México se ha vuelto el país de los desaparecidos. Según datos difundidos por la Secretaría de Gobernación, a lo largo del sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) se registraron más de 26 mil casos de desaparición1 (Martínez, 2013), mientras que en los dos primeros años de la administración de Enrique Peña Nieto el número aumentó: trece personas desaparecen a diario, una cada dos horas (Campa, 2015). No se sabe hoy en día, cuántas, de las actuales desapariciones, son efectivamente casos de desaparición forzada,2 sigue siendo una incógnita porque muchas son manejadas como casos de secuestro, extravío o privación ilegal de la libertad,3 incluso cuando se ha confirmado la intervención de funcionarios públicos:4 hecho que determinaría su condición forzosa.
Como ya se mencionó en la nota, el titular de la CNDH, Luis Raúl González Pérez, afirmó que en México no se disponen de cifras confiables ni de una metodología adecuada para dar cuenta de forma fidedigna sobre la dimensión del fenómeno de las desapariciones (CNDH, 2015). Aunque no se vea reflejado en los registros oficiales, la desaparición forzada se ha instaurado como una constante que condensa, de forma emblemática, el nivel en que la violencia ha llegado a carcomer al país. Los desaparecidos, que empapan el espacio en que nos movemos y relacionamos, nos hablan de una pérdida grave de las referencias por medio de las cuales normalmente ordenamos el mundo; representan la negación máxima del sujeto, su expulsión del entorno social.
Agravándose, el fenómeno de la desaparición forzada ha inducido un duelo perpetuo e inacabado, una alarmante anomia y el perfeccionamiento de la utilización del miedo como herramienta privilegiada de control social.
En las siguientes páginas se intentará señalar cómo este panorama de pérdida de sentido es puesto a prueba por determinadas prácticas políticas que se proponen contrarrestar las narrativas dominantes, construyendo mecanismos para superar el miedo y sanar los quiebres inducidos por el fenómeno de la desaparición forzada. Para ello, se analiza el caso de las Caravanas de Madres Centroamericanas en México, y el de las movilizaciones surgidas a raíz de la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero. Si bien han sido operadas desde los márgenes, estas experiencias de resistencia se configuran como poderes que se proponen reconfigurar el sentido hegemónico que subyace al mundo anómico anteriormente descrito. Son experiencias en las cuales el trabajo político se gesta desde abajo y es operado por mujeres y hombres que se mueven en los intersticios de la violencia y la dominación para “reanudar los lazos, zurcir las laceraciones, elaborar el mal” (Revelli en Voza, 2006: 116, traducción de la autora).
En ambos casos, la población civil y, en específico, los comités de los familiares de las personas desaparecidas, se han organizado frente a la inoperancia del Estado y en desacuerdo con la verdad hegemónica presentada por sus instancias, con el objetivo de obtener justicia y poder encontrar rastros de sus queridos desaparecidos. En ambas circunstancias, la denuncia de desapariciones forzadas y la colectivización de la experiencia de duelo han dado vida a campañas de búsqueda, investigaciones autónomas y procesos de reconstrucción de subjetividades heridas.
Los casos presentados son de extrema relevancia porque, por un lado, nos indican el nivel trágico alcanzado por el desgaste social que experimentamos en el país y, por otro, nos recuerdan que la problemática de la desaparición forzada no es exclusiva de México, sino que abarca un conjunto social mucho más amplio, por lo cual se ameritarían esfuerzos y análisis transnacionales.5
Entre las estrategias resistentes activadas en ambas experiencias, se da particular relevancia al espacio que ocupa el duelo como elemento desde el cual se trabaja para recomponer al sujeto como ser emocional, a la vez que se alienta la reconstrucción de la comunidad política. Se argumenta a partir del análisis de determinadas prácticas y discursos de los casos presentados, de la vulnerabilidad y la experiencia de la pérdida que representan dimensiones fundamentales de la vida política y que desde ellas se están generando respuestas significativas frente al actual escenario de crueldad difusa.
Por el momento, desde estas experiencias resistentes que pueden ser pensadas como “contra-culturas de la modernidad, capaces de delinear una cartografía inestable, sufridas y vividas en su heterogénea no-sistematicidad” (Chambers, 2006: 10, traducción de la autora), es que se decidió construir el presente texto de forma hibrida, combinando las pistas planteadas por la teoría con datos derivados del estudio empírico y con las sugerencias que nos ofrece la producción literaria. Pensamos que en el esfuerzo de narrar los caminos asistemáticos de estas contra-culturas, es necesario superar los límites impuestos por un discurso académico que, con frecuencia, se sigue imaginando a sí mismo como neutral respecto a los males del mundo. En este sentido consideramos hacerlo sugerente -atrevido, quizá, pero seguramente más fructífero-, y recuperar una y otra vez “un sentido de la poética (literaria, musical, visual) que vuelve el modo de ver las cosas (teoría) vulnerable a lo que ha sido descartado, al cuerpo marcado por las diversidades históricas, y por ende, al cuestionamiento que la alteridad presenta” (Chambers, 2006: 12).
Explorar las andanzas del lenguaje, recorrer aquellas voces críticas y poéticas que usualmente son dejadas en los bordes, no sólo ayuda a desdibujar el exceso de lenguaje que impregna la teoría, sino que alienta un desafío crítico de mayor alcance: problematizar el lenguaje (desafiar la separación dictada por la supuesta “autonomía” de cada disciplina) implica, de hecho, problematizar los saberes, remarcar que éstos se construyen de manera situada (Haraway, 1988), y en una constante (y cambiante) relación de traducción, contaminación y conversación con la alteridad.
Al optar por un sincretismo discursivo, creemos, se revela un ejercicio aún más indispensable en un entorno marcado por una profunda pérdida de sentido, en donde el lenguaje mismo se encuentra adelgazado y desorientado a causa de la persistencia del horror.
Lenguaje roto
Pobre mágico, pobre país sumergido en un inexorable hoyo negro.
