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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.42 no.167 Zamora sep. 2021  Epub 02-Dic-2022

https://doi.org/10.24901/rehs.v42i167.834 

Ensayos teóricos y de revisión

Gobierno autónomo y policías comunitarias

Autonomous government and communal police

José Eduardo Zárate Hernández1 
http://orcid.org/0000-0002-0131-3784

1El Colegio de Michoacán zarate@colmich.edu.mx


Resumen

En este ensayo se revisa la relación histórica entre gobiernos locales y guardias armadas. Se muestra que en diferentes épocas han existido grupos armados en las comunidades michoacanas en un claro ejemplo del ejercicio de su autonomía y cómo los procesos contemporáneos de formación de grupos armados denominados localmente guardias, rondas o policías comunitarias tienen una historia que se remonta, al menos, a los inicios del siglo XX. Además de realizar acciones defensivas, en diferentes momentos las guardias, rondas o policías comunitarias han sido utilizadas con fines políticos, no solo para atacar a opositores sino a comunidades vecinas, ante lo cual el Estado ha mantenido una actitud ambigua. Finalmente, ante el avance de la agroindustria depredadora y del crimen organizado, señalamos los retos que enfrenta el ejercicio de la violencia legítima en las autonomías contemporáneas.

Palabras clave: Estado; guardias armados; indígenas; asamblea; guerrilla

Abstract

This essay reviews the historical relationship between local governments and groups of armed guards. Shows that these groups have existed in communities in Michoacán in various periods as clear manifestations of the exercise of their autonomy while also demonstrating that contemporary processes of the formation of armed guards, sentinels, or community police have a long history, almost since the beginnings of the twentieth century. In addition to performing defensive actions, these armed groups or community police have been utilized at various times for purely political purposes, such as attacking political opponents or neighboring communities; at the same time, the State maintains an ambiguous attitude toward their activities. The essay ends with a discussion of the challenges that the exercise of contemporary autonomies confronts in the face of advancing predatory agribusiness and organized crime.

Keywords: State; armed groups; indigenous peoples; assembly; guerrilla

Antecedentes

La gran mayoría de los trabajos que tratan el movimiento de las policías o rondas comunitarias de Michoacán lo describen como resultado del hartazgo de la población por los continuos abusos de los grupos criminales y de una crisis de confianza en las instituciones nacionales (Fuentes, 2014; Nava, 2019; Álvarez et al., 2019), algunos también lo explican como una acción organizada de las comunidades indígenas en respuesta a la agresión estructural del capitalismo neoliberal encarnada en los delincuentes, los empresarios y el gobierno (Alonso, 2018; Cendejas, Arroyo y Sánchez, 2015). Se ha descrito también como un movimiento social anti sistémico auténtico que cuestiona las instituciones del capitalismo (como los partidos políticos), las estructuras prevalecientes (el gobierno en sus distintos niveles y la democracia liberal) y que busca transformarlas, al menos en el nivel local. También se ha visto como una forma de organización que recupera las tradiciones y costumbres con que “desde tiempos inmemoriales” -al menos desde la colonia- los indígenas se han gobernado. De la misma manera, se han destacado las diferencias entre guardias comunitarias y autodefensas (Fuentes, 2014). Aunque, para unos pocos, este movimiento es una etapa más del conflicto endémico que se vive al interior de las comunidades, en especial en Cherán (Gasparello, 2019; Román, 2014).

Prácticamente todos los estudios narran una y otra vez la secuencia de acciones que condujeron a la comunidad de Cherán y algunas otras, a tomar la decisión de armarse para defenderse de los grupos criminales que actuaban en colusión o en clara connivencia con las autoridades de distintos niveles de gobierno. Lo cierto es que, para finales de la primera década del nuevo siglo, la acción del Estado en materia de seguridad era insuficiente, por lo que fue necesario que la misma población local tomara el control de la seguridad. Esto implicaba su reorganización misma en términos de mando y autoridad, es decir, del gobierno comunal autónomo; no la creación de autodefensas sino de instancias necesarias, como los consejos comunales, para supervisar la operación de estos cuerpos policiales. Más allá de las acciones defensivas y ante la necesidad de controlar la propia seguridad, podemos decir que se convirtió en una etapa más en la lucha por la autonomía de las comunidades michoacanas.1

En este ensayo nos proponemos revisar, a grandes rasgos, el tema del gobierno indígena en Michoacán y su devenir en el último siglo. Planteamos que la lucha por la autodeterminación o autonomía en realidad se ha venido gestando desde hace décadas y, de lograrse el reconocimiento formal de la autonomía comunitaria, la presencia de policía comunitaria armada con mayores facultades a las que actualmente posee será un componente esencial del gobierno local. En este proceso, la idea de la defensa armada ha reaparecido en distintos momentos históricos. No es casual que algunas comunidades que impulsan estas opciones (como Ostula, Nurío, Santa Fe de la Laguna o Pichátaro) tengan una historia de luchas y reivindicaciones particulares desde finales de los años setenta (fueron de las primeras que presentaron claros cuestionamientos a las políticas públicas neoliberales y a la democracia partidista) y cuenten con proyectos autónomos más consistentes.

Cherán, que ahora es considerado el paradigma del movimiento indígena, es un caso excepcional porque es la cabecera del municipio que lleva su nombre, y la mayoría de las comunidades de la región purhépecha se encuentran integradas a municipios con cabeceras identificadas, hasta hace pocos años, como mestizas -o al menos bastante amestizadas- o que no se consideraban completamente indígenas, tales como Paracho, Uruapan, Los Reyes, Tingambato o Chilchota, por no hablar de las cuatro cabeceras de la cuenca del lago de Pátzcuaro. Son estos pueblos-cabeceras los que mantuvieron el control de las policías municipales. Esto significaba que, eventualmente, enviaban una patrulla o “rondín” a recorrer las comunidades o tenencias, que solo en algunos casos contaban con rondas comunitarias desarmadas que se encargaban de mantener el orden, para intervenir en los pleitos entre vecinos y familias o entre adultos alcoholizados. En la actualidad, dada la magnitud y capacidad de fuego de las bandas criminales, la presencia de las policías municipales es completamente insuficiente, lo que en gran medida justifica que las rondas se transformen en policías comunitarias.

La presencia de las policías comunitarias en las localidades, sin duda representa un paso definitivo en el proceso de reconocimiento -no solo jurídico, sino social- de los derechos de las comunidades indígenas y su lucha por la soberanía comunal. Son un componente esencial -quizá el fundamental- en la conformación de un gobierno autónomo. No tendría caso hablar de autonomía si no se cuenta con una policía o con un cuerpo de seguridad propio controlado por la misma comunidad.2 Vale la pena reflexionar sobre el significado de las rondas o guardias armadas en el proceso de construcción de la autonomía comunal o de los pueblos indígenas y su pleno desarrollo como sujetos colectivos con derecho a un gobierno propio según sus normas (o “usos y costumbres”). En este trabajo partimos de la idea de que dicho gobierno indígena es un proceso en construcción continuo, en el que el conflicto siempre está presente. El mantener controlado el conflicto es una de las razones de ser de los regímenes contemporáneos y de las guardias comunitarias; por lo mismo debemos cuestionar las explicaciones sustancialistas que vinculan a estos gobiernos actuales con un pasado prehispánico y con instituciones inmutables.

