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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.66 Ciudad de México dic. 2014

 

Artículos

 

De Sandino a los contras. Formas y prácticas de la guerra en Nicaragua1

 

Gilles Bataillon2

 

École des Hautes Études en Sciences Sociales. División de Historia (CIDE).

 

Fecha de recepción: 24 de mayo del 2014
Fecha de aprobación: 17 de septiembre del 2014

 

Resumen

¿Cómo interpretar las guerras civiles –Somoza/sandinistas; sandinistas/contras– en la trinchera de Nicaragua entre 1978 y 1987? Mientras que la mayor parte de los análisis destacan los "bloqueos" sociopolíticos internos y el rol de las intervenciones extranjeras, se analiza aquí dichas guerras, inscribiéndolas en un continuo junto a los otros enfrentamientos armados que marcaron el siglo XX nicaragüense. Anclar estas dos guerras dentro del "tiempo largo" de la violencia nicaragüense permite enseguida comprender cómo, a lo largo de todo el siglo, la violencia fue una modalidad de acción legítima y codificada, y cómo ésta permitió al mismo tiempo el surgimiento de nuevos actores sociopolíticos y, también, su legítimo acceso a los recursos económicos. Se describe después cuáles fueron las formas de estructuración interna de dichos actores y, en seguida, la "cultura política" en que se inscribió esta sucesión de acciones bélicas. Se interroga finalmente sobre el vuelco ocurrido al término de la confrontación entre contras y sandinistas a partir del mandato de Violeta Barrios de Chamorro.

Palabras clave: sandinistas, contras, FSLN, Nicaragua, guerra.

 

Abstract

How are we to interpret the civil wars –Somoza vs Sandinsitas: Sandnistas vs contras– which have struck Nicaragua from 1978 to 1987? While most analyses put the stress on internal socio-political "deaddlocks" and the part played by foreign interventions, the aim here is to reinstate these two wars in Nicaragua "long term" cycle of violence enables to understand how violence could become, throught the 20th century, a legitimate and codified way of action and how it made it possible for new socio-political actors to emergeand to gain legitimate access to economic resources. The article then moves on to describe how these actors as well as the "political culture" of this series of war episodes was internally structured. Finally, the article looks into the changes which have taken place since the end of the contras/ sandinistas confrontation and during Violeta Barrios de Chamorro's mandate.

Keywords: sandinistas, contras, FSLN, Nicaragua, war.

 

Résumé

Comment interpréter les guerres civiles –Somoza/sandinistes ; sandinistes/contras– dont le Nicaragua a été le théâtre de 1978 à 1987 ? Alors que la plus part des analyses mettent l'accent sur les « blocages » socio-politiques internes et le rôle des interventions étrangères, on analyse ici ces guerres en les réinscrivant dans un continuum avec les autres affrontements armés qui ont marqué le XX siècle nicaraguayen. L'ancrage de ces deux guerres dans un « temps long » de la violence nicaraguayenne permet ensuite de comprendre comment, tout au long du siècle, la violence fut une modalité d'action légitime et codifiée et comment celle-ci permit de tout à la fois l'apparition de nouveaux acteurs socio-politiques et, ce faisant, leur accès légitime à des ressources économiques. On décrit ensuite quelles furent les modalités de structuration interne de ces acteurs, puis la « culture politique » dans laquelle s'inscrivit cette succession d'actions guerrières. On s'interroge enfin sur le basculement qui s'est fait jour lors de la fin de l'affrontement contras/sandinistes et lors du mandat de Violeta Barrios de Chamorro.

Mots-clés : sandinistes, contras, FSLN, Nicaragua, guerre.

 

De 1978 a 1987, la vida política nicaragüense estuvo marcada por el predominio de enfrentamientos armados. El país conoció en efecto dos guerras civiles. La primera opuso desde 1978 hasta julio de 1979; al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), el Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP), el Partido Conservador, social cristianos y comunistas, y sindicatos de todas las filiaciones políticas; contra Anastasio Somoza Debayle y sus partidarios; finalizando con la derrota del dictador. La segunda enfrentó entre 1982 y 1987 al nuevo Estado dominado por los sandinistas frente a una nebulosa de opositores: la Contra, integrada por disidentes del sandinismo, por antiguos partidarios de Somoza y por la organización indígena de la Costa Caribe. Estas dos guerras, se tradujeron en enfrentamientos particularmente cruentos entre los grupos armados y la población civil jamás fue protegida de la crueldad de los diferentes clanes combatientes, todo lo contrario. En cada una de estas guerras civiles se vio a las partes implicadas hacer un amplio llamado a la ayuda extranjera. Finalmente, los motivos religiosos estuvieron estrechamente imbricados en los motivos políticos.

Se ha propuesto dos interpretaciones para estas guerras. Una pone el acento en los factores internos tanto sociales como políticos, la otra, subraya el papel decisivo de intervenciones externas. La primera lectura, asociada al nombre de Edelberto Torres Rivas (1985, 1986), insiste sobre la desestructuración de las relaciones sociales inducida por el desarrollo socioeconómico que experimentó Nicaragua a partir de los años sesenta. Ve en esos fenómenos el motor de los movimientos reivindicativos y de las revueltas que se multiplicaron desde finales de la década. Subraya también, el trastorno de equilibrios que imperaban al interior de las clases dominantes, que favoreció la precipitación sin control de una tiranía incapaz de reformarse; y para los años ochenta, a partir de 1982, la elección de la alternativa armada por parte de la "burguesía opositora" a los sandinistas, quienes ocupaban el poder desde 1979. Estas explicaciones se combinan con un razonamiento inspirado en el funcionalismo. Según esta propuesta de análisis, los actores sociopolíticos fueron conducidos a "radicalizar" sus opciones, como resultado de la incapacidad del "sistema político" de absorber las demandas provenientes de la sociedad, tanto en la época de Anastasio Somoza como durante el periodo sandinista de Daniel Ortega. Supone una incapacidad tal de los gobiernos somocista y después sandinista, de responder a las demandas de actores sociales, no dejándoles más alternativa que adherirse a las opciones armadas más radicales: el FSLN a finales de los años setenta, la Contra en el umbral de los años ochenta. La otra interpretación, explica las dos guerras civiles como resultado del juego de rivalidades imperiales (Leiken, 1984). Como subraya Alain Touraine, la lucha armada dirigida por el Frente Sandinista sería a partir de 1974 una "guerra de liberación nacional o incluso, una guerra de creación nacional" (1988: 338). La guerra entre contras y sandinistas evidenciaría a su vez, la voluntad del presidente Reagan y sus consejeros, de meter en cintura a una nación aspirante a la soberanía plena y completa, en una zona que estaba bajo su control directo desde inicios del siglo XX. Se oponen a este marco interpretativo aquellos que a su vez subrayan la voluntad de expansión soviética en el "patio trasero" de la "república imperial" según la expresión de Raymond Aron, a través de su apoyo a la Cuba de Fidel Castro (Cerdas, 1983, 1989).

Sin duda, estas explicaciones no carecieron de mérito al subrayar los fenómenos en el trasfondo de estas dos guerras civiles. Las estructuras sociales nicaragüenses fueron claramente trastornadas en el curso de dos decenios de modernización acelerada. Sin embargo, contrariamente a lo que destacan las explicaciones dependentistas, estas transformaciones no condujeron solamente al "empobrecimiento de las clases populares y su marginalización" y por consecuencia, a su revuelta; se dieron a la par de la aparición de sentimientos de injusticia que jugaron un rol decisivo en la movilización de amplios sectores de la sociedad nicaragüense, tanto desde los enfrentamientos contra Somoza en 1979 como contra los sandinistas a partir de 1981. De igual modo, si la tesis de la "radicalización" o la de los conflictos de poder entre un nacionalismo emergente y las pretensiones imperiales de los Estados Unidos tienen en la evidencia cierto fundamento, no obstante, no se sabría explicar estas dos guerras civiles nicaragüenses solamente en términos de "bloqueo" del juego político o de lucha de "liberación nacional".

Me propongo entonces tomar distancia de tales explicaciones para intentar otra interpretación para estas dos guerras (Bataillon, 2008: 150-210). Al margen de sus especificidades sociopolíticas, también parecen inscribirse en la continuidad de una serie de enfrentamientos armados que han marcado la vida política de todo el siglo XX nicaragüense; enfrentamientos de los cuales representan formas paroxísticas, constituyendo de este modo sin duda el terminus ad quem. En efecto, lejos de ser momentos atípicos en la historia nicaragüense del siglo pasado, estas dos guerras aparecen frecuentemente como la continuación o la reanudación de gestos, cuyas primeras manifestaciones son atestiguadas desde principio del siglo con los enfrentamientos entre liberales y conservadores, y particularmente durante el levantamiento de Augusto César Sandino entre 1927 y 1934, contra el general Emiliano Chamorro y la ocupación del país por parte de tropas norteamericanas. Importa entonces empezar por reconstituir el continuo de las acciones guerrilleras en el cual se inscriben la guerra civil de 1978-1979, y posteriormente los enfrentamientos sandinistas/contras de 1979-1987. Situar estas dos guerras en un "tiempo largo" de la violencia nicaragüense, permitirá analizar a continuación de qué manera a todo lo largo del siglo XX, la violencia constituyó una modalidad de acción legítima y codificada, y la forma en la cual ésta permitió a la vez, la aparición de nuevos actores sociopolíticos y su acceso legítimo a recursos económicos. Se mostrará cuáles fueron las modalidades de estructuración interna de estos actores. Intentaremos a su vez, bosquejar la "cultura política" en la cual se inscribió esta sucesión de episodios de violencia. Se continuará por marcar la especificidad de los dos conflictos bajo el enfoque de ese contínuum bélico. Cerraremos interrogándonos sobre los cambios que afloraron al finalizar el enfrentamiento contras/sandinistas y durante el mandato presidencial de Violeta Barrios de Chamorro (1990-1996).

 

Un contínuum guerrero

Más allá de los aparentes períodos de estabilidad que fueron el gobierno del general Zelaya (1893-1909), la primera ocupación norteamericana (1912-1925), y el largo reinado de Somoza García, después el de sus hijos y de René Schick Gutiérrez (1956-1979); los enfrentamientos armados y la medición de fuerzas entre las diferentes facciones políticas y sus aliados extranjeros, no solamente acompasaron persistentemente el siglo XX nicaragüense, sino que constituyeron también en muchos aspectos su trama.

Los períodos de paz civil no estuvieron nunca exentos de demostraciones de fuerza de las partes presentes, que hicieron muy regularmente llamados a potencias extranjeras, sobre todo a los Estados Unidos. Esto muestra hasta qué punto, desde inicios de siglo hasta los años 1980, el juego político nicaragüense se inscribe sobre el fondo de un continuo guerrero donde la intromisión de fuerzas extranjeras fue la norma.


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Tomemos como un primer punto de referencia el examen de los dieciséis años de presidencia del general Zelaya. Sin duda éste alcanzó a impedir las guerras entre los liberales de León y los conservadores de Granada, incesantes en el siglo XIX. Sin duda también, consiguió plantarse a los británicos y pudo establecer la soberanía de Nicaragua sobre la Costa Atlántica, bajo el protectorado de éstos últimos desde el siglo XVII.3 Sin duda, pudo finalmente, apoyar militarmente a sus homólogos liberales tanto en Honduras como en El Salvador y Costa Rica; intentando echar las bases en 1905 para una República Mayor de Centroamérica. Pero tanto esta última tentativa, como su proyecto de construir una ruta navegable entre el Atlántico y el Pacífico pasando por Nicaragua, recurriendo para ello a capitales alemanes; enfrentaron la oposición decidida de los Estados Unidos. Más aun, aunque desde el fracaso de William Walker en su intento de transformar Nicaragua en Estado esclavista integrado a la Confederación Sudista (1860), los Estados Unidos habían sido mantenidos a raya de la escena política nicaragüense, no obstante supieron inmiscuirse de forma duradera en el juego político nacional, apoyando no menos de cinco levantamientos armados conservadores o de los opositores liberales a Zelaya. Si bien el general liberal pudo aplastar esas tentativas de golpes de fuerza, no terminó menos que siendo derrocado en 1909 por un complot de los conservadores, quienes encontraron aun más fácilmente apoyo en el gobierno norteamericano, por estar éste una vez más en lucha con Nicaragua a raíz de la decisión de Zelaya que ponía fin a ciertas concesiones fiscales hechas a compañías norteamericanas.

En 1911, después de una desafortunada iniciativa del presidente provisional conservador, Adolfo Díaz, que lanzó nuevamente la guerra civil entre conservadores y liberales, los Estados Unidos intervinieron por primera vez militarmente con el envío de un contingente de infantería de marina, cuyos efectivos pasaron rápidamente de una centena de hombres a dos mil setecientos. Este "protectorado" (Walter, 2004) de los Estados Unidos (1912-1925) permitió a los conservadores asentar temporalmente su hegemonía. Tuvo como corolario la firma en 1913 de un tratado entre los secretarios de Estado norteamericano y nicaragüense, William Jennings Bryan y Emiliano Chamorro, que concedió a los Estados Unidos derechos de exclusividad sobre el Río San Juan, lo mismo que el uso de las islas del Maíz y del Golfo de Fonseca para su marina de guerra. Los Estados Unidos tuvieron de forma paralela el control sobre las finanzas nicaragüenses, así como sobre la redacción de un proyecto de ley electoral aprobada en 1924, en vigor hasta los años de 1960.