Daniel Sada, El lenguaje del juego
Con Antígona González Sara Uribe (2014) se da la tarea de relatar cómo la tragedia de la desaparición forzada constituye un verdadero atentado al sentido, con el cual, normalmente ordenamos el mundo. A lo largo de las páginas, la autora hurga con precisión dolorosa entre los estragos que la desaparición forzada está dejando en México: la búsqueda infinita, frustrante, enloquecedora de los que tienen algún querido desaparecido; el miedo que acompaña la denuncia -una acción que en este país puede llegar a constituir una verdadera condena a muerte-; el horror de cuantos no han sido encontrados, sus rugidos afónicos. Hay un pasaje en donde la protagonista (que busca a Tadeo, el hermano desaparecido) nos confía una reflexión ingenua y al mismo tiempo brutal: “Yo me quedé pensando en el verbo desaparecer. Ellos dijeron: Tadeo no aparece y yo pensé en el mago que iba a nuestra primaria. […] Desaparecer siempre fue para mí un acto de prestidigitadores. Alguien desaparecía algo y luego lo volvía a aparecer” (Uribe, 2014: 18). Son palabras que nos recuerdan que hubo un tiempo en que pensamos el hacer desaparecer como un acto simple: aquel ejercicio de ilusionismo al cual los espectadores son invitados a ser cómplices pacientes de los trucos mágicos. Lo que se disuelve, irremediablemente tiene que volver a aparecer porque sólo así el círculo se podrá cerrar cabalmente y la magia guardará su poder.
En el mundo de la protagonista esta relación dialéctica se ha quebrantado y, con ella, también algo más profundo. En lugar de la reaparición del hermano queda el vacío: no hay restos ni rastros ni palabras que puedan, en lo más mínimo, enderezar lo absurdo descubierto por este tipo de pérdida. Frente a la desaparición forzada de Tadeo no hay arreglo posible porque las reglas del juego se han desbaratado:
Lo normal se truncó: se rompieron las genealogías; quebró la posibilidad de las cosas dadas por supuestas. Se resquebrajan los materiales gracias a los que representamos, ordenamos y administramos el mundo, los usos y costumbres heredados o inventados, las rutinas, en fin, con las que colmamos el tiempo de sentido. A partir de la desaparición forzada, todo eso se imposibilita, incluida la administración convencional de la muerte: aquí no hay cuerpos, ni restos, ni tumbas (Gatti, 2011: 528-29).
Cuando el desajuste de las normas sociales se vuelve estable y deja de representar la anormalidad, lo que experimentamos es entonces la afirmación de la catástrofe, es decir, el “desarreglo permanente de los aparatos de construcción social de sentido y subjetividad” (Gatti, 2011: 529). En México, la desaparición forzada de personas ha alcanzado esta etapa trágica, en lugar de ser suturada, la herida social es tratada con artificios que favorecen la construcción de un espacio social basado en la anomalía. Parte medular de este tipo de arquitectura social es la producción de narrativas -sobre todo por parte de los grandes medios de comunicación- en donde el trauma exacerbado es admitido como condición social permanente y normal.
La narración de Uribe nos invita a detenernos en cada hebra que conforma el espacio de desastre en que se ha convertido México. La relación que la autora entrelaza con el mundo mágico del espectáculo, invita a una serie de reflexiones importantes. Por un lado, pescando entre los recuerdos de la infancia, da cuenta de la irrupción de la barbarie contemporánea hasta lo más íntimo y vulnerable. De este modo representa con eficacia este tiempo “tan aciago, tan lleno de escollos” (González Rodríguez, 2011: 24) que está viviendo el país, desde que en enero de 2007, el presidente Felipe Calderón declaró la llamada “guerra al narco”, momento en que la violencia recrudeció y la desaparición forzada se volvió praxis. Un tiempo en donde:
Lo real de lo real de la violencia mexicana se confronta en […] la conversión de la mitad del territorio en una ancha frontera […] donde la muerte se ejecuta sobre mujeres, migrantes, jóvenes traficantes, y las armas ocupan el lugar de la mercancía de amplia circulación, lo que comporta lo real es tanto la repetición de su constante hechura, la velocidad con que la violencia acontece y, sin embargo, la dificultad cotidiana de vivirla sin poder darle nombre (Aguiluz-Ibargüen, 2013: 1-2).
En lo que Aguiluz-Ibargüen define como una “experiencia de morir social”, la violencia se muestra en todo su poder, establece nuevos habitus por los cuales: “las relaciones entre los muertos y los vivos” se reconfiguran a partir de que “el lenguaje humano se ha quebrantado y los lenguajes visuales y corporales sustituyen un habla que se ha vuelto imposible” (Aguiluz-Ibargüen, 2013: 1-2).
El énfasis puesto en la fragmentación del lenguaje -sobre esta palabra dolorosamente tragada al descubrirse inhábil y reemplazada por otros lenguajes- nos remite a una segunda sugerencia ofrecida por la narración de Uribe: la dimensión escénica inherente al acto de desaparecer/aparecer, es decir, el conjunto de los elementos que permiten su acontecer. Como la nube que permite al ilusionista ejecutar su número, así “una cortina de humo que no permite identificar sus rasgos” (Mastrogiovanni, 2015: 22) parecería envolver las desapariciones forzadas que ocurren en México: la espectacularización mediática, con la cual el delito es tratado, insiste en su presunta casualidad, más que proponer una explicación de sus causas.
Uniendo la narración en torno a la criminalización de las víctimas y de su entorno social, los medios masivos alientan el proceso de normalización y aceptación del fenómeno, “los mataron por narcos y pandilleros” es una expresión que se hizo recurrente en el sexenio de Calderón y que se repite con Peña Nieto: la práctica de relacionar a las víctimas de desaparición forzada a los cárteles del narcotráfico e insistir, puntualmente, su vinculación con negocios criminosos y conductas desviantes ha sentado las bases para que un fenómeno criminal sistemático, que ha alcanzado dimensiones catastróficas, sea percibido como un conjunto de hechos aislados, casi periféricos. Presentando una explicación que se reduce a la presunción de culpabilidad, se normaliza lo que debería ser considerado como un “silogismo perverso que cierra un círculo de prejuicio e impunidad” (Mastrogiovanni, 2015: 23), mientras que se fortalece la lógica misma del dispositivo desaparecedor (Calveiro, 2004: 25) basada en disimular la responsabilidad que le concerniría al aparato del Estado.
