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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.35 no.139 Zamora jun./ago. 2014

 

Sección temática

 

Individuos sospechosos: microhistoria de un eclesiástico criollo y de un cirujano francés en la ciudad de México

 

Suspicious individuals: the microhistory of A CREOLE ecclesiast and a French surgeon in Mexico City

 

Individus suspects: microhistoire d'un ecclésiastique créole et d'un chirurgien français dans la ville de Mexico

 

Gabriel Torres Puga*

 

*El Colegio de México. Correo e: gtorrespuga@hotmail.com

 

Fecha de recepción del artículo: 25 de febrero de 2013
Fecha de aprobación: 17 de junio de 2013
Fecha de recepción de la versión final: 13 de mayo de 2014

 

Resumen

El artículo presenta al lector fragmentos y representaciones de vida de dos sujetos muy disímiles cuyo denominador común fue el haber sido considerados como partícipes de la conspiración revolucionaria de 1794. A partir de los expedientes formados por la Sala del Crimen y el tribunal de la Inquisición, de una autobiografía y de un conjunto de cartas, el autor presenta un análisis microhistórico, acompañado de una reflexión historiográfica sobre las posibilidades y límites en la reconstrucción de trechos biográficos a partir de documentación judicial.

Palabras clave: Microhistoria, Inquisición, conspiración, Nueva España, Revolución francesa.

 

Abstract

This article presents readers with fragments and representations of the lives of two quite dissimilar subjects who shared a common denominator: the fact that both were considered participants in the revolutionary conspiracy of 1794. Based on the dossiers compiled by the Sala del Crimen and the Tribunal of the Inquisition, an autobiography, and a series of letters, the author elaborates a microhistorical analysis accompanied by a historiographic reflection on the possibilities and limits of reconstructing biographical profiles from judicial documentation.

Keywords: microhistory, Inquisition, conspiracy, New Spain, French Revolution.

 

Résumé

L'article présente au lecteur des fragments et des représentations de la vie de deux personnages très différents, dont le dénominateur commun a été d'avoir été considérés comme participants de la conspiration révolutionnaire de 1794. A partir des dossiers instruits par la Salle du Crime et le tribunal de l'Inquisition, d'une autobiographie et d'un ensemble de lettres, l'auteur offre une analyse microhistorique, accompagnée d'une réflexion historiographique sur les possibilités et les limites dans la reconstruction de morceaux biographiques á partir de la documentation judiciaire.

Mots clés: Microhistoire, Inquisition, conspiration, Nouvelle Espagne, Révolution française.

 

En el verano de 1794, durante la guerra entre España y Francia, la ciudad de México se vio presa de miedos y rumores que propiciaron denuncias, indagatorias y arrestos, así como un cuerpo considerable de expedientes judiciales contra presuntos conspiradores y simpatizantes de ideas revolucionarias. La riqueza de este material documental ofrece a los interesados en el periodo varias vetas para su análisis; entre ellas la de explorar, desde un enfoque biográfico, la relación entre el individuo y el delito imputado, como lo intentaré aquí a partir de dos casos concretos. Las características de esta aproximación "microhistórica" requieren una explicación, pero es conveniente dar primero una idea de las circunstancias políticas y del ambiente de desconfianza en el que se formaron estos procesos.1

Si bien, las primeras noticias sobre la Revolución francesa llegaron a Nueva España desde finales de 1789, la Corona y en particular el gobierno del virrey Revillagigedo intentaron mantener una política de silencio y de aparente indiferencia para no excitar la curiosidad del público. En contraste, una vez que estalló la guerra en 1793, la Corona desató una campaña de prensa antirrevolucionaria, que reforzó con instrucciones a las autoridades civiles y eclesiásticas para fomentar la aversión a la Revolución y vigilar la conducta de los pocos franceses que residían en el reino (unos cincuenta en la capital y un poco menos en el resto del virreinato). En ese año, la escuetas y ambiguas noticias que ofrecían las gacetas de México y de Madrid se entremezclaron con sermones que condenaban a una Francia regicida e impía. Desde entonces se agitaron los ánimos en las poblaciones urbanas; comenzaron a correr rumores contra los franceses que residían en ellas, y aumentó el número de delaciones contra quienes simpatizaban o no veían mal algunas ideas y medidas revolucionarias. En el verano de 1794, un pasquín en alabanza a "los franceses", fijado en una esquina del palacio virreinal, profundizó los temores en la ciudad de México. La gente ató recuerdos y concluyó que detrás de la osadía se vislumbraba el peligro.2

Por separado, el alcalde de la ciudad y el alcalde del crimen buscaron al autor del pasquín a partir de dos líneas de sospecha que condujeron a la aprehensión de varios sujetos, la mayoría franceses.

