Un objeto de deseo
Cuando un bien material es objeto frecuente de actos ilícitos -robo, contrabando, falsificación, uso contra la norma establecida...-, generalmente se debe a que tiene gran valor económico, y en ocasiones también simbólico, para la sociedad en cuyo seno se le da uso. El delito de robo fue el segundo más común en la ciudad de Guadalajara -y en realidad en todo Jalisco-, entre la Reforma y el fin del Porfiriato.1 Los bienes sustraídos fueron diversos, pero al leer la prensa de la época, llaman poderosamente la atención notas como la siguiente:
ACTUALIDADES.-
ROBOS RATEROS.- En la mañana del domingo próximo pasado, iba un desgraciado por la calle de San Jorge [...] cargando un canasto con víveres sobre la cabeza y una frazada y rebozos sobre los hombros, cuando violentamente lo atacaron dos bandidos, despojándolo de las piezas de ropa referidas, y echándole por tierra el canasto con los objetos que contenía: [...]
- Á las seis y media de la tarde del citado día, otro ratero despojaba á una mujer de su rebozo en la esquina de la tienda de la "Colmena".2
Sólo en el mes de agosto de 1867, el periódico tapatío La Prensa, en el que se publicó esta doble nota, refiere otros cuatro incidentes similares: sastrerías y sastres, casas de empeño, zapaterías y paseantes que son asaltados de día o de noche y que terminan perdiendo las prendas de vestir que custodiaban o llevaban puestas. Una expresión común en los periódicos de la época fue la de quedar "desnudos" o "como Dios los trajo al mundo" tras un robo, ya se produjera éste en la calle, en un viaje en diligencia -algo particularmente frecuente-, en el interior de un negocio o en la propia vivienda. Y, parece que los robos llegaron a ser tan frecuentes que, en ocasiones, las autoridades usaron la prensa para publicar listas de artículos que habían sido robados y posteriormente recuperados por la policía, con la esperanza de encontrar a sus dueños originales. Listas como la aparecida en el periódico El Imperio, en diciembre de 1864, en la que más de la mitad de los artículos incluidos son prendas de vestir, entre las que se reseña un poco de todo: pantalones, batas, tápalos y rebozos, túnicos (vestidos de mujer), enaguas, calzones, camisas, sarapes, corbatas, vestidos infantiles...3
Las narraciones de robos de ropa seguirán menudeando en los periódicos durante todo el siglo, aunque se nota una clara disminución -en estas mismas notas de prensa- hacia el final del porfiriato. En los diferentes artículos y notas periodísticas, el robo en pequeña o mediana escala se suele relacionar con dinero y diferentes objetos, entre los que destaca con gran frecuencia, además de las joyas, la ropa. Y al ladrón común también se le atribuye este nexo, como en la siguiente nota de 1889, que narra un robo en el que varios ladrones intentaron entrar a una vivienda particular y fueron sorprendidos por la policía antes de lograrlo:
INTENTO DE ROBO.- [...]
Dícese que se dice que aquellos individuos no eran ladrones comunes y corrientes; es decir, que no trataban de robar ropa, dinero ni baratija alguna de esas que tanto agradan á los hijos del caco.4
Así que, de manera preliminar, la conclusión lógica es que, si la ropa se robaba con tanta frecuencia, y si los ladrones "comunes y corrientes" se dedicaban prioritariamente a robarla, esto se debía al alto valor económico que las prendas de vestir tenían en el mercado de bienes materiales. Pero ¿cuál era este valor y para quién?
¡¡¡Todo muy barato!!!5
La prensa de la época es la que, aunque sea de manera algo parcial, nos proporciona datos sobre los precios en los que, finalmente, se comercializaban telas, listones, botas, resortes, flores artificiales, corbatas, mascadas, sombreros o calcetines, en la ciudad de Guadalajara, ya fueran de fabricación nacional o extranjera. Precios, en una gran parte de los casos, fuera del alcance de la mayoría de la población. Porque incluso la humilde "manta de Miraflores" que aparece anunciada en el periódico Juan Panadero como disponible para la venta en el cajón de ropa "Gran Número 8", se vendía "á real y tlaco y á real y cuartilla la vara". 6 Si tenemos en cuenta que un peso tenía ocho reales;7 que los salarios de la mayor parte de la población -si es que llegaba a recibir uno- fueron siempre muy bajos8 y que, a medida que se acercaba el fin de siglo, éstos incluso perdieron poder adquisitivo debido a la subida de los precios, no nos deben extrañar las imágenes 1 y 2 de 1867.
Ropas raídas, remendadas, improvisadas... La fachada personal9 de estos hombres se corresponde con bastante fidelidad con la del tipo social del lépero, sobre el que se han escrito y escribieron decenas de párrafos, y al que podríamos describir, físicamente, con estos términos: desnudez, suciedad y andrajos. Pero los tapatíos más pobres y trabajadores -los siguientes al lépero en la escala de pobreza-, vestían en realidad, en muchos casos, lo que durante todo el siglo se consideró el "uniforme del pueblo": una camisa amplia y un calzón, ambos de manta (originalmente) blanca, que a veces, y ya hacia el final del siglo, se sustituyó por un sencillo y gastado pantalón10 (imágenes 3 y 4).
