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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.39 no.155 Zamora sep. 2018

https://doi.org/10.24901/rehs.v39i155.386 

Sección general

Una vida de trabajo, sencilla y armoniosa. Representaciones e identidad en el campo sonorense (1926)

A simple and Harmonious Work Life: Representations and Identity in the Sonoran Countryside (1926)

Nicolás Cárdenas García 1  

1 Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, email: ncardenasgarcia@gmail.com


Resumen:

El propósito de este artículo es analizar las representaciones que algunos sonorenses -funcionarios municipales y profesores- fijaron en un conjunto de textos en 1926. Aunque no se puede pretender que sus discursos expresen las opiniones del conjunto de los habitantes de sus pueblos y ciudades, los consensos encontrados sugieren que tales individuos compartían algunas representaciones concretas de ideas, de actitudes, de juicios, de anhelos o de creencias bastante institucionalizadas. En las poblaciones pequeñas, tal mundo simbólico parece bastante enraizado en el pasado y en la tradición, pero al mismo tiempo se detectan rasgos de la hegemonía ideológico-cultural porfirista. De acuerdo con Ricoeur, no podemos olvidar que tales representaciones se situaban en una lucha por la hegemonía cultural tanto nacional como local. Por ello, convendría repensar la relación entre las culturas de los principales grupos sociales sonorenses con el proyecto patriótico secular de la revolución mexicana.

Palabras clave: cultura sonorense; identidad en Sonora; historia de Sonora; memoria colectiva

Abstract:

The aim of this article is to analyze the representations posited by certain municipal public servants and teachers in Sonora in a series of texts that appeared in 1926. While we cannot claim that their discourses express the generalized opinions of all residents of towns and cities in that state, the consensus that emerges suggests that the writers did share some concrete representations of ideas, attitudes, opinions, ambitions and beliefs that were clearly institutionalized. In smaller localities, that symbolic world appears to have been deeply-rooted in the past and traditions, though it is possible at the same time to detect traces of Porfirian cultural-ideological hegemony. Following Ricoeur, we cannot forget that such representations were anchored in a struggle for cultural dominance at two levels: local and national. Seen in this light, it is necessary to re-think the relationship of the cultures of the principle social groups in Sonora with the secular patriotic project promoted by the Mexican Revolution.

Keywords: culture of Sonora; identity in Sonora; history of Sonora; collective memory

Introducción

Uno de los efectos más importantes del revisionismo en el estudio de la revolución mexicana fue orientar buena parte de la investigación hacia las regiones, en la medida en que ya no se podía hablar de una sola revolución. De hecho, la variable regional o local fue relevante en las nuevas explicaciones sobre la naturaleza del fenómeno, por ejemplo, al destacar el papel de los movimientos y líderes norteños en el proceso. Sin embargo, aunque los argumentos de orden cultural fueron esenciales en ese debate historiográfico, la investigación sobre tales fenómenos en el México revolucionario no ha recibido tanta atención como se hubiera esperado. El propósito de este artículo es mostrar que en las poblaciones pequeñas de Sonora sus habitantes compartían a mediados de los veinte del siglo pasado un conjunto de representaciones colectivas que parecen más bien enraizadas en la tradición. Ello sugiere que tanto la modernización porfirista como la revolución mexicana no habían tocado de manera esencial la forma en que muchos sonorenses comunes y corrientes interpretaban su mundo, sus relaciones y sus propias personas.

Conviene ubicar de entrada el alcance de este trabajo. Aquí uso el término cultura en un sentido antropológico, en línea con los estudios de Levi-Strauss y Clifford Geertz. Para el primero la cultura es:

un conjunto de sistemas simbólicos en los que en primer rango se sitúan la lengua, las reglas de matrimonio, las relaciones económicas, el arte, la ciencia, la religión. Todos estos sistemas tienen como objetivo expresar ciertos aspectos de la realidad física y de la realidad social y, más aún, las relaciones que estos dos tipos de realidades mantienen entre sí y que los sistemas simbólicos mantienen unos con otros.1

Tal vez la palabra sistema resulta muy fuerte en nuestros días, pero sirve para subrayar que se trata de concepciones y patrones de actividad compartidos y a la vez aprendidos, aunque no necesariamente de manera consciente.2 En tanto “sistemas organizados de símbolos significativos”, como señala Geertz, permiten hacer gobernable la conducta del hombre; se trata por tanto de “dispositivos simbólicos para controlar la conducta” generados históricamente. A través de ellos “formamos, ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas”.3

Sin embargo, esa capacidad coercitiva y ordenadora tiene otra cara: es posibilitadora de la acción social. Los actores tienen la posibilidad de dudar, cuestionar y eventualmente modificar algunos de esos significados heredados. No son simples reproductores de esos sistemas, sino que sus acciones tienen consecuencias -deseadas e imprevistas, es decir conscientes y no conscientes- sobre las estructuras.4

En todo caso, lo que conforma tales dispositivos simbólicos son “abstracciones de la experiencia”, de “representaciones concretas de ideas, de actitudes, de juicios, de anhelos o de creencias” compartidos por grupos de individuos en un momento dado.5 Si esto es así, podemos tomar como unidad de análisis algunas de las representaciones que algunos sonorenses -funcionarios municipales y profesores- formularon y fijaron en un conjunto de textos a requerimiento expreso del gobierno del estado (que a su vez respondió así a una solicitud del periódico El Universal). No se puede pretender que representen de manera completa a los habitantes de sus pueblos y ciudades, pero el hecho de que haya coincidencias fuertes indicaría un cierto grado de institucionalización de esas ideas, juicios y anhelos. Ello es lo que nos autoriza a hablar de representaciones, si bien, tendríamos que señalar que de las dos funciones que tiene el término: la de identificación y la de coerción, en este artículo nos limitaremos al primer término, es decir, a la función lógica, clasificadora, ordenadora del mundo. Por supuesto, al seguir en este desarrollo conceptual a Ricoeur, no podemos olvidar que tales representaciones corresponden a una lucha por la hegemonía cultural, en tanto justifican y jerarquizan posiciones en un campo de interacciones sociales.6 Así, conviene pensar en las relaciones de estas interpretaciones con los modelos más amplios que en este momento se están construyendo de identidad nacional y regional (sonorense). Además, conviene tener en cuenta que hablar de identidad implica un desplazamiento hacia un terreno de elaboraciones más conscientes, pues se trata de una construcción “que se elabora en una relación que opone a un grupo a los otros con los cuales entra en contacto”. Sus materiales son por tanto, los rasgos que emplea el grupo para “afirmar y mantener su distinción cultural” respecto de otros que, además, deben reconocerlo como diferente. Por tanto se trata de un compromiso y negociación entre la autoidentidad y la heteroidentidad.7 En ese sentido, por esa condición relacional, la identidad es relativa e inestable, aunque los individuos tiendan a verla como algo duradero y firmemente enraizado en la memoria del pasado. Por lo demás, se trata de construcciones que se dan en luchas por la afirmación de modelos de desarrollo y de dominación, por lo que el papel de las elites y los grupos movilizados pareciera fundamental en su conformación.8 Para el caso nuestro, conviene tener en cuenta que en esos años justamente las nuevas elites de origen revolucionario se embarcan en una campaña nacionalista cuyo eje era la promoción de una cultura patriótica secular.9

Las interpretaciones de la cultura sonorense

Una revisión de la literatura sobre la cultura sonorense muestra que podemos hablar de dos grandes modelos de interpretación, ambos desarrollados alrededor de 1970.

El primero se debió en buena parte a un antropólogo, Edward H. Spicer, quien investigó por décadas las tradiciones construidas en sus interacciones por los pueblos del noroeste, especialmente en Arizona y Sonora. Aunque su objetivo era estudiar la cultura yaqui, el hecho de “que la gente se categoriza a sí misma en relación con otros”10 lo llevó a explorar también la cultura de los hacendados. La hacienda era ahí la unidad social básica, pero era distinta a las del centro del país, pues el propietario no tenía responsabilidad alguna con las personas que vivían en su jurisdicción. Tal rasgo se debía tanto al predominio de la hacienda ganadera como al hecho de que los indígenas, poco numerosos y concentrados, se mantuvieron separados. Aunque hubo mestizaje, incluyó sólo a una parte de los indígenas y más bien se alimentó de la llegada de gente del sur.11

La “cultura de los hacendados”, como le llamó, habría sido fruto de sus tres principales actividades: a) convertir los recursos de su ambiente desértico en medios para vivir de acuerdo al ideal del hidalgo español; b) una lucha y rivalidad entre grupos familiares por el control político de las regiones naturales, que al menos en parte se libró “según las reglas de un sistema político constitucional modificado”; y c) la lucha con(tra) el tipo cultural contrastante constituido por la sociedad indígena, enraizada en una valoración muy diferente de la tierra. Para unos era un territorio común sagrado, para otros una propiedad legal de los individuos. En el caso de los españoles, y posteriormente los mexicanos, esta oposición condujo a una especie de espíritu de misión, es decir, a la obligación de “civilizar” a los indios, lo que sirvió para justificar la dominación sobre ellos.12

Las orientaciones básicas de la cultura construida alrededor de esas actividades, eran según Spicer: a) un militarismo o propensión a la lucha armada, lo que habría sido una adaptación a la conjunción de la inestabilidad interna con amenazas militares externas, como las de los apaches, los propios indígenas, o las invasiones de extranjeros; b) una idea de la tierra como propiedad de individuos que poseen sobre ella un poder ilimitado, pero al mismo tiempo un compromiso con su uso productivo; y c) una elevada valoración de la dirigencia caudillista, del individuo fuerte que contaba con la lealtad de sus seguidores. Paradójicamente, el gobierno “constitucional” se basaba en el poder personal.13

Miguel León Portilla también hizo contribuciones a este modelo. Para él, muchos de los rasgos culturales típicos de los sonorenses tuvieron sus raíces en la colonia. A esta región, donde los apaches eran fuente de peligros e infortunios y los indios eran poco numerosos, diversos y con menos desarrollo cultural que en el centro, llegaron algunos conquistadores y sus descendientes, pero también mineros, aventureros, soldados de fortuna y misioneros. Era una región de frontera, aislada, donde faltaban medios de comunicación, de modo que instalarse ahí no era fácil. Se requería fortaleza física, determinación, coraje frente al peligro y voluntad de trabajar.14