En 1925, la retirada de tropas norteamericanas condujo inmediatamente al reinicio de la guerra entre liberales y conservadores, tras el golpe de fuerza del general conservador Emiliano Chamorro contra el candidato liberal a las elecciones, Juan Bautista Sacasa. Los liberales recibieron el apoyo del presidente mexicano Plutarco Elías Calles, entonces en conflicto con los Estados Unidos. Contando con ese apoyo diplomático y militar de México, y con el incontestable respaldo popular, los liberales tomaron rápidamente ventaja militar sobre sus rivales conservadores, quienes hicieron un nuevo llamado a los Estados Unidos, cuya respuesta fue el envío de un cuerpo expedicionario. En 1928, tras la firma de un pacto entre liberales y conservadores, el general liberal José María Moncada fue elegido presidente de la República. Las tropas norteamericanas, sin embargo, no abandonaron el país sino que se mantuvieron hasta 1933, es decir, poco después de las elecciones de 1932 que vieron la victoria del candidato liberal, Juan Bautista Sacasa (Velázquez, 1992).

Mientras que al momento de su primera ocupación, los Estados Unidos no habían encontrado mayor resistencia, la segunda ocupación suscitó vigorosas protestas en el plano internacional, y la oposición armada de un general liberal disidente, Augusto César Sandino. Su nombre se transformó en símbolo de la lucha antiimperialista, ya que su lucha sólo finalizó con la salida de los marines. En efecto, hasta entonces, las guerras internas en Nicaragua y las intervenciones de los Estados Unidos en ese país, atrajeron sin duda la atención de los centroamericanos –pensemos en la resonancia del poema de Rubén Darío: "A Roosevelt"–, así como la de élites político financieras europeas y norteamericanas; pero aquí, por primera vez, la lucha de Sandino movilizó la intelligentsia de izquierda tanto en Europa como en el continente americano. De este modo, recibió por un tiempo el apoyo del Socorro Rojo Internacional, una organización satélite de la Internacional Comunista, siendo posteriormente denunciado por ésta tras su ruptura con su secretario salvadoreño, Farabundo Martí, una de las figuras del Partido Comunista Salvadoreño. Es en este contexto, que el puñado de combatientes del caudillo liberal se transformó poco a poco, en un "ejército de defensa de la soberanía nacional" de más de mil hombres, compuesto esencialmente de campesinos y mineros de la región de Nueva Segovia, las montañas situadas al norte del país. Se sumaron a estos reclutas, voluntarios latinoamericanos, ante todo centroamericanos, venidos a apoyar al "David nicaragüense". El gobierno de Nicaragua y sus mentores norteamericanos por su parte, movilizaron contra "los bandidos de las Segovias" hasta doce mil marines, los que fueron sustituidos poco a poco por los soldados de la nueva armada nicaragüense, la Guardia Nacional, organizada con el respaldo de los Estados Unidos. Esta guerra de siete años causó varios miles de muertos en los departamentos centrales de un país que contaba con 680 000 habitantes en 1930, y en total como máximo 150 000 en las zonas donde se desarrolló el grueso de los combates (Macaulay, 1971: 237). La segunda ocupación militar concluyó por un acuerdo del presidente Juan Bautista Sacasa con el general Sandino, quien, frente a la voluntad de los Estados Unidos de retirar sus tropas en el marco de la nueva política del "buen vecino" de Roosevelt, firmó un pacto con el gobierno nicaragüense (1933). Desarmó por su parte 1 800 soldados, conservando únicamente una guarda personal de una centena de hombres, lo que no supuso el final de los enfrentamientos entre los miembros de sus antiguas tropas y la Guardia Nacional. Y él mismo, pereció asesinado en 1934 bajo las órdenes del nuevo comandante en jefe de la Guardia Nacional, Anastasio Somoza García cuando venía a negociar nuevamente con el presidente Sacasa (Cerdas, 1986; Schroeder, 1993; Wunderlich, 1995; Ramírez, 1980; Torres-Rivas, 1983; Selser, [1957] 1974; Somoza, 1936).4

Si el reinado de Somoza y de sus dos hijos, Luis y Anastasio, duró más de una cuarentena de años y fue de una asombrosa estabilidad, los tres Somoza no solamente dirigieron el país multiplicando los pactos con ciertas ramas del partido conservador. Multiplicaron también, los golpes de fuerza e hicieron uso del terror contra algunos de sus opositores. La primera elección de Somoza García a la cabeza del Estado en 1936, tuvo como antecedente el derrocamiento del presidente Sacasa. En 1944, redujo por la fuerza las manifestaciones civilistas, que, contando con las grandes esperanzas suscitadas por la derrota de las potencias del eje y con la nueva carta de las Naciones Unidas, denunciaban su voluntad de aspirar a un segundo mandato presidencial. Siendo aun poderoso, no debió menos que ceder a los desideratas norteamericanos quienes le hicieron saber que su continuismo era de mala ley, y que debía renunciar a presentarse nuevamente. Derrocó, sin embargo, al presidente elegido en 1947, Leonardo Argüello, con un golpe de Estado, cuando éste intentó relevarle de la comandancia de las fuerzas armadas. Atrayendo de esta forma la reprobación pasajera de los Estados Unidos, quienes suspendieron su ayuda militar y esperaron hasta 1948 para reconocer al nuevo presidente, Víctor Román Reyes, un tío de Somoza, que había sido electo tras el golpe. Somoza reprimió sin recurrir al combate dos levantamientos armados lanzados por iniciativa de los conservadores y de oficiales de la Guardia Nacional en 1947 y en 1948, y metió en prisión o confinó en arresto domiciliario, a buen número de personalidades de la oposición, muchas veces sin vinculación con esos movimientos insurreccionales. Su asesinato, en 1956 dio lugar a una represión particularmente brutal contra todos los jefes de filas opositoras (Walter, 2004; Gould, 1992, 1997; Millet, 1977).

Las presidencias de Luis Somoza (1957-1962) y de Rene Schick (1963-1967) tuvieron que resistir diferentes levantamientos armados, tanto de conservadores como de disidentes liberales o de antiguos partidarios de Sandino. Asimismo, tuvieron que afrontar, las acciones de una nueva organización armada, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), fundada por un núcleo de antiguos miembros del Partido Socialista Nicaragüense en 1961, tras los pasos de la revolución cubana. Los dos presidentes liberales, dejaron manos libres al nuevo comandante en jefe de la Guardia Nacional, Anastasio Somoza Debayle, para reprimir a estos opositores. Anastasio Somoza Debayle, devenido en su momento presidente de la República en 1967, debió hacer frente a una oposición reorganizada en el seno de una Unión Democrática de Liberación (UDEL), articulada en parte por iniciativa de Pedro Joaquín Chamorro, el director del diario La Prensa. El terremoto de 1972, que golpeó Managua, marcó el inicio de su caída. Tras cuarenta y ocho horas de caos, Somoza, apoyado por el embajador de los Estados Unidos, restableció un orden aparente. Fue objeto de ataques que fueron creciendo, tanto de parte de la Iglesia Católica, como de Pedro Joaquín Chamorro. Apoyada por la Iglesia, la oposición hizo a continuación campaña por la abstención en las elecciones de 1974. Reelecto de forma fraudulenta, el jefe de Estado afrontó en diciembre de ese mismo año, una toma de rehenes organizada por el FSLN en la casa de uno de sus ministros. Se vio obligado entonces a cumplir varios gestos de conciliación jamás vistos en la historia de su padre y de su hermano. No aceptó solamente la mediación de la Iglesia, también liberó prisioneros y les dejó partir hacia Cuba con el comando sandinista y sus rehenes, como habría de hacer nuevamente en 1978, tras la toma del Palacio Nacional. El año de 1975, estuvo marcado por la reanudación de las actividades militares del Frente Sandinista en el departamento de Matagalpa, y como respuesta, por una campaña de contrainsurgencia particularmente brutal por parte de la Guardia Nacional (Millet, 1977: 331-341).

La nueva política del presidente Jimmy Carter condicionando la ayuda norteamericana al respeto de los derechos humanos llevó al conjunto de la oposición a multiplicar los gestos de desafío con respecto al poder. El asesinato de Pedro Joaquín Chamorro, el 10 de enero de 1978, hizo prevalecer como respuesta la opción armada sobre cualquier otra, y a partir de ahí, la insurrección sandinista disfrutó de un amplio respaldo popular. La oposición anti-somocista, en adelante unida al FSLN, no cesó de ganar terreno, beneficiándose del apoyo de la opinión pública internacional hasta el derrocamiento de Somoza en julio de 1979. La guerra, afectó principalmente las ciudades de la parte oriental del país, y causó en total cerca de cincuenta mil muertos. La revolución, celebrada por un Te Deum en la catedral de Managua, reunió al conjunto de la población, todas las clases mezcladas. La victoria se tradujo en la instauración de una Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (JGRN), en la cual los sandinistas eran mayoría, y de un Consejo de Estado, donde ocupaban escaños representantes de los diferentes componentes de la coalición antisomocista. El programa de la Junta, hizo un llamado a la exclusión de Somoza y sus partidarios, así como a la instauración de un régimen democrático liberal. Contemplaba también, la confiscación de los bienes "mal habidos" por Somoza y sus partidarios, y la creación de una economía mixta. Una vez instalado, el gobierno revolucionario emprendió una reforma agraria, basada en la creación de cooperativas y la transformación de grandes propiedades somocistas en granjas de Estado. Desde el primer año, impulsó también una "cruzada nacional de alfabetización". Si los enfrentamientos armados contra los sandinistas comenzaron desde finales de 1979, sus primeros opositores no fueron solamente los contrarrevolucionarios, es más, surgieron en el seno mismo de sus filas. A partir de 1982, esos diferentes núcleos de opositores, recibieron una ayuda militar directa e indirecta de los Estados Unidos, y los sandinistas no supieron evitar una guerra con los contras, que fue a la vez costosa, política y económicamente. El proceso de paz, sólo fue posible gracias a los acuerdos de paz regionales puestos en pie en 1987. El plan de Esquipulas permitió a la vez, la firma de un acuerdo de paz entre el gobierno sandinista y la Contra, una indiscutible liberalización, y la organización de elecciones democráticas que vieron la derrota de los sandinistas. Finalmente, electa presidente de la República en 1989, Violeta Barrios de Chamorro, consiguió desmovilizar los veinte mil guerrilleros de la Contra y hacer pasar de más de 85 000 a 14 000 el número de efectivos del Ejército Popular Sandinista (Booth, 1982; Christian, 1985; Walket, 1985; Dillon, 1992; Gutman, 1988).

No cabe duda de que un sobrevuelo tal de la historia nicaragüense, presenta el inconveniente de borrar las diferencias entre los proyectos políticos de los actores en competencia, entre Sandino y Somoza García; entre los artífices de la revolución del 19 de julio de 1979 y Anastasio Somoza Debayle; y para terminar, entre los sandinistas y los contras. Ninguna duda de que esta mirada abarcadora, tiende a desdibujar programas, reformas y prácticas políticas que se inscriben sobre registros perfectamente diferenciables. Esta mirada caballera de los eventos, es sin embargo indispensable, para quien quiere reinscribir los acontecimientos y sus actores, en un contexto y una temporalidad, que favorecen ciertas acciones y prohíben otras. Este bosquejo permite comprender, cómo la violencia y la presencia de potencias extranjeras, fueron datos centrales de la vida política nicaragüense en el siglo XX y hasta los años ochenta, notablemente durante períodos de aparente estabilidad.

 

Terror y contra-terror

Recordemos las imágenes más de una vez difundidas en titulares de la prensa internacional: los prisioneros sandinistas torturados y matados por la Guardia Nacional al inicio de la insurrección en 1979; las de la justicia sumaria de los "muchachos" sandinistas contra los "orejas" somocistas; el asesinato de Pedro Joaquín Chamorro (enero 1979), después, el de Anastasio Somoza Debayle (septiembre 1980) en Paraguay.

Traigamos a nuestra memoria aun aquellas imágenes de los enfrentamientos entre sandinistas y contras: las torturas, los asesinatos y las violaciones, cometidos tanto por éstos, como por los sandinistas en las zonas rurales supuestamente ganadas a los contrarrevolucionarios y en las prisiones de la zona del pacifico.5 Estas imágenes, son incomprensibles separadas de otras violencias, prácticamente idénticas, perpetradas desde los enfrentamientos de Sandino y sus partidarios contra los marines y los guardias nacionales, o de aquellas, anteriores a las guerras entre conservadores y liberales (Gobat, 1996; Schroeder, 1993). Tales actos para ser comprendidos, deben considerarse no como simples excesos que suscitan condena, sino más bien, como otros tantos gestos conformes a todo un código de conductas y de representaciones tácitamente admitidos por el conjunto de actores sociopolíticos.

