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vol.39 issue153Daniela Marino. Huixquilucan. Ley y justicia en la modernización del espacio rural mexiquense, 1856-1910. Madrid: ConsejoSuperior de Investigaciones Científicas, Estudios Americanos, Tierra Nueva, 2016, 269 p. ISBN 978-84-00-10081-0Catherine Andrews. De Cádiz a Querétaro. Historiografía y bibliografía del constitucionalismo mexicano. México: Fondo de Cultura Económica, CIDE, 2017, 193 p. ISBN 978-607-16-4472-5 (FCE); 978-607-9367-98-5 (CIDE) author indexsubject indexsearch form
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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

On-line version ISSN 2448-7554Print version ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.39 n.153 Zamora Mar. 2018

https://doi.org/10.24901/rehs.v39i153.411 

Reseñas

Frida Gorbach y Mario Rufer, coords. (In)disciplinar la investigación. Archivo, trabajo de campo y escritura. México: Universidad Autónoma Metropolitana y Siglo XXI, 2016, 296 p. ISBN 978-607-03-0785-0

Marco Estrada Saavedra1 

1El Colegio de México, msaavedra@colmex.mx

Gorbach, Frida; Rufer, Mario. (In)disciplinar la investigación. Archivo, trabajo de campo y escritura. México: Universidad Autónoma Metropolitana y Siglo XXI, 2016. 292p. ISBN: 978-607-03-0785-0.


Manual para positivistas avanzados

(In)disciplinar la investigación. Archivo, trabajo de campo y escritura es una obra colectiva coordinada por Frida Gorbach y Mario Rufer. En ella colaboran historiadores y antropólogos que trabajan en México y Latinoamérica, pero su contenido trasciende nuestro hemisferio geográfico y cultura y abarca también experiencias de investigación en Sudáfrica e India. El libro está compuesto de once capítulos y una prolija introducción. La cantidad y variedad de colaboraciones resulta desconcertante para un reseñista –en particular, como es mi caso, si no es historiador o antropólogo. Afortunadamente, los coordinadores lograron que los autores centraran sus intervenciones en torno a dos cuestiones: 1) “‘cómo se produce evidencia’ como algo más que la extracción de la data que sustentaría la investigación”; y 2) cuáles son los “problemas que la relación campo / archivo trae consigo y las implicaciones que para nuestro trabajo tiene esa vieja separación entre el Tiempo y el Espacio, el Pasado y el Presente, lo Muerto y lo Vivo, lo Escrito y lo Oral, ‘Europa’ y el ‘resto’ del mundo’” (pp. 11 y 16, respectivamente). Más afortunado es aún que los coordinadores consiguieran que, de verdad, todos los colaboradores se ocuparan sistemáticamente de estas preguntas con base en su propia experiencia de investigación. Enfatizo lo anterior, porque da cuenta de una auténtica conversación colectiva y un buen trabajo editorial. Gracias a ello, el lector no encuentra la cacofonía de muchas antologías carentes de una idea rectora común, sino una sinfonía dodecafónica por medio de la cual se reflexiona “sobre lo que, en general, nunca se escribe” (p. 11).

Pero, ¿qué es aquello sobre lo que “nunca se escribe”? Justamente sobre los “trucos y mecates” (p. 211) con los que se escribe la historia y se elaboran las etnografías, para citar la afortunada expresión de Guy Rozat Dupeyron en su capítulo. En otras palabras, los autores fueron animados a reflexionar en torno a los problemas encontrados en el transcurso de sus pesquisas en el archivo o el campo y la manera en que los enfrentaron para seguir adelante con su trabajo. En este sentido, en cada colaboración se reconoce –de manera muy clara y angustiosa para los investigadores, pero gozosa y provechosa para el lector–, “la contingencia que marca a los proyectos académicos” y el proceso de abandono “de la soberbia académica hipermuscular, posando como ciencia desinteresada, la cual conoce dónde ha empezado y sabe anticipadamente dónde va a terminar”, como apunta Saurabh Dube en su texto (p. 276).

