entre las llamadas autodefensas, que surgieron con fuerza en estados como Michoacán y Guerrero en 2013, y los Caballeros Templarios. Ioan Grillo (2014) entrevistó a un hombre sumado a la causa de las autodefensas en el pueblo de Parácuaro, su nombre es Manuel y, por sorpresa, hablaba español, aunque con dificultades. Su primera lengua es el inglés, pues creció en Oregón, Estados Unidos, de donde recién había sido deportado. En el vecindario de aquel país, dice, se unió a la pandilla Barrio 18, que rivalizaba con otras, e incluso las enfrentaba a mano armada. Tras su deportación llegó a Parácuaro, donde su familia tenía raíces. Encontró al pueblo bajo el control de los Caballeros Templarios quienes extorsionaban a gran parte de la población. Manuel dice (en inglés): “Casi todos aquí trabajaban para los Templarios. O estabas con ellos o te podían matar [...] El jefe de plaza era un tipo llamado Sierra. Él se enteró que yo sabía usar armas así que me reclutó.” (Grillo, 2014). Manuel repartía su tiempo entre cocinar cristal en los laboratorios aledaños y acompañar a sicarios a cobrar deudas, y admite que estos episodios de cobro era usual que se tornaran violentos. Cuando las autodefensas llegaron a Parácuaro, Manuel, al igual que la mayoría de los demás pobladores, se “voltearon”, en sus palabras. ¿Es Manuel un perpetrador de los Templarios, o un defensor de “su” pueblo, con las autodefensas? ¿O simple y llanamente un mercenario?

En resumen, diversos procesos sociales confluyen en el reclutamiento y la participación de jóvenes y niños en las milicias de traficantes: fenómenos como la disociación respecto del orden local, la participación en pandillas que por una razón más o menos arbitraria, desde el punto de vista moral como el lugar de residencia, se engarzan con organizaciones traficantes; y el abandono de drogadictos que buscan cualquier tipo de vínculo comunitario para salir de la vulnerabilidad que les impone la sociedad (por la ausencia de redes de apoyo, por ejemplo). Todos esos modos de ingreso y reclutamiento a los “ejércitos de reserva” de las organizaciones traficantes nos obligan a matizar la idea de que todos los “narcos” son criminales en el sentido más ordinario del término. Como se ha insistido, y como se retomará más adelante, a la noción de delito se le asocia un elemento de voluntad, o al menos de negligencia. Sería una exageración afirmar que en los casos descritos exista una acción individual bajo un rango amplio de voluntad. Continuando con la analogía militar, el tráfico de drogas no tiene un ejército de voluntarios ni de conscriptos, sino de soldados rasos que ingresaron a él por motivos que yacen en algún lugar difícil de definir entre la voluntad y la fuerza. Nadie escoge nacer en un pueblo o ciudad donde las estructuras locales de autoridad han sido sustituidas por otras, ni en un barrio donde opera una estructura criminal que con el tiempo cooptará a la pandilla local. No todos los individuos en situación de precariedad o presas de adicciones tienen la fortaleza psíquica para resistirse a la promesa de una vida menos sórdida. Aclaro que el argumento precedente no encierra un determinismo según el cual los individuos en escenarios de violencia extraordinaria carecen de “agencia”. Es cierto que estos individuos tienen cierto margen de independencia, pero el extremo opuesto del argumento es también objetable, es decir, la idea de que cualquier individuo, en cualquier circunstancia, tiene siempre la opción de cerrar las puertas a la criminalidad.

La epistemología del narco

En las secciones anteriores se argumentó que factores tales como la coacción y presiones sociales son elementos que mitigan la responsabilidad moral y penal de los actores que nos ocupan en este artículo. En este apartado se discute una última variable, menos visible que las anteriores, pero que también debe ser conceptualizada como una extenuante en relación a la culpabilidad de ciertos actores violentos involucrados en el tráfico de drogas. Éste es de carácter “simbólico”, por llamarlo así, y contribuye a colocar a muchas personas en el camino de la violencia. Se trata de un conjunto de creencias compartidas por algunas capas de las sociedades locales, y en particular, asumidas por grupos específicos, que dotan de sentido a esas acciones y en algunos casos las justifican, según los mismos actores.

En otras palabras, esas creencias -abrumadoras en algunos casos y de las cuales no es trivial desvincularse- afectan su capacidad para calificar sus propias acciones como moralmente reprobables.