En otras ocasiones, sin embargo, el dinero no alcanzaba ni siquiera para un calzón -mucho menos un pantalón - decente, y el resultado estético de esa circunstancia era el de la imagen 5.
Vestirse salía caro, y el clima suave de gran parte del país, y más concretamente de Guadalajara, favorecía de alguna manera la ligereza de ropas y un cierto descuido en las mismas. En un tardío 1907, Benjamín Padilla, editor y escritor del periódico tapatío El Kaskabel, siempre mordaz y por momentos muy agresivo en su discurso, describía de la manera más estereotipada a un artesano fabricante de sillas:
LA VERDAD NETA Y PELADA
Una faz del progreso de México.
Tuve que detenerme y observar la tarea de un artesano mexicano, que trabajaba al aire libre, en plena vía pública sentado á la orilla de la banqueta: Era un fabricante de sillas, [...]
Este espécimen [sic] de nuestros llamados sufridos, laboriosos y modestos artesanos, tenía los ojos vidriosos y saltados, y la nariz colorada del borracho consuetudinario, la cabellera salvaje que no conocía peine, la ropa desgarrada y sucia, los cigarros y los cerillos prendidos á la cintura [...] Este es nuestro artesano, en aspiraciones y conocimientos, y ese es el sueldo del artesano, con el que debe vivir él y su familia comer y vestir!11
Parece que los andrajos y la escasez de ropa no se identificaron únicamente con los sectores más pobres, incultos y violentos de la sociedad. Quienes se encargaban de elaborar el discurso dominante, o de escribir al calor de este discurso, sabían bien -cómo no saber acerca de un fenómeno con el que se cruzaban a diario-, que un aspecto pulido, limpio y medianamente sofisticado estaba fuera del alcance de la mayor parte de la población. Y así había venido siendo desde que tenían memoria. Varios años antes, el editorialista del también satírico, pero quizás no tan agresivo Juan Panadero, relata con sorna e ironía, una supuesta -y en realidad fantástica- visita de su alter ego, del mismo nombre y oficio indicados por el del periódico, al por entonces gobernador de Jalisco, Ignacio Vallarta:
EDITORIAL
OTRA VISITA A NACHO
[...] [se describe a sí mismo] llevaba una figura graciosísima. El pelo de la cabeza que de por sí está rúcio [sic] por los años, iba completamente blanco, porque estaba lleno de arina [sic]; las barbas idem peridem; los brazos y manos pegoteados de levadura, y para remate de cuenta, el vestido que llevaba, era precisamente el desgarrado, pues se me puso entre ceja y ceja visitarlo en día de trabajo; y la verdad, aunque no hubiera sido, no lo habría llevado, pues la ropita mejor que tengo está empeñada en no salir. [...]
- Pues bien, ¿Cómo se llama vd. y para qué se disfrazó con el fin de hablarle al señor gobernador?
- Me llamo Juan Panadero, y así como vengo, es como ando siempre, pues como soy hombre trabajador, me cuido poco de peinarme y de vestirme con limpieza.12
"Uniforme del pueblo", expresión de la que hablábamos unos párrafos más arriba es, sin embargo, una expresión engañosa, por parcial, ya que saca fulminantemente -por razones de índole legal y política, características del momento- del panorama a aproximadamente la mitad de la población: las mujeres. En su caso, camisa y calzón de manta -y sombrero de petate, del que hablaremos en otra ocasión-, se sustituyen por blusa, enagua[s] y rebozo. Prendas que requerían de una cantidad de tela aún mayor, y que, por lo tanto, también exigían mayor inversión económica. Las representaciones de mujeres humildes con este atuendo son abundantes, aunque también lo son las de mujeres de otras clases sociales, por ejemplo el retrato de doña Tranquilina Vidrio de Leal, pintado por José María Mares en 1852 (imágenes 6 y 7).
La materia prima de la ropa, la tela, era costosa, incluso cuando se trataba de manta de producción local que, por otro lado, llegó por momentos a estar en desventaja de precio en relación con la importada. Y las prendas confeccionadas, adornos y complementos, como camisas, listones, castañas, corbatas, rebozos, corsés o anillos, también. Puede que en Occidente -especialmente en Europa y Estados Unidos- se estuviera produciendo el proceso de abaratamiento y distribución "democrática" de los textiles que Efrat Tsëelon identifica con las últimas décadas del siglo XIX y con lo que llama Modernist Period,13 caracterizado, entre otras cosas, por el inicio de un proceso de "democratización"14 de la moda, pero para los mexicanos más humildes -la inmensa mayoría-, los precios de tejidos y aditamentos anunciados en la prensa resultaban exorbitantes.
Entre 1875 y 1876, por ejemplo, los precios de los diferentes tejidos anunciados en los periódicos oscilaron entre el real y tlaco ya referido de la manta de Miraflores, y el real y cuarto/real y medio por yarda que se pedía en diferentes comercios de la ciudad por telas de algodón como el calicó,15 el dril, la gasa o la holanda; los dos, tres y cuatro reales que costaban tejidos como la alpaca y otros tipos de lana, el linón, la loneta, la muselina, el paño y el percal de clase superior o el tafetán; y las ya más elevadas cantidades de cinco, seis y 10 reales, y un peso de telas como algunos tipos de casimir, el gro, la lona de lino, el merino, el raso turco, la seda, o el tafetán de seda superior. De entre todos los tejidos, en estos dos años, los más costosos fueron ciertos casimires nacionales (11, 15 y 18 reales) y otros importados (15, 28 o 30 reales), algunos tipos de paño (tres pesos y medio), el satiné (14 reales), el terciopelo (tres pesos) y el "tricot" (tres pesos y medio).