México no sólo se ha convertido en un país de desaparecidos, sino que también se ha transformado en un territorio en donde estar desaparecido es un hecho normal. En 2666 de Roberto Bolaño nos encontramos con una escena que resume esta condición de manera tajante. Frente a la búsqueda desesperada que la diputada del pri emprende por hallar a su amiga desaparecida, el detective Loya afirma flemático: “En México uno puede estar más o menos muerto […]” (Bolaño, 2013: 779). Es la contemplación cínica y apacible de un país en donde la violencia ha producido (impensables) lógicas del sentido que regulan un juego trágico, hecho de normas incongruentes y lenguajes incapaces y rotos. En esta realidad social trastocada, la desaparición forzada, junto con su ontología imposible -ni muerto ni vivo ni presente ni ausente, el desaparecido queda atrapado en un escenario liminal y carga con la violencia que implica ser significado en cuanto incógnita6-, termina por generar y naturalizar un universo social fundado en la catástrofe.
Escenas desde el extravío
La Caravana de Madres Centroamericanas
¿Adónde van los desaparecidos? Busca en el agua y en los matorrales.
¿Y por qué es que se desaparecen? Porque no todos somos iguales.
¿Y cuándo vuelve el desaparecido? Cada vez que los trae el pensamiento.
¿Cómo se le habla al desaparecido? Con la emoción apretando por dentro.
Rubén Blades, Desapariciones.
En su paso por México las personas migrantes, en su mayoría originarias de los países del Triángulo Norte de Centroamérica, se enfrentan a múltiples abusos, -hechos documentados por informes gubernamentales y no gubernamentales, por trabajos periodísticos, fotográficos y de artes visuales. Extorsiones, violaciones, torturas, asesinatos, desapariciones forzadas y secuestros ocurren ante la mirada (partícipe o aquiescente) de las instituciones mexicanas, mismas que aseguran velar por la integridad de los derechos fundamentales de la población migrante.7 Por lo menos desde 2009, cuando la CNDH emitió el “Informe especial sobre los casos de secuestro de migrantes”, se hizo de dominio público que el fenómeno de los secuestros de personas migrantes, más de 20 mil por año, constituye lo que el lenguaje de los derechos humanos denomina como “tragedia humanitaria”.
Según distintos actores -Albergue la 72, varios colectivos y asociaciones de defensa de los derechos humanos de los migrantes, Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), entre otros- las condiciones para quienes migran han empeorado desde la activación del Programa Frontera Sur en julio de 2014.8 No sólo no han disminuido los agravios y los accidentes -los operativos de agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) y de cuerpos policiales se han intensificado, volviéndose en algunos casos verdaderas cacerías que pueden terminar siendo mortales9-, sino que a lo largo de 2014 los secuestros han aumentado 166% respecto al 2013, según datos presentados por la PGR. Durante el primer año de vida del Programa, las deportaciones y las detenciones se han disparado,10 junto con los casos de hostigamientos hacia defensores de los derechos de los migrantes.
Según el Informe “Situación de las personas migrantes no localizadas y restos no identificados en México”,11 se han registrado alrededor de 70 mil desapariciones de migrantes entre 2007 y 2012; el cálculo es considerado aproximativo, ya que se padece la torpeza con la cual se hace la recopilación de datos de personas migrantes desaparecidas.12 De igual manera, en el caso de desapariciones de migrantes, las cifras estadísticas oficiales entorpecen los procesos de búsqueda y de justicia ocultando la gravedad real de la condición migratoria. En México parecen existir dos realidades (Nájar, 2015), la proyectada por el discurso oficial, y otra paralela, que toma lugar a diario en el camino migrante; rara vez llegan a coincidir, las separan un cúmulo de investigaciones truncas, denuncias fantasmas y datos “no disponibles”.
Así, a pesar de que desde hace tiempo es claro que por estas latitudes los migrantes vienen a morir, México continúa siendo uno de los lugares más letales del mundo para las personas que transitan de manera no autorizada. Por otra parte, ¿cómo podrían aspirar a un trato digno en “esas diversas masacres simultáneas que llamamos México”? (Ortuño, 2013: 226), ¿qué cabida podría tener su tragedia en un país donde el duelo sigue siendo algo interdicto, algo que podemos definir como “un problema espectral aún por construir política y socialmente?” (Aguiluz-Ibargüen, 2012: 223).
Frente a la inoperancia del Estado y el empeorar de la situación migratoria, se han gestado estrategias de organización por parte de los migrantes, de sus familiares y de personas que trabajan en su defensa. Ejemplo de esto es la travesía emprendida por la Caravana de Madres Centroamericanas.13 Desde hace doce años los comités de familiares de personas centroamericanas migrantes desaparecidas organizan un largo trayecto a través de México para buscar a sus seres queridos. Llegan desde Honduras, El Salvador, Guatemala y Nicaragua y son grupos esencialmente conformados por mujeres: madres, hermanas, primas, hijas, de las miles de personas que cada año cruzan la frontera sur del país con la intención de llegar a Estado Unidos.
La Caravana suele recorrer los puntos principales de la ruta migratoria con el objetivo de encontrar a sus familiares desaparecidos o algún rastro de su tránsito, reclamar un trato digno para los migrantes y exigir justicia y verdad a las autoridades responsables. En cada etapa las familiares son acompañadas por integrantes del movimiento de defensores de los derechos de los migrantes y por periodistas, y se hospedan en los albergues para migrantes o en parroquias. Cada parada del recorrido es animada por una pequeña marcha o un mitin en donde las integrantes desfilan cargando pancartas con las fotos de las personas desaparecidas. En el zócalo de Tapachula, a lo largo de las vías del tren en Arriaga, en las calles de Saltillo, la escena ya es conocida por mucha gente. En la reiteración, la presencia de estas “mujeres fotografías” (Sossi, 2013: 213) nos indica toda la paradoja de la ontología del desaparecido: su deambular imposible entre el estar y el no estar. Con la búsqueda, decenal en algunos casos, las familiares fragmentan esta ontología vacilante devolviendo a las personas desaparecidas toda la dignidad que merece su existencia, aunque ésta ya no sea material. El exigir a sus hijos, hijas, vidas, cuerpos, no solamente impone que sus biografías no sean silenciadas, sino que, como argumenta Varela: “Estas madres, sujetas políticas subalternas, […] han abierto brecha para agujerear la hegemonía de la gobernanza de las migraciones que produjo a sus hijos como sin papeles y los convirtió en carne de cañón bien para la compleja red de la trata de personas, bien para la industria de la migración ilegal” (2016: 14, 15). A través de la colectivización del horror de la pérdida, las madres centroamericanas presentan el duelo ya no como experiencia puramente íntima, sino que propia de un conjunto social; en el pasaje de lo individual/silenciado a lo compartido/hablado se funda la capacidad de cuestionar un escenario que criminaliza la movilidad de personas y de exigir la aparición con vida de los migrantes y el respeto de sus derechos.