Comienzo con una referencia a la denominada epistemología social moral (Buchanan, 2002 y 2004). Su premisa básica es que los individuos son seres epistémicamente dependientes; esto quiere decir que necesitan ciertas creencias para orientar su relación con el mundo y sobre todo para dar pauta a sus relaciones sociales. Más aún, sus juicios morales adquieren contenido solamente en virtud de sus creencias. Un caso extremo y elemental: el imperativo “no matarás a tu prójimo” sólo puede ser inteligible a partir de creencias sobre quiénes cuentan como prójimos y quiénes no. Así, por ejemplo, muy lejos del caso que nos ocupa, el régimen nazi hizo todo lo posible por diseminar la creencia sobre la inferioridad racial judía y sobre su efecto dañino en la sociedad alemana. Si los judíos eran casi subhumanos y además peligrosos, entonces al tratar con ellos el ciudadano alemán ordinario ya no estaba obligado por las pautas morales que regulaban su conducta respecto a los seres humanos. Algunos autores han caracterizado este proceso como una “distorsión de la normatividad” (Pauer-Studery Velleman, 2011): ciertos principios morales abstractos permanecen intactos, pero en su articulación social adquieren un sentido objetable.

La reflexión sobre la epistemología social moral es útil para entender el caso mexicano. El trasfondo cultural de los mundos violentos asociados al tráfico de drogas es una clave para entender y evaluar la conducta de infractores menores. Como veremos, muchos de ellos habitan en localidades en las que ha ido sedimentándose una serie de creencias que orientan su comportamiento moral. Ejemplos de estas se encuentran en Sinaloa, cuna de la narcocultura (Sánchez, 2009; Córdova, 2011; Madrazo, 2013), o la “cultura regional ranchera” michoacana (Maldonado, 2012: 14). En ninguno de estos casos se trata de subculturas marginales. En el caso de Sinaloa, por ejemplo, la narcocultura es el resultado de un proceso en gestación e institucionalización de varias décadas. De ser una subcultura para resistir la estigmatización del oficio de traficante, se transformó en un sistema de creencias extendido y robusto cuyo efecto principal fue legitimar el tráfico de drogas (Sánchez, 2009: 85). Un sistema de creencias como éste establece incentivos simbólicos para la participación en algunas organizaciones de traficantes, y encuentra maneras de justificar las actividades vinculadas al tráfico de drogas.

Retomemos algunos de los elementos de lo que, por economía y generalizando con precaución a partir del caso de Sinaloa, llamaremos aquí narcocultura. Una primera pieza básica que entraña una buena dosis de machismo: la imagen del hombre con éxito financiero, con estatus social, independiente, corajudo, agresivo y fuerte está en su centro. No es una sorpresa que, según casos documentados en el norte del país, los niños idealizan a las organizaciones de traficantes y buscan prepararse para un eventual reclutamiento, han elegido un método de entrenamiento que consiste en arrancarse las uñas; tolerar el dolor es el referente central de la masculinidad, y así se entiende desde la infancia (Taracena, 2013). La masculinidad como identidad que promueve y justifica la violencia tienen su contraparte de género. Se ha documentado que muchas mujeres se involucran en el negocio de las drogas tras ser “enganchadas” por sus parejas. Estas mujeres conciben su participación en el tráfico de drogas como un sacrificio exigido por su relación: un deber que emana de su vinculación sentimental. Es decir, “las creencias acerca de cómo nos corresponde ‘querer’ a mujeres y hombres de acuerdo a nuestro género, influyen en ejercicios de poder masculino [engaño, persuasión y convencimiento] que pueden llevar a que una mujer se involucre en una actividad delictiva” (Giacomello, 2013: 121).

Pero en la narcocultura hay más que sólo machismo. Considérese otro conjunto de creencias un tanto más específicas que abonan en el cultivo de relaciones violentas en el contexto del tráfico de drogas. Una puerta de acceso a ellas son los corridos de traficantes del norte del país. Ese género irrumpió en el espacio público desde la década de los setenta. Los narcocorridos mitifican a los traficantes y los transforman en un ejemplo a seguir. Apunta Luis Astorga que un corrido es una “socioodisea musicalizada de una categoría social que de marginada pasó a ser omnipresente, que estaba en pleno proceso de autoconstrucción de una nueva identidad tratando de deshacerse del estigma que la había acompañado desde su nacimiento” (1997: 247; 2000). En los corridos, los traficantes son individuos poderosos, queridos, respetados, temidos en su terruño, son personajes portadores de atributos emblemáticos: modelos ejemplares. Más todavía, en los narcocorridos el tráfico de drogas se caracteriza como una actividad casi heroica que debe emularse. Así pues, miles de mexicanos viven inmersos en un orden simbólico que a través de la música y otras expresiones artísticas “enaltece y glorifica las andanzas y aventuras de los líderes y traficantes de la industria de las drogas” (Córdova, 2011: 90, 127-142).

