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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.39 no.155 Zamora sep. 2018

https://doi.org/10.24901/rehs.v39i155.288 

Sección Temática

Nuestra Madre sufre y llora. Violencia intrafamiliar y Buen Vivir desde la relación con el maíz en una comunidad nahua de Guerrero, México

Our Mother suffers and cries. Domestic Violence and Good Living based on the Relation with Maize in a Nahua Community of Guerrero, Mexico

Dominique Raby 1  

1El Colegio de Michoacán, email: dominiqueraby@yahoo.ca


Resumen:

La violencia intrafamiliar es una problemática de primera importancia para las mujeres indígenas en México. Las mujeres indígenas organizadas buscan promover la equidad de género en el respeto de su cultura, a pesar de costumbres y tradiciones permeadas por la jerarquía de género. Este artículo aporta elementos de reflexión a partir del análisis de la relación con el maíz en una comunidad nahua de Guerrero, México. Basándose en tres relatos tradicionales, muestra cómo el maíz, considerado como sujeto femenino de la Casa (en el sentido levistraussiano), encarna valores fundamentales de no violencia hacia las mujeres. Como el maíz forma tradicionalmente el núcleo de la vida económica y familiar, su “valor diferencial” (en el sentido de Héritier) sumamente positivo tiene un potencial transformativo interesante para pensar la lucha contra la violencia de género. Este potencial se analiza a través de conceptos indígenas como la complementariedad y el Buen Vivir, y con una atención particular a la voz de las mujeres.

Palabras clave: maíz; género; violencia; Buen Vivir; nahuas; México

Abstract:

Domestic violence is an issue of primordial importance for indigenous women in Mexico. Organized indigenous women seek to promote gender equity in the broader framework of respect for their culture, despite traditions and customs that are pervaded with gender hierarchy. This article presents elements for reflecting on this issue based on the analysis of people’s relation to maize in a Nahua community of the State of Guerrero, Mexico. Using three traditional narratives, it shows how maize -which is considered a feminine member of the House (in the Levi-Straussian sense)- embodies fundamental values of non-violence towards women. Since maize is at the very basis of economic and familial life, its highly-positive “differential value” (in the sense of Héritier) has a transformative potential that can be used creatively in the struggle against gendered violence. This potential is analyzed here through such indigenous concepts as gender complementarity and Good Living, with special attention given to women’s voices.

Keywords: maize; gender; violence; Good Living; Nahuas; Mexico

La violencia intrafamiliar es una problemática de primera importancia para las mujeres indígenas en México y otros países de las Américas.1 Es un desafío cotidiano tanto para las mujeres organizadas que luchan contra ella como para las mujeres que sufren y buscan soluciones a esta violencia en su vida cotidiana en las comunidades. Todas reconocen que la violencia afecta profundamente a las familias y a sus comunidades. En el presente artículo, retomo esta preocupación, a partir de mi experiencia en una comunidad nahua del Alto Balsas (estado de Guerrero), para proponer una reflexión sobre los vínculos entre la atención a la violencia intrafamiliar y la relación tradicional con el maíz.2 Como en otras regiones indígenas de México, la relación con el maíz, como planta y espíritu, es fundamental en la constitución de las representaciones y prácticas de esta comunidad. Pero en el Alto Balsas, de manera muy sugerente, la planta se concibe como una mujer joven y vulnerable a la violencia. Presentaré esta reflexión a partir del análisis de relatos tradicionales contados en náhuatl por ancianos, mujeres y hombres, cuyas voces grabé durante los últimos quince años.3 Estos relatos son destinados a transmitir valores culturales a las jóvenes generaciones. Sin embargo, por varias razones, ya no tienen la audiencia que solían, al igual que en otras comunidades.4 Pero, ¿cuál podría ser el vínculo entre cuentos tradicionales y la lucha contra la violencia intrafamiliar? Para contestar a esta pregunta, es necesario empezar con un recorrido breve del pensamiento de las mujeres indígenas organizadas en su lucha contra la violencia.

Feminismo indígena, tradición dinámica y lucha contra la violencia

Al igual que otros aspectos de la jerarquía de género, la cuestión de la violencia ha llevado al feminismo indígena emergente de los años noventa a una profunda reflexión sobre las costumbres y las tradiciones patriarcales de los pueblos originarios latinoamericanos.5 Así, el levantamiento zapatista de 1994 y la declaración de la Ley Revolucionaria de Mujeres dieron a conocer a un público amplio los dilemas de las mujeres indígenas: ¿Cómo promover la equidad de género dentro de su cultura cuando costumbres y tradiciones son permeadas por la jerarquía de género? ¿Y entonces, cómo pensar los derechos de las mujeres sin traicionar la necesaria solidaridad con los hombres en la lucha por los derechos de los indígenas? Las respuestas dadas a estas preguntas por las mujeres mayas de Chiapas y de Guatemala, surgidas en un diálogo con mujeres indígenas de otras regiones y académicas y activistas feministas no indígenas, han iluminado dos aspectos que podemos considerar como los pilares de la reflexión ulterior.

Por una parte, la tradición, lejos de ser un bloque monolítico y petrificado, es un conjunto dinámico y cambiante que siempre ha integrado nuevas ideas y prácticas, y esta flexibilidad permite pensar en futuras transformaciones.6 Esta concepción va en contra tanto de ciertas perspectivas de la antropología temprana (la “Closed Corporate Community” de Wolf, por ejemplo) como de visiones esencialistas propuestas por ciertos grupos o líderes indígenas, en particular, en contexto de inseguridad cultural (véase Fischer 1999, Jackson y Warren 2005).7

Por otra parte, las mujeres indígenas subrayan la importancia de pensar en términos de valores y no de simple aplicación de la costumbre. A partir de los valores propios de sus culturas (en el sentido axiológico: lo que es considerado bueno, estimable), como es la “complementariedad” de los sexos, ellas proponen pensar la transformación de los aspectos de la tradición que perjudican a las mujeres. La complementariedad se entiende como la interrelación de los géneros femenino y masculino, como dualidad u oposición binaria, al nivel cotidiano (pareja) y cosmológico (fuerzas y elementos ambientales, por ejemplo, la luna y el sol, o como veremos, el maíz femenino y la cruz masculina). La complementariedad se basa en un equilibrio y reciprocidad entre los géneros que es considerada como equidad. Es importante entonces para las mujeres indígenas organizadas “transformar las prácticas que se han alejado de esa cosmovisión y de esos valores” (MacLeod en Duarte 2007, 52l). Tanto la idea fundamental de complementariedad, como el compartir con los hombres de sus comunidades opresiones coloniales, desigualdades neoliberales y la lucha contra éstas, explica por qué es importante para el feminismo indígena decolonial incluir a los hombres en la reflexión y en la lucha contra la violencia (retomo ideas aquí de Blackwell et al. 2009, Duarte 2007, Saumier 2001, Sieder y MacLeod 2009, Speed et al. 2006, etcétera).

En años recientes, la cuestión de los valores (y de las prácticas que enmarcan) ha tomado un nuevo giro con una noción popularizada por intelectuales y activistas indígenas de la región andina: el Buen Vivir. La idea del Buen Vivir (también vinculada a movimientos indígenas que emergen de momentos claves de los años sesenta y noventa) se ha difundido en las redes indígenas de las Américas con un éxito impresionante. A pesar de denominaciones y definiciones locales que pueden ser bastante distintas, tanto intelectuales como (según mi experiencia) gente de las comunidades parecen reconocer sus ejes fundamentales. En resumidas cuentas, el Buen Vivir es un concepto de bienestar colectivo, basado en relaciones de reciprocidad y ayuda mutua, cuyo valor fundamental es el respeto de la vida y del medio ambiente, y donde los elementos del medio ambiente son sujetos de relación en vez de objetos de explotación (Langlois 2012).8

El Buen Vivir, como conjunto de relaciones sociales idealmente armoniosas, se manifiesta en la vida cotidiana principalmente en dos espacios: la familia y la comunidad;9 la búsqueda del Buen Vivir o de su restablecimiento reitera, entonces, la idea que la lucha contra prácticas nocivas como la violencia intrafamiliar debe hacerse con los hombres, y no contra ellos. Sin embargo, la misma visión crítica que prevalía en cuanto a las costumbres sigue válida al considerar el Buen Vivir. Julieta Paredes, por ejemplo, quien se autodefine como feminista aymara y lesbiana de Bolivia, propone pensar un feminismo comunitario, donde la mujer no sería sólo la mitad de la pareja (según la tradicional complementariedad de los sexos) sino de todo aspecto de la comunidad (político, tenencia de tierras, etcétera), en un espíritu de equidad. Así, desde una perspectiva de género, el futuro feliz de las comunidades (el Buen Vivir) depende de su capacidad por integrar los saberes de las mujeres ancianas, a la vez que producir nuevos conocimientos, como lo hace la misma autora (Paredes 2008); el Buen Vivir, como lo indica su nombre, se ubica directamente en el campo de los valores y ofrece, entonces, un marco general particularmente sugerente y flexible para repensar las relaciones de género dentro de “lógicas culturales” al nivel local y panamericano.

