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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.40 no.160 Zamora dic. 2019  Epub 13-Nov-2020

https://doi.org/10.24901/rehs.v40i160.608 

Sección General

El lenguaje del atavío yucateco en la prensa del siglo XIX

The Language of Yucatan Attire in the Nineteenth Century

Claudia Marcela Vanegas Durán1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, Posgrado en Estudios Mesoamericanos; Escuela Nacional de Antropología e Historia, Licenciatura en Etnohistoria, email: claudiavanegasduran@gmail.com


Resumen:

El artículo analiza el atavío yucateco a través de revistas y periódicos publicados en Yucatán, a mediados del siglo XIX, por ser fuentes que visibilizan significados sociales, espacios y prácticas vinculadas a su uso, así como el intercambio comercial y los oficios que hacen posible su materialidad. El estudio se centra en los relatos literarios que describen costumbres y “tipos” que delinean lo que se considera singular en la región, así como la aprobación o crítica frente a los cambios en los hábitos indumentarios. En segundo lugar, se aprovecha la iconografía para establecer representaciones y proyecciones de valores morales, estéticos y de forma vinculados a un proceso de adaptación, resistencia cultural y gestación de nuevos parámetros de consumo que caracterizan a la época.

Palabras clave: Publicaciones periódicas; atavío; moda; Yucatán; siglo XIX

Abstract:

This article analyses the typical attire of Yucatan based on magazines and newspapers published there in the mid-19th century; sources that visualized social meanings, spaces, and practices linked to the uses of clothing, the commercial exchange involving garments, and the trades that made their materiality possible. The study focuses on literary narratives that describe the customs and “types” that defined what was considered “unique” to that region, and others that expressed approval or criticism of changes in clothing habits. A second topic is the iconography that was used to establish representations and projections of moral and aesthetic forms and values linked to processes of adaptation and cultural resistance, and the development of new parameters of consumption that characterized the study period.

Keywords: Newspaper publications; attire; fashion; Yucatan; 19th; Century

Introducción

El atavío es un producto esencialmente humano. A lo largo de la historia las personas han utilizado diversas formas de modificaciones corporales que han cubierto la piel, desde la cabeza a los pies. Los objetos que lo componen pueden cumplir una necesidad básica en varios ámbitos geográficos, como la de protección; pero en ellos prima un potencial simbólico que los define como un hecho social. De esta manera, el atavío hace visible las categorías de una cultura, esos significados socialmente construidos que lo permean en las prácticas cotidianas, rituales, festivas y comerciales. La variedad de adornos, accesorios y prendas pueden disimular, ocultar, mostrar o exaltar el cuerpo en su totalidad o en parte. Además, es parte esencial de la construcción de identidades colectivas, que al mismo tiempo que incluye a unos individuos excluye a otros. En ocasiones es una forma de resistencia ante la imposición a cambios derivados, por ejemplo, de situaciones de dominación o parámetros estéticos vinculados a modas y pautas de consumo. En otras, manifiesta los procesos de adopción y de adaptación creativos que permean los hábitos indumentarios a través de la mezcla entre lo propio y lo ajeno, el pasado, el presente y el futuro. Para Isabel Cruz de Amenábar,

La diversidad que la imaginación asegura a las mutaciones del traje, a través del tiempo y del espacio, ha sido en la práctica regulada, no sólo en razón de las disponibilidades materiales, sino fundamentalmente por la existencia de ciertas normas y códigos -gustos y convenciones- que el hombre ha creado en las diferentes etapas históricas para normalizar su uso, lo que ha establecido repertorios sucesivos de variaciones vestimentarias (1996, 23).

En ese sentido, el atavío es dinámico, es signo de rasgos morales, éticos y estéticos, relaciones de poder, procesos productivos e intercambios comerciales que varían de una época a otra, de una cultura a otra. No es una simple necesidad, todo lo contrario, es una forma de comunicación o de incomunicación, pues al ser parte visible de la cultura material, se convierte en “un medio no verbal de la facultad creativa del género humano” (Douglas y Isherwood 1990, 77; Cruz de Amenábar 1996, 28; Roche 2000), es decir, un lenguaje, una manifestación de la colectividad y el individuo (Simmel 2002, 42-43; Roche 2000; Cruz de Amenábar 1996, 28; Pérez 2005, 51; Ruz 1997, 177; Eco 1976, 14).

Al definirlo como un lenguaje no verbal, “en el que las cosas y las palabras, lo enseñado y lo dicho, lo visible y lo oculto, dan cuenta de prácticas culturales dictadas por el diálogo sostenido entre normas y medios, […] códigos cambiantes y costumbres selectivas” (Roche 2000), es posible acercarnos al sentido que adquiere el atavío en contextos sociales particulares, yendo más allá de su materialidad. Desde esta perspectiva la indumentaria puede ser analizada históricamente como un hecho social global, que comunica e informa códigos y convenciones culturales construidas a través de las variaciones y permanencias de materiales, formas y usos sociales.

A lo largo del siglo XIX, especialmente a partir de la segunda mitad, en Yucatán se llevan a cabo una serie de cambios socioeconómicos que impactan en los trajes y accesorios que los distintos grupos sociales utilizaban. Como se observa en la siguiente litografía (figura 1) que recrea una escena cotidiana de los habitantes de Mérida frente a la catedral de la ciudad la indumentaria se convierte en un signo visible de pertenencia y diferenciación social de hombres y mujeres al compartir espacios públicos, así como privados. En la península conviven diversos códigos indumentarios asociados al origen de la persona, su oficio y los lugares; unos más que otros se ven influenciados por el sistema de la moda, un fenómeno que progresivamente permea los gustos locales y da sentido a las ideas sobre el cuerpo, el individuo y las prendas que se van creando. Comprender este código a lo largo del tiempo es parte de un proyecto de investigación más amplio1 que busca establecer cómo se conjugaron en el atavío de la Yucatán decimonónica: las herencias culturales del mundo maya, las transformaciones socioeconómicas de la colonización española, la influencia del sistema de la moda, el desarrollo de la industria henequenera, las ideas vinculadas a la modernización y la construcción del estado nacional mexicano.

Fuente: Fondo Reservado Rodolfo Ruz Menéndez del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM.

Figura 1. Litografía de la Catedral de Mérida. Sin fecha 

En este artículo abordaremos una de las aristas que le da sentido al código indumentario en Yucatán al explorar la relación que los peninsulares establecieron con la moda identificando qué costumbres se consideraron como erróneas y “debían erradicarse o corregirse para el bienestar y progreso de la península” (Suárez 2017, 20) y cuáles podían ser integradas al código local. Nos interesa examinar, además, las representaciones y proyecciones de valores morales, estéticos y de forma vinculados a un proceso de adaptación, resistencia cultural y gestación de nuevos parámetros de consumo que caracteriza la época.

