Hablaba de cosas sencillas e importantes, sin mirar a nadie en especial [...] o, más bien, mirando, con sus ojos incandescentes, [...] algo o alguien que sólo él podía ver. [...] Los vaqueros y los peones del interior lo escuchaban en silencio, intrigados, atemorizados, conmovidos, y así lo escuchaban los esclavos y los libertos de los ingenios del litoral. [...] Alguna vez alguien [...] lo interrumpía para despejar una duda. ¿Terminaría el siglo? ¿Llegaría el mundo a 1900? Él contestaba sin mirar, con una seguridad tranquila y, a menudo, con enigmas. En 1900 se apagarían las luces y lloverían estrellas. Pero, antes, ocurrirían hechos extraordinarios. [...] En 1896 un millar de rebaños correrían de la playa hacia el sertón y el mar se volvería sertón y el sertón mar. En 1897, el desierto se cubriría de pasto, pastores y rebaños se mezclarían y, a partir de entonces, habría un solo rebaño y un solo pastor. [...] y en 1899 los ríos se tornarían rojos y un planeta nuevo cruzaría el espacio. Había, pues, que prepararse. Había que restaurar la iglesia y el cementerio, la más importante construcción después de la casa del Señor, pues era antesala del cielo o del infierno, y había que destinar el tiempo restante a lo esencial: el alma. [... ] A todos parecían buenos consejos y, por eso, al principio en uno y, luego, en otro y, al final en todos los pueblos del norte, al hombre que los daba, aunque su nombre era Antonio Vicente y su apellido Mendes Maciel, comenzaron a llamarlo el Consejero.1
El 2 de julio de 1768, en el pequeño pueblo de indios de San Juan Bautista Xichú,2 situado en la parte más septentrional de la Sierra Gorda (véanse mapas 1 y 2), Juan Antonio Barreda, alcalde mayor de San Luis de la Paz, citó a testigos para informarse sobre la naturaleza de los disturbios que se habían producido "en este infelis desventurado pueblo".3 Carlos García, español, declaró que conocía a los agitadores, en particular a Felipe González, "que siempre ha sido de genio travieso, caviloso, inquieto y perturbador de la paz pública";4 que conocía también "a Eugenio García, Ygnacio Santos, Pedro de Santa María, Francisco Andrés, alias el Cristo Viexo, Antonio Chamorro escribano de república, Bernardo de la Cruz [...] y a todos los conoce por cavilosos, inquietos, quimeristas, y alborotadores: como lo han sido otros sus antepasados persiguiendo principalmente al Estado Eclesiástico, y a sus curas sin motivo alguno que para ello den, ni haian dado".5 Que vio cómo habían agredido al padre Juan Chirinos cuando era guardián de esa parroquia: "le cercaron, y agarraron por el pescuezo dexándole señaladas las cinco uñas en él de manera que por poco le ahogan, rasgándole, y quitándole la capilla, rasgándole sus santos hábitos, e injuriándole con muchas malas palabras".6 Lo mismo hicieron con los clérigos que fueron nombrados después de los franciscanos: inventaron tantas calumnias contra el padre Mariano Rodríguez que "temiendo este sus persecuciones y maldades" terminó por abandonar la parroquia.7
Fuente: Gerardo Lara Cisneros, El cristianismo en el espejo indígena. Religiosidad en el Occidente de la Sierra Gorda (siglo XVIII), 2a ed., México, Universidad Nacional Autónoma de México y Universidad Autónoma de Tamaulipas, 2009, 239 p., p. 84.
Fuente: Guy Stresser-Péan, El Sol-Dios y Cristo. La cristianización de los indios de México vista desde la Sierra de Puebla, México, Fondo de Cultura Económica, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Ambassade de France au Mexique, 2011, 614 p., p. 48.
Por su parte, Juan de Sotomayor, originario de Castilla, declaró que no había ninguna duda acerca de la "vil naturaleza" de los indios de Xichú que causaron "tantas calumnias, y pleitos" y continuaron persiguiendo a sus sacerdotes; habían tenido peleas con todos los seculares anteriores así como con los franciscanos que los precedieron. Se sabía de tiempo atrás "el aborrecimiento que tienen al estado eclesiástico";8 José Ignacio Santos había roto las puertas de la prisión y puesto en libertad a los detenidos, Eugenio García había intentado quemar la casa parroquial prendiendo fuego a la bodega.9 Su cura, Joseph Diana, ya no percibía derechos parroquiales.10 Los indios lo acosaban: "lo provocan en público" -declara Sotomayor-, sin respeto alguno cuando los trata con gran ternura, tratando de "poner la iglesia con la mayor decencia", como lo demuestra la instalación de un colateral de Nuestra Señora de la Luz y la confección de la imagen de Nuestra Señora de los Dolores y su vestimenta a su costa, porque la imagen anterior así como las de los santos habían sido ridiculizadas, objetos de irreverencia y de ninguna muestra de devoción.11
Entre los principales agitadores se encontraba un tal Francisco Andrés, que los indios llamaban Cristo Viejo, que decía misas, practicaba la brujería. Se hacía pasar por profeta y otras mentiras, razón por la que se le juzgó públicamente (en 1737) en esta parroquia.12
Casi al mismo tiempo, un movimiento de sedición estalló en un área que correspondía a la parte central del antiguo reino otomí de Tutotepec (véanse mapas 2 y 3).
Fuente: Jacques Galinier, La mitad del mundo. Cuerpo y cosmos en los rituales otomíes, México, Centro de Estudios Centroamericanos, Instituto de Investigaciones Antropológica, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto Nacional Indigenista, 1990, 746 p., p. 109.
Según la información recogida por el alcalde mayor de Tulancingo, el levantamiento comenzó en marzo-abril de 1766: los indios se negaron a obedecer a sus sacerdotes, prendieron fuego a una iglesia, el teniente de justicia fue apedreado, forzaron las puertas de la prisión para liberar a los presos y abandonaron los pueblos para refugiarse en las montañas, a cuatro leguas de distancia. Unos años más tarde (en 1774), el alcalde mayor de la corte, Pedro Joseph de Leoz, esbozó el retrato de los indios de Tutotepec que recuerda al hecho por su homólogo de San Juan Bautista Xichú. A sus ojos, los indios de Tutotepec eran de "genio belicoso" y briagos, ya que fabricaban y vendían alcohol. En 1769, la calma había regresado; al menos es lo que deja entender la relación del alcalde mayor que curiosamente omite los tumultos de 1768 vinculados a la negativa de los indios por pagar los tributos y los derechos parroquiales. En el corazón de esta rebelión aparece un personaje singular, un visionario místico llamado Diego Agustín, que se hace llamar Juan Diego,13 evoca visiones de Cristo crucificado, la llegada inminente de grandes prodigios y el advenimiento de un mundo nuevo posterior a una catastrófica inundación.
La similitud entre los dos levantamientos podrá completarse con otras rebeliones ocurridas en los márgenes de la cristianización mexicana,14 en particular la de Jacinto Uc, quien asumió las funciones de gobernador indio, administraba los sacramentos, consagraba a los sacerdotes y se hizo coronar rey en Cisteil (Yucatán, 1761), con el nombre de Canek rey Moctezuma, ciñendo para la ocasión la corona de la Virgen de Cisteil diciendo que era su esposa.15
En diversos grados, estos movimientos se parecen en su dimensión anticolonial; las rebeliones son causadas directamente por el abuso fiscal de los oficiales españoles, civiles y eclesiásticos, en circunstancias en las que el sistema de explotación se había vuelto más virulento. Por ello, no pueden encasillarse fácilmente en categorías como la de cristianismo indígena o milenarismo.16 En los años de 1765-1770, en particular, la "segunda conquista de México"17 marcada por las reformas borbónicas y la ruptura del "pacto colonial" (es decir, de los derechos y obligaciones de la justicia cristiana para con los indios, proceso que Felipe Castro llama de "violación de las costumbres establecidas",18 que fue el pilar de la legitimidad del gobierno, se produjo una serie de descontentos. En El Bajío19 (Guanajuato, San Luis Potosí) y Michoacán, los criollos se levantan20 en 1767 tras la expulsión de los jesuitas. Los disturbios provienen del mundo criollo,21 pero también del mundo indígena: las misiones son disueltas en efecto: 300,000 indios son liberados o pasaron a otras órdenes. En este amplio telón de fondo, ¿los levantamientos religiosos están más relacionados con las características culturales que con factores económicos?22 Si las causas de las revueltas están sin duda relacionadas con un conjunto de mutaciones socioeconómicas, particularmente por la presión que se ejerce contra los indios que permanecían hasta ahora intocables, favorecidos por su estilo de vida disperso en las sierras, no hay que pasar por alto que los indios se rebelaron, en primer lugar, tanto en la forma como en sus reivindicaciones, en nombre del cristianismo. Eran conscientes de que hay una diferencia entre la teoría y la realidad de la sociedad cristiana colonial, pero no estaban dispuestos a aceptar un divorcio absoluto. Los cultos indígenas, supuestamente paganos, se apropian en realidad de la liturgia romana. Separados de la Iglesia oficial, los rebeldes religiosos reproducen la jerarquía, la ordenación de sacerdotes, el nombramiento de los obispos... La heterodoxia se convierte en una nueva ortodoxia que tendrá que reprimir sus propias fuerzas centrífugas. De esa forma, es sobre los aspectos propiamente culturales de las revueltas, sobre la visión del mundo tal y como es concebida por los chamanes y líderes espirituales, que los movimientos de rebelión nos invitan también a reflexionar.