Por otra parte, el proceso autonómico no está desligado de la formación del Estado nacional. Desde el siglo XIX, precisamente cuando se inicia la construcción de la nación frente a un nuevo régimen que proponía, entre otras cosas, la disolución de los bienes comunales, las comunidades indígenas lucharon por la defensa y por su soberanía, participando en los procesos de construcción nacional y negociando cierto reconocimiento a gobernarse o a mantener su propio gobierno (Mallón, 1995; Van Young, 2013; Gledhill, 2004; Zárate, 2011). Aunque existe una gran continuidad en este tema, no se trata de una historia lineal, sino una de resistencia y negociación, de integración y cierre social, de campesinización y descampesinización, y ahora podríamos agregar de cuidado y depredación de los recursos naturales. En la discusión sobre la autonomía y los procesos políticos contemporáneos, incluyendo la formación de rondas y policías comunitarias, debemos tomar a la comunidad misma como un actor social; como sujeto colectivo, con voluntad y capacidad para definir su propio destino. Lo que no significa que al interior de esta colectividad no existían proyectos enfrentados.

No es casual que esta lucha por la recuperación y protección de los bienes comunales, y el reconocimiento de las autoridades, vaya de la mano del avance en la diferenciación interna de las comunidades. Lo que se manifiesta en el surgimiento de múltiples conflictos entre grupos o facciones, que enarbolan distintos proyectos de comunidad y que aparecieron a lo largo del siglo XX.

Desde que se empezó a discutir el tema del reconocimiento de los pueblos indígenas en el espacio público, diversos autores, en especial Aguirre Beltrán (1983), destacaron que la identidad étnica generalmente no sobrepasaba el nivel de comunidad, que el sentimiento de pertenecer a ella era más fuerte que el de pertenecer a una etnia y esto se manifestaba claramente en el hecho de que las comunidades estaban confrontadas o mantenían conflictos unas con otras. En la década de los noventa, y a raíz de las reformas constitucionales en que el término multiculturalismo ingresa al léxico jurídico de nuestro país, se vuelve a plantear la posibilidad de crear regiones pluriétnicas autónomas. Se hablaba de un cuarto nivel de gobierno (Ruiz, 1999) o en su defecto de la posibilidad de remunicipalización. Sin embargo, lo cierto es que los movimientos reivindicativos más fuertes que han aparecido en los últimos años han sido siempre de carácter comunal.

Así como la nación siempre es una propuesta o proyecto en construcción, al igual que la democracia, la comunidad también lo es. El hecho de que, al interior de una determinada colectividad, sea indígena o de otro tipo, existan varios grupos enfrentados con proyectos distintos, no significa que no exista esa comunidad o que esté a punto de romperse de manera definitiva, puesto que no estamos hablando de grupos cerrados, sino de unidades abiertas dinámicas y diversas o, incluso, plurales.

La organización del gobierno tradicional de las comunidades indígenas y su pervivencia y reconocimiento en estos últimos años, así como su imbricación con las formas seculares de gobierno que fueron impuestas desde finales del siglo XVIII -y sobre todo en el XIX- nos muestran la importancia que para las personas que viven en comunidad, tiene mantener una organización y un control del gobierno propios o de manera autónoma y, en ocasiones, enfrentado al Estado y sus instituciones.

Los retos de los gobiernos indígenas en la era moderna han sido el mantenimiento de su soberanía territorial, la defensa de sus recursos, a la vez que conservar la cohesión interna o evitar las rupturas y confrontaciones al interior de la comunidad. Es decir, resolver los conflictos internos que abren la posibilidad a la intervención de agentes externos a las comunidades. Aunque irremediablemente en la búsqueda de la soberanía, la disputa siempre estará presente.

Las guardias rurales

Podríamos considerar el movimiento de las guardias rurales -originalmente campesinas- que aparecen en la primera mitad del siglo XX como un parteaguas; como la conclusión de un ciclo que se inicia a mediados del siglo XIX con las reformas liberales y las acciones de defensa de las tierras comunales por parte de los pueblos indígenas, y el inicio de uno nuevo que estará marcado por la clara imbricación, si no es que confusión, entre las estructuras de gobierno -agrarias y civiles- impuestas por el nuevo Estado mexicano y las propiamente indígenas. Hay una confusión, incluso en la nomenclatura, ya que en la mayoría de los casos pasará de nombrarse “comunidad indígena” a denominarse “comunidad agraria” y en lo referente a las autoridades, por ejemplo, el representante de la comunidad se vuelve el equivalente al presidente del comisariado de Bienes Comunales, que actuará con una normatividad similar a la de los ejidos. Se trata de la primera experiencia de la defensa armada de las tierras comunales en Michoacán, ya que, aunque en la centuria decimonónica hubo algunas manifestaciones violentas (Cortés, 1999), la defensa había sido por medios legales. Como es bien conocido, fue el mismo gobierno el que dio las armas para que los comuneros y ejidatarios se defendieran de los propietarios particulares y de las guardias blancas de los hacendados, o, en algunos casos, también de los grupos vinculados a la Iglesia que se oponían al reparto de tierras.3.

Después de las Leyes de Reforma que permitieron la privatización de las tierras comunales a pesar de las múltiples acciones de resistencia que se dieron, aparecieron los primeros síntomas de diferenciación al interior de las comunidades -en la mayoría de manera incipiente- producto de su articulación al mercado capitalista. Desde finales del siglo XIX, la presencia de haciendas, ranchos y propietarios particulares introdujo nuevas formas de desigualdad al interior de las comunidades, con el nuevo régimen aparecieron los demandantes de reparto o restitución de tierras, que en algunos casos eran o representaban a un sector de la población local. Ambos agrupamientos emergentes se mostraron de manera definitiva cuando tuvo lugar la intervención del Estado y, aprovechando las diferencias internas, decide implantar su proyecto y empoderar a los solicitantes de tierras, los agraristas, frente a los guardias de hacendados, rancheros y pequeños propietarios o simples defensores de las tierras de la Iglesia, que eran también de la comunidad. Se puede decir que uno de los efectos más importantes de las reformas decimonónicas fue promover la diferenciación interna en las comunidades, lo que tuvo su punto de quiebre o de inflexión en las primeras décadas del siglo XX, con el enfrentamiento entre ejidatarios y los guardias de los hacendados, luego, entre agraristas y sinarquistas.

Sin duda el renovado impulso al comunalismo fue el que ofreció el agrarismo de parte del Estado, mismo que posteriormente lo integró a su estructura corporativa en un primer momento y permitió el desarrollo de algunos proyectos autonómicos, como el de Naranja, encabezado por Primo Tapia, o Zurumútaro, por Pedro Talavera.4 Finalmente, después del asesinato de Primo Tapia por el mismo Estado y la cooptación de la mayoría de los líderes agraristas, se instalaron los cacicazgos o los gobiernos de los hombres fuertes, quienes mediante las estructuras corporativas del partido oficial, controlarían los gobiernos locales hasta prácticamente finales de los años sesenta del siglo XX.5

No resulta ocioso revisar este periodo, dado que las disputas que se originaron a principios del siglo XX en algunas comunidades se mantienen vigentes y quedaron inscritas en las familias, que se siguen identificando como los antiguos agraristas o sinarquistas, algunas apegadas a la iglesia otras no tanto. En lugares como Puácuaro y Zurumútaro, después del conflicto agrario, aparecieron varias denominaciones religiosas antagónicas a los católicos. En la Ciénega de Zacapu ocurrió un fuerte enfrentamiento en febrero de 1924 entre agraristas y cristeros, que todavía se recuerda, del que salieron vencidos los últimos. Estos enfrentamientos provocaron el éxodo de algunas familias de cristeros, se dice que cerca de treinta, quienes fundaron la colonia Félix Ireta en el municipio vecino de Coeneo y no se identificaron más como indígenas, pasaron a ser simplemente rancheros. “Ambos sucesos: dotación y enfrentamiento marcan el quiebre del arreglo social y político existente en la localidad. A partir de esa coyuntura se desplazó de los dominios políticos y económicos a pequeños propietarios de tierras y negocios en la localidad, para dar lugar al acenso de los ejidatarios y sus líderes agrarios”, nos dice J. Solís (2012, pp. 105-106).6