Finalmente, y más importante, hay un grupo de creencias que se refieren directamente al quehacer cotidiano de los grupos delictivos y que sustentan las prácticas de adoctrinamiento de sus miembros. Según éstas, los traficantes son soldados en una guerra justa, y los “otros” (traficantes de bandas rivales, sobre todo) son enemigos injustos. Ya se ha comentado que el término guerra alimenta la retórica de la mano dura y justifica la adopción de medidas de emergencia que con frecuencia no respetan los derechos humanos. Pero también en la rivalidad entre organizaciones delincuenciales se ha asentado un discurso bélico. Es decir, no sólo hay una “guerra” (estatal) contra el “narcotráfico”, sino además una guerra entre traficantes. Y que éstos conciban sus actividades en clave bélica también tiene consecuencias prácticas. Como apuntaba Carl Schmitt en un contexto muy diferente, uno de los problemas de la noción de la guerra injusta y de enemigo injusto (teorizada por diversos filósofos) es que parecería autorizar el uso de la violencia sin límites en contra de tal enemigo. A diferencia del enemigo justo, al cual se le reconocen intereses legítimos y se le combate con medios que admiten ciertas limitaciones, por el contrario, no hay restricciones para luchar contra el enemigo injusto: debe exterminársele (Schmitt, 2006). En una frase, la creencia del enemigo injusto da licencia para actuar sin restricciones materiales o morales. En este tenor, desde la perspectiva de algunos de sus miembros, sobre todo los de bajo rango, las organizaciones de traficantes no sólo compiten en el terreno económico por mercados, sino también en el ámbito de la ética por el bien y la justicia.

En la narrativa de muchos traficantes pueden discernirse patrones de discurso que remiten a la idea de la guerra justa y el enemigo injusto. Como apunta un estudio sobre tráfico de drogas en la frontera norte:

Los narco-videos y narco-blogs justifican acciones violentas y tratan de establecer la superioridad militar y moral de un cartel sobre otro. [La narco-propaganda de la frontera] busca la desvinculación moral (moral disengagement) a través del “desplazamiento de la responsabilidad”, la “deshumanización de sus rivales” (en el caso de los cárteles mexicanos, esto implica llamar “cerdos”, “perros”, etc. a los miembros de cárteles antagonistas), el uso de “lenguaje eufemístico”, la “atribución de culpa”, y otros dispositivos discursivos (Campbell, 2009: 28).

En este sentido, es notable que la dirigencia (suponemos) de los Caballeros Templarios, una escisión de la Familia Michoacana, se haya dado el tiempo de redactar y distribuir entre sus miembros el “Código de los Caballeros Templarios de Michoacán”, un breve panfleto que no sólo establece reglas estrictas de comportamiento para los miembros de la organización, sino que además afirma que el propósito de ésta es, ni más ni menos, “proteger a los habitantes del Estado libre, soberano y laico de Michoacán” de la corrupción de las autoridades locales y, particularmente, de grupos criminales. Aquí están sentadas las bases para el adoctrinamiento de sus cuadros. (Merece también mención una de las recientes estrategias de justificación de uno de los líderes de los Caballeros Templarios, Servando Gómez La Tuta. En un video colgado en youtube, además de acusar a Luisa María Calderón de “pactar” con su organización, La Tuta deslinda a los Caballeros Templarios de influir de forma indebida en los procesos electorales locales. La organización, dice, respeta la democracia. Un auténtico sainete).

La retórica bélica y religiosa deja ver sus efectos en el caso de “Beto”, un sicario (menor de edad) de la Familia Michoacana, organización que tiene desplegado un pequeño ejército de niños y jóvenes laborando como mensajeros, vigilantes, transportistas y sicarios en sus zonas de influencia. En una entrevista (Reguillo, 2010), Beto narra un poco de su infancia en un hogar quebrado y después apunta que entrevera motivos políticos, comunitarios y religiosos. Lo cito de manera extensa:

Pos nada, que llegaron los putos Zetas pues, y por el otro lado la gente del cabrón del Chapo y no teníamos armamento del bueno ni en cantidades [...] había que andar muy listos todos [...] Y pos... pos fue el tiempo en que yo me inicié. Y ya luego le seguimos ¿no? [...] Un día me tocó acompañar al jefe en un jale muy cabrón. Había que darle piso al puto de una tiendita que andaba de hocicón, muy amistado con la gente mala, poniendo dedo a la gente de nosotros. Y eso, pos sí no. -Ándale “Beto”, agarra el machete y los cartuchos y súbete a la camioneta, me dijo el jefe.