El personaje de Francisco Andrés, alias El Cristo Viejo, ha sido objeto de un análisis detallado por parte del historiador Gerardo Lara Cisneros en dos obras publicadas en 2002 y 2007 respectivamente;23 el mesianismo de Juan Diego fue estudiado por Guy Stresser-Péan en un libro, aparecido en 2005, consagrado a la etnografía de la Sierra de Puebla.24 El autor señala que esta revuelta fue tratada brevemente por William B. Taylor y Serge Gruzinski25 y también enumera los documentos a través de los cuales conocemos la "sedición".26 Por último, una tesis de licenciatura presentada por Raquel E. Güereca Durán en la UNAM en 2007 se encargó del caso de la rebelión de Tutotepec, pero sin señalar los anteriores trabajos de Stresser-Péan y Gruzinski.27
No nos proponemos aquí hacer un análisis detallado de cada uno de los movimientos toda vez que han sido abordados ampliamente por los trabajos antes citados, sino más bien una lectura comparativa, insistiendo particularmente en sus aspectos sociales y culturales. Basamos nuestra reflexión en una bibliografía más extensa, relativa a las revueltas y movimientos mesiánicos y otras fuentes de archivo que los autores mencionados no utilizaron.28 Veremos, además, que en estas empresas proféticas la autodeterminación religiosa se define en los rasgos de un catolicismo en el que se han seleccionado ciertos elementos. Si bien se ha conservado el molde general, especialmente la jerarquía y el ritual, todos aquellos aspectos que hacen de los indios los subordinados al mundo hispano-criollo, en cambio, se eliminan cuidadosamente. Luego lanzamos otras pistas para explorar su comprensión: en primer lugar, los enfrentamientos entre los curas y los indios, en los cuales aflora, a menudo, la cuestión de la conducta carnal; en segundo lugar, no puede pasarse por alto que estos movimientos se inspiran de la organización de la cofradías en su estructura jerárquica y funcional. Esas dos hipótesis de arranque no son plenamente confirmadas por las fuentes disponibles, pero en otros casos ese vínculo pudo ser establecido como hitos de la historia que conduce del tumulto a la rebelión.29
El Cristo Viejo y Juan Diego aparecen como los actores de una mutación; herederos de sensibilidades religiosas forjadas desde siglos, manifiestan el deseo de liberarse de la desmedida cortapisa pastoral. De esta forma, contribuyen a diluir el imaginario religioso; fundadores de una gran revolución cósmica, instigadores de cultos unificadores, van en contra de la "segunda conquista de México". Provienen de los márgenes de la catolicidad; tierras alejadas de los centros del reino (es decir, las audiencias en las que hubiera sido posible presentar sus peticiones), tierras de contacto entre grupos integrados a la monarquía de manera desigual. Al proceder de fronteras de evangelización, se aprovechan de una cierta autonomía de acción y dan muestra de gran imaginación en sus maneras de considerar la religión en un contexto de alteridad respecto a los no indios, a pesar de ser por mucho minoritarios. Así que se prestan a un análisis de las transferencias culturales en un contexto de frontera de evangelización entre cristianos imperfectos y neófitos en peligro, una lectura que podemos centrar en el estudio conjugado del cuerpo y de lo imaginario, el Cristo Rey Francisco Andrés, personaje imagen de una reinterpretación de la cristiandad; imagen de lo sagrado, profeta, mesías y unificador: el visionario Juan Diego.
Dos mundos de frontera
Sierra de Puebla
El éxito de la empresa de evangelización en la Sierra de Puebla durante el siglo XVI fue facilitado probablemente por la adaptación de los religiosos al ámbito de las sociedades indígenas, en particular, al carácter colectivo de las ceremonias.30 En cada cabecera de doctrina se erigieron iglesias y las visitas de doctrina se dotaron de capillas u oratorios consagrados a los santos patronos. Estas construcciones contribuyeron al desarrollo de cofradías religiosas que ofrecían un marco en el que podían expresarse los vínculos intercomunitarios. Así, el culto público se transformó en un elemento fundamental de la vida indígena; permitía a todos y a cada uno obrar en vista a la edificación religiosa de su parroquia, sin dejar de ejercer algunas prerrogativas comunitarias gracias al sistema de rotación de cargos. En los pueblos sujetos, no obstante, los vínculos con la religión eran más distendidos (en el mejor de los casos, los religiosos estaban presentes una o dos veces por semana) y la vida religiosa estaba en realidad en manos de los indios, incluyendo su dimensión pastoral; entre los catequistas indígenas también se encontraron mestizos, mulatos, incluso a veces criollos, negros, prácticamente todos adeptos de un cristianismo cargado de supersticiones.31 Es gracias a esta amalgama que nacieron ciertas creencias y que se desarrollaron algunos cultos.
Antes de los tumultos de los años de 1765 a 1770, algunos signos de crisis aparecieron en la Sierra de Puebla, el primero desde el siglo XVI, pero permanecen aislados. En 1537, Andrés Mixcóatl (que toma prestado el nombre del dios de la caza y la guerra) afirma abiertamente que los franciscanos son tzitzimime, los demonios de los mitos del fin del mundo. En la Sierra de Puebla realiza rituales, se da a conocer como dotado del poder sobrenatural del dios Tezcatlipoca, practica la magia, trasmite o previene enfermedades, hace llover, en un contexto en el que la religión católica está bien establecida: los jefes principales, tlacatecuhtin, han aceptado el bautizo y abrazado la fe de los vencedores.32 Por su parte don Juan, cacique totonaca cristiano de Matlatlán, celebra las fiestas paganas del calendario de veinte días y practica rituales con grande acompañamiento de pulque.33 Estos dos personajes son en realidad muy marginales, pues el conjunto de la población indígena no se oponía a los religiosos; por el contrario, aprovechó el espíritu lo suficientemente abierto de los franciscanos y agustinos que les permitió convertirse en cristianos sin dejar de conservar sus formas de pensar y lo esencial de sus tradiciones. Esta situación favoreció las formas sincréticas; los indios seleccionaron ciertos elementos que les fueron transmitidos y los adaptaron a su universo cosmogónico y ritual, a tal grado que los solían combinar.34 Otro personaje, Miguel de Águila, cacique de Xicotepec, fue acusado, en 1575, de "declaraciones heréticas";35 a semejanza de Andrés Mixcóatl, probablemente había criticado la enseñanza y la autoridad de los religiosos. Sospechado de incitar a la rebelión, le fueron retiradas sus prerrogativas de cacique.36
Cincuenta años más tarde, los agustinos de Tutotepec denuncian algunos otomíes que practican sus fiestas tradicionales según su calendario antiguo; en 1635, descubren un oratorio en el que preside la cabeza de un ídolo de piedra decorado con plumas y un collar de jade; cada veinte días (al cumplirse un ciclo del calendario solar) veneran las divinidades de los ancestros, así como al sol y la luna. Habrá que esperar a 1647 para encontrar un personaje más singular, Gregorio Juan, hechicero totonaco, originario de San Agustín, cerca de Xicotepec, que se inició en el arte de la curación gracias a un tal Pedro,37 y se había retirado a la cima de una montaña donde practicaba su arte en una cabaña de adivinación en la que invocaba al espíritu de "cabra-estrella" (un niño de cuatro años, de rostro blanco, cuerpo azul y la cabellera color amarillo azafrán)38 que le había ofrecido un polvo mineral dotado de un poder curativo infalible; en reciprocidad, Gregorio Juan había renunciado a creer en Dios y acercarse a los sacerdotes además de que ya no debería confesarse. Se hizo conocer como mago y curandero, dotado del poder de detener las epidemias. Durante sus sesiones nocturnas, hacía sonar el teponaztli y anunciaba "grandes enfermedades" al estilo de las plagas del Apocalipsis, desastre en el cual él era el único que podría salvar a las personas que se le acercarían; en cambio, les advertía a los refractarios a su doctrina que no serían capaces de burlar la muerte. Desde el interior de su cabaña de adivinación, gritaba que él era Dios Todopoderoso, que había creado al mundo y los hombres. Sus extravagancias llegaron a los oídos de los agustinos de Huauchinango y fue detenido en febrero de 1660, después de varios meses de práctica.
En suma, en esta zona de la Sierra de Puebla, el culto católico no estuvo realmente sopapeado, pues, era practicado con un espíritu de tolerancia hacia las tradiciones indígenas. Sabemos, por ejemplo, que las chozas de adivinación existían desde los años de 1530 y que sirvieron como refugios para consumir plantas alucinógenas, lo que no debían ignorar los religiosos.39 Con todo, en los años de 1760, las cosas cambian rápidamente. La religiosidad popular es amenazada por Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón (arzobispo de México, 1766-1772) y Francisco Fabián y Fuero (obispo de Puebla entre 1765 y 1773). A los edictos anteriores emitidos contra el teatro, las danzas y las fiestas indígenas, se agrega la visita episcopal del obispo de Puebla que describe entonces a los indios como "entregados a la abominación de sus ídolos", constatación que lo animó a crear dos curatos suplementarios, en Huehuetla y San Lorenzo, en vista de una mejor asistencia pastoral. A partir de ahí, los curas están muy presentes en los pueblos; los indios son supervisados, deben ir a misa y pagar los derechos parroquiales. En ese contexto, las autoridades indígenas, por su parte, controladas o seleccionadas por el alcalde mayor, ejercen también presión sobre la población indígena. Las protestas se producen enseguida: 1766, luego cada dos años hasta 1771, y finalmente 1775 y 1777, marcan los años de tumultos contra los excesos de las autoridades locales.40
Sierra Gorda
El perfil que ofrece la Sierra Gorda es algo diferente en la medida en que los intereses de la evangelización se conjugan con preocupaciones geopolíticas y económicas. A diferencia de Tutotepec, San Juan Bautista Xichú es una región de frontera de evangelización, muy lejana a los polos de evangelización más antiguos, particularmente, el centro de la Nueva España donde la obra pastoral pudo imponerse desde las primeras décadas del siglo XVI.41 En 1768, San Juan Bautista Xichú era una gran parroquia que incluía 25 pueblos y aldeas; algunos se encontraban a ocho leguas de la cabecera de doctrina y, por tanto, la evangelización era muy difícil. A pesar de ello, la actividad religiosa era muy importante: la parroquia contaba con siete cofradías y los ingresos parroquiales ascendieron a 7,428 pesos.42
San Juan Bautista Xichú es el más septentrional de los pueblos de la región; corresponde al punto de máximo avance hacia el noroeste de la Sierra Gorda. Es a partir de este sitio, seleccionado por su posición estratégica, que la evangelización prosiguió hacia Río Verde, Punxinguía y Jalpan, al sur. En 1580, el pueblo, oficialmente creado y poblado por otomíes y chichimecas pames -grupos que son culturalmente emparentados-, fue inspeccionado por el arzobispo de México.43 En 1585, la iglesia de San Juan Bautista ya era construida, el monasterio contaba con dos religiosos (franciscanos) y en la población se empezaba a contar chichimecas que se habían sedentarizado.44 Paralelamente, algunos españoles se instalaron en la región, muchos de ellos fueron dotados de tierras45 y proyectaron establecer una ruta comercial para unir Xichú con la costa del Golfo de México así como la zona minera de Zacatecas al norte del reino. Pero los repetidos ataques de los grupos nómadas los disuadieron y finalmente la ruta partió de San Luis de la Paz. Sin embargo, Xichú siguió siendo un paso obligado hacia el norte, tanto más que los otomíes, formados en el arte de la guerra, fueron transferidos a la región (Tierra Blanca y San Luis de la Paz) para facilitar la expansión religiosa y civil por las tierras septentrionales (véase mapa 1).