En el caso del agrarismo parece haber un patrón de intervención y conflicto más o menos claro: en aquellas localidades en donde se instalaron haciendas o ranchos importantes, los agraristas tuvieron una mayor presencia en términos de apoyo de una buena parte de la comunidad y también del mismo gobierno. Tal fue el caso de algunas comunidades de la zona lacustre de Pátzcuaro, como Zurumútaro, con la hacienda de Chapultepec (Zárate, 1992); Puácuaro y la hacienda de Napízaro (Hernández, 2004), o Santa Clara del Cobre y la hacienda de Casas Grandes (Pureco, 2007), por no hablar de comunidades de la Ciénega de Chapala o de Zacapu, donde el agrarismo fue tanto o más intenso que en la Tierra Caliente. Por el contrario, en la mayor parte de las comunidades serranas donde no existieron haciendas ni grandes ranchos, el agrarismo fue rechazado en su mayor parte.7

No obstante, aún en la zona serrana, los agraristas finalmente integrados a la estructura corporativa del partido oficial fueron impuestos como autoridades que defendían al Estado mexicano con las armas. En la mayoría de los casos se trató de militares apoyados por el gobierno, pues veían en la organización tradicional “fanatismo religioso” y ausencia de conciencia nacional o desinterés por las causas nacionales y gasto innecesario en fiestas y borracheras. Fue sin duda la primera vez que grupos locales fueron armados con fines de contención de la oposición y los identificaron como “enemigos del gobierno”, que para los agraristas eran también los enemigos de las comunidades y de los auténticos campesinos. Lo anterior nunca había sucedido en las comunidades de la región, por lo que abrió posibilidad de la legítima defensa de los intereses locales mediante el uso de la fuerza, delegada por el Estado mexicano.

Sin duda, el asesinato de Primo Tapia por parte del Estado canceló cualquier posibilidad para estos grupos de actuar por fuera o contra las instituciones de éste, en particular del partido oficial. Los jefes políticos que vendrían en las décadas siguientes, época de crecimiento y estabilidad económica, estarían amplia y francamente subordinados al partido hegemónico. Todos ellos se decían amigos del general Cárdenas, como Severo Espinoza de Tiríndaro, Ezequiel Cruz de Naranja, o Pedro Talavera de Zurumútaro, a quien el general Cárdenas le regaló el quiosco porfirista de la plaza grande de Pátzcuaro cuando fue sustituido por el monumento a Vasco de Quiroga para adornar la plaza de Zurumútaro.

Hasta finales de los años sesenta fueron los agraristas o el sector agrario, es decir, las organizaciones corporativas, quienes tuvieron el control en las comunidades, ahora agrarias y ejidos.8 En la mayoría de los casos, formalmente el gobierno local se encontraba subordinado al gobierno civil. La asamblea era la asamblea de comuneros con derechos, el presidente del comisariado de Bienes Comunales era el “representante de la comunidad” y el jefe de tenencia o autoridad civil era nombrado por la presidencia municipal. Aunque inmediatamente después de concluido el conflicto entre agraristas y sinarquistas, en la mayoría de las comunidades se inició, con muchas dificultades -como lo narra Carrasco (1976)- la reconstitución del sistema de cargos religiosos y prestigio social.

Mucho se ha hablado y escrito de la relación entre cardenismo y caciquismo en el área purhépecha, así como de agraristas y ejército mexicano en los conflictos faccionales internos. Por ejemplo, Cherán, como caso atípico, en la época del reparto agrario cardenista se caracterizó por ser fuertemente antiagrarista e incluso se llegó a masacrar a los simpatizantes agraristas por estar contra la Iglesia.9 Aunque el agrarismo en Cherán duró cerca de diez años, la población se mantuvo firmemente católica (Calderón, 2004; Román, 2014, p. 207 y ss),10 así aparece en gran parte de los documentos y denuncias de los años cuarenta y cincuenta. Por lo general se trató de facciones, es decir, de grupos que enarbolaban diferentes proyectos de comunidad y por consiguiente de integración y/o articulación a la nación.11

A partir de esta competencia, independientemente de ganadores y perdedores, se desencadenarían procesos sociales de muy distinto signo y con resultados y combinaciones muy diversas. De entrada, hay que decir que la religiosidad popular no desapareció. Las prácticas religiosas, así como la conservación y cuidado del patrimonio cultural -trátese de imágenes, edificios, festividades- tuvieron un peso fundamental en el mantenimiento de la cohesión o del tejido social en las comunidades, aún de aquellas que en su momento abrazaron la causa laica del Estado mexicano. Estas prácticas ordenaron la distribución del prestigio social (mediante la rotación de los cargos entre barrios, familias y sujetos particulares), también funcionaron como mecanismo de reciprocidad, cooperación y solidaridad que permitieron la reproducción de la comunidad.

Después de los álgidos años del agrarismo radical, y como efecto del incipiente proceso de institucionalización que se llevaba a cabo a nivel nacional, con la creación de Partido Nacional Revolucionario (PNR) y de otras instituciones nacionales creadas por L. Cárdenas, el agrarismo radical se debilitó y el Estado, mediante sus organismos corporativos, mantuvo su hegemonía. La iglesia y sus grupos, asentados en lo que quedaba de la estructura de cargos y prestigio, comenzaron lentamente a ganar terreno con el restablecimiento de los lazos y redes de solidaridad local que permitieron la reconstrucción del tejido social. Como sucedió en Tiríndaro, y en muchas localidades, las primeras organizaciones civiles opuestas al poder autoritario de los agraristas armados fueron resultado de la acción social de la iglesia o de grupos vinculados a ésta (Solís, 2012). Se restablecieron antiguas festividades y definieron otras, así como nuevos cargos religiosos. En esta época se instauró el culto a los cristos de San Juan Nuevo, Tingambato y Santa Fe de la Laguna (Carrasco, 1976) porque tanto el prestigio como los diferentes cargos religiosos volvieron a ser importantes para ocupar puestos civiles. Pero, en muchas comunidades, esto provocó otro tipo de problemas, como la venta de tierras para financiar las fiestas y otros ritos eclesiásticos.

Comenzó un nuevo momento en el proceso de apertura de las comunidades a la sociedad nacional, de integración al capitalismo y diversificación, mediante la profesionalización, la modernización de la agricultura -incluyendo la revolución verde-, el comercio, la migración o movilidad de personas a diversos sitios de la República y el extranjero. Se relajaron las fuertes pugnas, pero las divisiones quedaron vigentes, reapareciendo cada tanto en la disputa por los cargos públicos. Durante varias décadas, hasta finales de los años setenta, estos conflictos entre facciones generalmente ocurrieron al interior del partido oficial. A partir de la reforma política de finales de los años setenta, la llamada reforma de Reyes Heroles, dichos conflictos se vincularon a las disputas partidistas, en ocasiones con claros tintes ideológicos, hasta finales de los años ochenta.

Lo que queda, hasta la década de los ochenta, serán las Guardias Rurales o policía rural, es decir, grupos de hombres armados por el ejército y bajo su supervisión, provenientes de una o varias comunidades, encargados de vigilar sobre todo las áreas apartadas para formalmente prevenir la presencia de talamontes o abigeos (roba ganado), aunque también de posibles grupos guerrilleros. El vínculo entre las guardias rurales y las organizaciones corporativas del partido oficial fue muy claro, los caciques u hombres fuertes eran los responsables de articularlos y quienes realmente mandaban. Desde los años cincuenta existieron casos, como el del mismo Cherán, en que los “caciques” tuvieron a su servicio dicho cuerpo armado; también sucedió en los pueblos de la Ciénega de Zacapu, como Tiríndaro con Severo Espinoza (Solís, 2012). Hasta prácticamente los años setenta, periodo en el que estos personajes se convirtieron en la sombra de lo que una vez fueron y fungieron como represores de posibles movimientos sociales y de protesta.