Los relatos tradicionales como los que presentaré aquí se prestan particularmente bien a una reflexión sobre transformaciones a partir de valores culturales; sin embargo, su potencial queda hasta ahora subvaluado en la lucha por la equidad de género. Al escuchar estos relatos o cuentos, surgen las mismas problemáticas enfrentadas por las mujeres indígenas organizadas. Unos aspectos de los relatos apoyan el respeto a la mujer, pero otros justifican la jerarquía de género y sus consecuencias perjudiciales para las mujeres. Afortunadamente, la naturaleza misma de los relatos y de la narración, donde la creatividad tiene un lugar preponderante, permite trascender esta problemática.

En efecto, desde los estudios pioneros de Richard Bauman (1970), es un hecho ahora bien establecido que los relatos de la tradición oral viva forman conjuntos polisémicos, plurivocales y dialógicos. Las versiones individuales de un relato dentro de una comunidad o una región, lejos de ser más o menos “exactas” según su acercamiento a un modelo paradigmático, son, al contrario, los elementos constructivos de la tradición. Forman un diálogo comunitario acerca de problemáticas sociales de importancia (Narayan 1995, 257-258; Smith 1999, 144-145; Taggart 1990, 13, etcétera), donde las variaciones (hasta cierto punto socialmente controladas) dan cuenta de puntos de vista basados en la identidad social e historia personal del narrador, y que incluso pueden transformarse a lo largo de la vida de un mismo narrador. Así, la tradición oral no es un conjunto coherente sino una tradición dinámica, dialógica y en perpetua construcción (Bauman y Briggs 1990, Honko 2000, Taggart 2007).

Visto desde una perspectiva de género, esto significa que las mujeres participan en la tradición con versiones que reflejan su identidad de género (Jordan y de Caro 1986), interseccionadas con otras identidades, por ejemplo, de etnia o de clase. Sus relatos, a menudo, dirigidos a una audiencia de mujeres y niños, desarrollan puntos de vista distintos desde su posición en la familia patriarcal (Raheja y Gold 1994), los cuales vienen, a menudo, a valorizar los aspectos femeninos al nivel cotidiano y cosmológico, y pueden hasta volverse espacios de “resistencia” incipiente frente a la jerarquía de género (Abu-Lughod 1990), características aprovechadas también por las mujeres nahuas (Raby 2003, 2007).

En un trabajo anterior (Raby 2012a) he analizado cómo el relato de un viaje al mundo de los muertos servía a una narradora para expresar dudas sobre la legitimidad de la costumbre que permite a un hombre disciplinar a su esposa. Mostraba cómo una joven oyente, al desarrollar la lógica del relato, lograba demostrar la nocividad de esta práctica. El ensayo concluía con recomendaciones generales sobre la posibilidad de usar relatos femeninos para promover la lucha contra la violencia desde el pensamiento nahua femenino y la interculturalidad.

En el presente trabajo, quisiera profundizar esta reflexión a partir de los valores imbuidos en las representaciones del maíz, y del poder generativo de estos valores para volver a pensar las relaciones de género. Los relatos sobre el maíz exponen ideas sobre dos tipos de violencia de género, que he llamado en otros trabajos la violencia “legítima” (al igual que en el relato sobre el viaje al inframundo) y la violencia “ilegítima”. Retomo esta distinción fundamental entre violencia legítima e ilegítima de Walter Benjamin (1995) para aplicarla a cuestiones de género. La primera corresponde a un complejo sistema disciplinario familiar que sigue los ejes de la edad y del sexo, y se puede considerar como parte de las costumbres patriarcales. Se aplica muy raramente, en particular, en casos de adulterio de la esposa. La segunda, al contrario, es considerada inaceptable por los nahuas y combatida por varias prácticas consuetudinarias (véase Raby 2012b). Esta violencia ilegítima es atribuida a un desarrollo deficiente del hombre, el cual, por varias razones, no logra acceder a la masculinidad nahua esperada en los varones adultos, y se vuelve un ser cruel, inmaduro y, en general, alcohólico, características expresadas por el término “machismo” (Raby 2015). Los dos primeros relatos analizados son mitos de origen del maíz contados tanto por hombres como por mujeres. El primero establece los fundamentos del complejo y profundo vínculo entre la planta, el amor como base de las relaciones familiares y la no aceptación de la violencia ilegítima. El segundo explicita más claramente cómo el maltrato al maíz y la violencia ilegítima forman, dentro de las representaciones del Buen Vivir, una sola forma de violencia. El tercer relato es un exemplum (cuento moral), en este caso, un relato corto contado entre mujeres.10 Este exemplum trata de la violencia “legítima”, pero en una forma que parece ir francamente en contra de la costumbre. Mostraré cómo, a partir de las nociones de tradición dialógica y de Buen Vivir, se puede resolver la aparente contradicción entre la aceptación de este tipo de violencia y su rechazo. Concluiré sobre las posibilidades que abre la relación con el maíz en la lucha contra la violencia intrafamiliar desde los valores nahuas.

Nuestra Madre Maíz como miembro de la Casa

Primer relato: mito de origen de la ofrenda al maíz (resumen)

Un hombre pobre limpia una cruz en el monte de la vegetación que la rodea. En agradecimiento, Nuestro Padre Cruz (Totatatsin Cruz) convoca una a una a sus hijas-maíz para preguntarle si considera que es “vida” o no donde vive (ken tita kas vida kampa tinemi kax vida), y si quiere ir con el hombre, ya que no tiene con qué dar de comer a su familia. Cada una de las bellas jóvenes, vestida del color del maíz (blanco, azul, rojo, amarillo, o xioxiochiotsin “floreado” o multicolor), contesta que no quiere irse, pues, es amada en la casa donde vive. Si uno de sus dueños, la mujer (nosiuateko) o el hombre (notlakateko), la maltrata, la muchacha dice que tendrá un poco de paciencia antes de mudarse ya que el otro la quiere. La última llega llorando y acepta irse con el hombre ya que sus dos dueños no la respetan (xo ipan nechitaj), lo cual significa que el hombre la esparce en el suelo y la mujer la quema en el comal. Dios explica entonces al hombre pobre cómo deberá pedir a su esposa que prepare un pollo con mole para dar de comer a la muchacha-maíz en el granero. Al ver llegar a su esposo a casa con una muchacha, la esposa se enoja ya que piensa que trae a su amante. Le cuesta pedir prestados los alimentos a su vecino rico, preparar y servir la comida a la muchacha. Ella come, mientras el esposo reza en el granero. Sin embargo, el día siguiente, al ver el granero lleno de maíz, la esposa se da cuenta que la muchacha era Nuestra Madre Maíz (ya no presente) y le pide disculpas por no haberla reconocido. El maíz parece inagotable, y el vecino rico pide a Dios que le dé también para él, pero es castigado por no pedirlo con humildad y piedad.

En este resumen, he usado, para varios puntos y para las citas en náhuatl, la versión del mismo narrador del segundo mito (véase más adelante), quien ofrece el relato más detallado. Este relato es de lejos el más popular y conocido en la comunidad y uno de los más homogéneos del corpus (es decir, con menos variación entre narradores). El maíz es identificado por su color, que varía según los ocho narradores (cuatro hombres y cuatro mujeres) que me contaron el mito: rojo, amarillo o multicolor. El maíz es de naturaleza divina y su nombre de “Nuestra Madre” (Tonanatsin) le viene por una parte de su papel como contraparte de Nuestro Padre Dios (Totatatsin Dios), ya que los espíritus femeninos y las santas son concebidas como avatares de la madre primordial. Su nombre Nuestra Madre Grano de Maíz (Tonanatsin Tlayoltsintli) evoca su poder de reproducción (es semilla), y el de Nuestra Madre Nuestro Sustento (Tonanatsin Tonakayotl) su capacidad de nutrir a la humanidad.11 Sin embargo, el maíz es representado como una mujer joven y delicada, como una muchacha, pues, es hija y no esposa de Dios. Se debe entonces de amar y proteger como un ser particularmente vulnerable y sensible.

