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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.66 Ciudad de México dic. 2014

 

Artículos

 

Participación política y electoral en las democracias de América Central a inicios del siglo XXI1

 

Salvador Romero Ballivián

 

Instituto de Estudios Políticos de París.

 

Fecha de recepción: 8 de junio del 2014
Fecha de aprobación: 5 de noviembre del 2014

 

Resumen

La democracia en América Central llegó de manera más tardía que en el sur del continente y, a menudo, después de procesos más violentos, aunque pertenece de pleno derecho a la "tercera ola de la democracia". Ese retorno planteó la necesidad de generar acuerdos entre fuerzas políticas antagónicas, a veces enfrentadas militarmente, que dejaron como resultado miles de víctimas. El rediseño de las reglas del juego se tradujo en los acuerdos de paz o en nuevas Constituciones que plantearon implícitamente algunos de los dilemas abordados por el Contrato Social de Jean Jacques Rousseau: cómo lograr que el contrato social supere el estado de guerra (en el caso centroamericano, entendido en un sentido literal), cómo garantizar la libertad y la igualdad en sociedades altamente desiguales, cómo establecer la legitimidad de las autoridades a partir del consentimiento de todos.

Palabras clave: contrato social, Centroamérica, guerra, violencia, democracia.

 

Abstract

Democracy in Central America arrived later than in the south of the continent (often after violent processes), even so it belongs to the "third wave of democracy" by it's own right. That arrival raised the need of agreements between opposing political forces, sometimes military enemies with thousands of victims on their backs. The new rules of the game resulted in peace agreements or new Constitutions that implicitly raised some of the dilemmas developed on Jean Jacques Rousseau's Social Contract: how to make the social contract overcome the state of war (literally, in the case of Central America), how to ensure freedom and equality in highly unequal societies and how to establish, with the agreement of all parts, the legitimacy of authorities.

Keywords: Social Contract, Central America, war, violence, democracy.

 

Résumé

La démocratie en Amérique centrale est arrivée plus tardivement que sur le reste du continent et, souvent, après des processus plus violents, même si elle appartient de plein droit à la « troisième vague de la démocratie ». Ce retour a marqué la nécessité de produire des accords entre les forces politiques antagoniques, parfois confrontées militairement, laissant comme résultat de milliers de victimes. La reconfiguration des règles du jeu s'est traduite par des accords de paix ou des nouvelles constitutions qui ont proposé de manière implicite certains des dilemmes abordés par Jean Jacques Rousseau dans le Contrat social : comment, dans le contrat social, réussir à faire surmonter l'état de guerre (entendu au sens littérale dans le cas centraméricain), comment garantir la liberté et l'égalité dans des sociétés profondément inégales, comment établir la légitimité des autorités à partir du consentement?

Mots-clés : contrat social, centramérique, guerre, violence, démocratie.

 

La democracia en América Central llegó de manera más tardía que en el sur del continente y, a menudo, después de procesos más violentos, aunque pertenece de pleno derecho a la "tercera ola de la democracia" (Huntington, 1996). Ese retorno planteó la necesidad de acuerdos entre fuerzas políticas antagónicas, a veces enfrentadas militarmente, con un balance de centenares de miles de víctimas. El rediseño de las reglas del juego se tradujo en acuerdos de paz o en nuevas Constituciones que plantearon implícitamente algunos de los dilemas abordados por el Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau: cómo lograr que el contrato social supere el estado de guerra (en el caso centroamericano, entendido en un sentido literal), cómo garantizar la libertad y la igualdad en sociedades altamente desiguales, cómo establecer la legitimidad de las autoridades a partir del consentimiento de todos.

Cualesquiera que fuesen las soluciones institucionales escogidas, las nuevas democracias otorgaron un papel fundamental a las elecciones, convertidas en el momento decisivo de la política y, en principio, periodo privilegiado para concretar los principios del régimen: la libertad de asociación, de expresión, la inclusión de los adultos, la existencia de fuentes alternativas de información (Dahl, 1998). Tan crucial lugar exige una participación política y electoral de características republicanas, que privilegia al ciudadano; y democráticas, que afirma el principio del elector competente (Donegani y Sadoun, 2007: 24).

Por lo tanto, resulta necesario conocer cuál es la realidad de la participación política y electoral en América Central, en tanto que desde temprano, las investigaciones descubrieron que la participación no es constante ni se distribuye por igual en toda la población (Lehingue, 2011). Varía según criterios demográficos (edad, sexo), sociales y culturales (clase social, nivel educativo, área de residencia, adscripción étnica, religión, socialización familiar), políticos (tipo de elección, interés por la política, militancia o identificación partidaria) y jurídicos (obligatoriedad del voto, condiciones de inscripción). Los estudios comprobaron, asimismo, que más allá de las especificidades de los contextos, muchas pautas encontradas en las primeras pesquisas se aplicaban a situaciones muy diferentes y resistían bien el cambio de las coyunturas. Esta amplia gama de criterios por los cuales puede analizarse la participación política y electoral ofrece un cuadro complejo. Sin embargo, la mayoría de las investigaciones confirman la premisa básica de que la participación política y electoral se asocia con el grado de integración en la sociedad: cuánto más fuerte es, más probabilidades de participar en asuntos públicos, políticos, y asistencia a votar; a la inversa, a menores vínculos con la sociedad, menguan las probabilidades de acudir a sufragar. Entonces, los ciudadanos activos en las esferas públicas, sociales, económicas, políticas, ya sean locales o nacionales, o integrantes de grupos que demandan compromisos fuertes pero no excluyentes, poseen más posibilidades de intervenir electoralmente que los que tienen menos contactos de esa naturaleza. Por supuesto, una afirmación tan general requiere matices cuando se pasa a los casos concretos, dado que algunas variables pueden reforzar sus efectos y otras contraponerlos.

Este trabajo se centra en las tendencias y la evolución de la participación política y electoral en América Central en las últimas décadas, mostrando los avances y límites en los progresos. Por otro lado, aborda el vínculo entre participación política y ciudadanía en las democracias centroamericanas en los primeros años del siglo XXI.

 

Las tendencias de la evolución de la participación política y electoral en las democracias de América Central

Los progresos: más y mejores procesos electorales

En la actualidad, en América Central se vota más y mejor que hace tres décadas cuando comenzó la transición a la democracia al finalizar las violentas guerras civiles. La región reencontró experiencias electorales, aunque las tradiciones nacionales eran desiguales y, a menudo de calidad mediocre marcadas por escrutinios con coerción, resultados imposibles de verificar de manera independiente y sin consecuencia sobre los gobernantes (Hermet, 1978: 31-32).

En efecto, se ampliaron los cargos públicos elegidos con el sufragio directo de la ciudadanía, ya que no se disputa únicamente la Presidencia. Los electores han recibido la posibilidad de escoger de manera directa a los parlamentarios, como en Honduras, donde incluso pueden escogerlos en las listas de varias organizaciones en una boleta separada de la presidencial; también a las autoridades locales o municipales como ocurre en comicios con fecha separada (El Salvador, Nicaragua y Costa Rica). El propósito declarado de las nuevas leyes fue reforzar el poder de los ciudadanos, mejorar la representatividad de los Parlamentos y de las Alcaldías, facilitar la renovación partidaria, ampliar la base de la democracia. Sin embargo, como en otros países latinoamericanos, algunas reformas se adoptaron sin un diagnóstico o un balance exhaustivo de los sistemas electorales o de los sistemas de partidos que se buscaban cambiar (Tuesta Soldevilla, 2005: 73). La pertinencia de algunas innovaciones es aún controvertida, pues no siempre abonaron para la construcción de un sistema de partidos estructurado o incluso alimentaron rivalidades dentro de las mismas organizaciones, que acentúan el desprestigio de los partidos (Nohlen, 1994: 276-278).

Asimismo el referéndum, el instrumento simbólico de la democracia directa, se abrió paso progresivamente con experiencias en Costa Rica, Panamá y Guatemala, aunque El Salvador, Honduras y Nicaragua son, junto con México, los únicos países latinoamericanos sin referendos en el siglo XX y XXI (Welp, 2010: 29). Su introducción fue alentada para aumentar la participación ciudadana, enfrentar los problemas de gobernabilidad o la crisis de representación. Ciertamente, amplía la ventana de oportunidades de participación, pero en contraste con las primeras expectativas, el balance es modesto (Zovatto, 2008: 262-287), cuando no polémico, en especial si el Poder Ejecutivo lo convoca y pone en la balanza sus recursos e influencias para vencer. En comparación con la zona andina, América Central ha procedido de manera parsimoniosa y eludido el referéndum de revocatoria de mandato, contemplado sólo en Panamá para diputados y corregidores.

Se vota en más procesos electorales y con franjas cada vez más amplias de la ciudadanía; igualmente, se vota en mejores condiciones, al punto que los criterios básicos de elecciones limpias y libres, principal medio de acceso a cargos públicos, se encuentran cumplidos. Un indicador es suficiente para demostrarlo: el índice de democracia electoral elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) ha avanzado en América Latina de 0.28 en 1977 a 0.86 en 1990 y 0.96 en 2008, siendo 1 la máxima calificación (PNUD/OEA, 2011: 65).

Los progresos en la transparencia y acceso a la información sobre los procesos electorales representan un cambio fundamental en la manera de votar de América Central, una región que desde la instauración de las Repúblicas proclamó la soberanía popular como principio de legitimación del poder e hizo de las elecciones el instrumento de asignación del poder, pero que a la vez fue infiel a su propio ideario, alimentando su historia con golpes de Estado, guerras civiles, rebeliones, elecciones de candidatura única y fraudes electorales que fomentaron la violencia, el resentimiento y el escepticismo. En el siglo XX, El Salvador conoció todas y cada una de las anteriores situaciones (Artiga: 2000). Una de las herencias más nocivas de algunos autoritarismos centroamericanos fueron las farsas electorales para darse una fachada de legalidad, pues debilitaron la asociación espontánea entre elecciones y democracia. Incluso cuando se desarrollaron con periodicidad, como en Nicaragua o Guatemala, raras veces sirvieron para "resolver el conflicto político y llevar al poder a los gobernantes; tampoco eran un medio de expresión de las preferencias políticas, ni un mecanismo de control de los gobernados sobre sus gobernantes" (Loaeza, 2008: 87). La frase, pensada para México, valió tanto o más para América Central en las décadas anteriores a la democratización.