Poco después, un hombre denunció una conversación sobre un plan de insurrección, generando con ello nuevas especulaciones y más denuncias en distintas partes del reino, que llevaron al arresto de más sujetos y a la formación de nuevos expedientes, todos revisados por la sala del crimen de la Real Audiencia.3 Por su parte, la Inquisición de México, que desde 1790 había prohibido la introducción de impresos y manuscritos sobre la Revolución francesa, ordenó la aprehensión de otros individuos (franceses, peninsulares, americanos) cuyos procesos venía formando con antelación.4

Creció tanto la sospecha de que los reos hubieran estado coludidos, que las autoridades llegaron a pensar que, en conjunto, habían desarticulado "una trama y conjuración diabólica, demasiado premeditada, dirigida a sublevar a todo el reino". El virrey Branciforte fue el primero en creer que había salvado al reino de su conflagración. Sin embargo, a medida que avanzaron las indagatorias, la prueba de la gran conjuración se desdibujó y los procesos individuales se complicaron. Tanto la Sala del Crimen como la Inquisición tuvieron gran dificultad para establecer culpabilidades precisas, y fue imposible evacuar con prontitud tantas causas abiertas. Había un exceso de información.5

Durante los interrogatorios se tomaron multitud de declaraciones, copiadas a veces de una causa a otra con la intención de ampliar las pruebas; y los expedientes engrosaron con cartas y papeles decomisados. Poco a poco, la idea de conspiración cedió ante la evidencia de delitos que tenían que ver más con la murmuración y las opiniones críticas. Sin embargo, más allá de lo que los tribunales buscaron con éxito relativo, la documentación que produjeron y preservaron resulta de gran valor. El amplio cuerpo de expedientes, que en su momento dificultó los procesos, ofrece a los historiadores una información extraordinaria acerca de estos sujetos, multifacéticos y diversos, que durante unos meses compartieron la sospecha de ser enemigos del trono y del altar.

 

Oportunidad microhistórica

Los expedientes judiciales son una fuente tan importante como engañosa para los estudios biográficos. De entrada, los tribunales no buscaban reconstruir las vidas de los reos, sino documentar delitos. Ni siquiera los expedientes inquisitoriales, que suelen ser muy ricos por la acumulación de pruebas durante un largo tiempo, escapan de ser producciones limitadas que documentan ciertos aspectos en espacios concretos y en momentos específicos. La reconstrucción de experiencias de vida a partir de procesos judiciales debe ser capaz, por tanto, de superar las limitaciones de los esquemas delictivos y de reflexionar también sobre sus silencios.

Definir a los reos precisamente a partir del delito cometido o imputado sería imponer la mirada del juez o del inquisidor o reducir la vida de los individuos a un solo aspecto que podría ser explicado con parámetros diferentes. Por ello me resisto a establecer un denominador común para los más de cincuenta individuos que fueron arrestados en 1794 bajo la sospecha de haber incurrido en delitos de lesa majestad. No los llamo "subversivos" ni "revolucionarios" para evitar un juicio colectivo sobre casos disímiles en los que la culpa resultó ser una cuestión profundamente subjetiva.6 El perfil social de los implicados tampoco permite una definición general. Entre los detenidos había franceses, peninsulares y criollos, unos ricos y otros pobres (aunque ninguno demasiado); abogados, eclesiásticos, peluqueros, fonderos, comerciantes, estudiantes e incluso funcionarios. Los lazos que unían a estos individuos eran muy diversos. Algunos se conocían entre sí y tenían relaciones de amistad. Otros apenas se habían visto y muchos jamás cruzaron palabras. No constituían, pues, un grupo disidente. El vínculo más fuerte que los unió fue precisamente la sospecha de culpa, impuesta por otros sujetos y por las autoridades mismas, que buscaron primero a los culpables de fijar un pasquín y después a los supuestos partícipes de una conjuración.

Lo anterior, sin embargo, no significa negar cierta "representatividad" de estos individuos en su relación compartida con las posibilidades y límites cambiantes de una sociedad. Desde Ginzburg, muchas investigaciones han explorado la doble condición, irrepetible y representativa, de los casos límite.7 Stuart B. Schwartz, por poner sólo un ejemplo, ha estudiado las expresiones de tolerancia "desde abajo" a partir de reos de la Inquisición, sin forzar las relaciones causales entre ellos y sin considerarlos como parte de una colectividad en resistencia. "No eran, ciertamente —dice Schwartz— mayoría dentro de las sociedades a las que pertenecían, como tampoco había un movimiento clandestino de escépticos de aldea". Sin embargo, el autor es capaz de recuperar expresiones y fragmentos de sus vidas, engarzándolos con un discurso que, sin pretender hacer "la historia de la tolerancia", nos permite, en cambio, entender la presencia de la tolerancia en la historia.8

En el caso de los sospechosos de 1794 no existe un patrón de conducta ni un modelo delictivo. En cambio, es posible estudiar los espacios y mecanismos de opinión, pública y privada (entre los colegiales, por ejemplo) o las posibilidades de vida de algunos emigrantes extranjeros (franceses principalmente). Respecto de estos últimos, las causas muestran una amplia gama de modos de inserción o acomodo en la sociedad, así como la presencia de conductas y formas de hablar que, al resultar anómalas, generaban suspicacia y actitudes de rechazo hasta el extremo de la xenofobia.9 Los franceses se reunían para intercambiar recuerdos de su país y experiencias de viaje; compartían el desarraigo y es probable que formaran lazos de solidaridad grupal. Pero los expedientes revelan también la desigualdad económica que había entre ellos, así como envidias, rivalidades y grados muy distintos de incorporación (o negociación) dentro de la sociedad "española" en América. Por otro lado, la presencia de casas fundadas o administradas por franceses e italianos estaba alterando el espacio público desde hacía más de diez años. Algunos ofrecían sus tabernas y cafés como lugares propicios para discutir gacetas y opinar sobre los asuntos políticos; otros eran portadores de información fresca sobre los asuntos políticos más allá de los Pirineos. Esa característica (que tampoco podemos suponer general para todos los franceses) provocó que su relación con los "españoles" (criollos o peninsulares) fuera también variada, pues iba desde los lazos de amistad o complicidad hasta la desconfianza absoluta. La aproximación microhistórica a estos casos no parece conducir a una explicación simple y, por ello, resulta oportuno recordar con Giovanni Levi que, "a diferencia de la insistencia del funcionalismo en la coherencia social", la microhistoria se concentra "en las contradicciones de los sistemas normativos y, por lo tanto, en la fragmentación, contradicciones y pluralidad de puntos de vista que hacen a todos los sistemas fluidos y abiertos".10 Cabe asumir, pues, el lema de Jacques Revel: "¿Por qué hacer que las cosas sean simples si podemos complicarlas?"11