Los 43 de Ayotzinapa
Para mí la tristeza es eso: ese vacío,
esa sensación de que te hace falta algo o alguien.
Y eso no se va a detener,
hasta que mis compañeros aparezcan con vida.
Y quiero ser claro en eso: con vida.
Estudiante normalista sobreviviente al ataque de Iguala
El 20 de noviembre de 2014, miles de personas marcharon en la Ciudad de México desde tres distintos puntos de concentración: el Conjunto Habitacional de Tlatelolco, El Ángel de la Independencia y El Monumento a la Revolución. Los contingentes avanzaron hasta colmar el Zócalo en el marco de la “Cuarta Jornada de Acción Global por Ayotzinapa”; no se cumplían ni dos meses de la tragedia de Iguala y la rabia aullaba en las calles México.
Pocas semanas antes, el 26 de septiembre, alrededor de ochenta estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa habían sido atacados brutalmente por elementos de la Policía Municipal de Iguala y de Cocula. El grupo de normalistas estaba boteando en Iguala y habían tomado unos autobuses del servicio público para ir a la histórica marcha del 2 de octubre en la Ciudad de México que se realiza cada año en memoria de las protestas estudiantiles de 1968. En el momento de la agresión, los jóvenes se encontraban en el interior de dichos vehículos cuando regresaban al plantel de la Normal. El saldo del ataque fue de más de cuarenta personas heridas, seis asesinadas -entre ellas tres jóvenes normalistas, uno de los cuales, Julio César Mondragón Fontes fue torturado y desollado vivo- y 43 más, levantadas.15 Según lo reconstruido por la investigación oficial, los estudiantes fueron secuestrados y asesinados por integrantes del cártel Guerreros Unidos respaldados por policías municipales; y aquella misma noche sus cuerpos fueron incinerados en el basurero de Cocula, una localidad cercana.
En un principio, el discurso oficial sobre los hechos apuntó a la criminalización de los estudiantes involucrados, tal intención se hizo evidente en distintas afirmaciones como la del alcalde de Iguala, José Luis Abarca: “un grupo de ayotzinapos llegaron […] a hacer desmadres” (Ocampo, 2014)-; la del médico que se negó a atender a los jóvenes heridos “Eso es lo que va a pasar a todos los ayotzinapos, ¿no cree?”, documentada por Turati (2014); y las de Miguel Ángel Osorio Chong, Secretario de Gobernación, quien se apresuró a definir la masacre de Iguala como un “asunto local”, en línea con la idea de que el éxito del narcotráfico en el país responde sólo a factores regionales.
Como explica la historiadora Tanalís Padilla, las normales rurales han sido identificadas constantemente por el Estado como lugares en donde “la agitación, el delito y la basura social han encontrado refugio” (2012), de modo que el afán inicial para criminalizar a los estudiantes se anclaba en un proceso represivo y de difamación ya consolidado a lo largo de décadas.
Al complicarse la situación (el descubrimiento de decenas de fosas clandestinas en los alrededores de Iguala, implicación de las autoridades locales con el crimen organizado y la represión de movimientos sociales, aumento de la atención y presión internacional, radicalización de la protesta social a nivel estatal y nacional, entre los factores más evidentes) vimos activarse otra narrativa alrededor de los hechos: se abandonó la criminalización (explícita) y se optó por la victimización de los sujetos involucrados. Este cambio se formaliza con las declaraciones del ex Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam,16 afirmando que “[…] han sido 33 días en que los mexicanos hemos vivido la angustia, la indignación de la desaparición de 43 jóvenes estudiantes con quienes nos hemos solidarizado todos” (2014) conferencia donde el gobierno presentó la primera actualización de su investigación, presumiendo a los presuntos culpables reo confesos17 de la matanza de los normalistas. Su discurso manifiesta la voluntad política del gobierno de querer construir un caso de culpa criminal concreta (Albor, 2014) por medio de la atribución de la responsabilidad a individuos particulares, se “separan a la sociedad y a las autoridades de las posibles culpas morales o políticas, en su caso” (Albor, 2014: 8-9).
En un caso como el de Ayotzinapa, esta lógica de “crimen y castigo” se demuestra insuficiente para que la población asimile dócilmente lo acontecido: frente a la presentación de la llamada verdad histórica -la versión oficial según la cual los jóvenes habrían sido asesinados e incinerados en un basurero por presuntos miembros del grupo criminal Guerreros Unidos- el rechazo se ha dado de forma contundente, sobre todo por parte de las familias de los estudiantes.
No obstante, aunque inverosímil y cuestionable, la versión presentada por el gobierno ha terminado por restablecer un determinado orden a través de la imposición de la verdad histórica, el Estado niega su responsabilidad en los delitos de asesinato, tortura y desaparición forzada cometidos aquella noche de septiembre y, al mismo tiempo, reivindica para sí el ejercicio monopólico de la violencia.
En este sentido se deben considerar las declaraciones que Peña Nieto difundió el 27 de noviembre de 2014, cuando reiteró su compromiso para “encabezar los esfuerzos institucionales, para conocer la verdad y asegurar que no haya impunidad.”18 Adueñándose de la consigna por excelencia del movimiento surgido a raíz del ataque: “Para mí, el grito de #TodoSomosAyotzinapa es un llamado a seguir transformando a México”, el discurso presidencial insiste en la no implicación del Estado; al mismo tiempo, denunciando una genérica “entidad enemiga”, continua diciendo “asumo la responsabilidad de encabezar la labor de liberar a México de criminalidad, corrupción e impunidad”, y legitima el uso de la violencia por parte del Estado. De igual manera, la afirmación “los mexicanos NO podemos caer en el pesimismo ni abandonar nuestra esperanza en un mejor futuro […] Las personas que han salido a las calles, en México y en distintas partes del mundo, coinciden en un punto: México NO puede seguir así. Y tienen razón”, reitera el papel del Estado como garante del orden público y a él le corresponde determinar el cómo se deben de concretizar estos “NO”.