Las crueldades evocadas anteriormente son una manera de significar la superioridad jerárquica de sus autores sobre sus víctimas. Los primeros son presentados como "héroes civilizadores"; los segundos como encarnaciones de la barbarie. Las exacciones de la Guardia Nacional contra los militantes sandinistas y los jóvenes combatientes ("los muchachos") que se sumaron a la insurrección; las matanzas de supuestos soplones de Somoza o de guardias tomados prisioneros; los asesinatos cometidos por los contras, de colaboradores del Frente Sandinista: fueron actos de venganza contra adversarios que se temían por su poder destructor. Pero, más allá de estas causas inmediatas, estas exacciones fueron también gestos considerados legítimos, contra aquellos que encarnaron la barbarie. Al hacerlo, logran ponerse a la par, tanto de las puestas en escena macabras de Sandino y sus lugartenientes, contra "los imperialistas" y sus aliados; como de aquellas de Somoza García contra Sandino y sus allegados o contra Pedro Joaquín Chamorro. El sello del primero, representa un soldado del Ejército de Soberanía Nacional de Nicaragua (EDSNN) disponiéndose a decapitar con un machete a un marine derribado. El patriota nicaragüense, encarnación de la civilización indoamericana contra la hidra imperialista. Tales imágenes, no se inscriben solamente en una retórica antiimperialista, sino que se encarnan también en los gestos repetidos y justificados por Sandino mismo, contra los "traidores" y otros partidarios del "gobierno títere". Su "manifiesto a los capitalistas" es desde este punto de vista perfectamente explícito (Sandino, 1931). En razón de una intervención extranjera, la ocupación del país por los Estados Unidos para sostener un gobierno vasallo, no se podía contemplar el otorgar garantías a sus aliados. Habiendo "salvado el honor de la familia nicaragüense frente a los hombres libres de la tierra", poco importa que el EDSNN y su general, debieran a veces "dar órdenes drásticas a beneficio de la salud de la nación" (nuestra salud nacional). Y de concluir: "La libertad no se conquista con flores sino con balas, y es por esta razón que tuvimos que recurrir a los cortes de chaleco, de cumbo y blúmers".6 Tales gestos, dirigidos a los opositores de ese contra–Estado de Las Segovias que era el ejército sandinista, no sólo están relacionados con un terror funcional, también delinean claramente una frontera entre el polo de la civilización, "los hombres libres", y el de la barbarie, los "vende patrias". La mutilación y a continuación la exposición de cadáveres sitúa a las víctimas fuera de la humanidad. El relato que hizo publicar Somoza García en 1936, El verdadero Sandino o el calvario de las Segovias, revela los mismos presupuestos, pero invertidos. Relatando hechos y gestos del "bandido" Sandino, ese libro se complacía en exhibir los abusos de éste y de sus partidarios, publicando en una mezcla los relatos de sus atrocidades, las fotos de las víctimas de mutilaciones y las copias de documentos emitidos por Sandino. Aquí todavía, y al momento mismo de la toma de poder de Somoza inclusive, convenía estigmatizar la bestialidad del enemigo, como una manera de justificar el asesinato de Sandino y de decenas de sus partidarios, y de miembros de sus familias algunos años antes.

Una veintena de años más tarde, las actuaciones de Somoza García frente al líder de los "jóvenes turcos" conservadores, Pedro Joaquín Chamorro, mostraron la misma puesta en escena. En Estirpe sangrienta, Chamorro narró en efecto, cómo el dictador lo torturó personalmente en el "cuarto de costura", una de las piezas de la residencia presidencial, antes de encerrarlo en una jaula en el jardín durante semanas. Esta jaula estaba dividida en dos espacios, uno para él mismo, y el otro, ocupado por una pareja de jaguares, obsequio del dictador guatemalteco, Ubico. El relato de sus sesiones de tortura, por el futuro director de La Prensa, obedece a los mismos dispositivos narrativos utilizados por Somoza en El verdadero Sandino: toda la retórica dirigida a mostrar que el otro se sitúa fuera de la humanidad. Sin desdeñar practicar la tortura el mismo, el dictador cometía estos actos innobles y degradantes en su entorno doméstico. Finalmente se comportaba con Pedro Joaquín Chamorro, de la misma manera que los emperadores romanos habían tratado a los primeros cristianos. Los hechos que no es posible considerar exagerados, son susceptibles de una lectura invertida. Para los somocistas, Pedro Joaquín Chamorro no es el heredero de una genealogía de héroes civilizadores nicaragüenses, aun cuando dos de sus ancestros fueron presidentes del país, es por el contrario, una encarnación del caos, como lo prueba su rechazo del pacto entre conservadores y liberales y su participación en un levantamiento armado. Los golpes recibidos por parte del dictador y de uno de sus hijos, Anastasio Somoza Debayle, ayudados de uno o varios guardias, muestran ese nuevo estatuto, tanto como su encierro junto a bestias salvajes. Y las torturas que el hijo del dictador hizo infligir a ciertos prisioneros sandinistas, en los años setenta, igual que los asesinatos de campesinos sospechosos de colaborar con el Frente, respondían a iguales propósitos.

Toda una serie de acciones realizadas por los sandinistas durante esa época brotaron de las mismas fuentes. La más conocida es la trampa en la que cayó en 1977 el jefe del Estado mayor de la Guardia Nacional, el general Reynaldo Pérez Vega. Nora Astorga, una joven proveniente de la buena sociedad y convertida en militante sandinista, lo atrajo con el pretexto de una cita amorosa y dos guerrilleros lo asesinaron. La puesta en escena parece copiada de una historia bíblica. Nora Astorga devino una suerte de Judith moderna, y su víctima, el verdugo de sus hermanos de armas, un bárbaro brutal, esclavo de su sensualidad. Los términos usados por Edén Pastora al momento de su golpe de fuerza en 1978, para referirse a los parlamentarios retenidos en secuestro –"los chanchos"– y el Parlamento –"la chanchera"– no adquieren toda su significación salvo bajo la mirada de ese díptico barbarie/civilización, y no son solamente evidencia del carácter fanfarrón de Pastora. Al emplear esos términos, ubicó al somocismo del lado de la animalidad. Agarrado de la bandera nacional, y declarando, que la restituiría solamente cuando el país fuera "libre" y cuando hubiera "verdaderos representantes del pueblo", se presentaba como héroe civilizador marcando la frontera entre un mundo infrahumano y un mundo libre (Torres, 2003).7 Estas negaciones de la humanidad del enemigo y esta situación de todopoderosos de los civilizadores en armas, tomarían a su vez las formas más brutales, con la justicia sumaria contra los "sapos", supuestos informantes de la Guardia Nacional durante la insurrección sandinista, luego, al día siguiente de la victoria, con algunas ejecuciones sumarias de prisioneros de la Guardia Nacional, cuyos cadáveres en muchos casos fueron abandonados sin sepultura en los barrancos en las inmediaciones de pequeños caminos (Ramírez, 2002; Jaheny, 2005).8 Aquí todavía, el imaginario de tales gestos es el del despojo contra las fieras. El proselitismo de los militantes sandinistas, la mayoría miembros de las nuevas fuerzas armadas, tanto en las Segovias como en la Moskitia, en los días posteriores al triunfo de la revolución, también se pensó como una verdadera empresa de "civilización" de campesinos e indios bárbaros. Poco importó que en Las Segovias muchos de los campesinos hubieran sido colaboradores del Frente en tanto miembros de las Milicias Populares Anti-somocistas (Milpas). Para muchos cuadros sandinistas, ellos eran gente sin razón que convenía disciplinar, si fuera necesario por la fuerza. Muchos entre quienes manifestaron días después del 19 de julio, sus reticencias frente a los comités de defensa sandinista y otras organizaciones de masas, fueron golpeados, torturados y humillados públicamente (Brown, 2001; Dillon, 1992).9 Las torturas contra un sindicalista comunista independiente, Chagüitillo, o aquellas sufridas por el comandante Comanche, a la salida de su campaña a favor de Edén Pastora en 1982, obedecieron a los mismos principios: acabar con los adversarios juzgados bárbaros, en tanto aparecieron como obstáculos, porque se oponían a la construcción de un pueblo nuevo unificado por la acción de los sandinistas. Los atropellos sangrientos cometidos por los contras, fueron también tomados en ese mismo díptico barbarie/civilización (Bataillon, 1994).10

Finalmente, otro tipo de crueldad largamente aceptado por las partes en conflicto: la violación. A la vez banalizada y negada, es testimoniada por numerosos relatos, sin que se disponga de estudios sistemáticos sobre el tema. Esto responde evidentemente al machismo de la sociedad nicaragüense; machismo que, aunque combatido por ciertas militantes sandinistas y por los organismos de mujeres, persiste como un rasgo de las costumbres nicaragüenses hasta nuestros días (Lacombe, 2003). Se inscribe aquí, en la voluntad de humillar al adversario y de imponerle una verdadera mácula. Colaboradoras y las militantes del Frente fueron así sistemáticamente violadas por los miembros de la Guardia Nacional cuando caían entre sus manos. Muchas mujeres de guardias nacionales o pertenecientes a familias acusadas de somocismo, sufrieron esta misma suerte el día después del 19 de julio. Finalmente, los contras, tanto miskitus como hispanohablantes, no se quedaron atrás en ese género de atropellos.11

Fueron escasos los responsables político-militares y los hombres con rango, que se opusieron a estas prácticas.12 Las violaciones resultaron ampliamente toleradas tanto por las fuerzas armadas sandinistas como por la Contra. El uso marginal de las violaciones entre los hechos utilizados como materia de propaganda de los unos contra los otros, puede leerse como un signo más de su "normalidad". Estos abusos eran considerados como concernientes al dominio privado. Vistos desde el esquema de una guerra amigo/enemigo, donde la humanidad de la parte adversa era oficialmente negada, las violaciones fueron, de la misma forma que la mutilación de cadáveres o ciertos asesinatos, manifestaciones de la negación de dicha humanidad. Más allá de las víctimas, estos abusos fueron pensados como golpes dirigidos contra los jefes de las redes familiares, únicamente en capacidad de demandar reparación en un espacio de transacción privada, que se decidiera eliminar al ofensor u obligarlo a ofrecer una reparación material (Gobat, 1996).13 En el mismo orden de ideas, durante la guerra civil de 1912, toda una violencia anti-élite se desarrolló en Granada contra las grandes familias conservadoras. Sus líderes fueron azotados en público y después paseados con las nalgas desnudas por la ciudad. Algunos días más tarde, mujeres e hijas de estas buenas familias de la burguesía, fueron aprisionadas por los revolucionarios y obligadas a unirse a sus captores. Finalmente, hubo verdaderas expediciones de violaciones colectivas en el colegio de jovencitas de la ciudad y en las residencias conservadoras.

 

Formación de nuevos actores

En el contínuum guerrero del siglo XX, tanto el uso razonado de la violencia como su control, ofrecieron la posibilidad a individuos al margen de posiciones influyentes, de acceder a situaciones de primer plano. Como consecuencia, las guerras civiles recientes y las de inicio de siglo, se alimentaron tanto de aquella voluntad de plebeyos de alcanzar un rango elevado, como de la lucha entre actores sociopolíticos en adelante establecidos. Esta suerte de promoción por las armas, es visible en todos los escalones de la jerarquía administrativa y política. En consecuencia, tras cada uno de estos conflictos, la voluntad de los dirigentes de guerrillas de alcanzar un nuevo estatus, pesó sobre la conducción misma de las operaciones militares.

Durante los años de 1980, muchos de los recién llegados a la política, fueron incontestablemente personajes salidos de las filas de las guerrillas, y su influencia eclipsó la de notables más antiguos. En el seno de la primera Junta de Gobierno, Alfonso Robelo y Violeta Barrios de Chamorro, ganaron poco brillo frente a la figura del comandante Daniel Ortega, coordinador de la Junta, y de sus segundos, salidos de la nebulosa sandinista, Moisés Hassan y Sergio Ramírez. Rápidamente el aparato de Estado fue poblado de todo un personal arribado en la estela del Frente, de los cuales muchos por otra parte, se dieron aires de antiguos guerrilleros, aun sin haberlo sido jamás. Si algunos miembros de familias conservadoras conservaron lugares prominentes, fue sólo gracias a sus vínculos familiares, o a alianzas matrimoniales con los recién llegados al mundo político que eran los sandinistas. De igual manera, en el seno de la Contra, los hombres cuyo peso tuvo importancia, habían sido todos soldados o intentaron parecerlo. Son buen ejemplo de ello tanto Edén Pastora como Enrique Bermúdez, un antiguo oficial de la Guardia Nacional. De este modo, ciertos que jamás tomaron parte de una acción armada, posarían ellos también de comandantes. Frente a todos estos condottieri, las élites civiles supervivientes del antiguo régimen somocista, o los viejos compañeros de ruta de sandinistas, como Adolfo Calero, Arturo Cruz o Alfonso Robelo, quedaron con mayor frecuencia en cantidad despreciable.

Esta forma de irrupción de los recién llegados a la escena política, recuerda en cada punto, a lo ya conocido por la Nicaragua de inicios de siglo. Sandino y Somoza, los dos hombres clave de los años treinta, no aparecieron de otro modo. Tanto el uno y el otro no eran al inicio, más que dos oscuros generales liberales. El primero tuvo por título de gloria su rechazo del pacto entre liberales y conservadores, captando a su favor el apoyo mexicano y toda una corriente de simpatía latinoamericana (Cerdas, 1986). El segundo, construyó su ascensión deviniendo responsable de un cuerpo militar nuevo, la Guardia Nacional, y esto gracias al apoyo de los Estados Unidos.