Este primer relato, sobre el origen de la ofrenda al maíz, plantea las bases de estas relaciones de reciprocidad entre el maíz y la pareja que la cultiva y consume. El relato expone tres ejes fundamentales de la relación con el maíz. Primero, describe en detalle cómo se debe preparar anualmente la ofrenda en el hogar familiar, después de la cosecha, para Nuestra Madre Maíz, pero no presentaré este aspecto aquí. El mito también plantea los papeles del hombre y de la mujer en su relación con la planta, referidos como los “dueños”, es decir, la pareja en posición jerárquica más elevada en la casa, primera responsable de su cultivo y su preparación. Los dos deben amar y respetar a la planta, pero la esposa debe aceptar la relación privilegiada del hombre con el maíz (y entonces el papel del hombre como proveedor). En efecto, él la recibe directamente de Dios, en un acto de reciprocidad que toma lugar en un espacio asociado con actividades masculinas, el monte. Finalmente, el relato establece las formas que toma para cada sexo la falta de amor (tlasotlajtlistli) y respeto (tlakaiitalistli) al espíritu, formas que tienen que ver con el desperdicio del precioso grano. Comentaré a continuación el segundo de estos puntos, fundamental para entender la cuestión de la violencia: la integración del maíz como parte de la casa y de las relaciones que la rigen. Retomaré el tercer eje en las secciones sobre violencia.

El espíritu del maíz tiene acceso a varios niveles del universo: como hija de Dios, frecuenta espacios de los montes y del cielo; como planta, se encuentra en la milpa; y como grano cosechado, vive en la casa familiar. El primer espacio proviene de su relación con Dios, en forma de cruz sagrada del monte, delante de la cual se hacen las “peticiones de lluvia” en la víspera del 3 de mayo, día de la Santa Cruz. El segundo está vinculado a los seres humanos, hombres (los principales encargados de la milpa) un poco más que las mujeres. Es el tercer espacio, íntimamente vinculado al mundo de las mujeres, que nos interesará aquí. Tomaré como punto de partida la pregunta de Totatatsin a sus hijas: “es vida o no es vida donde tu vives”. Aun cuando usa la palabra “vida” en una expresión que puede parecer bastante general y retomada del español, en realidad, el sentido aquí es, al contrario, muy preciso. “Vida” significa “buena vida” o kualli nemiliztli, es decir, la versión local del “Buen Vivir”. Y para que sea “vida”, nos explica la muchacha-maíz, ella tiene que ser “amada y respetada”. También es vivir en la ayuda mutua y la reciprocidad: el maíz nutre a la familia que le da de comer en la ofrenda anual. Xvida (“no [es] vida”) o xkalli nemiliztli, el mal vivir, es la falta de amor, respeto y ayuda mutua, que se concretiza en el maltrato. En efecto, para los nahuas del Alto Balsas, las relaciones de amor y respeto fundamentan la reciprocidad entre seres humanos, pero también con las almas de los muertos y el espíritu del maíz (véase Good 2005). El maíz parece entonces ser tratado como un sujeto al igual que otros miembros del grupo doméstico donde vive.

Como explica Catharine Good (2005), el grupo doméstico, basado en el trabajo (tekitl) en común, es designado en náhuatl del Alto Balsas por varias expresiones como “son sólo uno, juntos en un solo lugar” (san sekan katej), “su maíz es uno solo” (san se imtlayol) o “trabajan juntos” (sepan tekitij). Sin embargo, como fundamento del grupo doméstico, la forma de integración del maíz en el grupo no es inmediatamente perceptible, pues, abarca elementos contradictorios. Como en varios sistemas de representación indígenas, esta relación puede ser concebida en términos de parentesco. Este tipo de relación con espíritus está documentado en la región del Alto Balsas desde tiempos coloniales, en el Tratado de las supersticiones de Hernando Ruiz de Alarcón (1629) (véase Raby 2006). La representación de la relación con animales (y en menor medida, plantas) como una relación de parentesco está presente en estudios antropológicos desde décadas (por ejemplo, Tanner 1979), pero se ha vuelto recientemente uno de los fundamentos de la perspectiva ontológica en su afán de demostrar como las relaciones entre seres humanos y lo que llamamos la “naturaleza” son concebidas como relaciones sociales. Por ejemplo, los animales cazados pueden ser considerados como cuñados, las plantas cultivadas como hijos, etcétera, con las varias implicaciones sociales vinculadas a estos lazos (Descola 2012, Viveiros de Castro 2004, véase también Ingold 2000, 77-88). Sin embargo, en el caso del Alto Balsas, la relación de parentesco con el maíz no se limita a una sola: según los contextos, puede ser concebida como hermana (del hombre); compañera (de la mujer); hija (de Dios, pero también como una muchacha en la familia); madre (de todo ser humano) o (erróneamente, como hemos visto) amante. Por otra parte, el maíz (en el primer mito) se refiere a la pareja responsable de su cultivo y su preparación como sus “dueños” (o “patrona y patrón”), términos usados también (en otros relatos) por los animales y espíritus de objetos domésticos cuando se dirigen a sus “maestros”. En efecto, los animales y objetos domésticos son subordinados a los seres humanos como los animales salvajes lo son a sus “dueños” divinos, que son también sus Padre y Madre.12 ¿Cómo entonces, en este sistema complejo, entender el estatus e integración del maíz?

Creo que se puede resolver regresando a la expresión usada por el espíritu mismo cuando habla de su vínculo con los humanos, pues, evoca primero el espacio familiar: “donde vivo” (kampa ninemi). Nemi significa “estar” y “vivir”; en esta última acepción, tiene el mismo sentido que “vivir” en español, pues, también hace referencia al espacio donde uno vive (chanti, de chan, “casa” tiene por su parte el sentido de “residir” o “morar”, haciendo referencia a la casa, la comunidad o incluso el país). Parece particularmente productiva aquí la idea que la organización familiar y social de los nahuas está construida alrededor de “Casas”, en el sentido levistraussiano del término. Es decir, como explica Alan R. Sandstrom (2005, 142) en el caso de los nahuas del Norte de Veracruz, “elementos de organización social [que] se relacionan estrechamente con estructuras físicas con ubicaciones específicas” (una casa o un grupo de casas relacionadas) y “constituyen un nexo social o foco de actividad que integra los parientes y no parientes”, donde “[l]os no parientes pueden ser adoptados o incorporados de otra manera en el grupo utilizando el lenguaje del parentesco, aun donde las reglas de filiación no se aplican de manera estricta”. Esta definición integrante del grupo doméstico más allá de relaciones de parentesco stricto sensu, permite entender la integración de seres no humanos bajo el lenguaje del parentesco “metafórico” (véase Dehouve 2015) o bajo el lenguaje de relaciones jerárquicas -que son también, al fin y al cabo, entendidas como relaciones de parentesco, pues, los dueños son también considerados padre y madre de sus subordinados-. Así definida, la Casa puede incluir no sólo el maíz, que “vive” en el granero, sino también otros espíritus domésticos, principalmente los cerillos (como materialización del espíritu del fuego) y ciertos animales domésticos, los perros y gatos como “guardianes” (tlapixkej) que protegen la casa y el maíz de ladrones y ratones. Es decir, seres que tienen algún tipo de trabajo (tekitl), principio unificador de la Casa, y el maíz, núcleo alrededor del cual se organiza (tradicionalmente) el trabajo de todos. Como materialidad, granos de maíz y cerillos son “objetos” domésticos manipulados por los humanos de la Casa en sus quehaceres cotidianos y, por supuesto, no siempre se toma en cuenta su naturaleza divina. Sin embargo, como espíritus (vinculados también a otros espacios fuera de la casa, como se mencionó) son Madre y Padre de los humanos, y la relación jerárquica en este contexto se repite. En el caso del maíz (para no alargar la discusión), la integración en la Casa se expresa en una forma plural (diversos lazos de parentesco y de jerarquía) que corresponde a la naturaleza fractal y fragmentada de los espíritus (sus numerosos avatares, encarnaciones y contextos de uso).13

Pero más allá de la variedad de formas en las cuales se expresa la relación entre los distintos seres de la Casa, es el Buen Vivir lo que permite vivir juntos: el respeto de las normas de ayuda mutua, amor y respeto, pero también el respeto de las complejas reglas de jerarquía según la edad, el género y el estatus ontológico (humano, animal o planta-objeto-espíritu). De hecho, el mito muestra cómo el maíz restablece una vida equilibrada y armoniosa (es decir, el Buen Vivir) en la pareja y en las familias. En efecto, una vez que la esposa reconoce a Nuestra Madre, los esposos terminan comiendo juntos y reconciliados, y pueden devolver lo que debían a sus vecinos, restableciendo las relaciones de reciprocidad comprometidas por su pobreza extrema. El mito esboza también unas primeras contradicciones en cuanto a la violencia legítima: Dios advierte al hombre que su esposa se enojará (al creer que la muchacha es su amante), pero le prohíbe regañarla o golpearla (como lo podría permitir la costumbre, ya que el esposo no tiene culpa). La mujer, por su parte, se disculpa ante Nuestra Madre Maíz por no haberla respetado, pero culpa a su esposo, quien no le informó sobre su verdadera identidad. Veremos más adelante lo que explican estas aparentes faltas de conformidad con la jerarquía de género.