Si aproximadamente dos tercios de los comicios entre 1900 y 1980 no fueron competitivos, de 1980 al 2000 las elecciones competitivas bordearon los cuatro quintos (Lehoucq, 2004: 18). Actualmente, la mayoría de los procesos electorales avanzan o se ciñen a la célebre fórmula de Adam Przeworski: "certeza de las reglas e incertidumbre de los resultados", superando las épocas en las cuales los comicios, si existían, tenían un sello excluyente y viciado, con ganadores y perdedores definidos de antemano. Aún más, ateniéndose a los marcos institucionales, las autoridades electorales y los sistemas políticos centroamericanos consiguieron administrar la prueba de resultados muy ajustados, "cuando la democracia se pone verdaderamente a prueba" (Ramírez, 2014). Fueron reñidas la presidencial de Costa Rica en el 2006 (Bou, 2008: 39-59), y sobre todo la segunda vuelta de El Salvador en el 2014, con apenas 0.2 puntos de diferencia entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), se trató de la diferencia más pequeña de una elección presidencial latinoamericana en el siglo XXI.

Los progresos no están exentos de sombras, que a veces evidencian la fragilidad de la construcción democrática (Lehoucq, 2013: 12). La observación electoral local se inquietó por las condiciones en que se celebraron las municipales del 2008 (IPADE, 2009: 107-113) en tanto que las misiones internacionales de observación electoral señalaron que en la reelección de Daniel Ortega en el 2011 se produjeron "situaciones preocupantes que indican la necesidad de una acción rápida de parte de las autoridades" (Misión de acompañamiento electoral OEA, 2012: 11) o mencionaron que las prácticas de las instituciones y del organismo electoral condujeron a un "retroceso en la calidad democrática del proceso electoral por la escasa transparencia y neutralidad" (Misión de Observación Electoral UE, 2012). De manera más acotada, la elección del 2009 en Honduras, a algunos meses del derrocamiento del presidente Manuel Zelaya se organizó en un ambiente de libertades recortadas si bien los datos de la jornada electoral correspondieron a las preferencias del electorado y ellos condujeron a una alternancia partidaria en el poder (Taylor-Robinson, 2011: 370).

Señalada la salvedad, en el proceso de mejoría los organismos electo­rales dejaron de ser los dóciles mecanismos de la reelección oficialista que pudieron ser antes de la transición democrática, e incluso evolucionaron de composiciones de lógica partidista a otras de mayor autonomía (Aquino, 2014: 87-106). Adquirieron más independencia, imparcialidad y profesionalismo, lo que beneficia la calidad electoral y, a más largo plazo, fortalece la democracia (Hartlyn, McCoy y Mustillo, 2009: 15-40). La evolución fue posible gracias a cambios jurídicos o ajustes institucionales, a veces logrados en negociaciones entre el gobierno y las oposiciones, facilitados por el mal recuerdo de los regímenes militares, los acuerdos de paz que cerraron las guerras civiles y por la caída del sistema soviético, que revalorizaron el papel de las instituciones y de las concepciones más procedimentales de la democracia, atentas a los equilibrios y separación de poderes, el respeto de la legalidad, las garantías ciudadanas. Merced a estas transformaciones, muchos países tuvieron recién, en la década de 1980 o 1990, la primera alternancia pacífica entre oficialismo y oposición de su historia.

De todos modos, en términos de confianza ciudadana en las elecciones el escenario aparecía contrastado. Según el Latinobarómetro, la confianza en la limpieza de las elecciones para una media continental era de 44% en el 2009, los panameños, costarricenses y salvadoreños se situaban por encima del promedio; en la figura contraria aparecían nicaragüenses, guatemaltecos y hondureños. La confianza parece vincularse con composiciones no partidistas de los tribunales electorales, probadas a lo largo de varias elecciones con la confianza general en las instituciones del sistema político (Barreda y Ruiz, 2014: 27-29), o con alternancias políticas claras, como la salvadoreña del 2009 que dieron fe de la imparcialidad de los organismos electorales.

 

Los progresos: una mayor y mejor participación política y electoral, hacia una representación más plural

En 30 años, a mediados de la década de 1980 y los comicios del 2011-2014, el cuerpo electoral centroamericano se había ampliado, de hecho se duplicó con holgura. De más de 12 millones de inscritos, pasó a 27 millones (cuadro 1).2

Sin duda, el impulso mayor del crecimiento de los censos electorales proviene de la transición demográfica. A pesar del descenso de la tasa de fecundidad latinoamericana (de 5.9 hijos por mujer en el quinquenio 1960-1965 a 2.3 para el periodo 2005-2010; América Central como el resto del continente tiene un continuo aumento de población. Cada proceso electoral incorpora un significativo grupo de jóvenes que participan por primera vez. En El Salvador, en la votación presidencial del 2014, el segmento de 18 a 23 años compuso el 15.1% del padrón (una cifra alta pero subestimada, pues ese estrato representa el 19% de la población, por las dificultades de la depuración de los listados electorales). La llegada masiva de jóvenes modifica también el perfil del censo, que refleja la nueva realidad demográfica, de países más urbanos y educados.

Falta por indagar sobre los impactos que provocan los incrementos tan acelerados del padrón en la política centroamericana: en los modos en que se relacionan los candidatos, los partidos y los ciudadanos, en los estilos de campaña, en la naturaleza de las ofertas, etcétera. Sin ánimo exhaustivo, es probable que el recurso cada vez más frecuente de los partidos a los medios de comunicación en las campañas responda a la tendencia global de fondo (Sartori, 1999), y a la imposibilidad de llegar al electorado con las viejas técnicas y tácticas adaptadas a poblaciones reducidas, impregnadas de lazos de socialización tradicional y comunitaria. Es igualmente probable que los remezones en los sistemas de partidos se asocien con la acelerada renovación del cuerpo electoral, pues importantes segmentos juveniles no se identifican con los partidos tradicionales y se abren a nuevas fórmulas. Por ejemplo, el nacimiento del Partido Anticorrupción (PAC) en la presidencial del 2013 en Honduras llevó una nítida marca juvenil (Romero Ballivián, 2014: 68). Asimismo, la merma de la participación puede vincularse con estos cambios, pues los jóvenes asisten a las urnas menos que el promedio.

Hay más que un aumento en las cifras debido a la transición demográfica. Con el retorno a la democracia, los Estados Centroamericanos hicieron un esfuerzo serio, en la mayoría de los casos el primero en su historia, para convertir el derecho teórico al sufragio universal en una realidad concreta, con políticas de Estado para documentar a la población, con la consecuente ampliación de los censos electorales y la aproximación de la población en edad de votar a la que está efectivamente documentada y registrada. Las cifras demuestran el avance.

El derecho político a la participación y los mecanismos efectivos para ejercerlo progresaron. Se redujo la edad mínima para ejercer el derecho al voto de 21 a 18 años. Nicaragua la redujo hasta los 16 en el contexto de la guerra civil (1983), en la cual miles de combatientes eran adolescentes.

Alrededor del cambio de siglo, la legislación contempló progresivamente la votación de los ciudadanos residentes en el exterior, lo que se consideró una ampliación de la frontera democrática y una respuesta a la globalización, dejando atrás las razones puntuales por las cuales algunos Estados la adoptaron desde finales del siglo XIX (IDEA/IFE, 2008). Sólo Guatemala y Nicaragua permanecen al margen de este movimiento. Empero, los primeros resultados prácticos fueron limitados, con tasas bajas de inscripción y escasa movilización el día de la elección, contrario a las esperanzas o temores finalmente desmedidos de sus partidarios o detractores, en especial en los países con importantes diásporas. Si las estimaciones usuales cifran en un millón a los hondureños en Estados Unidos, en 2013 sufragaron apenas 3 096 de los 46 331 registrados, lejos del departamento menos poblado del territorio continental de este país, Gracias a Dios y sus 22 309 electores que acudieron a votar, sobre 34 447 registrados.

Más allá de los cambios legales, se hizo un intento, desigual según los países y variado de acuerdo a los públicos a los cuales se dirigió, se alentó la participación y la inclusión política de actores históricamente marginados del espacio público como lo eran las mujeres, las poblaciones indígenas, personas con discapacidad física, entre otros.

Hubo un notable esfuerzo para mejorar el registro de las mujeres en los censos electorales e incrementar la asistencia electoral. Trabajaron en esta dirección a menudo de manera coordinada los organismos electorales, partidos, organizaciones no gubernamentales, movimientos de mujeres y agencias de coo­pera­ción internacional. Las mujeres centroamericanas pasaron de una posición minoritaria en los listados electorales a ser mayoría, en concordancia con la realidad demográfica (Llanos y Sample, 2008: 15). Para la elección inaugural del sufragio femenino, en 1956, las hondureñas constituyeron 41.4% del censo (Villars, 2001: 401); y en el 2013 fueron 50.8 por ciento. La excepción de Guatemala se subsanó en la presidencial del 2011: las mujeres constituyeron en esa oportunidad el 50.9% del registro. El recorrido de América Central recuerda el del europeo y norteamericano de la posguerra de la segunda guerra mundial, cuando las mujeres pasaron a inscribirse más, a votar igual o más que los hombres. A título de ejemplo, en Canadá la participación femenina superó a la masculina en los comicios de 1988, casi siete décadas después de haber conquistado el derecho al sufragio (Jenson, 2013: 277-278). La evolución latinoamericana se dio de manera más acelerada, probablemente por ese voluntarismo, en tanto que en los países más desarrollados, coronó una trayectoria más espontánea, menos inducida, por lo tanto, más lenta.