Pero no se trata simplemente del relato de las peripecias personales de historiadores y antropólogos, sino de un conjunto de reflexiones de muy alta calidad y penetración sobre cómo se hace antropología e historia en el proceso mismo de investigación; qué es el campo y el archivo como dispositivos epistemológicos y de poder; cómo se produce evidencia etnográfica o documental; qué mecanismos y regímenes hacen posible y condicionan nuestras tareas de manera imperceptible; cuáles son las dimensiones históricas de la etnografía y las etnográficas del archivo; de quiénes son realmente las voces encontradas en los documentos o registradas en la observación en terreno.

Aunque los coordinadores exponen que la concepción del libro no fue la de elaborar un “manual” metodológico, paradójica y felizmente eso es justo lo que, en mi opinión, lograron: editar un manual, pero no en el sentido convencional de una guía práctica e introductoria dirigida a los principiantes en estas disciplinas sobre cómo proceder paso a paso en la investigación; sino en el de uno para estudiosos avanzados que, en medio de la pesquisa, enfrentan la radical perplejidad de preguntas como qué están realmente haciendo; cuál es la validez y fundamento de su conocimiento; de dónde proviene la autoridad del documento y el testimonio que pergeñan; qué es el pasado custodiado en el archivo y cómo se produce la alteridad de los otros en el campo; qué tan pertinente es la racionalidad de nuestras ciencias para aprehender lo que buscamos; cuál es la relación del historiador y el antropólogo con sujetos del pasado y presente, etcétera.

Existe una segunda e importante paradoja en el libro, que, creo que de manera saludable, sabotea las intenciones antipositivistas de sus coordinadores y autores alimentadas por los giros lingüístico, cultural, psicoanalítico, poscolonial, posestructuralista o de otro tipo del siglo pasado. Me explico: prácticamente en todas las colaboraciones se puede constatar un furor en contra de la autoridad de la ciencia. Se habla inclusive de “reencantar el mundo” (p. 59) o de encontrar una “salida a la pretensión de objetividad” (p. 210). Curiosamente, las excelentes reflexiones epistemológicas, teóricas y metodológicas –por cierto, casi todas ellas muy dignas de asumir en nuestras prácticas de investigación–, que se encuentran en todos los capítulos y que han sido provocadas por el azoro del que antes hablé, están en perfecta consonancia con los ideales positivistas y son inclusive su continuación consecuente.

El positivismo es uno de los hijos intelectuales de la Ilustración. Su programa epistémico consistía en la producción de conocimiento objetivo, es decir, del mundo tal y como es. Este suponía la idea de un sujeto cognoscente autónomo y soberano, la separación entre sujeto y objeto, la utilización de determinados instrumentos y procedimientos, la aprehensión de la totalidad del fenómeno o, en el plano político, el progreso de la humanidad. No cabe duda de que el positivismo, así concebido, ha quedado desacreditado hace mucho tiempo. Ni siquiera requerimos abundar sobre el hecho de que sus premisas son cuestionables y falaces. No obstante, el ideal regulativo de la búsqueda de la verdad, del cual el positivismo es sólo una de sus expresiones, sigue guiando nuestras empresas científicas. Las críticas lingüísticas, culturales o poscoloniales no son otra cosa que la continuación del proyecto moderno por otros medios, a pesar de todo lo cuestionable que aquéllos sean lógica, ética o políticamente.

El furioso conjunto de capítulos antipositivista y en contra del autoritarismo y cegueras de la ciencia (en este caso, la historia y la antropología), incluidos en (In)disciplinar la investigación, bien pueden entenderse como una ilustración de la Ilustración. En efecto, al fin y al cabo, todos ellos pretenden mejorar nuestro conocimiento desmontando dudosos presupuestos epistemológicos y teóricos, por un lado, y prácticas problemáticas en el archivo y el campo, por otro, que se mantienen incuestionadas y que sesgan sistemáticamente nuestro trabajo. Para citar el título de un libro de Edgar Morin, todos los autores ejercen una “ciencia con consciencia”, es decir, una ciencia que está consciente de sus límites y alcances y también de sus responsabilidades éticas y políticas.