La ropa confeccionada resultaba igualmente costosa. Una sencilla camisa de algodón de hombre, por ejemplo, costaba un peso en la camisería de la Sra. Dª Refugio Contreras de Alatorre en el mismo año de 1875,16 y era la más económica de entre todas las que ofrecía este establecimiento. Un año después, las camisas bordadas de señora que se vendían en la tienda llamada "La Mina de Oro" costaban justo el doble: dos pesos. Si lo que se deseaba era encargar una levita o un saco a medida, los precios oscilaban entre seis y 1.50 pesos en la "Sastrería Económica", en la que, además, la hechura de un pantalón costaba también 1.50 pesos.17 Y con el resto de las prendas y accesorios anunciados en prensa sucedía algo similar: un chaleco de algodón costaba 14 reales en la "Tienda de las Flores" en 1875; ese mismo año, la "Tienda del Movimiento" ofrecía rebozos de bolita -los más costosos-, por la enorme cantidad de siete pesos. Una corbata de tira -la más sencilla de todas-, se vendía por un real en "La Fuente de Oro" en 1878 y un corsé "de buena clase" costaba 12 pesos en la "Tienda de las Flores" en 1876.18
Lo más probable es que fueran los propios usuarios -o sus familiares, o alguien del vecindario- de camisas y calzones de manta, enaguas y blusas quienes cosieran las prendas en sus hogares. Los patrones de las mismas eran sencillos, fáciles elaborar o incluso comprar cuando la prenda era algo más compleja -ciertos establecimientos vendían patrones de prendas aún más sofisticadas que las mencionadas-,19 y siempre resultaba más barato comprar la tela y fabricar las prendas uno mismo o, en cualquier caso, encargárselas a alguien que supiera hacerlo, pero que no cobrara las tarifas normales de un sastre, una modista o una costurera.
Y, siguiendo con este modelo de consumo de carácter económico y frugal, las costuras de dichas prendas debieron hacerse casi siempre del modo tradicional, a mano, pues aunque el siglo XIX es el que ve "nacer" a la máquina de coser,20 y sus vendedores tapatíos la anuncian con frecuencia en la prensa de la ciudad, especialmente, en la década de 1870, ésta tuvo siempre precios muy elevados, sólo al alcance de pocos, incluso aunque, tras los exorbitantes precios del principio, éstos bajaran un poco con los años. En 1864, las máquinas de la marca Grover & Backer se vendían por precios que oscilaban entre los 65 y los 150 pesos,21 mientras que las de la marca Singer se vendían, diez años después, en un rango de entre 25 y 75 pesos.22 Las máquinas "de mano" eran las más económicas; las de pedal "con elegante mesa",23 y las de taller, las más costosas (véase imagen 8).
De entre todas las máquinas de coser económicas anunciadas, las menos costosas, en la década de 1870, fueron las "alemanas de mano, de un carrete y 16 pesos" que se vendían en la tienda y agencia de máquinas de coser de Teodoro Kunhardt.24 Pero, en general, los precios nunca bajaron de los 25 pesos, una cantidad muy grande, incluso aunque el vendedor ofreciera la posibilidad de pagar a plazos.25 Y quizás, por eso, las máquinas llegaron a ser ofrecidas como premio en rifas: así, en el sorteo que la penitenciaría de Escobedo organizó en octubre de 1876, el segundo premio consistió en una máquina de coser de la marca Singer, y el tercero en una de mano.26 Ya en 1905, leemos en La Gaceta de Guadalajara un anuncio en el que se ofrece a la venta una máquina de coser usada, de la marca Singer, por la aún muy elevada cantidad de 55 pesos.27 En una época en la que el sueldo mensual ofrecido en las páginas de este mismo diario a una cocinera es de 15 pesos,28 el precio de la máquina continua siendo prohibitivo para todos los que se encuentren en esta franja socioeconómica.