Las capitales y las principales ciudades, donde crecen las oportunidades socioeconómicas, educativas, culturales y políticas para las mujeres, encabezan el movimiento. En las zonas rurales, donde persisten pautas de comportamiento más tradicionales, se constatan rezagos. Ese contraste se inscribe en una historia larga: en Guatemala, cuando se abrieron las puertas políticas a mediados del siglo XX, el resquicio fue aprovechado por las citadinas, mientras que los "cambios apenas llegaron a las campesinas, indígenas y mujeres del área rural, cuyas vidas siguieron marcadas por el trabajo duro y la exclusión" (Monzón, 2011: 154). Costa Rica ofrece un ejemplo estadístico en el siglo XXI, con San José como el área con mayor proporción de mujeres registradas mientras que las áreas rurales menos desarrolladas figuran en el opuesto (Tribunal Supremo de Elecciones de Costa Rica, 2009: 17-21).

Por esa razón, la prioridad apunta ahora a promover la participación en asuntos públicos y en espacios de decisión. La atención se centra en la obtención de cargos electivos con las cuotas femeninas en planillas (Archenti y Tula, 2008; Zamora, 2009; idea, 2002). Éstas han probado su eficiencia, en la medida que la legislación sea clara, precisa y con instrumentos para garantizar su cumplimiento o que ciertas instituciones como las electorales dotadas de poderes reglamentarios asuman un papel proactivo. América Central ocupa una posición interesante. En el 2014, la media de 25.2% de mujeres congresistas en América (porcentaje superior al promedio mundial), es rebasada en Nicaragua, Costa Rica, El Salvador y Honduras. La situación se muestra crítica en Guatemala y Panamá, en este último el porcentaje de parlamentarias se estancó desde 1994 por debajo de 10% antes de mejorar en el 2014, pues los partidos "parecen ignorar el espíritu y la letra del sistema de cuotas del país –y aún sus propias reglas internas" (Jones, 2010: 286).

Empero, las cuotas atacan más a las consecuencias que a las causas de la discriminación femenina (Fernández, 2010: 108). En Costa Rica, la legislativa del 2014 mostró que los partidos aún privilegian a los hombres como cabezas de la lista, lo que disminuye la presencia de mujeres, incluso con un sistema de paridad y alternancia en las listas, si el voto se fragmenta y dispersa entre varios partidos. Aún más, apenas desaparece la imposición de las cuotas, como en el caso de los cargos uninominales para alcaldías propietarias e intendencias, la presencia de las mujeres en las candidaturas se reduce drásticamente (Zamora, 2009: 430-432). De hecho, las alcaldías dirigidas por mujeres representan en la región centroamericana, en el mejor de los casos, un poco más de un décimo (PNUD, 2014: 77). Probablemente el mayor desafío por venir sea encontrar mecanismos para lograr una mejor presencia femenina en el poder local. En los otros Poderes, se producen progresos con pasos modestos a veces, acelerados en otras oportunidades: las mujeres alcanzan magistraturas titulares en las Cortes Supremas y las designaciones en el Ejecutivo van más allá de las "carteras tradicionales" (Torres, 2010: 55).

En el caso de los pueblos indígenas, los sistemas políticos sintieron la inevitable tensión entre la visión de una ciudadanía abstracta de iguales y otra fundada en el reconocimiento de derechos colectivos para grupos dotados de una identidad común. Esta contraposición, una línea fuerte del debate mundial de la filosofía y la sociología políticas (Weinstock, 1999: 450-461), adquiere relevancia en América Latina. Si la concepción multicultural lleva ventaja, en América Central los avances han sido en general tímidos, sin designaciones mediante usos y costumbres como en México o escaños especiales, como los incorporados en la Constitución de Colombia de 1991, innovadora en ese campo, próximo de la vertiente participativa de la democracia (Murillo y Sánchez, 1993: 105-107). En Guatemala, las consultas a pueblos indígenas sobre concesiones a empresas para el desarrollo de proyectos mineros o hidroeléctricos fueron organizadas por las mismas comunidades, los resultados, en su mayoría desfavorables a los emprendimientos, fueron considerados no vinculantes por la Corte Suprema de Justicia (Mayen, 2013: 117-148).

Con todo, en "Costa Rica, Nicaragua y Panamá se ha producido un incipiente cuerpo de doctrina judicial en materia indígena" (Ávila, 2007: 107). Se crearon los primeros partidos dirigidos por indígenas. Si varios de ellos optaron por alianzas con la izquierda, algunos prefirieron postular indígenas a altos cargos electivos, plantear agendas propias, exigir el reconocimiento del carácter multicultural de las sociedades. Los resultados han sido limitados. En Guatemala, las condiciones para un movimiento exitoso parecían existir por la densa presencia indígena, las dramáticas heridas aún vivas de la guerra civil en las regiones rurales y el descontento amplio con el estado del país. Sin embargo, fracasó por la fragmentación sociopolítica del movimiento indígena, la ausencia de vínculos entre los candidatos y las organizaciones de base y de un lenguaje más aguerrido (Madrid, 2012: 147-152), sin olvidar la escasa politización de las identidades étnicas, otro factor decisivo en la cadena de triunfos de Evo Morales en Bolivia (Loayza, 2011).

Finalmente, para las personas con discapacidades físicas, el esfuerzo apuntó a generar las condiciones mínimas para el ejercicio de los derechos políticos en la mayor igualdad posible. Se otorgaron facilidades de acceso a los recintos electorales, la puesta a disposición de materiales pertinentes (cerchas para no videntes, mamparas diseñadas para el voto de ciudadanos en sillas de rueda, etcétera) o mecanismos para permitir el sufragio de electores que no pueden acudir a los centros de votación. A diferencia de las categorías anteriores, que podían abarcar conjuntos amplios de la población, se trata de alcanzar círculos reducidos para afianzar un modelo democrático inclusivo e igualitario, atento a la dignidad del ciudadano.

Empero, hay categorías privadas del derecho al voto. Militares y policías activos están marginados del censo electoral en Honduras, y el efímero debate sobre el tema en la presidencial del 2013 no colocó el tema en la agenda. En Guatemala, no votan aquellos con funciones asignadas en la jornada electoral. Con los progresos en la seguridad y la transparencia de la votación, tales restricciones parecen cada vez menos fáciles de justificar. En la presidencial del 2014 en El Salvador por primera vez sufragaron los policías asignados al cuidado de los recintos. La segunda mención corresponde a los detenidos, en especial sin sentencia firme, que confrontan dificultades de derecho y para participar en los comicios. El cerrojo se abre lentamente, en la presidencial del 2009, Panamá introdujo mecanismos para la votación en las cárceles, en la huella de la experiencia de Costa Rica que lo aplicó desde 1998, aunque la participación fue baja (Sobrado, 2007).

Como consecuencia de las evoluciones descritas, en los censos electorales centroamericanos figura la inmensa mayoría de la población, con una tendencia ascendente. El de Nicaragua en el 2006 incluyó 83.4% de los ciudadanos, el de Guatemala en el 2003 87.4% y el de Honduras en 2012 91.3% (Instituto Nacional Demócrata y Hagamos Democracia, 2012: 24). La falta de registro no se encuentra distribuida aleatoriamente. Por ejemplo, en Guatemala, a principios del siglo XXI, era menor el empadronamiento de ciudadanos pobres, personas analfabetas e indígenas y habitantes de áreas rurales (Sáenz de Tejada, 2005: 103).

Corresponde preguntarse cómo la subrepresentación de ciertos grupos en los censos afecta la relación con los partidos y organizaciones políticas, merma los niveles de integración de la democracia y sesga las políticas públicas, un asunto finalmente poco considerado o investigado. En efecto, es probable que los partidos y los gobiernos descuiden a los grupos sociales menos participativos por su escasa influencia en la definición electoral.

Las evoluciones descritas sobre la transparencia electoral, la evolución demográfica de los censos electorales, los esfuerzos de incorporación a una ciudadanía activa de sectores antes relegados, la consideración de las cuotas y otras medidas de acción afirmativa, han transformado los rostros de la política centroamericana, más lentamente que en el sur, aunque en la misma dirección: los representantes se asemejan más a sus votantes que al comienzo de la transi­ción democrática.

Cierto, aún es frecuente, como en Honduras, que el perfil típico de un parlamentario sea el de un hombre de 35 a 54 años con educación superior, capital político heredado de la familia y amplia trayectoria en el partido (PNUD, 2012: 132). Sin embargo, la presencia femenina se acrecienta. Otros cambios, menos perceptibles a primera vista, también modifican la composición parlamentaria. Grupos más populares se abren campo entre las élites tradicionales, profesiones más variadas rompen la monotonía de los abogados, parlamentarios con menos recorrido político y sobre todo partidario, arrinconan a líderes con trayectoria. Quizá como sucedió antes en otras latitudes, el ejercicio regular del sufragio universal minimice el papel de las élites tradicionales a favor de clases medias y populares (Garrigou, 2002: 283-297). Es probable que estas transformaciones se sientan con aún más fuerza en el nivel local, como ilustra el caso guatemalteco. Si la presencia indígena es escasa en el Congreso, su importancia crece en el campo municipal, en el cual se multiplican las candidaturas y los cargos obtenidos por indígenas, sobre todo en los departamentos de población maya (Grisales, 2005: 237-251).

El cambio de personal no implica en sí mismo el mejoramiento o empeoramiento de la gestión pública o de las prácticas políticas, ni prejuzga sobre las orientaciones de las políticas estatales. De hecho, algunos autores subrayan que los problemas de la democracia no provienen necesariamente del lado de la representatividad, sino más bien, del diseño de políticas y de los mecanismos de toma de decisiones (Pachano, 2007: 154-157).

 

Los límites de los progresos de la inclusión y la participación

Las secciones precedentes subrayaron los progresos en la participación política y electoral. Sin embargo, a principios del siglo XXI, aún persistían barreras y límites que la restringían. Conviene distinguir entre los problemas estructurales de aquellos con un carácter más coyuntural, lo que no implica necesariamente que sean más fáciles de resolver.