En 1571, Xichú contaba con 585 tributarios y, en 1769, 23 familias españolas se habían instalado ahí. En 1778, contamos 476 parejas, 110 viudos (36 hombres y 74 mujeres), 1,104 niños y 351 adultos jóvenes de ambos sexos, o sea una población total de 2,517 indios repartidos entre Xichú y Santo Tomás de Tierra Blanca.46 En esta época, la población española era de 578 personas, los mestizos eran 273 (de todas las edades), los castizos 76. El pueblo no registra ninguna población negra, estos últimos estaban seguramente reagrupados en el Real de Minas de Xichú, fundado por los españoles.47 En suma, los indios eran mayoritarios (73 %) y el mestizaje aún restringido.
Otros factores contribuyeron a marginalizar la región, en particular su situación en materia religiosa. En efecto, la doctrina de San Juan Bautista Xichú dependía de la Arquidiócesis de México, pero era englobada en la provincia franciscana de San Pedo y San Pablo de Michoacán (diócesis de Michoacán) hasta 1751, fecha de la secularización de las parroquias. Esta posición geográfica peculiar la hizo un territorio secundario: en 1743, el coronel José Escandón declaró que los indios eran "muy cortos en la doctrina cristiana".48 Para remediarlo, los chichimecas que son entonces descritos como "viviendo debajo de los árboles dispersos y poco ynstruidos en las obligasiones de cristianos", sin contar "otras aberias que de sus continuas embriagueces an resultado",49 fueron congregados con los otomíes de la parroquia.50 El apoyo que el coronel Escandón concedió a la sedentarización de los nómadas tuvo un éxito modesto: cinco años después (1748), el hábitat de los nómadas se mantenía disperso y se negaban a instalarse en las congregaciones de manera permanente. Fue tardíamente, al inicio de los años de 1750, que una campaña doble, religiosa y militar, bajo el liderazgo del franciscano Junípero Serra y el coronel José de Escandón, permitió concentrar a la población indígena en pueblos grandes. Además, los indios fueron reunidos en cinco misiones franciscanas: Jalpan, Landa, Tancoyol, Tilaco y Concá, construidas en territorio pame. Esta ofensiva es comparable a lo que sucedió en Tutotepec con la creación de nuevas parroquias, una libertad de acción reducida, el fin de la autonomía (autogobierno) y la entrada en la era de la "segunda conquista".
En resumen, en ambas regiones y en diversos grados, subsiste un conjunto de creencias y de rituales indígenas. Pero los tumultos no son sino esporádicos y ningún personaje se demarca como el jefe de un movimiento antiespañol y anticatólico. Los cambios sobrevienen en la segunda mitad del siglo XVIII, en el contexto del aumento del número de no indios en las jurisdicciones indígenas y de cambios en la organización pastoral: en adelante, la red desgarrada se volvió a coser con puntos más finos.
Los indios y los sacerdotes: la cuestión de las imágenes y de la carne
Los trabajos anteriores han mostrado con claridad que la interiorización de las prácticas cristianas estaban en el corazón de esas agrupaciones en las que se mezclan creencias cristianas e indígenas en un proceso de amalgama que contribuye a disimular las pistas. Aún así su mensaje nos lleva hacia otros caminos, los de conflictos reales entre los curas y sus rebaños, tensiones que rebasan la religiosidad o la manera de vivir su fe. Por lo demás, estos desacuerdos repercuten en el terreno de las disputas entre las autoridades eclesiásticas y las autoridades judiciales. El lugar que ocupan los indios en estos conflictos, a veces, tomados como objetivos y, a veces, como pantallas, es difícil determinar con precisión puesto que las alianzas son susceptibles de interferir con el discurso de la rebelión. Si el mensaje de los mesías transgrede las fronteras de la lealtad a la Corona y a la Iglesia (los mesías cobran dividendos y convencen a los indios de no pagar "más tributos a sus majestades ni obvenciones a sus curas"), las barreras de la sexualidad son igualmente socavadas. Uno de los terrenos privilegiados de la Iglesia en su lucha por edificar familias cristianas era el combatir a la poligamia. Ahora bien, en las rebeliones, las acusaciones, por parte de los curas, de bigamia y de comportamientos sexuales fuera de la norma no faltan: la bigamia, el rapto de mujeres jóvenes, comportamientos sexuales desenfrenados, aparecen en las denuncias contra los indios también "cortos en la doctrina" como en la moralidad. De ahí la importancia, en los argumentos de los indios, de invertir este discurso y atacar a los clérigos en el mismo terreno. Estos sacerdotes que tienen concubinas, protegen a los adúlteros, son el blanco de las críticas con el fin de guiar a los indios "hacia la gloria".
En los dos levantamientos que nos ocupan aquí, los sacerdotes originan las denuncias; entregan informes a los alcaldes mayores de su jurisdicción. Baste decir que el clima había cambiado y que las reformas en curso debían animarlos. La ofensiva indígena comienza de esta manera: los indios acusan a su cura de indignidad pastoral. Así, el 11 de agosto de 1768, el arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón, hizo llegar al virrey marqués de Croix una carta que le había dirigido Juan Antonio Barreda, alcalde mayor de San Luis de la Paz. Se trata de una petición que el alcalde mayor había recibido del padre Joseph Diana, cura de San Juan Bautista Xichú, rogándole que se desplazara a su parroquia a fin de hacer comparecer a los españoles más fidedignos para aplicarles un cuestionario de doce puntos. En primer lugar, debían pronunciarse sobre la identidad de su cura; luego, se les pidió atestiguar su compromiso pastoral como oficiante, maestro de la doctrina cristiana, administrador de los santos sacramentos. En tercer lugar, se trataba de saber si había recibido la iglesia en un estado desastroso, las bóvedas y el claustro en ruinas, la casa del cura destruida, el interior de la iglesia desprovista de imágenes conformes a los ritos eclesiásticos y en su lugar plagado de objetos triviales, como lo eran las "vestiduras santas" y, lo que parecía más deplorable aún, las imágenes de Jesucristo; por último, si era verdad que había reparado el techo, blanqueado la iglesia, instalado lienzos y provisto a la sacristía con algunos objetos de culto.51 Los testigos debían pronunciarse sobre su ministerio, los indios no habían asistido a los oficios sino durante once meses; después, el cura no había conocido más que "inquietudes, enfermedades, baldones i ingratitudes".52 Las preguntas 5 a 7 conciernen a la puntualidad del ministerio, el desinterés financiero -y la negociación para cobrar los derechos parroquiales-; las preguntas 8 a 10 se refieren a las repetidas agresiones contra los curas precedentes y contra él mismo (los indios le habían amenazado tras negarse a que se instale la nueva imagen de la Virgen de los Dolores). La undécima pregunta se refiere a la negativa de los indios a pagar los derechos parroquiales para fiestas, procesiones y sermones. La última pregunta apunta a los enemigos: "el eterno fugitivo" Phelipe González, sus cómplices como Agustín del Prado, quien declara que el sacerdote "no piensa más que en sacar provecho de aquí y de allá", o Antonio Bárcena, alias El Chamorro, falsificador de escritos, quien "explotaba" a María Gertrudis (a quien "había seducido" cuando era maestro de escuela), y toda esta "banda de taberneros, de incestuosos" como Juan González, y "otra máquina de criminosos ebrios o yncontinentes, o poco respetuosos a vuestras mujeres".53 A pesar del carácter excesivo de estas afirmaciones, es evidente que los indios no tenían en absoluto la intención de pagar cualquier cosa por una iglesia en ruinas y no hicieron ningún caso de la lengua española: dicho de otra manera, no deseaban ser integrados al reino.