Finalmente, el calzado anunciado por los comerciantes era, también, caro: en 1876, la zapatería "El Buen Gusto" vendía botas de mujer a un mínimo de 22 reales, si eran "del país", y un máximo de cinco pesos en el caso de las hechas con cuero "fino". En este mismo establecimiento, el calzado masculino tenía precios que oscilaban entre los siete pesos de los botines de cuero "fino" y los tres pesos de los botines de cuero "del país". Ya en 1894, otro establecimiento llamado "El Eco de la Moda" ofrecía calzado sensiblemente más económico: los botines masculinos más caros, los de cuero inglés, costaban cuatro pesos, mientras que el calzado femenino con el precio más elevado era las "botas copete resorte chinela de charol", que costaban, también, cuatro pesos. En este establecimiento se ofrecía, asimismo, calzado infantil, con precios entre el peso con 76 centavos que costaba un par de botines "sistema Beret" y los 50 centavos de las "chinelitas de charol o cabritilla". Para fines del Porfiriato, en 1909, encontramos un anuncio del establecimiento de los hermanos Rossemblum que ofrece calzado "del país" para hombre desde dos pesos con 50 centavos el par, así como "americano" por siete pesos con 50 centavos. De entre todos los productos para hombre anunciados, los zapatos más caros son los de "Borceguí acojinado del Dr. Bloynon para personas delicadas" que costaban once pesos. Y en cuanto al calzado de mujer, los precios de esta misma zapatería oscilaban entre el peso con 50 centavos del "calzado del país", y los nueve pesos de los "Choclos de glacé negros o color, tacón Luis XV".29
De modo que el calzado "elegante", nacional o importado, también quedaba fuera del alcance de los tapatíos más pobres, quienes, tal y como queda patente en representaciones literarias y plásticas de la época, optaban por andar descalzos o por, con toda seguridad, el mucho más económico huarache, cuyo uso se asocia constantemente a las clases populares tanto en la prensa como en la literatura, a veces con un sesgo extremadamente negativo, como en la siguiente nota de 1907, aparecida en el periódico tapatío El Kaskabel:
CUESTIÓN DE SUELDOS
¿Se sirve mal porque se paga mal? ¿O se paga mal porque se sirve mal? La contestación es larga [...] Pero á juicio de imparciales, tratándose de las últimas clases de servidores, de esa carne de cañón, analfabeta, sucia, viciosa, floja; sanluneros y valientes de guarache, pantalón atacado y enorme y peladezco sombrero de palma, estamos por decir que se les paga muy mal porque sirven mal, y que pagarles mejor es para que sirvan peor.30
El tono de El Kaskabel solía ser, cuando se trataba de hablar de "el pueblo", siempre sarcástico y tendente a la agresividad. En este caso, el articulista hace uso de ciertos símbolos indumentarios a los que se aferrará también cuando entre a pelear en el contexto de la polémica de los sombreros de petate en los tranvías, que analizamos en el siguiente capítulo. Los huaraches, así, pasan en esta nota a integrar una suerte de "panteón" del simbolismo más popular (imágenes 9 y 10).
La ropa, en definitiva, era tan costosa, que instituciones como el Hospicio Cabañas capacitaban a sus internos para producir sus propias prendas de vestir, y vender el sobrante de la producción. Albert S. Evans (San Francisco, California, 1831 - Bahamas, 1872) pasó por Guadalajara entre 1869 y 1870. En sus memorias de viaje,31 Evans describe las actividades realizadas por algunos de los niños que vivían en el hospicio:
En otro cuarto había unos niños haciendo zapatos, trabajos de sastrería, carpintería y tipografía en una imprenta [...] En otro, había niñas cosiendo, bordando con seda y plata, haciendo encaje, tejiendo, etc. En otro, estaban unas señoritas de las mejores familias que viven con sus papás, tomando clases de pintura y bordado fino.
En otra sala había 200 chiquillos [...] de entre dos y cinco años de edad tomando clases oralmente. [...] Estos niños vienen de padres tan pobres que ni para su ropa tienen. Toda la tela para la ropa de los alumnos al igual que su ropa, botas y zapatos, es hecha por los niños y niñas dentro del hospicio.
También, los 400 alumnos, de entre ocho y 18 años de edad, de la Escuela de Artes y Oficios, visitada por Evans unos días después, además de poder aprender en ella oficios como "la zapatería, hasta la herrería, carpintería, tejeduría, sastrería, etc., etc.", fabricaban la ropa que usaban en la escuela, incluyendo las botas y los zapatos. "La tela está hecha de algodón crudo, hilado, tejido y teñido",32 dice Evans en su relato.
Precios elevados y sueldos miserables -cuando se recibía un sueldo-. ¿Qué hacer ante esta complicada combinación? Porque, como se ha visto, esto afectaba no solamente a los más pobres, por ejemplo a los léperos, sino a una legión de criados, aguadores, cargadores, billeteros y trabajadores en oficios pagados con similares y miserables salarios. ¿Qué estrategias económicas desplegó este sector de la población a la hora de vestirse?