En busca de evidencias, la prensa ha sido un espacio privilegiado para el estudio del atavío en Yucatán, ya que en las páginas de las revistas y periódicos publicados o que circularon en la península se hacen visibles los usos sociales de adornos, prendas de vestir y accesorios a través de gran variedad de formas que abarcan lo escrito y lo visual. En Yucatán quienes escribían y financiaban las publicaciones periódicas pertenecían a unas pocas familias, una elite intelectual, económica y política (González 2014, 11) que incluye aquello que consideraba relevante y omite a personas y prácticas culturales consideradas inferiores, incivilizadas o carentes de interés. En este orden de ideas, entre los propósitos de la prensa decimonónica estaba la de contribuir a la conformación de un país imaginado con nuevos valores asociados a la modernidad y la civilización (Atilano 2016, 12). Razón por la que las publicaciones inevitablemente son más generosas en temas de interés para la elite local que, en nuestro caso de estudio, hacen referencia a los espacios de socialización exclusivos, códigos de conducta y anuncios publicitarios que apuntaban a un público consumidor de productos específicos, la mayoría importados. La mención a otros miembros de la sociedad es esporádica y se realiza desde la perspectiva de la elite.

Una parte de las revistas y periódicos consultados ‒entre otros el Museo Yucateco. Periódico Científico y Literario (1841-1842), el Registro Yucateco (1845-1849), D. Bullebulle. Periódico burlesco y de extravagancias redactado por una sociedad de bulliciosos (1847), La Burla Periódico de chismes, rechiflas, chácharas, retozos, paparruchas y rebuznos; lleno de pullas (21 de octubre de 1860 a 21 de marzo de 1861) y La Guirnalda. Periódico literario redactado por una sociedad de jóvenes bajo la dirección de distinguidos literatos yucatecos (1860-1861)- tiene un contenido misceláneo, que incluye ensayos, novelas, cuentos, poemas, artículos de costumbres, científicos, biografías, anécdotas y apartados dedicados a la moda. De esta gran variedad aquí nos detendremos en los artículos literarios que describen “tipos” y costumbres que delinean lo que se considera singular en la región, así como aquellas notas y relatos que visibilizan la aprobación o crítica frente a los cambios en los hábitos indumentarios.

La iconografía que acompaña algunos anuncios y artículos nos acerca a representaciones y proyecciones de valores. La imagen es, en este sentido, una forma de describir, abordar y explicar el pasado (Milán 2016, 3). Los dibujos, fotografías y litografías tienen una intención implícita que es necesario entender a la hora de abordarlas como fuentes históricas, pueden presentar representaciones pictóricas distorsionadas que poco tienen que ver con la realidad al grado del ridículo, como la caricatura, o bien de idealización en el caso de la publicidad o las fotografías de personajes públicos, como políticos o artísticas.

La prensa de la época incluye, además, anuncios publicitarios ‒como los que aparecen, entre otros, en Boletín Comercial de Mérida y Campeche (1841-1842), Boletín de anuncios del Repertorio Pintoresco (1861), Periódico Oficial del Departamento de Yucatán (1865-1866), Pimienta y mostaza: salsa indispensable para las comidas dominicales (1892-1903)‒ en los que se observa el creciente interés por la moda, a través de la cual los habitantes de las urbes se acercaban a los parámetros de las capitales europeas. Evidencian el crecimiento del comercio de importación de materias primas, prendas y accesorios, la aparición de intermediarios económicos (comerciantes de la moda) y culturales (modistas, sastres, camiseros, zapateros) que van creando una economía de ocasión (Roche 2000). La moda, como parámetro indispensable de la nación en formación “necesita […] espacios en los que mostrarse, contemplarse y comprarse, y debe representarse en libros, revistas, imágenes, etcétera” (Riello 2016). Las imágenes que acompañan ese tipo de avisos “anuncian promesas de gran contenido simbólico las cuales, aunadas a un alto nivel estético y a un efectivo impacto visual, llegan a desempeñar un rol mesiánico que los medios masivos se encargan de difundir” (Ortiz 2003, 15). Sin embargo, los anuncios de las décadas de 1840 a 1870 carecen de imágenes y es la palabra la que cumple ese papel a través de la descripción de las prendas. Por un asunto de espacio no se incluirán en este artículo para dar cabida a las primeras dos formas del lenguaje del atavío mencionadas: la iconografía y los relatos literarios.

En este sentido, el propósito de este artículo versa alrededor de tres vertientes del atavío de la elite yucateca, dejando para próximas publicaciones el análisis de la indumentaria de mestizos e indígenas, los anuncios comerciales y las secciones de moda. Por un lado, identificar qué objetos del atavío fueron incluidos por los escritores de los relatos literarios para perfilar la imagen de la sociedad yucateca; por otro, señalar qué tipo de bienes importados del modelo europeo se fueron apropiando en el contexto local. Y, por último, analizar el contenido simbólico de las imágenes que aparecen en la prensa, que complementa las primeras aristas del problema de investigación hasta aquí esbozado.

El vestido en sociedad: entre críticas y elogios

En el Yucatán decimonónico el atavío fue reflejo de la configuración de una elite que se movía entre los parámetros de la modernidad y los del antiguo régimen. El auge económico agroexportador, primero con el azúcar y el ganado en la Sierra (Tekax y Ticul), y de forma más significativa con el henequén, dio origen a una clase dominante que utilizó la determinación de las tendencias y preferencias del gusto para posicionar su poder social, económico y político en la región. Si bien la sociedad se reestructura bajo el sistema de las haciendas y parte de los recursos (tierras, aguas, bosques) cambiaron de manos y muchos mayas pasaron de vivir en comunidad a convertirse en peones, también se dio un proceso de resistencia indígena ante el despojo y la desigualdad, cuyo evento más conocido fue la rebelión llamada la Guerra de Castas. De esta forma la escala social (blancos, mestizos,2 mayas) se fue ajustando más a la condición socioeconómica y las actividades laborales en las que los individuos se desempeñaban. De acuerdo con Bracamontes, el siglo XIX representa para esta región el “nacimiento de un nuevo orden sustentado en la relación entre los amos y los sirvientes” (1993, 3).