[...] Me quebré a mis primeros tres, me rafaguea a una velocidad para la que no estoy preparado. Me chingué al puto de la tienda, a su hermano y a un compita que andaba con ellos, y a veces, con nosotros. La verdad no sentí nada, les metí el chivo como si ya supiera y mi jefe nomás se reía, “bien bravo salistes ó mi “Beto”... y se persigno y decía “el señor es mi pastor”. Y la mera verdad, yo estaba contento de que mi jefe estuviera contento. Lo malo vino después. [...] El cabrón de mi jefe nos dijo, vamos a llevarle un regalo al patrón. Sacó un cabrón cuchillo endemoniado, del tamaño de su pierna y zas, zas, zas, cortó las tres cabezas como mi padrino se las cortaba a las gallinas en el rancho. Se me entumecieron las piernas y se escondió la risa. Pero todos los de la camioneta estaban muy contentos y pos ya que... yo también dije “el señor es mi pastor” mientras metía una de las cabezas a una bolsa bien negra... que era pa’ que no los divisáramos nosotros... eso pienso ahora, porque nosotros, de verdá, no somos como la gente mala y aquí nomás se ajusticia a quien se la ganó.

Más adelante, Beto hace compaginar sus actos atroces con el mensaje bíblico:

Uy, pos es un bato a toda madre [usó el tiempo presente, sin dudar], ya muy curtido, yo creo que tiene como 25 años y te recita la Biblia de memoria, con él aprendí más yo que con el señor cura. El “mero mero” le confiaba muchos jales a mi jefe y una vez me tocó [sus ojos se entornan como los de un gato ronroneando], oírles una platicadera muy buena: que si todo estaba jodido porque la gente ya no creía en Dios, que hombres era lo que se necesitaba, que ya él mero iba a tomar la sierra y la costa y se iban a chingar todos y todos iban a saberse la Biblia. Yo estaba bien emocionado y quería recitarles los versos de la Biblia que me había aprendido de memoria, pero pus ni cómo, yo apenas era un pendejo; pero eso sí, con ganas de progresar y de darle a mi tierra lo que mi tierra merecía, sacar a todos los hijos de la chingada que no creían y... así.

La entrevista deja entrever ese nudo de creencias que anima el comportamiento de muchos perpetradores de bajo rango, entre ellos niños: la identificación que Beto hace de su tierra con la Familia, su idea, según la cual, “los otros” son enemigos injustos y que la suya es una guerra santa y la preponderancia de un patrón hegemónico de masculinidad que incita a la violencia.

Hasta este punto se ha tratado de destacar algunos rasgos de la narcocultura que podrían contribuir a distorsionar la normatividad de muchos perpetradores de bajo rango. A partir de este dato se puede afirmar que existen elementos para mitigar su responsabilidad moral, y asimismo pueden plantearse varias objeciones a esta tesis. Una es meramente empírica: no todos los hombres y mujeres involucrados en el tráfico de drogas en posiciones de bajo rango tienen la motivación de Beto para participar en las actividades de organizaciones traficantes. Hay indicios de que en muchos casos el aliciente es sólo económico. Si bien esta objeción es válida, es indispensable hacer hincapié en que la remuneración de algunos de estos perpetradores suele ser muy baja (Borges, 2013 para el caso de Michoacán; Mendoza, 2012 para el de Sonora).Y cuando un perpetrador de bajo rango se involucra en el trasiego de drogas por un sueldo de 3 000 pesos, hay que insistir en la precariedad económica y social que subyace a su decisión de participar en el negocio de las drogas.

Una objeción muy distinta, de orden moral, es que no resulta del todo claro que la existencia de un entramado cultural tal y como fue descrito arriba excuse moralmente a nadie. Son muchas las personas expuestas a la narcocultura, sin embargo, no todas ellas terminan por engrosar las filas de una organización de traficantes.