Las guardias rurales eran un cuerpo nacional conformado por gente común proclive al partido oficial y avalado por el ejército y las organizaciones corporativas del partido; ya para los años setenta no eran necesariamente agraristas. No estaban para proteger a una comunidad particular, sino para prevenir delitos en un territorio o la aparición de cualquier grupo delictivo, como los abigeos. Cada año eran acuartelados durante varias semanas para entrenamiento militar. Con respecto al movimiento de los comuneros de finales de los años setenta representó una ruptura fundamental, porque ahora el gobierno local sería el responsable de salvaguardar el territorio comunal y sus recursos. El desarme de las guardias rurales fue en gran medida resultado de las demandas del movimiento de los comuneros y de la intervención del Estado para evitar que éstos se hicieran de las armas.12

La crisis del Estado corporativo y el momento radical de los años ochenta

Como es bien conocido, el crecimiento económico permitió al Estado utilizar gran parte de la renta pública para contener los reclamos de descontento o de cierta autonomía. En la década de los setenta se observa claramente la crisis del nacionalismo revolucionario, del corporativismo y fin del acuerdo social. En las comunidades de la región se vivió el declive de los efectos de la revolución verde, la dependencia de los fertilizantes químicos y las tierras de temporal y pequeñas parcelas, que cada vez producían menos y resultaban insuficientes para mantener a las familias. En varios lugares la crisis de la agricultura tradicional y el abandono de parcelas de temporal provocaron, en cierta medida, el avance de la privatización (después se denominaría invasión) de las tierras de las comunidades por propietarios particulares, generalmente mestizos o agricultores prósperos, que podían invertir en esas parcelas o introducir ganado en tierras comunales abandonadas, prestadas, empeñadas o vendidas por las familias usufructuarias.

A finales de los años setenta apareció en el escenario regional la Unión de Comuneros Emiliano Zapata (UCEZ) como representante del movimiento campesino independiente, que en Michoacán fue fundamentalmente de los comuneros. Curiosamente este movimiento de reivindicación etnocampesino surge cuando gran parte de la población de estas localidades ha dejado de ser campesina. Eso ocurrió en Santa Fe, también en Cherán o Cuanajo (en casi todos los casos los comuneros se ocupaban en la artesanía y la migración), por no hablar de las ciénegas, donde la modernización agrícola había desplazado a grandes contingentes de población desde la década anterior, impulsando la migración nacional e internacional.

En sus inicios era clara su tendencia militarista (o radical) -siguiendo el ejemplo de las guerrillas centro y sudamericanas- y su discurso centrado en confrontar al enemigo de clase, tomar el control del gobierno, movilizar a la población local, hacer la crítica frontal al Estado capitalista y a todos los partidos políticos. Su ideología de izquierda, muy próxima a la de las organizaciones guerrilleras de esa época, aparece de manera clara en los panfletos, revistas, boletines o desplegados que producía la misma UCEZ, principal organización de esa época. A través de ellos se buscó adoctrinar y legitimar las acciones que desarrollaban, como recuperar tierras comunales en manos de particulares o, si era necesario, defenderse por la vía armada de las agresiones de los ricos y sus “gatos”. Varios de sus líderes se formaron en las normales rurales de La Huerta y Tiripetío y militaron o en la guerrilla del Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR).

Por ejemplo, en el Segundo Encuentro Nacional de Organizaciones Campesinas, celebrado en Santa Fe de la Laguna en 1980, convocado por la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), los representantes de las organizaciones que participaron en el evento presentaron ponencias con títulos como: “Caracterización de la revolución”, “Táctica y estrategia”, “Qué es la huelga”, “Cómo debe ser y saber un revolucionario”, “Las formas de lucha”, “Acerca del campo”, “Qué es una contradicción”, “Del socialismo utópico al socialismo científico”, entre otras, además de varias cartas de denuncia de cooperativistas y pueblos en lucha de Veracruz y Morelos. El archivo de la UCEZ, ahora en resguardo de El Colegio de Michoacán, guarda la memoria de las ponencias presentadas en dicho encuentro. En ellas se constata el discurso y el ánimo revolucionario y de lucha socialista en que se enmarcó el evento. Un tanto parecido a los otros encuentros campesinos que se realizaron por esa época.

Su momento más álgido se observa desde finales de los setenta hasta mediados de los ochenta del siglo XX y estuvo marcado por la confrontación contra los que consideraban sus enemigos de clase: los propietarios particulares, ganaderos, pero también los que llamaban “los gatos de los ricos” o “los que le dan favor al rico”, para referirse a los trabajadores o cuidadores de las tierras y propiedades particulares (Zárate, 1993). No en balde su lema era “hoy luchamos por la tierra y también por el poder”, lo que significaba que, si era necesario “tomar las armas”, como decían sus miembros más radicales, lo harían para “defender sus tierras comunales”. Desde entonces todas las organizaciones indígenas que han aparecido en la región, vinculadas o no a partidos políticos, luchan por el poder local. Hubo enfrentamientos y zafarranchos en Santa Fe de la Laguna, Cuanajo, San Felipe de los Alzati, Ocumicho, San Gabriel, Huerta de Gámbara, entre los más conocidos y mencionados en la prensa. En la mayoría, los comuneros se defendieron de las agresiones de los propietarios particulares, aunque hubo casos en que no quedó claro quién inició la agresión con armas de fuego.

Hay que considerar que, en los años setenta, muchas comunidades tuvieron pleitos entre ellas y se confrontaron por una u otra causa, incluso entre algunas hubo enfrentamientos violentos.13 En esa época ya había grupos armados, las autoridades mismas los formaban con la anuencia de la comunidad, se decía que para defender sus tierras o recuperar las ocupadas. Pero fundamentalmente, para confrontar o enfrentar a otra comunidad vecina. Eran, en efecto, guardias comunales que no tenían reconocimiento legal y las cabeceras municipales (generalmente controladas por mestizos) simplemente los “dejaban ser” o los hostigaban, en tanto miembros del grupo antagónico. Para las autoridades estatales bastaba con que las autoridades locales se cobijaran o adhirieran a alguna organización oficial para gozar de protección y apoyo legal. Generalmente, después de los enfrentamientos aparecía la policía federal, y en ocasiones el ejército, para detener a los posibles culpables y con frecuencia a las autoridades. Algunos de estos enfrentamientos terminaron, o al menos se limitaron, cuando apareció la UCEZ. Entonces las comunidades tuvieron un proyecto en común: defender las tierras comunales frente a los invasores, ahora identificados como enemigos de clase, mestizos y propietarios particulares.14

Precisamente es durante el movimiento de los comuneros de los años ochenta que la asamblea comunal se redefine y se establece como la máxima autoridad, en cierta medida como efecto de esta simbiosis entre instituciones indígenas y nacionales. De tal manera que se le adopta como el órgano de toma de decisiones más importante en lo que se refiere a los asuntos de la tenencia de la tierra. En ella se representaba únicamente a los jefes de familia con derechos agrarios, según marcaba el censo de cada comunidad, censos que para los años setenta ya eran obsoletos y tuvieron que actualizarse paulatinamente. Se instauró el asambleísmo, es decir, la constante convocatoria a asamblea, como otro de los principios del movimiento en dicho periodo. Mientras que durante décadas la asamblea era asimilada a su homónima de la comunidad agraria (lo que indicaba la legislación), el movimiento de los comuneros la redefinió como el máximo órgano de toma de decisiones y la amplió a todos los miembros de la comunidad, incluyendo a mujeres, ancianos y niños, ya que todos eran, por definición, comuneros y por lo tanto miembros de la asamblea comunal. En ese sentido, la convocatoria se extendía al pueblo en general y todos poseían el derecho de tomar cualquier decisión que pudiera afectarles.