El rasgo económico central de ese norte fue la constitución de empresas ganaderas altamente productivas, de modo que el pastoreo, el arreo de ganado y el manejo del caballo fueron ocupaciones y prácticas presentes en la vida diaria de los hombres. De hecho, los hombres eran admirados por ellas, así como por pelear contra los indios bárbaros.15

En un primer momento, los colonos se agruparon alrededor de presidios o fuertes militares y misiones. Algunos se convirtieron en ciudades y pueblos ricos por la minería, pero decayeron cuando ésta se agotó; a la larga, los que se quedaron fueron los agricultores y ganaderos. En esos lugares, incluso cuando se volvieron asentamientos más o menos estables, no había escuelas, ni refinamiento cultural. “La ambición desmedida y el celo por el poder hicieron la violencia frecuente. La presencia de tribus no conquistadas tenía a numerosas ciudades en un estado de constante ansiedad”.16 El control sobre los indígenas y sobre los apaches se relajó con la independencia, de modo que al aislamiento se agregó la inseguridad. El resultado fue una decadencia económica bastante larga. La dolorosa construcción de la nacionalidad mexicana tuvo ahí una expresión propia, pues, estas regiones se volvieron atractivas para aventureros de toda laya en busca de fortuna y poder. Sin embargo, tanto las invasiones filibusteras rechazadas como la intervención francesa derrotada, tuvieron como resultado despertar un profundo sentido de nacionalidad, “vinculado esencialmente a la determinación de preservar su identidad cultural y la tierra colonizada por sus ancestros”.17

Finalmente, con el régimen de Díaz llegó la bonanza y los lazos con el México central se fortalecieron. A cambio, los yaquis rebeldes fueron tratados con extrema violencia. La revolución en el norte, encontró, después de esa historia, individuos prontos a defenderse, conscientes de sus derechos y capaces de luchar por ellos. Se trataba de excelentes jinetes, listos para movilizarse, y para usar sus habilidades en las caballerías revolucionarias.18

Esa historia, según León Portilla, configuró un ethos caracterizado por: a) la determinación de confrontar toda clase de peligros y dificultades para obtener riquezas; b) el aislamiento y la separación de los nativos; c) la ganadería como la institución que coloreaba su modo de vida; d) una gran cohesión familiar y poco mestizaje; e) un lenguaje y dieta diferentes; f) capacidad de adaptación, resistencia a la amenaza de perder lo suyo y un fuerte sentido de mexicanidad. Al final, para León Portilla, a pesar de los vínculos con el centro y la influencia de los Estados Unidos, “el noroeste ha preservado un gran número de sus viejos rasgos y valores”.19

El segundo modelo, elaborado por Barry Carr, Jean Meyer y Stuart F. Voss, hizo énfasis, en cambio, en los componentes urbano y moderno de Sonora. La tesis de Carr era que el norte pasó de ser periférico a central con la revolución mexicana. El punto de partida había sido una vida rural con ausencia de población indígena sedentaria; de hecho, ahí los indígenas, sobre todo los apaches, fueron un problema acuciante. Al mismo tiempo, la Iglesia era débil en esos territorios, en los que la hacienda, la ganadería y la minería se convirtieron en las actividades centrales, pero que a diferencia del centro, permitieron la existencia de una capa numerosa de rancheros. Igualmente, Carr se percató de la sobrevivencia de pueblos libres y sus ayuntamientos, lo que se debía, al menos en parte, a la ausencia del peonaje. Con el porfiriato, sin embargo, la industrialización y la urbanización se convirtieron en el sello del norte.

En el caso de Sonora, Carr señalaba que ese desarrollo “tuvo un ritmo vertiginoso”, centrado en las inversiones norteamericanas, el ferrocarril y la agricultura comercial, lo que produjo un “aumento en cantidad y en importancia de la población urbana”. Hacia 1910 “casi” el 25 % de la población vivía en pueblos “genuinamente urbanos” de más de 2500 habitantes.20 Ahí florecieron conglomerados de empresarios agrícolas y sectores medios de pequeños comerciantes, profesionistas y agricultores, que con el tiempo “resintieron su continua exclusión” de la actividad política.21 Entre sus características destacaba una mezcla de nacionalismo con xenofobia, pero también un estilo de vida “norteamericano”: se trataba, en suma, de los “yanquis de México”. Muchos de ellos, por ejemplo, enviaban a sus hijos a las escuelas del otro lado de la frontera.22

A la postre, la importancia de los sonorenses radicó en que lograron imponer durante una década su hegemonía en la política nacional y dejaron “su sello estampado profundamente” en el desarrollo de México. Según Carr se trató de una coalición de grupos medios, conformada por una pequeña burguesía urbana y una clase media rural de rancheros y agricultores progresistas. Todos ellos: “Compartían la movilidad incesante y la ausencia de vínculos con la tradición, típicas de una sociedad de frontera. A pesar de su posición económica confortable, conocían de las fatigas y los esfuerzos del campo y las minas. Como epítomes del self-made man, encontraban irritantes las restricciones de la sociedad porfiriana”.23

De esos rasgos comunes surgían algunas “actitudes típicas” frente a problemas políticos y sociales, así como “un estilo de liderato político característicamente norteño”.24 Sus elementos principales habrían sido un vigoroso nacionalismo, una ideología secularista y anticlerical, un espíritu empresarial, un acentuado individualismo y un “oportunismo (político) particularmente creativo”. Su “radicalismo ajustable” más bien era conservador y fue el fundamento de una visión populista corporativista del estado revolucionario.25 Con ello impulsaron el desarrollo económico nacional, y particularmente el de Sonora, haciéndose un espacio en ese desarrollo para enriquecerse mediante la corrupción.

Jean Meyer también trabajó en esta línea. En su monumental estudio sobre los cristeros, buscaba explicar justamente el enfrentamiento de dos mundos, “la Iglesia y el Estado, las ciudades y el campo, el viejo México y el México moderno”.26 Si los cristeros eran los representantes del México viejo, los sonorenses lo eran del México moderno, ya que continuaron la obra de modernización porfiriana. Afirmaba, un tanto contradictoriamente, que se trataba de hombres “sin ideología precisa” y “moralmente pragmáticos”, pero que eran anticlericales, y tenían una gran simpatía por el éxito norteamericano, el protestantismo y la masonería. Ajenos al México indio y mestizo, católico e hispánico, fueron enemigos de un México viejo que “no comprenden” porque “no forman parte de él”. En el gobierno impusieron una modernización, un nacionalismo con “mexicanidad” pero al mismo tiempo un régimen de corrupción, falta de democracia, violencia e impunidad.27

Stuart Voss, quien investigaba la condición periférica de Sonora y Sinaloa en el siglo XIX, coincidió en identificar este componente urbano y moderno, pero proporcionó una explicación histórica del mismo. Según él, la idea del “progreso” se formó a fines del siglo XVIII en Sonora, fruto de una tradición urbana que trajeron inmigrantes españoles a lugares como Álamos. “Para ellos, la ciudad fue el punto focal de la sociedad civilizada: el centro de los negocios, del aprendizaje y de cualquier nivel de cultura que la sociedad hubiera alcanzado”. Aun cuando comenzaron sus actividades económicas como comerciantes, paulatinamente diversificaron sus negocios hacia la minería y la ganadería. Con el tiempo, se autodesignaron como los “notables” de las ciudades, un término que incluía a las familias prominentes de comunidades a las que dominaban económicamente, dirigían en sus asuntos públicos, y en las que mantenían un “tono de gusto refinado en estilo y maneras”.28 En su proyecto de progreso no había lugar para los indígenas, salvo que aceptaran ser asimilados como peones y trabajadores mexicanizados.29

Sobre estos dos modelos de interpretación básicos de la cultura sonorense se ha construido, en particular, una interpretación dominante del papel de los sonorenses en la revolución mexicana. Héctor Aguilar Camín, en La frontera nómada siguió el modelo propuesto por Barry Carr y lo fundamentó con un detalle histórico notable. Uno de sus argumentos importantes fue que la lucha contra los enemigos yaquis fue clave en la construcción de su identidad, pues “en ellos descubrieron con una precisión instintiva y esencial lo que no eran, lo que no querían ser, lo que debían exterminar para darse a sí mismos la existencia que deseaban”.30 Por su parte, Friedrich Katz, señaló que las transformaciones de la frontera en la segunda mitad del siglo XIX quebrantaron en las haciendas los lazos de la relación patriarcal tradicional. Al mismo tiempo surgió un numeroso sector de vaqueros armados y dueños de sus caballos, que se convirtió pronto en una clase privilegiada. De hecho, la clase media creció más rápido en el norte que en otras regiones del país durante el porfiriato. Al final de cuentas, lo característico del norte fue su población agrícola heterogénea, ya que incluía ex colonos militares, tribus indígenas, peones tradicionales, vaqueros y un proletariado “moderno” semiagrícola y semindustrial. Esa población, además, carecía de lazos tradicionales con las comunidades, contaba con una gran tradición guerrera y ejercía una gran libertad de movimiento. Durante la revolución mexicana, estas características impidieron ahí la aparición de un movimiento campesino autónomo, pero a cambio, “la tradición de colaboración entre todas las clases de la sociedad, nacida durante las guerras contra los apaches” se renovó en la lucha revolucionaria, “donde todos pudieron unirse entre sí y combinar sus fuerzas con las de un grupo de hacendados revolucionarios”.31

También destacó en su análisis la proximidad con los Estados Unidos, pues dio lugar a una especie de “simbiosis económica” en esta zona fronteriza, con consecuencias ideológicas ambiguas. Produjo un “nacionalismo antinorteamericano muy exacerbado”, pero combinado con la admiración por su éxito, ya que las clases medias y trabajadoras mexicanas deseaban “obtener derechos y libertades” que ya “gozaban sus homólogos en los Estados Unidos”.32 Katz explicaba así que en Sonora y en otras partes del norte apareciera un grupo de jefes militares de clase media con temple “radical” pero no agrarista. El constitucionalismo les habría ofrecido tanto “acceso a las posiciones políticas, militares y financiera más altas de la república”, como una bandera nacionalista.33

Me parece que las diferencias entre ambos modelos tienen que ver con la escala y la temporalidad. Mientras que los primeros se ubicaban en el nivel de las poblaciones, los segundos miraban desde un plano nacional, y si los primeros atendían a la larga duración, los segundos partían claramente del corte que representaban los cambios económicos y políticos del porfiriato. Sin embargo, ambos coincidían en señalar su carácter legitimador: se trató de modelos construidos para justificar la superioridad de los hacendados o de los aspirantes revolucionarios al poder. Y queda claro que una misma cultura no necesariamente produce las mismas identidades e ideologías, puesto que los grupos sociales no están ubicados en las mismas posiciones en un campo social dinámico.34 La pregunta que queda abierta es ¿cómo se desplazaron hacia abajo y cómo fueron recibidos por los de abajo estos modelos?