Contra la violencia ilegítima: Nuestra Madre Maíz abandona la Casa

Segundo relato: “Maíz Amarillo”, Tlayoltsin Kostik, por tomanoj Ciriaco (resumen) Una joven muchacha, vestida de amarillo, vive con sus dos hermanos. Ella les da de comer todos los días, pero ellos no saben donde su hermana encuentra maíz. Un día que los hermanos están trabajando en el campo, el mayor regresa a la casa para espiar a la muchacha y se da cuenta que ella simplemente jala dos veces un poco de leche de su seno y la leche se transforma en masa de maíz para hacer tortillas. Después, pone un sartén en el fuego y escupe dos veces: su saliva se transforma en salsa y huevos. El hermano se regresa muy enojado por lo que ha visto. Cuando la muchacha les viene a dar de comer en el campo, él la golpea de manera muy brutal con un palo (sin que lo viera el menor). Pero la muchacha no llora, simplemente, le dice que entonces ella se va. Antes de irse, ella dice a su hermano pequeño que a él nunca le faltará de comer: ella le dejará comida inagotable, enterrada en cada esquina de su casa, pero el hermano mayor no debe enterarse. Mientras el pequeño come, el mayor tiene hambre y se enferma. Finalmente, espía a su hermano y descubre la comida enterrada, la que se acaba entonces en unos días. El hermano menor decide irse y, con la ayuda de varios animales, logra liberar a su hermana, quien estaba secuestrada por espíritus malos en una cueva. Ella le dice que vivirán juntos, y el joven se alegra muchísimo al escucharla.14 Pero sigue a la hermana, él tiene que buscar trabajo en casa de un rico, que le dará de comer y un terrenito para plantar maíz. La muchacha se transforma entonces en tres granos de maíz amarillo (así vivirán juntos), y de estos tres granos en tres años el muchacho pudo juntar varias cargas de maíz. Ya rico [de maíz], el regresa a casa de su hermano mayor, quien ahora está casado pero muy pobre. Lleva su maíz, lo pone en el cuescomate y pueden comer. El hermano mayor quiere vender maíz para comprar cosas, pero el menor se lo niega. El mayor se enoja, le dice: “llévate tu maíz a donde quieras”. El menor le contesta que debería de alegrarse de tener maíz para comer y compartir, pero que no le dejará venderlo. El mayor se enoja aun más: “no me vas a decir tú que no lo puedo vender”; sube al cuescomate para tomar maíz y venderlo, pero cae de espaldas y así muere.

Este relato me fue contado por un narrador reconocido en el pueblo por su talento y la riqueza de su repertorio, identificado por el seudónimo de tomanoj (Don) Ciriaco en mis trabajos. Me conmueve particularmente este relato, porque las narraciones de Ciriaco a menudo llevan valores muy patriarcales, aun en comparación con otros hombres narradores. Algo en la representación de la muchacha maíz va rotundamente en contra de los valores patriarcales. Este mito de origen del maíz amarillo nos permitirá explorar más a fondo dos aspectos: la equivalencia entre maíz y cuerpo femenino, y los efectos desastrosos del “mal vivir” y de la violencia intrafamiliar. Veremos aquí tres puntos importantes para la discusión: la correspondencia con el cuerpo femenino; la cuestión de la violencia masculina; y su efecto sobre las emociones de la mujer. Las correspondencias entre maíz y cuerpo se realizan en varios planos. En un primer plano, la apariencia de la joven corresponde a la del maíz: su ropa (como extensión del cuerpo y de la belleza femenina) indica el color del grano y su cabello corresponde a los pelos de la mazorca, llamados tsontli en los dos casos (figura 1). En un segundo plano, los fluidos internos de su cuerpo producen la comida humana, el “sustento”. Su leche, por supuesto, la quintaesencia del aspecto nutricio femenino, es la masa de maíz (tixtli) con la cual se hacen las tortillas; el plato fuerte proviene de su saliva. Esta comida es -en términos tradicionales- muy apreciable: hace apenas unas décadas, cuando la carne era simplemente un lujo, los huevos eran muy nutritivos. Que la muchacha maíz jala de su cuerpo la totalidad de la comida no debe sorprender: la planta representa el conjunto del “sustento”, como elemento paradigmático, y nutre tanto a los humanos como a los animales domésticos. Aun cuando existe una palabra para decir comida (tlakualli), la gente refiere informalmente a su comida como “mis tortillas” (notlaxkal). El tercer plano sobrepasa el aspecto femenino y abarca el cuerpo de todos los seres que se nutren del maíz, hombres y mujeres para empezar. Como me explicaba topi (doña) Florencia, anciana y partera, al comerlo, el maíz se convierte en nuestra propia carne. Por esta razón, se llama Nuestra Madre Nuestra Carne, pues, se puede interpretar su nombre Tonakayotl (sustento) como “nuestra carne” (tonakayo), a pesar de la irregularidad gramatical que constituye la desinencia -tl con un posesivo (véase Karttunen 1983; Dehouve 2015, 46-47). Pero el maíz también constituye la carne y cuerpo de todos los seres que viven en la Casa y se nutren y crecen del grano. Así, toda carne doméstica, para decirlo así, es maíz, incluyendo los huevos de las gallinas.

Marcial Camilo Ayala, 2007, detalle. Reproducido con el permiso del artista.

Figura 1 Nuestra Madre Maíz 

Al darse cuenta de la proveniencia de la comida que su hermana prepara y les sirve cotidianamente, el hermano mayor entra en gran cólera. Considera que, al darles de comer su leche y saliva, su hermana abusa de ellos gravemente (sa tlakwa technauiltitinemi). Cuando la muchacha lleva la comida al campo, él le reprocha los hechos y termina diciendo: “ahora sabe aquí que soy hombre, no iré a comer, aquí te pegaré”,15 y la golpea con el palo hasta hartarse. En su afirmación, expresa dos puntos importantes: uno, su concepción de su masculinidad y de la jerarquía de género, y dos, el rechazo de la expresión femenina del amor, dar de comer, y de lo que fundamenta el amor entre los miembros de la casa, comer juntos. Esto nos indica que el hermano mayor es un ejemplo del hombre tlauelej o malo, enojón y cruel, quien pega injustamente a quien le da comida (en general, la esposa), es decir, un hombre “machista” en el sentido nahua de la palabra (véase Raby 2015). De hecho, se trata aquí de una familia atípica (por cierto, mítica), en el sentido que los jóvenes hermanos (ninguno es casado) viven como huérfanos sin padres o parientes. El hermano mayor no casado, en la familia nahua, normalmente no tiene tanta ascendencia, pero como figura mítica “mala” que encarna una posición jerárquica masculina, se puede identificar por el público con cualquier hombre abusador de sus subordinados: padre, esposo, abuelo, hermano (cuando la hermana vive en su familia), etcétera.

El hombre tlauelej desprecia a la mujer y al cuerpo que lo nutre; piensa que ser hombre significa no ser dependiente de una mujer y de su capacidad como nutricia. El hermano menor, al contrario, no entiende por qué se enojó el mayor; ama a su hermana, no se rehúsa a comer de su cuerpo, y toma su defensa: ¿cómo les preparará maíz si ellos no le dan el grano? El joven, aunque todavía un niño, es el ejemplo de una masculinidad nahua cumplida, de un “hombre bueno” (kualli tlakatl): demuestra empatía (teiknelilistli), respeta el cuerpo de la mujer como nutricia y la complementariedad de género en el trabajo.16 En efecto, es la falta de respeto a la complementariedad lo que permite reconocer aquí la violencia del hermano como ilegítima: según las normas, si el hombre no hace su parte (proveer el maíz o el dinero para comprar), no puede reprochar a la mujer no preparar buena comida. Como explica una anciana, ¿dónde podría la esposa encontrar el dinero para la comida que el esposo cree digno de él?