Numerosos países latinoamericanos construyeron Estados que enfrentaron complicaciones para asentar la soberanía en sus territorios, lo que se tradujo en una escasa presencia administrativa en regiones rurales o alejadas de las principales ciudades, abandonadas al dominio de élites que acumulaban el poder social, económico y político, u olvidadas a su propia suerte. De las muchas complicaciones que legó esa situación, la que tiene mayor relevancia para este análisis es que sectores numerosos de la población no se encontraban registrados por el Estado, en el mejor de los casos contaban con inscripciones en los libros de la Iglesia. Aquella marginación planteaba pocos problemas prácticos en el escenario político oligárquico y de voto censatario, reservado a las élites, o de voto controlado y encuadrado, y perturbado de manera esporádica por las rebeliones populares, seguidas a menudo de represiones feroces, como probó el destino de la sublevación de Farabundo Martí en El Salvador a finales de la década de 1920.

Sin embargo, cuando el juego político rompe las barreras estrechas y se funda sobre la participación del conjunto de los adultos, beneficiados con el sufragio universal, y en condiciones competitivas, se enfrenta a la necesidad de garantizar la documentación, sin la cual no se puede asegurar que todos los ciudadanos participen aunque tengan el derecho teórico ni tampoco elabora un padrón electoral completo y confiable. Existen al menos dos áreas críticas: el Registro Civil y el sistema de identificación encargado de entregar tarjetas de identidad (los nombres de los servicios que se citan son genéricos).

Por un lado, el Registro Civil tendría que inscribir todos los nacimientos y los fallecimientos de manera oportuna. Sencilla enunciación que esconde numerosas exigencias: contar con un servicio capaz de cubrir de manera permanente el territorio y no únicamente las zonas urbanas o regiones rurales densamente pobladas; disponer de funcionarios capacitados para inscribir sin o con mínimos errores; conservar un eficiente archivo de la información; garantizar que todos los sectores de la población realicen el trámite de manera fácil, sin barreras y obtengan rápidamente los certificados pertinentes.

Algunos Estados ahora cumplen este desafío, en especial aquellos con poblaciones más homogéneas y territorios más compactos, o con una administración pública basada en un servicio civil preservado de los vaivenes de la política partidista, como es el caso de Costa Rica (BID, 2010: 17-18). Otros han emprendido en los últimos años reformas jurídicas o programas especiales para superar estos problemas heredados desde el inicio mismo de la vida republicana y que se explicaban por las debilidades estructurales. Se esforzaron por cubrir los vacíos, en especial para el registro de poblaciones indígenas o de áreas rurales periféricas, y brindar un servicio más eficiente, seguro y transparente (Tribunal Electoral, 2014). A veces, el principio de confiabilidad debe hacer concesiones a la voluntad de inclusión: en efecto, para documentar a población que nunca había sido registrada, El Salvador, Honduras o Guatemala recurrieron a declaraciones juradas, que parten de la buena fe, pero que pueden ser imprecisas.

El problema, aunque atenuado, aún se tiene en áreas rurales aisladas con escasos vínculos con el Estado central, como la Mosquitia hondureña y nicaragüense, el Darién panameño, o con relaciones traumáticas con el poder estatal, como las áreas indígenas en Guatemala, muy dañadas durante la guerra civil (incluso en términos prácticos en esa confrontación se quemaron, destruyeron y perdieron miles de registros de identidad). Igualmente persisten discriminaciones, como el registro "provisorio" de niños en Nicaragua si el padre no firma, en el caso de parejas que viven en unión libre. Como consecuencia, no todas las personas en edad de votar se encuentran registradas en los listados electorales.

En líneas generales, los países han ido resolviendo muchas de las carencias de la documenta­ción de su población y los servicios de registro civil funcionan mejor para las nuevas generaciones. De hecho, si en el mundo el 65% de los nacimientos son registrados, en América Latina el porcentaje llega a 92%, y en el área centroamericana sólo Nicaragua queda por debajo con 85% (UNICEF, 2013: 40-43).

Por otro lado, el servicio de identificación tendría que entregar una cédula a todos los ciudadanos (previamente anotados en el registro civil) para que ellos se inscriban en el padrón y ejerzan su derecho al sufragio de forma automática, como ocurre en Honduras y El Salvador. Los retos se asemejan a los del servicio del registro civil aunque con un carácter menos apremiante, en especial por la menor necesidad de efectuar el trámite para obtener la cédula en los tiempos perentorios que suelen ser los del registro del nacimiento y por la posibilidad de tener un servicio un poco más centralizado. Sin embargo, nuevamente no todos los Estados consiguen que sus ciudadanos tengan el documento de identificación, siendo los más perjudicados, otra vez, los habitantes de áreas rurales con bajos indicadores de desarrollo humano y relaciones esporádicas, a menudo impregnadas de desconfianza o temor hacia los servicios públicos.

En algunos países, a esa exclusión de características estructurales se añade otra ligada a la eficiencia: si una persona debe esperar semanas o inclusive meses para recoger su documento, terminan acumulándose en las oficinas miles de cédulas que corresponden a igual número de ciudadanos que, en la práctica, ven mermado el derecho de la participación política. En Honduras, para las elecciones primarias del 2012, el Registro Nacional de las Personas estimaba cerca de un millón de cédulas no reclamadas; hasta antes de la presidencial del 2013, cuando se realizó un esfuerzo significativo para una distribución institucional de los documentos, fue frecuente que el Registro transfiriese a los activistas políticos centenares o miles de documentos para que ellos los entregaran a los ciudadanos cansados de sus fallidos intentos para obtenerlos. Después de los comicios del 2009, un tercio de los jóvenes de 18 a 30 años, alegó que no votó por falta de identificación (Instituto Nacional Demócrata, 2011: 34-37).

La entrega de la cédula puede ser objeto de manipulaciones con sesgo partidario. Si bien no se cuantificó el alcance del problema, hubo denuncias en este sentido en los comicios nicaragüenses del 2011 (Misión de Acompañamiento Electoral OEA, 2012: 14-18). La ausencia de una burocracia, en el sentido weberiano del término (Weber, 1964: 174-178), puede llevar a exclusiones discrecionales de ciudadanos que simpatizan con las formaciones opositoras a las que controlan las instituciones responsables de proveer esos servicios. Por último, la entrega de la cédula de identidad al ciudadano constituye únicamente el paso inicial. La renovación del documento plantea asimismo desafíos. En El Salvador, sólo se puede sufragar con un Documento Único de Identidad (DUI) vigente: en la presidencial del 2014, más de medio millón de personas en el censo tenían el DUI vencido, vale decir que más de un décimo del total de inscritos. La caducidad del documento las excluyó de facto de la posibilidad de votar. Sin duda, en ese grupo figuran fallecidos o emigrantes, pero también ciudadanos potencialmente activos, y puede suponerse pertenecientes a los estratos menos favorecidos, o los que menos necesitan la cédula en la vida cotidiana.

 

Ciudadanía y participación política y electoral en América Central

El declive de la participación electoral en América Central y su incierto presente

En la participación política y electoral se juega uno de los temas centrales de la legitimidad de la democracia y de las autoridades, de los niveles y formas de exclusión o de inclusión del régimen. Su medición es un tema en apariencia sencillo. Es una facilidad engañosa incluso en las democracias asentadas, y las complicaciones se acentúan en América Central. No es lo mismo medirla respecto a la población en edad de votar con respecto a las listas de inscritos. Estas pueden acarrear diferencias en relación al total de ciudadanos que podrían ejercer el voto, ya sea porque segmentos más o menos importantes se encuentran fuera del censo, o por el contrario, por problemas de actualización debidos a la deficiente depuración de fallecidos o emigrantes. Por ejemplo, en el 2014 el padrón salvadoreño tenía casi un millón de ciudadanos adicionales a la estimada población en edad de votar. Por lo tanto, con frecuencia, las autoridades electorales indicaron que en realidad la cantidad de electores en condiciones efectivas de ejercer el voto fue mucho menor que la señalada en los censos, y por lo tanto, los niveles de participación se esperaban elevados. En Nicaragua en el 2011, la brecha de la participación entre la cifra respecto a los inscritos y aquella definida como "real" por las autoridades, fue mayor a veinte puntos (de 58% a 79%). El mismo cálculo fue realizado por el presidente del Tribunal Supremo Electoral de El Salvador para la elección del 2014, con una distancia de aproximadamente diez puntos (declaración de Eugenio Chicas, "Votó el 54% del Padrón", Prensa Gráfica 6 de febrero del 2014). Si bien el análisis tiene en cuenta estas dificultades metodológicas, se concentra sobre todo en los datos de la participación con respecto a los padrones por constituir la cifra de referencia más sólida, pues las estimaciones de población, además de ser menos precisas y actualizadas, raras veces cuentan con información desagregada.

La participación electoral en las elecciones presidenciales de América Central y de manera más extensa, en América Latina, tuvo una tendencia descendente desde el retorno a la democracia (CAPEL, 2007: 33). Los cuadros 2 y 3 ilustran la situación.

Los cuadros 2 y 3 revelan el progresivo desapego de la ciudadanía frente a los procesos electorales. Las primeras elecciones tuvieron el sello del "optimismo democrático", luego de las guerras civiles, gobiernos autoritarios, elecciones manipuladas, los ciudadanos recuperaron la posibilidad de expresarse libremente en las urnas y ver reconocidas sus preferencias, tanto en el escrutinio como en la instalación del gobierno escogido. La asistencia a las urnas fue muy importante.

El "optimismo democrático" llevó a muy amplios sectores de la ciudadanía a ejercer el voto, ilusionada con la inclusión de todas las fuerzas políticas, confiada en la transparencia electoral y esperanzada en el desempeño de los nuevos gobernantes. Ese impulso decayó en los comicios posteriores, entre finales del siglo XX e inicios del siguiente, por la convergencia de dos procesos.

Por un lado, pesó un desencanto con la democracia porque no pudo cumplir todas las expectativas, en especial la entrega de soluciones rápidas a problemas acumulados históricamente. Incluso, algunos gobernantes fallaron a los principios elementales de la democracia. Sin duda en la presidencial guatemalteca de 1995, la de más baja participación, fue marcada por la crisis institucional y las decepciones del mandato de Jorge Serrano.