En la retórica oficial que acompaña el caso Ayotzinapa, la violencia que el Estado puede ejercer es presentada como “una antiviolencia en la medida en que es un instrumento de la eliminación de un cierto tipo de violencia, de la consecución de una cierta paz” (Echeverría, 2010: 77). Además, poniendo el énfasis en entidades enemigas (una cierta criminalidad) que mantienen un estado gaseoso e indeterminado, se libera de la responsabilidad que implicaría la primera tarea del ejercicio monopólico de la violencia: la represión de “todas aquellas muestras de disfuncionalidad individual o colectiva que pueden presentarse en la sociedad convertida en comunidad nacional” (Echeverría, 2010: 77).
Políticas del miedo
Los hechos reportados se insertan en un contexto donde la impunidad y la corrupción han asentado raíces profundas, dando cabida a una “arquitectura institucional que acoge lo funesto, lo cadavérico, los desechos” (González, 2009: 162). Para entender mejor la complejidad de las condiciones de violencia vigentes en el país, es importante observar las ramificaciones “positivas” de tal violencia. Más allá de su dimensión negativa, la violencia -y en específico, la violencia crónica- opera a través de la producción de “nuevas relaciones sociales, nuevas metáforas del poder, […] prácticas, ‘economías’, memorias y transformaciones psíquicas” (Beneduce, 2008: 11; traducción de la autora). Respecto a la realidad mexicana, Aguiluz-Ibargüen reflexiona sobre la producción reciente de nuevas geografías de muerte:19 “De modo consistente la violencia ha producido dos fenómenos: la espacialización de la muerte, mediante la marca de los lugares y la paulatina identificación de los paisajes de muerte en ciudades o fuera de ellas, y paralelamente atraviesa un tiempo de traumatización social” (2012: 236). A la par de los panoramas, la violencia (trans)forma identidades, impregna imaginarios, mapea nuevos (aterradores) escenarios posibles que gradualmente se vuelven normales. Cuando los cambios radican en las grietas de la vida social -en el funcionamiento de las instituciones, por ejemplo- corren el riesgo de volverse invisibles o funcionar como relatos nacionales admitidos. Analizamos aquí las reflexiones realizadas por Michel Wieviorka sobre los procesos de salida de la violencia: “Ya sea que se trate del actor violento o de su víctima, el salir de la violencia puede oscilar o situarse de manera más estable entre dos extremos. El primero es el del olvido: los hechos del pasado son acallados, reprimidos en lo más hondo posible de la memoria, no son conmemorados ni evocados en público, hasta que, ya edulcorados y sosegados, puedan entrar sin mayor problema para los vivos en los manuales de historia y en el relato nacional. Salir de la violencia es, entonces, cubrirla con el velo del silencio más espeso posible” (2016: 100-101). Si bien en México no se vive un proceso de salida de la violencia (y tampoco un reconocimiento del Estado no sólo como actor beligerante, sino como responsable de la ejecución de determinados delitos), podemos rastrear indicios que alientan el camino del olvido como método de superación de lo violento. Al respecto, nos parece pertinente mencionar un comentario anotado durante una de las marchas por Ayotzinapa y proferido por una señora que miraba el lento pasar de los contingentes desde el puente de la estación del metro Chabacano: “¿Por qué se siguen manifestando si ya se sabe que no los van a entregar [los normalistas], que ya están muertos?”; creemos que en esta pregunta (formulada en voz alta a ningún interlocutor específico, a la que se pedía una respuesta que la refutara) se resume el estado de fuerte normalización alcanzado por la violencia, la aceptación de México como entorno regulado por la anomía, la carencia de perspectivas hacia el porvenir.
En este proceso, la narración sensacionalista de la violencia presente en muchos de los medios nacionales juega un rol significativo: Naturaliza la violencia, legitima la respuesta securitaria y hace percibir al conjunto social su total exposición al riesgo de la destrucción. La iconografía de la crueldad típica de los periódicos de nota roja contribuye a la producción de una cultura del terror (Taussig, 1984), es decir, una lectura del espacio donde la violencia es asimilada como elemento necesario e ineludible. Las historias relatadas en estos periódicos, funcionando “más allá de la calidad épica y grotesca de su contenido”, se vuelven “una poderosa herramienta de la dominación y un medio esencial para [aquella] práctica política” (Taussig, 1984: 492, traducción de la autora) que utiliza el miedo como instrumento de control.
Es precisamente en el rol coactivo de las imágenes violentas que Sergio González Rodríguez encuentra en el miedo la clave de la sociabilidad contemporánea. En un contexto en el cual lo obsceno ha sido subsumido, con triunfo, por el escénico, el miedo trabaja como parte del engranaje de la voracidad visual colectiva; se vuelve factor de entretenimiento, en vez de ser considerado índice de una distonía social preocupante. El miedo, como la violencia, destruye y construye, carcome determinados componentes del tejido social, puede llegar a funcionar como un “manto acuífero que anestesia contra el dolor y obliga a cancelar la memoria” (González, 2009: 81); y al mismo tiempo, genera nuevos sentidos, nuevas formas de organización del mundo.
El miedo condiciona de manera íntima los modos de existencia y se traduce en una larga lista de temores, miedo a la inseguridad, a la escasez, al desamparo; miedo a la marginación, a las epidemias, a la injusticia; que trabajan como ingredientes esenciales de aquel “cinismo espontaneo” que según Bolívar Echeverría identificaría nuestra época: “La gigantesca ‘tribu’ de nosotros, los modernos, debe afirmarse así frente a los otros, los prescindibles: los pre-modernos, los post-modernos y los modernos a medias. La injusticia de la que ellos son víctimas en su relación con nosotros es una injusticia que nosotros, si queremos vivir como vivimos, debemos, cínicamente, desear y defender” (Echeverría, 1999: 1-2). Aldeanos atomizados de este mundo moderno, nos encontramos deseando la injusticia, la vejación o hasta el extermino de “los otros”, porque la supervivencia sólo puede ser concedida a un puñado de elegidos. El miedo de fracasar, de quedar en los márgenes, nos enclaustra, paraliza nuestra acción y nos empuja hacia una individualización cada vez más extrema.