En los dos casos que he seleccionado para este trabajo —el del joven teólogo Juan Antonio Montenegro y el del cirujano francés Juan Durrey— la complejidad de los procesos aumenta con el material adicional que se incorporó a los expedientes. Los papeles decomisados a ambos sujetos resultaron desconcertantes para quienes buscaban pruebas de un delito atroz; pero parte de ellos ha sobrevivido en los archivos y nos permite hoy atisbar un poco de su vida cotidiana o, mejor dicho, de la excepcionalidad de un par de vidas "normales". Unas cartas (en el caso del primero) y un diario privado (en el caso del segundo) permiten disociar al individuo del delincuente y "rescatar" respectivamente al estudiante universitario y al emigrante, peluquero y cirujano. Este aspecto, que en sí mismo puede ser de interés para el historiador, lo es más cuando se considera el peso que tuvo esta disociación dentro de las propias causas. Dado que el cuerpo del delito se constituía primordialmente de palabras o expresiones, los casos llevaron al choque de representaciones contradictorias: la del delincuente completo, construido a partir del cúmulo de denuncias y la de la persona común y corriente, deducida de sus propios escritos, de sus alegatos de defensa y de las opiniones vertidas por numerosos testigos durante el proceso. Los jueces se enfrentaron, pues, al problema de hacer coincidir la persona con el delincuente.

 

Un eclesiástico criollo: Juan Antonio Montenegro

El caso de este joven clérigo —apresado cuando era vicerrector de un colegio en Guadalajara, un año después de haber conseguido la borla de doctor en teología— tiene la peculiaridad de contener mucha información sobre el delito que se le adjudicaba y al mismo tiempo sobre la vida del denunciado. Lo primero, porque las indagatorias fueron exhaustivas (los inquisidores creyeron inicialmente que Montenegro tenía relación con la conspiración que indagaba la Sala del Crimen). Lo segundo, por la presencia de medio centenar de cartas decomisadas —escritas o recibidas por el reo cuando era colegial en Guadalajara y después en la ciudad de México—.12

Juan Antonio Montenegro provenía de una familia próspera de la villa de Sayula en Nueva Galicia. Su padre, que era comerciante, tenía esperanzas en la carrera eclesiástica de ese hijo, el primero o el segundo de cinco, nacido en 1768. Con una beca, el muchacho cursó sus estudios en el seminario de San José en Guadalajara; optó por la teología y se graduó de bachiller. En 1790 fue ordenado como subdiácono y un año más tarde prosiguió sus estudios en México, en el colegio de San Ildefonso, gracias al padrinazgo de un miembro del Consulado. La correspondencia da idea de una niñez feliz que concluyó abruptamente cuando el joven se alejó del seno familiar a los 13 años. Las cartas de los familiares tienen rasgos de cariño y añoranza; sobre todo un par que se relaciona con la muerte de su madre: "Mi muy estimado hermanito [...] pídele a Dios que nos dé el consuelo y conformidad en su voluntá divina, pues en tan grande pena sólo su Divina Majestad nos consuela".13 Por su parte, las cartas de su padre revelan a un hombre culto y afectuoso, empeñado en convertir a su hijo en un eclesiástico de renombre. No obstante, una de ellas, recibida por Montenegro en 1793, cuando ya había obtenido el grado de licenciado y estaba por terminar su estancia en la ciudad de México, provocó un disgusto entre ellos. Según la carta de una pariente, el padre le había reclamado los gastos que hacía en él, y Montenegro se ofendió al sentirse tratado como una inversión que debía producir réditos.14