La encuesta de 1926

A mediados de 1926, el gobierno del estado de Sonora envió a los presidentes municipales un cuestionario preparado por El Universal, que incluía desde cuestiones relativas a la flora, fauna y geografía del municipio, hasta actividades económicas, población, acontecimientos históricos, formas de vida y costumbres de los habitantes. Aunque es probable que se haya enviado a todos los municipios, sólo existen en el archivo del estado 10 respuestas.35 Es posible que muchos no respondieran, y también que algunos se enviaran a la Secretaría de Industria y Comercio sin conservar una copia. Las respuestas fueron elaboradas por los presidentes municipales o bien encargadas a los profesores del lugar, como en Ímuris. En algunos casos respondió una sola persona y en otros fueron varios autores; algunos en media página, otros en siete páginas tamaño oficio y a renglón cerrado, como en Huatabampo. Los de Tubutama respondieron a mano.36 En su conjunto representan a hombres de alguna relevancia en sus pueblos, aunque vistos desde el gobierno estatal eran gente común, de esa que normalmente no deja muchas huellas en lo que llamamos historia. Lo importante es que se trata de testimonios que nos permiten un acceso a esas “representaciones concretas de ideas, de actitudes, de juicios, de anhelos o de creencias” de las que habla Geertz. Tal cosa es posible por las bases de confianza y reciprocidad en que descansan los testimonios de los testigos. Como dice Ricoeur, el vínculo fiduciario descansa y es renovado en la red de interdependencias en que se mueven los testigos: “el crédito otorgado a la palabra del otro hace del mundo social un mundo intersubjetivamente compartido”. En nuestro caso se trata de poblados pequeños en los cuales lo testimoniado es parte de aquello que se ha integrado en el “sentido común” del lugar, aun para aquellos que pudieran disentir de esos testimonios.37 En todo caso, las variaciones y las diferencias son también indicios de la manera no pasiva en que la gente del pueblo se apropia de lo que le llega.38

En ese entonces había 73 municipios en Sonora, de los cuales 13 constituyen nuestra muestra. Como puede verse en la tabla, sólo tres de las cabeceras municipales (Guaymas, Huatabampo y Magdalena) cabían en la categoría de ciudad, ya que pasaban de 3,000 habitantes. En toda Sonora, de hecho, sólo 12 localidades tenían más de 3 mil habitantes; es decir que podemos hablar de 75,585 pobladores urbanos.39 Del resto, 80 localidades contaban entre 500 y tres mil, con un total de 90,655 habitantes y 1924 localidades tenían menos de 500, que sumaban 144,268 pobladores. Juntos, daban un total de 234,923 personas que vivían, sin duda, en un ambiente rural.40

Por otro lado, conviene tener presente que a partir de fines del siglo XIX, con la llegada del ferrocarril, las inversiones mineras y la apertura de miles de hectáreas de riego en los valles de la parte occidental, comenzó una división entre lo que Robert West llama el “viejo Sonora” y el “nuevo Sonora”. El primero, hacia el este y las montañas, sufrió un estancamiento demográfico y quedó anclado a las actividades tradicionales, como la ganadería, la agricultura y la pequeña y mediana minería. En cambio, el segundo se benefició de las comunicaciones modernas, el comercio en gran escala, la agricultura de riego y posteriormente, de la industrialización, el turismo y la industria pesquera.41 En todo caso, para los veinte, esta diferencia era ya patente.42 De los poblados de la muestra, cuatro podrían ubicarse en la parte moderna, Ímuris, Magdalena, Guaymas y Huatabampo, mientras que el resto representaba claramente al viejo Sonora. En 1940, Francisco Almada mostró que durante esos años habían cambiado muy poco. De Atil dijo que era “uno de los municipios más chicos y pobres del Estado”. Más aún, en Huatabampo encontró una tasa de analfabetismo del 60 %, debida en parte a la resistencia de los mayos hacia la escuela.43

Tabla 1 Población de los municipios encuestados (1921) 

Municipio Habitantes municipio Cabecera municipal Habitantes cabecera municipal Autores de las monografías
Aconchi 1,558 Aconchi 868 Conrado M. Luna (presidente municipal)
Atil 597 Atil 381 Antonio García (presidente municipal)
Banámichi 1,930 Banámichi 1,276 Santiago Yescas (presidente municipal)
Guaymas 14,162 Guaymas 8,558 Francisco Barrera Gutiérrez (presidente municipal)
Huásabas 1,722 Huásabas 1,204 José Luis Leyva (presidente municipal)
Huatabampo 9,504 Huatabampo 3,511 Bernardo F. Gastelum (ex presidente municipal)
Ímuris 2,600 Ímuris 1,165 Emilia Bonillas María Lainez María Teresa Vera Aréchiga R. J. Castro Francisco Federico (algunos son profesores)
Magdalena 6,200 Magdalena 4,952 Presidente municipal
Oputo (hoy Villa Hidalgo) 5,758 Oputo 1,737 F. V. Durazo (presidente municipal) y secretario.
Santa Cruz 946 Santa Cruz 592 José R. A. Horta (presidente municipal) y José Portillo (secretario)
Trincheras 1926 Trincheras 525 Luis Badilla (presidente municipal)
Tubutama 1,740 Tubutama 375 Ramón F. Vázquez
Ures 6,354 Ures 2,857 Victoriano Navarro (regidor)

Fuentes: Estados Unidos Mexicanos. Departamento de la Estadística Nacional.Censo General de habitantes. 30 de noviembre de 1921. Estado de Sonora. México: Talleres Gráficos de la Nación, 1925; AGES, Ejecutivo, tomo 3659, 1923 y tomo 53, 1926.

Los hombres y su geografía

Hace ya tiempo que Halbawchs señaló el fuerte nexo entre memoria colectiva y espacio, pues, tanto el lugar como el grupo exhiben la huella del otro. “Por lo tanto, cada etapa del grupo puede traducirse a términos espaciales, y el lugar de residencia del grupo no es más que el crucero donde coinciden todas esas fases”.44 Y justamente, el primer rasgo sobresaliente que se encuentra al leer estos documentos es el gran conocimiento y dominio que los hombres tenían de su medio. Todos los informantes se explayaron sobre montes, valles, ríos, arroyos e incluso el tipo de suelo que tenían. El de Huatabampo escribía:

El subsuelo del municipio en las márgenes del Río (Mayo) está formado por tierras de aluvión, que aquí le llaman vulgarmente “Sebuia”. El subsuelo es una tierra negra sin arena, y muy pegajosa y propia para obras de alfarería. El suelo lejos del río, es consistente y duro, es una tierra arenosa color rojizo, que aquí le llaman vulgarmente barrial.

En el caso de Ímuris, Rafael Jiménez Castro detallaba que la población estaba sobre una meseta a 20 m sobre el nivel de dos arroyos (Babasac y Bambuto), que al salir de la población se unían en una sola corriente que dejaba el beneficio de su “linfa” a los agricultores, aprovechada mediante un sistema de acequias. La meseta, además, se prolongaba hacia el este, donde “más luego constituye un dilatado valle cubierto de mezquites en juventud y una variada serie de cactus”. Su conclusión destilaba orgullo local, ya que:

El conjunto presenta al viajero un precioso panorama, quizá el más hermoso de la región Norte del Estado, esencialmente en las Estaciones de Primavera y Estío, puesto que al Norte y al Sur ostentan sus verdes copos dilatadas alamedas entre las cuales asoman corpulentos fresnos, esbeltos alisos y cúmaros.

Ese dominio incluía el de la flora, la fauna y los recursos con que los hombres contaban para vivir. En el caso de Huatabampo, el autor pudo enlistar 63 especies de fauna y 57 de flora existentes en el municipio. El de Ímuris hizo su propia clasificación de la fauna para agrupar a las 38 especies que identificó: cuadrúpedos carniceros salvajes, aves de rapiña, aves nocturnas, aves acuáticas, aves canoras, peces pequeños, reptiles y sabandijas. Además, añadió distintas propiedades o cualidades de algunos animales. Por ejemplo, del jabalí decía que “lo hay en grandes manadas”, y de las iguanas “que se mantienen de pájaros pequeños y de huevos que buscan en los nidos”.

No todos fueron tan meticulosos, pero es significativo que no escamotearan calificativos en sus descripciones. El de Santa Cruz anotaba que los contrafuertes de las serranías “ostentan hermosos y ricos bosques”, y el de Trincheras que el clima de ahí es “excelente y sano”, por lo que “jamás se han desarrollado enfermedades epidémicas”.