En este escenario el miedo se convierte en un instrumento de control político que apunta a contener todas aquellas prácticas que pueden representar una amenaza al orden social a la vez que legitima la respuesta autoritaria del Estado. Las múltiples violencias que sacuden el entorno social mexicano se retroalimentan del miedo y propician su instrumentalización, a la vez que el miedo como dispositivo encuentra una aplicación exitosa gracias al amplio repertorio de las violencias perpetradas contra cuerpos que quedan ahora expuestos, ocultados y condenados a ser perenne incógnita.
El miedo sirve para disuadir la denuncia de un delito como la desaparición forzada, sobre todo si se dan en un contexto en donde abunda la desconfianza en las autoridades policiales y en los órganos judiciales: amenazas, represalias y hasta cadenas de nuevas desapariciones pueden recaer sobre quienes llegan a pedir que se investigue. El miedo se cuela en las mallas de las relaciones, las aparta y desestructura, también cohíbe la acción y a una amplia gama de emociones: “Nos van a matar a todos, Antígona. Son de los mismos. Aquí no hay ley. Son de los mismos. Aquí no hay país. Son de los mismos. No hagas nada. Son de los mismos […] Quédate quieta. No grites. No pienses. No busques. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. No persigas lo imposible” (Uribe, 2014: 23).
A pesar de las advertencias que redoblan los miedos, Antígona no se quedará quieta. Entiende el miedo de la gente que la rodea y le sugiere abandonar su búsqueda, pero no acepta conformarse: el miedo no puede arrebatarle la necesidad de conocer el paradero de su hermano, de saber que ha pasado con él, para que su “cuerpo ausente no quede impune. Para que no quede anónimo” (Uribe, 2014: 28).
Más allá de su innegable eficacia, el miedo como instrumento de control no puede ser utilizado de manera absoluta y homogénea: frente a él, los individuos pueden quedar doblegados como también aplicar algún tipo de resistencia; si partimos del presupuesto foucaultiano de que el poder opera como un entramado reticular y que en “sus mallas los individuos no sólo circulan, sino que están puestos en la condición de sufrirlo y ejercerlo; nunca son el blanco inerte o cómplice del poder, son siempre sus elementos de recomposición” (Foucault, 1998: 32), entonces debemos considerar los matices que presupone esta relación dialéctica. Así, el miedo puede ser instrumento de control y represión, y a la vez, representar un factor que provoca la acción, vehicula demandas sociales y enciende experiencias de lucha y organización, su superación se vuelve entonces un objetivo fundamental, una apuesta para recobrar la capacidad de nombrar el mundo y desenmarañar lo que no tiene forma, lo abrumador.
Divisar en el miedo un factor que domina la sociabilidad constituye un paso sustancial a la hora de poner nombre a la violencia que entreteje nuestro entorno. Admitir su poder significa reconocerlo como un elemento que nos trastoca, ya no como individuos atomizados, sino como conjunto social: su resignificación puede así desempeñar un papel simbólico fundamental en la reapropiación de la capacidad de acción colectiva.
Determinadas consignas y pintas escritas en pancartas que desde el inicio han caracterizado las movilizaciones para los 43 normalistas, ejemplifican este proceso: “Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo”, “Nos tienen miedo porque no tenemos miedo”, “Ya me cansé del miedo”. En los mismos testimonios compartidos durante las marchas, el miedo ocupa un lugar de relevancia a la par de la necesidad de superarlo para reconocerse como conjunto social afectado por las violencias de forma común:
Ya no nos podemos replegar a mi lucha, tu lucha, ¡no! Es la lucha de todos. No queremos otro Ayotzinapa, no queremos que siga la injusticia [...] en la televisión sacan todo lo que representa el ‘no vayas porque te puede pasar algo’: así la gente deja de venir a las marchas por miedo, porque sienten que la represión ya va a ser otro ‘68. Lo que tenemos que hacer como mexicanos es darnos la tarea de quitarnos el miedo, porque finalmente si no mueres en una marcha, vas a morir desaparecido o vas a morir en una represión de otro tipo, entonces lo que se le pide a la gente es que se una, que no abandone ninguna lucha porque somos más los que luchamos que los que reprimen” (Anónimo, comunicación personal, 26 de julio de 2015).20
La crueldad estrenada aquella noche de septiembre no se redujo a la mera destrucción. Al contrario: estimuló la emersión de espacios en donde se hizo evidente la necesidad de recuperar la palabra para nombrar la violencia y el miedo, y se manifestó la urgencia de reconocer la vulnerabilidad y el dolor que nos acomunan:
Es importante hacer presencia […] hay que propiciar el encuentro ciudadano, el procesar el miedo del horror que vivimos actualmente, el hablar del horror, porque lo que sucede es que no lo hablamos. Creo que en la medida en que viéramos, habláramos, nos organizáramos, gritáramos juntos, no nos quedaríamos con lo que hay en los medios. Toda la sociedad necesitamos juntarnos [sic], escucharnos, hablar y vernos a los ojos, y saber que todos somos susceptibles de ser asesinados, de ser desaparecidos y eso es algo que tendríamos que trabajar como sociedad para que no pase, pero vemos que en México, cuando la gente se organiza para defenderse y para cuidarse, el gobierno viene y lo despedaza. [...] Nosotros formamos parte de esto que pasa, porque sí, esto nos concierne, a ti, a mí, y a todos los que somos aquí” (Anónimo, comunicación personal, 26 de julio de 2015).21
En los mensajes y los discursos producidos por la sociedad civil involucrada en las protestas, el miedo figura como uno de los actores protagonistas: es nombrado, y por ende, reconocido, “fichado”, individuado como una de las fuentes de amenaza y decadencia social. A través de la operación de nombramiento se llega a refinar lo inasible, lo opaco que entraña el miedo.