Lo anterior, pese a ser algo novedoso, fue rápidamente adoptado porque se instaló en un ámbito en el que el discurso comunalista todavía gozaba de legitimidad. Representaba una renovación del ideal de comunidad sin romper (aunque eso se pretendió en un primer momento) con las estructuras jerárquicas y los sistemas de reciprocidad e intercambio. Además, se estableció que solo podía ser autoridad, u ocupar los principales cargos como representante, aquel que luchara por la defensa de los bienes comunales, es decir, que estuviera al servicio de la comunidad (lo que después se denominaría como “mandar obedeciendo”), que respondiera a las agresiones y tomara decisiones encaminadas a la recuperación de las tierras o del patrimonio de la comunidad. Si bien fueron pocos años, la intensa lucha de este movimiento dejó una importante huella en los gobiernos locales, misma que se mantuvo incluso después de la transición democrática y del pluralismo político.

En este sentido, la ruptura violenta de finales de los setenta representó un momento clave en el surgimiento y aceptación de la idea de autonomía o de control del gobierno local a nivel comunal. En el caso de Cherán, dada su situación de cabecera municipal, resulta un tanto distinto y se entrelaza necesariamente con los partidos políticos, como sucedió también con el movimiento de la comunidad de Tarecuato y la cabecera municipal de Tangamandapio en los años noventa.15

Será en los años noventa, después de las reformas constitucionales, cuando en varias comunidades aparezcan (o según algunos reaparezcan) los consejos comunales. En ellos intervienen, no solo las autoridades sino personas con prestigio en la comunidad, quienes deliberan sobre los problemas locales. Serán una mezcla de lo que anteriormente se conocía como las autoridades tradicionales con nuevos cargos y actores, como los profesionistas, que siempre estarán presentes, ya sea como asesores o como miembros de los consejos.

En 1995 hubo un consejo comunal en San Gerónimo, compuesto por las autoridades y algunos otros personajes con prestigio y conocimiento, como profesionistas, quienes decidían en reunión abierta sobre los asuntos de la comunidad, como las obras públicas o la aceptación o rechazo de cualquier proyecto externo que se quisiera llevar a cabo. Es el más antiguo del que se tiene noticia, quizá porque San Gerónimo cuenta con una gran cantidad de migrantes -de los que ha recibido apoyo para obras públicas-, quienes, junto con los profesionistas, lo implantaron para tener cierto control del gasto de las autoridades. En Tingambato, en 1998, se creó el Consejo para la Conservación de la Cultura y las Tradiciones del Pueblo de Tingambato, conformado también por profesionistas y personas de prestigio, para asegurar que el culto al Niño Dios y otras figuras permaneciera en manos de la comunidad y no de la Iglesia (Zárate, 2018). A finales de los años noventa, también en Nurío se conformó un consejo comunal, liderado por Juan Chávez, que buscaba decidir los proyectos educativos locales (Solís, 2012). De alguna manera, estos ejemplos representan los antecedentes del consejo mayor de Cherán.

En Michoacán, el movimiento democrático de 1988 fue como un huracán que barrió a todos los actores políticos e incluso organizaciones sociales, sobre todo a las pequeñas, de distinto signo político que operaban en el estado; la gran mayoría se sumó al Frente Democrático Nacional (FDN), encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas y después al Partido de la Revolución Democrática (PRD). Aunque muchos de los actores radicales decidieron participar en los programas sociales del nuevo gobierno de Carlos Salinas, como el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL), modificando todas las coordenadas y líneas divisorias que hasta entonces habían permanecido. La mayoría de estos actores, como lo señalaron en su momento, quemaron las naves del radicalismo de izquierda y en general, abandonaron las maneras clandestinas de hacer política porque percibieron la posibilidad de participar en un gran movimiento de masas y de tomar el poder local (de sus ayuntamientos y comunidades) y ejercer un modelo de gobierno alterno, distinto al priista.

Claro que muchos otros lo vieron como una simple forma de acceder a los recursos públicos y a los cargos para enriquecerse y sacar ventaja frente a sus adversarios (Ramírez, 1997). No hay que olvidar que uno de los sectores más combativos y radicales desde principios de los ochenta fue el magisterio indígena. Significó también el declive de la UCEZ, esta organización se dividió entre quienes siguieron firmes en mantenerse independientes del gobierno y los partidos, y aquellos que se involucraron con alguno o aceptaron los recursos de los programas del gobierno. El surgimiento de un fuerte movimiento de oposición, después convertido en partido político, a finales de los años ochenta, creó la idea, o ilusión, de que el partidismo o la actividad política a través de los partidos sería por fin efectiva, lo que, hasta la actualidad, no ha ocurrido a nivel local. La historia del PRD en Michoacán es la de su continua autodestrucción. De alguna manera una historia tóxica, de lucha desenfrenada por los cargos públicos a cualquier costo y, sobre todo, por el manejo del presupuesto y los programas sociales clientelistas.

Si algo caracterizó al PRD michoacano fue su continuo decaimiento y la reproducción de los patrones de conducta establecidos por el partido hegemónico. Inmediatamente después de su aparición iniciaron los conflictos internos entre dirigentes, sobre todo por los cargos públicos, desde la candidatura a gobernador, las diputaciones y senadurías hasta las presidencias municipales.16 Gran parte de las organizaciones indígenas mostraron una clara crisis ideológica y una buena cantidad de sus militantes apoyó al PRD, sobre todo en las cabeceras municipales y en las comunidades más grandes. Se redefinieron los conflictos faccionales internos. La búsqueda de postulación a un cargo público definió a qué partido afiliarse. Así como el movimiento de los comuneros de los ochenta implicó el fin de algunos conflictos intercomunales, también la participación masiva en el partido de izquierda democrática significó la recomposición de los conflictos entre facciones afiliadas a los partidos políticos.

El movimiento del PRD sin duda impactó a las comunidades que vivieron intensas propuestas de reacomodo político, sobre todo en la década de los noventa, hasta que sufrió fuertes divisiones. Cuando se escucha a los actores contemporáneos renegar de los partidos políticos, no queda claro si su discurso se origina en la toma de conciencia étnica, autonomista, prozapatista o simplemente en el resentimiento por no haber obtenido la candidatura o el cargo para su persona o facción porque gran parte de los actores políticos actuales militaron en algún partido. De todas maneras, a principios de los noventa hubo momentos de gran tensión, sobre todo en los periodos poselectorales. No se llegó al grado de lo que sucedió en Apatzingán, en que el candidato perredista armó su propia guardia, que fue desarmada por el ejército, pero pasó algo similar en varias comunidades y cabeceras municipales de la zona purhépecha.