La ropa como inversión
La casera33 mexicana, generalmente hablando, se puede comparar con esas levitas que habiendo hecho un regular papel en manos de su primer dueño, pasan, perdido su brillo y ganados algunos agujeros, á poder de otro menos elegante, que para hacer desaparecer lo calado de las orillas, la convierte en frac, angostándole los faldones; pero despojada al cabo de algún tiempo la levita-frac, del poco pelo que le quedaba, y pasada la moda de aquellos faldones equívocos, el segundo dueño se la vende á un tercero que no es de tiros largos, el cual la convierte en chaqueta nueva de paño viejo, despojándola de los regenerados faldones, aunque no de las señales que acreditan su pasada aristocracia y los vaivenes de la mudable fortuna á que están espuestas [sic] todas las cosas de este valle de lágrimas.34
El 3 de noviembre de 1868, varios abogados acompañaron al señor Pedro González a realizar un par de visitas, la primera a su casa, y la segunda a la tienda de empeño llamada "El Granadito", -situada en el número 85 de la calle Venegas, en Guadalajara-, que había regentado hasta entonces en compañía de su esposa. Ella, María Paula Ramos, había muerto sin testar, por lo que la elaboración de un inventario,35 tanto de sus bienes personales como de los que tenía en común con su esposo, resultaba necesaria. En la casa familiar se verificó que la fallecida poseía una cantidad moderada de ropa y joyas en el momento de su muerte: 10 túnicos (vestidos) de diferentes materiales y colores; tres enaguas -blancas, dos de calicó y unas de crea-; una sombrilla de tafetán; una gorra de punto y otra de tafetán; dos tápalos de gros negros -"usados"-, otro de gros morado violeta "en regular estado", un cuarto de lana de colores "usado" y uno de gros "de niña"; un rebozo de hilo bolita "en muy mal estado"; varias joyas y poco más. También se inventariaron las pertenencias del Sr. González, más escasas: una corbata morada de "rasillo"; una levita de paño negro "en buen estado"; una chaqueta casimir; dos pares de pantalones del mismo material; un chaleco, también de casimir, pero con "mesclilla" y, finalmente, unas pantaloneras "de paño con amarres de plata y botonadura de cristal cuajado".36
La segunda visita, al negocio del matrimonio, se convirtió en dos, hechas a lo largo de la mañana y la tarde de los días siguientes. La casa de empeño que habían regentado juntos estaba repleta en el momento de la muerte de la esposa: había en total 611 artículos empeñados, entre prendas de vestir y objetos diversos: túnicos, enaguas, rebozos, tápalos, pantalones y calzones, frazadas y sarapes, multitud de piezas de tela de todo tipo y tamaño, sábanas y otros objetos atestaban el lugar, como muestra de lo que parece a ojos actuales un negocio floreciente. Y seguramente lo era. Marie François ya ha demostrado que, como consecuencia de los salarios bajos y de la escasez de "circulante", la economía doméstica de los hogares de las clases populares y medias de la Ciudad de México durante prácticamente todo el siglo XIX y la primera década del XX, se basó, en gran medida, en el empeño de "objetos de uso personal como ropa y anillos, y de uso familiar como sábanas y cucharas",37 fundamentalmente en casas particulares de empeño y en el Monte de Piedad. François, que pinta un interesante panorama en el ámbito de la cultura material, sitúa a la ropa como un bien valioso,38 crucial muchas veces para la supervivencia familiar, algo que, a tenor de los datos que extraemos del inventario de la casa de empeño de Pedro González y su esposa, parece extrapolable a nuestro contexto particular.
"Una pieza de tela podía tener muchas vidas, cambios, y pasar numerosas veces por la puerta de las casas de empeño",39 dice Marie François. Y en Guadalajara hubo varias a lo largo de todo el periodo estudiado que pudieron facilitar esta dinámica. Son, en total, 18 las casas de empeño y uno el Monte de Piedad anunciados en diferentes periódicos locales o hallados en documentos notariales entre 1864 y 188940 -que es cuando se ha encontrado el último anuncio en prensa-, aunque ilustraciones como la siguiente, de 1894, y algunas notas periodísticas indican que debió seguir existiendo este tipo de negocios durante todo el porfiriato -aún hoy existen- (véase imagen 11).
Por los anuncios en prensa sabemos, además, que algunas de estas casas de empeño debieron funcionar con éxito, a tenor de su longevidad. El "Montepío de la Fortuna", por ejemplo, aparece anunciado por primera vez en 1864, y vuelve a aparecer 17 años después en 1881; "El Monje Negro" se anuncia en 1876 y en 1889, y "La Equidad" en 1881 y 1889. Finalmente, "La Flor de Mayo" se anuncia dos veces, con siete años de diferencia -en 1882 y 1889-. Y también por la prensa se intuye que el empeño de objetos debió ser, tal y como defiende François, una práctica cotidiana, "normal" y habitual en la vida de las personas, pues, son varias las notas encontradas en las que se refieren hechos, generalmente delictivos, que incluyeron una visita a la casa de empeño o al Monte de Piedad, por el motivo que fuere.41 Por otro lado, si bien esta práctica resultaba habitual, la connotación social de la misma se deduce negativa: desprenderse de objetos íntimos, de uso personal y diario, no era plato de gusto para nadie, tal y como, de manera novelada, explica el intelectual y político Vicente Riva Palacio, autor de un artículo titulado "En una casa de empeño", que apareció en el semanario tapatío El Siglo XX en 1904,42 aunque debió ser escrito al menos una década antes, pues Riva Palacio murió en 1896. En éste, el autor cuenta la historia de un francés, llamado Enrique Garnier, que, aun no siendo de "malos sentimientos", se había establecido en la Ciudad de México, donde poseía una casa de empeño, que le permitía "fundar la propia ganancia en la desgracia ajena", porque, afirma Riva Palacio,
[...] es seguro que solamente van á buscar el remedio en el empeño los perseguidos de la suerte, allí se apuran hasta los últimos recursos, y allí, tras lo superfluo, va lo necesario: después de la joya, llega hasta el colchón y hasta las prendas más indispensables.