¿Por qué mitigar la culpa de algunas personas si otras en las mismas circunstancias se mantuvieron al margen de la violencia de las drogas? La respuesta a esta pregunta debe esclarecer si los perpetradores de bajo rango son responsables o no de recibir sin examen las creencias que forman la narcocultura, y de no rechazarlas y sustituirlas por otras mejores. Algunos autores arguyen que evaluar creencias es siempre, en cualquier circunstancia, una obligación moral (y por tanto una posibilidad real) para cualquier persona. Desde esa perspectiva, cualquier individuo será siempre responsable de adoptar esta o aquella creencia (Hill, 2010). El otro extremo radica en suponer que todos somos presas de creencias que en ningún momento contribuimos a crear, desde esta posición no hay manera de oponerse a las creencias sociales predominantes. Ambas posiciones son insostenibles. La posición intermedia, que aquí se sostiene respecto al tema de la violencia del tráfico de drogas es que la expectativa de que los ciudadanos evalúen las creencias a las que están expuestas es razonable y deseable, siempre y cuando existan las condiciones de posibilidad para que estos ciudadanos lleven a cabo tal evaluación. Y para que se reúnan esas condiciones, un requisito indispensable es que en el entorno de esos ciudadanos no exista un sistema cultural hegemónico que se imponga como esquema casi único para interpretar los hechos sociales. Por el contrario, cuando existe una constelación de creencias diversas, entonces distanciarse de algunas de ellas y abrazar otras es una opción real, y no los buenos deseos de un moralista. Para el caso mexicano: un perpetrador de bajo rango no es plenamente (aunque sí parcialmente) responsable de sus creencias y de los actos que comete en nombre de ellas, la narcocultura es un parámetro inevitable y poderoso en su vida, no existe un espacio de socialización que estimule su pensamiento crítico y evite la reproducción de patrones culturales hegemónicos (Baird, 2012). No es que su responsabilidad sea nula, es que hay motivos para mitigarla, y además para responsabilizar al Estado mexicano por tolerar la existencia de estos ambientes, o no combatirlos con eficacia. El punto central es el siguiente: muchos de los contextos dominados por la narcocultura ofrecen la posibilidad de este distanciamiento sólo a un muy alto precio.

En suma, los criterios para atribuir responsabilidad moral a actores que se desenvuelven en ese contexto deberían ser distintos de los que usamos para culpar a criminales ordinarios que no actúan en escenarios sometidos a las presiones de la narcocultura. No se trata de suspender definitivamente el juicio moral sobre los actos que se cometen y los perpetradores, se trata de calibrar la evaluación ética en función de la presencia o ausencia de estas creencias, de tal suerte que los juicios de responsabilidad sean sensibles a las circunstancias. Insisto, éste no es un argumento para excusar a cualquier delincuente, es un argumento que exige establecer distinciones entre ellos y que, a su vez, permitan determinar grados de culpabilidad. Los elementos para admitir cierto grado de vulnerabilidad frente a la narcocultura son mayores en el caso del vecino de Caborca, Sonora o de Valle de Apatzingán, Michoacán, que en el de un mercenario proveniente de una unidad de élite del Ejército que posee un grado de instrucción mínimo y que estuvo expuesto a perspectivas distintas sobre el fenómeno del tráfico de drogas. Los términos de esta comparación pueden ser mejorables. Lo importante es establecer distinciones que suelen pasarse por alto a pesar de ser indispensables para establecer juicios morales adecuados.

Antes de pasar a la siguiente sección, conviene discutir con mayor detenimiento dos factores normativamente relevantes señalados a lo largo del texto, aunque no discutidos a profundidad. Ambos factores son, en mayor o menor grado, transversales a las tres categorías mencionadas antes: el reclutamiento forzoso, las presiones anómicas y las simbólicas. El primero presenta el problema de las opciones de salida, en todos los casos mencionados, nos cuestionamos si los perpetradores tienen la posibilidad de desvincularse del entorno criminógeno en el que están inmersos. Existen algunos, como el de los reclutamientos forzosos, en los que esto es claramente imposible y la única alternativa que tendría un individuo que ha sido secuestrado y obligado a participar en crímenes ligados al tráfico de drogas es la muerte. En los demás casos los costos de salida son menos drásticos, pero no poco onerosos. Por ejemplo, muchas personas no pueden cambiar de barrio o de estado para evitar el contacto con grupos violentos y en el caso de lo que llamé presiones simbólicas, precisamente el hecho de estar arraigado en un entramado cultural que glorifica y justifica la violencia hace que la opción de salida sea siquiera vislumbrada por los actores en cuestión. Buscar una salida exigiría, por su parte, una reflexión moral sobre la aceptabilidad de sus actos, pero esta habilidad -la competencia moral, por así llamarla- es precisamente lo que el contexto ha contribuido a distorsionar. En esas condiciones, el esfuerzo por “retirarse” de un contexto criminal sería equivalente al de la figura literaria que se extrae de un pantano en el que está varado tirando de su propia coleta. En todo caso, el punto central es el hecho de que ciertos individuos enfrentan dificultades para desvincularse de un contexto que induce a la violencia, y este es un dato que sirve como justificación para mitigar su culpabilidad moral y penal.