Puede afirmase que es de esta raigambre “radical” de donde se nutrieron los grupos de neocardenistas, que, a raíz de la pugna electoral de 1988, tomaron 66 alcaldías de los 113 municipios del estado y expulsaron a los presidentes municipales. Algo similar a lo que sucedió en Guerrero, con la diferencia de que, en ese momento, en Michoacán, no se formaron guerrillas ni guardias comunitarios. En el recuento de la policía comunitaria de Guerrero que hace Benítez Rivera, aparece la relación entre movimientos sociales radicales, la mayoría de los cuales fueron reprimidos, y la larga tradición de lucha izquierdista que desembocó en la formación de grupos guerrilleros o que al menos vieron como posibilidad defensiva la opción de armarse y confrontar a los grupos de delincuentes. Dice el autor que: “esa tradición desemboca en dos vertientes: la organización social armada representada en el Ejército Popular Revolucionario (EPR), y, en segundo lugar, (…) la organización de cuerpos armados de policías por las comunidades, que conformaron la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), en 1995” (Benítez, 2015, p. 40-41), y más adelante señala que las policías comunitarias surgen como “una forma de solventar (…) el desmantelamiento del sistema de seguridad y (…) del derrumbe del principio de estatalidad” (Benítez, 2015, p. 47).17 En el caso de las comunidades indígenas de Michoacán que participaron en el movimiento campesino y comunero de los ochenta, no derivaron hacia la lucha guerrillera o la conformación de grupos guerrilleros, aunque se dijo en aquellos tiempos que algunos comuneros iban a entrenarse a la montaña, además de que guardaban una buena cantidad de armas para la lucha que se avecinaba.

Gran parte de la década de los noventa la Organización de la Nación Purhépecha (ONP) dominó el discurso étnico en la región; aunque algunos de sus dirigentes mantuvieron cierta cercanía con el PRD michoacano, la organización se declaró independiente y a finales de esa década logró aglutinar a diferentes actores en relación a la organización de los purhépechas en torno a un proyecto autónomo en el que se discutió mucho y se demandó, incluso, la remunicipalización y la creación de nuevos municipios indígenas. Además, se comenzó a escuchar la demanda de reconocimiento por parte del gobierno local por usos y costumbres. Por ejemplo, en Quiroga las comunidades indígenas de Santa Fe, San Gerónimo y San Andrés, reunían una mayor cantidad de población indígena que la cabecera municipal, lo mismo pasaba con las comunidades de la Cañada que están agrupadas en el municipio de Chilchota, o la Cantera y Tarecuato que pertenecen al municipio de Tangamandapio, siendo estas algunas de las localidades que podían conformar nuevos municipios. Además del reconocimiento de gobiernos indígenas (municipios gobernados por indígenas), con esta organización apareció aún más claro y abiertamente el discurso ecologista de defensa de los recursos naturales.18

Los líderes de la organización eran todos profesionistas, prácticamente de las cuatro subregiones (sierra, lago, ciénega y cañada) que conforman lo que se considera la nación purhépecha. La ONP se dividió a finales de la década por diferencias ideológicas y, sobre todo, de manejo de recursos. Una facción que consiguió recursos internacionales para proyectos, encabezada por maestros de Tiríndaro, decidió mantener el nombre y la facción contraria le agregó el calificativo de zapatista, así nació la ONPZ, con un discurso más radical y antipartidista. Fueron ellos los que impidieron la instalación de urnas y la celebración de elecciones en Nurío a principios del siglo XXI y desconocieron al gobierno municipal de Paracho, la cabecera a la que pertenecen, cuando todavía Cherán era gobernado por el PRD. Fue en 2007 cuando, por disputas al interior del perredismo cheranense por los cargos públicos, se dio la ruptura que permitió al PRI regresar a la presidencia municipal. Sin duda, la confrontación en estos años, entre actores identificados claramente con ciertas siglas partidarias, volvió indistinguible su actuación de la de los partidos políticos.19

En este proceso podríamos considerar el conflicto de la comunidad nahua de Ostula, en la sierra-costa, como el “puente” que da continuidad a los movimientos de los años ochenta con los de la segunda década del siglo XXI. Las comunidades de Aquila y Ostula participaron activamente en la UCEZ y en lo que, después de su ruptura, se llamó la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA) - Michoacán, en los años noventa. El conflicto de la comunidad con la minera Hierro y Laminados, S.A. (Hylsa), los ganaderos y propietarios particulares muestra una clara continuidad (Díaz, 2014). Contiene elementos tanto del movimiento de los comuneros como de las policías comunitarias actuales. Del primero destaca el tema de la tenencia de la tierra y la disputa por los recursos con agentes foráneos, el conflicto con propietarios particulares y la problemática y confusa resolución presidencial y el cuestionamiento de la actuación de la Secretaría de la Reforma Agraria (SRA). Del momento actual, la confrontación con sicarios y paramilitares, el conflicto con la industria extractiva, la creación y fortalecimiento de la policía comunitaria y la apelación a los convenios internacionales y a su derecho a gobernarse por “usos y costumbres”, también hablan de la defensa de su “territorio”, cuando antes se hablaba de la defensa de las tierras comunales.

Las autodefensas de Ostula se fundaron en 2009 para recuperar las tierras que les fueron arrebatadas por las propias bandas delincuenciales en asociación con terratenientes (Nava, 2019, p. 160). Su lucha ha sido ampliamente documentada, no obstante, un comunicado reciente (2 de marzo de 2019) de la comunidad de Santa María Ostula nos muestra claramente la inexorable existencia de las disputas faccionales, ahora se acusa de traidor a Semí Verdía, líder histórico de las autodefensas que estuvo encarcelado año y medio. Al parecer, después de salir de prisión se alió con el gobierno del estado encabezado por el perredista Silvano Aureoles. Lo que para algunos resultó una verdadera traición, visto en términos de la dinámica de estos movimientos, era bastante predecible. Habría que preguntarnos si el caso de Cherán y las policías comunitarias actuales representa una auténtica excepción y escapará de este círculo de avances y rupturas. Los retos son enormes porque ninguno de estos movimientos armados fue totalmente defensivo, en el sentido estricto también eran proactivos, ya que el tomar tierras, desalojar propietarios particulares o recuperar territorio, implicaba -al menos en el caso de la UCEZ- llevar un arma oculta para defenderse.

La autonomía comunal es tanto el resultado del reconocimiento jurídico como de la suma de una buena cantidad de acciones tendientes a mantener el control de los procesos disruptivos al interior de las comunidades. Teniendo en cuenta que las mismas van definiendo y modificando sus prioridades. Ahora, en la narrativa oficial de Cherán se destaca la importancia del bosque y los recursos naturales y se le otorga el estatus de sagrado, para señalar que es una prioridad. También se habla de otros valores locales que igualmente deben defenderse, como respeto, colaboración, solidaridad y comunalidad. En otros lugares, como Santa Clara del Cobre, Tingambato o, en los años noventa, en Tarecuato, la prioridad fue el control y resguardo comunal de las imágenes religiosas.

Policías comunitarias en la actualidad.

Como lo muestra Velázquez (2019), Díaz (2014), Paleta y Fuentes (2013), las policías comunitarias se insertan o son parte de los nuevos procesos de articulación económica y política de las comunidades purhépechas a la globalización económica. Son aquellas comunidades donde, ya sea por la explotación forestal o por el avance de los cultivos comerciales -como el aguacate o las llamadas “berries” (en realidad bayas)-, las policías fuertemente armadas resultan más efectivas y perdurables. Mientras que en las comunidades que no están viviendo de manera directa estos procesos, sea porque tienen poco bosque o porque sus tierras no son aptas para los monocultivos, las policías comunitarias no dejan de ser otra versión de las guardias o rondas tradicionales. Por otro lado, su vínculo efectivo con el mantenimiento de un gobierno autónomo es resultado de la apelación a las leyes y convenciones que garantizan su reconocimiento y, en este sentido, sí representan una cara importante de la autonomía comunal o del gobierno “por usos y costumbres”.