Esta situación promovió la búsqueda de mecanismos de distinción social que afianzarían el estilo y refinamiento que caracterizaría a la oligarquía local. Su capacidad económica dependía, para unos, de la explotación comercial de la producción agrícola y, para otros, del comercio de exportación que daba mayores ganancias. Sobre todo, entre los primeros, la capacidad de endeudamiento, cuya garantía eran sus propiedades, cosechas y animales, tuvo un papel muy importante al garantizar un estilo de vida en el que el consumo de bienes importados, los espacios de socialización, viajes y actividades lúdicas determinaban su estatus y prestigio social.

El contacto más directo de la elite regional con Europa, especialmente con París como referente civilizatorio, influyó en el proceso de modernización de las ciudades y la creación de nuevos espacios lúdicos. En Mérida, por ejemplo, se invirtieron considerables sumas de dinero en la construcción de viviendas que reflejaran estilos arquitectónicos europeos (Arana 2013). En las primeras décadas del siglo XIX, las excursiones sociales realizadas a cenotes o pilas fueron una nueva forma de sociabilidad exclusiva de las elites urbanas, que a finales del siglo dejarían de frecuentar al convertirse en territorios populares. Las visitas a las haciendas y pueblos, y los famosos viajes de recreo también se contemplaban dentro de estas nuevas prácticas sociales, en las que el objeto de interés fue interactuar con “el exotismo que despertaban las costumbres de los indios”, los animales y actividades del campo. Los viajes que las familias pudientes realizaron a Europa y Estados Unidos los pusieron en contacto con la moda del viaje a la playa, que no tardó en ser introducido en Yucatán gracias a la construcción del camino Mérida-Progreso en 1857 (Miranda 2014, 9-10, 14).

El atavío en boga vinculaba a las elites con los modelos extranjeros de civilización y modernidad. Al comprar bienes importados o consumir los elaborados localmente, que utilizan los materiales y patrones extranjeros, se apropian de la moda que los acercaba a su ideal, pues, el usarlos los hacía sentirse modernos, europeos. Al mismo tiempo, la indumentaria les permite que se distingan a simple vista de aquellas personas que son consideradas como inferiores en el ámbito local. Como bien lo afirma Bauer “Una vez que la elite republicana dejó atrás la idea rural del prestigio para integrarse en un escenario urbano más homogéneo, fue necesario hacer un nuevo arreglo de posesiones para diferenciarse de los otros. La vestimenta y el adorno personal proporcionaban signos flexibles y portátiles de ese estatus” (2002, 207), construidos cotidianamente.

La presencia de extranjeros que llegaron para quedarse o sólo estaban de paso (franceses, libaneses, cubanos, chinos, estadounidenses, etcétera) también influyó en las modificaciones paulatinas de hábitos y costumbres de los habitantes urbanos (Barceló 2005, Miranda 2010, Arana 2013, Ramírez 1994). Por ejemplo, entre los franceses que se instalaron en la península había artesanos de la moda que sin duda influirían en las modificaciones del vestido y los accesorios de las elites urbanas, quienes podían acceder a prendas confeccionadas a la medida con telas variadas que representaban su gusto individual y accesorios importados por los extranjeros y que eran vendidos en sus talleres (Canto 2011, 85, 97; Ramírez 1994, 42). Sólo como un ejemplo del papel que desempeñaron estos artesanos de la moda citamos aquí una recomendación realizada en 1841 en un artículo de modas: “Vivan ustedes persuadidas, señoras mías que esas mismas modistas que tanto les instarán alguna vez para que alarguen el ropaje, lo llevarían a media pierna si no temiesen el resultado de las comparaciones” (Anónimo 1841b, 310).

De acuerdo con Ramírez, el consumo suntuario de la elite agroexportadora yucateca se desarrolló a manera de estrategia de reproducción social que funcionaba como una forma de demostrar a otros la propia riqueza y, a largo plazo, podría facilitar la aceptación y conformación de redes de parentesco con las familias pudientes ya establecidas (1994, 38-39). Tal planteamiento parece un punto de partida interesante para este trabajo, sin embargo, en asuntos de indumentaria no se puede limitar la explicación del consumo ostentoso al factor socioeconómico (Herbert Spencer) o la supeditación de lo estético frente a lo económico, llamado por Thorstein Veblen, “ley del derroche ostensible”. En este caso es fundamental tener en cuenta lo ético, lo político, lo lúdico y hasta lo religioso, pues, son estos factores los que permiten ahondar en las costumbres, comportamiento y mentalidades detrás de la indumentaria; evidencias alrededor del significado que el propio grupo, las instituciones y la sociedad le daban al atavío y los hábitos de consumo.

El sistema de la moda, además de crear estilos novedosos, produce “ideas estéticas que sirven para estructurar la recepción y el consumo” permanente de estilos (Entwistle 2002, 60). La prensa fue un espacio para su divulgación, los escritores que le prestaron atención seleccionaban y guiaban a mujeres y hombres a través de relatos y notas para que identificaran cuáles eran las modas buenas, aquellas que “proporcionan comodidad sin faltar a las leyes del buen gusto” (Anónimo, 1841b, 307), de las consideradas como erróneas, ya fuera elogiando o criticando directamente prendas, o bien hábitos, actitudes o emociones en las que se hacía mención de éstas.

Los “cuadros de costumbres” y el subgénero de los “tipos”, publicados en la prensa yucateca en las décadas de 1840 y 1860, fueron un medio utilizado por los locales para expresar sus opiniones en relación con la moda y las prácticas cotidianas que observaban. Con el primer término se hace referencia a una “composición breve, en prosa o verso, que tiene por finalidad la pintura filosófica, festiva o satírica de las costumbres populares, o bien, la pintura moral de la sociedad” (Suárez 2017, 17). Los tipos, por su parte, son relatos que describen un personaje determinado de la sociedad, cuyas características están permeadas por aspectos moralistas, folklóricos, nacionalistas o satíricos (Suárez 2017, 23-24). Este tipo de textos fue escrito desde la perspectiva de un grupo en el poder con el propósito de reinventar, a través de la palabra escrita, una identidad regional que destacaría la excepcionalidad del pueblo yucateco. Es por esto que presentan un “deber-ser” al describir costumbres arraigadas que se consideraba necesario transformar (Taracena 2007; Suárez 2017).