Estas descripciones nos hablan de hombres que tenían un gran apego y cariño a su tierra y a sus paisajes, así como de cuerpos que se hacen uno con su clima. Por supuesto que no habría que exagerar el punto, pues también nos informan de algún lugar “hostil a la vida”, como en Santa Cruz, pero creo posible sostener que este apego y este afecto por lo propio es un rasgo localista asociado a la vida campesina.45 Estas imágenes espaciales, por su estabilidad, dice Halbwachs, nos dan “la ilusión de no haber cambiado a través del tiempo y la de poder recapturar el pasado en el presente”.46

Los pueblos y sus medios de vida. El modelo del progreso

La mayor parte de los sonorenses, en la tercera década del siglo XX, vivían en un mundo rural, diseminados en cientos de pueblos, rancherías, ranchos, haciendas, congregaciones, etcétera. Esto explica que casi todos los informantes hablaran de la agricultura como la principal actividad económica en su municipio. Pero en ese discurso había algunas notas repetidas. La primera, la de la escasez, se presentaba en territorios en los que no había agua permanente. En Trincheras, por ejemplo, se decía que sus extensos terrenos eran capaces de producir toda clase de cereales y forrajes, de modo que “si tuvieran agua permanente, haría de esta región la más agrícola del Distrito y probablemente del Estado”. Algo parecido decían los de Huatabampo, donde “el Río, a los pocos meses se seca, y su agua, poco se aprovecha desperdiciándose en el mar”. En el caso de Santa Cruz, escuetamente, se decía que la agricultura necesitaba, ante todo, “obras de irrigación”. En Magdalena, también el riego se hacía como antaño, con el “sistema de acequias”. El peor caso era el de Tubutama, donde había ocurrido una “mortandad de ganado” por falta de lluvias y por “las malas producciones agrícolas”. De hecho, decía el informe, el municipio “está muerto y despoblado”, pues, en dos años habían emigrado a los Estados Unidos unas 200 almas. En ello coincidía con el de Guaymas, donde la “mayor parte” de los habitantes habían emigrado al norte, “debido a la paralización de los negocios e industria, que se ha sentido en todo el país de 10 años a la fecha”.

La otra nota era la de la modernización, fuese para señalar su aparición, o para reclamar su urgencia. En el primer caso estaba Tubutama, donde sólo un hacendado se había “preocupado por la maquinaria moderna”. En el segundo Huatabampo, donde se regaba mediante canales, tomas y bombas mecánicas, y donde había mucha maquinaria moderna, pero en ocasiones aún tirada por mulas. En Ímuris se hacía un comentario más detallado: “La agricultura del municipio, hasta hace poco estaba bastante descuidada y se hacía por métodos antiguos y rutinarios; pero de unos cuatro o cinco años a la fecha, se ha empezado a usar maquinaria moderna que ahorre tiempo y dinero”.

Esta aspiración a la modernidad también aparecía a la hora de informar sobre los establecimientos industriales. En el caso de Ímuris, Emilia Bonillas se lamentaba de que sólo había un molino harinero, y no había más fábricas, ni de pastas, ni de cigarros o conservas, en fin que “apenas si se fabrican quesos, mantequilla y quesadillas por un sistema tan antiguo como rutinario. Los rancheros no han buscado ni siquiera la manera de fabricar el cuajo de manera más higiénica”. Teresa Vera agregaba que algunos empresarios habían comenzado a fabricar jabón y aguas gaseosas, pero que no habían “progresado” por falta de capital.

En Santa Cruz, aunque se ufanaban de tener nueve minas, ninguna estaba en explotación “debido a lo bajo del metal, o porque sus propietarios carecen de fondos suficientes para ello”. En Tubutama enlistaban carpinterías, dos barberías, dos zapaterías, un pequeño telar para sarapes y, sobre todo, dos molinos harineros, uno movido por un “motor de gas pobre” y el otro “muy moderno y movido a vapor”. Los de Banámichi declaraban también una fábrica de panocha y dos molinos harineros, pero sus pobres medios de transporte no daban para más: “La manera de transportarse de este pueblo a otros es por lomo de mula y carros y parte de la carga que se exporta o importa se hace por automóvil; en la época de lluvias, es decir en los meses de julio y agosto no hay casi tráfico debido a las avenidas del río de Sonora que lo deja casi aislado del resto del distrito”.

En cuanto a servicios públicos, Huatabampo podía presumir de contar con agua potable entubada, alumbrado eléctrico, cárcel, mercado, teatro, iglesia, y con la Plaza Juárez como lugar de paseo. Pero era una excepción; en general, los pueblos apenas si tenían, como en Tubutama, agua potable. La mayoría eran como Huásabas, población que no contaba “con alumbrado público, cines, paseos, parques, bibliotecas, juegos y demás casas de recreo y sólo cuenta con la placita del pueblo adornado con algunos árboles frutales”.

En resumen, mientras los habitantes más urbanos parecen cómodos con la modernización reciente -aunque sufran algunas de sus consecuencias, como la falta de trabajo y las crisis-, la mayoría ven la modernidad más bien como una meta. Ahora bien, eso indica que el modelo de progreso porfirista, como bien han señalado distintos autores, se impuso de manera general en Sonora. 47

La memoria colectiva

Los informes también nos dan una idea de lo que los pobladores consideraban digno de recuerdo, ya fuera como monumento, historia o mito. Por ejemplo, en Huatabampo recordaban que el fundador del pueblo fue un norteamericano de apellido Wayla en 1877,48 que hubo epidemia de viruela en 1909, de paludismo en 1910, y que “la influenza española en 1920 causó muchas muertes”. En Ímuris Emilia Bonillas recordaba con nostalgia la época en que estaban “en furor los trabajos de Cananea”, ya que en ese entonces el municipio “era visitado diariamente por más de cien transeúntes nacionales y extranjeros”. Los de Banámichi también hablaban de una bonanza debida a un rico mineral llamado Santa Elena que explotó una compañía inglesa. Al parar sus trabajos, entre otras cosas, la población había caído un 40 % en los últimos diez años. Los de Santa Cruz contaban que el pueblo estuvo originalmente en un lugar llamado Calabazas, en Arizona, y que su nombre era Santa María del Suanca, pero que por el mal tiempo y la mala situación “se deshizo dicho pueblo” y la mayor parte de las familias apaches que lo integraban “vinieron a radicarse aquí”. En algún tiempo esa raza “era el azote de los habitantes de esta comarca”, por lo que los gobiernos de México y Estados Unidos la combatieron, “habiéndose logrado exterminarla y localizarla en el lugar denominado San Carlos”. Aunque se contaban muchas cosas terribles de esa raza indígena, el cronista señalaba que “era muy raro encontrar una persona que nos dé una buena narración” de esa historia.

Algunos podían presumir algún templo colonial (Atil y Tubutama), y otros “las ruinas del primer molino que establecieron sin duda los Padres Jesuitas” en el año de 1764 (Banámichi). Previsiblemente, los más orgullosos fueron municipios que figuraban en la historia que se enseñaba en las escuelas sonorenses o en la que se había vivido recientemente con la revolución. Los de Guaymas tenían varios fortines, estatuas, pero, sobre todo, el “soberbio edificio” del ayuntamiento, “quizás el más bien construido, suntuoso y amplio de todos los del país exceptuando la capital de México, Guadalajara y Puebla”. El cronista de Ures recordaba que a esa ciudad le cupo “el honor de haber sido la capital del estado por un periodo como de 50 años y en ese periodo albergó a los hombres de mayor renombre hijos de este Estado”. Después hacía una reseña de los “cruentos episodios” habidos en ese lugar con motivo de las revoluciones intestinas entre Pesqueira y Gándara, así como la que enfrentó a los liberales con los franceses. En la batalla decisiva del 4 de septiembre de 1866.

después de dos horas de encarnizada lucha sucumbió el general Lamberg y a la carga arrolladora de los liberales se desorganizó el ejército enemigo, dos días más tarde fue tomada esta capital y ya sin su caudillo los imperialistas se desbandaron, en Guadalupe comisaría 8 kilómetros al poniente de esta ciudad está la tumba de Lamberg y un sencillo monumento está a la vera del camino en el sitio en que fue sepultado.49

En Huatabampo, recordaban que de ahí salió Álvaro Obregón al frente de 300 hombres “a batir al orozquismo”, que la ciudad fue visitada por Venustiano Carranza y que ahí se dieron distintas batallas entre maytorenistas y carrancistas. Pero junto a ello estaba el recuerdo de una creciente del río Mayo el 24 de diciembre de 1914 que “arrasa una parte del pueblo causando grandes pérdidas materiales”. De hecho, aunque orgullosos de ser cuna de revolucionarios, el cronista también hacía notar la decadencia del municipio fruto de “inundaciones y revoluciones”.

En general, mientras más pequeño y apartado estaba el poblado, había menos acontecimientos para recordar. Los de Tubutama decían que aparte de la lucha contra apaches, “no se tiene noticia de que haya habido algún acontecimiento histórico en el municipio”. Los de Trincheras que: “ningún acontecimiento histórico se ha registrado en el Municipio ni se conocen leyendas sobre el mismo”. Muchos pueblos pequeños podían suscribir eso.

La gramática de esta memoria no es homogénea. Es claro que los lugares más grandes e importantes en términos económicos y políticos colocan en primer lugar los acontecimientos establecidos por la historia escrita y sus símbolos importantes, mientras que en los lugares más pequeños el acento parece estar en los asuntos cotidianos de la familia y la comunidad: epidemias, migraciones, bonanzas. Pero la imposición de una historia común se nota avanzada, al grado que parece borrar, en el caso de los pueblos más pequeños, su propia historia.50

El problema de la identidad

Dos de las preguntas más interesantes tenían que ver con la raza. Una se prestaba a la definición de la identidad de los lugareños y la otra a su percepción de los extranjeros. Respecto a la primera lo que predominaba era el discurso del mestizaje, aunque con un sesgo criollo. La mayoría procuró ensalzar una cierta homogeneidad conseguida en siglos de una convivencia no siempre pacífica. Santiago Yescas (Banámichi) decía que aun cuando esos lugares “se encontraban poblados desde el principio de tribus indígenas, actualmente casi extintas, quedan solamente algunos individuos de raza ópata, la mayoría de la población es mestiza y criolla”. Luis Badilla (Trincheras) era más escueto: “No existe más que la raza mestiza”. Lo mismo decían Antonio García (Atil) y Ramón Vázquez (Tubutama). Conrado Luna (Aconchi) respondía que “no hay razas indígenas”, pero el presidente municipal de Oputo dio la respuesta más simpática: “En la población existe solamente una raza, la nuestra, por lo cual no se puede hacer descripción de las demás”. Emilia Bonillas, de Ímuris, coincidía en que se trataba de una “raza actual homogénea”, ya que “el indio ha desaparecido por completo”.