Estos procesos de articulación económica crean a su vez nuevas formas de inclusión y exclusión, de acumulación y desigualdad, que son evidentes y que han desencadenado situaciones de conflicto más violentos que en épocas anteriores. Es bien conocido que los grupos criminales se nutren tanto de jóvenes desempleados, o sin una clara inserción social y sin reconocimiento, como de grupos o facciones inconformes al interior de las localidades. Los antecedentes de guardias, rondas o policías comunitarias que hemos mencionado, en distintos momentos fueron utilizados para atacar a sus contrincantes, el reto para las policías o rondas comunales está en mantener la seguridad y a la vez respetar los derechos humanos, es decir, no anteponer las disputas entre facciones al bien común. Lo cual tiene que ver con el mantenimiento de la coherencia y solidez del gobierno local y del funcionamiento de la asamblea y de los consejos comunales.

En el caso de Cherán y otras comunidades el asedio partidista no ha cejado y constantemente se hacen reclamos de grupos que se dicen no representados por el gobierno de “usos y costumbres”. Tampoco han desaparecido los conflictos intercomunitarios y las acusaciones entre comunidades vecinas de robo de madera o invasión de sus límites. En todos los casos, tanto de las guardias rurales como en el movimiento de los comuneros, los grupos armados estuvieron al servicio de alguna facción. Por ejemplo, los comunitarios de Paramuén, en el municipio de Salvador Escalante, han sido movilizados por el sacerdote de Santa Clara, para amedrentar a los barrios tradicionales y a la comunidad indígena. ¿Serán la excepción las policías comunitarias? Me parece que, ante la falta de una clara normatividad, solo la asamblea comunal incluyente o los consejos comunales, puede limitar sus excesos, o su uso faccioso.

El contraejemplo más claro es San Juan Copala en Oaxaca que, después de haber logrado funcionar como gobierno autónomo (López, 2010) regresó a ser gobernado por una de las facciones del Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (MULT) ligada a un partido político y dedicada a perseguir a sus oponentes, a los que finalmente expulsó en 2012. Conflicto que, a pesar de la intervención de múltiples instancias, como la misma Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), continúa en la actualidad. Finalmente, valdría la pena recordar la sentencia de Stavenhagen de que “aquellos derechos colectivos que violan o infringen los derechos individuales de los miembros de una comunidad podrían no ser considerados derechos humanos” (1994, p. 20).

Conclusiones

Sin duda el caso de Cherán, después de la resolución de la Suprema Corte, en relación con su legitimidad a gobernarse según sus usos y costumbres, y explícitamente ser reconocido como una comunidad indígena, marcó un hito en el reconocimiento y el ejercicio de los derechos de los pueblos indígenas de México, sobre todo en lo que se refiere a la esfera política. En lo inmediato, nos ofrece varios temas para reflexionar: en primer lugar, sobre el proceso de integración de estas comunidades -que en términos de la antropología tradicional estaban pasando por un proceso de amestizamiento “irreversible”- a la sociedad mayor o al mundo global.

Hace algún tiempo, digamos treinta años, se aceptaba sin más que algunas poblaciones que ocasionalmente se decían purhépechas eran en realidad mestizas, como las cabeceras municipales de la zona lacustre y de la sierra y la cañada. Por ejemplo, se mencionaba que Nahuatzen, Paracho, Tingambato, e incluso Cherán, eran mestizas porque mostraban cambios culturales, como la pérdida de la lengua, que las diferenciaban claramente de los pueblos purhépechas; de acuerdo, también, con los indicadores que utilizaban las instancias del Estado para definir a la población indígena. Esta idea fue suplantada por la de la autoadscripción, es decir, dependiendo de cómo se presenten los sujetos, cómo se identifiquen y quieren que se les reconozca, para saber quiénes son y cuál es su cultura. Entonces, bajo esta lógica, Cherán, Nahuatzen, Paracho, o incluso Santa Clara del Cobre, pueden ser reconocidos como pueblos indígenas porque mantienen alguna expresión propia de la cultura o la organización social indígena, que les permite presentarse y legitimarse como tales, en tanto ellos mismos así se consideran.

Cherán, no hay que olvidarlo, fue la sede del Centro Coordinador Indigenista desde los años sesenta y de la radio purhépecha, también del Instituto Nacional Indigenista, que se escucha en toda la región. También fue la sede de las principales políticas indigenistas hacia toda la zona purhépecha. En la década de los noventa, desde ahí se repartían los Fondos Regionales del gobierno federal que ayudaron a financiar innumerables proyectos comunales y productivos.

La identidad campesina, en la que tanto se esmeró el Estado mexicano en el siglo XX, prácticamente ha desaparecido del horizonte y entre otras cosas se reivindica lo indígena. Una vez realizado el reconocimiento jurídico de Cherán, varias comunidades, en realidad casi la mayoría, han emprendido demandas de reconocimiento de su propio gobierno, tendientes a que se les asigne y entregue la parte del presupuesto municipal que les corresponde de manera directa y que ahora es controlado por las cabeceras municipales. Algunas ya lo han logrado y entre sus primeras acciones ha sido uniformar y armar a su propia policía comunitaria con armas de alto poder.

Por su condición de subordinados, los gobiernos indígenas se han redefinido a partir del siglo XIX y a lo largo del XX, en relación con los proyectos de nación impuestos en cada momento histórico: durante la centuria decimonónica resistieron la privatización de sus bienes comunales; en el siguiente siglo se alinearon al Estado y a las organizaciones corporativas y cambiaron parte de su nomenclatura. Una vez que el Estado corporativo se debilitó al adoptar el modelo neoliberal, se organizaron de manera independiente, algunas veces se aliaron con partidos políticos y buscaron por diferentes caminos el fortalecimiento de sus propias instituciones. Finalmente, frente al nuevo contexto de cuestionamiento de la democracia partidista, el avance del capitalismo global y las empresas trasnacionales sobre sus recursos, las comunidades impulsaron el reconocimiento de sus gobiernos por usos y costumbres y la obtención directa de su presupuesto.

En todos estos procesos, han aparecido conflictos intracomunitarios y entre comunidades, en todos ellos la presencia de grupos armados ha sido constante, lo que ha variado ha sido la definición del enemigo de la comunidad. En un momento fueron los grupos que defendían los valores religiosos, en otro “los ricos” y los “gatos de los ricos”, mientras que en la actualidad, son los grupos criminales, los propietarios particulares y empresas que están acabando con el bosque y otros recursos. En relación a estas problemáticas es que se han redefinido los gobiernos locales.

Las comunidades indígenas contemporáneas se enfrentan a múltiples retos, algunos históricos, como la desigualdad y la pobreza, y otros derivados del modelo actual de integración global, como depredación del medio ambiente, nuevas enfermedades y adicciones, proletarización, violencia, entre otros. Para ello es necesario el reconocimiento de gobiernos por usos y costumbres con capacidad para tomar decisiones a favor de la comunidad y que intervengan en la conflictiva relación entre proyectos comunales y proyectos de desarrollo e integración nacionales y globales.

Agradecimientos

A Leticia Mayorga, quien recuperó gran parte de los materiales bibliográficos y revisó una versión final de este escrito. A Amaruc Lucas, que comentó una versión preliminar y relizó múltiples sugerencias y aclaraciones. Una primera versión se presentó como ponencia en el III Coloquio sobre defensas comunitarias: autodefensas y policías comunitarios en México, en mayo de 2019, en el Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, Ciudad de México.

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1En este texto se utiliza ‘gobierno local’ para referirse a cualquier tipo de gobierno asentado en una localidad, sea indígena o no indígena, municipal o comunal. ‘Gobierno propio’ se refiere más bien al control del gobierno por la misma comunidad. Por ‘gobierno autónomo’ se entiende un ejercicio de gobierno que no depende en sus decisiones de otros niveles de gobierno.