Durante la revolución sandinista, esta movilidad social concernió a toda una multitud de hombres y mujeres, que poblaron las organizaciones de masas del nuevo poder y ocuparon puestos de responsabilidad: Comités de Defensa Sandinista (CDS), Confederación Sandinista del Trabajo, asociaciones de mujeres y de jóvenes. Los antiguos guerrilleros se vieron atribuir lugares de elección, en esas nuevas organizaciones así como en el seno del Ejército Popular Sandinista (EPS) o de la Policía Sandinista. Héroes de la guerra contra Somoza, "muchachos" venidos de familias más modestas, fueron a veces propulsados a las más altas funciones militares o policiales, volviéndose personajes públicos de primer rango. Tal fue el caso del Zorro, el comandante Francisco Rivera Quintero (Ramírez, 1989, 1999). Si la mayoría no accedió más que a responsabilidades medias, no fueron pocos los que lograron beneficiarse de una promoción social eminentemente rápida. La historia de Charrasca, ese gavroche de León, quien hizo temblar a los guardias nacionales durante la insurrección en esa ciudad, es desde este punto de vista emblemática. Niño de las calles al filo de la delincuencia, tomó, aun adolescente, el liderazgo de un grupo de combatientes salidos de su banda de amigos, y se hizo un nombre del hecho de su valentía temeraria frente a los guardias. Charrasca y sus compañeros fueron después forzosamente integrados en el ejército sandinista. Terminó asesinado en razón de su indisciplina, mientras que sus allegados fueron enviados a cursos de "formación" en Cuba (Jaheny, 2005: 265-283).14 Las guerras entre conservadores y liberales, y a continuación las de Sandino, habían ofrecido exactamente las mismas oportunidades de movilidad social. A todo lo largo de esos años de complots e intrigas que fue el régimen de Zelaya, tanto como tras su derrocamiento, aparecieron nuevas redes de caciques. Preocupados por defender sus familias, sus miembros se afiliaban a uno u otro partido, en función de las circunstancias locales y de los beneficios que contaban con obtener. Respondían a las ofertas de pequeños notables buscando reclutar partidarios en sus feudos de origen, para después negociar en buena posición con los jefes liberales o conservadores. El ejército de Sandino fue un conglomerado de esta naturaleza. Más allá del círculo de sus guerrilleros de los inicios, y de los veteranos de los enfrentamientos conservadores/liberales, surgieron centenas de soldados improvisados, a menudo tan deseosos de hacer fortuna o de protegerse de abusos de potentados locales, como de participar en la defensa de la soberanía nicaragüense. De la misma manera, las ofertas de reclutamiento de la Guardia Nacional representaron otras tantas oportunidades para muchos pobladores rurales, deseosos de mejorar su suerte, permitiéndoles acceder más adelante a puestos de responsabilidad local, como jueces de mesta, que eran jueces de paz nombrados por la Presidencia en las zonas rurales.

Lo propio de todos estos fenómenos, es que tuvieron lugar en contextos donde la competencia entre aliados fue una regla tácitamente aceptada. Durante los años ochenta, si bien los contras intentaron multiplicar las alianzas oficiales (Unión Nacional de oposición [uno] en 1985, Resistencia Nicaragüense en 1987), los diferentes grupos armados siguieron a pesar de ello, siendo todavía fundamentalmente rivales. Las lógicas de unificación fueron siempre contrarrestadas por las fuerzas centrífugas de afirmación de diferentes grupos, los unos a costa de los otros. Los milpas no fueron jamás una organización unificada, sino más bien, un conglomerado de grupos armados independientes (Brown, 2001). Los cercanos a Pastora, los sandinistas disidentes del Frente Revolucionario Sandino, se opusieron siempre a los comandos15 del Frente Norte reorganizado por Enrique Bermúdez. Para los primeros, los segundos no eran más que ex guardias nacionales, que los consideraban a su vez como sandinistas mal arrepentidos. De igual modo, al interior de estos dos bloques de la oposición armada, las rivalidades no dejaron de manifestarse: al sur, entre fieles del Negro Chamorro y pastoristas; al norte, entre antiguos milpas y ex guardias nacionales. Por otra parte, estas tropas hispanoparlantes no pudieron captar nunca realmente a los combatientes miskitus y mayangnas, quienes también oscilaron entre dos estados mayores, uno instalado en Costa Rica, el de Brooklin Rivera; el otro teniendo sus cuarteles en la moskitia hondureña. Para muchos contras, la pertenencia a estas organizaciones armadas, significaba tanto la participación en una lucha política como también una manera de protegerse de la arbitrariedad y de los abusos del nuevo poder sandinista, en suma, una manera de adquirir nuevo peso en el juego político a múltiples niveles.

En la historia de la Contra, estas rivalidades no fueron en absoluto anecdóticas, más bien obedecieron siempre a un diseño político perfectamente pensado: obtener prebendas en las organizaciones centrales, posiciones de influencia para acceder a los proveedores de fondos norteamericanos, asegurarse lugares en el juego político nicaragüense. Y hubo muchos momentos, donde el juego de esas rivalidades internas marcó el paso sobre la acción puramente militar contra los sandinistas. Tanto los cambios abruptos de un Edén Pastora, como la parálisis del Frente Sur, no se explican de otro modo. El primero, en distintas ocasiones se mostró más deseoso de amenazar a los sandinistas para obligarlos a negociar con él, que de combatirlos verdaderamente en el seno de una alianza con la Fuerza Democrática Nicaragüense (FDN), que decía estar ocupada por los ex somocistas. También estuvo un tiempo paralizado por la ausencia de ayuda norteamericana, y por petición del directorio del FDN, que buscaba evitar la aparición de Pastora como figura estrella de la Contra. La elección de Pastora de abandonar la lucha armada en 1987, y de integrar la oposición cívica, fue a su vez, una tentativa por recobrar una mejor posición frente a su debilitamiento en el seno de la Resistencia Nicaragüense. Finalmente, las diferentes tensiones que existieron entre los comandantes de base de los distintos grupos de guerrillas y sus estados mayores respectivos, se explican más de una vez, en razón de rivalidades internas. Los comandantes entraban en competencia, en ocasiones por asegurarse mejores recursos, o para obtener las posiciones menos expuestas al peligro. Estas fricciones condujeron con frecuencia, a la expulsión de los círculos dirigentes de las organizaciones de guerrillas, de aquellas personalidades más deseosas de conservar su poder y las prebendas con él obtenidas.

Se observa el mismo tipo de dinámicas tras la guerra contra Somoza. La competencia entre oponentes a Somoza fue también aquí feroz, no solamente entre la oposición "burguesa" civilista y el FSLN, sino también entre grupos armados del mismo Frente Sandinista. Estas rivalidades al seno de la esfera de influencia sandinista, asumieron divisiones en cuanto a la estrategia revolucionaria por adoptar –proletaria, guerra popular prolongada y tercerismo (Hodges, 1986; Nolan, 1985), tanto como se vieron aumentadas por querellas personales, por preeminencias y por posicionamientos tácticos. Las hazañas de los terceristas, tales como la toma de rehenes del Palacio Nacional en 1978, que permitió la liberación de numerosos prisioneros sandinistas, fueron mal recibidas por los miembros de la tendencia Guerra Popular Prolongada (GPP). Como lo relató Hugo Torres en sus memorias, algunos miembros de esta tendencia se rehusaron a integrar los frentes militares de terceristas tras su liberación, y prefirieron partir a Cuba, donde fue preparada la reunificación del FSLN por instigación de Fidel Castro. Edén Pastora se irritó por no ser nombrado miembro de la nueva Dirección Nacional del Frente. A sus ojos, como a los de algunos de sus fieles, su rol en la toma del Palacio Nacional lo hacía merecedor de tal promoción (Torres, 2003: 460-461). Contando con su nueva aura internacional y la ayuda panameña, venezolana y costarricense, los terceristas privilegiaron también el reforzamiento de sus unidades militares a costa de los otros. Su objetivo era asegurar, gracias a sus acciones armadas, posiciones estratégicas en el nuevo aparato de Estado, notablemente en el seno de las fuerzas armadas, cuyo más alto responsable sería posteriormente uno de ellos, Humberto Ortega. Ciertos momentos clave de la lucha contra Somoza, como durante los combates en la región de Estelí, fueron marcados por la voluntad de varios miembros de la tendencia "guerra popular prolongada" de negarse a dar asistencia a guerrilleros terceristas cogidos bajo el fuego de la Guardia Nacional (Torres, 2003, 470-471).

Las tensiones fueron a veces de tal magnitud, que acarrearon el asesinato de algunos rivales. Si estos crímenes o estas tentativas de asesinato, fueron relativamente poco numerosos, ellos fueron la explicación privilegiada de todos los reveses de guerra, tanto en la época de la Contra como durante la guerra contra Somoza. Así, cuando el atentado de La Penca, que casi cuesta la vida a Pastora en 1984, éste y sus lugartenientes pensaron que el golpe había sido montado por la FDN y no, como fue demostrado más tarde, por los sandinistas. Igualmente, todo retardo en la entrega de armas prometidas por los "aliados" a los contras, conducía a sospechar de alguna maquinación de una fracción rival. Estas prácticas no fueron desconocidas para el FSLN, Jaime Wheelock, el líder de la "tendencia proletaria", fue amenazado de muerte por Tomás Borge y juzgó más prudente tomar la huida. La muerte del Danto –Germán Pomares– durante el ataque de Jinotega en mayo de 1979, fue considerada por muchos de sus compañeros, no como un accidente, sino como un asesinato ordenado por varios dirigentes del Frente, en razón de sus posiciones social demócratas, y de su voluntad de promover una revolución a la imagen de la revolución costarricense de 1948 y no de la Cuba castrista (Brown, 2001: 23-24). Pura conjetura o hecho probado, este asesinato fue en todo caso, el origen de la primera disidencia en el seno de las guerrillas del Frente, disidencia que proporcionó más tarde uno de los primeros núcleos contras, los milpas (Brown, 2000).16

Aquí todavía, estas prácticas se inscriben en la estela de aquellas en uso desde inicios del siglo. Las guerras entre liberales y conservadores fueron también guerras personales entre caudillos de estas dos nebulosas.17 Sandino, el "general de hombres libres", como lo prueba su correspondencia, pasó una buena parte de su tiempo negociando con los jefes de banda, para que estos no solamente le hicieran juramento de fidelidad y acallaran sus rivalidades, sino además, para que se plegaran efectivamente a sus órdenes, y coordinaran sus acciones en función de sus planes de batalla. Somoza García y sus hijos también debieron hacer frente a fenómenos análogos en el seno de la Guardia Nacional, donde los complots y las luchas de poder en vínculo con los líderes del Partido Conservador fueron para entonces todavía constantes (Millet, 1977: 255-344; Walter, 2004: 331-381).

 

Enriquecimientos y prebendas

Para buen número de guerrilleros, la participación en las operaciones armadas no fue solamente el medio de llegar a nuevas responsabilidades políticas, fue también la vía de acceso a recursos económicos, y esto desde los años de guerra. El hecho es evidente al considerar las trayectorias tanto de numerosos sandinistas como de ciertos contras. Es desde los días posteriores a la revolución del 19 de julio, que muchos combatientes gozaron de bienes, adquiridos gracias a operaciones oscilantes entre el puro y simple pillaje, y la atribución oficialísima de "bienes vacantes". Una multitud de viviendas en efecto se encontraron abandonadas, ya sea porque sus propietarios ligados al régimen de Somoza, hubieran huido al extranjero, o porque sus dueños buscaron otro refugio para protegerse de los combates bastante mortales y destructores. Las casas se encontraron vacantes con los bienes que contenían. Si ciertas de entre ellas, por pertenecer a partidarios de Somoza o a miembros de la familia del dictador, fueron oficialmente confiscadas, y atribuidas a responsables políticos y militares recientemente entronizados por la JGRN, otras fueron objeto de apropiaciones de hecho, particularmente los automóviles o los aparatos electrodomésticos. Es decir que se asiste a transferencias de propiedad, que bajo la cubierta de "socialización", no fueron más que simples robos a costa de particulares ausentes. Los bienes asignados "por funciones" fueron con frecuencia objeto de apropiaciones privadas.18 A la víspera de la renovación de la Asamblea Nacional, que selló la derrota electoral de los sandinistas en 1989, las leyes promulgadas de la piñata* legalizaron, "en razón de los servicios rendidos a la revolución", estos traspasos de propiedad. Si este enriquecimiento de todo un personal político militar, fue para la mayoría de sus beneficiarios, efímero y poco importante, para otros fue durable y considerable. Muchos miembros de la Dirección Nacional del FSLN, en el primer rango de los cuales estaban los hermanos Ortega y Tomás Borge, y toda una serie de oficiales de las fuerzas armadas, llegaron a ser poderosos hombres de negocios a la cabeza tanto de patrimonios inmobiliarios en Managua o sobre la costa pacífica, de dominios rurales, como de empresas industriales nacionalizadas por la revolución (Wetzel, 1983; Spalding, 1996: 156-188).19 Este enriquecimiento fue a veces el resultado de expoliaciones dobles, a costa de antiguos propietarios o del Estado, pero a veces también de sus subalternos. Un gran número de militares, oficiales y suboficiales, pasados a retiro durante el arribo de uno, en 1990, no recibieron jamás las indemnizaciones de licenciamiento que los oficiales superiores les debían repartir, lo que ocasionó las múltiples acciones de protesta en su contra en 1991 y en 1992.20 Esta piñata sandinista tuvo su equivalente en las filas de la Contra. Una vez que la gran masa de combatientes retornó a la vida civil con una ayuda mínima en el marco de diferentes programas de reinserción, generalmente administrados por la Organización de Estados Americanos (OEA), diferentes comandantes se hicieron atribuir, algunos, ayudas especiales, otros, tierras o liquidez. Ciertos de entre ellos imitaron el comportamiento de algunos altos responsables sandinistas, y robaron sin alguna vergüenza por su calidad de antiguos compañeros de armas, en nombre de quienes negociaban diferentes subsidios (Bataillon, 1994: 92-97). Estas apropiaciones fueron denunciadas públicamente, y suscitaron múltiples movimientos de revuelta entre los desmovilizados de todos los lados, contra esos que les habían expoliado, como también de parte de algunas personas cuyos bienes habían sido confiscados. Queda por constatar que jamás se puso en cuestión el principio de tales indemnizaciones. La cuestión por el contrario, era saber cómo éstas podían ser ampliadas o atribuidas más justamente. El juego consistió así pues, en avalar las prevaricaciones del adversario para justificar las propias. Muchos contras sostuvieron el argumento de que ellos no hicieron más que repetir eso que habían hecho los sandinistas. Estos últimos, esgrimieron como argumento la necesidad de recompensar los "servicios prestados a la revolución". Finalmente, los pequeños piñateros tuvieron fácil el protegerse cobijados bajo las prácticas de los grandes. Y éstos tuvieron frecuentemente la inteligencia de hacer beneficiar con los mismos dones a sus dependientes directos. Y más de una vez, se hizo creer a los excluidos de estas redistribuciones, que ellos también terminarían por tener su parte.