Sierra O'Reilly deja muy clara la intención de estos relatos en “Una conversación con mi amigo” (1842b), redactado en respuesta a la “alharaca que se ha levantado” por las afirmaciones hechas en “Extravagancias de los enamorados” (1842a). Allí afirma que los autores de ese tipo de artículos buscan “los cuadros en la misma sociedad en que viven”, es decir, que no están mintiendo y mucho menos inventando lo que allí se deja registrado, que si se pone énfasis en ciertas faltas y extravagancias es para que quien adolece de esos defectos los enmienden, “a no ser que crea que sus defectos son virtudes, y sus ridículas extravagancias, altas maneras sociales que deben imitarse” (1842b, 114). Resalta, por lo demás, que los escritores públicos, sin duda, legitimando el papel que cumple su profesión en la sociedad,

tienen pleno derecho para reírse en sus narices, a fin de que no continúen haciéndo[se] los importantes, y pretendiendo ser los moderadores del bueno tono […] Tolerar esta clase de alimañas sería hasta cierto punto someterse a la decisión de personas que no tienen ni los medios ni los elementos, ni los tamaños para regular las costumbres, sin embargo, de sus exageradas pretensiones (1842b, 114).

Los autores se creen autoridad en la materia, lo que determina el contenido y la forma que adquieren sus escritos. Por ejemplo, Justo Sierra O'Reilly, en su artículo “Extravagancias de los enamorados”, describe al lechuguino y el currutaco,3 términos que se refieren a hombres afectos a seguir la moda cuyos ademanes son expresión de petulancia, llevándolos al extremo de convertirse en seres pesados y ridículos ante los ojos de los demás. Del primero, dice que utiliza una levita gastada en los codos para demostrar gráficamente a su amada que el deterioro es producto de apoyar su cabeza en las manos por andar pensando día y noche en ella, y que, además, desde su balcón se dedicaba a hacer “arrumacos horas enteras” con un frasco vacío de colonia mientras lo observaba su pretendida. Del segundo, resalta que tiene unas descomunales patillas y sus maneras tienen un estilo jactancioso. Incluye en este artículo al joven romántico, de quien critica su cabello, que está grasiento por dedicarse a alisarlo con “frascos de aceite hasta el fastidio y más allá”, causando a los hombres “tedio; a las mujeres, asco” (1842a, 73). Esto último, en oposición a la influencia del romanticismo en la moda que se caracterizaba por los cabellos secos y sueltos que le daban apariencia de estar desordenados y serían un signo de mayor libertad. Como se observa, las formas o condición del cuerpo, los adornos y prendas a las que hace alusión el autor tienen un valor añadido, un componente simbólico que habla de las virtudes morales de quien los lleva, y aquí específicamente de un tipo de hombre opuesto al “orden natural”.

En la misma línea, el autor anónimo del relato “A un petimetre”4 se dedica a describir la vanidad de su sobrino presente en el cuidado del cabello, “el adorno y hechura del vestido, el modo de andar, de llevar los brazos, el movimiento de los dedos, la postura de los pies, el tono de la voz y el modo risueño de mover los labios” (1842a, 54). Es posible que la alusión a este tipo de personaje se deba a la cercanía del autor del relato con la literatura del siglo XVIII sobre el petimetre y cuyas características observa en ciertos hombres yucatecos. Lo que es evidente en este artículo y el anterior es que la excesiva atención a la belleza, su aspecto exterior y comportamientos vanidosos por parte de los hombres son considerados un esfuerzo antinatural que, si bien se asocia con gallardía y gentileza, aleja a los jóvenes de los méritos masculinos más relevantes a los cuales deberían estar prestando más atención. El escritor refuerza esta idea al añadir:

Oirás alabar a los hombres por su prudencia, sabiduría, fortaleza de ánimo, robustez de cuerpo, virtud, buena fe, literatura, ingenio, juicio, y por otros muchos dotes, pero jamás oirás alabar al hombre porque sea hermoso. Se dirá sí, aquel es un hombre galán, del modo que se dice aquel es un bello caballo, etcétera, cuando el hombre no haga ostentación y afecte el parecerlo, pues que en tal caso oirás decir a todos aquél es un hermoso necio (1842a, 55).

La atención que el sexo masculino prestaba a su apariencia, ciertamente, se asociaba a una construcción de los géneros que había comenzado a modificarse a partir del siglo XVIII, momento en el cual aquellos hombres que se preocupaban, en exceso, por su apariencia iban a ser mal vistos, pues el dinero, tiempo y energía invertida los alejaría de su “deber-ser”, es decir, ser útiles a la sociedad. Manuel Barbachano lo expresa así en uno de sus relatos “Que el hombre que vive en una culta sociedad no se presente en ella como un asno de casaca, como un bruto de dos pies, es cosa justa; pero sacrificar por vivir en ella toda su libertad, dedicar todo su tiempo a parecer cortés, hacerse víctima del gran tono. No, no, ni tan calvo que se vean los sesos” (1849, 301).5

Estas críticas son, ante todo, una prueba del interés que algunos hombres estaban prestando a su persona, a la adquisición de prendas y la manifestación de conductas asociadas a un estilo moderno (Riello 2016). Los autores de los cuadros de costumbres y tipos no están en contra de que los hombres se vistan siguiendo aquel código indumentario que refleja “decencia y elegancia” (Anónimo 1843, 542); el aspecto exterior es importante en el ámbito urbano y la sociedad que se procura construir. La indumentaria masculina, sus formas, colores y materiales conforman un conjunto que le pueden dar al cuerpo de quien lo porta respetabilidad bajo la filosofía pragmática utilitaria (Riello 2016). Sin embargo, si bien las prendas representan unos principios que se espera alcanzar, el solo hecho de llevarlas no es suficiente. Estas narraciones visibilizan a hombres que estaban imitando ciertos hábitos, pero caían en la afectación al oponerse a códigos que orientaban el hacer, pensar y sentir de las elites. Esas críticas reflejan, en parte, cambios generacionales, si nos guiamos por lo expuesto en un artículo de modas:

Quisiéramos, sin embargo, que muchos jóvenes afeminados perdiesen menos tiempo en el tocador, y que se vistieran, si bien con decencia y elegancia, sin esa ridiculez y afectación que tanto provocan la risa de las personas sensatas: seguros de que se harían así mucho más lugar del que regularmente tienen hoy en sociedad, y de que serían más respetados y atendidos (Anónimo 1843, 542).

También pueden hacer referencia a personas que buscaban ascender socialmente y eran conscientes de la importancia del atavío y las maneras en ese juego de apariencias que integra a las sociedades urbanas y las relaciones de poder. El atavío es un lenguaje frente a los otros que puede agradar o no a quien observa, que sirve para juzgar la educación y comportamiento individual y del grupo familiar. Por ejemplo en “Un poblano en Mérida” su autor describe sarcásticamente el comportamiento de don Pascual Abecerrado, un foráneo que gozaba de una renta considerable y fue invitado a un convite de rigurosa etiqueta realizado en la capital yucateca (figura 2). Allí su autor deja ver la importancia que efectivamente tenía el conocimiento de las pautas de conducta que rigen los encuentros sociales y como la mirada y los gestos de los demás juzgan el comportamiento del invitado, al mismo tiempo que se preocupan por no ser blanco de la vergüenza y la burla al cometer algún error similar.