Por su parte, los borradores de Montenegro y las cartas de otros estudiantes dan pistas sobre lo que fue su vida de colegial: menciones a cursos y a libros, a los logros y los tropiezos académicos y a las expectativas que unos y otros generaban. Cuando Montenegro tenía 18 años un compañero suyo le escribió para felicitarlo por sus adelantamientos en el colegio y en particular por su "primoroso examen de jure", aunque lamentaba que hubiera optado por estudiar teología y filosofía escolástica, en vez de cánones, siendo que esta última era "buena facultad para todo, como es robar, enamorar y ser estimado de todas, que es alguna cosa".15 Precisamente la correspondencia también permite saber algo sobre las continuas "escapadas" del colegio y de los amores furtivos. De los propios, pues existe un borrador de una carta amorosa —en que protestaba dejar el colegio y vaticinaba su muerte si la señorita en cuestión lo despreciaba— y también de los ajenos. Uno de sus amigos le relata, en verso, las infecciones que le han provocado sus aventuras con una dama; 16 mientras que otro da un giro repentino en su discurso para hablar de mujeres y terminar hablando de prostitutas ("entre las peladitas, me han asegurado, y aun entre algunos decentes, el que hay algunas putitas razonables, pero estoy instruido el que todas son de frailes, a cuyas expensas subsisten"). Esta última carta ofrece, además, una mirada crítica sobre Guadalajara. Con humor, el amigo recomienda a Montenegro quedarse en México. ¿Para qué regresar a una ciudad pobre y sin atractivos, a no ser el juego de apuestas; con exceso de toros y polvo, dominada por un presidente (de la Audiencia) dedicado a "pasearse y divertirse". Le habían dicho que no reconocería a Guadalajara de tanto lujo; pero todo era falso, como "falsísimo" el que se hubieran empedrado las calles.17 Al invadir la privacidad por encima de los hombros de los inquisidores, el historiador se enfrenta con episodios que debían haber sido sepultados en el secreto de una amistad o de un confesionario; pero al mismo tiempo, el reo cobra una dimensión más humana.18

A mediados de 1793, Montenegro había recibido ya el grado de licenciado; pero decidió permanecer en México un par de meses antes de volver a Guadalajara. En compañía de otros tres jóvenes (Manuel Velasco, Luis Sagazola y Manuel Gorriño), también egresados de San Ildefonso, alquilaron una casa desde la cual pudieron acercarse a los placeres y a los riesgos de la vida mundana de la gran capital. Fue también una oportunidad para hablar de política y satisfacer la curiosidad con las noticias que llegaban de Europa, este último aspecto ocasionaría la desgracia de Montenegro.19 Durante ese par de meses, él se acercó demasiado a gente que discutía el contenido de las gacetas y compartía noticias frescas sobre la guerra y la revolución de Francia; si bien, lo mismo hicieron casi todos sus compañeros, tanto los que fueron citados como los que lo acusaron. Fue justamente uno de ellos quien lo denunció a mediados de 1793.

Manuel Velasco acusó a Montenegro de haberle dicho que estaba al tanto (porque otro excolegial llamado José María Contreras se lo había contado) de una conjuración contra el gobierno que pretendía establecer una república. No sólo eso: Montenegro había criticado a los reyes de España (decía que veían a la América como su granero y no buscaban su bien), con un tono que lo hacía sospechoso de aprobar la conjura y de desear que se estableciera en México una república con un congreso.20 Además, había dicho que la religión era un sistema político de que se valían los reyes para sujetar a los pueblos y que la salvación era posible en cualquier religión. En consecuencia, el comisario de la Inquisición realizó un par de interrogatorios a los excompañeros de Montenegro, sin que éstos arrojaran pruebas más que de su vida alegre y de su imprudencia al opinar. Gorriño, por ejemplo, aseveró que, si bien en un principio había creído que Montenegro leía y defendía a Rousseau, a Voltaire y a otros escritores "del siglo", terminó convencido de que hablaba sin convicción; de que era un "fanático de los que quieren señalarse por la novedad de la doctrina".21 Así, el caso quedó en suspenso durante un año hasta que, en el verano de 1794, las indagatorias del pasquín y el miedo a la supuesta conjura que investigaba la Real Sala del Crimen hicieron verosímil lo que hasta entonces había parecido un mero rumor. En consecuencia, los inquisidores ordenaron su arresto inmediato.22

Unos días antes, Luis Sagazola, otro de los compañeros de Montenegro, le envió una carta con las últimas novedades de la capital: "Con motivo de unos pasquines que pusieron provocando a la libertad e imitar la Francia, hay muy buenos enredos. Han pillado a algunos franceses, criollos y aun clérigos. Ha caído Covarrubias, alias Portatui, amigo de Gorriño, Morelli, Durrey, Buzon y otros".23 Es difícil decidir cuál era la intención de esta carta: ¿Trataba de prevenirlo? ¿Quería tenderle una trampa? Ese mismo Sagazola, que escribía con aparente indiferencia, mostró una actitud distinta un mes después, cuando denunció a otro excolegial, Andrés Sánchez de Tagle, procedente de una renombrada familia mexicana, acusándolo de haberlo escuchado defender el regicidio con argumentos teológicos.24 En cualquier caso, Montenegro debió recibir la carta muy poco antes de que el deán de Guadalajara lo arrestara, en nombre del Santo Oficio.

Los inquisidores mandaron hacer nuevos interrogatorios y enviaron la sumaria de delitos por calificar, casi al momento en que Montenegro ingresó a las cárceles del tribunal. Para los frailes calificadores, que sólo juzgaban los "dichos y hechos", el acusado no tenía nombre. Era, según lo que informaban los inquisidores, un "eclesiástico, doctor en sagrada teología", "libre, lujurioso y algo dado a la bebida", aunque había proferido sus dichos en su entero juicio. Como era habitual, los calificadores analizaron cada una de las "proposiciones" del sujeto; pero el indicio de que el acusado había apoyado una conjuración les bastó para pintarlo de cuerpo entero:

Calificar de acción gloriosa una horrible rebelión al Soberano, una destrucción de la patria con la pérdida casi consiguiente de la católica religión, innumerables muertes, robos, estupros, incendios y total ruina de la Iglesia y el Estado, sólo puede verificarse en un furioso Convencionista de la infeliz Francia, por lo que reputamos al reo por coligado con esa horrorosa gavilla de bestias feroces...25

Sobre esta calificación se basó el fiscal para hacer su acusación, a la que tuvo que responder el reo durante el año de 1795, al tiempo que el comisario de corte realizaba las indagatorias faltantes y los inquisidores intentaban completar todas las causas contra franceses y españoles que tenían en curso.26

 

¿Conspirador revolucionario o joven libertino y hablador?