Aquí todavía, tales prácticas son directamente heredadas de un pasado más o menos próximo, pero bien presente en la memoria colectiva, y el argumento subyacente fue a menudo alegado en nombre de debates políticos. Desde inicios de los años de 1980 era establecido el paralelo entre la "voracidad" del clan Somoza y la "rapacidad" de algunos dirigentes sandinistas. Se bromeó sobre esta similar capacidad para "tomar el trozo más grande del pastel". Prevaleció la idea de que si la actividad político militar daba innegablemente derecho a contrapartidas materiales, tales exigencias debían de ser "decentes". Por lo tanto, ciertas "confiscaciones" de la revolución, por injustas que hayan sido, parecieron como inevitables, o por no decir, conformes a una suerte de justicia. Las críticas contra Anastasio Somoza García y después hacia su segundo hijo, Anastasio Somoza Debayle, participaron del mismo espíritu; se criticó no el interés por los buenos negocios, pero sí, la propensión inmoderada hacia éstos. Se calificó también de "dictadura omnívora" al régimen de Somoza Debayle tras el terremoto de 1972, en razón de sus operaciones inmobiliarias y de los robos cometidos por la Guardia en esta ocasión. Habiéndose hecho una observación análoga contra Somoza García, al momento de su declaración de guerra a la Alemania nazi en 1944, y la confiscación de bienes de caficultores alemanes llegados en el siglo XIX. De la misma manera, los tratos de Sandino, para que le fueran concedidas tierras a fin de poder formar una cooperativa con sus compañeros de armas, se presentaban aquí todavía, como una manera normal de recompensar a sus fieles y a él mismo. Finalmente, las guerras entre conservadores y liberales de inicios de siglo, tanto como aquellas del siglo precedente, habían hecho de la expoliación de los vencidos una suerte de regla de conducta. Los miembros del partido derrotado eran despojados de la totalidad o la mayor parte de sus bienes. Sin duda, se tomó a veces el cuidado de dejar una porción mínima a las grandes familias del partido adverso, se tuvo rara vez las mismas delicadezas con el grueso de los perdedores (Velázquez, 1992: 96-98).

Todas esas guerras fueron también, la ocasión de considerables enriquecimientos o mejorías notables, en el modo de vida de hombres de armas a todo lo largo de las hostilidades. No se pone en duda sin embargo, que las condiciones de vida de los guerrilleros sandinistas fueron con frecuencia de una extrema precariedad, como lo muestran los relatos de Omar Cabezas, de Carlos Quintero o de Hugo Torres (Cabezas, 1982; Ramírez, 1989; Torres, 2003). Ellos meten con razón el acento, en el hambre y la necesidad extrema en la cual se encontraron más de una vez, notablemente en los años de 1970, cuando fueron reducidos a nómadas en las montañas centrales del país. Debe remarcarse sin embargo, que esta experiencia, que fue también la de los primeros núcleos de la Contra, no era para nada general. Fue la de un pequeño número de pioneros de estos dos movimientos. Muchos de entre ellos, se beneficiaron en cambio más adelante, con formaciones militares y políticas, algunos en Cuba y en los países socialistas, otros en los ejércitos centroamericanos, o para un puñado, con los militares argentinos. El grueso de los batallones guerrilleros fue integrado en contextos donde, si la abundancia no fue jamás la regla, las condiciones materiales fueron infinitamente menos espartanas. Este fenómeno llega a ser evidente si se toma en consideración las condiciones de vida de los medios sociales de donde provenían la mayoría de guerrilleros. Piénsese en los muchachos, improvisados combatientes del Frente al momento de la insurrección de 1979, en la ciudad de Managua o de León. Charrasca es en este sentido emblemático. Él mismo y muchos de sus compañeros de armas, vivían en una extrema pobreza y eran parte del sector llamado informal. Los pobladores rurales, con frecuencia jornaleros agrícolas, que se unieron a los combatientes de las ciudades de la zona cafetalera, conocían también ellos una gran precariedad. Como cuentan los que trabajaban en la cosecha del café, participar en la insurrección les dio acceso a una alimentación con frecuencia más variada y mejor, que la de su consumo habitual; pudiendo también vestirse y calzarse. El fenómeno es todavía más claro si se evoca la vida material de los contras. Se beneficiaron, ellos y sus familias, de la ayuda de ACNUR en los campos de refugiados hondureños, y de atención médica cómo probablemente no la habían recibido nunca antes. Estos hechos no son en absoluto despreciables si se considera las penurias que aguantaron los nicaragüenses en la época sandinista, y más particularmente los pobladores rurales durante el periodo llamado del "comunismo de guerra" (1985-1987). En cuanto a los dirigentes de la oposición armada, tuvieron acceso a salarios y prebendas que hicieron de ellos hombres ricos; la adhesión al antisandinismo fue para ellos un excelente negocio, económicamente hablando. Aquí también la malversación de fondos y los abusos fueron moneda corriente. Se robó sin vergüenza, los suministros materiales a las familias de los combatientes y los fondos destinados a la compra de alimentación o equipamiento. Se conoció fenómenos análogos en las filas sandinistas, donde, también aquí, la concusión y el enriquecimiento fueron a buen paso bajo el embargo norteamericano. Muchos jefes de guerra de los dos campos llevaron gran tren de vida, y rivalizaron en gastos suntuarios, ya fuera en las tiendas reservadas a los diplomáticos en Managua, o en restaurantes y lugares de placer en Tegucigalpa, San José o Miami (Girón, 1984).21

A la vista de las experiencias pasadas, el mejoramiento de las condiciones materiales durante las guerras mismas, no resulta novedoso; difieren no obstante sobre un punto capital, el modo de financiamiento de las guerras. Cualesquiera fueron los apoyos extranjeros, en hombres y armas, durante las guerras de los años 1910 y en los enfrentamientos entre Sandino y la Guardia Nacional, siempre fueron reducidos y no concernían más que a un limitado número de actores (Chamorro, 1957; Brown, 2000). Estas guerras habían sido fundamentalmente financiadas por retenciones, con más frecuencia forzosas que voluntarias, sobre la población de regiones donde operaban los ejércitos en campaña. Sandino se apropió de esta forma, de una mina de oro y obtuvo sistemáticamente recursos en el sistema de "garantías", también en vigor durante las guerras precedentes. Este sistema consistía en exigir un impuesto de guerra a cambio de una protección sobre posibles daños, bajo pena de verse aplicar las represalias más severas (Schroeder, 1993: 211-301). Se sumaron a este sistema de retenciones, "contribuciones", en ganado mayor y menor, en alimentos, vestimentas y en cargadores. Es decir que los grupos armados vivieron a expensas de las poblaciones civiles, forzadas a colaborar para salvar sus vidas –y partes de sus bienes, en el caso de los más ricos–. Por el contrario, tanto la guerra contra Somoza en su última fase, como esa entre sandinistas y contras, fueron literalmente, tomadas a cargo financieramente por potencias extranjeras. Los sandinistas recibieron un apoyo financiero y militar de Costa Rica, de Cuba, de Panamá y de Venezuela. Desde 1980, la ayuda proporcionada a los sandinistas por los países comunistas fue a la vez masiva y decisiva, como lo fue a partir de 1982, la de los Estados Unidos y de algunos de sus aliados, para los diferentes grupos de oposición armada. Como consecuencia, el volumen de tales ayudas, así como la casi total ausencia de control sobre su uso, facilitaron en gran manera todas las operaciones de enriquecimiento personal. Más aun, la voluntad de los padrinos de cada uno de los clanes combatientes, de sostener sin importar a qué costo a sus respectivos campeones, permitió que estas prácticas no fueran puestas en cuestión. Y si las operaciones de merodeos no desaparecieron totalmente, resultó infinitamente más eficaz y lucrativo, malversar el dinero de proveedores de fondos extranjeros, que hacer presión sobre las poblaciones civiles.

 

El orden y la barbarie

El lugar eminente de la violencia y la guerra en la historia nicaragüense, es totalmente incomprensible si no se tiene en cuenta, las concepciones de la política en boga a lo largo de la mayor parte del siglo pasado. La idea de una nación nicaragüense fue por lo menos problemática. Como lo escribió Sarmiento en un ensayo sobre América Central: "La América Central ha hecho un Estado soberano de cada pueblo" (Rodríguez, 1965: 49); y el mejor observador de Nicaragua durante los años de 1960, el politólogo norteamericano Charles Anderson, calificó ese país de "nación desintegrada" (Anderson, 1964). De hecho, desde los años de Zelaya a los sandinistas, los nicaragüenses no se percibían en absoluto como miembros de una nación compuesta por individuos iguales ante la ley; se sentían primero miembros de un linaje familiar, después de una ciudad o de un pueblo, y de esta manera, parte de una facción política. Granada y su hinterland eran las tierras de elección de los conservadores, mientras que León y los territorios que lo rodeaban eran liberales.

Se podía no ser por otra parte, miembro del partido liberal o conservador, sino de alguna de sus numerosas facciones, y no un elector o militante anónimo, pero igual se estaba atrapado en relaciones de fidelidad, ya fuera en función del propio nacimiento, y después, por las acciones al servicio de un patrón. Ese localismo y esas relaciones de dependencia a un protector, se mantuvieron como un modo de definición de uno mismo, y no fueron en absoluto solamente atributos de una ruralidad mantenida al margen de la modernización y del progreso. La huella de tales definiciones se hizo sentir en los sectores sociales más en contacto con la modernidad. Las observaciones formuladas por François Chevalier sobre la omnipresencia de "vínculos personales" en el juego político de la Nicaragua de Anastasio Somoza García, pueden aplicarse sin riesgo de error, hasta el final de la guerra sandinista/contras (Chevalier, 1962: 30-47). Los nicaragüenses concibieron su país como una yuxtaposición de cuerpos heterogéneos, cada uno reagrupado detrás de sus jefes y cercanos quienes debían asistencia y protección a sus dependientes. El Estado y su administración quedaron embrionarios hasta las empresas modernizadoras de Anastasio Somoza García (1934-1956) (Walter, 2004: 119-210; Millet, 1977: 255-296). El aparato de Estado quedaba en las manos de una estrecha élite, compartida entre los clanes conservadores y liberales. Los puestos de la función pública eran repartidos en función de afinidades políticas y posteriormente a acuerdos entre los jefes de facciones. El primer ejército nacional, la Guardia del mismo nombre, no fue creado hasta los años de 1930, y se mantuvo como un grupo de pretorianos al servicio de la familia Somoza. La idea de una nación formada de ciudadanos, tanto como la de un territorio nacional donde el Estado estaría presente y marcaría su presencia de manera uniforme, no tendría más que poco o nada de sentido, hasta la revolución sandinista. En muchos aspectos, la revolución sandinista, con su proyecto de transformación social del país, fue un acelerador de la integración nacional, y paradójicamente, la voluntad de salir del círculo de violencia selló una unidad nacional que, sólo hasta entonces, no pasaba más que de la invocación.

Este lugar eminente de la violencia en el juego sociopolítico se relaciona también a concepciones de lo político que le reservan un lugar nodal. A diferencia de los europeos y norteamericanos y concordando con la imagen del resto de latinoamericanos, los nicaragüenses alimentan dudas en cuanto a la capacidad de lo social para auto regularse, ya sea a través de los mecanismos del mercado, o por la expresión de la voluntad general. Para retomar los términos de Daniel Pécaut, por largo tiempo prevaleció la idea de que lo social abandonado a sí mismo estaba condenado a permanecer inacabado y a la barbarie (Pécaut, 2001: 17-26). De ahí este corolario de que lo social sólo era organizado "desde arriba". Las concepciones de lo político otorgan al orden y a la violencia lugares centrales y complementarios. Reside así en los actores políticos la tarea de meter en forma lo social. La violencia es bien evidentemente, en ese contexto, una de las modalidades de acción legítima, a fin de evitar el caos bárbaro o de responderlo. Se distingue la fuerza de este imaginario en la pintura que hicieron los nicaragüenses de su historia. Un número importante de escritores e historiadores tienen una predilección por los relatos de batallas y los retratos de héroes guerreros y civilizadores, igual si ellos conducen también a estigmatizar esas costumbres bárbaras. Se interrogan igualmente de forma lacerante sobre la descomposición social que a sus ojos, amenaza a las clases populares, de ser abandonadas a sí mismas (Urtecho, [1962]; Calero, [1946]; Cuadra, [1967]).