Por otro lado, las dificultades económicas de la década de 1980 y la aplicación de medidas de ajuste estructural implicaron el desarme de algunas funciones protectoras del Estado que beneficiaron a sectores populares o a las clases medias. En algunos casos, los virajes fueron conducidos por partidos que históricamente se asociaban con reivindicaciones populares o conquistas sociales. La nueva realidad económica mermó la participación: evidencia empírica sugiere que en América Latina las reformas económicas y la participación electoral tendieron a evolucionar en sentido opuesto (Lavezzolo, 2006). Es probable que su efecto se observase, por ejemplo, en la presidencial costarricense de 1998, la que quebró el elevado promedio de participación tras el gobierno de José María Figueres Olsen, que alineó al país con las políticas públicas repuntadas como neoliberales.

En el inicio de la segunda década del siglo XXI, el panorama se presentaba más indefinido. Tres constataciones se imponen. La primera, el declive se detuvo, incluso hubo repuntes de participación, pero sin lograr los porcentajes del inicio de la democracia. Honduras, el país con la pendiente más negativa, recuperó terreno en la presidencial del 2013, pero pese al avance, hubo casi 25 puntos de distancia con las cifras iniciales.

La segunda constatación es que las evoluciones de la participación tendieron a ser poco abruptas. Los casos costarricense y panameño son los más notorios, el primero con una fluctuación menor a 5 puntos, entre 65% y 70% en el periodo 1998-2014, el otro con variaciones mínimas alrededor de 75 por ciento. Probablemente después de la euforia de los tiempos primeros de la democracia, la participación encontró una ruta estabilizada, que giraba alrededor de un parámetro que correspondería a los tiempos ordinarios de cada una de las democracias centroamericanas.

Por último, el nivel de participación distingue tres grupos: Costa Rica y Panamá encabezan la lista, con un promedio de participación superior a 73%, seguido de cerca por Nicaragua. En la región, los dos primeros países han logrado construir dos regímenes democráticos con fortaleza institucional, autoridades electorales respetadas y apartidistas, sociedades con bajos niveles de violencia, mejores índices de crecimiento económico, factores de contexto que parecen influir indirecta y positivamente sobre la asistencia electoral. Con una sociedad organizada y cohesionada en la base, Nicaragua se acerca a ambos países, pero con una participación declinante y una pérdida superior a los veinte puntos entre 1990 y 2011. Honduras conforma un grupo, distante simultáneamente de los países de mayor y de menor participación electoral. Partió de una situación inicial muy favorable, pero no pudo preservarla. Finalmente, Guatemala y El Salvador, los países que soportaron las más severas guerras civiles, pasaron de una violencia política a otra de tipo criminal, quedaron con un tejido social dañado y, en el caso de Guatemala, con el sistema partidario menos estructurado y los niveles más bajos de apoyo y satisfacción con la democracia en la región. Empero, destaca la interrumpida alza de la participación guatemalteca, entre 1995 y 2011, con una ganancia superior a los veinte puntos.

Para afinar el análisis de la participación electoral y de su reverso, la abstención, así como de su evolución, es necesario distinguir factores políticos, sociológicos y aspectos relacionados a la organización y administración del proceso electoral.

 

Los factores políticos de la participación electoral centroamericana

La participación electoral y su evolución son indisociables de las variables políticas. La sección analiza en primer lugar el impacto de las percepciones sobre el régimen democrático, luego se concentra en los efectos del diseño electoral y concluye con una revisión de los factores relacionados con la competencia política.

Las cifras de la región indican un descontento ciudadano con la política, con los partidos y con la democracia misma. La insatisfacción conduce a un repliegue. Cuando los ciudadanos evalúan mal a la democracia y sus instituciones, tienen más probabilidades de abstenerse, aunque es importante subrayar que la molestia con la democracia, o incluso la falta de apoyo, no conducen directamente a la abstención, tanto porque los electores pueden canalizar su protesta a través de algún candidato como porque la participación en las elecciones excede la política, y se vincula con el deber ciudadano, la construcción de la nación y la participación en los ritos colectivos. Los sectores que se retiran no son los mismos, en todos los países ni en todos los procesos electorales: varían según la coyuntura de cada país.

En América Central, el apoyo3 y la satisfacción4 con la democracia figuran apenas alrededor del promedio latinoamericano, o por debajo como se desprende del cuadro 4, elaborado con los datos del Latinobarómetro (las encuestas se encuentran disponibles en www.latinobarometro.org).

El cuadro enciende al menos dos alertas. Por un lado, apartando a Costa Rica, el apoyo a la democracia se sitúa en el promedio claramente por debajo, con Guatemala en el índice más débil de América Latina. La situación se torna crítica, porque el apoyo bajó en todos los países, con la excepción salvadoreña, del periodo 1996-2004 a la fase 2005-2013, con una caída pronunciada en Honduras. Por otro lado, la satisfacción con el desempeño de la democracia es igualmente modesta. La mitad de los países aparecen por debajo del promedio latinoamericano en el periodo 2005-2013. La caída adquiere un tono sombrío en Honduras. Si Costa Rica continúa entre los mejores porcentajes latinoamericanos, la tendencia declinante, con un retroceso de una decena de puntos, manifiesta un descontento importante.

La debilidad del apoyo o la insatisfacción con la democracia provienen de un complejo cóctel. En una región en la cual las expectativas de la gente con la democracia se centran principalmente en el mejoramiento de las condiciones de vida y la igualdad (Ai, 2007: 29-33), existe una elevada y estructural desigualdad. De los diez países con el peor coeficiente de Gini de América Latina, cuatro están en la región: Honduras, Guatemala, Panamá y Nicaragua, en ese orden (PNUD, 2012: 48). Se añaden tasas modestas de crecimiento económico per cápita (excepto Costa Rica y Panamá), y por lo tanto reducciones menores de la pobreza. La percepción sobre una extendida y crónica corrupción en la administración pública lastra la confianza en las instituciones, los partidos y los líderes: salvo Costa Rica (5.3%), los demás países obtuvieron notas entre 2.4 y 3.6 de 10 en el índice de percepción de corrupción de Transparencia del 2012.

El afianzamiento de la calidad de la democracia permanece como un reto, por más que la mirada a largo plazo promueva el optimismo, desde 1945, en todos los países centroamericanos, el nivel de la democracia nunca estuvo más alto como en el siglo XXI de acuerdo a datos del Polity IV Project (www.systemicpeace.org/polity/polity4). Con la excepción de Costa Rica, y en menor grado de Panamá, el Índice de Desarrollo Democrático (IDD) figura en la parte baja de la tabla latinoamericana, de acuerdo a los datos de Polilat-Fundación Konrad Adenauer (2013: 13). Valores concordantes establecen la clasificación de Freedom House, más allá de la polémica de los términos (www.freedom.house).


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En ese contexto, hay un escepticismo con el poder transformador del voto. En el 2009, de acuerdo al Latinobarómetro, 57% de los latinoamericanos creía que el voto podía cambiar las cosas en el futuro, porcentaje que en América Central era rebasado en Panamá y El Salvador (donde se jugaron la llegada al poder el empresario Ricardo Martinelli y el Frente Farabundo Martí, respectivamente, que encarnaban cambios nítidos con respecto a las administraciones precedentes). En los otros países, el porcentaje estaba por debajo de ese promedio. Quienes dudan que las elecciones logren cambios importantes en los rasgos generales del país o en sus propias condiciones de vida, se abstienen más fácilmente. En El Salvador, una investigación arrojó una diferencia de una decena de puntos entre las personas que creían que el voto podía cambiar las cosas en el futuro y las escépticas (Córdova et al., 2009: 119).

Estos datos recuerdan asimismo la importancia de la cultura política. Ciertos países se esfuerzan por convertir las elecciones en una escuela de ciudadanía, las revisten de solemnidad, las exaltan como el espacio público y común para decidir el destino nacional bajo parámetros respetados por todos los actores, en un proceso de reglas claras y resultados aceptados (Deloye et Ihl, 2008: 37-44). Las elecciones quedan rodeadas de un halo de legitimidad que alienta la participación, ésta puede ser menor en países donde la historia política está marcada por una tradición de elecciones poco pluralistas, de tergiversación de la voluntad popular o de mascarada sin relación con la asignación real del poder.

Los diseños institucionales también influyen sobre los niveles de participación electoral. Entre las razones políticas que dan cuenta del declive de la participación corresponde mencionar la multiplicación de procesos electorales. En los años 1980 los procesos electorales eran generales, juntaban en una sola jornada, a menudo en una sola papeleta, los comicios presidenciales, los legislativos, incluso los municipales; ocurrían cada cuatro o cinco años. Generaban una expectativa marcada y porcentajes muy altos de participación electoral. Desde la década siguiente, se volvieron moneda corriente las elecciones municipales, parlamentarias y los referendos.

Las elecciones intermedias, como los escrutinios legislativos, municipales, regionales o ciertos referendos, movilizan menos. La participación en las presidenciales de El Salvador entre 1999-2014 fue de 55.4% en tanto que para las parlamentarias entre 2000-2012 bajó hasta 44.3 por ciento. Los referendos tampoco mejoraron los niveles generales, incluso apartando el caso extremo del referéndum de 1999 sobre los Acuerdos de Paz en Guatemala, a los cuales asistió menos del 20%; la consulta costarricense del 2007 sobre el tratado de libre comercio, a pesar de la intensa campaña y la polarización, marcó el punto más bajo de participación electoral de las últimas tres décadas. La municipal de Costa Rica en el 2002 y 2006 apenas movilizó a una cuarta parte del electorado, afectadas por realizarse a los pocos meses de la presidencial y por las limitadas responsabilidades a cargo de los municipios (Alfaro, 2009: 69-80).

Si para sus promotores, la apertura del abanico de elecciones profundiza la democracia, también las banaliza y paradójicamente las reserva a los grupos más politizados o con intereses directamente en juego en las consultas. Si bien esa explicación es correcta, aún sólo considerando los comicios presidenciales, la participación declina. La participación de los comicios centroamericanos de los años ochenta supera a los de la segunda década del siglo XXI, como se mostró en el cuadro 2.