Se encuentran allí, es cierto, la salvación del momento, pero se prepara la angustia del porvenir.43
Y es que, afirma el autor, por mucho que los clientes de la casa de empeño salgan de ella con "algo de satisfacción" en el rostro,
[...] es triste contemplar aquella multitud de objetos, cada uno de los cuales es el símbolo de una angustia, de su sacrificio, de un dolor, y cada persona de las que vienen sueña que lleva un objeto de gran valía que simboliza para él la esperanza de la salvación, y se encuentra con el frío razonamiento del comerciante, que no ve en aquello el último recurso de una familia sin pan, sino una prenda que definitivamente puede venderse para cubrir la suerte principal y el interés del préstamo.44
El sistema de funcionamiento de las casas de empeño y Montepío contemplaba un periodo de aproximadamente ocho meses, durante el cual el objeto empeñado permanecía guardado, y tras el cual se ponía a la venta.45 Cada cierto tiempo, las casas publicaban avisos en los periódicos con el fin de informar a todos los interesados de que estaban a punto de deshacerse de buena parte de su inventario, o también cuando, con motivo de su cierre, traspasaban la totalidad del mismo a otra casa de empeño.
De vuelta al negocio del ya viudo D. Pedro Gómez, el abultado número de 611 prendas y objetos inventariados puede analizarse ahora de un modo más pormenorizado para que nos ayude a comprender mejor el alcance de esta práctica en lo relativo a otra: la del vestido. Porque al observar los datos en modo de porcentajes (gráfica 1), enseguida destacan, sobre el total de artículos empeñados, las prendas de vestir, con 430 piezas inventariadas, es decir, 70 % del total. Y si a éstas sumamos las piezas de tela (10 %) cuyo uso está estrechamente relacionado con el vestir, el porcentaje es aún mayor, y coincide, además, con los datos arrojados por la investigación de Marie François.
El resto de los objetos empeñados en la tienda de Pedro González y su esposa lo fueron en porcentajes mucho menores -como las planchas, que apenas superan 10 % del total- y, en ocasiones, muy poco significativos. Así, por ejemplo, encontramos solamente tres juegos de joyas inventariados -un reloj, dos anillos y un par de coquetas de oro-, un candelero, dos sillas de montar y muy pocas sábanas en relación con los resultados de la investigación de Marie François. "El Granadito" parece, por lo tanto, haber sido un negocio orientado fundamentalmente al comercio de objetos relacionados con la indumentaria.
Por otro lado, la composición de la lista de artículos de vestir empeñados (véase gráfica 2) empuja a pensar que esta práctica -tal y como Marie François apunta en su texto- fue fundamentalmente femenina: de las cinco primeras categorías de prendas, enaguas, rebozos, camisas, túnicos y pantalones, cuatro corresponden a prendas de vestir usadas por las mujeres o de uso indistinto según el género (las camisas); y las enaguas, además, constituyen un porcentaje mucho mayor que el de cualquier otra de las prendas: 40 %. Y es que, como ya hemos visto, eran las mujeres, de distintas clases sociales, quienes mantenían en orden la economía familiar y quienes, llegado el caso, completaban el presupuesto con lo obtenido por el empeño de manteles, cubiertos, o ropa, en una dinámica que, por cierto, socavaba la muy decimonónica separación entre lo público y lo privado y podía llevarlas a acabar apareciendo en los periódicos, como muestra la nota reproducida páginas atrás. Recordemos, además, las frecuentes quejas de los miembros de familias acomodadas, en relación con los robos que los criados cometían en sus hogares: seguramente no resultaba raro que servilletas, cubiertos y prendas diversas, desaparecidas misteriosamente de estas casas, terminaran, también, en los estantes del Monte de Piedad o de alguna casa de empeño.46
Como decíamos, las prendas de vestir más empeñadas en la tienda de Pedro González fueron las enaguas, y aparecen tasadas en el inventario notarial con precios entre un peso -las menos-, y 25 centavos -precio más común junto con el de 50 centavos-, lo que da una idea del tipo de "caja de ahorro" que esta prenda pudo llegar a suponer para las mujeres que las empeñaban: las enaguas no funcionaron para sus usuarias únicamente como una parte fundamental de su indumentaria, y su apreciable valor económico queda puesto de manifiesto por el hecho de que llegaron a ser legadas en testamentos.47 Un buen ejemplo de estos documentos es el Testamento otorgado a la Señora Rafaela Nerio,48 una mujer de San Francisco de Tala que, en 1851, redactó un documento en el que pormenorizaba sus escasos bienes49 y disponía la repartición que de éstos debía hacerse tras su muerte. Aquel siete de julio de 1851, Rafaela poseía, además de otras prendas de ropa, 10 "naguas"50 en total, y fue extremadamente cuidadosa a la hora de dejar por escrito su decisión de a quién legar varias de ellas:51 dos a su hermana, dos a una de sus sobrinas y una para cada una de sus otras dos sobrinas. Para su sobrino, sin embargo, había reservado otro tipo de bien, que acentúa, aún más si cabe, el carácter femenino de ciertas posesiones indumentarias, así como el vínculo entre lo masculino y las propiedades de inmuebles y tierras: la mitad de un rancho que poseía en San Francisco. El testamento de Rafaela Nerio es un manuscrito tosco, obra de alguien con pobres conocimientos de gramática y ortografía, en el que cada una de las "naguas" está descrita en su forma y color -"blancas de crea puntas verdes", "de encima fondo blanco de rositas"-, lo mismo que los rebozos o los zapatos. Son prendas de valor -económico y puede que sentimental-, que importan, y deben ser tenidas en cuenta como tales, diferenciadas unas de otras, individualizadas en sus características materiales, para luego ser repartidas con meticulosidad.