Señoritas y caballeros, presento a U[ste]des a mi distinguido amigo D. Pascual Abecerrado, dijo el señor de la casa, al entrar en el salón. D. Pascual, al escuchar aquellas palabras no sabía qué hacer ni que decir; al ver aquella reunión tan numerosa se quedó inmóvil en medio del salón; uno de los que estaban junto a él, le dijo que al menos se quitase el sombrero, y él, obediente a aquella insinuación, se lo quitó, pero ¡qué desgracia! estaba tan apretado, que, al quitárselo, se había quitado también la más grande y reverenda peluca, dejando ver un cráneo lustroso y estéril enteramente de cabellos.

La risa entonces no pudo contenerse, sin embargo, algunas personas bien serias, maquinalmente llevaron las manos a la cabeza, temerosas acaso de que les pasase el mismo chasco (Pitillan 1861, 81) [cursivas nuestras].

Fuente: La Burla, 81.

Figura 2. José Dolores Espinosa. “Caricatura de Pascual Abecerrado” 

Los relatos presentados permiten ver la reprobación de los escritores yucatecos al exceso de atención, al artificio en contra de la autenticidad. Durante la primera mitad del siglo XIX, el dandi y el romántico manifestaban ideales de comportamiento masculino que también llegaron a América. Mientras el primero procura parecer distinguido “el yo representado y perfeccionado a través del uso consciente del traje y del cuerpo”, para el segundo lo importante es el individuo, el gusto a los sentidos y el placer, busca “el yo como algo ‘genuino’ y ‘natural’” (Entwistle 2002, 131). Parecería, entonces, que los hombres del siglo XIX se movían entre dos ideales de masculinidad que orientaban sus elecciones y comportamientos, procurando evitar la afectación que en cada uno de esos prototipos los alejaría de su deber ser.

En contraste, la vanidad se le puede dejar a las mujeres, si nos guiamos por lo dicho por el autor de “A un petimetre”: “Todo el aprecio de éstas se cifra en este don de la naturaleza que se llama hermosura” (Anónimo 1842a, 55). Los “mujeriles artificios” que se van inventando para que las damas suplan “los defectos de la naturaleza”, según el autor, están bien para ellas más no para los hombres. En el hombre racional el desear parecer hermoso es una locura que le hace perder el tiempo en “supersticiosos adornos” y lo aleja de los negocios y el gobierno. Las mujeres en opinión del autor, en cambio, “creen […] que éste es el medio único para hacerse querer de los hombres y para adquirirse aquella superioridad que Dios no quiso concederles, y de la cual contra las disposiciones divinas son tan ambiciosas” (Anónimo 1842a, 55). Como se puede ver, las construcciones sociales de género permean la indumentaria y las virtudes asociadas a cada uno. Esa “‘natural’ disposición femenina a arreglarse y embellecerse sirvió para hacer de ella un ser ‘débil’ y ‘estúpido’, y por ende, merecedor de la condena moral” (Entwistle 2002, 29).

La crítica, sin embargo, no sé da sólo hacia los hombres, sino que las damas también reciben comentarios que giran alrededor de objetos asociados con el mundo masculino impropios de su género. Como se observa en un aviso que apareció en La Burla, El Diablo Rojo advierte, irónicamente, que el uso de pelucas es de caballeros, aunque evidentemente para esa época, el cabello natural era lo que primaba en cuestión de moda.

En la puerta del establecimiento de los Sres. N y compañía, hemos encontrado la otra noche […] un enorme enmarañado de cabellos, de esos que nuestras Dulcineas usan para suplir su calvicie […]. La caballerita que se crea dueño de él ocurra a esta imprenta donde entrará en pacífica posesión de su alhaja, se entiende, abonándonos previamente la su[m]a de veinte y cinco centavos por el hallazgo, y por el trabajito que nos ha costado desempolvarlo y despojarlo de la manteque [mantèque] de que estaba saturados los benditos cabellos (La Burla 1860, 16) [cursivas nuestras].

Otra prenda que sufrió críticas por parte de los hombres fue el bloomer, unos pantalones bombachos ajustados al tobillo que las mujeres se podían poner debajo de túnicas que iban más abajo de las rodillas ajustada con un cinturón. En 1851, la estadounidense Amelia Bloomer encabezó un movimiento por la reforma del vestuario femenino que buscaba garantizar la comodidad, la higiene y la buena salud, inspirado en presupuestos médicos más que políticos. El primer movimiento feminista en Estados Unidos, el American Women´s Rights, defendió fervientemente ese nuevo modo de vestir, convirtiendo al bloomer, el pantalón para la mujer, en un símbolo de su mensaje, lo que desató una fuerte reacción de los conservadores al considerar su adopción como una “amenaza a lo que era […] uno de los símbolos más potentes de la masculinidad” (Riello 2016). En el contexto yucateco, la controvertida prenda no estuvo exenta de críticas como lo corroboran dos textos que a continuación presentamos.

En 1841, en el artículo “La mujer viril”, su autor critica a “aquellas mujeres viriles que viste a la amazona, que montan a caballo con descaro y arrogancia, que van a caza, que manejan las armas como un granadero, que fuman en pipa, que tocan el violín, y que se ejercitan en otros actos que son peculiares de los hombres” (Anónimo 1841a, 39-40). Las mujeres que “llevan los calzones en el matrimonio”, sea por obligación o por elección “renuncia a las gracias de su sexo, y no adquiere ninguno de los privilegios” del sexo opuesto. Insiste, pues, en que deben agradar por la dulzura, timidez y modestia, virtudes amables y dedicarse a oficios sencillos, alejándose de la fuerza, altivez y jactancia.

Años después, en “¡Cosas de mi barbero...!” Apolinar García García realiza una fuerte crítica al bloomer a partir de un encuentro cotidiano entre un barbero y su cliente (el narrador de la escena), en el que el primero se explaya en contra de las niñas que adoptaron la costumbre de usar calzones con sus veredas y tacones en los botines. “niño, ¡horrorícese [Usted]! eso de la vereda, es lo más varonil de todo, porque al fin sus calzones son de bordados, caladuras y encajes; pero eso de la vereda es igual, igualito a las nuestras”. Añade que su enojo con esas señoritas es su temor a que las copien, pues, “apenas llegaron las cómicas que la trajeron, cuando les faltó imitadoras, porque eso sí, niño, aquí todo lo han de imitar”. El diálogo termina cuando José, el barbero, sugiere que a las mujeres que vistan de hombre se les obligue a ir a la guardia nacional, cumpliendo con los deberes exclusivos del género que pretenden usurpar, de tal manera que al final no les quedarían ganas “de procurar parecerse a ellos ni en lo blanco de los ojos” (1860, 96-96).