¿Pero cuál es la actitud del espíritu-maíz ante la violencia de género? El mito nos da algunas pautas que esbozaré aquí. Como es esperado de las mujeres, la muchacha no se considera víctima, muestra valor y fuerza (chikaualistli), pues, no llora ante su agresor, y toma medidas para no volver a caer en la violencia del hombre machista (véase Raby 2012b), en este caso, separarse del hombre violento. Al mismo tiempo, su pasividad durante el acto mismo de violencia es sorprendente. No intenta defenderse, huir, ni devolver los golpes, como suele suceder (y ser socialmente aceptado o tolerado, según el caso) en la vida cotidiana. Simplemente, espera que terminen los golpes, se permite llorar frente a su hermano menor, y se va. Su ida, su abandono de la casa (como espacio y grupo doméstico-familiar) es el castigo al hermano mayor, pues, lo deja con hambre. El maíz del relato es como la esposa en la complementariedad: sin ella, no hay quien prepare la comida, y no hay, entonces, vida familiar.

Como sujeto, el maíz es un ser sensible que tiene emociones. Al igual que la mujer, sufre de la violencia y tiene miedo. La comparación de los dos mitos nos permite pensar que la violencia de género -“ilegítima” en el segundo- es el equivalente del desperdicio perpetrado por el dueño masculino del primero (veremos con el tercer relato en qué consiste la violencia por la dueña). Tanto ante los golpes en su forma “humana” en este mito, como ante el despachurramiento por los pies de los humanos y animales en su forma de grano. En el primero, el maíz sufre, pero se queda pasivo. Sin embargo, puede pedir justicia, puede llorar y quejarse ante Dios, su padre y superior jerárquico. Esta dinámica está arraigada en el pensamiento prehispánico, como lo expresan de manera muy clara, en el siglo XVI, los informantes de fray Bernardino de Sahagún:

Si veían o encontraban granos de maíz esparcidos en el suelo, rápidamente los recogían, decían: “Nuestro Sustento sufre, está llorando. Si no lo recogemos, irá a quejarse de nosotros ante Nuestro Señor, le dirá: ‘Nuestro Señor, este macehual [humano] no me recogió cuando yo estaba esparcido en el suelo. ¡Castigadlo!’. O quizás sufriremos hambre” (Sahagún 2012, 184, mi traducción).

La versión española agrega al discurso del maíz: “dad hambre porque no me menosprecien” (Sahagún 1989, 298). Quejarse ante la generación anterior es precisamente lo que se espera de la joven casada en caso de violencia conyugal. Debe hablar con sus suegros de la situación, o si ellos no son comprensivos, con sus padres, quienes pueden convocar un consejo familiar o la justicia del pueblo. Una mujer ya grande puede acudir directamente a la justicia del pueblo u otra instancia externa. Son estas personas o instancias superiores quienes podrán administrar el castigo al esposo violento. Pero no se le permite a la esposa administrar el castigo a su esposo directamente -es decir, la violencia legítima se dirige sólo en un sentido según la jerarquía de género, de esposo a esposa-. Pero si la esposa abandona el hogar -y nada lo impide, a menos que no tenga familiares que la puedan recibir a ella y a sus hijos- entonces el esposo “sufrirá hambre”, concretamente o metafóricamente, ya que el comer juntos simboliza el amor de la pareja y su vida sexual (por ejemplo, Taggart 2007, 5-6). Llama la atención que la máxima amenaza de las jóvenes ante la violencia, hoy en día, es precisamente abandonar el hogar (como la muchacha-maíz), temporal o permanentemente. He visto casos en los que la muchacha regresa definitivamente a casa de sus padres desde las primeras muestras de violencia. Los dos mitos del maíz muestran que es aceptable, incluso apoyado por Dios, abandonar a un hombre violento -aun cuando, en la realidad, se espera que la esposa recurra a los distintos niveles de resolución del conflicto antes de tomar una decisión definitiva-.

La segunda emoción o estado negativo que quisiera subrayar es el miedo sentido por el maíz: sigue una lógica un poco diferente, pero refuerza la identificación del maíz con la mujer violentada. En efecto, como me explicaba Florencia, las mujeres nacen con menos fuerza que los hombres y padecen más fácilmente de miedo. Por eso es particularmente importante para las mujeres construirse, a lo largo de su vida, una fuerza propia. Esta fuerza le permitirá resistir a la violencia, con la ayuda de sus padres o familiares que la quieren. En la misma lógica, ciertos rituales permiten al maíz sobrepasar su miedo. Daré a continuación dos ejemplos donde la planta teme el tratamiento violento generado por su cultivo y consumo.

El primer caso proviene del mismo apartado ya citado del Códice Florentino: “cuando cuecen [el maíz] o lo ponen en las cenizas […], cuando lo ponen en la olla, primero soplan sobre él, se dice que así no tendrá miedo, no temerá el calor, se dice que así atenúan el calor para él”. La versión española explica que era “como dándole ánimo para que no tema la cochura” (Sahagún 1989, 298) (figura 2). El otro, procedente de una región vecina del Alto Balsas, la Montaña de Guerrero, es analizado por Danièle Dehouve: en la comunidad de Xalpatlahuac, antes de cortar el maíz, la mujer de la casa hace un ritual en la milpa donde se desata el cabello para tener la misma apariencia que la planta, besa una hoja “como si fuera su mano”, la consuela con palabras y le dice que no tenga miedo. Vinculada a su representación como un cuerpo humano, “[l]a esencia de la naturaleza humana de la planta es su capacidad de espantarse y su corolarios que son su gusto para la manifestaciones de respeto y su sensibilidad ante las palabras de consuelo” (véase también para otros ejemplos Dehouve 2015, 40). Tanto los informantes de Sahagún (Sahagún 2012, 184) como la señora anciana, que explica el ritual de Xalpatlahuac, subrayan que estos rituales y prácticas vinculados al miedo del maíz son hechos por las mujeres, quienes son como “las compañeras del maíz”, en palabras de la señora anciana (Dehouve 2015, 41). La cosecha y preparación son en sí procesos violentos, pero los efectos de esta violencia son cuidadosamente contenidos y reparados por rituales y prácticas que demuestran “amor y respeto”, en particular, por parte de las mujeres. Y, de hecho, en casos de violencia intrafamiliar, la mejor aliada de la muchacha es su madre o su suegra, cuando cumplen con su papel de protectoras (Raby 2012b). Si padece miedo, si no se consuela por el ritual y el respeto, la planta se secará (uaki; un verbo similar teuaki, es usado para describir personas flacas y enfermas) y la cosecha se perderá. De igual forma, el ser humano que tiene miedo se enferma de “susto” y una de las principales causas de “susto” en las mujeres es la violencia conyugal. A tal punto que un hombre, para expresar que nunca pegaba a su esposa, me dijo: “yo nunca asusto a mi mujer”. El susto (o pérdida del alma) tiene consecuencias graves y puede llevar hasta la muerte. La falta de amor y respeto a los sujetos femeninos de la Casa causa padecimientos que tienen costos personales y sociales muy elevados.

Bernardino de Sahagún. 2012. Florentine Codex: General History of the Things of New Spain. Book 4, The Soothsayers & Book 5, The Omens, ed. y trad. Arthur J. O. Anderson y Charles E. Dibble, libro 5, imagen 8. Santa Fe: University of Utah Press. Reproducida con el permiso de University of Utah Press.