Dieciocho años más tarde, en 1869, entraba a formar parte de los registros notariales otro documento que muestra que la posesión de multitud de enaguas -se empeñaran o no-, no fue patrimonio exclusivo de las mujeres de las clases más populares. Se trata del "Inventario de Bienes de la finada Doña Margarita Vázquez",52 redactado el tres de noviembre de 1868 e incluido en el libro notarial del notario Félix Ulloa Rojas en el siguiente año. La señora Vázquez tenía en el momento de su muerte una posición económica que podría entenderse como relativamente acomodada: poseía una casa en la villa de San Pedro valorada en 2,144 pesos; debía dinero -100 pesos-, a nada menos que Francisco Martínez Negrete,53 empresario residente en Guadalajara y miembro indiscutible y muy prominente de la elite tapatía; y el total de las joyas que aparecen reseñadas en el inventario de sus bienes es de 171 pesos. Pues bien, entre las numerosas prendas de vestir de la finada reseñadas en el documento aparecen 14 enaguas "unas buenas y otras casi inservibles, unas de lino y otras de algodón", con un valor total estimado de 10 pesos. Con una sencilla división, nos damos cuenta de que el valor atribuido a estas enaguas usadas es muy similar al de las inventariadas, ese mismo año, en "El Granadito": entre 25 centavos y un peso.
Por el momento no se han encontrado precios de enaguas en la prensa, que nos permitan comparar el costo de éstas en el mercado de primera y de segunda mano. Pero sí disponemos de precios de otras prendas, como camisas, chaquetas o pantalones, con los cuales establecer comparaciones que ayuden a valorar más ajustadamente el beneficio que, para los tapatíos de la segunda mitad del siglo XIX, suponía no solamente empeñar objetos diversos en casas de empeño, sino también hacerse con prendas de vestir en estos lugares.
Tal y como ya dijimos, las camisas anunciadas en prensa en los años 1875 y 1876 se vendían, nuevas, a precios entre un peso y tres reales (las de hombre) y dos pesos (las de mujer). Pues bien, en 1869, en "El Granadito" las camisas de hombre fueron tasadas en precios que oscilaban entre los 25 y los 50 centavos, es decir, una cuarta parte del precio de las nuevas vendidas seis años después, en el mejor de los casos. En el caso de las de mujer la diferencia es aún mayor, pues, las más baratas fueron tasadas en 35 centavos y las más caras en 50. Y con los pantalones sucede algo similar: del peso con cincuenta centavos que se pedía en la "Sastrería Económica" en 1875, pasamos a una gran mayoría (86 %) de pantalones tasados, en "El Granadito", con precios de 50 centavos o menos. Diferencias de precio como éstas, arrojan luz sobre imágenes como la imagen 12.
El saco que Cándido Pulido, el hombre de la fotografía que puede verse en esta misma página, lleva en su retrato carcelario es un saco de buena calidad: lo sabemos porque los bordes de las solapas están cuidadosamente ribeteados con listón de seda y lo rígido de las mismas nos indica que fueron reforzadas con entretela.54 Ambos detalles añaden, desde el punto de vista de las tareas de costura, más valor a la prenda en términos de tiempo y materiales, es decir, nos dicen que, en origen, éste fue un saco relativamente caro para la época, y seguramente fuera del alcance de la mayor parte de los hombres que daban con sus huesos en la cárcel: un año después de que Cándido Pulido fuera encarcelado en la Penitenciaría de Escobedo, la "Sastrería Económica" ofrecía hechuras de sacos "parejos" por seis pesos y de chaquetas por tres pesos o por un peso con 50 centavos. Todo un capital. Pero, por otra parte, y de vuelta a "El Granadito", los sacos no tenían que ser tan costosos. Si el usuario decidía no robarlo, sino comprarlo, una de las opciones era acudir a un establecimiento como el de Pedro González, donde la mayoría de las "chaquetas" (81 %) fue tasada, en 1869, con precios iguales o menores a 50 centavos. Y, además, el cliente podía elegir entre cierta variedad de modelos: en el inventario notarial de la tienda no aparece reseñado, por desgracia, el de cada una de las prendas,55 pero sí el material y el color de éstas, ambos muy diversos. Las chaquetas más abundantes son las de dril, con precios de 25 y 38 centavos; tras ellas, las de lienzo, aún más económicas -25 y 18 centavos-; las de casimir, pelo y cuero son más costosas -50 y 75 centavos y un peso respectivamente, algo lógico si nos remitimos a los precios de los diferentes géneros textiles durante esas décadas- pero, incluso así, continúan resultando más asequibles que las nuevas.
Chalecos, pantaloneras, sombreros, botas, sarapes..., prácticamente todo el espectro de prendas masculinas del momento podía encontrarse en "El Granadito" a precios imbatibles. Y lo mismo, en mayor medida incluso, sucede con las femeninas, tal y como vimos en el caso de las enaguas. Los túnicos, vestidos "completos" para cuya confección resultaba necesaria una cantidad considerable de tela, también eran abundantes en la tienda. De los 33 inventariados, 14 estaban hechos con gasa,56 tela que en 1875 se vendía a precios entre un real y dos reales la vara -relativamente bajos en comparación con los de las sedas o los terciopelos importados. En la casa de empeño del señor González, los túnicos de gasa se tasaron entre 25 reales y un peso, la mayor parte en la franja inferior de ese rango. Los de indiana -una tela de algodón muy popular en la época que tenía un precio similar al de la gasa-, 11 en total, eran igualmente económicos, y se tasaron con precios de 38, 50 o 75 centavos, aparentemente, ajustados al valor general en el mercado de prendas de segunda mano, pues, la tasación hecha sobre las posesiones indumentarias de Margarita Vázquez -la "deudora" del señor Martínez Negrete a la que hicimos alusión páginas atrás-, el año siguiente, incluye valores muy similares a éstos en el caso de los "vestidos de gasa" de la fallecida.