En lo que sigue, me gustaría ejemplificar a qué me refiero con esta paradójica radicalización ilustrada del positivismo tomando en consideración dos ámbitos temáticos íntimamente vinculados en el libro: 1) la experiencia y voz del otro histórico y cultural; y 2) el archivo como dispositivo epistemológico y de poder.

La experiencia y voz del otro histórico y cultural

(In)disciplinar la investigación puede leerse como un conjunto de relatos de practicantes de la antropología y la historia, que, al descender a los círculos del infierno del campo y el archivo, encuentran caos, fragmentos, voces de ventrílocuos, sujetos fantasmagóricos o bien pierden archivos, no hayan lo que, desde el escritorio y de manera anticipada, pensaron encontrar en las entrevistas con informantes, por lo que su confusión y ansiedad se multiplica. Un relato en el que, purgándose de varias ilusiones discursivas e institucionales científicas, dejan atrás lentamente el averno y van tomando conciencia de las condiciones materiales, posibilidades y límites de sus empresas.

Veamos. En diferentes colaboraciones, nos reencontramos, de manera reformulada y ampliada, la pregunta, entre tanto clásica, de Spivak: ¿puede hablar el subalterno? En efecto, en su contribución, la antropóloga social Rita Laura Segato se pregunta, a propósito del estudio de los cultos evangélicos en Brasil, qué tan capaz es el relativismo cultural antropológico de comprender “la manera en que el nativo experimenta su absoluto, no en tanto posición sino en tanto experiencia vivida en la interioridad” (p. 28). En un sentido no muy diferente, el antropólogo Alejo Castillejo Cuéllar, especialista en la violencia, las víctimas y la memoria en Colombia, Sudáfrica y Perú, se interroga: “¿Dónde se ‘localiza’ o se ‘archiva’ el dolor del otro? […] ¿Es archivable lo innombrable?” (pp. 115 y 120). Brindo un último ejemplo encontrado en el capítulo del historiador Guy Rozat Dupeyron, que, en relación con los informantes del fraile franciscano fray Bernardino de Sahagún, se pregunta sobre las condiciones de producción del testimonio, los problemas inherentes de la memoria y rememoración individual y colectiva y la relación entre lo oral y la escritura.

¿Qué tienen en común estos tres capítulos? Que en todos ellos –y en otros más del tomo– el tema de qué tanto somos capaces de aprehender con fidelidad la experiencia y situación de los sujetos surge de los límites reales con que sus respectivas investigaciones encontraron al tratar de restituir el pasado con base en fuentes documentales o de comprender el mundo de vida del sujeto etnografiado. En algún momento de sus indagaciones, nuestros autores topan con los límites inherentes a lo que genéricamente se denomina en el libro “positivismo” y, como abajo explicaré con más detalle, buscan alternativas para sortear sus aporías. A modo de ejemplo, cito el trabajo de Rozat. El historiador se pregunta, como apunté, quiénes son los naturales que aparecen a lo largo de la Historia de las cosas de la Nueva España. La pregunta, al principio extraña, adquiere su radical relevancia cuando se toma conciencia de que sus testimonios han sido, por siglos, una de las fuentes autorizadas sobre nuestro conocimiento de ese mundo pasado. La conclusión del historiador es que dichos testimonios son producto de la memoria de “indios de papel, indios imaginarios al servicio del imperium cristiano” (p. 219).