El segundo factor transversal es el de la minoría de edad. Esta problemática es una de las más complejas en las discusiones teóricas sobre responsabilidad moral y penal. Los niños carecen de las habilidades cognitivas (control emocional y de impulsos), consideradas prerrequisitos para ser sujetos de pleno derecho y para recibir un estatus moral en paridad con los adultos. De hecho, existe la evidencia por parte de la neurociencia de que durante la adolescencia, el cerebro aún es, por así decirlo, inestable en términos de su estructura y funcionamiento, los adolescentes, por ejemplo, son más proclives a asumir actitudes de mayor riesgo que los adultos (Steinberg, 2007). Por su falta de madurez, a los niños y adolescentes suele juzgárseles de manera menos rigurosa, tanto en el ámbito moral como el penal, que a un adulto (Ryberg [2014], hace un examen crítico del modelo de responsabilidad disminuida que se toma aquí como base). Por este motivo, una consideración de suma importancia en la reflexión moral y penal sobre la culpabilidad de los perpetradores de bajo rango es si su iniciación a la violencia tuvo lugar desde su niñez o juventud.

La criminalización como solución y problema

Parece obvia la respuesta que debe tomarse ante la violencia masiva: mejorar los aparatos de justicia del país. Como se ha documentado hasta la saciedad (Magaloni, 2009), el estado de las instituciones de impartición de justicia en México es lamentable, hacen falta, entre otras cosas, mejores policías, prácticas de investigación (en los ministerios públicos) y cárceles. Esto último quiere decir que se recluya a las dirigencias de organizaciones criminales, no a delincuentes de poca monta, como sucede hasta ahora (Azaola, Bergman y Magaloni, 2009). Se pide también mano dura más radical, pero con menos sensatez, esta opción es el peor de los remedios porque promete logros que por lo usual no entrega celeridad, contundencia y eficacia. Uno de sus rubros consiste en endurecer el castigo imponiendo penas más largas, y si fuera posible, penas más duras que el encarcelamiento. Un ejemplo de esta tendencia queda capturado en el caso de El Ponchis, que fue detenido a los 14 años. En los términos actuales del Código Civil recobró su libertad al cumplir los 18. Tal perspectiva fue considerada como inaceptable por miembros del congreso de Morelos, que prometieron una reforma a la Ley de Justicia Penal para Adolescentes del estado, orientada a elevar las penas para menores implicados en delitos graves e impedir que recobren la libertad a corto plazo.

Independientemente de la necesidad de corregir los problemas de los aparatos policial, judicial y carcelario, este impulso retributivo va por el camino incorrecto. Si el argumento de las páginas anteriores (la culpa de algunos perpetradores de poca monta debe ser mitigada en ciertas circunstancias) es convincente, entonces al apoyarse de manera exclusiva en un esquema retributivo para hacer frente al problema del tráfico de drogas, el Estado mexicano queda atrapado en al menos dos predicamentos: el primero se refiere a la falta de fundamento normativo para utilizar métodos punitivos tradicionales en el contexto actual. De manera ideal la responsabilidad criminal presupone responsabilidad moral, atribuir responsabilidad criminal con independencia de la responsabilidad moral es la base de la doctrina de la responsabilidad objetiva, o strict liability la cual es considerada por muchos como un principio demasiado estricto, porque no toma en cuenta el estado mental del perpetrador del crimen (Elster, 2004). En contraste, el principio opuesto, encarnado en la máxima latina actus non facit reum nisi mens sit rea (el acto no hará a la persona culpable a menos que la mente sea también culpable) considera que el estado mental del perpetrador es un criterio fundamental en la atribución de una sanción penal. Desde la perspectiva de esta doctrina, llamémosla mens rea, la responsabilidad criminal debe ser un reflejo de la responsabilidad moral. Sin culpa no hay castigo. De aquí su aceptación de las llamadas circunstancias atenuantes, en algunos sistemas jurídicos, por ejemplo, los crímenes pasionales suelen recibir condenas menos altas que los crímenes “comunes”, y en algunas naciones los crímenes por odio racial suelen castigarse más severamente que los crímenes donde no entran en juego consideraciones raciales.