La defensa de Montenegro y los indicios recogidos durante el proceso aminoraron la culpa y modificaron el perfil del monstruo dibujado por el fiscal. El alegato del abogado, la confesión del reo, los testimonios de sus compañeros y probablemente las cartas mismas desdibujaron la imagen de un "furioso convencionista" envuelto en una conjuración. El abismo entre la primera calificación y la que se emitió al final del proceso tuvo mucho que ver con la disminución del miedo que habían propiciado los arrestos de 1794. Así, el "hereje formal, indiferentista, tolerante, imbuido en las pestilentes máximas de la furiosa Convención francesa, sedicioso, sublevador y enemigo de las supremas potestades, especialmente de su natural Señor" pasó a ser un joven imprudente. Los calificadores consideraron que cuando el reo había proferido lo dicho "era menor de edad, aunque próximo a los veinte y cinco, en que es tan natural la debilidad del juicio y falta de reflexión, que aunque no eximen, minoran mucho la calidad de sus excesos" y, por tanto, lo consideraron "levemente sospechoso de herejía, principalmente en los puntos relativos a la institución y obediencia a los Reyes".27 Lamentablemente para un hombre que, como él, buscaba labrar su fama en la carrera eclesiástica, partes ocultas de su vida habían quedado al descubierto y ésta quedaría marcada con el sello de la desconfianza.28

La conducta de Montenegro no había sido muy distinta a la de sus compañeros citados en el proceso. Las cartas sugieren cierta indisciplina compartida y un gusto por las novedades políticas. Sagazola y Gorriño habían estado presentes en la mayoría de las conversaciones y, sin embargo, a diferencia de Montenegro, lograron mantenerse a salvo de las suspicacias inquisitoriales. El comisario de la Inquisición pensaba que el primero era un sujeto de "poco seso", mientras que el segundo le parecía un hombre sensato, fiel a la Corona y el más recatado de sus compañeros.29 La mención es notable, pues de ese grupo de estudiantes, Gorriño era el más cercano a Jerónimo Covarrubias, probablemente el principal divulgador de información en 1793. No obstante, los testigos siempre fueron unánimes en la conducta ejemplar del estudiante, pues siempre defendía la monarquía e impugnaba cualquier insinuación favorable a los cambios introducidos en Francia. Según Sagazola, Montenegro muchas veces soltaba a Gorriño una serie de proposiciones con el único afán de ver qué cara ponía y cómo salía del aprieto, burlándose de su excesiva escrupulosidad.30 Así, tal parece que esos escrúpulos salvaron a Gorriño y la falta de ellos precipitó a Montenegro. Al preparar su defensa, y seguramente asesorado ya por el abogado de la Inquisición, este último reconoció que solía hablar mucho "y siempre sin la más mínima reflexión":

Esto proviene de mi carácter naturalmente sencillo y franco; de mi educación, siempre entre colegiales [...]: de mi genio vivo y de mi lengua veloz; de haber sido tocado del prurito de no parecer escrupuloso en materia alguna; de mi corta edad y ninguna experiencia ni trato del mundo, y últimamente de no haber llevado un golpe de esta naturaleza, que me hiciese conocer cuánto importa al hombre portarse con reflexión y cautela en sus obras y palabras.31

Regañado y humillado, el doctor Montenegro fue condenado a destierro de la ciudad de México y a dos años de reclusión en el colegio de Santa Cruz de Querétaro, con la obligación de hacer ejercicios espirituales durante los primeros cuarenta días de su reclusión. Sin embargo, su verdadero castigo fue el de vivir con miedo, obligado a moderar su lengua y a desconfiar de la gente que lo rodeaba. Hasta cierto punto, esa lección tuvo que ser aprendida también por todos los que, en mayor o menor grado, habían sido afectados por las indagatorias. El joven abogado José María Contreras, por ejemplo, había negado hablar de política y conjuras cuando fue llamado por primera vez a declarar a la Inquisición; pero cinco días de prisión le bastaron para cambiar su estrategia y confesar las conversaciones políticas que había sostenido con distintos individuos a partir de interpretaciones libres de textos de doctrina cristiana, de manuales políticos e incluso de impugnaciones contra filósofos franceses. Con Andrés Sánchez de Tagle sucedió algo parecido. Declaró verbalmente y por escrito dentro del proceso de Montenegro, señalando a Covarrubias como el principal difusor de noticias extranjeras y, al mismo tiempo, criticando a los falsos amigos y delatores que se atrevían a denunciar sobre indicios precarios.32 La Inquisición debió arrestarlo durante unos días, pero no lo convirtió en reo, a pesar de que tenía un expediente abierto contra él, seguramente porque era miembro de una familia distinguida e incluso cercana al tribunal.33 El caso de Montenegro debió ser un modelo negativo para advertencia y edificación de los colegiales. Así lo debieron entender los rectores de los colegios que fueron invitados al auto particular de fe en el que el reo abjuró las sospechas de herejía.