En el mismo año, en el artículo inicial del primer número de La Burla, El Duende se opone a “La mujer convertida en marimacho”, aquella

que gasta en peinado a la dernier, ancha corbata, camisa almidonada, calzones a lo Tetuán, botas de húsar [sic] y creo que hasta foete en lugar del gracioso abanico que ha quedado destituido de su ministerio. […] ofrezco por mis pelos, y esto no es poco ofrecer, hacerlas renunciar a sus atentados invasores (La Burla 1861, 3) [cursivas nuestras].

Unos años después, José García Montero en su artículo “La mujer”, publicado en la Biblioteca de Señoritas (1868), manifiesta su temor frente al ejemplo de libertad que han alcanzado ciertas mujeres de su tiempo en otros contextos en los que se ha procurado su instrucción, al punto que “el hombre las ha mimado y ellas se les han subido a las barbas. Ya le han usurpado las botas, los calzones, la camisa, la corbata, el frac, la chaqueta, el bastón, el sombrero y se jactan de calaverillas para sobreponerse a los hombres” (citado en Rosado y Ortega 2009, 105). La alusión al atavío masculino como un acto de usurpación de la condición de género utilizado por el autor nos parece muy ilustrativa del valor simbólico de las prendas en el orden social. Para Entwistle, “el traje pantalón femenino fracasó en esa época, en parte debido a que era visto como un desafío a una distinción ‘natural’ concedida por Dios entre los géneros” (2002, 187-188), tendrían que pasar muchos años para que la prenda pudiera ser usada por las mujeres rompiendo con esta idea. En muchos contextos laborales, no obstante, las mujeres usaron esta y otras prendas asociadas con lo masculino que les facilitaba desempeñar sus actividades mucho antes.

A estas críticas, añadimos otra con respecto a los pantalones a lo Tetuán usados por los caballeros europeos que, según “Chapulín”, estaban adquiriendo “proporciones gigantescas en razón del tiempo […] hasta el grado de pasar por un solo pie el cuerpo de un hombre, atravesado” y que, además, para lograr que las telas no se arrugaran y adquirieran su característica figura abombada, se habían inventado “los malakoffs6 varoniles que se ponen en cada pierna” (1860b, 32). Aún falta corroborar la veracidad de tal afirmación, sin embargo, el solo hecho de imaginarse que una estructura, que había sido pensada para las mujeres y sus vestidos, se adaptara y transformara para abultar la prenda masculina por excelencia debió causar bastante resquemor entre los hombres. Es evidente que algunos cambios en la indumentaria asociados a la moda estaban incomodando a un grupo de la sociedad. Algunas prendas adoptadas y otras, como este caso particular en la que se adelanta a su posible imitación, al referirse a los figurines de modas que los redactores de La Burla habían pedido a París “por un conducto conocido” con el propósito de que “nuestros paisanos y paisanas vistan con toda elegancia”, pero cuya descripción intencionalmente hace, más bien, poco atractivas (1860b, 32). Las caricaturas publicadas en La Burla (figura 3), además, complementaron estas narraciones al recrear a un hombre y una mujer usando las polémicas prendas, con cierta exageración, característica de este tipo de representación pictórica. Intencionalmente pusieron la prenda en la imagen de una mujer vestida de hombre, mientras que en la figura del hombre vestido de mujer se juega con la forma de la falda y el tamaño de los accesorios para sugerir que las prendas femeninas en el cuerpo del hombre no encajan adecuadamente.

Fuente: La Burla, s.p.

Figura 3. “De mujer” y “De hombre” 

Con respecto a los vestidos de las mujeres yucatecas encontramos una fuerte crítica al uso del malakoff en la prensa de la época. Esa estructura rígida de acero, inventada por el francés Tavernier a mediados de 1850, tenía el propósito de ahuecar las faldas. Representó, además, una especie de retroceso de la figura femenina que durante las primeras décadas del siglo XIX había adquirido un aspecto más sencillo (Cruz de Amenábar 1996, 195). Desde mediados de 1830, existía una versión compuesta de una tela rígida con una trama de crin y una urdimbre de algodón o de lino, que era más pesado, lo que hizo al malakoff, miriñaque o armador más popular entre las mujeres de las décadas de 1850 a 1870, aproximadamente. Riello (2016) explica que la creación de este tipo de prendas con formas exageradas fue una señal visible de identidad de clase; al ser un objeto que dificultaba las más comunes tareas cotidianas su uso sólo se lo podían permitir quienes tenían personas a su servicio que atendieran sus requerimientos diarios. Si a esto le sumamos el alto costo de la estructura, el corsé, el vestido, zapatos y demás accesorios que lo acompañaban, era un atavío que pocas mujeres podían costear. Junto con el corsé, literalmente modelaba el cuerpo femenino dándole una apariencia que lo alejaba de su aspecto natural. Desde décadas antes, se tenía la idea que

si una mujer quiere hoy tener un talle de moda, ha de parecerse a una avispa. Y en efecto, ¿hay cosa más sutil, más fina que el hilillo o membranita que forma la cintura de una avispa? ¿Hay cosa que indique mejor la ligereza, que un cuerpo dividido en dos partes unidas por un hilo? Convénzanse, si no están ya convencidas, de que una petimetra de nuestros días nos representa esas sílfides […] (Anónimo 1841b, 308).

A pesar de que era un elemento poco práctico para el clima de la península yucateca, esto no impidió que fuera utilizado por las damas de la alta sociedad yucateca, no sólo en ambientes festivos sino en los cotidianos, pues era uno de los requerimientos de la última moda. Uniformaba, sin duda a las mujeres de un grupo social particular que se caracterizaría por consumir productos importados y buscar espacios en los cuales ostentar las últimas adquisiciones, como los bailes, paseos, teatros, vistas, entre otros.

