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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.36 no.144 Zamora dic. 2015

 

Presentación

Presentación

Traducción:

Paul C. Kersey Johnson*


Clérigos, cultura y política. El racionalismo católico hispánico del siglo XVIII

No cabe duda de que los objetivos ilustrados aún no se han alcanzado del todo, ni de que a veces ideas regeneradoras tuvieron contrapartidas imprevistas y dañinas. Esa es la agonía actual en que se debate la Ilustración, entendiendo "agonía" en el sentido unamuniano del término, no como los estertores que llevan inexorablemente a la muerte, sino como la lucha por no dejarse abrumar por el pesimismo trascendentalista y no sacrificar la visión universalista a indescifrables y postizos particularismos tribales.

Fernando Savater, "La agonía de la Ilustración"1

Se ha evitado a toda costa -y con cierto ánimo de provocación-, mencionar la palabra "Ilustración" en el título de este número que arropa, precisamente, una sección temática dedicada a algunos aspectos del pensamiento y la cultura en el mundo hispánico del siglo XVIII.2 ¿Por qué no hablar de Ilustración? La mención a la ausencia es importante sobre todo a la luz de la publicación del libro más reciente de Anthony Pagden (2013), que pone de nueva cuenta en el debate el problema del pensamiento del siglo de las luces europeo en relación con el desarrollo del pensamiento español dieciochesco. Aunque buena parte de la historiografía (desde la más tradicional hasta la más crítica) suele excluir al pensamiento de las elites culturales hispánicas del siglo XVIII de la corriente ilustrada, no está por demás lanzar la pregunta retórica de si hubo o no un proyecto ilustrado hispánico dado que otra parte de la historiografía pretende buscar vestigios de los principios filosóficos del proyecto kantiano en algunas expresiones propias de la cultura y del pensamiento político-jurídico -incluso teológico- hispánico del momento. Y es una discusión importante de retomar porque el término de Ilustración se ha convertido en una especie de cajón de sastre que permite englobar particularidades difíciles de describir dentro de un todo homogéneo, perdiéndose entonces la capacidad de comprensión del fenómeno histórico y antropológico particular en el que habría precisamente que detenerse.

Hagamos un poco de memoria. José Antonio Maravall publicó, en 1955, una reseña muy interesante al muy complejo libro de Jean Sarrailh que acababa de salir por aquellos años.3 Ya en el segundo párrafo de la recensión, el historiador español mostraba cómo el libro de Sarrailh podría zanjar un debate en el mundo académico -muy vinculado a un debate político: el de la emergencia de la modernidad y las razones del atraso de unos frente a otros-, en el que comúnmente se argüía que en los términos de la monarquía hispánica no hubo pensadores propiamente ilustrados durante el siglo XVIII o que apenas las ideas del Siglo de las Luces habían llegado desde Francia, mal e incompletas, a una sociedad y cultura sumidas en la tradición más inamovible de la Europa de su tiempo: el pensamiento escolástico. La mayor aportación del clásico enciclopédico de Sarrailh, así como de la obra de Richard Herr4 o de Maravall y sus discípulos, no fue tanto el incluir a la monarquía hispánica en el concierto de las naciones ilustradas. Al contrario, y a pesar de sus esfuerzos, estos autores echaron los cimientos para comprender mejor la particularidad del desarrollo cultural e intelectual hispánico del siglo XVIII que, con una serie de elementos propios, arrancó desde finales del reinado de Carlos II tras una profunda reflexión de su propio Siglo de Oro. Pero las razones de su insistencia en una ilustración hispánica hay que encontrarlas en el intento por remontar aquellas viejas ideas al estilo de Menéndez y Pelayo, para quien el XVIII español fue un "siglo impío y corrompido" -quizá por afrancesado-, secundadas, aunque en signo contrario, por un Ortega y Gasset (la "desastrosa ausencia" de un siglo "irremplazable"), que daban la idea de una España que se había condenado a dejar de ser aquel gran imperio de Felipe II al no haber entrado en la carrera de la modernidad que la dejaría apartada de la historia durante el siglo XIX. Sirva esta pequeña reflexión del cómo se escribe la historia para mostrar -o pedir a las nuevas generaciones de historiadores y antropólogos- que es necesario sacudirse del yugo de los conceptos hechos para sumergirse en la atención a las particularidades.

Sí, hubo una racionalidad crítica que se desarrolló vigorosamente entre los grupos de pensadores hispánicos y que se expresó en un rechazo a las supersticiones, en la elaboración de proyectos educativos más inclusivos, pero sobre todo en el interés por una economía política -en el más amplio sentido del término- y reflexiva respecto a la participación del Estado en la vida del mercado -Campomanes, Jovellanos, el propio Carlos III-. Pero difícilmente podemos pensar que se haya planteado una ciencia laica al estilo francés, es decir, un conocimiento separado por completo de los dogmas hasta entonces conocidos. El pensamiento español del siglo XVIII que se posicionó frente a la Ilustración fue elaborado fundamentalmente por letrados y clérigos, y es en los clérigos que nos hemos de detener.