La insatisfacción con teorías, métodos y prácticas de investigación en la historia y la antropología conduce a todos los autores a buscar alternativas a la ortodoxia en sus disciplinas. En especial, buscan romper dicotomías naturalizadas como intelecto/sentimiento, conocimiento/imaginación, contenido/forma, significado/significante, logos/mito, historia/relato, interpretación/comprensión, etcétera. Todas las diferencias que se encuentran del lado derecho de estas distinciones, se afirma, se antojan intratables y, de hecho, inexistentes para la práctica científica convencional. Así, los autores observan, no sin razón, que persistiendo por estas vías no se logra aprehender la complejidad de sus objetos y sujetos de estudio. De allí se fundamenta su exigencia de nuevas formas de comprensión y representación no mutiladoras, que den cuenta mejor de la experiencia y voz de los sujetos.

Las alternativas metodológicas que ofrecen son, de verdad, heterodoxas, pero, en consonancia con el espíritu de la filosofía pragmática norteamericana, si gracias a ellas podemos resolver problemas teóricos y metodológicos y conocer más y mejor lo que nos interesa, ¿por qué no andar entonces por estos senderos poco habituales, pero prometedores? Conspicuamente, varias de las alternativas son de orden estético e invitan a echar mano de la imaginación artística: por ejemplo, desde imitar la “experiencia del trance”1 para mejor captar movimiento y contradicción de la vida misma (como proponen Gustavo Blázquez y Ma. Gabriela Lugones en su etnografía sobre la posición y situación de homosexuales en la última dictadura argentina), hasta suplir las ausencias en los archivos con la ficción para recrear las voces de los sujetos subordinados y social e institucionalmente silenciados en los archivos (como sugiere Frida Gorbach en su estudio de mujeres internadas en un hospital psiquiátrico en la Ciudad de México). En fin, ¿no es precisamente ésta la apuesta del positivismo: conocer más y mejor superando obstáculos epistemológicos de cualquier naturaleza, incluyendo los positivistas?

No puedo dejar de señalar que, de manera irónica, en este higiénico esfuerzo antipositivista se mantendría un resabio del mal positivismo metafísico por el deseo de pureza y fidelidad en la comprensión y representación de la experiencia del otro. A modo de ilustración valga la crítica al relativismo antropológico por no poder dar cuenta de la experiencia sagrada del creyente. El punto es: ¿por qué creemos y cómo sabemos realmente que el “nativo” evangélico de verdad cree lo que cree y que su creencia de y contacto con lo divino son más auténticos, profundos y absolutos que lo que supone una antropología convencional? Me parece que aquí se fetichizaría al otro ertnografiado por vía de su reencantamiento y se le otorgaría ser poseedor de una autoridad sobre su saber, práctica y sensibilidad, que probablemente sea discutible que la tenga de esa manera. En todo caso, sería más sensato y prudente suponer que entre la población de creyentes existe una variedad de experiencias de lo sagrado, unas más superficiales que otras.

Aún más: en el anhelo por llegar a la “voz” del otro en el documento o en la observación etnográfica, hay un fuerte tufo de la metafísica del origen. En efecto, aceptando que contáramos con un fabuloso archivo borgiano que resguardase los documentos con ricos testimonios de los propios subalternos o que en el terreno pudiéramos acceder a una infinita pluralidad de informantes, en diferentes posiciones etaria, étnica, de género, poder, clase, etcétera, y, además, reprodujésemos con fidelidad sus testimonios y experiencias, no debemos obviar el hecho de que somos nosotros, como historiadores, antropólogos o sociólogos, los que en última instancia decidimos qué y cómo aparecerá en nuestros libros y artículos especializados –inclusive si se trata de una investigación en colaboración con los sujetos que estudiamos–. Y que todo ello pasará por diferentes mediaciones del sistema científico. Mi punto es que parece que detrás de ese anhelo de comprender mejor al otro está la idea de que eso sólo sería posible si anulásemos al autor debido a que éste no sería sino un dispositivo del sistema científico que perturbaría el conocimiento auténtico que trasciende todas las dicotomías antes señaladas. No obstante, asumir autoridad y autoría no equivale a ser autoritario. Más adelante diré algo acerca de esta particular aprehensión ética, que parece estar en el fondo de varias de las colaboraciones del libro.