Montenegro logró retomar su carrera eclesiástica después del arresto inquisitorial, sin alcanzar ya los méritos a los que habían aspirado él y su padre. La mayoría de los colegiales mencionados en el proceso también retomaron sus carreras, a diferencia de Sánchez de Tagle, que muy pronto comenzó a dar señales de locura.34 De manera notable, el escrupuloso Gorriño consolidó su carrera teológica; fue profesor e incluso rector del colegio de San Ildefonso y uno de los predicadores principales de México. Años más tarde escribiría encendidos sermones contra los males que ocasionaba la falsa filosofía:

Los nombres infernales de un Voltaire, de un Rousseau, de un Helves[io], de un Montaña: los de los Espinosas, Bayles, Diderots, Alamberts y otros, son los monumentos detestables de esa Filosofía de la carne y de la maldad que ha corrompido las costumbres, que ha decapitado los Reyes, que ha desafiado á el Cielo, y que ha querido burlarse del mismo Dios, de su ley, de su doctrina, de sus misterios.35

Los estudiantes involucrados en el caso Montenegro no fueron los únicos bajo la mira inquisitorial. En 1795, el mismo comisario de Inquisición realizó una indagatoria exhaustiva en el colegio Seminario. También ahí, la Inquisición centró su atención en un par de colegiales con fama de osados o imprudentes: Pastor Morales y Bartolomé Escaurriaza. El estudio de estos y otros acusados podría llevarnos a reconstruir episodios de vida en contextos diferentes, pero similares por haber sido momentáneamente reos de fe o de Estado. Sujetos con éxitos relativos convertidos en sospechosos, como Montenegro, por culpa de una imprudencia o de una conducta que hasta entonces no les había parecido ilícita. Tales parecen ser los casos de Nicolás Quilty Valois, subdelegado en Tehuacán de las Granadas, de Francisco Rojas y Rocha, teniente de capitán de Teposcolula, del franciscano Juan Francisco Ramírez de Arellano o de Manuel Enderica, un hacendado bastante rico en los alrededores sureños de la ciudad de México. Avanzar pues, en el rescate de estas vidas de sujetos que repentinamente se volvieron sospechosos, puede ayudar a "humanizar" a quienes fueron temidos y perseguidos por sus expresiones más o menos vinculadas con la revolución francesa, y a relacionarlos con otros hombres y mujeres (pues muchas de ellas fueron citadas como testigos) con quienes intercambiaban información y opiniones.

 

Un cirujano francés: Jean Durrey

"Humanizar" parece ser el verbo adecuado para estudiar a un francés residente en México, identificado desde el comienzo de la guerra como un representante natural de los "monstruos", "fieras" o "bestias feroces" que tenían aterrorizada a la Europa. Los procesos contra franceses (criminales o inquisitoriales) contienen poca información sobre la vida de éstos antes de cruzar el Atlántico. Por lo general, se refieren a la experiencia novohispana de individuos poco interesados en reivindicar su pasado. En este sentido, el expediente de Juan (Jean) Durrey tiene la excepcionalidad de haber sido examinado junto con un "diario" óen realidad un relato de su vidaó que tradujo él mismo ante la presión del juez y bajo la supervisión de un "perito" en el idioma.36 Como todo escrito autobiográfico, el autor debió tejer elementos verdaderos y ficticios dentro de un relato verosímil y al mismo tiempo excluyente. La ingenuidad con la que relata sus primeros años y la coincidencia de la relación con ciertos documentos hacen suponer que el "diario" tenía bases verídicas; pero la coherencia de la narración y su tono épico resultan inquietantes.37 La historia de vida de Durrey es más articulada, pero probablemente más engañosa que las cartas de Montenegro.

De acuerdo con esta relación, que resumo a continuación, Durrey nació en 1751 en el lugar de La Graulet, obispado de Auch, y fue bautizado en Cazanove. Como era "el más pobre de aquel partido", trabajó desde niño como pastor de carneros y puercos; fue también labrador, vendió tabaco a la puerta de las iglesias y acompañó a un vendedor de agujas. A los trece años ganaba el jornal de un hombre de veinticinco; y con el consentimiento de sus padres, se fue a vivir con un maestro cirujano "sin saber otra cosa que afeitar y sangrar". En Moncrabeau y Nérac vivió en las casas de sendos cirujanos, ya en calidad de "oficial", enseñándose, él solo, a leer y escribir.38 En Burdeos no halló cirujano que lo recibiera, pero consiguió entrar como oficial de un maestro peluquero. Tiempo después marchó a París; consiguió trabajo en una peluquería y asistía en las tardes a las "lecciones públicas" de cirugía. Durante dos años vivió robando horas al sueño, hasta que decidió mudarse a un cuarto propio y peinar ahí a unos clientes o "marchantes" que le tenían aprecio. La acción fue riesgosa, pues estaba prohibido ejercer el oficio sin casa autorizada. Para "no ser conocido como peluquero", se vestía de la manera más decente posible, y acudía a las curaciones en el Hotel Dieu, a las prácticas de cirugía en el colegio de Saint Come y al Jardín del Rey, donde atendía "las lecciones de farmacia" y aprendía "las yerbas simples y [a] hacer la composición". Al cabo de otro par de años se inscribió en el colegio para ser juzgado "e hizo todas las operaciones de cirugía delante de dos profesores, consiguiendo así las certificaciones en St Come y en el Hotel Dieu, de conocimiento y de práctica".39 En este punto, un singular indicio corrobora este primer logro del joven cirujano y parece dar cierta Habilidad a ese "diario" que hasta ahora ha fungido como fuente única para reconstruir esta historia de juventud. El Mercure de France de julio de 1775 da cuenta de una serie de medallas concedidas a los estudiantes destacados en "los ejercicios e instrucciones de la Escuela Práctica [de Cirugía], establecimiento útil y patriótico".