Por supuesto que tal autoidentificación era más complicada donde la población indígena había sido muy numerosa. En Ures, Victoriano Navarro reconocía una raíz pima y ópata, aunque “una y otra raza se mezclaron con los criollos, blancos o mestizos habiendo acabado por fundirse en una sola raza cuya aproximación es hacia el pima”. Un caso extremo era el de Huatabampo, donde habían sobrevivido los mayos, al grado que según el informante componían el 60 % de la población. Esos “indios nativos” eran los que desempeñaban “las faenas del campo”, además de contar con sus propias “industrias”: de petates y canastos de carrizo, fajas y frazadas de lana, ollas, comales y cazuelas de barro. Por ello Gastelum reconocía que: “los mayos no carecen de inventiva e ingenio y tienen habilidades para estas pequeñas industrias. Educándoles podrían aprender otras industrias fáciles y lucrativas”.

En todas las respuestas sólo apareció una referencia directa a la guerra emprendida por el gobierno porfirista contra los yaquis. La encontramos en Atil, donde después de señalar que los pima, ópata y yaquis habitaron el municipio en épocas “muy remotas” se explicaba que desaparecieron por completo, “siendo la última desaparecida la yaqui que fue deportada a Yucatán por el gobierno”.

Esta ambivalencia es más patente en la percepción sobre los extranjeros. Por un lado había casos de admiración abierta, por otro, de recelo y rechazo, en particular a los chinos. El informante de Huatabampo, Bernardo Gastelum, afirmaba tajante: “No hay extranjeros pobres, todos hacen fortuna en muy poco tiempo, los que siempre están pobres son los nativos”. Los chinos predominaban en el comercio, grande y pequeño y también “empiezan a predominar en la agricultura”. Pero se trataba de la raza “que menos beneficio aporta a la región por sus costumbres”, porque vivían “en un aislamiento deliberado”, no ocupaban empleados nacionales y “hostilizaban” a los negociantes nacionales. El pueblo sentía cierta animosidad contra ellos, “siempre que haya quien la azuce”. En cambio, los otros extranjeros, se asimilaban “fácilmente”, pues, “se casan con mujeres de nuestra nacionalidad mejorando la especie. Dan impulso a negocios y contribuyen grandemente al progreso del Municipio”. Los que gozaban de más simpatías entre el pueblo eran, según este cronista, los alemanes, árabes, turcos y americanos.

En el caso de Ímuris se repetía en líneas generales este discurso. Emilia Bonillas, por ejemplo, después de constatar que la colonia extranjera más numerosa era la china, escribía con orgullo que a pesar de las muchas mexicanas casadas legal o ilícitamente con chinos, ahí, en Ímuris, “no se ha dado un solo caso de unión con individuos de dicha raza”. En esa misma población, Francisco Federico señalaba que controlaban casi por completo la agricultura y comercio, aunque los mexicanos eran superiores en materia de ganadería y comercio con el exterior. Las relaciones entre ambos grupos de empresarios eran “buenas”, pues, generalmente se asociaban para hacer negocios. Por lo demás, no veía que los chinos hubieran hecho mejora alguna al municipio, más bien eran un obstáculo al progreso; no sólo se llevaban dinero y productos “que debían ser para los habitantes de la región”. Sino que contagiaban “con sus enfermedades a los habitantes”. La única que daba una nota amable en este asunto era Teresa Vera, quien señalaba que la colonia china tenía un centro recreativo llamado Casino, donde gustaban de celebrar fiestas patrias tanto del país como de su nación. A las mismas, “convida a las autoridades del lugar y varones del mismo, a fin de solemnizar más el acto y en los cuales obsequia con verdaderos banquetes”.

En Santa Cruz, José Lorta también constataba la superioridad china en comercio y agricultura, pero se cuidaba de anotar que los comerciantes nativos “ningún papel ridículo manifiestan ante los extranjeros”. Además, también aclaraba que aun cuando los chinos eran los extranjeros más numerosos, no ejercían “ninguna influencia educativa civilizadora” y, por lo tanto, “ningún beneficio han hecho en favor de la región”.

En Trincheras, Luis Badilla repetía esta imagen del extranjero bueno frente al extranjero malo. Aunque los mexicanos eran “sirvientes” de los norteamericanos, aprendían de ellos “a perfeccionarse en varios trabajos”. En cambio, de los chinos “no se puede aprender nada por ser individuos que vienen a explotar negocios ya conocidos por nosotros”. Aun cuando los primeros no fueran estimados, no llegaban a ser “odiados como los chinos”.

Aunque esta estigmatización de los chinos no era reciente, hay que tener en cuenta la influencia de la campaña antichina, que era en ese momento particularmente intensa. Las respuestas eran bastante estereotipadas y repetían un discurso que se había ido imponiendo como una especie de verdad pública.51 La versión extrema venía de Magdalena, cuna de esa campaña. El presidente municipal reconocía la inteligencia de los chinos, pero agregaba que “son hipócritas, enfermizos de males contagiosos, son asesinos y en general es una raza nociva a la sociedad por sus costumbres de egoísmo y avaricia”. La única excepción la encontramos en el informe del presidente de Oputo, un pequeño poblado donde sólo había un comerciante chino y otros dos extranjeros residentes de muchos años, un norteamericano y un alemán. La actitud del pueblo hacia ellos, decía, “es hospitalaria, o mejor dicho es buena”.

En ese juego de oposiciones simbólicas que configuran las identidades, es muy claro que a esas alturas, se había impuesto una autodefinición de mexicano centrada en el mestizaje, lo cual habla del fuerte impacto nacionalista que tuvieron las luchas contra los invasores, pero también el liberalismo y la educación patriótica del porfiriato.52 Sin embargo, también es claro que los grupos indígenas recalcitrantes a la mezcla no eran vistos como parte de ese mestizaje: los apaches, los yaquis e incluso los mayos son los otros. A ellos se sumaba a los extranjeros, frente a los cuales ciertamente hay actitudes ambivalentes. Hay extranjeros buenos y malos; los segundos eran los chinos, quienes poco después sufrirán los rigores de la expulsión de Sonora. Ahora bien, estas definiciones, claramente venían de arriba: la imagen negativa de los indios que no quieren integrarse a la civilización fue construida a través de una lucha de cientos de años por someterlos al poder, mientras que la imagen negativa de los chinos fue hecha entre el porfiriato y la revolución por una clase media que resentía su competencia económica e incluso social. Ciertamente esos grupos tenían la “autoridad para nombrar y nombrarse”.53 Lo notable es la profundidad con que habían calado tales representaciones entre los poblados de la muestra.54

Las clases y el estilo de vida

La última noción que aquí se propone para interpretar estos testimonios es la de estilo de vida. Tal noción es usada tanto por Geertz como por Bourdieu para insistir en el carácter estructurado de la vida cotidiana. Si para Geertz se conecta con la intención de captar la “lógica informal de la vida real” de un pueblo, lo “normal” sin “reducir su particularidad”, para Bourdieu este concepto permite atender a las “configuraciones sistemáticas de propiedades que expresan las diferencias objetivamente inscritas en las condiciones de existencia” de los grupos sociales. Tales diferencias, agrega, “percibidas por unos agentes dotados de los necesarios esquemas de percepción y de apreciación para descubrir, interpretar y evaluar en ellos las características pertinentes, funcionan como unos estilos de vida”.55 En otras palabras, con esta noción se subraya un cambio de escala: si con identidad se muestra la relación con los otros (de fuera) pensando al grupo como una unidad, con estilo de vida se pretende ver a los actores dentro de un campo social diferenciado y jerarquizado. Digamos que se trata de ver a las identidades que se definen dentro de esos grupos. Ciertamente, lo que tenemos es una interpretación desde los sectores acomodados de las pequeñas sociedades de la muestra, pero estos discursos, aún si están elaborados desde una posición de poder (simbólico), dejan traslucir al menos una parte de las interacciones que se dan en la práctica. El carácter público, compartido, de los significados que portan esos discursos, nos permite suponer que están conectados con la realidad que simbolizan. “Lograr una referencia conjunta es lograr un tipo de solidaridad con alguien” dice Jerome Bruner.56

Cuando estos informantes intentaron describir el estilo de vida de sus pequeñas sociedades, acudieron a calificativos como sencillo y modesto, y para describir las relaciones entre los distintos grupos sociales, el término armonía fue el más usado, a pesar de que todos detectaban diferencias socioeconómicas.

Gastelum hizo un pequeño ensayo sobre la estructura social de Huatabampo, según él compuesta por tres clases: la educada, la media y la pobre. La primera estaba conformada por agricultores en gran escala, empleados públicos, latifundistas, compradores de semillas, comerciantes y prestamistas.

Esta clase piensa sólo en el trabajo, al que se dedica con entusiasmo. Sus aspiraciones son: enriquecerse para llenarse de comodidades y refinamientos, viajar por el extranjero, educar a sus hijos, contribuir al progreso material y espiritual del Municipio y vivir satisfechos de haber hecho algo ante el paso por esta vida. Sus relaciones con las demás clases son superficiales.

Este segmento era muy pequeño, pues podía enlistar 14 empresas fuertes, de las cuales sólo siete manejaban un capital mayor a veinte mil pesos. Las casas de esas familias, sin embargo, no tenían “nada de notable”. Eran grandes, sencillas, de ladrillo, de un solo piso con balcones y puertas a la calle, sin rasgos de “belleza arquitectónica”, pero contaban con todas las comodidades: sala, recámara, comedor, planta de luz eléctrica, automóviles, teléfonos “y todos los demás artículos que requieren el refinamiento y la comodidad de los ricos”. Su cultura “es mediana”, y aunque se declaraban católicos, eran bastante indiferentes a la religión. Por lo demás, su trato hacia los pobres era “bueno”. Por lo que tocaba a sus diversiones, incluían “los billares, cantinas, bailes, fiestas filantrópicas, paseos al extranjero y al centro del país, paseos en automóvil en los días festivos, excursiones a Yávaros, asistencia a los cines y teatros”. No faltaban las distracciones, aun cuando no había “centros elegantes de diversiones” en el municipio.