¿Qué es lo que pasa en este juego de espejos? ¿Por qué los tumultos son precedidos por denuncias contra los curas por parte de los indios, como si se tratase de un "mal necesario"? ¿Y por qué los curas se apresuran a responder al ataque? En el caso que nos ocupa es muy posible que, en realidad, el padre Diana esté tratando simplemente de salvar su pellejo. En efecto, unos diez años atrás, el mundo eclesiástico de San Juan Bautista Xichú tenía una reputación tan detestable que Diego Ortega había llevado a cabo -con toda discreción- una investigación por cuenta del arzobispo de México, Manuel Joseph Rubio Salinas. Las conclusiones de Ortega ponen de relieve las costumbres corruptas de los clérigos; el vicario de Xichú, don Joseph de la Portilla, había vivido "en amistad ilícita" con la sobrina del cura, después la había raptado y ninguna persona tenía novedades suyas; además, había destilado alcohol en el jardín de la iglesia en complicidad con el propietario de una hacienda.54 Su sucesor, Joseph Vicente Terán, además de faltar a todos sus deberes (decir misa, enseñar la doctrina) y de exigir a los indios sumas exorbitantes por los santos sacramentos, había vivido con "su prima", doña Bárbara, antes de volver a Xichú en compañía de otra mujer, doña Manuela, con quien estaba viviendo a la vista de todos.55 Por último, Joseph Enríquez, juez eclesiástico, abrigaba bajo su techo a su "prima" Thomasa.56 Una investigación lavó a Terán de toda sospecha, pero quedaron muchas zonas en sombra. Entre otras cosas, ignoramos el papel que jugó en el rapto de una joven mestiza (Juana de los Santos) por José Rivera. Según algunos testigos, Rivera habría reparado su falta mediante la compensación de 30 pesos porque ella no quería casarse; según otros, fue Terán mismo quien la disuadió.57
Parece que Terán casi no demostró ejemplo a su rebaño indígena. De hecho, fue alejado y el nuevo candidato presentido como cura de San Juan Bautista Xichú, el indio Miguel Thadeo de los Ángeles, escribió al arzobispo para pedir que lo trasladara; en efecto, acababa de enterarse de que los indios de esta parroquia pasaban el tiempo "en concilios, juntas y otras quimeras" y que habían viajado a la ciudad de México para conseguir el cambio de cura en la persona de Diego de Ortega, autor de la pesquisa contra Terán.58 En otras palabras, los indios estaban decididos a retomar el control de su vida religiosa, comenzando por la persona del cura.
Agreguemos que los retratos que conservamos de los curas de San Juan Bautista Xichú pueden explicar estas tomas de posturas radicales. En efecto, sus artimañas son perfectamente impredecibles; la documentación refleja dos actitudes contradictorias: a veces surge la impresión de que buscan apoyo en la persona del alcalde mayor, a veces, prohíben a la justicia castigar cualquier falta a la moral dentro de su jurisdicción eclesiástica. Así, en los primeros días de enero de 1761, Miguel de los Ángeles Thadeo, el mismo que había pedido su transferencia (en 1757), actuó de manera desconcertante en su toma de postura contra la justicia del alcalde mayor en un emocionante asunto sentimental. Había asestado violentos bastonazos a la pequeña tropa del alcalde mayor, al punto de dejar gravemente herido a uno de ellos, y los había amenazado a todos con la excomunión si obedecían las órdenes de aprehender a Bernardo Alemán Pérez Conde, quien vivía en el pueblo con la joven y bella viuda Francisca Zavala, siendo que tenía una esposa legítima en algún lugar de la Huasteca.59
Pocos años después de estos acontecimientos, los sacerdotes siguen siendo desacreditados. En 1767, el gobernador de Xichú, Phelipe González, retoma la estrategia de su padre, Pascual González, y denuncia los abusos de los sacerdotes; es parte del grupo antiespañol y antirreligioso; los sacerdotes son entonces maltratados por las mujeres, las famosas Chamorras, del clan de los Chamorro. Así el padre Joseph Diana, que había iniciado modificaciones en la iglesia de San Juan Bautista Xichú y que deseaba sustituir el colateral de la Virgen de los Dolores por el de Nuestra Señora de la Luz, tuvo que afrontar la cólera de su rebaño en medio del templo; había sido insultado, arañado e intentaron picarle los ojos.60 Antes de atacar al padre Diana, los indios habían agredido a otros sacerdotes incluido el franciscano Francisco Blas de Aguilar que había ido al rescate de una joven española pobre. Los indios amenazaron con "atropellarla, y quitarle todos sus haveres"; Pascual González intentó incluso darle de garrotazos y la cubrió de injurias.61 El sucesor de Aguilar, fray Juan Chirinos, que hemos mencionado en la introducción, también había sido atacado; luego fue el turno del cura Miguel Thadeo de los Ángeles "de nación indio", a quien obligaron a "abandonar la parroquia"; en su caso, el ataque provino de las mujeres que estuvieron a punto de estrangularlo e intentaron quemar su casa.62
El hecho de que el cura fuera "de nación indio" no era una garantía de permanencia en Xichú, pero, ciertamente, había tomado por lo menos una vez el partido de los españoles, los cuales no se conducían de forma ejemplar.
En suma, estas acciones no reflejan más que una parte de la hostilidad indígena para con el mundo de los no indios. En efecto, en Xichú, la animosidad era general y manifiesta contra los vecinos españoles, en particular contra los mercaderes y dueños de propiedades rurales. Su táctica para expulsarlos consistía sobre todo en insultarlos -"perro negro"63 siendo la expresión favorita-, y luego agredirlos físicamente. El líder principal del movimiento era el gobernador indio Phelipe González, quien decía a los españoles que "sus casas, y lo que tienen es suio de ellos, persiguiendo a muchos hasta hacerlos salir del pueblo", como habían hecho con el mercader Joaquín de Rivera -que desde entonces vivía en una vieja cabaña a la salida del pueblo- y con Thomas Vázquez quien, a fuerza de persecuciones, finalmente había abandonado Xichú.64 Además, Phelipe González buscó aliados; aparentemente incitó a levantarse a los indios de los pueblos vecinos de Tierra Blanca, Santa Catarina y Cieneguilla. Junto a Phelipe González se encontraba Antonio Bárcena, alias "El Chamorro", escribano de la república de indios, quien, disfrutando de su posición como maestro de escuela en el pueblo de Cieneguilla, había desflorado a María Gertrudis65 antes de casarse con su hermana,66 según las declaraciones de los españoles de la jurisdicción. También falsificó documentos.67 Toda esta banda de comparsas, miembros del gobierno indígena de Xichú, fue considerada como una pandilla de forajidos que vivían "sin temor a Dios ni a la justicia".68
En la Sierra de Puebla, la situación es muy similar pero los instigadores del movimiento son más difíciles de localizar, a excepción del pequeño círculo de Juan Diego. En agosto de 1766, pocos meses después de los primeros incidentes -acaecidos en marzo-abril de 1766-, algunos conflictos opusieron a los indios contra su patrón, propietario de la hacienda La Vizcaína, quien había decidido suprimir el partido, un excedente salarial en metal. Y, sobre todo, la secularización seguramente tuvo efectos más negativos que en la Sierra Gorda; los indios se encontraban frente a sacerdotes egresados de los seminarios diocesanos que se dirigían a sus parroquias arrastrando los pies, tras dos siglos de evangelización por los agustinos de los conventos de Tutotepec y Pahuatlan, que habían logrado administrar a su feligresía otomí sin tantos problemas, manteniendo una especie de catolicismo popular de tradición indígena con algunos vestigios prehispánicos. Los problemas surgieron unos quince años después de la llegada de los seculares; mientras que los regulares hablaban otomí y habían logrado crear una red de obligaciones mutuas, los seculares se encontraban ante indios cuya lengua parecía impronunciable y cuyas costumbres cristianas no podían más que contrariar. Al igual que en la Sierra Gorda, se solidarizaron con el mundo minoritario de mercaderes y colonos; no obstante, mientras que en la Sierra de Puebla los españoles constituyen un grupo visible y que los indios viven dispersos, en San Juan Bautista Xichú los españoles son minoritarios y el centro del pueblo está en manos de los indios. Además, en la Sierra de Puebla, los clérigos (los curas de Tenango y Tehuehuetla) anticipan el asalto a la montaña de San Mateo, mientras que en San Juan Bautista Xichú, ellos no juegan papel alguno; prefieren simplemente abandonar el pueblo, no tienen ningún control sobre los indios. Añadamos que los indios de Xichú son presentados como "perturbadores" y no como "idólatras", que el Cristo Viejo pasa por un espíritu desquiciado dotado de inclinaciones perversas, pero no constituye una amenaza, mientras que Juan Diego revierte el mensaje cristiano para ofrecerles el paraíso terrenal a los indios con los españoles puestos a su servicio.
El derrocamiento del mundo
El catolicismo según Francisco Andrés
En el siglo XVIII, en dos ocasiones, un grupo de indios es acusado de consumir plantas alucinógenas. Primero en 1734, el cura de la parroquia de San Juan Bautista Xichú acusa a Francisco Andrés, entonces de 34 años, de idolatría y del consumo de una hierba alucinógena llamada Rosa María.69 Es puesto en prisión durante dos años hasta que el arzobispo virrey Juan Antonio Vizarrón exige su liberación; en efecto, su infracción era un delito de fe -absorber una planta prohibida por la Inquisición- y no de justicia ordinaria. El cura debió haber mandado el asunto ante un tribunal eclesiástico y no civil; por añadidura, siendo indio no podía ser juzgado por la inquisición sino por el Provisorato de Naturales. Luego, existía una confusión en cuanto a la jurisdicción de Xichú entre la arquidiócesis de México y la diócesis de Michoacán. Por lo tanto, el alcalde mayor de San Luis de la Paz (diócesis de Michoacán) no podía retenerlo por más tiempo.