El impacto de la competencia electoral sobre la participación es igualmente relevante. Cuando la oferta partidaria disponible se amplía y permite a un conjunto más grande de electores identificarse con una de las opciones en juego, la participación aumenta; la restricción opera en el sentido contrario. Se ilustra con la habitual disminución de la participación entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Para la ronda decisiva, la participación tiende a bajar pues electores de los partidos eliminados prefieren abstenerse, situación más frecuente que en ausencia de bloques políticos predefinidos –como en Francia, país que popularizó la segunda vuelta presidencial– muchas organizaciones no dan consigna de voto. En la presidencial guatemalteca del 2011, la primera vuelta registró una participación de 69.3% y la segunda vuelta de 60.8%. Se trata de una tendencia más que de una regla general, como probó la presidencial salvadoreña del 2014. Estas excepciones suelen responder a movimientos de polarización.

La influencia de la oferta de partidos puede percibirse también desde otro ángulo. Los electores acuden de manera masiva si sienten que el espectro se diversifica, introduce opciones fuertes antes no disponibles y renueva el ambiente político. La creación en Honduras, hasta entonces un bipartidismo centenario, del partido Libertad y Refundación (Libre) y del Partido Anti Corrupción (PAC), ayudó a revertir en el 2013 el declive de la participación electoral, y de paso contribuyó para disminuir el porcentaje de sufragios blancos y nulos (Romero Ballivián, 2014: 66).

El ambiente político es igualmente fundamental. La polarización que va más allá de campañas confrontadas, para indicar que los principales contendientes son percibidos como alternativas distintas, como representantes de modelos contrapuestos de sociedad y de Estado, convoca más a la ciudadanía que elecciones en las cuales los principales candidatos presentan diferencias menores. En esta perspectiva es interesante la presidencial salvadoreña del 2014: en la primera vuelta, la presencia de Antonio Saca distendió la campaña al interponer un candidato entre Arena y el FMLN y anticipar la necesidad de una segunda vuelta; en la ronda decisiva, la polarización de Arena y el FMLN alzó la participación. Ciertamente, la polarización puede colocar a la democracia bajo tensión y generar complicaciones institucionales, políticas y sociales, pero su efecto sobre la participación juega con signo positivo. En la misma dirección, las elecciones de "realineamiento" (Martin, 2000: 49-86) que anuncian cambios sustanciales de las políticas públicas, transformaciones del sistema político o significativos reacomodos del sistema partidario, atraen al electorado. En cierto sentido, así jugaron las elecciones que inauguraron la transición democrática, como la nicaragüense de 1990, que marcó la cúspide de participación.

La situación de los partidos clave en el sistema político pesa sobre la participación. Su efecto se nota sobre todo cuando un partido relevante, con un anclaje territorial, social e histórico sufre una crisis profunda, ya sea por una gestión decepcionante o un quiebre, lo que retrae a fracciones del electorado simpatizante con la organización. Varios casos asocian la caída brusca de un partido con un retroceso de la participación. Sucedió en Costa Rica en el 2006, la de menor asistencia electoral desde 1985, con el derrumbe del Partido Unidad Social Cristino (PUSC) que cayó al cuarto lugar luego de haber sido un pilar del bipartidismo. En el 2009, en Honduras, el liberalismo se quebró tras el derrocamiento de Manuel Zelaya, y la presidencial marcó por primera vez una participación menor a 50 por ciento.

El resultado anticipado de una elección promueve o disuade la participación. Una elección que se prevé cerrada tiene más oportunidades de convocar al electorado que una con un ganador previsible con un margen cómodo. Lo que cuenta es la imagen que se formaban los electores antes de la jornada. Ilustrativa de la dinámica es la segunda vuelta electoral de Costa Rica en el 2014, celebrada por obligación constitucional, a pesar de que el candidato oficial suspendió su campaña. Después de una primera vuelta con una participación de 68.2%, en la segunda acudió el 56.7 por ciento. Empero, para las condiciones de la contienda, se trató de un porcentaje significativo, sin duda explicable por la cantada llegada al poder, por primera vez desde la guerra civil de 1949, de un partido ajeno al bipartidismo Liberación Nacional-Social Cristiano.

Si los factores políticos dan cuenta de oscilaciones importantes en los niveles de participación electoral, incluso en cuestión de meses, los elementos sociológicos se muestran más persistentes, con una continuidad que resiste los cambios en los porcentajes de participación.

 

Los factores sociológicos de la participación electoral centroamericana

América Central corrobora uno de los postulados de base de la sociología política y de la teoría de la modernización: la partici­pa­ción política y electoral se asocia con el nivel de desarrollo. Aunque no se trata de una particularidad de la región mesoamericana, la igualdad del voto representa un ideal y un principio más que la realidad sociológica de las elecciones.

El mayor Índice de Desarrollo Humano (IDH) se vincula con una mayor asistencia electoral, y a la inversa, los bajos niveles educativos, de salud y de ingresos se correlacionan con la abstención. Esta proposición explica por qué las grandes ciudades y las áreas metropolitanas, que forman las áreas favorecidas centroamericanas, provistas de los mejores servicios y habitadas por la población con mejores oportunidades, suelen encabezar la participación. Así, en la primera vuelta presidencial de El Salvador en el 2014, en el nivel departamental, la correlación entre el IDH y la participación fue de 0.66. Un vínculo de igual sentido se produjo a nivel cantonal en la presidencial de Costa Rica en el 2010 (Chavarría, 2014: 279). En la misma línea, en la segunda vuelta presidencial del 2011, la Ciudad de Guatemala exhibió una participación casi diez puntos por encima del promedio nacional. En ese contexto, contrasta la "paradoja hondureña", constituida por la elevada participación electoral de las regiones rurales menos desarrolladas, como los departamentos de Intibucá o Lempira. Esta excepción podría provenir tanto del sentido cívico en comunidades tradicionales como de la eficacia de las redes clientelistas (Sonnleitner, 2007: 20-25).

La participación electoral crece con el nivel de integración en la sociedad. A mayor grado educativo, mejor inserción laboral, más vínculos con las organizaciones sociales, acceso fluido a los medios de comunicación, interés más pronunciado por la política y mayor probabilidad de votar. La elección salvadoreña del 2009 ilustró esta afirmación a nivel individual, pues quienes declararon que votaron fueron más adultos que jóvenes (hasta 25 años), personas con educación superior y las interesadas o con conocimientos sobre política (Córdova et al., 2009: 109-121). Sin ser una especificidad centroamericana sino más bien un rasgo continental compartido, la participación electoral juvenil atraviesa una fase crítica de profundo desafecto (PNUD, 2014: 78-80).

Los sectores habitualmente marginados de la esfera pública sufragan menos y esto a inscripción idéntica, lo que no constituye, como se mencionó, un punto de partida idéntico, pues los grupos desfavorecidos tienen probabilidades menores de registrarse en los padrones. Las mujeres constituyen la principal excepción a esta tendencia estructural. La presidencial costarricense del 2006 o la salvadoreña del 2014 confirmaron este rasgo.

Sin asimilarlo a esta abstención de características sociológicas, pero con vínculos cercanos, se encuentra el voto blanco (Romero Ballivián, 2003: 381-414). Sin duda, el voto blanco o nulo puede manifestar una politización intensa en los márgenes del sistema partidario, por ejemplo entre los militantes de la izquierda radical, o a veces un movimiento promovido por sectores muy integrados pero insatisfechos con el régimen político o con la oferta política. Sin embargo, en regiones rurales entre las más pobres de América Latina, una elevada tasa de sufragios blancos sugiere una participación con escasos elementos informativos y un mínimo seguimiento de la campaña, que disminuye el valor del voto como la íntima expresión de la voluntad individual en la definición del destino colectivo. En la primera vuelta de la presidencial del 2011 en Guatemala, casi un cuarto de los sufragios fueron blancos o nulos en Quiché, departamento con alta densidad demográfica indígena.

 

Una nueva pista de reflexión: el nuevo rostro de la violencia y la participación electoral

La violencia raras veces es mencionada en los estudios sobre la participación política y electoral y ello es comprensible pues las investigaciones sobre el comportamiento electoral comenzaron y se han llevado a cabo con mayor frecuencia en las sociedades europeas y norteamericanas, que después de la Segunda Guerra Mundial conocen largas décadas sin guerra en sus territorios y con la más baja violencia del planeta. Los estudios que relacionan la violencia con la política, generalmente se centran en sociedades que atraviesan o acaban de salir de conflictos bélicos, internacionales o locales. Escasas investigaciones tienen como foco el impacto de la violencia "ordinaria" o del crimen organizado sobre la participación; sin embargo, ella constituye una variable crítica, no sólo porque los ciudadanos perciben la inseguridad como el principal problema de sus sociedades, sino porque objetivamente América Central es la región del mundo más golpeada por este flagelo.

El contraste con los años 80 es elocuente: las guerras civiles han terminado, aunque queda por averiguar las secuelas a mediano o largo plazo sobre la participación de la violencia política una vez que ella desaparece. Quizá no sea casualidad que la participación electoral sea la más elevada en Costa Rica y Panamá, que no sufrieron guerras civiles, y la más baja en El Salvador y Guatemala, que sufrieron los impactos más devastadores.

El legado del pasado afecta. Las prolongadas dictaduras y las guerras civiles provocaron que los Estados juzgasen con susceptibilidad la organización y la movilización popular y, de manera general, la participación, potencial vivero de contestación al orden establecido. Sindicatos, estructuras barriales o gremiales, movimientos estudiantiles despertaban sospechas, aún cuando no persiguiesen directa o primeramente objetivos políticos. Entonces, los Estados se distanciaron del modelo participativo que, pese a las vicisitudes, predomina en el sur del continente, con los rasgos "republicanos" pensados por Rousseau, que demanda un ciudadano comprometido, dispuesto a participar e interesado en los asuntos públicos, comenzando por las elecciones, informado, con un sentimiento de competencia política (Nohlen, 2004: 149-152). Ese enfoque se encuentra menos presente en América Central, con varias traducciones prácticas: una menor valoración de la movilización social, una insistencia menor en la obligatoriedad del ejercicio del voto (Fernández y Thompson, 2007: 253-265), y menores tasas de participación electoral.