La clase media la componían empleados, agricultores en pequeña escala, comerciantes, abarroteros del mercado, industriales y diversos artesanos: barberos, panaderos, herreros, carpinteros, etcétera. No le merecían una gran opinión. Decía que: “Piensan mejorar cuando se les presenta la oportunidad”, pero la política era su “única esperanza para subir”, pues, no tenían fe en el trabajo, “porque gana sueldos muy bajos y además no tiene las cualidades del extranjero para hacer a fuerza de economías, honradez, actividad, tenacidad, optimismo y constancia un pequeño capital”. En su favor abonaba que esta clase en ascenso “se lleva en buena armonía con las demás clases”.

Finalmente, la clase pobre: “es la más numerosa y tal vez es la que vive más feliz y satisfecha con su sueldo, se conforma con alimentarse bien, vestirse sin lujo, divertirse sencillamente. Viven en casas pequeñas e incómodas, no tiene aspiraciones ni ambiciones, no envidia a las clases acomodadas. Tal vez por su crasa ignorancia esta clase es la más feliz de todas”.

Uno sospecha que este informante no simpatizaba mucho con esta clase, pues no le parece que hiciera nada “por su progreso material e intelectual”. Por el contrario, lo que hacía era “embrutecerse y gastar sus buenos jornales que gana en tiempo de zafra en mezcal o dejarlo en los garitos o desplumaderos”. Y también en las fiestas, donde “gastan el último centavo”. Algunos, sin embargo, se elevaban socialmente con las “convulsiones políticas”. Lo peor de todo era la indiferencia de la gente inculta hacia la escuela, que se oponía a ella, así como los “miles de prejuicios, tales como para sembrar no se necesita leer y escribir”.

Una vez hecho ese retrato, Gastelum concluía con una imagen de sociedad estable y armónica. Decía que la moral del pueblo era “buena” y que la mujer recibía un trato “bueno”: “En los hogares reina la paz y la buena armonía”. Además:

La educación que se les da a los niños en los hogares es en general buena, se les inculca el respeto a los mayores, a las autoridades, a los padres, y a la sociedad en general. Les inculcan el odio contra la bebida, contra el juego, el robo, la vagancia y la mentira, en cambio se les fomenta la envidia y algunos prejuicios contra los ricos.

Uno podría suponer que este retrato de Huatabampo tenía que ver con su carácter urbano (tenía más de 3,500 habitantes), sin embargo, la autoimagen de armonía y sencillez se repitió en los otros casos. En Ímuris, María Teresa Vera describía así a sus coterráneos:

La vida de los patrones que son los adinerados del lugar es sencilla, gustan del campo y se divierten lícitamente en paseos y reuniones familiares. Los obreros llevan también vida sencilla y participan de las fiestas que los patrones tienen a bien brindar o las que ellos hacen. Se puede decir que todos se reúnen y no hay en dichas fiestas distinción de clases sino una sola familia que se congrega a celebrar algún aniversario o natalicio.

Claro que había diferencias, por ejemplo en las casas, puesto que las de las personas “acomodadas” y de la “clase media están acondicionadas, teniendo buena arquitectura y apariencia y están en el centro de la Municipalidad”. En cambio, los hogares de la “clase humilde, están en las afueras de la población y son casas de material, de madera y algunas muy humildes chocitas”.

En cuanto a los valores y el ethos de los habitantes, Vera nos brinda una imagen muy semejante a la que ya nos había dado Gastelum, a pesar de que ahí existía una agrupación de agraristas, con “bastantes asociados”.

El carácter del trabajador es bueno, son dedicados a sus labores, se divierten pacíficamente unos porque la mayoría gusta de bebidas embriagantes. Tienen afición por los adelantos pero en su contra está el no tener más horizonte que el de sus faenas diarias. Los patronos tienen el mismo carácter y no tratan con menosprecio a sus sirvientes, gustan de las diversiones sencillas en unión con sus trabajadores. Las relaciones entre ambos son estrechas. La mujer que es esencialmente del hogar gusta de embellecerlo con labores que ha aprendido en la escuela como flores artificiales, labores de mano, etcétera.

De hecho, apuntaba, casi todas las mujeres “pueden confeccionar sus trajes”, ya que la alternativa era comprarlos en Nogales. Otra de las cualidades que destacaba de las mujeres era la confección de tortillas, actividad en la que “despliegan gran habilidad y perfeccionamiento”. Emilia Bonillas, confirmaba esta imagen de “perfecta armonía”, pues no había “despotismo” de parte de los patrones, “ni humillaciones por parte de los otros; parecen ser iguales tanto en el trato como en el vestir”.

La vida de los patrones no es muy ostensible; en su vestir se confunde a veces con el peón; en su casa come bien y viste igualmente y en el campo se aviene a las mismas exigencias que la de los peones. Peones y obreros y patrones son familiares, por lo regular son buenos esposos, amantes padres de familia, atentos con las personas y de un carácter suave tirando a dulce. No puede decirse que el peón en este municipio sea desaseado y antihigiénico, por el contrario, siempre le gusta bañarse y vestir de limpio.

Esta imagen idílica tenía su fundamento en que la gente, si bien era pobre, no era “menesterosa”, el más humilde no dependía de otro, pues casi todos eran propietarios y tenían “una vaca, un marrano, algunas gallinas; venden leñas, hacen cal, trafican en el comercio ambulante y pocos son los que se dedican al verdadero trabajo por jornal”. Le resultaba difícil, por supuesto, saber lo que piensan “uno por uno de los hijos de este Municipio” y conocer sus aspiraciones, pero podía asegurar que, en lo general, “desean que sus hijos aprendan, ya que ellos no pudieron hacerlo y que estos se abran mejores horizontes para una vida menos sacrificada y que no sean unos vehículos de explotación”.57

En lugares más pequeños, esta pintura se repetía con pocas variaciones. El presidente de Atil, Antonio García clasificaba a los habitantes del municipio en dos grupos, “clase media y clase humilde, siendo la clase culta muy escasa, dedicándose la clase media al trabajo personal y la clase humilde al jornal, siendo unos y otros de pocas aspiraciones”. Los propietarios eran pocos, pero todos se prestaban “ayuda mutua en sus faenas del campo”. Los hombres trabajaban fuera de sus hogares, dejando el “negocio doméstico a la mujer”. En la familia “se ayudan mutuamente en el trabajo por la vida, dedican a sus hijos a las faenas domésticas y a las del campo, inclinándolos a ser ciudadanos honrados y útiles a la sociedad”. Por desgracia, añadía, “la mayor parte de sus habitantes usan el tabaco continuamente, y de tiempo en tiempo el mezcal, cerveza y otras drogas, pero siempre ocupados en sus faenas cotidianas”.

En Oputo, el presidente municipal se hacía eco de los discursos ya reseñados. La sociedad era “modesta”, “honrada” en la vida doméstica, y se educaba a los niños en “la aplicación al trabajo”. Sin embargo, también reconocía que el principal defecto de algunos habitantes era la “inclinación hacia la embriaguez”. En cambio entre sus cualidades destacaba que eran “amantes de dedicarse a sus faenas”.

Ramón Vázquez, de Tubutama, se quejaba de las familias que “ven con indiferencia la instrucción”, y apuntaba como el peor defecto de sus paisanos “la negligencia con que hacemos todos nuestros negocios, principalmente el de la labor agrícola; pues todo lo dejamos a la prodigalidad de la naturaleza”. También anotaba el consumo de bebidas embriagantes como el mezcal, pero con la salvedad de que “sólo se hace uso de licores en días festivos habiendo hombres que detestan las bebidas embriagantes”. En cambio, el consumo de tabaco era generalizado. Los “hombres de dinero” en el lugar eran sólo cinco, de los cuales el más importante era un estadounidense, William Beefford Kibbey, quien “generosamente” había sostenido la escuela pública cuando el gobierno se había encontrado en malas condiciones (los otros once extranjeros eran chinos y japoneses). Además, pagaba buenos salarios y daba “cómoda vivienda” a sus trabajadores. Finalmente elogiaba el “hermoso y cómodo castillo” que habitaba en la hacienda del Álamo, el cual, “por su orientación y situación topográfica hacen venir a la imaginación los históricos tiempos del feudalismo”. En contraste, el resto de edificios eran, como el del propio Vázquez, “sumamente humildes”, de ladrillo crudo o adobe.

En un municipio tan pequeño como Banámichi, Santiago Yescas escribía que “se pueden contar con los dedos de la mano los ricos que pueden vivir holgadamente”. La clase pobre, en cambio, vivía de su trabajo en los campos, generalmente, “con escasez”. Eran pocas “las personas del pueblo que se hayan elevado”. Y a diferencia del cronista de Huatabampo, éste sólo atribuyó dos cualidades a los moradores del municipio: eran “hospitalarios y generosos”. En cambio los vicios principales que detectaba eran, otra vez, el consumo del tabaco y el del mezcal. El informante de Aconchi se limitaba a decir que en esa región “los habitantes son hospitalarios”.

En otro lugar pequeño, Trincheras, Luis Badilla volvía a mencionar el asunto de las organizaciones sociales, pero sólo para enfatizar la armonía social existente.

No existen Uniones Obreras y entre los patrones y sirvientes reina completa armonía, los primeros conformes con el servicio de los segundos y estos con los sueldos que se les pagan [...] La vida entre estos se pasa en buena armonía, siendo muy poco frecuentes los disgustos entre ambos [...] El carácter, tanto del patrono como del trabajador, es amable, con raras excepciones, existiendo, por lo mismo, buenas relaciones entre unos y otros.

Claro que su idea de las clases sociales era muy particular. En Trincheras dominaba “la clase educada, si es que educación quiere decir portarse regular ante la sociedad; sigue la clase inferior en cultura, en baja proporción, no conociéndose la humilde, si es que humilde le llamamos al que se humilla”.

Lo interesante de Badilla es que esta percepción coexistía con una nota jacobina, pues al hablar de la religión católica, lo hacía con un tono crítico. Si bien inculcaba preceptos morales, “también es cierto que, por algunos absurdos que les predican los frailes contribuye a conservar ciertas gentes en la ignorancia, aunque, justo es decirlo, el pueblo de Trincheras no es fanático exaltado”.