El último de los premiados con medalla de plata era un tal "Jean Durrey, de Lagrolet de Vance, Diócese de Auch".40

Volvamos al "diario" y también a sus silencios. Sin dar razón de por qué abandonó París, el relato prosigue con el regreso al pueblo natal, aunque sólo como vía para marchar a una España que, por razones que no se especifican, ofrecía mayores esperanzas. Como un Ulises en Ítaca, se presentó ante su familia en la guisa de un forastero, y pasó así unos días hasta ser reconocido por el menor de sus hermanos. "Jugué la comedia sin ser comediante", escribió al relatar la farsa. El hijo pródigo, nacido en la miseria, volvía con su profesión certificada y con dinero en el bolsillo; pero sólo para despedirse, y conseguir la licencia del señor de la Graulet para conducirse a la frontera. A los 24 años, en septiembre de 1775, Durrey emprendió la marcha, cargando su maleta en la espalda. Una vez en Bayona, presentó sus papeles y pasó la noche del lado español. "Allí es donde empezaron mis trabajos", anotó para enfatizar el inicio de un nuevo capítulo de aventuras.

Sin conocimiento alguno, emprendió un accidentado camino a la capital. Vestía bien y llevaba dinero; pero no hablaba español. Tomó por error el camino a Tolosa y ahí lo embaucó un zapatero. Llegó a Madrid gracias a un viandante vizcaíno que se cobró la ayuda robándole su reloj. De ahí marchó a Cádiz por el camino de Córdoba y Écija, con nuevos tropiezos y aventuras de las que salió avante, afeitando a unos y sacando las muelas a otros. En Cádiz las cosas tampoco fueron bien. Durrey intentó entrar al Hospital, pero se intimidó ante el rechazo inicial del cirujano Lacombe.41 Frustrado, aceptó mudarse a casa de un peluquero italiano que presentaba sus servicios a la ópera. Durante varias semanas, peinó a todos los comediantes sin recibir el salario prometido. Viéndose engañado, lo contó a un capitán de navío, quien le ayudó a recuperar su dinero y lo convenció de probar suerte en las Indias. Trató de embarcarse; pero los oficiales lo bajaron a tierra por no tener permiso para pasar a América. De noche, en una falúa conducida por el yerno del capitán, Durrey dio alcance al navío; ahí fue acomodado con el cargamento y permaneció un día escondido bajo fardos. Los tres meses siguientes los pasó afeitando a la tripulación y comiendo galletas duras; si bien reconoce que en "las tardes las ponían a remojar en un poco de vinagre y aceite que llamaban gazpacho; estaba muy bueno y muy sano". De España, sólo conservaba buenos recuerdos de Cádiz; "todo lo demás son montañas y todo está lleno de cruces. Son incontables. Dios me libre de volver a ese país. Las cruces son señales de los hombres que han matado. Yo creo que hay tantos ladrones como hombres".

Las cosas mejoraron con su llegada a Nueva España, aunque todavía el "diario" muestra contratiempos. En Veracruz y Puebla trabajó como peluquero hasta que un paisano lo convenció de examinarse. Pasó con él a la ciudad de México y después se mudó con un sastre, recién viudo y también francés.42 Confiado en sus papeles, se apersonó en el tribunal del Protomedicato, máxima autoridad en el campo de la medicina; pero como no tenía ninguna licencia, su caso pasó a la Audiencia, y ésta decidió su expulsión inmediata, que se ordenó por un decreto del virrey. A partir de aquí, algunos documentos oficiales corroboran el relato. Efectivamente, hay constancia de que el 18 de febrero de 1777 Bucareli declaró que no había lugar a la solicitud de Durrey y ordenó su salida inmediata del reino. Sin embargo, el 19 de septiembre del mismo año la Audiencia analizó su apelación a la negativa virreinal, añadiendo varios documentos "entre ellos la certificación parroquial de haber contraído matrimonio en la catedral con doña Josefa Montes de Oca" y ser cristiano católico romano.43 Esta vez, el "diario" esclarece lo acontecido. "Determiné casarme, sin decir nada a nadie; pensando que una vez casado no me impedirían de estar en este país", escribió antes de relatar su lance para conquistar a una "señorita muy bonita" queconoció en casa de un panadero. La mujer era huérfana y vivía con una tía de edad muy avanzada. Ambas lo recibieron en su casa y escucharon conmovidas el relato de su vida (¿el mismo que hemos resumido?). Unos días después, Durrey se las ingenió para encontrarse a solas con la "niña" y pedirle matrimonio. Resulta imposible saber si el francés empleó algún arte de conquista; pero su éxito tan rápido sugiere, más bien, que hubo un arreglo racional entre ambos. "Míreme vm. el hombre más contento de [los] hombres", escribió. En unos cuantos meses había conseguido una buena esposa, la licencia del virrey y la aprobación del tribunal médico.44