Apolinar García presenta puntualmente cuatro “Inconvenientes del malakoff” que no será posible exponer en extenso aquí perdiéndose inevitablemente la gracia con la que el autor expresa sus ideas. El primero es de alejar a los hombres de las mujeres, especialmente cuando están bailando. El segundo, que ha mezclado “molestia y ridiculez, donde solo existía la elegancia y el placer” al punto que las mujeres deben andar acomodando la prenda para evitar caerse y en esos ires y venires terminaban golpeando a los hombres con las varillas, “¡he aquí que es hasta antihumanitario y antisocial semejante aparato!”. El tercero, los pies se enredan al levantarse dentro del templo “Esto es bastante, señoras lectoras, para engendrar un odio implacable contra el invento real”. Por último,

es el de que imprimiendo al andar un movimiento en el vestido de ondulación de arriba abajo, semejante al de las alas de una enorme pava que quiere desprenderse de la tierra nos priva de admirar en muchas de nuestras muchachas la gentileza del talle y la majestad en el andar. Un amigo me dijo en días pasados: “El Malakoff ha dado a todas nuestras hembras un mismo contoneo”. Esta frase, demasiado brusca, el Mus ha querido dulcificarla en esto términos: “El Malakoff ha impreso en todas las meridianas un movimiento uniforme” (García 1860, 70).

Es inevitable sonreír con lo dicho por García, y si le añadimos lo expresado por El Chapulín cuando las describe como “trastos gigantescos, cascos de navío que la marea de la moda ha arrojado a nuestro suelo; ambulantes torres de Babel que las hembras se han encaprichado en llevar a cuestas” (1860a, 14-15), es evidente que esta prenda y las otras mencionadas más arriba representaron un choque para los hábitos indumentarios del yucateco. La controvertida prenda era un engaño para los hombres, como lo deja ver El Duende cuando afirma que debajo de “esas tiendas” sólo había “dos hojas de espárrago sustentando una maravilla de huesos y ropas” (La Burla 2014, 2). Estas descripciones, sin duda, recuerdan la importancia de la experiencia corpórea que la indumentaria genera, pues no sólo cambia la forma del cuerpo, sino también el movimiento, la postura, los gestos e incluso se refiere a los sonidos que produce en la práctica.

Como un ejemplo visual, incluimos la representación de una pareja de jóvenes ataviada a la última moda paseando muy a gusto a la orilla del mar (figura 4). El título que su autor le da es “Después de la pesca”, que creemos es una forma jocosa de presentar los paseos que realizaban las señoritas yucatecas diariamente en busca de un futuro prospecto de novio. Como lo mencionan en un relato en el que un padre se lamenta de los gastos que debe realizar para que las tres hijas “casaderas” estén arregladas de acuerdo con la hora y el lugar, porque “es necesario vestirlas de manera que den el golpe, y sacarlas a paseo por mañana y tarde para ver si logran prender a su paso el corazón de algún mozalvete”:

La una como que raya en los quince me pide malackoffs, y calzones, y botines, y pendientes, y manteletas para pasear de día y para de noche talma, y sombrerito a lo Garibaldi de paja italiana, que yo no sé porque han cobrado las zagalejas de la época tanta afición a la bendita paja italiana, y la talma ha de ser de paño de Sedan y el sombrerito de alas tamañotas, tamañotas que dejen a la criatura completamente perdida bajo su gigantesco vuelo, nombre más que ningún otro propio, porque los sombreros han venido a trasformar a las muchachas en verdaderos pájaros de invierno (El buitre emplumado 1860, 43).

Fuente: La Burla, s.p.

Figura 4. “Después de la pesca” 

Por último, incluimos una breve referencia a otro adorno al que le prestaron atención en la prensa local: los productos cosméticos. En el artículo “Afeites de tocador” su autor realiza una breve reflexión sobre el uso idóneo del rubor por parte de las mujeres. Inicia su texto advirtiendo a sus lectoras que “es necesario un poco de arte para embellecer la naturaleza; un ligero relieve artificial no es una falsedad positiva”. Al poner “el purpúreo color” sobre las mejillas, las mujeres resaltaban sus encantos, el semblante adquiría un aire de modestia y pudor, juventud, frescura y salud; el rosa era, además, “el color consagrado al placer y a la felicidad” (Anónimo 1842b, 78-79). Sin embargo, su autor considera que las mujeres necesitan orientación a la hora de usarlo, razón por la que cita a otros como autoridades que dan sustento a sus afirmaciones. Por ejemplo, recomienda el justo medio en su uso, para garantizar la decencia y discreción de la mujer, siguiendo el consejo que Mr. La Mothe, obispo de Amiens, le dio a una dama. El colorete, el paño de Venus, el albayalde y la cascarilla endurecían el cutis y desfiguran la fisonomía del rostro femenino, se convierten en artificios mezquinos y humillantes que “impiden que las pasiones aparezcan al semblante con sus verdaderos matices. [...] contiene[n] los movimientos naturales el alma, y quita[n] toda la gracia peculiar a la persona” (Anónimo 1842b, 109-110). Son, pues, afeites engañosos, falsos que exponen a las mujeres al ridículo, sobre todo en el “clima ardiente de Yucatán, que produce copiosos sudores a la menor fatiga […]. Quedan de repente nuestras bellas con cara de tiñosas” (Anónimo 1842b, 110).

En esa misma línea del engaño incluimos aquí parte de los versos titulados “Si todos vieran por quicios no hubiera más sacrificios, ni más cabrones, ni cabras”, cuyo protagonista es un futuro marido que decide husmear a su “hermosa, lúcida y bella” prometida, y cuál fue su sorpresa al ver que:

Aquellos rizos, tesoro

Que volvió mi alma caduca,

No eran más que una peluca

Comprada con peso de oro.

Era su cabeza igual

A una blanca calavera,

Redonda como una esfera,

Y lisa como el cristal.

Aquellas mis ansias tiernas

Con que sus piernas miraba,

En compasión las trocaba

Al ver que eran falsas piernas (Cisneros 1847, 35).

En este caso, los accesorios a los que se hace referencia dan otra apariencia al cuerpo de la mujer, su propósito es ocultar la calvicie de la propietaria de la peluca, mientras las medias se convertían en piernas tersas, aunque fueran falsas, una vez se ponían sobre el cuerpo.

El consumo del atavío de moda y los continuos cambios asociados a éste, acercan a la elite yucateca de forma tangible e inmediata (aunque con cierto nivel de retraso debido a los medios de transporte) a la modernidad y sus pautas de comportamiento, prácticas sociales, entre otros. Sin embargo, es importante aclarar que al adoptar la moda hicieron una selección que tuvo en cuenta, por ejemplo, las condiciones del clima. Como lo menciona Isidro R. Gondra, el “clima hace cercenar el recargo de la ropa, así como preferir las telas ligeras y transparentes a los terciopelos y merinos, incapaces de tolerarse en medio de un calor tropical” (1844, 130). La apropiación de bienes económicos y culturales (estilos de vida) es parte de una lucha simbólica entre grupos sociales en la que los objetos se convierten en signos distintivos (Bourdieu 2002, 247). En este caso, la moda es un constante juego de apariencias, de un ser-para otro, asociado al consumo de mercancías importadas, experiencias y signos.