Figura 2 Una mujer sopla sobre el maíz “dándole ánimo para que no tema la cochura” 

Así, la representación del maíz como mujer, con cuerpo, mente y sensibilidad femeninos, permite discutir simbólicamente la significación de la violencia. Sin embargo, no se debe equiparar esta violencia inherente a la vida, que provoca los dos estados de miedo y sufrimiento en el maíz, a la violencia legítima, la cual es disciplina en el sentido de Foucault. Esta violencia inherente a la vida es resuelta por la reciprocidad, gracias al cuidado, a los rituales y al hecho de que al morir, el cuerpo humano, se dice, nutrirá a la tierra como la tierra lo ha nutrido durante su vida. Como lo expresa una anciana del Alto Balsas: “El maíz sufre con la gente. Lo quemamos, lo molemos, lo hervimos, lo maltratamos mucho, y le duele todo lo que hacemos […] y a veces hasta lo quemamos en el comal. Sufre para ayudarnos y por eso hay que tratarlo bien, no hay que tirarlo, o golpearlo, o pisarlo, o dejarlo tirado” (Good 2012, 9). También se dice que la mujer sufre en su papel de reproductora y nutricia de otros seres humanos: al dar luz, al estar menstruada, al moler el maíz (antiguamente) en el metate... Pero cuando la violencia masculina es voluntaria (cuando el hombre no recoge el maíz, cuando el hermano pega a su hermana maíz) simboliza en los relatos la violencia ilegítima del hombre tlauelej (machista), y sus consecuencias son desastrosas en los niveles relacional, económico y cosmológico.

Contra la violencia legítima: Nuestra Madre Maíz contradice la costumbre

Tercer relato: “Maíz”, Tlayoltsin, por topi Paula

Una mujer tiene un amante. Un día, su esposo sale fuera del pueblo para ir a comprar cosas. La mujer está haciendo tortillas, cuando llega su amante. Ella le dice que espere, porque está haciendo tortillas y se van a quemar. “Me da igual, vamos en la casa” dice el hombre [con tono autoritario]. “Pero se van a quemar mis tortillas” “No me importa”. Entonces la mujer entra en la casa con su amante y las tortillas se queman. Más tarde, en camino de regreso a su casa, el esposo ve en una barranca una mujer cubierta con su rebozo, con el que esconde la cara. El hombre le pregunta dónde va. “Allá donde vivo, contesta ella, no me quieren, no me tratan bien, la mujer me dejó quemar”. Se descubre el rostro, que está completamente quemado. Ella informa al hombre que esto pasó en su casa, pero “no vaya a pegar tu esposa, no dices nada, simplemente yo ya no quiero vivir allá”. Se va. Cuando el esposo llega a su casa, no hay maíz en la olla...17

Este último relato es un exemplum que topi Paula recibió de su madre y contaba a sus hijas cuando vivían con ella. Como algunos otros exempla, está dirigido hacia mujeres, y también se pueden intercambiar entre pares, es decir, entre muchachas. Retoma y desarrolla una parte del primer mito: tiene por tema principal el abandono del hogar por el maíz a causa del comportamiento de la esposa, y explica la extraña queja de la planta cuando afirma que “su dueña la quema”. Presenta la relación con el maíz desde el punto de vista de la mujer y de la vida cotidiana. De manera general, el relato equipara el desperdicio del maíz con la falta más grave que se puede reprochar a una esposa, el adulterio. En efecto, para los nahuas, el desperdicio de la energía sexual es también pérdida económica y ambiental (Beaucage 2012). Es particularmente evidente en relatos sobre el adulterio masculino, ya que el hombre es considerado como el proveedor de la familia. En el relato más popular sobre este tema en la comunidad, un pescador es castigado por la Madre de los Pescados (Mixnantli, también llamada Alamatsin, la Anciana del Agua), el espíritu del río, porque entrega parte de su abundante pesca a su amante.

En el caso del maíz, que nos ocupa aquí, el desperdicio se debe a la imposibilidad para la mujer adúltera de cuidar sus actividades cotidianas y, en particular, de las tortillas que prepara, se supone, en este caso, para dar de comer a su esposo que regresa de viaje. En consecuencia, el maíz sufre. En lo que podríamos llamar un uso muy eficaz de la conexión icónica peirciana (véase Mertz 2007, 338), se transforma la imagen bastante anodina de una tortilla calcinada en otra casi insostenible: la cara enteramente quemada de una bella joven. El sufrimiento del maíz, representado gráficamente, debe provocar empatía en la audiencia de la narradora. Sin embargo, a pesar de este profundo e injusto sufrimiento, la planta recomienda al esposo no castigar a su esposa, es decir, no ejercer violencia legítima como lo permite la costumbre. ¿Cómo se puede explicar esta sorprendente moraleja del relato? Para contestar a esta pregunta, se necesitan revisar dos aspectos, particularmente, desde la voz de las mujeres. El primero es la intersección entre economía, género y violencia, y el segundo es el papel de la complementariedad en la atribución de la culpa relativo a la violencia legítima.

Paula, una abuela en sus cincuenta años, artesana y miembro de una “nueva” religión, no es particularmente indulgente con las mujeres adúlteras.18 De hecho, su relato muestra todas las características de versiones femeninas del cuento sobre un viaje al mundo de los muertos que ya mencioné en la introducción (Raby 2012a). En pocas palabras, en las versiones femeninas de este relato, la falta de la esposa está íntimamente vinculada a la ausencia del esposo que, repetidamente o por largas temporadas, la deja sola en el pueblo.19

La búsqueda del dinero, o de una cierta comodidad, se hace en detrimento de la esposa que se siente sola y acepta (o no puede rehusar) las proposiciones de un hombre que se vuelve su amante. Esta situación familiar se opone a la vida sencilla del agricultor que se queda en el pueblo y busca la verdadera complementariedad con su esposa. Una versión femenina del primer mito presentado tiene el mismo sentido. En esta versión, la muchacha maíz reasegura al hombre pobre, quien se desprecia y lamenta no saber trabajar para ganar dinero. “Cómo que no vales nada”, le dice la planta, “lo que hacen los jóvenes, lo que se hace ahora, es bien reciente, pero tú sí conoces el trabajo ancestral, sabes limpiar la tierra, sabes cortar la mata de maíz, sabes cosechar la mazorca, sabes cultivar”.20 A través de la voz de una respetada anciana (la narradora), la planta misma atribuye al trabajo de la tierra -que le permite vivir y fomenta los valores tradicionales- un valor superior al del trabajo remunerado.

Los dos primeros mitos muestran claramente que la jerarquía económica exacerba la jerarquía de género, provocando sufrimiento, menosprecio y violencia “ilegítima” para la mujer y la planta. En el primer mito, la muchacha-maíz maltratada pasa de un hogar rico (los maltratos siempre incluyen ser esparcida bajo animales domésticos, lo cual implica una cierta riqueza de los dueños) a un hogar pobre donde será respetada y querida. En el segundo, la muchacha violentada abandona la casa, pero es secuestradas por espíritus malos de la cueva, los cuales son, en el Alto Balsas, concebidos como diablos mestizos, guardianes del dinero (en una crítica emic del capitalismo semejante a la versión boliviana analizada por Taussig, 1980). Cuando su hermano menor la salva del secuestro, pueden reiniciar su relación económica y nutricia bajo los mandamientos del Buen Vivir, demostrándose amor y respeto. Y cuando el hermano mayor quiere vender el grano, el poder divino (el mito queda vago sobre su forma) no permite esta recaída al mundo mestizo capitalista, y restablece el orden nahua eliminando al hermano machista. Al comentar su versión del primer mito, topi Genoveva, una anciana narradora, me explicaba que el “rico” es tlauelej, engañador (tenauiltia), enojón (tlakuani) y mandón (tlanauatia), razón por la cual el maíz pasó a casa del pobre -cuatro características también atribuidas al hombre violento-. Esta lógica se encuentra de la misma forma en el discurso de las mujeres de la comunidad acerca de la violencia intrafamiliar: se considera que los hombres ricos son más propensos a la violencia (es decir, más machistas, siempre en la aceptación nahua de este término), y se recomienda a las jóvenes no dejarse engañar por los “aretes de oro” y otras comodidades que codician al buscar estos maridos.

Aquí podemos encontrar una coincidencia entre pensamiento nahua y feminismo occidental. En efecto, los estudios feministas, por cierto, muy alejados en otros aspectos de la cosmovisión nahua, han sugerido que la economía capitalista, impuesta a las sociedades indígenas por la colonización, incrementa las desigualdades de género (Etienne y Leacock 1980). Esta última afirmación ha sido criticada y debe ser matizada.