El archivo como dispositivo epistemológico y de poder

Frida Gorbach resume muy bien la aporía a la que llegan, por sus calvarios particulares, los diferentes autores del libro: “¿cómo es que nosotros los historiadores construimos al otro y cómo esa visión nos constituye como historiadores?” (p. 192). Con esta pregunta nos adentramos al tema del archivo como dispositivo epistemológico y de poder.

De manera similar a la que la antropóloga Paula López Caballero se pregunta qué precauciones habría que tomar para considerar el diario de campo –el artefacto por excelencia de la producción de evidencia antropológica– como un documento histórico, que dé cuenta de la historia de las sociedades etnografiadas en el pasado y de los cambios de la mirada antropológica en el tiempo; los historiadores en el libro proponen tratar el archivo como un “sujeto etnográfico en sí mismo […] [con el fin de] exponer la complicidad de las fuentes archivadas y la ley/autoridad” (p. 227), como lo hace María Elena Martínez en su capítulo dedicado al caso de un andrógino en la Nueva España del siglo XVIII –y en torno a lo cual concluye, a propósito, que no existen sujetos queer “independientes” (p. 232) en el archivo, es decir, que hablen por sí mismos, sino que su presencia y voz son transfiguradas por una serie de mediaciones sociales e institucionales para hacerlos legibles al poder–.

En su colaboración, Mario Rufer nos recuerda que existe una cadena de silogismos que estructuran el sentido común de los historiadores sobre la historia y el archivo, a saber: el dominio de la historia se ubicaría en el pasado y su meta sería la restitución del pasado de sociedades con archivos –en contrapartida de las sociedades que poseerían sólo una tradición oral y vivirían en un pasado continuo garantizado por la presencia transtemporal del mito–. Asimismo, el archivo sería el guardián del pasado, mejor dicho, de los documentos que resguardarían el pasado, que la paciente labor del historiador recuperaría. El documento se entendería como fuente y autoridad de la prueba histórica, cuya presencia, bien leída y reconstruida, posibilitaría la redención de la ausencia, de lo ya ido. En resumen, el archivo sería, a la vez, lugar del origen, autoridad y, en consecuencia, autoría.

En el transcurso de sus propias investigaciones, nuestros autores se topan con los límites de este sentido común heredado –que a cada nueva generación de practicantes se transmite para reproducirlo con ingenuidad–. En efecto, ya sea por la ausencia de documentos, su pérdida, insuficiencia o por los silencios que espectralmente los habitan, varios autores no pudieron responder las preguntas con las que busca conjurar y revivir el pasado, por lo que se vieron en la necesidad de reorientar sustantivamente su investigación. Frente a estas desazones, se preguntaron ¿cuál es la epistemología de la lógica de recolección y orden subyacente al archivo? ¿Qué dispositivos y regímenes permiten producir, validar y autorizar las pruebas históricas? ¿Quién tiene la autoridad para hablar en y a través de los documentos y cómo ocurre este proceso? ¿De dónde proviene su autoridad y fuerza para hacerla legítima? ¿Cuáles son los efectos de estos dispositivos, artefactos y regímenes, en el presente, en la sociedad y la academia? ¿Qué estrategias de memoria, conservación, producción y relato del pasado alternativas desautoriza o margina el archivo y la historia tal y como existen? O ¿cómo hablan los que no hablan en los documentos?