En su caso es posible que la percepción igualitaria tuviera que ver, como en Atil, con el hecho de que se trataba de un lugar bastante pobre. Según Badilla: “No se tiene noticia de que algún habitante viva con holgura debido al salario de que disfruta; y si, la mayoría es de escasos recursos; por tal motivo quizá, no se ve esa diversidad de clases, muy común en otros lugares”.

Finalmente, en el capítulo de vicios, anotaba que el pueblo, aunque afecto al mezcal, lo tomaba con moderación, “desconociéndose casi por completo los borrachos consuetudinarios”. Igualmente reconocía la generalización del consumo de tabaco, pero como varios otros informantes, señalaba que el uso de lo que se llamaba en ese entonces “drogas heroicas” era “completamente desconocido”.

No resulta sorprendente, después de esa caracterización, que su evaluación del pueblo de Trincheras resultara muy positiva: era “de buena moral, franco y bromista en sus tratos, y, en lo general, de honradez intachable”. Claro que, una vez más esa imagen implicaba la exclusión de la mujer, quien no tenía “más participación en la vida social que como encargada del hogar”.

Unos años antes, en 1917, un joven revolucionario, Juan de Dios Bojórquez había publicado los recuerdos del lugar donde nació, San Miguel de Horcasitas, un viejo pueblo de origen colonial en decadencia, a pesar de su cercanía a Hermosillo. Su retrato es asombrosamente parecido a buena parte de lo que aquí hemos reseñado: un pueblo de “hermosos sembrados”, buenos labradores y vaqueros, con un profesor “respetable y respetado”, “célebre por sus nopales y el prestigio de sus tunas”, de su trigo y sus frutas. Ahí se vivía una vida campirana, donde la gente disfrutaba de un “esparcimiento sencillo, ingenuo”, la gente era hospitalaria, las mujeres tenían una “belleza ingenua” y sus viejos legendarios tenían unas “costumbres patriarcales”.58 Tal coincidencia no es casual, sino reveladora de que tales imágenes tenían bastante consenso en la época.

Conclusiones

La primera intención al estudiar este material era relacionarlo con los dos modelos presentados en la primera sección, uno de corte rural que miraba desde el largo plazo y el segundo de naturaleza urbana que resaltaba la aparición de novedosas formas de interacción social y sus correspondientes representaciones. En ese sentido lo que podemos señalar es que, en efecto, en estos testimonios es posible distinguir ambos modelos y que la divisoria se encuentra en la naturaleza urbana de los lugares en que habitaban nuestros improvisados cronistas. Así, los de Huatabampo, Guaymas y Magdalena, claramente cabrían dentro del modelo propuesto por Carr, Meyer y Voss, por su acento en el progreso técnico y en la superioridad de clase y ética de los blancos pudientes. Más aún, porque su interpretación del pasado era más cercana a la de la historia estatal nacionalista, con su orgullo por los monumentos y los héroes locales. Los testimonios de los poblados más pequeños, en cambio, apuntan a fortalecer la idea de que el otro modelo, identificado por Spicer y León Portilla, parece haber sobrevivido en el medio rural sonorense, con su imagen del gran propietario paternalista en el centro de comunidades armónicas y sencillas, donde no parece haber conflicto social sino un espíritu de colaboración y ayuda mutua, un apego profundo a la tierra y una memoria colectiva enraizada en la vida diaria.

Ello nos hablaría tanto de continuidad como de ruptura y, sobre todo, de la imposibilidad de hablar de una sola cultura regional sonorense, tal como han señalado Mary Kay Vaughan y Dora Elvia Enríquez. Ambas han hecho notar la existencia de las culturas indígenas como otro mundo simbólico que está no sólo en confrontación con el modelo urbano del progreso, sino incluso con el modelo campesino tradicional. Y también, que existían otros en Sonora, al menos el de la frontera y el de los migrantes mexicanos del sur.59

Constatar la existencia de este pluralismo cultural es importante, pero no podemos olvidar que se trata de grupos que interactuaban y luchaban por poder, recursos y estatus. En otras palabras, como sugiere Ricoeur, sus representaciones se encontraban en una lucha de legitimación, por la instauración del binomio de “grandeza y justificación”.60 Así, adquieren sentido las notables impurezas de ambos modelos en nuestros testimonios. Los modelos están mezclados y, sobre todo, articulados por la idea de que la modernidad representa un estado superior de vida por alcanzar o conservar. En ese sentido, todos coinciden en señalar a algunos grupos indígenas o extranjeros como sus amenazas: los apaches, los yaquis, los chinos, lo que a la vez implicaba mirarse como una sociedad básicamente blanca y mestiza, dispuesta a mezclarse con los otros sí, pero con los buenos extranjeros e indígenas. Al mismo tiempo, coinciden también en el papel subordinado que se concede a las mujeres -a quienes se les ubica en el espacio doméstico-, la identificación de la ignorancia y falta de cultura de los grupos sociales más pobres, y el reconocimiento del elevado consumo de alcohol.

Sin embargo, tal vez el rasgo más fuerte en este sentido es el de mirarse como una sociedad libre del conflicto social, como una familia, modesta, honrada y que vive en armonía. Esa imagen, que ha sido muy usada en la literatura historiográfica de la revolución, nos habla de la fuerza que el proyecto liberal en su versión porfirista había alcanzado en algunas partes de Sonora. Más aún nos indica que la revolución no la había minado en ese punto crucial. Por ejemplo, Sheridan encontró en Cucurpe, muchos años después, que a pesar de las diferencias sociales y la existencia de símbolos potenciales de conflicto social, el pueblo seguía admirando a los ricos propietarios, y tenía como meta social convertirse en uno de ellos. Y la clase media del lugar describía su estilo de vida como “moderado” y “ordenado”.61

Tal como encontró Miguel Tinker, lo que parece haber ocurrido en Sonora durante el porfiriato fue un “alto grado de asociación entre la clase media y los notables” que facilitó la persistencia de la imagen de una sociedad unida, así como su imposición sobre el resto del estado. Más aún, estos grupos, ante los efectos de la modernización porfirista, habían adoptado una “inclinación moralista, esperando rehabilitar y recapturar de alguna manera los antiguos estilos de vida”.62 Miraban al pasado, más que al futuro.

Aunque las características de los sonorenses se han usado para explicar la naturaleza de la revolución mexicana, en realidad hay pocos estudios dedicados a explorar sistemáticamente esa relación. El de Vaughan ha mostrado los ambivalentes resultados de la política cultural en el Valle del Yaqui: mientras los antiguos pobladores indígenas la rechazaron, fue muy eficaz para integrar a la población nueva de recién llegados a la margen izquierda del río, quienes a la postre fueron dotados de tierra ejidal. Por su parte, Bantjes hizo notar la debilidad del “anticlericalismo popular” en Sonora a pesar de la política de confrontación callista.63 De hecho, prevalecía un sentimiento de no ser “fanáticos exaltados”, como decía el cronista de Trincheras. Y finalmente, aun cuando la imagen negativa de los chinos se había impuesto en Sonora y a la postre llevó a su expulsión, en realidad tal racismo no se extendió al resto del país.64 Tal vez tendría que revisarse la idea de que hay una compatibilidad absoluta entre la cultura sonorense dominante y la construcción ideológica del nacionalismo mexicano. En realidad, más bien la imposición de una ideología nacionalista oficial no sólo inventó su versión de la provincia sino que intentó suprimir sus muchos fragmentos regionales. Como dice Knight, en el mejor de los casos, el Estado posrevolucionario “los contuvo, impidió una ruptura definitiva y se empeñó en una homogeneización limitada”.65

Por último, habría que destacar que la hegemonía del modelo cultural sonorense no era aceptada sin resistencia por estos testigos de 1926. En algunos testimonios aparece el temor al conflicto social, la aceptación del aporte sociocultural chino, o la preocupación por la entrada de los de abajo en la política. Señales del futuro que no podían ser totalmente ignoradas.

    Archivo. Archivo General del Estado de Sonora (AGES)

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1Cit. en Denys Cuche, La noción de cultura en las ciencias sociales (Buenos Aires: Nueva Visión, 2002), 55. Para Geertz la cultura “denota un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida”. En La interpretación de las culturas (México: Gedisa, 1991), 88.

2John Monaghan y Peter Just, Una brevísima introducción a la antropología social y cultural (México: Océano, 2016), 53 y ss.

3Clifford Geertz, La interpretación de las culturas, 52 y 57. Una evaluación crítica de esta perspectiva puede verse en Adam Kuper, Cultura. La versión de los antropólogos (Barcelona: Paidós, 2001), capítulo 3.

4Anthony Giddens, La constitución de la sociedad (Buenos Aires: Amorrortu, 2006), 61-63; John Monaghan y Peter Just, Una brevísima, 89.

5Clifford Geertz, La interpretación, 90.

6Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2013), 286-289.

7Denys Cuche, La noción de cultura, 109-110.

8Sidney G. Tarrow, El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política (Madrid: Alianza Editorial, 2012), 251 y ss.

9Mary Kay Vaughan, La política cultural en la revolución. Maestros, campesinos y escuelas en México, 1930-1940 (México: Fondo de Cultura Económica, 2001), 59.

10Edward H. Spicer, “Plural Society in the Southwest”, en Plural Society in the Southwest, ed. Edward H. Spicer y Raymond H. Thompson (Nueva York: Interbook, 1972), 22.

11Edward H. Spicer, Los yaquis. Historia de una cultura (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1994), 167-168.

12Edward H. Spicer, Los yaquis, 173-174 y 178.

13Edward H. Spicer, Los yaquis, 171-173.

14Miguel León Portilla, “The Norteño Variety of Mexican Culture: An Ethnohistorical Approach”, en Plural Society in the Southwest, ed. Edward H. Spicer y Raymond H. Thompson, 92 (Nueva York: Interbook, 1972).

15Miguel León Portilla, “The Norteño Variety”, 94.

16Miguel León Portilla, “The Norteño Variety”, 100.

17Miguel León Portilla, “The Norteño Variety”, 103-104.

18Miguel León Portilla, “The Norteño Variety”, 105-106.