En 1738, Francisco Andrés enfrentó de nuevo a la justicia por un delito de fe porque (como lo hizo en 1734), seguía con sus "supersticiones y enredos", pero esa vez fue más allá: alzaba a los indios, provocaba "sublevación y tumulto"70 contra los hacendados y buscaba controlar las elecciones del cabildo indígena. El arzobispo Vizarrón en persona exigió entonces una investigación. En 1747, fue acusado de practicar la brujería con un grupo de mujeres del pueblo y de tomar partido contra los religiosos a los que acusaba de violencia para con los indios. Condenado a tres años de reclusión en la casa del cura, huyó después de un año y medio o dos años, aprovechando sin duda la salida de los franciscanos que siguió a la secularización de la parroquia en 1750. Durante su reclusión, probablemente durante la noche, comenzó a decir misa sin dejar de consumir peyote; en 1768, tras otro arresto fue condenado de nuevo. El asunto parecía ser más grave; se acusó a Francisco Andrés de insultar y agredir a los españoles, de estar a la cabeza de un grupo de indígenas que se oponían a que se renovaran las imágenes así como a pagar derechos parroquiales de sacramentos por el arancel dictado por la arquidiócesis. El contexto había cambiado. Nuestro personaje se había aprovechado, sin duda, del levantamiento de San Luis de la Paz que había protestado con virulencia contra la expulsión de los jesuitas. En ese momento, las agresiones contra los españoles, reli giosos y seculares alcanzaron su punto álgido; el movimiento antiespañol y anticatólico provenía de aquellos que tenían el poder en San Juan Bautista Xichú; la mayoría eran miembros del cabildo indígena, un grupo de notables que alternaban en los puestos políticos, como Phelipe González, Francisco Andrés y Eugenio García,71 y la participación de las mujeres era muy importante. A semejanza de Juan Diego en Tutotepec, Phelipe González, en particular, sugiere una suerte de inversión de la jerarquía social donde los indígenas hubieran ocupado el lugar de los españoles, detenido el poder político y religioso, y los españoles hubieran sido sus subordinados. En 1769, Phelipe González y sus comparsas (Eugenio García, Ignacio Santos y Pedro de Santa María) son eliminados del gobierno indígena, se convocan nuevas elecciones y el gobernador entrante es un tal don Adriano Ramírez.72 Las sentencias del alcalde mayor Barreda habían sido particularmente virulentas: Phelipe González, gobernador y principal instigador, fue condenado a diez años de trabajos forzados. Detenido junto con Eugenio García y Antonio Chamorro, fueron enviados al presidio de San Blas. Domingo Ramírez, Bernardo de la Cruz y Pedro de Doña María (que nunca llegó a ser capturado) fueron exiliados del pueblo. A pesar de esta represión, los indios de San Juan Bautista Xichú continuaron reuniéndose e insinuando la expulsión de los españoles del pueblo, a pesar de que el alcalde mayor se encontraba en el lugar y que un mandato preveía que toda persona que no viviese en armonía con sus vecinos (los españoles) sería condenada con 200 azotes y el exilio del pueblo. Fue así como Barreda mandó azotar a Hermenegildo José, acusado de proferir insultos y de acosar a los españoles del pueblo.73 En 1782, la Audiencia exigía que el alcalde mayor de San Luis de la Paz visitara San Juan Bautista Xichú "para amonestar a aquellos naturales respecten y obedezcan a su cura en quanto les mande propio de su ministerio como también a su Governador y Jueces Reales aperci biéndolos que de lo contrario se tomara contra ellos una seria providencia".74
En resumen, la documentación refleja a un Francisco Andrés tumultuoso, sin duda irrespetuoso, y buscando vivir experiencias oníricas, más la constitución de un grupo refractario a cualquier cambio y, finalmente, un descontento general de grupos reunidos alrededor de su persona. Los indios, en efecto, hubieran buscado captar los poderes sobrenaturales de aquel hombre que, durante los rituales orquestados alrededor de su persona, daba a beber como "reliquia" o substancia sagrada el agua de su baño a un grupo de mujeres indígenas que le eran completamente devotas, antes de hacerlas comulgar con tortillas de maíz. Se apropia de rituales católicos a la vez que oficia y se compara con la divinidad misma; se hace llamar Cristo Viejo o Santo, predica la religión católica a su manera, contra los religiosos pero no contra la religión. En 1768, fue detenido y condenado a ser colocado en un estrado, sosteniendo un cirio verde en la mano, torso desnudo, una cuerda alrededor del cuello, sometido a la humillación pública.75 Logró, sin embargo, escapar nuevamente.
Santuario indígena y revolución cósmica: Juan Diego
Mientras que el Cristo Viejo orquestaba sus interpretaciones personales del cristianismo, Diego Agustín, alias Juan Diego, hacía partícipes de sus revelaciones a los otomíes de Tutotepec: Dios, Señor del cielo, iba a bajar a la tierra, se presentaría en la montaña sagrada de San Mateo, el Cerro Azul; para recibirlo, debían erigir un oratorio en el que el culto tradicional estaría en manos de oficiantes otomíes. Anunciaba el fin del mundo, el diluvio universal, la destrucción de la humanidad por los demonios y el renacimiento -cuatro días después- de una nueva humanidad en la que los españoles serían los siervos y tributarios de los indios.76 Las iglesias serían destruidas y reemplazadas por oratorios erigidos en las cimas de las montañas; el principal sería el de San Mateo y el santuario secundario sería construido sobre la montaña de Cuaxtla. Sobre este mundo nuevo reinaría Dios en la tierra con Juan Diego y su esposa, María de Guadalupe,77 ambos resucitados. Esta visión apocalíptica se acompaña de la desaparición de los tributos y de los derechos parroquiales; dicho de otra manera, este levantamiento se dirige en contra de las autoridades laicas y eclesiásticas.
La vocación mística de Juan Diego surge cuando él tiene 50 años y que, gravemente enfermo, recurre a un curandero otomí, Nicolás. Este personaje, originario del pueblo de Santiago, cerca de Tutotepec, logra convencerlo de que su enfermedad es el signo de un llamado venido del mundo sobrenatural. Nicolás se convierte en su médico e iniciador; al cabo de seis meses, los dos hombres comienzan a ser reconocidos como chamanes y adivinos. Diego Agustín se hace llamar entonces Juan Diego; consigue persuadir a los indios de sus poderes mágicos, empieza a tener visiones; una de ellas es la aparición de Cristo crucificado, quien le revela grandes prodigios y el advenimiento de un mundo nuevo. Sus visiones apocalípticas son recibidas favorablemente por los indios que, en 1766, se habían sublevado contra las autoridades laicas y eclesiásticas, y después habían encontrado refugio en las montañas. Los habitantes de una veintena de pueblos le siguen, lo consideran como el ejecutor de la voluntad de Dios, encargado de preparar su venida a la tierra al fin de un diluvio.78
En un primer momento, Juan Diego percibe contribuciones voluntarias que le permiten organizar algunas ceremonias cada dos meses, luego construir un pequeño oratorio79 en el Cerro Azul, rebautizado ahora como Cerro del Curandero. En el oratorio, se ins tala una campana así como las imágenes de San Mateo y de la Virgen de Guadalupe, tomadas de la iglesia del pueblo vecino de San Mateo. Cerca del oratorio se erige un baptisterio y una pequeña construcción ritual (observatorio solar) donde son colocadas cruces y ángeles y donde son depositadas ofrendas a los relámpagos y la lluvia. Catorce cabañas son construidas para alojar a los guardianes del santuario y a los participantes de las ceremonias que se llevan a cabo durante la noche.80 Juan Diego se construye una cabaña de adivinación en el Cerro Azul, celebra misa y administra los sacramentos del bautismo, la confesión y la comunión. Desde el interior del cuadrilátero de su cabaña, declara ser Dios Todopoderoso, haber creado al mundo y a los hombres. Su asistente principal canta alabanzas a Dios, enseña las plegarias y prepara la venida de Dios a la tierra. Junto a Juan Diego, considerado como el representante de Dios en la tierra, está su esposa, Nuestra Señora de Guadalupe. Cada quince días organiza una fiesta con rituales, danzas y festines (o sea todas las manifestaciones prohibidas por el decreto de 1755); las ofrendas se depositan en el santuario, se hacen sonar las campanas y quemar los cohetes. La pareja divina es conducida en procesión y es objeto de manifestaciones de veneración.
La autoridad del profeta es ahora indiscutible; el santuario es visitado por devotos y peregrinos que llevan una cruz que se planta en el camino o en la cima de la montaña. En septiembre de 1769 se cuentan cerca de 2,400 cruces, algunas de cuatro metros de altura. En el oratorio se instalan objetos prehispánicos: una máscara de piedra verde que representa el rostro de un hombre (¿o un mono?) a la que se le piden buenas cosechas de maíz y de chile; esta máscara depositada en un taburete es identificada con el "corazón de Dios que cayó del cielo". El segundo objeto es un cristal "en el que vemos que el rey de España y el virrey se arrodillan frente al Señor del Mundo"; el tercer objeto, de obsidiana negra, es "el dedo de Dios" (una parte del cuerpo de Dios enviada a Juan Diego) y, finalmente, un machete de obsidiana para cortar la corteza del árbol del amate utilizada para hacer papel.81 La mayoría de los miembros de la insurrección son otomíes; provienen de Tutotepec y de la Sierra meridional alrededor de Tlaxco. Ni los pueblos de lengua náhuatl, ni los de lengua totonaca y tepehua son captados por este movimiento.82
En 1769, Juan Diego, a quien se describe como "un viejo inquietante", atrae la atención del alcalde mayor porque los indios que participan en sus rituales han dejado de pagar tributos y derechos parroquiales. Los españoles de la región se proponen capturarlo, pero fracasan. El Tribunal de la Fe delega entonces a un tal Ignacio García de la Vera, presentado como "cura" o "capellán", la misión de asaltar el santuario y capturar al mesías.