Hoy, la violencia emerge con nuevo rostro, no desde el Estado o contra el Estado, tampoco con contenidos políticos o ideológicos como sucedió en las guerras civiles. Sin embargo, la cantidad de muertes violentas en los primeros años del siglo XXI se asemejan a las alcanzadas en los peores momentos del periodo de las guerras civiles (Casas Zamora, 2012: 99). Además, sus efectos limitan el acceso universal a la participación política, el ejercicio libre del sufragio y la competencia electoral.

Se distinguen dos casos. El primero corresponde al narcotráfico, cuando esta actividad se implantó a largo plazo en un terreno y tuvo el interés en controlarlo, recortó la competitividad y el pluralismo de la vida política, además de distorsionar por completo las campañas electorales. Candidatos ajenos a esas estructuras fueron eliminados o lo suficientemente acosados como para retirarse de la carrera; si hay algún grado de competencia, el desequilibrio de los recursos se inclinaba la balanza del lado de los candidatos coludidos con el crimen organizado. Este fenómeno tiene más visibilidad a nivel local o parlamentario que presidencial, y afecta igual a varios Estados de México. En esas condiciones, asistir a votar pierde sentido para amplias franjas del electorado o, por el contrario, hacerlo se convierte en una pesada obligación sin auténtica opción de elegir. Por lo tanto, el estudio de resultados atípicos, con desviaciones marcadas en los niveles de participación o de preferencia por un candidato, requieren atención pues podrían sugerir serios problemas para la libertad del electorado. En la elección general de Honduras en el 2013, el municipio de El Paraíso, fronterizo con Guatemala, con una reputación ensombrecida por la presencia de estos factores, reportó resultados, pero en condiciones imposibles de verificar para observadores independientes (Meza, 2014: 108-109). La participación alcanzó 84.5%, casi 25 puntos por encima del promedio nacional y una quincena arriba del porcentaje departamental, y el candidato a alcalde superó el 90 por ciento.

El narcotráfico no es el único tipo de violencia que afecta la participación. En vista de las cifras, el segundo factor es la violencia del crimen organizado y la común con su rostro más duro, incluyendo secuestros, asesinatos y extorsiones, socava las bases de la participación, en especial en el triángulo norte centroamericano. La violencia descontrolada no sólo conduce al "hombre a actuar como un lobo para el hombre" sino que se acompaña de su contracara, la impunidad, superior a 95% incluso en los casos más graves, los homicidios (APJ, 2014). Destruye el tejido de la vida colectiva, rompe la confianza en los otros y en las autoridades, genera un repliegue inmediato sobre las esferas más íntimas. Allá donde ella impera, pronto se contraen todas las formas de participación, así sea por algo tan elemental y básico como el temor a circular por las calles, a pie o en transporte público, para intervenir en los espacios colectivos o por el sentimiento de que participar en el espacio público es exponerse al peligro. Con el paso del tiempo, la gente teme o se desinteresa a comprometerse con un partido, afiliarse a un sindicato, integrarse a un patronato, colaborar con una asociación, expresar abiertamente sus opiniones, elegir la opción de su preferencia. A la larga, hasta se pierde la voluntad de votar, que implica hacerse miembro de la comunidad de ciudadanos y definir el futuro colectivo. El objetivo es el mismo para la persona víctima de un entorno altamente agresivo: pasar discreto, disminuir los riesgos, exponerse lo menos posible.

Habitualmente la delincuencia organizada u ordinaria presta escasa atención a los procesos electorales, a lo sumo, procura sacar alguna ventaja marginal, por ejemplo, fijando montos para que los candidatos o el organismo electoral puedan ingresar a barrios o colonias, como sucedió en ciertos sectores de Tegucigalpa o San Pedro Sula para los comicios del 2013. Su sola presencia tiene un efecto indirecto pero disuasivo de la participación, pues muchos electores temen sufrir asaltos o agresiones en el trayecto hasta los recintos electorales, además la observación internacional excluye esos lugares de su monitoreo, e incluso la observación doméstica tiene complicaciones para cubrir las áreas de peor reputación. El anuncio de un despliegue militar o policial el día de los comicios no siempre es suficiente para revertir la situación. La presidencial del 2014 en El Salvador podría indicar un paso adicional, pues se presentaron denuncias sobre una participación más directa de las pandillas, acusadas de retirar documentos de identidad o intimidar a votantes.

En sociedades donde la violencia y su mejor aliada, la impunidad, impregnan la cotidianidad, los candidatos pueden ser asesinados en medio de una reacción indolente. En las elecciones hondureñas del 2013 fueron asesinados seis candidatos: tres para alcalde, dos para regidor y uno para diputado, además de tres alcaldes o regidores en funciones y más docenas de dirigentes políticos o familiares cercanos de los candidatos, pertenecientes a organizaciones políticas distintas (IUDPAS, 2014: 21). A falta de investigaciones avanzadas y sin concluir, ni siquiera es posible presumir un móvil político. Situaciones parecidas se presentaron en Guatemala.

En otras palabras, la imposibilidad del Estado para imponer su autoridad y aplicar la ley restringe la inclusión política en la democracia de sectores más o menos amplios de la población. En varias regiones rurales y en las periferias pobres de las ciudades, el Estado ha perdido los atributos básicos: el monopolio de la violencia (las fuerzas de seguridad temen el ingreso y las bandas delictivas ejercen su propio sistema de seguridad y de sanción) y el monopolio de la fiscalidad (los ciudadanos pagan "impuestos", no al Estado sino a los grupos criminales que cobran con eficiencia y puntualidad el eufemístico "impuesto de guerra"). La indiferencia electoral es una de las monedas con las cuales paga la ciudadanía la humillación del Estado.

La participación electoral y la tasa de homicidios presentan una convincente correlación inversa de -0.71 en América Latina, y -0.88 únicamente en América Central (cálculo propio con base en los datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito). En Honduras, la correlación departamental para ambas variables en la presidencial del 2013 fue de -0.41 (elaboración propia con base en información del Tribunal Supremo Electoral y los datos del Instituto Universitario de Democracia, Paz y Seguridad). En El Salvador, sin ser tan nítida, la correlación llegó a -0.17 en la primera vuelta de la presidencial 2014 y -0.21 en la segunda. Elementos estadísticos suficientes como para abrir un expediente y un debate.

 

Los factores técnicos y administrativos de la participación electoral

Los aspectos considerados hasta el momento pertenecen a un nivel en el cual los organismos electorales tienen poca incidencia, pues esos factores dependen del posicionamiento de los partidos, del tipo de campañas, de los desiguales grados de integración social o de la intensidad de la violencia en las regiones.

En otros campos, las decisiones administrativas o jurisdiccionales favorecen o perjudican la participación. La distribución de las mesas electorales parece una cuestión técnica menor, pero no lo es. Quizá representa el principal mecanismo que tienen los organismos electorales para promover o frenar la participación. En varios países centroamericanos, se centralizaron los recintos electorales en las cabeceras municipales, ya sea para eludir los riesgos de violen­cia en los tiempos del conflicto civil o para facilitar el control a los partidos y al mismo organismo electoral. Esas medidas justificadas en tiempos violentos o en la fase inicial de la democracia, carecen de argumentos para perdurar pues frenan la participación. De hecho, la tendencia apunta a distribuir los recintos de votación por todo el territorio. Por ejemplo, en El Salvador, del 2004 a 2014 pasaron de 391 a 1593.

Los beneficios de la descentralización son notorios. Cuando Guatemala dio pasos en esa dirección al crear casi 700 centros de votación rurales en el 2007, consiguió un mejor registro femenino y de ciudadanos de áreas rurales e impactó en la participación (OEA, 2008: 96), hasta entonces frenada por la concentración de los recintos electorales en las cabeceras (Lehoucq y Wall, 2004: 485-500). El progresivo incremento de la participación electoral guatemalteca tiene la descentralización entre sus causas principales. Lo confirmó El Salvador, donde los departamentos y municipios en los cuales se usó de forma piloto un voto residencial superaron la participación promedio y la incrementaron con respecto a comicios anteriores (Martel, 2010: 24-25). El aspecto excede el progreso cuantitativo para influir sobre la calidad de la democracia. Se disminuyeron las incomodidades para los electores, en particular de sectores populares, que raras veces cuentan con vehículos propios, y para los ciudadanos con dificultades para desplazarse (enfermos, ancianos, mujeres embarazadas, personas con discapacidad física, etcétera). Estos votantes se encontraban en desventaja, incluso en dependencia frente a los partidos que les ofrecían el transporte: su independencia y su autonomía se veían recortadas. Asimismo, habitantes de áreas rurales se sentían incómodos acudiendo a los pueblos donde podían sentirse cohibidos, vulnerables o mal recibidos. Con la suma de esos elementos, muchos electores optaban por abstenerse.

 

Cierre: los bemoles de la participación

Hasta aquí el análisis supuso que la participación política y electoral se daba en condiciones de libertad individual que permiten que cada ciudadano escoja la opción que considere conveniente a sus intereses o afín a sus ideas y expectativas. El análisis quedaría incompleto sin mencionar, así sea de manera sumaria, cómo la ruta hacia la participación queda distorsionada cuando se da en condiciones de un clientelismo rígido o poco respetuosas de las decisiones individuales.

La compra del voto y el clientelismo constituyen un asunto recurrente en la política latinoamericana, más asentados en la región central que en el sur, tal vez dejando de lado el crítico caso colombiano. La compra supone un intercambio entre un favor o un bien recibido y el voto. Una investigación en Guatemala probó que 4.4% de los encuestados reconoció haber recibido un regalo o un favor a cambio del voto (más de un tercio señaló que la práctica se dio en su vecindario), y un 3% admitió haber sido intimidado con fines electorales (hasta 16% de práctica en el vecindario). La compra se produjo sobre todo en áreas rurales e indígenas, principalmente por comida, materiales de construcción y dinero (Instituto Nacional Demócrata y Acción Ciudadana, 2012). Los resultados para la elección de Honduras en el 2013 arrojaron cifras de compra de voto aún más elevadas (González Ocantos et al., 2014). Empero, al menos en los sistemas de partidos fuertes, la "compra" del voto procura más que la obtención del sufragio el día de la elección, representa un mecanismo para lograr una fidelidad e identificación partidaria a largo plazo.