Aude Argouse se zambulle en los protocolos de escribanías públicas de la ciudad de Santiago de Chile a principios del siglo XVIII, para rastrear los jirones de una historia difícil de reconstruir como es la de la cultura libresca en ese puesto fronterizo y militarizado del finis terrae hispánico que fue la gobernación de la capitanía de Chile. En una región donde aparentemente fue escasa la circulación de libros, la posibilidad de analizar la composición de la biblioteca del obispo de Santiago, Francisco de la Puebla González (1643-1704), ofrece la oportunidad de reconstruir parte de esa circulación y de los rasgos de la cultura libresca. Además, permite a la autora reflexionar acerca del personaje que ha sido precisamente tenido por sus hagiógrafios como un ilustrado y precursor de la emancipación chilena. Argouse revisa la actividad pública del obispo quien se encontró en medio de una compleja discusión sobre las políticas de poblamiento entre la Compañía de Jesús y el gobierno de la capitanía general, apoyando a los primeros.

María Cristina Pérez se adentra en la compleja tensión social que surgió en el siglo XVIII cuando en la Nueva Granada se aplicaron nuevas políticas eclesiásticas respecto a las devociones populares y el uso de las imágenes de culto, un fenómeno que ya ha sido más o menos esbozado para el resto de la monarquía. Lo que se ha visto en ocasiones como una Ilustración católica reformista, no fue sino una tendencia a normar y controlar las prácticas devocionales de los fieles que fácilmente estaban derivando en prácticas supersticiosas alrededor de las imágenes y reliquias de culto. Para cerrar la sección, Elisabel Larriba y Christophe Belaubre nos ofrecen dos textos que muestran la reacción de algunos miembros del estamento eclesiástico frente a la Ilustración y las nuevas prácticas de sociabilidad que generó. Por un lado, la figura del padre Traggia, carmelita descalzo y connotado escritor y colaborador en el Diario de Valencia, quien declaraba que la prensa era más eficaz que el púlpito para la trasmisión de las ideas; por otro, la reacción ante los peligros de la Ilustración por parte de las elites políticas de la Capitanía General de Guatemala previamente a la crisis política de la monarquía.

En la sección Documento, Cecilia Sierra Paniagua nos presenta una interesante relación de cuentas de la cofradía del señor San Juan Pungarabato, y nos muestra cómo esta documentación sirve como una radiografía no solamente de cómo era la vida religiosa, sino de la social y económica de la poblaciones terracalentanas del siglo XVIII. En la sección Notas y debates, Francisco Fernández López nos ofrece una primicia de su investigación sobre los procedimientos de la Casa de Contratación de Indias en el siglo XVI.

Los tres artículos que componen la Sección general nos llevan a temas diversos y problemáticas sociales y culturales de actualidad. En primer lugar, Alejandra Ojeda Sampson y Carla Monroy Ojeda nos acercan al grave problema de la exhacienda de San Nicolás Esquiros, en Celaya, cuyo casco -catalogado como patrimonio arquitectónico- continúa siendo un espacio de habitación y uso por parte de los ejidatarios y nuevos habitantes, quienes lo han modificado sin una idea clara de la posibilidad de conservarlo como patrimonio. Las autoras presentan una propuesta en ese sentido. Enseguida, Eleocadio Martínez Silva nos presenta una historia de conflictos y resistencia en las relaciones establecidas entre una empresa minera y la comunidad de San Miguel Arcángel, en Aquila, corazón de la zona nahua michoacana. Finalmente, Gabriel Rico Lemus pone atención en el fenómeno de desintegración y contracción de la comunidad lingüística p'urhépecha en la región lacustre de Pátzcuaro.

1Fernando Savater: "La agonía de la Ilustración", reseña a Anthony Pagden, La Ilustración, Madrid, Alianza, 2015, en El País, Babelia, 20 de octubre de 2015. [Consultado el 22 de octubre de 2015: http://cultura.elpais.com/cultura/2015/10/16/babelia/1445013400_660365.html]

2El armado de esta sección corrió a cargo de Rafael Castañeda García, a quien agradecemos haber convocado al grupo de autores con el interés de discutir, precisamente, el problema de la Ilustración y la Iglesia en el mundo hispánico.

3Jean Sarrailh (1954), La España ilustrada de la segunda mitad delsiglo XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1957. El título original es L´Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIIIe siecle y se publicó en español en México a los pocos años de su aparición gracias a la excelente traducción de Antonio Alatorre. La reseña de Maravall se publicó en la revista Arbor, núm. 114, junio de 1955.

4Richard Herr (1958), España y la revolución del siglo XVIII, Madrid, Aguilar, 1962.

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