Por una parte, es probable que el derecho otorgado al marido de castigar físicamente a su esposa, es decir, la violencia legítima, es una importación colonial (véase Raby 2015 para una discusión de este punto). Pero, por otra parte, las mujeres de hoy logran sacar beneficios de las nuevas formas económicas y de algunos aspectos de la mundialización, por ejemplo, cuando ocupan puestos políticos dejados vacantes por los hombres emigrantes o logran manejar las remesas. Pero queda cierto que la relación estrecha (subrayada en los relatos) entre la mujer y el maíz, por sus responsabilidades comunes y cotidianas de nutrir a otros, y la ayuda que la mujer aporta en el cultivo y cosecha de la planta, permite tradicionalmente a la esposa tener un lugar importante en la casa. De hecho, es este aporte económico y en trabajo lo que fundamenta la complementariedad de los sexos. Cuando el maíz es comprado por el dinero ganado por el hombre sin la aportación directa de la esposa en su producción, y sin el vínculo de reciprocidad que une a la planta divina con los seres humanos, está relación ideal de armonía que valoriza a la mujer difícilmente puede entrar en juego. Pero si la cosmovisión nahua asocia cultivo tradicional del maíz, complementariedad de los sexos y no violencia (por lo menos ilegítima), entonces, ¿cómo enfrentar la modernidad?

Es precisamente ahí que entra en juego el segundo aspecto, es decir, la reflexión de las mujeres narradoras sobre culpabilidad y violencia legítima. Aquí también, el exemplum de Paula sigue la misma lógica que los relatos órficos femeninos, donde la culpabilidad de la falta (el adulterio de la mujer) recae por mitad en el esposo ausente, es decir, es compartida por la pareja, como lo expresa la heroína misma desde el mundo de los muertos (Raby 2012a, 175, 182). La moraleja de estas narraciones es que un hombre no debe dejar a su esposa sola; la pareja debe seguir unida en el pueblo o en la migración. El exemplum de Paula parte de esta lógica: el esposo de la mujer está fuera comprando cosas (se supone que para venderlas en el pueblo). Pero va más allá, el amante de la esposa abusa de su autoridad de hombre para que ella caiga en otra falta: el desperdicio del maíz. Dos veces, la esposa lamenta que se quemaran las tortillas, y el amante le contesta que no le importa. El amante está presentado como tlauelej (machista) y no es sorprendente, entonces, que no respete al maíz y a la mujer. Además, como la planta es miembro de la casa donde “vive”, probablemente, las repercusiones no llegarían a la casa del amante. En este exemplum, la mujer es doblemente afectada por la jerarquía de género, pues, sufre a la vez la decisión de su esposo de dejarla sola y la autoridad sin consideración de su amante.

Esta lógica femenina parece ser también la del maíz, a quien se atribuye no sólo cuerpo sino mente y sensibilidad de mujer, en términos nahuas. Claro, su cuerpo es de muchacha, de hija o hermana y no de esposa, un cuerpo sin “falta” de origen sexual. Pero no por eso carece de indulgencia hacia las mujeres casadas. De hecho, tanto una de las muchachas-maíz del primer mito como la anciana citada sobre el sufrimiento cotidiano del maíz parecen tener una cierta indulgencia ante la quemadura accidental del maíz sobre el comal. En el caso del adulterio, al igual de la culpa compartida entre los esposos, el castigo será el mismo para los dos: ya no habrá maíz en el granero. Parece que cuando se trata del maíz, no hay lugar para violencia, aun “legítima” contra las mujeres. Así lo pide Dios en el primer mito, así lo demuestra el argumento del segundo y, en este tercer relato, así lo expresa explícitamente el espíritu del maíz. No es que Nuestra Madre Maíz esté en contra del castigo en sí. Como hemos visto, ella puede pedir a Dios castigar a la familia que no la respeta (en la versión de Sahagún), o su simple alejamiento será el castigo; la muerte del hermano mayor en el segundo mito también es un castigo. Pero el maíz castiga o hace castigar a parejas o a hombres. No permite ningún tipo de violencia hacia las mujeres, aun avalada por la costumbre, porque violentar el cuerpo de la mujer es violentar su propio cuerpo. Permite entrar en la modernidad sin violencia de género, porque hombres y mujeres comparten responsabilidades en los logros y los fracasos de los nuevos arreglos familiares, en una reformulación de la complementariedad. Y como es de esperar, esta lógica aparece particularmente bien argumentada cuando se analiza a partir de relatos de mujeres.

Conclusión: Nuestra Madre Maíz promueve un Buen Vivir sin violencia

La tradición siempre es una negociación. No es un todo coherente, sino un conjunto dinámico y dialógico, con aspectos contradictorios aun en sus ejes más compartidos por la colectividad. En este sentido, los relatos y representaciones acerca del maíz pueden ser útiles para luchar contra la violencia intrafamiliar en el Alto Balsas porque los valores que encarna la planta son los más positivos en relación con las mujeres y lo femenino en el sistema de representación nahua. Así, concentrarse en el maíz como sujeto, como persona de la Casa -es decir, concentrarse en este aspecto de la tradición, particularmente, favorable a las mujeres y aprovechado por ellas mismas en sus discursos- permite rebasar los problemas encontrados en el concepto de complementariedad. En efecto, en la pareja tradicional (basada en el cultivo del maíz), el trabajo del hombre y de la mujer tienen el mismo valor y, a este nivel, la complementariedad es entonces concebida como equidad. Sin embargo, en otros dominios, como la sexualidad, la propiedad y lo político, los hombres tienen privilegios otorgados por la jerarquía de género. En su aspecto cosmológico, la complementariedad está afectada también por la jerarquía. Por ejemplo, el maíz es un espíritu con características sumamente positivas, pero no es igual que Dios, pues, es su hija. En parejas divinas, por ejemplo, el Sol y la Luna, la complementariedad parece más equitativa, por lo menos, en términos de generación, sin embargo, estas parejas están en general marcadas por lo que Françoise Héritier (2002) llama el “valor diferencial de los sexos”, es decir, la atribución de un valor inferior al elemento femenino de la oposición binaria -en nuestro ejemplo, el aspecto peligroso de la noche-. Cabe señalar que es importante distinguir en esta discusión entre la palabra valor en el sentido de “evaluar”, como en “valor diferencial”, y en el sentido axiológico de “valores culturales”. Así, la combinación de la jerarquía y del valor diferencial socava la equidad que parecería, a primera vista, arraigada en la noción de complementariedad. Pero el maíz tiene un fuerte poder transformativo porque, como hemos visto, hace coincidir el valor diferencial positivo del sistema nahua (contra los aspectos negativos del mundo capitalista) con un valor diferencial positivo asociado a la mujer y a su cuerpo (el maíz). Y los valores de no violencia asociados al maíz son tan firmes, que permiten rebasar la dicotomía tradicional violencia legítima-ilegítima, para imponer un valor negativo a todo tipo de violencia.

Puede parecer sorprendente que las concepciones acerca del maíz puedan ser a la vez marginales (la negación de la violencia legítima) y fundamentales, como núcleo del amor y respeto que debe unir a la familia, y como fuerza ambiental quizás la más cercana a Dios. El maíz atraviesa varios niveles sociales y cosmológicos con lógicas y jerarquías distintas. La dimensión fractal del pensamiento nahua permite unir estas dimensiones contradictorias. En pocas palabras, el término fractal se puede definir, en su aceptación heredada de las matemáticas, por los conceptos de similitud interna e invariancia por cambio de escala (Dehouve 2014, 2). Para Roy Wagner (1991), quien sigo aquí en su aplicación de la noción al ámbito etnológico, la persona fractal no es una unidad en relación con un agregado (aggregate) ni lo contrario: es más bien una entidad con una relación integralmente implícita (a relationship integrally implied, 1991, 163). En el caso concreto del maíz como persona fractal, esto significa que sus características y relaciones son similares e integradas de un espacio (o escala) a otro: familiar (la Casa), ecológico (la milpa), o cosmológico (como fuerza divina). Su cuerpo femenino y su carácter no violento deben entonces reproducirse de un espacio a otro: esta dinámica de integración altera y transforma la representación de la violencia legítima dentro de la Casa. El maíz forma un espacio de no violencia que se puede expandir porque está ubicado en el núcleo de la sociedad nahua. Esta dinámica transformativa es fundamental para la lucha contra la violencia intrafamiliar desde los valores culturales, como lo promueven las mujeres indígenas organizadas.