19Miguel León Portilla, “The Norteño Variety”, 110-113.

20Barry Carr, “Las peculiaridades del norte mexicano, 1880-1927: ensayo de interpretación”, Historia Mexicana XXII(3) (1973): 328.

21Barry Carr, “Las peculiaridades”, 329.

22Barry Carr, “Las peculiaridades”, 330. Véase también Miguel Tinker Salas, A la sombra de las águilas. Sonora y la transformación de la frontera durante el porfiriato (México; Fondo de Cultura Económica, 2010), 361 y ss.

23Barry Carr, “Las peculiaridades”, 335-336.

24Barry Carr, “Las peculiaridades”, 336.

25Barry Carr, “Las peculiaridades”, 336-343.

26Jean Meyer, La Cristiada.2-El conflicto entre la Iglesia y el Estado 1926-1929 (México: Siglo XXI, 2007), 177.

27Jean Meyer, La Cristiada, 169-195.

28Stuart F. Voss, On the Periphery of Nineteenth-Century Mexico. Sonora and Sinaloa 1810-1877 (Tucson: The University of Arizona Press, 1982), 25-27.

29Stuart F. Voss, On the Periphery, 87.

30Héctor Aguilar Camín, La frontera nómada: Sonora y la revolución mexicana (México: Siglo XXI, 1981), 446.

31Friedrich Katz, La Guerra secreta en México, tomo I (México: Ediciones Era, 1982), 30-38. La cita textual es de la p. 38.

32Friedrich Katz, La guerra secreta, 39.

33Friedrich Katz, La guerra secreta, 158.

34Denys Cuche, La noción de cultura, 110.

35Para el total de 13 municipios hemos agregado datos de otra encuesta, de 1923 y 1924, sobre Guaymas, Magdalena y Ures. Por desgracia esa encuesta anterior no incluía los puntos relativos a las clases sociales, hábitos y costumbres.

36Las respuestas están en AGES, Ejecutivo, tomo 53, 1926, salvo las de Guaymas, Magadalena y Ures, que están en el tomo 3,659, 1923 (aunque son de 1924).

37Paul Ricoeur, La memoria, la historia, 213-214.

38Roger Chartier, El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural (México: Gedisa, 2005), 34-37.

39El criterio oficial del censo de 1921 parece haber sido poner la divisoria en los 2,000 habitantes, pero aun así, se trataría de 19 poblados con 93,346 habitantes urbanos en Sonora, una minoría respecto del total de 275, 127. Véase Departamento de la Estadística Nacional, Censo General de habitantes. 30 de noviembre de 1921. Estado de Sonora (México: Talleres Gráficos de la Nación, 1925), 162.

40Departamento de la Estadística Nacional, Censo General de habitantes, 161-165.

41Robert C. West, Sonora. Its Geographical Personality (Austin: University of Texas Press, 1993), 92 y ss.

42Incluso desde el porfiriato, de acuerdo con Miguel Tinker, A la sombra de las águilas. Sonora y la transformación de la frontera en el porfiriato (México: Fondo de Cultura Económica, 2010).

43Francisco R. Almada, Diccionario de historia, geografía y biografía sonorenses (Hermosillo: Instituto Sonorense de Cultura, 2009), 71 y 311.

44Maurice Halbwachs, “Espacio y memoria colectiva”, Estudios sobre las Culturas Contemporáneas III(9) (1990), 14.

45Véase Claudio Lomnitz, Las salidas del laberinto. Cultura e ideología en el espacio nacional mexicano (México: Joaquín Mortiz, 1995), 196-197.

46Maurice Halbwachs, “Espacio y memoria colectiva”, 40.

47La crónica de la modernización de Guaymas hecha por Alfonso Iberri sigue siendo imprescindible, El viejo Guaymas (Hermosillo: Gobierno del Estado de Sonora, 1982). Véase también Miguel Tinker, A la sombra de las águilas; y Dora E. Enríquez, “Elites, cambio social e identidad regional en el Sonora porfiriano”, Tzintzun. Revista de Estudios Históricos (30) (1999): 153-154.

48Francisco Almada consigna este hecho, aunque da como fecha 1876. Diccionario de historia, 311.

49Un cronista contemporáneo hace una vívida descripción de la resignada decadencia de Ures, “abrazada desesperada a las añoranzas de un pasado glorioso”. Francisco Bustamante Tapia, Sonora mágica (Hermosillo: La voz de Sonora, 1999), 99.

50De hecho, esta gramática coincide bastante con lo señalado por James Fentress y Chris Wickham, Memoria social (Madrid: Cátedra, 2003), 141-142.

51Nicolás Cárdenas, “Integrados y extraños en Sonora: La expulsión de los chinos, 1916-1934”, en Integrados y marginados en el México posrevolucionario, ed. Nicolás Cárdenas y Enrique Guerra, 349-398 (México: Miguel Ángel Porrúa, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, 2009).

52Véase Departamento de la Estadística Nacional, Sonora, Sinaloa y Nayarit. Estudio Estadístico y Económico Social (México: Imprenta Mundial, 1928), para una versión desde arriba. En esos momentos Juan de Dios Bojórquez, sonorense, ocupaba la dirección del Departamento. Por un lado se dice ahí que “la raza indígena tiende a desaparecer” y, por otro, que el alto porcentaje de gente “blanca pura” en Sonora, se debía a que “los mestizos acomodados en general no quieren aparecer como tales y se declaran blancos puros. De todos modos, el mestizaje es allí mucho menor que en gran parte de la República” (p. 71).

53Denys Cuche, La noción de cultura, 112.

54Para el caso de los chinos véase Adolfo de la Huerta, Informe de gobierno de 1917 (Hermosillo: Imprenta del Gobierno del Estado, 1917): 12; Gerardo Reñique, “Región, raza y nación en el antichinismo sonorense. Cultura regional y mestizaje en el México posrevolucionario”, en Seis expulsiones y un adiós. Despojos y exclusiones en Sonora, coord. Aarón Grajeda, 231-289 (México: Plaza y Valdés, 2003) y Miguel Tinker, A la sombra, 117 y ss. Vale la pena considerar que esa imagen negativa hacia los yaqui no se impuso en todas partes. En algunos barrios de Hermosillo donde se asentaron yaquis, cuenta Francisco Luna, “los valores y la religiosidad india” fueron asimilados por los criollos y mestizos. Véase La luz de la parroquia. Literatura y vida en la frontera norte de México (Hermosillo: Instituto Sonorense de Cultura, 2003), 36.

55Clifford Geertz, La interpretación, 27, 30 y 121; Pierre Bourdieau, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (Madrid: Taurus, 1991), 170.

56Jerome Bruner, Realidad mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que dan sentido a la experiencia (Buenos Aires: Gedisa, 2012), 73; Clifford Geertz, La interpretación, 26 y Paul Ricoeur, La memoria, la historia, 155-156.

57Una vez más salta a la vista el parecido con los discursos que se formulaban en las dependencias del Estado mexicano. Bojórquez, como director del Departamento de Estadística señalaba que en el noroeste las leyes del trabajo “se basan en necesidades reales y no están sujetas a cambios bruscos ni extremosos”. Además subrayó la preferencia por “soluciones pacíficas y moderadas a que se llega por avenimiento” entre patrones y trabajadores. Prueba de ello, añadía, era que de 1922 a 1926 no hubo registro de huelgas o paros en Sonora. Departamento de la Estadística Nacional, Sonora, Sinaloa y Nayarit, 396, 408-409.

58Juan de Dios Bojórquez, Sonot. Libro semisalvaje de amor y rebeldías yori yaqui (Hermosillo: Orientación, 1917), 41-44. Véase también Leslie Hewes y Nina Veregge, “Sonora, 1931”, Journal of the Southwest 38(1) (primavera 1996): 23-36; y Ángel Encinas Blanco, Este era un pueblo llamado Batuc (Hermosillo: La voz de Sonora, 2000).

59Mary Kay Vaughan, La política cultural, 109-111; Dora E. Enríquez, “Elites, cambio social”, 169-172.

60Paul Ricoeur, La memoria, la historia, 288.

61Thomas E. Sheridan, Where de Dove Calls. The Political Ecology of a Peasant Corporate Community en Northwetern Mexico (Tucson: The University of Arizona Press, 1988), 139-145.

62Miguel Tinker, A la sombra, 433 y 450.

63Adrian A. Bantjes, As If Jesus Walked on Earth. Cardenismo, Sonora and the Mexican Revolution (Wilmington: Scholarly Resources Inc., 2000), 24.

64Éste es un punto de debate en la literatura sobre el tema. Si inicialmente se vio como un fenómeno norteño, actualmente se le tiene a ver como uno nacional. Sin embargo, los datos siguen mostrando que sólo dio lugar a movilizaciones en zonas limitadas del país. Véase Jason Oliver Chang, Chino. Anti-Chinese Racism in Mexico, 1880-1930 (Urbana: University of Chicago Press, 2017), 152 y ss.

65Alan Knight, “La identidad nacional mexicana”, Nexos (2015); Carlos Martínez Assad, “Bosquejo para entender las identidades regionales”, en Culturas e identidades, coord. Roberto Blancarte, 319-349 (México: El Colegio de México, 2010); y Luis Aboites, “En busca del centro. Una aproximación a la relación centro-provincias en México, 1921-1949”, Historia Mexicana LIX(2) (2009): 711-754.

Recibido: 15 de Enero de 2016; Revisado: 06 de Diciembre de 2016; Aprobado: 28 de Agosto de 2017

Nicolás Cárdenas García es doctor en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México y Profesor Titular del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco. Su línea de investigación principal es la reconfiguración de las relaciones sociales y políticas en el periodo posterior a la revolución mexicana. Sus últimas publicaciones son: “Lo que queremos es que salgan los blancos y las tropas. Yaquis y mexicanos en tiempos de revolución (1910-1920)”, Historia Mexicana, (264) (2017); “Movimiento campesino y oportunidades de cambio político y social. La experiencia del Valle del Yaqui (1920-1950)”, Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México (52) (2016); y “De revolucionarios a legisladores. El proceso político del Congreso Constituyente de 1916-1917”, Política y Cultura (48) (2017).

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