Estos competidores no son solamente los partidos políticos sino como lo ha indicado C. Anderson, "todo individuo o grupo que busca ver la realización de sus demandas y el control de la designación de valores para la sociedad a través de la maquinaria del Estado, o la legitimación de una fuente de poder dada frente a la sociedad a través del ejercicio de una capacidad de poder". Negocian así lado a lado actores heterogéneos: instituciones como las fuerzas armadas o la Iglesia, fracciones de éstas, partidos políticos, asociaciones profesionales o agrupaciones de intereses económicos, comunidades territoriales o étnicas, linajes; sin contar agrupaciones extranjeras tales como las firmas transnacionales, los partidos políticos y las fuerzas armadas de países vecinos, e incluso los representantes de diferentes administraciones norteamericanas. Esos modos de acción ofrecen numerosos paralelos con aquellos que sacó a la luz François-Xavier Guerra en sus análisis de los pronunciamientos en el México del siglo XIX (Guerra, 2000). El levantamiento armado es de una cierta manera, siempre negociado y anunciado. Es precedido de verdaderas consultas para significar, ya sea que se aspira a obtener rectificaciones de la política en curso, o que se quiere tomar pie sobre la escena política.

Esta visión de lo político como un sistema de negociación entre competidores por el poder, va de la mano con un acuerdo implícito sobre el hecho de que ese sistema puede acoger a nuevos competidores, siempre y cuando éstos demuestren su "capacidad de poder". Es en cambio imposible apartar a uno de esos asociados rivales, aun en el caso de que sus recursos llegaran a disminuir o desaparecer. Hay solamente dos excepciones a esta regla tácita: cuando un recién llegado pretende eliminar del juego de las negociaciones a un competidor más antiguo, o cuando uno de los concurrentes intenta excluir a otro, o a la totalidad de sus rivales. En este caso, los diferentes asociados se unen para excluir, al menos momentáneamente y en ocasiones de forma duradera, al recién llegado o concurrente que pretende la hegemonía sin compartir y sin respetar el código de la vida política (Anderson, 1962, 1974: 102-131).

Estas concepciones son adosadas a dos otros esquemas, unos venidos del ius naturalis, y los otros, de la concepción agustiniana de la autoridad. No se conciben de derechos abstractos garantizados por un Estado neutro e imparcial; prevalece en cambio la idea de que existe una suerte de ley natural que los gobiernos deben respetar. Toda falta a esa ley es sentida como una intolerable agresión contra la persona y un atentado al honor. Y todo atentado de esta índole demanda reparación. Así, las víctimas de tales faltas se consideran justificadas de exigir el respeto a "su derecho" y el restablecimiento de su honor, si es necesario por las armas (Morse, 1968, 1982). Finalmente, como en toda ciudad cristiana bien ordenada, la senior pars debe ayudar a la minor pars, tanto como la libido dominandi debe ser controlada.

Es bajo la mirada de estas particularidades políticas y sociológicas que conviene evaluar tanto la guerra contra Somoza como los enfrentamientos entre los sandinistas y la Contra. La primera como los segundos, corresponden al supuesto en el cual uno de los competidores por el poder, pretendió reinar sin compartir apartando a sus rivales. Aquí los paralelos con otros momentos de la historia nicaragüense, como la lucha contra Zelaya, son evidentes. Nos recuerdan contextos que prevalecieron en 1978-1979 y a continuación en 1980-1982. En el primer caso, Anastasio Somoza Debayle estaba ya en una situación crítica por el hecho de su incapacidad de continuar el modus vivendi establecido por su padre y proseguido por su hermano Luis. Lejos de hacer lugar a las diferentes facciones conservadoras, Somoza Debayle no hubo de cesar, desde los días siguientes al terremoto de 1972, de reinar sin compartir. Tales prácticas no tardaron en estrechar las filas de las fracciones rivales de la nebulosa conservadora que hicieron suyo el programa del opositor de siempre a los Somoza, Pedro Joaquín Chamorro. En enero de 1978, su asesinato provocó una nueva lectura de la situación. Atribuido a los sicarios del hijo del dictador, esta muerte se manifestó como una transgresión mayor de las reglas del juego político. En efecto, el empleo de la violencia más brutal en contra de opositores marginales sobre la escena política, como los miembros del Frente Sandinista o en dependencia de los tenores de la política nicaragüense, era tolerado. Tales gestos representaban una condición previa para inevitables negociaciones. En cambio, el asesinato de un alter ego de Somoza no podía más que descalificar a su supuesto comanditario. No hubo entonces más alternativa que la eliminación por la fuerza del contraventor a las reglas reguladoras del empleo de la violencia entre los asociados rivales. Tal resultado pareció inevitable no solamente a la pléyade de opositores "burgueses" al dictador, sino también para algunos de sus cercanos. Se vio así, a algunos tentados a recurrir a una "salida con honor" y a un nuevo pacto entre conservadores y liberales. Por otro lado, la condena muy clara de las prácticas de la dictadura por parte de la Iglesia nicaragüense, como otras tantas del pecado, y las amenazas de excomunión en contra de miembros de la Guardia Nacional, hizo de la lucha contra Somoza una suerte de cruzada para refundar una ciudad cristiana.

La situación fue la misma al inicio del decenio de 1980. El pacto acordado entre los múltiples segmentos de la oposición en vísperas de la caída de Somoza, dio lugar a una nueva repartición de roles sobre la escena política. En estas negociaciones los sandinistas conquistaron enseguida posiciones de fuerza, todo a la vez, en la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, donde fueron enseguida mayoritarios, tanto como al seno del gabinete ministerial y en el Consejo de Estado. Fue admitido por el conjunto de actores que tal ascensión por la fuerza era legítima en razón de su rol en la caída del dictador. Es sin embargo, desde los días posteriores a su toma de funciones, cuando los sandinistas multiplicaron las iniciativas para imponer su "hegemonía", y eso de dos maneras. Ejercieron las presiones más brutales en el campo al centro y este del país, para obligar a los campesinos a participar en sus organizaciones de masas o a entrar en el nuevo ejército, sin dudar en asesinar a algunos dirigentes locales que se rebelaron frente a este nuevo encuadramiento. Persiguieron paralelamente a sus rivales revolucionarios, los trostkistas, los maoístas del periódico El Pueblo y los sindicalistas del Partido Socialista Nicaragüense, quienes rechazaron fusionarse en el nuevo sindicato unitario, la Confederación Sandinista del Trabajo, ubicada bajo el control del FSLN. Multiplicaron paralelamente su trabajo de infiltración del aparato de Estado. Desde septiembre del 1979, uno de los miembros de la Dirección Nacional del FSLN, Humberto Ortega, fue promovido a la cabeza de las fuerzas armadas, y algunos meses más tarde, diferentes ministros "burgueses" fueron remplazados por fieles a los sandinistas. A continuación no cesaron hasta obtener la mayoría del Consejo de Estado, el Poder Legislativo provisional, donde harían ocupar un escaño a nuevos miembros venidos de sus organizaciones de masas, decisión que acarreó la dimisión en abril de 1980, de dos miembros no sandinistas de la Junta, Alfonso Robelo y Violeta Barrios de Chamorro. Las reacciones de sus aliados de ayer recordaron en todo punto, a aquellas de los múltiples opositores a Somoza tras el terremoto. Igual que durante los años de 1970, la mayoría de actores sociopolíticos, optó por demostraciones de fuerza concebidas como otras tantas condiciones previas a nuevos arreglos entre cúpulas, o de nuevo, para acuerdos ad hoc a costa de sus rivales más cercanos (Pinell, 1985; Brown, 2001: 13-68; Caroit & Soule, 1981; Christian, 1985; Sanabria & Sanabria, 1986; Van Eeuven, 1982; Weber, 1981).

 

Imbricación de lo religioso y lo político

Esta idea, de que abandonado a su suerte lo social no es más que caos, va de la mano con esa de que el dogma católico es de una cierta manera, la piedra angular del orden social. La idea es patente en tiempos de disturbios: los signos de lo divino sirven entonces para guiar a los hombres, y la Iglesia tiene más que nunca el deber de orientar las acciones de los laicos. Y si algunos intentan poner en cuestión esta creencia, sus mismas críticas aun adoptan en las formas un lenguaje cuando menos religioso.

Este entrelazamiento de lo religioso y lo político no pudo ser más visible durante los acontecimientos que marcaron las premisas de la división entre los sandinistas y sus oponentes. Más allá de las pruebas de fuerza que como se viene de ver, marcaron el final del año 1979, dos eventos llevaron a diferentes actores sociopolíticos a juzgar que la hora no era más la del pactismo o la de los arreglos, sino la del enfrentamiento sin piedad: las apariciones de la Virgen de Cuapa, entre abril y octubre del 1980, y el asesinato de Jorge Salazar, dirigente del Consejo Superior de la Empresa Privada, el 17 de noviembre de 1980. En cada una de sus apariciones, la Virgen apeló al espíritu de conciliación de los nicaragüenses y estigmatizó "el odio de clase" profesado por los sandinistas. Lejos de pasar desapercibidos, estos milagros fueron por el contrario relevados con fuerza por La Prensa, el diario del difunto Pedro Joaquín Chamorro y de Doña Violeta; y por la jerarquía católica, en la persona del arzobispo de Managua, Miguel Obando y Bravo. Los editoriales de este diario tanto como las predicas del prelado, pusieron el acento sobre el necesario retorno al espíritu de conciliación que había prevalecido durante la puesta en pie de los primeros órganos provisionales de gobierno. La respuesta de los sandinistas fue percibida por sus rivales como idéntica a la de Somoza. A principios del mes de noviembre, al día siguiente de la última aparición de la Virgen, Alfonso Robelo convocó a sus simpatizantes y a los miembros de su partido, el Movimiento Democrático Nicaragüense, a una reunión en Nandaime. Esta reunión, aunque perfectamente legal, fue objeto de ataques de las tropas de choque del FSLN, impidiendo su celebración. Poco después, el 17 de noviembre, el responsable del COSEP, que intentaba conspirar con sectores disidentes de las fuerzas armadas, fue atraído a una emboscada por la policía y fue fríamente asesinado. Y durante el entierro de Jorge Salazar, al que asistieron buen número de los jefes de filas de la oposición naciente a los sandinistas, muchos compararon este asesinato con el de Pedro Joaquín Chamorro.

Nada es más significativo que el ritmo de los acontecimientos. La derrota de Somoza y el establecimiento del gobierno habían sido marcados por toda una serie de ritos cristianos que recalcaban el rol central del dogma de la Iglesia católica. El nuevo gobierno, compuesto de diferentes fracciones de la oposición a Somoza, había prestado juramento ante el arzobispo de Managua y un Te Deum había sido celebrado para significar la reconciliación nacional. Frente a los nuevos conflictos y tensiones sociopolíticas que se trazaron desde finales de año, los actores estaban como ligados por ese pacto, habiendo recibido la unción de la Iglesia y, de resultas, debían esperar un signo señalando el fin de los tiempos de concordia. Las supuestas apariciones de Cuapa llegaron en el momento justo para la Iglesia, que encontró en ellas argumento para justificar la inflexión de su política respecto a los sandinistas, el mensaje entregado era considerado como una conminación divina a favor de un reaggiornamiento. Aunque la Iglesia no tomó el riesgo de una condena exabrupto de los sandinistas, que de esta manera hubiera legitimado enseguida la lucha armada en su contra, esto no significó menos el fin de la conciliación. Durante un peregrinaje a Cuapa en enero de 1981, en un gesto contrario al del mensaje del Te Deum del 19 de julio de 1979, las autoridades eclesiásticas señalaban el advenimiento de un tiempo de la discordia contrario a las enseñanzas cristianas.22 La Iglesia retomaba aquí su cruzada contra el marxismo, alentada y empujada por el Vaticano, él mismo en lucha contra la influencia de la teología de la liberación en las iglesias latinoamericanas; el caso de la Nicaragua sandinista, con sus sacerdotes en el gobierno y su base popular, representaba un espantajo a sus ojos. La dimisión de opositores de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional estuvo precedida por poco, de la organización de ese peregrinaje. Ha sido en dos ocasiones que el Arzobispo de Managua, diera su unción a las operaciones armadas, primero a favor de los sandinistas y a continuación de los contras. Apoyado de una referencia a Santo Tomás, declaró durante la ofensiva final de junio de 1978 que la guerra contra Somoza era justa, legitimando así la insurrección. Interrogado algunos años más tarde sobre las acciones de la Contra, reconoció del mismo modo su aval a los contras, afirmando que David debía emplear todos los medios contra Goliat.