Consideraciones finales

El proceso de innovación del atavío yucateco, durante el siglo XIX, afectó de forma distinta a los grupos sociales que interactuaban en el ámbito local. La incorporación de nuevos estilos y objetos o la permanencia inalterada de usos anteriores es parte de un mecanismo de adaptación creativa, en el cual lo viejo y lo nuevo se pueden oponer o complementar según los intereses de los grupos sociales en cuestión. De acuerdo con el sociólogo Jean Baudrillard, el fenómeno de la moda es posible en “un esquema de ruptura, de progreso y de innovación” que, sin embargo, no implica un rompimiento radical, pues, lo antiguo y lo moderno conviven, se alternan y se complementan en una dinámica constante de amalgama y reciclaje (1980, 103-104).

El atavío tiene un papel muy importante en los espacios públicos y privados de la sociedad, se convierte en parte fundamental de la cultura material en la transición hacia la modernidad y los cambios que en el ámbito económico se dan durante esos años. Los espacios de esparcimiento, las rutinas, las relaciones económicas se van transformando y con ellos parte del atavío y las prácticas sociales.

Los relatos e imágenes analizados permiten resaltar cómo la elite yucateca destaca en un mundo más homogéneo a través de la indumentaria extranjera y sus prácticas cotidianas y festivas en espacios excluyentes para el común de los habitantes de urbes, haciendas y pueblos indígenas. La apariencia, como se ha visto, es un factor determinante de la presentación de la persona en público. Para un grupo de la sociedad yucateca el cuidado del aspecto exterior era importante no sólo a la hora de socializar, sino al momento de compartir la calle. Se observa la relación que existía entre condición social e indumentaria, así como la utilización del atavío como un referente para rechazar a quienes se exceden o carecen del código.

Se han presentado algunos ejemplos del acercamiento a la prensa decimonónica como fuente para el estudio del atavío, en el que se ha prestado especial atención a los usos sociales de trajes, las pautas de conducta, las críticas al cambio y la importancia de los objetos importados ya sea para la elaboración de las prendas de moda o bien las que iban llegando ya manufacturadas. En las revistas y periódicos a través de la pluma y la imagen, muchas veces de forma satírica, se registraron costumbres y prácticas de la sociedad yucateca, especialmente la de Mérida, donde la indumentaria cumplió un papel muy importante, y a través del cual se expresaron ideas, tradiciones y cambios.

Teniendo en cuenta este amplio panorama, la prensa es, entonces, una fuente hemerográfica fundamental para el estudio del atavío al aproximarnos a sus significados sociales, los espacios y las prácticas vinculadas a su uso, así como el comercio y los oficios que hacen posible su materialidad. De allí la importancia de un estudio que abarque un periodo significativo de tiempo, que permita observar etapas más estáticas y coyunturas que marcan el rompimiento con el pasado en términos tangibles a través de la indumentaria y su relación con el cuerpo; sin que esto implique la desaparición de estilos anteriores.

Por último, quedan varias aristas del problema que será necesario seguir explorando para recabar nueva evidencia que complemente varias premisas aquí exploradas, como la relación entre producción, comercio y atavío, y la importancia de los artesanos de la moda para el contexto yucateco.

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1Este artículo forma parte de la investigación “El atavío en Yucatán: del neoclásico a los fabulosos años veinte”, Universidad Nacional Autónoma de México, Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, Becaria del Instituto de Investigaciones Filológicas, asesorada por el doctor Mario Humberto Ruz Sosa.

2Es importante aclarar que mestizo o mestiza durante el siglo XIX dejó de utilizarse en la península con la connotación colonial de mezcla de español e indio, y se atribuyó a los mayas “controlados” o “pacíficos” en contraposición a los indios “sublevados bravos” o macehuales. Ambos son culturalmente indígenas, pero mientras para los líderes decimonónicos los primeros progresivamente serían integrados al proyecto de nación al considerar que tenían el potencial de ser ciudadanos civilizados, aunque muchas veces de segundo orden; para los segundos no habría cabida, aunque las leyes les garantizaban igualdad. Los primeros se denominarían mestizos, mientras los segundos indígenas, indios o bárbaros.

3Otros sinónimos utilizados por el autor son farolones y afectados, nociones consideradas impropias del género masculino.

4En la España del siglo XVIII, este estereotipo masculino se dedicaba a cortejar a las damas, y recibe el nombre de petimetre al castellanizarse el término francés petit maître. Se caracterizó como un hombre de dinero que podía cumplir los caprichos de las damas; había viajado a París donde aprendió los hábitos de la moda en el atavío, la decoración del hogar, el baile y otras costumbres sociales; hablaría algo de francés; prestaría especial atención a los detalles de su aspecto exterior signo de su refinamiento, elegancia y modernidad; sería civilizado, afable y alegre en sus modales; sabría bailar los ritmos de moda; despreciaría el estudio; y como indicador de su posición social tendría un trato duro con los criados (Gómez 2007).

5Refrán que recomienda la moderación y se opone al exceso ((Suárez 2017, 204).

6El término más común para referirse a esta estructura que se utilizaban las mujeres bajo los vestidos para dar volumen era crinolina. Sin embargo, en la prensa yucateca es más común el uso de malakoff.

Recibido: 09 de Septiembre de 2018; Aprobado: 05 de Febrero de 2020

Claudia Marcela Vanegas Durán

Doctora en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente me desempeño como profesora de asignatura en el Posgrado de Estudios Mesoamericanos de la UNAM y la licenciatura de Etnohistoria de la ENAH. Mis líneas de investigación se orientan al estudio de los trabajadores indígenas en la época colonial; teorías y metodologías para el estudio de la cultura material; los textiles en trayectoria histórica; y el lenguaje del atavío en México: producción, usos y significados sociales. Los últimos artículos publicados son: “Virtudes sociales y atavío en Yucatán a finales del siglo XIX y comienzos del XX”, Estudios de Cultura Maya (53) (2019); “Los textiles indígenas en la época colonial. Tributo, comercio e intercambio de mantas de algodón en los Andes centrales neogranadinos, siglos XVI y XVII”, Historia y Sociedad (35) (2018) y “Producción, intercambio y tributación del algodón desde las tierras cálidas hacia los Andes centrales neogranadinos, siglos XVI y XVII”, HiSTOReLo. Revista Historia Regional y Local 10(20) (2018).

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