El ataque tuvo lugar la noche del 21 al 22 de agosto de 1769; los indios habían cuidado de fortificar la montaña del lado sur, ya que sus bebidas "con efectos diabólicos"83 les habían permitido ver que los iban a rodear. Los cien atacantes tomaron el santuario a las tres de la mañana; el combate comenzó, un capitán de indios fue matado, unas veinte personas fueron detenidas, entre ellas la esposa del mesías y cuatro mujeres jóvenes que habían sido "donadas" a Juan Diego.84 Prendieron fuego al oratorio y a las cabañas, pero no consiguieron capturar a Juan Diego, quien había logrado escapar.85 No fue arrestado sino hasta el 10 de septiembre en San Andrés; entregado al sacerdote de Tutotepec, declaró que se limitó a ejecutar la voluntad de Dios, Señor del Cielo, que se le apareció en la cruz; había hablado con él y le había dictado la forma como debía comportarse.86 El alcalde mayor se mostró sorprendido por el aspecto de Juan Diego a quien describió como un hombre de apariencia "tan despreciable y muy mal vestido". No conocemos el contenido de la sentencia (los archivos de la diócesis de Puebla no están abiertos a los investigadores), pero otras fuentes permiten considerar que fue benigna; el virrey en persona recomendaba juzgarlos "con la puntualidad necesaria", es decir, con moderación. El obispo de Puebla, por su parte, consideró que los indios que habían seguido a Juan Diego eran "pobres ignorantes dignos de compasión" que merecían sobre todo ser instruidos en la fe cristiana.87 Aprobó una actitud paternal; ya que era imposible arrestar a los casi 3,000 participantes de los rituales, se inculpó a los líderes: Juan Diego, y al que lo había formado, Nicolás, del pueblo de Santiago.
En realidad, las autoridades políticas jamás previeron que estas reuniones alrededor del profeta hayan indicado un levantamiento indígena, sino más bien el comienzo de una sedición de carácter religioso. Por lo demás, Juan Diego había dado pruebas de ello, al prometer la salvación a los no indios de la jurisdicción que quisieran seguirlo además de invitar a los franciscanos del Colegio de Pachuca a visitar su oratorio sagrado donde próximamente descendería el Señor del Cielo. Como los religiosos no se dignaron en responderle, se sintió profundamente ofendido y consideró que los misioneros se oponían a la venida del reino de Dios.88 Así, no actuaba en contra de la religión; al contrario, estaba persuadido de servir al beneficio espi ritual de su comunidad así como defender los intereses de Dios mismo. En suma, en San Juan Bautista Xichú, el cristianismo indígena se expresa a través de un culto religioso invertido, que se realiza durante la noche y es paralelo al culto oficial, que se consagra a la Virgen y a los santos y se practica de día.
La diversidad de las transferencias culturales y la complejidad de los rituales
Alucinaciones y presagios del hombre-dios
En la Sierra Gorda, el elemento religioso tuvo un papel importante en la construcción de la identidad indígena. En la época colonial se mantuvieron muchas características culturales y religiosas otomíes, como son el culto a las montañas, a los árboles (o cruces)89 y el consumo de plantas alucinógenas.
Los cultos a las montañas, dedicados a las deidades del agua y a los ancestros, han sobrevivido bajo la forma de devociones a la Santa Cruz, a San Juan Bautista y a San Isidro.90 La montaña es el lugar de los antepasados; por lo tanto, la mayoría de los centros ceremoniales otomíes están situados en los altos donde residen.91 Para los otomíes, las montañas son vías sagradas entre los diversos niveles del universo, es decir, ejes que permiten acceder a otros mundos; en suma, centros privilegiados para levantar santuarios y conocer experiencias místicas o chamánicas.92
Para facilitar la interacción con la divinidad, Francisco Andrés consume peyote (planta utilizada con fines curativos, religiosos y mágicos en las ceremonias chamánicas e iniciáticas),93 porque se supone que facilita el acceso a la divinidad en el cuerpo humano y proyecta la fuerza vital (tonalli) de aquel que lo absorbe en el mundo divino; ayuda a expresar el fervor, a exteriorizar las emociones, provoca "lágrimas".94 Sin duda, éste fue un coadyuvante ideal de la piedad barroca, donde las miradas extasiadas se conmueven de compasión por las heridas abiertas de los cuerpos martirizados. Francisco Andrés oficia misas, hace comulgar con tortillas y reemplaza la libación de vino por la ingestión del agua que usa para lavarse las manos y los pies. Es entonces su cuerpo, en el que se asienta el poder del tonalli del peyote, que es el centro del culto.95 En este ritual la corporeidad del chamán es el recipiente que recoge el poder de la divinidad a la vez que es su manifestación.
Cuando los indios se niegan a "modernizar" la imagen de la Virgen de la Soledad -el cura Diana, como se recordará, le ofrece vestimentas "decentes"-, es porque simboliza tanto una de sus victorias sobre el catolicismo de los europeos como la consolidación de su propio cristianismo. De hecho, la imagen se vincula con la cofradía epónima, fundada en 1690 por los españoles del Real de Minas de Xichú, quienes habían obtenido de la arquidiócesis de México el derecho de erigir esta cofradía en la iglesia de los indios de San Juan Bautista Xichú.96 Los indios habían logrado agregarla a sus propias cofradías y la administraron durante todo el siglo XVIII. En este contexto, difícilmente podrían aceptar, 70 años más tarde, substituir su imagen de la Virgen de la Soledad; ella era de hecho emblemática de la situación de contestación, de oposición, de rechazo y levantamiento ante la dominación colonial. Era imposible reemplazar quien era a la vez persona e interlocutor; Francisco Andrés la había tomado como testigo varios años antes del levantamiento contra el cura Diana, cuando oficiaba misa mientras estaba recluido en la iglesia (1748-1750). Por los efectos del peyote, ahí identificaba sin duda la imagen con la divinidad que estaba contenida en ella; podía dirigirse a ella, prolongar el diálogo, activarlo mediante la alucinación y el éxtasis. El pacto que había hecho con la imagen-divinidad lo había convertido en su alter ego, un solo contenedor donde se funden divinidad y cuerpo (imagen).
En este sentido, el Cristo Viejo es un hombre-dios, como lo ha definido Alfredo López Austin;97 la fuerza divina que reciben los hombres-dioses los hace individuos dotados de poderes extraordinarios; pueden tener visiones y transformar el futuro o el pasado, controlar o activar los elementos, curar o matar... Mientras son hombres-dioses, el prestigio mágico personal que acumulan es infinito; ellos mismos son la fuente de ese poder. Así, el cuerpo del Cristo Viejo es un cuerpo-divinidad, de la misma manera que la imagen de la Virgen de la Soledad es una divinidad contenida en el cuerpo-estatuario; los dos personajes forman un binomio de dualidad, una pareja de comunicación, de interfaz entre lo sobrenatural cristiano y lo sobrenatural indígena. El nombre mismo de Cristo Viejo remite de manera directa a Cristo y también a la imagen de la principal deidad otomí, Cuecuex, Señor del Pino, Dios Viejo, Dios del Fuego, señor de la montaña. Luego, el itinerario divino de Cristo se asemeja al de las deidades otomíes: después de su muerte resucita y luego se eleva al cielo; en otras palabras, después de su paso por el inframundo retorna a su lugar de origen desde donde controla al mundo. Paralelamente, el Dios Viejo del Fuego es considerado como un eje entre el inframundo, la tierra y el cielo; es a través de él que se articula el universo. Así, el Cristo Viejo sintetiza dos imágenes equivalentes: Cristo y el Dios Viejo del Fuego pueden considerarse como equivalentes que sostienen al mundo del que ellos son a la vez el centro (axis mundi) y los diferentes niveles.
A juzgar por los testimonios presentados durante el proceso de Cristo Viejo, el personaje tiene un prestigio mágico personal y su carisma es considerable, en particular, entre las mujeres; se le atribuye cualidades sobrenaturales: así, el agua que entra en contacto con su cuerpo es un líquido sacralizado. Por lo demás, los curas no lo persiguen realmente sino hasta 1768, cuando comienza a ser considerado como una divinidad cuyo cuerpo es la fuente misma de esta sacralidad y que se identifica, por medio de Cristo (las manos y pies son los puntos medulares de sus baños rituales), a una divinidad indocristiana.98
Los severos juicios del mundo eclesiástico en su contra también tienen mucho que ver con la presencia de un grupo de mujeres que veneran tanto el cuerpo-imagen de Cristo Viejo como su sacralidad corporal, por medio de la ingestión del "líquido" derivado de esta sacralidad: el agua de su baño. Hemos visto que son las Chamorras quienes agreden al padre Diana, intentan pincharle los ojos, lo tratan de cierta manera como una imagen malvada que no cumpliría con sus deseos y, por tanto, la castigan. La presencia femenina, y en forma más general la sexualidad, es frecuente en la ritualidad que enmarca al Cristo Viejo.99 La concepción otomí del mundo en su "erotización", es en "la mitad del mundo"100 (la parte inferior del cuerpo) que "se recicla la energía decrépita, vieja, podrida, por medio del gozo carnal".101 El agua (tehe) "es la envoltura, la ropa (he) de la vida, de la existencia (te)"; recuerda que el mundo está rodeado por un elemento acuático, el "agua grande" (tãthe) o "agua sagrada" (kãthe), a semejanza del líquido amniótico que envuelve al feto. El agua es el principio femenino, la madre (sinana), la fuente de la vida, elemento indispensable de la existencia y objeto de deseo; está asociada al baño ritual impregnado de elementos mágicos y simbólicos. Como ha observado Jacques Galinier entre los otomíes contemporáneos, el agua "sagrada [es] símbolo de purificación".102
La participación femenina en las misas indígenas da un sentido al ritual; la bebida sagrada es la semilla, es la vida misma. Así, al insertarse en un ciclo de vida-muerte (o agua-esperma), el ritual está relacionado principalmente con la fertilidad. El cuerpo del Cristo Viejo es una imagen onírica de la que toman parte las consumidoras de la semilla divina. De esta manera, la producción de imágenes mentales (alucinaciones) forja vínculos directos con las imágenes-corporeidades, recipientes de absorción y de desmultiplicación de lo divino. Es así como el inconsciente de los vencidos toma su revancha; el cuerpo-imagen del Cristo Viejo se revela como uno de los terrenos privilegiados de sus victorias y la mezcla su estrategia más acerba, porque es la más inesperada. La construcción de estas estructuras religiosas invertidas ofrece a la mentalidad indígena una ocasión "para compensar las desigualdades".103
Misticismo y mesianismo
En la Sierra de Puebla, el culto instaurado por Juan Diego tiene que ver más con el azar (su encuentro fortuito con el curandero que lo inició) que con una trayectoria personal; Francisco Andrés por su parte consagra una buena parte de su vida a perfeccionar sus rituales y a afinar su poder divino. Los rituales de Juan Diego son más recientes; no duran más que unos meses y se efectúan en las alturas, en un lugar inexpugnable; es su fama tanto como la afluencia (por los caminos que hizo abrir el profeta a través de la sierra) de una muchedumbre de peregrinos que le proporcionan al santuario su visibilidad y, por lo tanto, su vulnerabilidad. El contexto religioso en el que nace este movimiento mesiánico también tiene una naturaleza distinta. Mientras que los otomíes de la Sierra de Puebla han rechazado indistintamente tanto el marco de los religiosos como el de los seculares, en la región otomí de Tutotepec y Pahuatlán, la secularización fue aprehendida como un cambio radical.