Se nota también este peso de la doctrina cristiana en la manera en la cual fue interpretada la muerte de Pedro Joaquín Chamorro y de Jorge Salazar, también la de Carlos Fonseca Amador y de otros combatientes sandinistas o contras. Los asesinatos de los dos primeros tuvieron todo del sacrificio cristiano, santificando las opciones que ellos encarnaban. Mientras buen número de opositores a Somoza desconfiaban de Pedro Joaquín Chamorro antes de su muerte, éste devino una suerte de héroe cuyas tesis fueron en adelante las de toda la oposición. Su deseo de venganza en tanto que heredero de una dinastía de presidentes conservadores, sus maneras autoritarias, todo aquí fue olvidado, y sus llamados a la refundación de una ciudad libre de la barbarie somocista fueron imagen del nuevo credo. El lugar hecho a Jorge Salazar con los contras fue semejante en cada punto. Su tentativa de complot militar contra las nuevas autoridades, considerada en un primer momento como insensata y contraria al espíritu de reconciliación, fue a continuación modelo de la única vía de acción posible, y su sacrificio proporcionó la prueba de la veracidad de tal aserción. La retórica de los sandinistas no obedeció a una lógica diferente. Ellos también pusieron por delante sus muertes para apuntalar sus pretensiones de gobernar. Mientras que Pedro Joaquín Chamorro fue proclamado "mártir de las libertades", Carlos Fonseca Amador tuvo su mausoleo en la plaza donde fue entronizada la Junta. Camilo Ortega y Luisa Amanda Espinoza accedieron a la inmortalidad, dando respectivamente sus nombres a la más alta distinción militar del nuevo ejército y a la organización de mujeres sandinistas. Los "muchachos" caídos anónimamente, tuvieron sus altares en sus cuarteles o sobre los lugares donde fueron matados. En el caso de Pedro Joaquín Chamorro, de los muertos sandinistas o de Jorge Salazar, todo pasó como si la prueba de la verdad y de la justeza de sus causas respectivas residía en la ofrenda que habían hecho de su vida. Más aun, tales sacrificios prohibían en adelante cuestionar el acierto de su causa, la adecuación de los medios a los fines, el devenir de sus combates. Tales replanteamientos llegaron a ser cuasi sacrílegos. Fue así por largo tiempo igualmente imposible hacer entender el lenguaje del derecho tanto a los sandinistas como a los contras. Los sufrimientos pasados ataban a los vivos al aura de los mártires, y algunos abusos fueron figurados como pecados menores frente a los pecados estructurales del adversario, la "barbarie somocista" o el "totalitarismo sandinista". La paradoja de este empleo de toda una simbología cristiana y de un modelo sacrificial, es que éste no fue sin duda jamás así de presente en la historia nicaragüense hasta finales del siglo XX. Lo político y lo religioso en efecto han estado estrechamente imbricados desde la independencia, como dan testimonio las numerosas referencias a Dios en las diferentes Constituciones, el rol eminente de la jerarquía católica en todas las ceremonias oficiales así como la enseñanza del catecismo católico en las escuelas públicas en tiempos de los Somoza. Pero las guerras de los últimos decenios del siglo XX, marcaron incontestablemente un tiempo de un fuerte predominio de los esquemas cristianos con la dimensión profética que ahí ganó la actividad político-militar, mismo si esas dimensiones no estuvieron ausentes de la experiencia militar de Sandino (Lancaster, 1988; Mulligan, 1991).23

 

El agotamiento de los modelos guerreros y el descubrimiento de esquemas democráticos

El final de los años de 1980 fue marcado por el abandono progresivo de esquemas políticos en uso desde el inicio del siglo. Semejante replanteamiento se inscribió en un contexto internacional nuevo, infinitamente menos favorable al financiamiento de la guerra civil por proveedores de fondos extranjeros. Agotada por la carrera armamentista, la URSS decidió reducir drásticamente su apoyo a los sandinistas a partir de 1987, mientras que los republicanos norteamericanos fueron obligados a tener un perfil bajo frente a un congreso mayoritariamente democrático tras el escándalo Irangate en 1987. Los Estados Unidos no aportaron más que una ayuda humanitaria a los contras. Paralelamente, los esfuerzos diplomáticos del grupo de Contadora,24 sin importar cuál fuera la voluntad de sus miembros de apoyar in fine a los sandinistas, dibujaron una posible salida negociada y civilista a los enfrentamientos armados en Nicaragua y en el resto de América Central. Si esta transformación del contexto internacional pesó a favor de la adopción del plan de paz regional propuesto por el presidente de la república costarricense, Óscar Arias, y de su homólogo guatemalteco, Vinicio Cerezo, su éxito se articuló también sobre una reconfiguración de las praxis políticas internas. Las elecciones semidemocráticas de 1984 fueron en efecto marcadas por un doble cambio: el rechazo del imaginario guerrero por el conjunto de los nicaragüenses y la valorización de la temática de los derechos humanos, lo que significaba paralelamente el descubrimiento de esquemas democráticos.

Sin duda, la duración misma de los enfrentamientos y su crueldad jugaron un rol capital en el cuestionamiento de los modelos hasta aquí predominantes. A diferencia de la guerras precedentes, incluyendo esa contra Somoza, la guerra contras/sandinistas afectó profundamente al conjunto de las poblaciones tanto rurales como urbanas. Una gran parte de los habitantes de la Moskitia fueron desplazados por la fuerza a partir de 1982, y reinstalados en las aldeas estratégicas o establecidos en las zonas cafetaleras del centro del país (Bataillon, 2001, 2002). Cerca de 350 000 pobladores rurales de las montañas centrales fueron también sometidos a los mismos procesos de evacuación forzada, en esta ocasión en dirección de las nuevas aldeas urbanas (Vilas, 1994: 222). A partir de 1983, tocó al conjunto de la juventud ser movilizado por los grupos beligerantes. Las diferentes facciones de la Contra obligaron a buen número de refugiados a colaborar, los unos como combatientes, los otros como cargadores o correos. El gobierno sandinista instituyó en septiembre de 1983, por primera vez en la historia nicaragüense, un "servicio militar patriótico" y pudo movilizar cerca de 150 000 hombres, no sin suscitar reacciones de resistencia a este enrolamiento (Rouquié, 1992: 252). Si los comienzos de los enfrentamientos contras/sandinistas vieron afluir a los reclutas en los dos campos, el prolongamiento del conflicto se acompañó de un desencanto masivo. Del lado Contra, los combatientes realizaron que contrario a su expectativa, la guerra sería a la vez larga y costosa en vidas humanas. Descubrieron igualmente el doble lenguaje de los Estados Unidos, notablemente en días posteriores a la invasión de Granada en diciembre de 1983. Mientras por una parte, los consejeros americanos les habían tentado con el señuelo de una intervención similar para 1984, ellos permanecieron espectadores ese año, durante las elecciones que dieron un baño de legitimidad a los sandinistas a los ojos de la opinión pública internacional. Peor, tuvieron la experiencia de aparecer como parias a los ojos de la mayor parte de la prensa internacional o de los miembros del Alto Comisariado de los Refugiados (ACNUR). Lejos de ver en ellos a los "paladines de la libertad" alabados por la administración Reagan, fueron estigmatizados como otros tantos verdugos entrenados por la cia.25 Y los jefes de la Contra se vieron también reprochar el haber prometido una victoria rápida a los refugiados que les habían seguido en su exilio.

Finalmente, desde 1985, éstos últimos denunciaron a las autoridades del ACNUR las presiones de los contras hacia ellos. Del lado sandinista, los combatientes y sus familias descubrieron rápidamente los aspectos más mortales de la guerra. Mal preparados militarmente, los reclutas enviados a las zonas de guerras, fueron diezmados en las emboscadas tendidas por los guerrilleros de la oposición armada. De hecho, muchos jóvenes hasta entonces favorables a los sandinistas, vieron en ellos a los representantes de un poder militar con rasgos totalitarios que los enviaba a una muerte segura. La guerra los hizo finalmente descubrir las maneras de "señores de la guerra" de algunos oficiales y suboficiales sandinistas. Más de un recluta fue en efecto confrontado a las brutalidades y los malos tratos ejercidos por los militares contra los campesinos sospechosos de apoyar a la oposición armada; muchos se sublevaron por estos abusos.

A partir de 1985, diferentes voces disidentes comenzaron a hacerse escuchar tanto en el seno de la nebulosa sandinista como entre la Contra, a favor de un alto a la guerra. Más allá de sus diferencias, esas críticas plantearon el diagnóstico siguiente: Lejos de ser murallas contra un adversario bárbaro y estar solamente deseosos de terminar con los enfrentamientos armados, para proseguir con la construcción de una sociedad socialista o instituir la democracia, los responsables sandinistas tanto como los dirigentes de la oposición armada, fueron considerados como otros muchos aprovechados de la guerra, ante todo deseosos de establecer un poder dictatorial y de justificar las prebendas que ellos sacaban. Se habló así del "verticalismo" de los comandantes de la revolución, de los privilegios de su entorno y de sus cercanos. La revista de los jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA), Pensamiento propio, publicó desde 1985 las entrevistas de combatientes miskitus que habían aceptado la amnistía y que justificaron su participación en la oposición armada de 1981 a 1985. Publicó también al año siguiente las declaraciones del presidente de la Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG), que denunciaba los abusos cometidos desde los días posteriores a la revolución por los responsables del FSLN en el campo a nombre de la lucha contra "los burgueses" y la "contrarrevolución" (Vilas, 1994: 231).26 Paralelamente, las discusiones sobre el futuro estatuto de autonomía de la Costa Atlántica quebrantaron aun más las certezas.

En efecto, cualquiera que haya sido la parte de los cálculos tácticos de un Tomás Borge en su apoyo al proyecto, las negociaciones manejadas por Orlando Núñez y Manuel Ortega fueron como una estaca clavada en el dogma sandinista. Con el trabajo en la preparación de este estatuto votado en 1987, los legisladores reconocían en hechos la iniquidad de la guerra dirigida contra los miskitu.

Diferentes miembros de la oposición armada basados en Costa Rica, más específicamente la Alianza Revolucionaria Democrática (ARDE) de Edén Pastora, Alfonso Robelo y Brooklyn Rivera, criticaron desde 1982 las ejecuciones sumarias y las otras atrocidades cometidas por sus rivales asentados en Honduras. Tales denuncias, que no fueron solamente dictadas por el sentido moral sino también por la voluntad de obtener la mejor parte del maná norteamericano, abrieron en todo caso una brecha en el razonamiento amigo/enemigo que legitimaba los peores crímenes en el nombre de "necesidades de guerra". Finalmente, las declaraciones de Arturo Cruz afirmando su voluntad, desde marzo de 1987, de optar por la vía cívica, no vacilaban en comparar los actos de los contras con los de los conquistadores, inauguraron una nueva manera de reflexionar sobre los fracasos de la acción armada. A la mirada de las particularidades de la historia nicaragüense y de los efectos destructores de la Conquista (Fernández de Oviedo, 1529), tal comparación tuvo un efecto devastador. Más aun, vio reaparecer la noción de genocidio que había sido utilizada con éxito por los sandinistas y el grupo de los doce, sus portavoces, en sus campañas contra Somoza; y después retomada, una vez más erróneamente, por algunos periodistas o activistas de derechos de pueblos indígenas en sus denuncias sobre abusos cometidos contra los Miskitus. Se planteó así una suerte de equivalencia entre las masacres cometidas durante la Conquista en el siglo XVI, las acciones de la Guardia Nacional de Somoza durante la represión de la "Insurrección final" en 1979, las destrucciones operadas por los sandinistas durante los traslados forzados de poblados miskitus y mayangna en 1982, y las barbaries cometidas por los contras. Finalmente, después de haber legitimado las dos últimas guerras civiles, el cardenal arzobispo de Managua apeló él también al abandono de la vía armada y a las negociaciones a partir de 1986.

Lejos de quedarse aisladas, esas críticas entraron en resonancia con la temática de la defensa de los derechos humanos. Ésta ocupó un lugar central en la retórica antisomocista, notablemente cerca de la Organización de Estados Americanos, como más adelante en la de sus primeros oponentes. Mejor aún, los derechos humanos devinieron una forma de nuevo patrón para juzgar la revolución y los proyectos de sus opositores. Se alabó el restablecimiento de las libertades fundamentales y el tratamiento humano de los guardias nacionales hechos prisioneros, se congratuló el "nuestra venganza será el perdón" del nuevo ministro del interior, Tomás Borge. No cabe duda, que tanto en el bando de los simpatizantes de la revolución como en el de sus detractores, tal entusiasmo por los derechos humanos tuvo al inicio una dimensión ante todo táctica. Los unos y los otros hicieron uso de los derechos humanos, sabiendo las esperanzas que ellos levantaban y el favor que les acompañaba en Europa y en Norteamérica. Pero la mayoría quedaban ajenos a los principios democráticos y liberales que los fundan. Tanto los nuevos dirigentes de los sandinistas como los primeros contras estaban en el polo opuesto. Al final, las maniobras que consistieron en apoyar las organizaciones de defensa de derechos humanos, concebidas como otras tantas oficinas de propaganda contra el adversario, estuvieron cargadas de efectos imprevisibles. Muchos de sus miembros tomaron después en serio su misión, y deseosos de reconocimiento internacional, denunciaron no solamente los crímenes del adversario, sino también esos emanados de los grupos armados de su esfera de influencia.

Estos cuestionamientos condujeron a reevaluar el rol de los actores armados tanto como las modalidades de la acción política. Antaño percibidos como héroes civilizadores, esos actores llegaron a ser modelo de la encarnación del caos, no solamente para sus adversarios sino también en su propio bando. La garantía moral de las diferentes fracciones de la Iglesia les faltó en adelante. Las categorías del orden y de la violencia, antes valorizadas como los esquemas políticos más propicios para la instauración de un orden legítimo, fueron tenidas bajo sospecha. De esta forma se asistió a una valorización de los esquemas políticos democráticos. La organización de elecciones libres para designar los gobernantes apareció todo a la vez, como la consecuencia natural de tales cuestionamientos y la única solución posible.