Ciertamente, la única manera efectiva de comprobar que la transacción fue cumplida es conociendo el voto, por lo que la labor de los organismos electorales para asegurar el secreto del sufragio debe ser una prioridad para brindar una protección decisiva al ciudadano. Con el secreto del voto, el elector escapa a todo control y la mampara o el aula son símbolos de la libertad de consciencia (Garrigou, 2008: 89-91).

Otro generador de tensiones ha sido el surgimiento de programas sociales, en especial la entrega de bonos en efectivo por parte de los Poderes Ejecutivos, nacionales o locales. Por supuesto, las transferencias condicionadas no son en sí mismas un problema; se convierten en uno de carácter electoral cuando parecen más políticas de gobierno o de un candidato que de Estado y sobre todo cuando se utilizan como instrumentos de presión o chantaje sobre el electorado. El reto es conciliar las políticas sociales y la independencia del votante (Gómez, Álvarez, 2009).

El bemol más significativo de la participación proviene de la intimidación a los votantes. Esa presión tiende a existir allá donde la presencia estatal es frágil y los ciudadanos quedan expuestos al poder de grupos social y económicamente dominantes en el área o, peor aún, de sectores vinculados con el crimen organizado e interesados en controlar territorialmente ciertas áreas, para el lavado de recursos o sobre todo para facilitar el tránsito de la droga. Regiones periféricas de Guatemala y Honduras, convertidas en corredores de la droga, sufren hoy estos escenarios (Fundación Konrad Adenauer y La Red, 2011: 49).

 

Conclusión

El estudio ha permitido percibir la influencia de las cuestiones políticas y del perfil sociodemográfico de los votantes en la participación electoral centroamericana.

Las primeras son más volátiles y juegan de manera directa sobre el nivel de participación en cada elección y la evolución de unos comicios a otros. Las características del escenario político son el elemento fuerte para prever o explicar la tasa de participación: en claro, a mayor importancia, intensidad y competencia en la elección, y más diversificación de la oferta, más probabilidades de contar con un elevado porcentaje de participación. Así, la presidencial atrae más que las municipales o legislativas porque distribuye el poder mayor, y la primera vuelta es casi siempre más concurrida que la segunda, pues el abanico de opciones es más extenso; en la ronda decisiva, muchos electores no se sienten representados por las dos candidaturas que quedaron. Las elecciones intensas, polarizadas, que presagian un realineamiento de las políticas públicas o un reacomodo sustancial de los actores, convocan más que las de tiempos de política ordinaria, con pocos anticipos de virajes en las líneas estatales o en el sistema partidario. La oferta ampliada o renovada, gracias a partidos nuevos, candidatos que traen un aire fresco o de fuerte carisma, movilizan mejor, pues hay más probabilidades que los electores encuentren una alternativa que corresponda más exactamente a sus intereses, ideas o expectativas mientras que los comicios con los actores habituales pueden ser menos llamativos. El calendario electoral se aplica: si una elección intermedia (legislativa o municipal) se desarrolla poco después de la presidencial, la participación baja, pues el electorado siente que ya se pronunció, en tanto que si llega a medio mandato, la participación aumenta pues los comicios sirven para un reposicionamiento del electorado.

Las actitudes y los valores políticos influyen igualmente sobre las probabilidades de votar. Los ciudadanos indiferentes ante la política siguen menos las campañas, se identifican menos con una organización política, sufragan menos, al igual que quienes tienen el juicio más crítico sobre el funcionamiento de las instituciones, escépticos y desconfiados con las motivaciones y las acciones de las autoridades. Por el contrario, la percepción favorable de los actores, las instituciones y el régimen democrático estimula la participación electoral. Prolongación natural de esa percepción, la convicción de que las elecciones se desarrollan imparcial y transparentemente o que el voto es relevante para fijar o modificar el destino nacional, animan la participación. Estas visiones se vinculan con la coyuntura política y pueden variar en corto plazo en función del desempeño gubernamental, la situación económica, el tipo y composición del organismo electoral, etcétera. Empero, también se asocian con criterios sociodemográficos y, por ejemplo, el interés por la política crece con el nivel educativo o de ingresos.

Los factores políticos e institucionales pueden ser responsables de cambios acelerados en los niveles de participación electoral, pero raras veces alteran de manera significativa las pautas de la distribución sociodemográfica, que se guían bajo el principio de que una integración más fuerte en la sociedad se traduce en una participación electoral mayor. En efecto, por edad, la participación inicia con fuerza en los jóvenes debutantes, sufre una caída, remonta progresivamente en los adultos y declina entre la población de mayor edad. Por sexo, invirtiendo la desfavorable situación del inicio de la transición democrática, las mujeres han empatado o superado a los hombres a la hora de votar, salvo en los segmentos de mayor edad, en los que pesan comportamientos más tradicionales y probablemente también la vulnerabilidad y el aislamiento de la viudez (como consecuencia de la mayor esperanza de vida femenina). Los electores de categorías con mayores niveles de educación o de ingreso votan con más frecuencia. Lo mismo sucede con los ciudadanos urbanos, que se encuentran en los centros de decisión institucional, con una presencia más densa de medios de comunicación, de campañas partidarias y de centros de votación.

Otros factores pueden ser estables en el tiempo, lo que no implica que sean inmutables, como la cultura política nacional o regional. Si ella valora la participación, convierte el voto en una escuela de pedagogía ciudadana, rodea la elección de atributos cívicos, favorece la asistencia electoral; si sus rasgos son más bien pasivos o con una arraigada tradición de comicios fraudulentos, probablemente la inhibe.

La variable jurídica relevante es el carácter obligatorio o facultativo del voto y, más todavía, si la obligatoriedad se acompaña de un sistema de sanciones. En América Central predomina la concepción del voto como deber, pero sin sanciones en caso de abstención. Esa definición ha sufrido escasas modificaciones. La fuerza de esta variable debe ser matizada pues su impacto sobre la decisión de votar o abstenerse suele ser secundaria frente al peso, por ejemplo, de las características de las elecciones. Con el mismo marco legal, a diez meses de distancia, los costarricenses tuvieron un diferencial de participación de cuarenta puntos, la brecha que separó la presidencial de la municipal del 2010. En general, en América Latina, el voto como un deber ciudadano, acompañado de sanciones en caso de incumplimiento, pareciera asociarse con una participación mayor, aunque los datos no establecen tendencias inequívocas (Fernández y Thompson, 2007: 259-260).

Desde el punto de vista logístico, la variable fundamental es la distribución de las mesas electorales. Si la ley o el organismo electoral privilegian la concentración de mesas en pocos recintos o en cabeceras departamentales o municipales, se colocan barreras para una participación amplia, pues un esquema así requiere un complejo y completo sistema de transporte, raras veces presente en América Central, y genera un vínculo de dependencia de los electores ante los partidos que brindan el servicio. El acercamiento de las mesas a los electores ofrece incentivos de facilidad para el ejercicio del sufragio.

En este contexto político, América Central debe reconsiderar antiguos dilemas. Uno es el planteado por Hobbes: ¿sobre cuáles principios construir un pacto para asegurar la convivencia pacífica de los miembros de un Estado que sólo confían en ellos mismos para garantizar su vida? El dilema, junto con el planteado por el declive de la participación y la persistencia de agudas inequidades, remite a su vez a las reflexiones de Rousseau: ¿cómo lograr un contrato social que acerque al cumplimiento de la igualdad y la libertad de todos bajo una ley común?, ¿cómo evitar que la participación se convierta en una palabra desprovista de sentido si ella se da al margen de la igualdad, quedando reservada a una fracción que, por la indiferencia del resto o por la progresiva exclusión de grupos de la población, termina decidiendo por todos? ¿Cómo lograr que la participación realice su potencial si se manifiesta en contextos en los cuales la libertad personal, el pluralismo y el derecho al disenso, se encuentran coartados y es el comodín del autoritarismo para dotarse de una fachada democrática? Como vislumbró Rousseau en el contrato social, el desafío, siempre renovado en democracia, exige que la participación se de en el marco de la libertad y la igualdad ciudadanas.

 

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Notas

1 El presente artículo retoma las bases de la conferencia presentada en el seminario "¿Qué contrato social para América Central en el siglo XXI" celebrado en el 2012 en la Ciudad de Guatemala, así como los hallazgos y conclusiones de una investigación que el autor realizó para la Organización de los Estados Americanos (OEA).

2 Para Panamá se toma en cuenta la elección de 1994, la primera liberada de la tutela militar; para El Salvador, la de 1994, la primera luego del acuerdo de paz y con participación de la antigua guerrilla, aunque en 1985 y 1989 hubo alternancia de partidos; y para Nicaragua, la de 1990, la primera tras el final de la guerra civil. Tanto en Panamá como en Nicaragua, hubo procesos electorales en la década de 1980.

3 La pregunta formulada por el Latinobarómetro es: "La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. En algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible. A la gente como uno, nos da lo mismo un gobierno democrático que un gobierno autoritario". El apoyo se mide por la elección de la primera opción.

4 La pregunta formulada por el Latinobarómetro es: "En general, usted diría que está muy satisfecho, más bien satisfecho, no muy satisfecho, nada satisfecho con el funcionamiento de la democracia". La satisfacción está medida por la suma de las dos primeras opciones.

 

Información sobre el autor

Salvador Romero Ballivián es doctor en sociología política en el Instituto de Estudios Políticos de París. Entre los principales cargos que desempeñó están la presidencia de la Corte Nacional Electoral de Bolivia; la vicepresidencia de la Corte Departamental Electoral de La Paz; la dirección del Instituto Nacional Demócrata en Honduras. Ha dictado clases en las principales universidades de Bolivia. Actualmente es director del Centro de Asesoría y Promoción Electoral (CAPEL). Ha publicado numerosos libros y artículos sobre asuntos políticos y electorales en más de quince países de América Latina y Europa.

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