Con la concepción mens rea del castigo como punto de partida, y a contracorriente de lo que sugiere el espíritu retributivo mencionado al inicio de esta sección, para atender correctamente algunos de los hechos violentos ligados al tráfico de drogas, no hace falta endurecer las sanciones penales, sino por el contrario, reconsiderar qué tan deseable es mantener un esquema punitivo tradicional u ortodoxo en un contexto extraordinario como el actual (Aukerman, 2002). En lugar de cárcel, habría que pensar en métodos alternativos de rendición de cuentas, como los programas de rehabilitación y reinserción social. El predicamento es que dejar de lado el esquema punitivo pondría al Estado mexicano en una situación complicada, si bien existen elementos morales claros aunque sin duda controvertidos para mitigar la culpa de estos delincuentes, por otra parte subsiste la idea, no sin su propia dosis de controversia, de que la sanción penal es la estrategia disuasiva más importante con la que cuenta el Estado para desalentar el crimen. Desde el punto de vista instrumental de las sanciones penales, reconocible en sus trazos modernos en Jeremy Bentham (1843), se castiga a los perpetradores para imponer un ejemplo y disuadir a otros de no andar por el mismo camino. Y en esa lógica, los castigos poco severos introducen incentivos perversos, pues “abaratan”, desde la perspectiva de un potencial perpetrador, el costo de cometer un crimen y por lo tanto lo alientan. En otras palabras, el Estado tiene razones morales (controvertidas) para suspender o suavizar el castigo a perpetradores de bajo rango, pero tiene también razones morales de otra índole (aunque igualmente controvertidas) para aferrarse al esquema penal. La disyuntiva consiste en elegir entre asirse al rigor punitivo en tanto que método aceptado por la sociedad para desalentar la criminalidad (entre perpetradores de bajo rango), o renunciar a él en tanto que estrategia carente de fundamento moral.

Más complejo aún, el segundo predicamento asume la forma de un dilema moral. Supongamos que no hay culpas ni penas que mitigar, y que quienes han participado en el tráfico de drogas son por completo responsables moral y criminalmente por sus actos. Además, supongamos que el día de mañana el Estado mexicano (re)compone sus instancias de justicia y las capacita para investigar, perseguir y castigar a los responsables de delitos asociados al tráfico de estupefacientes. Aun si este fuera el caso, el Estado actuaría de manera injusta al criminalizar a estos delincuentes. El motivo es simple, y parte de una premisa que admite poca disputa: ese Estado es corresponsable de los delitos en cuestión. Con esto no me refiero (sólo) a algunos funcionarios públicos que se hayan corrompido por organizaciones delictivas, a que ciertas agencias del aparato estatal hayan sido “capturadas”, o incluso, a que la política gubernamental haya incitado una respuesta violenta de traficantes. Nos referimos en concreto a que el Estado en sus distintas encarnaciones ha contribuido a crear las condiciones que fomentan la participación de muchas personas en el circuito del tráfico de drogas. Los gobiernos federales, estatales y locales han puesto de su parte, por omisión o comisión, para cultivar entornos criminógenos, para usar una palabra fonéticamente desafortunada pero concisa, y es, por lo tanto, corresponsable material y moral de los crímenes que suceden. Y en tanto que copartícipe, no debería estar autorizado para adscribir responsabilidad criminal. No debe actuar como juez quien en realidad debe ser un coacusado (Tadros, 2009 y 2011). En suma, el Estado procede de manera injusta si adscribe responsabilidad criminal a ciudadanos en entornos criminales que el propio Estado ha contribuido a crear.