Esas elecciones fueron efectivamente puestas en escena al final de un arreglo durante la cumbre entre los sandinistas y los jefes de filas de la oposición, reagrupados al seno de la Unión Nacional Opositora; arreglo que tuvo el aval del cardenal así como el de los jesuitas. Sin embargo, a diferencia de los pactos anteriores entre conservadores y liberales a todo lo largo de los años de la dinastía Somoza, o de aquellos entre los sandinistas y los opositores a Anastasio Somoza Debayle entre 1979 y 1982; las elecciones generales de febrero de 1990, contrario a esas de 1984, se organizaron no para invitar a los nicaragüenses a apoyar una fórmula de gobierno imaginada por los diferentes componentes de la élite de la sociedad, sino en esta ocasión, el senior pars les convocó para hacer uso libremente de su parcela de soberanía. Este uso de la soberanía popular fue además ampliado. Los alcaldes y los consejeros municipales serían en adelante elegidos por el sufragio universal, mientras que Somoza García los nombraba. Las diferentes fuerzas presentes reconocieron que la sensatez, el espíritu de moderación, dicho de otra forma, "la civilización", consistían de ahora en adelante en respetar la voluntad del pueblo. Mejor, toda veleidad de no respetar la libertad del sufragio y sus incertidumbres fue considerada en adelante como signo de caos. El estilo mismo de la campaña electoral portó la marca de este nuevo espíritu de los tiempos. A diferencia de las elecciones de 1984, Daniel Ortega buscó como deshacerse de su imagen de guerrillero. Y, aquí también, contrariamente a eso que se había podido ver en 1984, sus cercanos renunciaron a la intimidación de los electores. La candidata de la uno, Violeta Barrios de Chamorro, usó una retórica absolutamente nueva: prometió poner fin a la guerra y al servicio militar, aseguró que la libertad de voto no sería obstaculizada durante esas elecciones, e invitó también a la "familia nicaragüense" a la reconciliación. Es decir que esas primeras elecciones democráticas de la historia nicaragüense, fueron el momento de la institución de prácticas que son el fundamento mismo de la democracia representativa: elecciones libres y repetidas donde los vencedores no pueden en adelante reducir al silencio a sus competidores desfavorecidos por la fortuna. El país en efecto, conoció desde entonces no menos de tres procesos electorales (1990, 1996 y 2002);27 procesos todos a la vez apasionadamente disputados y donde las fuerzas concurrentes aceptaron la sanción de las urnas. Puede ser que los sandinistas tuvieran la tentación de un golpe de fuerza el día siguiente de la toma de poder de Violeta Barrios de Chamorro en 1990, como lo prueban las manifestaciones violentas de mayo y junio de ese año, organizadas por los sindicatos sandinistas. Igualmente, los enfrentamientos entre militares sandinistas y contras, los asesinatos que han resultado al inicio de su mandato, después los levantamientos de ex militares sandinistas y ex contras, dejaron presagiar un rebrote de la guerra civil. Eso no impidió sin embargo el truncamiento de los deseos de venganza de ciertos sectores sandinistas o contras, gracias a la habilidad de la presidenta y de sus consejeros. La perspectiva de un reavivamiento del conflicto fue entonces figura del espectro de un retorno a la barbarie.

Ese nuevo estado de espíritu imprimió también su marca en las instituciones, y el vínculo que Somoza y después los sandinistas habían forjado entre poder político y fuerza militar se deshizo. Todo el juego político de los Somoza había consistido en apoyarse sobre la Guardia Nacional para dominar el juego político; el llamado a la separación de poderes civiles y militares fue además el alfa y omega de las críticas formuladas contra los Somoza. Por su parte, los sandinistas tuvieron una estrategia absolutamente semejante cuando el hermano mayor del más influyente de los miembros de la Junta de Gobierno, Humberto Ortega, fue puesto a la cabeza de las nuevas fuerzas armadas. Doña Violeta fue la presidente de la República capaz de deshacer esos enlaces. Comenzó por hacer prestar al comandante en jefe de las fuerzas armadas juramento de obediencia a las autoridades civiles elegidas. Fortalecida por ese primer reajuste, impuso poco después en el parlamento una discusión sobre un nuevo código para la institución militar. Destituyó después a Humberto Ortega y nombró a otro comandante en jefe de las fuerzas armadas. Finalmente, rebautizó al Ejército Popular Sandinista, que tomó en adelante el nombre de Ejército de Nicaragua (Bataillon, 1991, 1998). Y al final de su mandato, tanto las fuerzas armadas como los fenómenos de violencia organizada han desaparecido de la escena política.

Existe un último signo de ese nuevo espíritu de los tiempos, todavía tímido pero revelador de esa alteración en las costumbres políticas. La "piñata" sandinista fue noticia por una parte, a todo lo largo del mandato de Violeta Barrios de Chamorro, después durante el de su sucesor, Arnoldo Alemán; y condujo por otra parte, a una escisión en el seno del FSLN y a la constitución del Movimiento de Renovación Sandinista, que reagrupó a algunos de los cuadros ajenos a esas prácticas, como Sergio Ramírez y Henry Ruíz. Dicho esto, nada fue legalmente emprendido contra esas prevaricaciones que tuvieron también sus contrapartidas en los contras y en algunos miembros de la uno. Hubo también privatizaciones, como esas de las empresas azucareras, que favorecieron unas cuantas grandes familias conservadoras. Pero un nuevo paso fue avanzado para el final del mandato de Arnoldo Alemán. Éste fue inculpado por hechos de corrupción, así como muchos de sus cercanos. Convertido actualmente en uno de los dos hombres fuertes del Parlamento con Daniel Ortega, ese presidente saliente fue encarcelado múltiples veces por esos hechos, y la instrucción está todavía en curso.

El análisis de las guerras internas en América Central durante la segunda mitad del siglo XX por largo tiempo opuso la praxis de los grupos de guerrillas a la de las fuerzas armadas regulares. La una nacería de la negativa de los grupos dominantes de acceder a las demandas de sectores subalternos; la otra apuntaría stricto sensu a la conservación del orden establecido. La una y la otra serían desde entonces perfectamente antagónicas. El estudio de las guerras civiles nicaragüenses invita a otras aproximaciones. Desde el inicio del siglo XX, más allá de las referencias constitucionales al modelo democrático liberal, las referencias al orden y a la violencia están en el corazón de la experiencia política. Desde este punto de vista, las dos guerras nicaragüenses de los años 1970-1980 reproducen esquemas situados al inicio del siglo, aunque tomaran lugar también en eso llamado la "nueva guerra fría". Según estos códigos implícitos, las demostraciones de fuerza y el empleo de la violencia más brutal en contra de adversarios no desnuda en absoluto algo extraordinario. Fueron bien por el contrario, por una parte modos legítimos de la acción política y condición previa para acuerdos entre facciones rivales, tanto como la posibilidad para los recién llegados de imponerse sobre la escena política, y de esta manera, hacer fortuna.

Al considerar el fin de la guerra entre los sandinistas y los contras y el curso de los acontecimientos desde el mandato de Violeta Barrios de Chamorro, esas prácticas que han configurado al siglo XX parecen haber encontrado su fin. Para retomar la fórmula de Charles Tilly es todo un "repertorio de la acción colectiva" que parece devenir obsoleto (1986: 527-560).28 La violencia y las prebendas que estuvieron en el corazón de la experiencia política, y por tanto valorizadas, llegaron a ser hoy día ilegítimas. Los códigos políticos en vigor son en adelante los de la democracia representativa incluso a pesar de su fragilidad. La barbarie y el caos ya no están del lado de las clases subalternas abandonadas a su suerte, sino del lado de los políticos ávidos tanto de poder como de riquezas y poco preocupados por las libertades fundamentales.

 

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Notas

1 Traducido del francés por Cecilia Medal. Agradecemos a la Embajada de Francia en Nicaragua por haber financiado la traducción del artículo entre 2010 y 2011.

2 Agradezco a Jorge Alaníz Pinell, Antonio Annino y Jean Meyer, cuyas sugerencias me han permitido mejorar las primeras versiones de este texto, que es fruto de una investigación llevada a cabo en el CIDE (México).

3 Para una mayor puntualización sobre estas rivalidades para el control de la costa atlántica nicaragüense consultar (Dozier, 1985).

4 El libro publicado por Anastasio Somoza García en 1936, contiene documentos verdaderamente excepcionales.

5 Consultaremos sobre este punto informes de Amnistía Internacional de los años 1970 y 1980, de la Comisión permanente de los derechos humanos (cpdh), de la Asociación nicaragüense pro derechos humanos (ANPDH) y Americas Watch.

6 «Cortar chalecos, sombreros bombín y bloomers» es una metáfora de dudoso gusto para referirse al acto de cercenar brazos, abrir la cavidad craneana y cortar las piernas, expresiones ellas mismas no exentas de una cierta inflamación retórica macabra.

7 Consultar el relato de los acontecimientos hecho por un miembro del comando sandinista.

8 Encontraremos una buena evocación de estas escenas en la novela de Sergio Ramírez.

9 Entrevistas realizadas por el autor en las mismas zonas en 1992 confirman ampliamente sus afirmaciones.

10 Los archivos de la ANPDH contienen numerosas informaciones sobre el tema.

11 Se encontrará en los archivos de la ANPDH numerosos testimonios en el mismo sentido.

12 Al momento de la toma de Rivas, uno de los segundos de Edén Pastora, Comanche, formó una corte marcial que condenó a ser pasados por las armas a muchos jóvenes, sumados al último momento a las fuerzas de la guerrilla, acusados de violación y pillaje. Entrevista al Comanche, San José (Costa Rica), mayo 1985.

13 Una vez más estas prácticas sólo son inteligibles analizadas como parte de un continuo con hechos anteriores.

14 Se encuentra en la prensa nicaragüense de la época numerosos retratos de Charrasca.

15 Tal fue el nombre por el cual se autodesignaron la mayoría de veces los contras del Frente Norte.

16 La tesis de Ronan Jaheny describe de forma detallada y convincente estos fenómenos en León. Los mismos no fueron menos presentes en el Frente Sur dirigido por Edén Pastora. El testimonio de Alejandro Martínez sobre el funcionamiento del Frente Sur publicado por Timothy C. Brown está también lleno de informaciones sobre esta obsesión del complot alimentada en algunos casos de una tentativa de asesinato muy real.

17 Ver las memorias del General Emiliano Chamorro, publicadas en 1969 en la Revista del pensamiento conservador (Managua, en varias entregas).

18 Las informaciones recogidas por Ronan Jahény en los archivos militares sandinistas y presentadas en su tesis presentan un cuadro totalmente elocuente de este fenómeno en León y en los alrededores de esta ciudad.

* Sorpresas que se disputan los niños durante las fiestas de cumpleaños.

19 Tom Wetzel fue el primero en describir la aparición de esta nueva clase. Rose Spalding habla de "burguesía roja".

20 Se encuentra excelentes análisis de estos fenómenos de surgimiento de recompas y revueltos en los números de 1991 y de 1992 de la revista Envío, publicada en Managua.

21 El libro de Manuel Girón ofrece descripciones totalmente reales de esos fenómenos de concusiones en el seno de la Contra. Es confirmado por las investigaciones aparecidas en la prensa norteamericana de la época cuando el escándalo de Irangate estalló, en 1987, notablemente en el New Republic (Washington).

22 El núm.176, julio-septiembre 1982, de la Revista del pensamiento centroamericano ofrece un panorama hagiográfico de este milagro como de su utilización por la Iglesia.

23 Sandino fue también célebre como una suerte de Cristo para dos poetas, Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal, cuyos versos son conocidos por buen número de nicaragüenses. Las canciones de protesta de los hermanos Mejía Godoy, evocando a Sandino y los combatientes sandinistas, participan ampliamente de esta puesta en escena cristiana. Sobre la imbricación de lo político y lo religioso.

24 Constituido en 1983 por Colombia, México, Panamá y Venezuela.

25 La lectura de los artículos aparecidos en la prensa internacional revela con raras excepciones (Charles Vaneckhe, en Le Monde, 5 de enero del 1983; Shirley Christian, en reportajes aparecidos en The Miami Herald durante los años de 1980), a la vez un desconocimiento de la situación, así como prejuicios favorables a los sandinistas. Fue necesario esperar hasta los años de 1986 y 1987 cuando la percepción de la prensa cambió, notablemente a continuación de la publicación en el New York Review of Books y en el Village Voice (New York) de artículos a la vez críticos e informados sobre el sandinismo. Finalmente la prensa de derecha se desacreditó de forma duradera gracias al "falso" de Le Figaro sobre los miskitus en 1982, y no fue capaz jamás de ir a investigar seriamente a Nicaragua o en los campos de refugiados.

26 Declaraciones de Uriel Vanegas (el Rubio), comandante miskitu, y negociador del primer cese al fuego duradero entre los miskitus y el EPS, la paz de Yulu, en 1985, y del presidente de la UNAG.

27 Las elecciones presidencial y legislativa tuvieron lugar en noviembre del 2006.

28 Charles Tilly, La France conteste, de 1600 à nos jours, Paris, Fayard, 1986, pp. 527-560.

 

Información sobre el autor

Gilles Bataillon es director de investigación en el EHESS y profesor afiliado a la División de Historia del CIDE (México), es sociólogo especialista de las formas políticas en América Latina (Siglos XIX-XX). Codirector de la revista Problemas de América Latina. Ha publicado varios libros sobre América Central: Génesis de las guerras intestinas en América Central (1960-1983), México, Fondo de Cultura Económica, 2008; Enquête sur une guérilla : Nicaragua (1982-2007), Paris, Le Félin, 2009; y varios otros en colaboración con Hamit Bozarslan y Christian Jaffrelot, Passion révolutionnaires. Amérique latine, Moyen-Orient, Inde, Editions de l'ehess, Paris, 2011; con Marco Estrada Saavedra, Cruzadas seculares. Religión y luchas (anti)revolucionarias, El Colegio de México, 2012. Por último, es coautor con Clara Ott de un documental sobre la revolución sandinista, Nicaragua, Une révolution confisquée (86'), Calisto-Productions, 2013, transmitida por Arte el 29 de octubre de 2014.

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