La última comparación que realizaremos es algo diferente a las anteriores, pues, no se hará entre artículos nuevos y usados, sino entre piezas de tela compradas en una tienda de artículos nuevos y las, aparentemente sin usar, empeñadas en "El Granadito". A tenor de las cifras recabadas en esta casa de empeño y en los inventarios de bienes de Margarita Vázquez y de otros fallecidos de la época, las telas, una vez cortadas y salidas de la tienda que las vendía en origen, no siempre se usaron de manera inmediata para confeccionar prendas de ropa y, en no pocas ocasiones, regresaron al mercado mediante la práctica del empeño. Las telas, así, muestran haber tenido un valor económico, como bien de cambio, igual de importante para sus vendedores/compradores que el de las prendas de vestir. Entre las inventariadas en "El Granadito", las más abundantes son las piezas de indiana -17 piezas que suman un total de 89 varas, es decir, aproximadamente 75 metros de tela-, seguidas de las de gasa -10 piezas, con poco más de 51 metros de tejido en total-, tasadas con precios entre 1 real (las indianas más costosas) y 7 centavos (las gasas más económicas) la vara. Seis años más tarde, en 1875, las indianas vendidas en tiendas de la zona de los portales, como la del "Portal Quemado" o la "Tienda de las Flores", tenían precios situados alrededor del real y medio; las gasas, por su parte, se vendían a precios de entre uno y dos reales. Es decir, precios similares o ligeramente superiores a los de 1869, y en telas que aún no habían pasado por las manos de ningún particular. Las piezas de tejido se nos muestran, entonces, como asombrosas cajas de ahorro,57 que, aparentemente, no se depreciaban demasiado con los años, y que encontraban fácilmente su lugar en el comercio de bienes usados. Las personas las adquirían y, en espera de usarlas, las atesoraban sabiendo que conservarían su valor por cierto tiempo. No es de extrañar, entonces, que su aparición sea frecuente en inventarios anexos a testamentos durante varias de las décadas estudiadas.58
La lucha diaria por la vestimenta
Hace unas páginas reprodujimos una larga cita del libro Los mexicanos pintados por sí mismos, protagonizada por el personaje de la casera. La casera, que visita "con frecuencia el Monte de Piedad" y a veces la comisaría, "para conseguir una tercer parte, cuya cantidad no le es suficiente para gastar el lujo que antes gastara; reduciéndose por lo mismo á presentarse casi siempre con los mismos vestidos, cuyo uso y mantecoso brillo, revelan la decadencia de su fortuna" y que termina, así, "precisada á vender á algún ropavejero, ó ir empeñando poco a poco su ropa para pagar la habitación á que se ha retirado",59 encarna con riqueza de matices la dimensión material -muchas veces irremediablemente unida a la simbólica- que la ropa y los diferentes componentes del atuendo tuvieron en toda la República durante el periodo estudiado. El panorama que los robos de ropa, los inventarios y testamentos notariales y el negocio del empeño es el de un auténtico campo de batalla donde los tapatíos menos favorecidos económicamente -la inmensa mayoría, como ya hemos visto-, lucharon a diario por cubrirse y, en ciertos casos, conservar una apariencia pública "decente". Y era ésta una batalla dura, porque, con independencia del nivel de autoconciencia que cada persona tuviera en relación con su fachada personal, y del valor simbólico que le diera a la misma en términos de autorrepresentación, hasta un sencillo y raído calzón de manta, como hemos puesto en evidencia, salía caro. En este contexto, diferentes estrategias de supervivencia fueron empleadas de manera creativa -dentro o fuera de los márgenes de la ley- por mujeres y hombres de condición humilde para poder vestirse y arreglarse: desde el robo hasta el empeño y adquisición de las prendas de ropa en negocios como el de Pedro González o mercados informales, complementado con el teñido, remendado y modificación de las prendas de vestir robadas o compradas, con el fin de personalizarlas, adaptarlas a su cuerpo o hacerlas parecer menos viejas, todo parece haber sido útil cuando se trataba de proveerse de algo que ponerse para salir al mundo y presentarse ante los demás. Esta dimensión material del vestir aparece dotada ante nosotros, entonces, de una importancia insoslayable, y nos obliga a tenerla presente, y a tratar de cruzar sus implicaciones y consecuencias con la otra, la simbólica. Porque a pesar de que parece que cuanto mayor era el peso negativo de la primera en la biografía de alguien, más difícil resultaba seguirle el paso a la segunda, no fueron pocas las personas que hicieron un esfuerzo superlativo para componer de un modo sofisticado -en términos simbólicos- su fachada personal, incluso aunque sus medios económicos fueran insuficientes. Y ese esfuerzo, así como lo que pudo motivarlo, nos parece digno de análisis, lo desarrollaremos en futuros textos.