No puedo ni siquiera resumir las múltiples respuestas a estas interrogaciones que ensayan los autores. Lo que queda claro para el lector es que el archivo, como dispositivo, es desnaturalizado. En efecto, del inocente lugar que alberga el conocimiento y “hechos objetivos”, el archivo pasa a ser un productor de significados y diferentes lógicas de poder. Me interesa destacar una de estas lógicas, a saber: la de la estatalidad. Y ello en un doble sentido: entre las organizaciones modernas, el Estado es una potente e insaciable máquina productora de documentos que recopila en grandes cantidades. Su racionalidad supone registrar y generar información sobre una infinidad de asuntos y sujetos. Al cartografiar lo social no lo hace de acuerdo con la lógica del historiador, sino con la del control y la dominación política. En este sentido, muchos de los sujetos subordinados de los cuales tenemos noticia hoy día gracias a la investigación histórica, aparecen en los archivos sólo en tanto que fueron objeto del escrutinio y registro de la burocracia estatal. En fin, parte sustantiva de la autoridad del conocimiento histórico que abreva de estas fuentes proviene de la obediencia a la autoridad estatal. Ahora bien, con sus grandes historias nacionales –que la mayoría de las veces, sobre todo en el siglo XIX y parte del XX no fueron sino historias estatales y de las élites económicas y políticas–, los historiadores han contribuido a la legitimidad del Estado con medios “científicos”. Al mismo tiempo y de manera irónica, como nos lo recuerda Rufer, esos mismos archivos e historiadores, cuando trabajan a contrapelo, son un factor de inestabilidad y cuestionamiento de las verdades y la legitimidad del poder estatal (p. 166 ss).

Ética

El archivo y el campo no son meramente cuestiones de conocimiento. En (In)disciplinar la investigación encontramos también preocupaciones éticas en la medida en que lo que está en juego es el respeto y reconocimiento del otro pasado o etnografiado. Restituir lo más fielmente posible la voz del otro, ya sea que se encuentre en los documentos o en las entrevistas, contiene ya una apelación ética. Así, a manera de ilustración, algunos de los autores del libro se preguntan ¿cómo no infamar a nuestros sujetos de investigación? ¿Cómo lograr transmitir y hacer vivible una experiencia y el valor (moral) de lo revelado? (cfr. 63 y 83).

Me pregunto de dónde provienen estas preocupaciones éticas en la actualidad y qué funciones manifiestas y latentes cumplen en la práctica del historiador y el antropólogo. ¿Por qué se han vuelto urgentes? ¿Nos ayudan realmente a comprender mejor a los otros, inclusive a tratarlos con mayor respeto, consideración y reconocimiento? ¿Nos enfrentamos aquí ante una genuina demanda de los sujetos con los que trabajamos? ¿O se trata más bien de un desasosiego del yo científico y la academia influidos por diferentes agendas políticas globales contemporáneas?

Todas estas cuestiones son muy relevantes y merecen un tratamiento cuidadoso y diferenciado. Lo que sí podría afirmar es que, en el fondo, percibo cierta angustia moral que va más allá de las dudas epistemológicas de cómo realmente se produce conocimiento y cuáles son sus alcances y límites. En efecto, existe un difuso sentimiento de vergüenza por practicar ciencias con un largo pasado colonial y autoritario, en las que la figura del científico (antropólogo o historiador, en este caso) muchas veces ha servido para justificar explotación, exclusión y dominación. Mi temor es, sin embargo, que estos temas legítimos y necesarios de discutir y solucionar se han vuelto una coartada, en particular entre los científicos sociales, para subordinar al activismo político el trabajo crítico y meticuloso de la ciencia, que requiere de justificar de forma razonada y empírica nuestras afirmaciones. No dudo que en algunos casos esa subordinación no sea por sí misma contraria a la producción de una buena ciencia. Presiento, no obstante, que se trataría de pocos casos en los que esto ocurre.

Conclusión

Tal vez sea tiempo de dejar atrás las taras y reflejos antipositivistas que han predominado en las últimas décadas en la academia, empezando por la aburrida rutina de hacer del positivismo un comodísimo tigre de papel y la de pensar –¡desde la misma ciencia y con los ingresos mensuales de una cátedra universitaria en el bolsillo!– que la ciencia sería sólo otra de las máscaras de la ideología y el poder. En fin, si tomamos en serio las apasionantes reflexiones de (In)disciplinar la investigación, estaremos en una mejor posición de practicar una mejor ciencia… positiva.

1Un tipo de música electrónica.

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