Paralelamente, algunos elementos juegan a favor del éxito del movimiento de Juan Diego. El culto a la Virgen de Guadalupe que comienza a difundirse en la Sierra de Puebla, hace de Juan Diego un hombre providencial elegido por la madre de Dios para afirmar su predilección por los indios pobres; como representante de Dios en la tierra, puede hacerse honrar como si fuera Dios mismo. María Isabel, alias "Nuestra Señora de Guadalupe", su mujer, acompañada por cuatro mujeres jóvenes "donadas por el pueblo", es ella misma objeto de veneración; se quema copal a su paso, se arrodillan delante de ella y le besan los pies. Esta mujer ocupa un lugar singular en la historia de la religiosidad otomí. En efecto, los chamanes actuales de la Sierra de Puebla (otomíes, nahuas y totonacas) consideran que existe un ser supremo que reside en lo más alto del cielo. Este Padre Eterno, a veces confundido con San José, tomó por esposa a la Virgen María104 y tuvo un hijo con ella, Jesucristo, que fue crucificado y elevado al cielo donde se transformó en sol.105 Él creó al mundo y los hombres, luego los castigó haciéndoles perecer en un diluvio. Las declaraciones de Juan Diego contribuyen a este sistema de pensamiento cuando declara que Cristo se le apareció para anunciar que descendería a la tierra para castigar a los hombres "en un diluvio". Pero estos hombres iban a resucitar en un mundo más justo en el que los españoles, el rey, el virrey, los obispos y los sacerdotes desaparecerían y se convertirían en tributarios de los indios. Esta profecía puso a los otomíes en un estado de exaltación -su cosmogonía incluye destrucciones sucesivas del mundo- que preocupó seriamente a los colonos.
Pero volvamos a la Virgen de Guadalupe. De la misma manera que la visión apocalíptica que impregna las arengas de Juan Diego parece extraída del registro sermonario, la imagen de la Guadalupe indígena probablemente tenga también ahí sus raíces. Se sabe que en el siglo XVIII, primero con motivo del Bicentenario de la aparición, en 1731, luego durante la Jura Nacional de 1746, los sermones (los que pronunció Bartolomé de Ita y Parra, por ejemplo), subrayaban el carácter propiamente indígena de la Virgen mexicana, su aparición milagrosa al indio Juan Diego en un cerro y luego su prodigiosa pintura. Ita y Parra evoca los esplendores de la imagen como un símbolo de "todos los siglos" y la prueba de esta eternidad reside en la incorruptibilidad del ayate sobre el cual depositó su imagen. Al tomar "la manta de Juan Diego para coparse en ella" Nuestra Señora de Guadalupe, Señora de los Tiempos, declaró así que "[los indios eran] capaces de transformarse en Dios por su gracia".106 También compara a la Guadalupe con la Zarza de Moisés "que estaba firme en un lugar y allí es donde le dictó Dios a Moisés las lecciones con que libertaría a su Pueblo de la apretada esclavitud que padecía".107 La Virgen se habría entonces adaptado a los indios, injustamente calificados de "salvajes, brutales, incapaces de alcanzar la salvación [...] y si bien no conocían la escritura sí sabían interpretar las pinturas y por ello se imprimió en un lienzo".108
Añadamos que los actos de conmemoración de la confirmación del Patronato (por Benedicto XIV el 15 de mayo de 1754), se celebraron por toda la Nueva España como lo demuestran los sermones predicados -entre otros lugares, en Querétaro- de los cuales muchos se difundieron en la forma de hojas volantes.109
Los "buenos cristianos" y los "idólatras": un paseo por las cofradías
Los "buenos cristianos" desprovistos de libertad de acción
Las amenazas de privación de la libertad (prohibir a los indios hablar su lengua) o de integridad de una comunidad (la venta de una estatua o un altar), son las causas más comunes de los levantamientos. Los rasgos comunes son la resistencia al cambio impuesto por gentes de afuera (el cambio se hace siempre en perjuicio de los indios) y la concepción de lo que es la autonomía: cada pueblo se percibe y se ve soberano, desea conducir sus propios destinos; las solidaridades étnicas o regionales son entonces menores. No fue sino hasta el siglo XIX cuando la amenaza generalizada en contra de la autonomía de los pueblos condujo a una revuelta regional coordinada, en forma de ligas.
Para entender las características singulares de los movimientos de disidencia o de revuelta de carácter religioso, es importante evaluar la práctica religiosa indígena en su marco institucionalizado. Al observar los libros de cofradías religiosas que han sobrevivido, dos cosas atraen inmediatamente la atencion. En primer lugar, el carácter muy indígena de las cofradías; son creadas por los indios, quienes las administran y los españoles intentan agregarles sus propios cultos o, al menos, integrarse como miembros de pleno derecho. En la Sierra Gorda, en los años de 1754-1755, los indios no tienen aparentemente margen de maniobra para celebrar sus propios cultos: todo está absolutamente controlado por el cura. Así, la cofradía de la ínclita Virgen Santa Catarina, erigida en la iglesia de San Juan Bautista Xichú en 1740,110 está regulada por constituciones extremadamente restrictivas: el derecho de voto es reservado al "común de principales"111 asistidos por el "señor juez eclesiástico que es, ô fuere del partido",112 quien preside tambien las elecciones (artículo 1). El mayordomo (el más importante de los cofrades), debe ser de los principales, tener gracia a ojos del cura (artículo 2) y llevar las cuentas de la cofradía, es decir, saber leer, escribir y contar. Los artículos siguientes establecen la lista de las sumas que se han de remitir al cura. Por cantar las misas de vivos y de difuntos, celebrar la fiesta de muertos, dar misa en los funerales, festejar a la santa epónima (Santa Catarina), organizar la procesión de Cuaresma, se adjudica un total de treinta pesos anuales, a los que hay que sumar los gastos de entierro (un peso por sepultura). La cofradía no puede desplazar ni vender su ganado y, por el contrario, debe hacerlo fructificar. En suma, esta cofradía ayuda a regular la práctica religiosa orquestada por el cura.
Los artículos que regulan el funcionamiento no dejan mucha duda sobre el origen de su autor; todos mencionan el patrocinio indispensable del buen cura (que era entonces don Joseph Mariano Rodríguez) en los asuntos de la cofradía, compuesta exclusivamente de indios, sin mezcla étnica alguna, administrada por un mayordomo, un rector y algunos diputados. En estas constituciones tan particulares, la iniciativa de los indios es casi inexistente; los cofrades tienen un margen de maniobra muy reducido y poca libertad: el cura controla todo, incluso las elecciones y los bienes agregados a las cofradías.
A pesar de la falta de libertad y de iniciativa en materia religiosa, en los años de 1740, los indios se las arreglan para crear grupos de ayuda mutua alrededor de sus imágenes; son entonces mayoría y los españoles no ejercen todavía presión sobre ellos para compartir sus espacios sagrados.113 Esto ya no es cierto en la década de 1750: la población no india crece, surgen tensiones; después de la visita del arzobispo, en 1753, se procede a una nueva elección de los representantes de la cofradía y el cura continúa controlando todo. ¿Los cofrades van a refugiarse en algunos cultos secretos donde el sentimiento religioso podría expresarse más abiertamente? Las personalidades elegidas como cabeza de la cofradía entre 1754 y 1755 no parecen tener alguna relación de parentesco con los "insurgentes" de 1768.114 En cambio, notamos la existencia, muy interesante, de un grupo de mujeres que, en el seno de la cofradía, disponen también de su propia jerarquía: la tenanchi mayor y sus cuatro "asistentes" encargadas de vestir, llevar y cuidar la imagen de Santa Catarina. ¿La elección de Francisco Andrés -de rodearse de sus Chamorras- acaso tomaría prestadas algunas peculiaridades de su organización a la cofradía de la ínclita Virgen Santa Catarina (o la de Nuestra Señora de la Soledad), al mismo tiempo que propone un contenido y una interpretación totalmente divergentes, como si se tratara de formar una contrarreligiosidad al interior mismo del pueblo y, en todo caso, darle la palabra a un grupo que no aceptaba compromiso alguno ni con los españoles ni con los sacerdotes? ¿O Francisco Andrés es un miembro de esta cofradía?115 Como quiera que sea, este proceso es resultado de decenios de interacciones con un cristianismo interiorizado y dotado de nueva funcionalidad por las sociedades indígenas.