El Buen Vivir también es una noción atravesada por esta lógica fractal, pues, las mismas relaciones de amor, respeto y ayuda mutua se reproducen en los mismos espacios ya mencionados. El Buen Vivir es ante todo un concepto de bienestar colectivo, una ética de lo bueno: sus componentes se pueden transformar bajo este mandato de bien-estar, como lo propone Julieta Paredes. Para los nahuas del Alto Balsas, el maíz está en el centro de todos los espacios del Buen Vivir, y podría aportar su valorización de la mujer y de una verdadera complementariedad y equidad de los géneros, que no sea basada exclusivamente en la pareja heterosexual. En conjunto con medidas muy concretas (organizar grupos de mujeres indígenas en la región, implementar servicios de ayuda psicológica y de atención a la violencia), parece urgente seguir creando y difundiendo nuevas versiones de los relatos sobre el maíz que expongan los valores de no violencia en una forma que pueda ser atractiva para las nuevas generaciones. Aun cuando parecen más imprescindibles a medida que la modernidad tiene efectos contradictorios sobre la jerarquía de género en la comunidad. Es importante, argumenta Cadena (2010, 350) a partir del caso de las “montañas sagradas” de los Andes, no excluir del campo de la política entidades que nos parecen relevar de la “naturaleza” y de “creencias indígenas” -con el rechazo ocluido que conlleva esta última expresión-. Debemos reflexionar en la forma en que estas entidades hacen parte de la política contemporánea. En mano de las mujeres indígenas organizadas, no cabe duda que Nuestra Madre Maíz podría volverse una entidad política y una potente defensora de los derechos de las mujeres en el Alto Balsas.

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1Agradezco aquí los comentarios y sugerencias del Dr. Amaruc Lucas Hernández y de otros colegas y alumnos en mis presentaciones en el 34° Congreso Internacional de la Latin American Studies Association, Nueva York, mayo de 2016, en la Universidad Nómada de la Red DIALOG, Montreal, agosto de 2016, y en el Seminario del Centro de Estudios Antropológicos de El Colegio de Michoacán, octubre de 2016.

2La región del Alto Balsas incluye aproximadamente treinta comunidades. Los nahuas reconocen la comunidad donde trabajo desde 2002 como “tradicional”, con un uso dinámico del náhuatl y de las costumbres (costumbre). Tradicionalmente, la economía local y la identidad estaban basadas en el cultivo del maíz. En las últimas décadas, las actividades hortícolas siguen siendo importantes, pero las primeras fuentes de ingreso son la producción y la venta de artesanía y la migración a los Estados Unidos.

3Las grabaciones están depositadas en el sitio web del Archivo de los Idiomas Indígenas de Latinoamérica de la Universidad de Texas, https://www.ailla.utexas.org. Los relatos discutidos aquí fueron compilados entre 2002 y 2011. De los tres principales, los dos primeros relatos fueron grabados, transcritos y traducidos con la ayuda de una asistente bilingüe de la comunidad. El tercer relato, muy corto, proviene de mis notas de trabajo de campo.

4Por ejemplo, los cuentos y mitos se contaban en momentos de actividades tradicionales en común que han desaparecido, por ejemplo, hilar algodón o trensar cuerdas de fibra de agave. También en reuniones nocturnas después del trabajo agrícola en campos alejados del pueblo, donde vivían algunas familias temporalmente durante la época de lluvia, lo cual ya no suele suceder. En el hogar, la penetración de la televisión a principios de los 2000 ha reducido dramáticamente para los ancianos la posibilidad de contar cuentos a sus nietos.

5Uso aquí el término feminismo como sinónimo de “reflexión y acción por los derechos de las mujeres”, pues, no todas las activistas indígenas se reconocen como feministas. Por otra parte, algunas feministas indígenas consideran que la cuestión de las costumbres no es tan fundamental y privilegian los ejes de reflexión comunes con el feminismo occidental.

6Entiendo aquí el término “tradición”, en gran parte, sobre el modelo de la “lógica cultural” de Fischer (1999), es decir, representaciones (vinculadas a contextos histórico-sociales y a prácticas) que demuestran una cierta continuidad, y entre las cuales destacan algunas ideas fundamentales (por ejemplo, la naturaleza cíclica del tiempo en Mesoamérica). Estos “principios generativos” permiten a los individuos interpretar el pasado y el presente; reaccionar a las dinámicas macroestructurales; y justificar las acciones futuras con base en interpretaciones renovadas. Con el término “costumbres” me refiero más precisamente a los aspectos normativos de la tradición y a las prácticas vinculadas a estas normas sociales.

7El llamado “ecofeminismo”, perspectiva que se interesa en las intersecciones entre el patriarcado y la explotación del medio ambiente por el capitalismo, también ha sido criticado por una cierta tendencia al esencialismo. A pesar de ciertas coincidencias con el feminismo indígena, no discutiré esta perspectiva aquí.

8“Reciprocidad” refiere a los lazos que unen a los integrantes de la familia o de la comunidad, mientras “ayuda mutua” refiere, más concretamente en el contexto de este artículo, a la ayuda cotidiana que los individuos se proporcionan uno al otro, en particular, dentro de la familia.

9Una discusión de los logros y fracasos de la noción de Buen Vivir al nivel estatal, como parte de las constituciones de Ecuador (2008) y Bolivia (2009), rebasa el alcance de este artículo, así como las convergencias de esta misma noción con las concepciones de movimientos sociales no indígenas.

10En náhuatl del Alto Balsas, todos los relatos tradicionales se llaman “cuento” (palabra tomada del español). Analíticamente se pueden considerar los dos primeros relatos que presento como mitos, porque explicitan un evento fundamental (Luthi 1982): aquí el origen de la ofrenda al maíz y el origen del cultivo del maíz amarillo. El tercer relato es un exemplum, es decir, un cuento donde se explicita un comportamiento modelo o las consecuencias de no seguirlo. El exemplum es un género narrativo europeo popularizado en México durante la colonia por los jesuitas y reinterpretado por los nahuas (Dehouve 2010, Raby 2014).

11También tiene por nombre Santa Elena, quizás por la asociación en la iconografía cristiana de esta santa (madre del emperador Constantino) con la Cruz.

12Por ejemplo, las serpientes son subordinadas a los “dueños de la cueva” u Ostokchanekej. El sufijo -chanekej significa literalmente “posesores de una casa”, pero los nahuas traducen estas ocurrencias como “dueños”. Sobre el concepto de “casa”, véase más adelante.

13Regresaré en la conclusión sobre la noción de fractal, utilizada en este artículo, en el sentido de Wagner 1991. Veremos, sin embargo, con el segundo mito, que la relación simbólica predominante parece ser la de hermana del hombre y compañera de su esposa, en una perspectiva patrilocal; pero la relación expresada en la vida cotidiana es la de madre de los seres humanos.

14La relación hermano-hermana es una de las más positivas e importantes en la familia nahua (Taggart 1997, Sandstrom 2000).

15 nika xmasto aman nitla[k]atl, xonkwas, nanka nimitsmakas

16Además, el mito expone la vieja oposición entre gemelos u opuestos masculinos, mejor conocida entre los dioses prehispánicos Quetzalcóatl y Tezcatlipoca; también presenta la pareja hermano-hermana como fundamental y paradigmática de toda pareja masculino-femenina.

17Notas de trabajo de campo, 18 de enero de 2006 (p. 48).

18No puedo profundizar este aspecto aquí por cuestiones de anonimato.

19La versión de un agricultor con pocos recursos económicos coincide en ciertos aspectos con las versiones de las mujeres, pero remito al lector a mi artículo para más detalles (Raby 2012a).

20 teh aman tla xtla tivaleroa, yo kichiuaj telpakamej, tlinon aman nochiujtok, nito xiuikaui yo iksan tekitl, no taua yo tiueli yo yo uikaui tekitl, tiueli titlapoua, tiueli tisuateka, tiueli tipixka, tiueli titekipanoa…

Recibido: 07 de Abril de 2017; Revisado: 22 de Noviembre de 2017; Aprobado: 19 de Marzo de 2018

Dominique Raby es Profesora-Investigadora Titular en el Centro de Estudios Antropológicos de El Colegio de Michoacán. Doctora en Antropología por la Universidad de Montreal (Canadá), sus intereses de trabajo incluyen género, violencia y tradición oral en comunidades nahuas (Guerrero). Fue investigadora visitante en la Universidad de Nueva York (SUNY); el Laboratorio de Antropología Social en París (Collège de France/EHESS/CNRS); y el Ciesas-DF. Obtuvo la Cátedra Alfonso Reyes del Institut des Hautes Études de l’Amérique Latine (Paris 3-Sorbonne Nouvelle, 2010) y es coinvestigadora de la red DIALOG sobre cuestiones indígenas (INRS), financiada por el Social Sciences and Humanities Research Council of Canada. Ha publicado varios artículos en revistas indizadas de México, Canadá, Francia y Estados Unidos, y tres libros, entre éstos, con Catharine Good. 2015.Múltiples formas de ser Nahuas. Miradas antropológicas hacia representaciones, conceptos y prácticas.

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