2En un evento reciente, “Seminario 2021, La caída de la Gran Tenochtitlán y el impacto en la sociedad mexicana, siglo XIX” (El Colegio de Michoacán, 2021), los participantes, representantes de varias comunidades purhépechas, declararon como tema principal el lograrse el presupuesto directo para las comunidades, la creación o fortalecimiento de las policías comunitarias.

3Está bien documentado que F. J. Múgica, cuando fue gobernador de Michoacán 1920-1924, dotó de armas a los campesinos agraristas para que defendieran sus tierras, formando verdaderas milicias agraristas agrupadas en la Liga de Comunidades y Sindicatos Agraristas del Estado de Michoacán. Sidronio Sánchez Pineda y Enrique Ramírez, gobernadores que sucedieron a Múgica, eran de tendencia conservadora y no favorecieron esta práctica. Sin embargo, en 1928 L. Cárdenas, como gobernador, revitalizó las milicias y el reparto agrario en la época de la guerra cristera (Román, 2014, p. 204 y ss). Aunque fueron excepciones, aparecieron también milicias antiagraristas, quizá permitidas o solapadas por los gobernadores considerados “conservadores” como Sidronio Sánchez Pineda y Enrique Ramírez.

4Este último dirigió el batallón Zurumútaro de las defensas rurales, fue nombrado teniente del ejército por E. Portes Gil y dos veces ocupó el cargo de presidente Municipal de Pátzcuaro.

5Como Severo Espinoza en Tiríndaro; los Prado en la Cañada de los Once Pueblos; Ezequiel Cruz (o el picado) en Naranja; Alberto Juárez y su sucesor Jaime Hidalgo en Cherán; o el mismo Pedro Talavera y su sucesor, don Agapito Alejandre, en Zurumútaro, entre otros.

6En Michoacán, en las primeras décadas del siglo XX, la presencia del Estado revolucionario fue determinante como actor en los procesos políticos de comunidades que en ese tiempo se concebían como cerradas y bastante homogéneas, aun cuando ya existían procesos de diferenciación interna.

7Aunque en algunas comunidades los propietarios particulares se posesionaron de una buena cantidad de tierras. En Sevina, por ejemplo, fueron profesionistas afincados ahí, como el doctor García, quienes aceptaban como pago a sus servicios con algún terreno acaparando así varios terrenos comunales (Muñoz, 2009, p. 189).

8Fue ante este sector en la reunión de Villa Jiménez, en octubre de 1968, que Gustavo Díaz Ordaz pronunció el discurso donde se hacía responsable de las acciones del 2 de octubre ante la magna concentración de campesinos que fueron a ovacionarlo.

9En 1928 ocurrió un famoso zafarrancho en Cherán en el que varios agraristas fueron asesinados, durante una convención agrarista en ese lugar, por guardias cristeros fuertemente armados (Román, 2014, p. 210, 211 y ss). Después del zafarrancho, los agraristas fueron expulsados de Cherán, dando inicio al localmente denominado “gobierno de los ricos”. También se abandonó el proyecto de Cárdenas de crear ejidos y cooperativas para la explotación forestal (Román, 2014, p. 215). Sin embargo, la presencia del mandatario se acrecentó al ser nombrado vocal ejecutivo de la Comisión de la Cuenca, primero del Tepalcatepec y después del Balsas. Entonces los caciques locales se fortalecieron.

10El líder agrarista de Cherán fue Alberto Juárez, quien mantuvo nexos con Ernesto Prado, originario de la Cañada de los Once Pueblos (famoso por el retrato que de él hizo Sáenz); fue también dirigente de la guardia campesina y participó en los gobiernos municipales de Paracho y Uruapan, (Román, 2014, p. 208).

11Esto se aprecia en el testimonio de Moisés Sáenz (1966). Los grupos confrontados enarbolaron distintos proyectos de participación ciudadana y de civilidad, ambos estuvieron vinculados a redes sociales de carácter más amplio, ya que no pretendían permanecer aislados o ajenos a la formación del Estado nacional, pero sí representaban distintas maneras de articularse y participar en la formación de la nación.

12En 1979 ocurrió un enfrentamiento muy conocido en la comunidad de Santa Fe de la Laguna, entre comuneros y ganaderos del vecino pueblo de Quiroga. La guardia rural, encabezada por un comunero de Santa Fe, se abstuvo de intervenir a favor de algún bando y solo realizó disparos al aire. Después de ese incidente el líder político de la comunidad, Elpidio Domínguez, le reclamó a la guardia porque no habían intervenido a su favor. Motivo por el cual el responsable de la unidad decidió desarmarla y entregar las armas que tenía en custodia al ejército “para no tener más problemas”.

13Cherán, hasta principios de los años ochenta, mantenía conflictos por límites con varios pueblos vecinos, entre otros, con los que tuvieron enfrentamientos fue con las comunidades de Urén Viejo y Cheranástico (Román, 214, p. 61-62). Lo mismo Nurío con Cocucho y San Felipe de los Herreros, Sevina con Comachuén y Pichátaro, entre otros.

14En la justificación ideológica del uso de las armas o de la violencia, en este caso, para defender las tierras comunales está la idea, muy extendida entre los guerrilleros, del sacrificio o de realizar una acción extraordinaria (o heroica) por un bien común.

15El vínculo de distintas facciones a los partidos, y su recomposición en relación con los gobiernos del estado, marcó la historia de las últimas décadas de Cherán. En esas estaban, en sus pleitos internos, cuando los sorprendió divididos la llegada masiva del crimen organizado El nuevo discurso hegemónico enfatizó la unidad y la necesidad de mantenerse unidos en torno a ideales más generales que todos, o la mayoría, compartían.

16Los perredistas cheranenses con el paso del tiempo reafirmaron la manera priista de hacer política y nuevamente se convirtieron en unos caciques el pueblo (Román, 2014, p. 244), conformando una auténtica facción con una clientela política.

17También apunta que “Las policías comunitarias se fundan en una vieja forma de organización comunitaria que (…) surgió desde la corona española. Se recuperan estas formas tradicionales de regulación, es decir, no es con el retiro del sistema de seguridad social y con el derrumbe de la estatalidad que se origina esta estructura comunitaria -pese a que estos procesos sirven de catalizadores- ni siquiera de ahí surgen las policías comunitarias, sino que esto es una forma de ordenamiento de las comunidades indígenas que existe desde la colonia y es precisamente la Corona Española la que proporciona este orden fundado en el ayuntamiento español (…) mismo que surge como una forma de resguardo de los pueblos indios frente al embate español, dota de una protección, pero sobre todo de una estructura política que considera la figura de las policías comunitarias, junto a la de los Topiles, de los tata mandones, consejos de ancianos o de las comisarías, por supuesto de la asamblea como máxima autoridad” (Benítez, 2015, p. 48).

18Según el artículo de Fuentes y Paleta (2015, p. 64), en su breve reseña del movimiento indígena en Michoacán del nacimiento de la UCEZ en 1979, a la aparición de la ONP Zapatista (ONPZ), dicen estos autores, que esta organización presentaba “una visión ambientalista de conservación y protección de los recursos naturales, asimismo se presenta una relación armónica entre indígenas y naturaleza, esta última visión se enmarca en contextos internacionales en donde se puede acceder a diversos recursos”

19Según algunos testimonios que cita Chávez (2016, p. 94-95), en esa elección hubo una clara intervención de algunos miembros del PRD a favor del candidato del PRI, solo para dañar a sus compañeros. Para la facción contraria era preferible que ganara el candidato del PRI a que lo hiciera su antiguo aliado. También Román (2014) menciona esta situación.

Recibido: 27 de Noviembre de 2021; Aprobado: 28 de Junio de 2022

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