¿Refractarios o "idólatras"?
Los movimientos anticatólicos y antiespañoles que se desarrollaron en la Nueva España en los años de 1765 a 1770 prueban que los indios están dispuestos a tomar revancha sobre un sistema que los ha mantenido apartados durante mucho tiempo.116 El tema de la libertad de la expresión religiosa, el reencuentro fortuito entre aspiraciones divergentes y personajes claves, dotados de poderes sobrenaturales, está en el corazón de estos movimientos.117 Para comprender su contenido, debemos entender la meta de estos movimientos en el seno de sus propias comunidades. En un libro reciente, Thomas Calvo ha demostrado que la gran crisis que marca el fin del siglo XVII (crisis epidémicas y alimentarias) es también una crisis religiosa frente a la que los individuos oscilan entre la resistencia y la tradición, de un lado, y la colaboración y defensa del cristianismo, por otro.118 Mientras que los maestros de idolatría encarcelados en Villa Alta (región zapoteca) a principios del siglo XVII declaran "no haber dejado jamás de idolatrar porque nunca se les había explicado la doctrina", en Tutotepec, Juan Diego declara haber "ejecutado la voluntad de Dios, Señor del Cielo, que se le apareció en la cruz". En los años de 1768 a 1770, son raras las regiones dejadas de lado; la creación de las misiones franciscanas para los indios pames de la Sierra Gorda es el mejor ejemplo. Sin embargo, hay similitudes entre los periodos: a finales del siglo XVII, las comunidades se fragilizan desde el interior, agotadas a menudo por las luchas entre clanes, entre caciques y autoridades municipales, por la apropiación, digamos, del poder por algunos; en las postrimerías del siglo XVIII, en otras latitudes, la fragilidad proviene también de una privación de la expresión en materia religiosa. En ambos casos, la "revolución" es puesta al servicio de la resistencia.
En la Sierra Gorda se inscribe en el contexto de la exclusión de la religiosidad dictada por los curas sucesivos. Si es el fruto de una lenta adaptación al cristianismo, no es menos la expresión de una dicotomía entre dos clanes, aquellos buenos cristianos instalados por los curas a la cabeza de las cofradías y aquellos del grupo "disidente", convencidos de la necesidad de conducir los destinos propios de su fe y de sus creencias, incluso copiando todas sus modalidades, una fe que corresponde a la aspiración más general de desmarcarse de la religión de los vencedores. Es por esta razón que la alianza entre Cristo Viejo y Phelipe González es tan importante a los ojos de las autoridades encargadas de reprimir el movimiento; en efecto, mientras que el Cristo Viejo prepara una revolución cósmica, el gobernador indígena fomenta la rebelión y prepara una alianza con los pueblos circunvecinos.
En la Sierra de Puebla, el levantamiento otomí tuvo como primer objetivo reivindicar a un clérigo indígena para una religión indocristiana. Por lo demás, los mensajes mesiánicos del profeta Juan Diego son cristianos: Dios es concebido como justo y todopoderoso y corrige las injusticias. En cierto modo, la revolución social es querida por Dios que deseaba ver liberados a los indios del dominio de la medianía119 local, criolla o mestiza, de la administración colonial y de un clero codicioso, autoritario e incomprensivo. Muchos indios pensaban que Dios mismo intervendría de manera directa para el éxito de su causa.
Las visiones apocalípticas del profeta otomí estaban parcialmente inspiradas por las tradiciones indígenas antiguas, pero la doctrina principal era cristiana; los presagios de Juan Diego se funden en una fe profunda en Dios, un Dios justo, dueño absoluto del universo. Este Dios Todopoderoso corregiría las injusticias. Las autoridades eclesiásticas y civiles no consideraron el mesianismo de Juan Diego como una revuelta, sino como un "pecado odioso de idolatría"; designaron el Cerro Azul con el nombre de "Cerro de la Idolatría" y describieron los oratorios indígenas como "mezquitas", término que se había aplicado a los templos aztecas a principios del siglo XVI. Por supuesto, los españoles difícilmente podían aceptar la visión del diluvio indígena y los castigos que se abatirían sobre ellos: Juan Diego evocaba en efecto su "exterminio". ¿Se trata realmente de indios idólatras? De hecho, no había ídolos en el sentido estricto de la palabra, en los oratorios, excepto la máscara de jade que podría haber sido considerada como tal.
Conclusión
No cabe duda que esos dos levantamientos tienen características bastante similares: en primer lugar, proceden de los márgenes de la evangelización donde el mensaje cristiano ha enraizado sobre un sustrato mítico extremadamente elaborado, complejizado por las interacciones entre grupos indígenas. Sus principales instigadores, que se benefician de la aprobación de sus comunidades, se oponen a la religión católica tal y como es trasmitida por el clero, ya que el régimen colonial los excluye de los cargos eclesiásticos y de los rituales.
Su éxito descansa en la rapidez de la toma de decisión, en la certeza -a pesar de todo- de actuar en el marco de una praxis justa -donde la rectitud es conferida por el bien de la acción-, en la movilización de los participantes en los rituales y, sobre todo, en la personalidad de los guías espirituales que ofrecen una interpretación tranquilizadora de la divinidad de Cristo. Ya sea que se presente con la apariencia de Cristo Viejo visionario, amalgama de la persona de Cristo (que es Dios) y del Dios Viejo de los otomíes, o de Juan Diego (Cristo-¿9 Viento?), mesías y defensor de los pobres, encarna una inversión que las visiones apocalípticas y las alucinaciones vinculan con el poder mágico de los hombres-dioses, capaces de invertir el mundo tras haberlo vivificado en su dimensión sobrenatural.
¿Cuál fue el alcance del éxito de los hombres-dioses? ¿Acaso sus mensajes encontraron un lugar en las ideologías religiosas locales porque reflejaban las aspiraciones de las masas? En la Sierra Norte de Puebla, uno de los chamanes con los que se reunió Guy Stresser-Péan en la década de 1970 llevaba el nombre de Juan Diego en recuerdo del profeta. ¿Esto es suficiente para que las visiones de Cristo Viejo y Juan Diego reflejen verdaderamente el entorno cultural? En la opinión del etnólogo Jacques Galinier, la "doctrina de los orígenes teñida de evemerismo", defendida por los "vagabundos celestes [...] no ha cavado verdaderamente surcos en las mentalidades".120 Reconozcamos los límites de nuestras fuentes. Añadamos, sin embargo, que las alianzas políticas entre pueblos y entre grupos de una misma cultura (como es el caso de los otomíes de la Sierra de Puebla) o de culturas emparentadas (en el caso de los otomíes y los chichimecas de la Sierra Gorda), sin duda funcionan plenamente. La participación de los gobiernos indígenas es innegable y parece indispensable. Para derribar al adversario, se debe resistir por igual en el ámbito fiscal al negarse a pagar los tributos, decisión que se toma en acuerdo con los gobernadores indios. Así, entre los tumultuosos de Xichú, Phelipe González empuja el levantamiento y prepara una alianza con los pueblos vecinos; dicho de otra manera, es en su dimensión política que la sublevación adquiere amplitud. Esta alianza podría dar lugar a una revuelta más general de lo cual está perfectamente consciente el alcalde mayor de San Luis de la Paz; por demás, adopta una actitud "benevolente" hacia los rebeldes porque teme que una revuelta general atentaría contra la vida de los no indígenas. Esta actitud es una opción totalmente política.
Unos años antes, frente a la rebelión de Canek (1761-1762), los mayas de los pueblos de Cisteil y sus alrededores fueron masacrados literalmente121 y Jacinto Canek, el líder espiritual de la revuelta, descuartizado en vivo por el capitán general quien achacó la responsabilidad de sus crímenes a la indolencia de los españoles (encomenderos y alcalde mayor) quienes habían dejado que los indios celebraran su culto idolátrico. En San Juan Bautista Xichú, sin embargo, el espíritu de relativa conciliación hizo que los indios no constituyeran una amenaza a los ojos de los oficiales del rey; España estaba lejos de imaginarlos como los precursores de una revolución.122 En resumen, la mayoría de los levantamientos que estallaron en diversos puntos geográficos del reino no habían implicado más que a una comunidad; el saqueo y la destrucción fueron raros; los rebeldes atacaban a un juez español, a un sacerdote, a un edificio público. Solamente 14 % de estos levantamientos se acompañaron de asesinatos (18 casos de 128); como el caso de la revuelta contra el trabajo forzado en las minas de Pachuca, ocurrido en Actopan en 1756, un día de mercado en el que ocho españoles fueron muertos o heridos y la destrucción de las propiedades fue considerable.123 Las represiones terminaban con la detención de los líderes, se concedía el perdón general a las masas airadas y se reintroducían los fuertes militares (presidios).124
En tanto que la transformación del mundo no es sino cósmica, que la inundación no produce víctimas, las medidas de represión militar no parecen necesarias. La alianza entre los mesías y los gobernadores indios, sin embargo, amenazó con socavar la monarquía en los márgenes más retirados como lo demuestra la revuelta yucateca de Canek. Los hombres-dioses son capaces de movilizar a las masas para tratar de romper los aspectos más segregacionistas del régimen colonial, aportando una respuesta apropiada en la proyección de una "revolución cósmica". Sus demandas -¿completamente compartidas?- se trasfirieron en fuerzas capaces de acabar el mundo en toda su integridad.