Como subraya González Rodríguez, “Ponerle un nombre a las cosas, o señalarlas en el mundo, reviste un lance estratégico respecto de la fenomenología del miedo y el potencial destructivo/constructivo de éste” (González, 2009: 79); el acto de nombrar no sólo fortalece el tejido social, sino que cuestiona el orden del discurso que da por sentada la aceptación de determinadas narrativas de la violencia.
El duelo como herramienta política
Frente a la inoperancia, la colusión o la falta de voluntad política del Estado, tanto los comités que conforman las caravanas, como el movimiento que exige justicia por los normalistas, han articulado una serie de estrategias que funcionan como prácticas de resistencia y emancipación frente a la dominación de las políticas del miedo y sus subrelatos de silencio, violencia e impunidad.
Con su presencia sistemática, las Caravanas de Madres Centroamericanas no sólo han visibilizado las condiciones dramáticas de la ruta migratoria, logrando afinar y concretar mecanismos para buscar de manera independiente a sus queridos desaparecidos, sino que con la exigencia de verdad y justicia han contribuido a elaborar miradas y prácticas que retan a la narración producida por el gobierno respecto al tema migratorio. A lo largo de los años, las mujeres de los comités centroamericanos no dejan de señalar los agujeros de los relatos institucionales: la falta de datos precisos sobre el número de personas migrantes desaparecidas, la discrepancia entre lo que viene pregonado respecto a la protección de la población migrante y la realidad de los abusos, el estancamiento que se vive desde hace años en relación a temas como el asilo y el refugio.
Por otro lado, los familiares de los estudiantes normalistas desaparecidos han ido trazando un camino similar al de las madres caravaneras, tanto en el despliegue de discursos que evidencian las discrepancias de las respuestas avanzadas por el gobierno como en la activación de una serie de vínculos con otras organizaciones.22
A través de la realización de múltiples caravanas -organizadas a partir de los primeros meses de 2015 a lo largo del territorio mexicano, de Estados Unidos y de distintos países europeos, en donde pudieron llevar a cabo mítines frente a embajadas y consulados, soportados por organizaciones de derechos humanos y estudiantiles locales-, han podido relatar la catástrofe de la desaparición forzada que atañe a México más allá de las fronteras regionales y nacionales.
La crueldad y el sinsentido inaugurados en la noche de Iguala han otorgado al caso de Ayotzinapa un poder simbólico con extrema relevancia, enseñando el desmesurado tamaño alcanzado por la desaparición forzada. La renovada visibilidad ha permitido que el trabajo emprendido desde hace años por otros comités de familiares de desaparecidos (con historias de vejación, persecución y lucha contra la impunidad), saliera de la marginalidad y el olvido, y se volviera de dominio común. Además, a partir de la movilización de los familiares de los jóvenes normalistas, una nueva oleada de búsqueda de desaparecidos por parte de grupos de la sociedad civil ha permeado paulatinamente varios de los estados más afectados por el fenómeno. Es el caso de estados como Coahuila, Morelos y Veracruz; en éste último, en abril de 2016, se estrenó la Primera Brigada Nacional de Búsqueda, en la cual participan “buscadores” de varias localidades que a lo largo de los años han tenido que desarrollar habilidades, tanto prácticas como emocionales, según lo explica Mario Vergara del colectivo Los Otros Desaparecidos de Iguala: “Las herramientas que llevamos es dolor, coraje, impunidad. […] Vamos a desenterrar el horror que está viviendo el país: nosotros decimos que México es una fosa” (Animal Político, 2016).23
A través de su compromiso de búsqueda y denuncia, los familiares de las personas desaparecidas -en el contexto de los dos casos presentados, aunque eso vale por muchas otras experiencias que existen en territorio mexicano- han ido trazando una geografía existencial (Sossi, 2013: 216), es decir, una geografía que se opone a aquella cerrada por los intereses geopolíticos, constituida por fronteras que diferencian el valor de la vida de poblaciones enteras. Una concepción de territorio en la que no es aceptable que ciertas personas hayan sido reducidas a existencias fantasmas, por desechables, secundarias y prescindibles. El acto de dibujar esta cartografía basada en la explicitación de la vulnerabilidad y la necesidad de obtener justicia, se acompaña por otra acción que concurre en el rebasamiento del miedo: el dejar de callar las violencias sufridas.
Al nombrar la violencia que permea la ruta migratoria o los territorios marginados y vejados de México, los familiares de personas desaparecidas se han atribuido “el derecho de apropiarse de la palabra, de otorgar una identidad a algo sobre esa materia informe del morir” (Aguiluz-Ibargüen 2012: 225). Una acción que permite nombrar a la impunidad y divisar en ella un rasgo distintivo de las muertes y las desapariciones del México actual, restituyendo, al menos en lo mínimo, una sombra de sentido a la ausencia de la persona querida.
A partir del participar de vivencias de sufrimiento, estos grupos no sólo generan la capacidad de otorgar un nombre, una silueta a las injusticias y los abusos vividos, sino que se desempeñan como espacios en donde los sujetos pueden emprender un proceso de recomposición; retomando el análisis propuesto por Jimeno “[…] en la narración de la experiencia se crea un terreno común, compartido entre narrador y escucha, en el que no sólo se intercambia y pone en común un contenido simbólico -cognitivo- sino también, y sobre todo, se tiende un lazo emocional que apunta a reconstituir la subjetividad que ha sido herida: se crea una comunidad emocional” (2007: 180).
Las estrategias activadas por las comunidades emocionales analizadas dan vida a experiencias de “autoorganización y autocuidado, formas autogestivas” (Calveiro, 2015: 55) que no sólo tratan colmar las carencias institucionales (por lo que concierne a la investigación sobre las desapariciones forzadas, la individuación de responsabilidades, los procesos de atención que ameritarían las víctimas, etcétera), sino que mantienen entre sus objetivos primarios la resignificación del mundo frente al quiebre social y emocional inducido por la vivencia de pérdida y la constante embestida de las políticas del miedo.