Aquí aflora el dilema. La perspectiva de que un “sicario” que ha asesinado o torturado a rivales del grupo opuesto quede libre de sanción (penal) sería objetable para las víctimas directas o indirectas (por ejemplo, los familiares de las víctimas directas). Ciertamente, la justificación del castigo en las sociedades modernas no descansa (exclusivamente) en el deseo retributivo de las víctimas. El asesinato y la tortura son delitos que el Estado persigue de oficio con independencia de los deseos de las víctimas porque quebrantan normas sociales. Pero la justificación del castigo como defensa del orden social es compatible con otra justificación según la cual la sanción penal es una expresión del respeto al valor de la igualdad jurídica. Desde este punto de vista, desatender las reivindicaciones retributivas de las víctimas (directas o indirectas) implica repudiar el estatus de igualdad ciudadana, espetar a éstas que sus expectativas de equidad frente a la ley son vanas. En una palabra, una violación al principio de mutuo reconocimiento entre ciudadanos. Así, el Estado mexicano enfrenta en las circunstancias actuales un dilema moral si no adscribe responsabilidad criminal a perpetradores de bajo rango, actúa de manera reprobable en términos morales. Pero si lo hace, también comete un error moral, por así decirlo. La implicación de este argumento no es que el Estado deba renunciar al ejercicio de su autoridad punitiva; debe retenerlo como un método imperfecto para minimizar la violencia. Pero debe quedar claro que esa estrategia es un mal necesario; sin duda es mejor que la anarquía, pero es deficiente en términos morales. Si pretende asumir la función de aplicar castigos con toda legitimidad, debe dejar de ser copartícipe en la criminalidad. No se trata sólo de mejorar los aparatos de justicia, sino de cambiar de manera profunda los contextos criminógenos con políticas sociales efectivas.

Conclusión

En este artículo se propuso tomar en serio la vieja tesis de que algunos infractores son la hechura de sus circunstancias: de entornos precarios social y económicos, inmersos en entornos culturales proclives a la violencia. Si hay algo que objetar a esa tesis no es la conexión que plantea entre entorno social y comportamiento individual, sino la facilidad (y la falsedad) con la que suele generalizarse tal vínculo, hasta el punto en que termina por diluirse la noción de responsabilidad individual. Y ciertamente es indispensable asirnos hasta donde sea sensato a esa noción. La tesis es válida, pensamos, siempre y cuando no se extienda más allá de un ámbito justificable. No todo criminal es una víctima de las circunstancias, pero muchos lo son. También se señalaron algunos de los predicamentos que enfrentan el Estado y la sociedad al lidiar con los perpetradores de violencia ligada al tráfico de enervantes. Una reflexión apropiada sobre el problema exige que se hagan diferenciaciones entre distintos tipos de delincuentes, incluso si es extremadamente difícil llevar estas distinciones a la práctica. El punto no es exculpar a cualquier individuo por la precariedad de su pasado o su presente, sino evaluar la naturaleza de los factores que influyeron en su decisión de involucrarse en el tráfico de drogas, así como determinar cuáles eran sus opciones reales de resistirse y actuar de otra manera. Será siempre, en estos casos, una consideración casuística, y, sobre todo, el punto es subrayar que la complejidad que entraña dilucidar el grado de culpabilidad no debe subestimarse.

El trabajo aquí desarrollado no pretende sustituir otro tipo de investigación cuya importancia debe subrayarse: la documentación y evaluación de las consecuencias de las grandes limitaciones de los aparatos de justicia mexicanos para realizar investigaciones aceptables, e imponer castigos justos en relación a los delitos contra la salud. Estos aparatos de justicia suelen producir consignaciones erráticas, que no distinguen con precisión entre narcomenudistas, consumidores, sicarios o asesinos seriales, además de cometer otro tipo de arbitrariedades (Magaloni, 2014; Ponce, 2014).

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1Quedan excluidos del análisis, pues, episodios trágicos como el de Ayotzinapa, en el cual participaron agentes del Estado.

2Entre estos factores se cuentan la política errática de persecución indiscriminada, la falta de coordinación administrativa entre niveles de gobierno y la descentralización administrativa o las políticas de ajuste estructural de los años noventa, el cambio en los precios internacionales de la cocaína y la política laxa de venta de armas en Estados Unidos, entre otras. Todas estas explicaciones, con mayor o menor mérito, convergen en un marco explicativo (Hope, 2013).

3Así ocurre en el caso de las favelas brasileñas. Dowdney (2003: 204-211) pone en tela de juicio la idea del reclutamiento voluntario de los niños (y jóvenes) que participan en el tráfico de drogas en las favelas, haciendo énfasis en las presiones económicas, sociales y culturales a las que están sometidos.

4En la siguiente sección se hará uso un tanto distinto del término “simbólico.”

Recibido: 11 de Agosto de 2016; Aprobado: 02 de Noviembre de 2016

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