En este sentido, es importante evidenciar cómo la vivencia del duelo por la persona desaparecida venga explicitada y “repartida” entre los integrantes de los grupos de familiares para luego apelar -con el afán de dar vida a una relación dialógica- a la sociedad civil. En los discursos y las prácticas que estrenan ambos movimientos, el duelo juega un papel fundamental, es nombrado y expuesto como elemento que abandona la dimensión íntima, propia de quien lo vive en primera persona, para volverse un asunto que trasciende los casos específicos y habla por la colectividad (la referencia a México de un desaparecido, un herido, un muerto más a través del reiterado “México me dueles”, ¿no es acaso emblemática de este proceso?). En este sentido, el duelo es concebido como factor que detiene un poder político, que crea comunidad y apela a la imbricación social que nos contiene:
Mucha gente piensa que un duelo es algo privado, que nos devuelve a una situación solitaria y que, en este sentido, despolitiza. Pero creo que el duelo permite elaborar en forma compleja el sentido de una comunidad política. […] Si mi destino no es ni original ni finalmente separable del tuyo, entonces el “nosotros” está atravesado por una correlatividad a la que no podemos oponernos con facilidad; o que más bien podemos discutir, pero estaríamos negando algo fundamental acerca de las condiciones sociales que nos constituyen (Butler, 2006: 48-49).
Entre las demandas evolucionadas por los familiares de personas desaparecidas, se asoman ciertas preguntas concretas: ¿Dónde llorar?, ¿dónde velar?, mismas que aluden a espacios y acciones cargadas de valor que anuncian que han quedado heridos y que no pueden (y tampoco quieren) ser entendidos como escenarios solitarios, apartados del mundo. Como argumenta Butler, detenernos en el trabajo del duelo puede funcionar como punto de partida para pensarnos como un “nosotros”, un cuerpo social en el cual nos construimos en relación con los demás; la experiencia de la pérdida y la vulnerabilidad podrían ser consideradas como “la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición” (Butler, 2006: 46). Si, siguiendo a Butler, consideramos estas dimensiones de la vida política como condiciones que simenten las bases para una comunidad, entonces podemos decidir apegarnos a una suerte de otra normatividad basada en la experiencia del duelo. Lejos de presuponer una supuesta condición humana compartida universalmente -y una vulnerabilidad distribuida de forma homogénea sin contar las condiciones políticas y sociales-, esta normatividad construida a partir del duelo cuestiona las condiciones que hacen que determinadas existencias sean más vulnerables que otras, mientras que establece que todo ser humano es digno de duelo.
A través de la explicación del dolor y la pérdida, los comités de familiares de personas desaparecidas apelan, de manera implícita, a esta ley del duelo, apuntando al restablecimiento de un orden, que es privado, íntimo y a la vez colectivo, propio del conjunto social unido por la experiencia de la pérdida, que se ha fracturado con la ausencia de la persona desaparecida. Tal como lo analiza Jimeno respecto al contexto colombiano, también en México asistimos a la necesidad de sectores de la sociedad de reconocer su sufrimiento a nivel colectivo y público. Testimoniar, nombrar, expresar a través del habla la vivencia del dolor se vuelve parte de un proceso que apunta a lograr una reparación, al menos simbólica, frente al conjunto social nacional.
Para concluir, podríamos reconocer que las acciones de protesta llevadas a cabo por los familiares de personas desaparecidas funcionan como una suerte de “ejercicios radicales de memoria”, de momentos que hacen emerger de forma contundente la necesidad de un esfuerzo genealógico de reinserción de la historia en el presente, de combate frente a la anestesia social. Es un esfuerzo similar a lo que se trabaja en el testimonio como Soriano argumenta de la siguiente manera: “Se recupera la memoria no para mirar hacia el pasado como algo lejano y ausente, sino para mirarle como un ciclo que no se detiene en la evocación sino que continúa discurriendo pero que tampoco se posa en el presente en que se ejerce la acción de narrar, sino que se aleja hacia un futuro que es posible y cercano. Que es realizable y se convierte en la razón de hablar” (2012: 150, cursiva de la autora)”.
Si, como recuerda González Rodríguez retomando a Aleister Crowley, “la pérdida del sentido del tiempo es una de las condenas atroces que registran los muertos” (2009: 170), entonces este ejercicio de memoria debe saber trascender la contingencia e insistir en exponer, delinear y nombrar la barbarie para tratar, mínimamente, de contrarrestarla. Una tarea complicada, considerando que en el panorama mexicano actual, la violencia se ha radicalizado en cuanto forma de vida, favoreciendo la fragmentación social, la mercantilización de los individuos y el territorio, la impunidad exacerbada, la voracidad con la cual nos alimentamos y (creemos) digerir los acontecimientos más nefastos de nuestro entorno social.
Más allá de las reacciones empáticas inmediatas que estas comunidades emocionales pueden cosechar entre la sociedad civil, se hace necesario fortalecer el análisis y el debate respecto al bagaje de conciencia política producido por sus maneras de autoorganizarse y autocuidarse. De no ser así, a pesar de su irrefutable potencial, tales experiencias corren el riesgo de quedarse aisladas o servir a intereses políticos e ideológicos coyunturales.
A las políticas del miedo -que son potenciadas y retroalimentadas por una clara estrategia mediática que “tiene[n] como objetivo principal generar miedo, inseguridad, angustias y rumores para aprisionar la subjetividad colectiva de la sociedad mexicana” (Fazio, 2012)-, como experiencias resistentes, responden visibilizando aquel dolor social que la hegemonía del capitalismo globalizado trata de relativizar o enmudecer. Así, mientras los grandes medios favorecen la espectacularización de la violencia y, en paralelo, una visión enajenada de la realidad, los comités de familiares recuperan los relatos del trauma, abriendo fisuras en la amnesia colectiva a través de “mecanismos culturales por los cuales los sujetos individuales conectan su experiencia subjetiva con otros y la convierten en intersubjetiva y, por lo mismo, en apropiable de manera colectiva” (Jimeno, 2007: 187).
Frente a la fragmentación social vehiculada tanto política como mediáticamente, estas comunidades alientan una recuperación del sentido subjetivo y colectivo de la experiencia de sufrimiento, recordándonos que el cuerpo personal y político coinciden en y participan del mismo conjunto social.