A pesar de lo anterior, no todo fue felicidad. El Protomedicato no lo veía con buenos ojos y en 1779 lo reprendió por vender unas medicinas para enfermos de viruela.45 Peor aún, su primogénito y una hija murieron antes de cumplir un año, y poco antes de que falleciera esta última murió la mujer después de meses de un dolor de costado.46 Durrey terminó su "diario" precisamente en 1781, acaso en un momento de soledad e introspección, motivado por la tragedia. La muerte de la esposa cerraba una primera etapa, de dificultades, pero también de logros. En su causa afirmaría que había escrito esas memorias para recordar su origen humilde y no "dar entrada a la soberbia". La aserción podía ser cierta. Varias referencias sugieren que la situación económica de Durrey mejoró por esos años. Las razones de ello podían deberse a sus ahorros y a su esfuerzo.47 Pero es probable que su enriquecimiento tuviera que ver más con su casamiento; es decir, que la esposa, Josefa Montes de Oca y Loyola proviniese de una familia adinerada.48 Indicio de ello puede ser el que en 1783 el "maestro cirujano don Juan Durrey" demandó a un minero del real de Xichú, Domingo Busturia, exigiéndole una deuda que éste había contraído con el difunto padre de su difunta esposa. En ese escueto pleito, que terminó con la orden de la Audiencia para que el minero pagase los 510 pesos que debía, el abogado del francés fue Agustín Pomposo Fernández de Salvador, quien lo conocía desde hacía unos años.49

En la década de 1780, Durrey aparece mencionado como "cirujano mayor del regimiento de Guadalajara", aunque residía en México. Ofrecía sus servicios de manera privada, usaba el "don" en todos sus tratos y tenía fama de ser un hombre distinguido, piadoso y amable. El hacendado y exmiliciano José Joaquín Ximénez Vargas Machuca, que sería uno de sus principales acusadores en 1794, diría haber conocido a Durrey cuando éste era cirujano de un coronel "que comprendía la tierra de Zapotlán". En 1786, Ximénez fue a buscarlo a México en compañía de un amigo que quería quitarse una verruga. Durrey se mostró afectuoso, y Ximénez pensó que era devoto, pues, llamaron su atención dos pinturas en la sala: un Calvario "de bastante primor de pintura en lienzo" y una pintura de la Virgen de Guadalupe.50 Un año después Durrey contrajo segundas nupcias en la parroquia de San Miguel con una mujer llamada Mariana Enríquez, mayor que él y al parecer de condición humilde.51

En octubre de 1790, la Inquisición tuvo la primera noticia del cirujano mientras indagaba el origen de un ejemplar de El siglo de Luis Quince, de Voltaire. El inquisidor Bergosa interrogó a un sujeto llamado Juan María Roché, conocido como "el Jorobado", francés, aunque decía haber nacido en el sitio de San Ildefonso. Tenía una tienda de mantequillas y era soltero. Roché confesó que el libro era de Durrey, un cirujano francés, "huero, bien apersonado y como de [trein]ta años" que vivía en la calle de Tacuba, junto a la panadería. Los inquisidores preguntaron si Durrey tenía otros libros prohibidos, pero Roché dijo ignorarlo. Quizá mentía para encubrirlo o quizá mentía al acusarlo, pues Durrey había dejado el reino unos meses antes y no había manera de hacerlo declarar. La Inquisición dejó el caso pendiente y curiosamente no prestó mayor atención al Jorobado, quien ya muerto, sería mencionado una y otra vez por varios de sus paisanos como el francés que con mayor vehemencia defendía la revolución.52

 

Viaje a la revolución francesa

En efecto, Durrey abandonó la Nueva España en la primavera de 1790, poco después de que comenzaran a llegar noticias sobre la revolución de Francia. Para entonces algunos periódicos autorizados advertían a sus lectores sobre los peligros de una libertad "mal entendida", mientras la Inquisición publicaba un edicto censurando cientos de obras revolucionarias.53 En contraste, algunos franceses recibieron información sobre la conformación y el desarrollo de los Estados Generales, sobre la formación de la Asamblea y sobre las libertades y derechos conseguidos entre julio y agosto de 1789.54 Cabe preguntarse, pues, si Durrey decidió viajar animado por la curiosidad del panorama optimista que tal vez le pintaban sus familiares y paisanos, o si lo hizo porque la vida comenzaba a ser más difícil para un francés en los dominios españoles. Sea lo que fuere, en abril de 1790, Durrey se embarcó con su mujer y con todo su dinero —¡unos diez mil pesos!— decidido, según decía esta última, a "quedarse en el reino y estarse con sus hermanos".55

Al llegar a Cádiz, Durrey se presentó a las autoridades como un caballero que solicitaba licencia para ir a Madrid con su mujer. Ya en la capital, consiguió que el encargado de negocios de la marina y del comercio de Francia intercediera por ellos para permitir su marcha hacia Francia por Bayona.56 Así lograron salir, con licencias, y llegar en unos cuantos días a la Graulet, donde permanecieron, según su declaración y la de su esposa. Los cambios en el sistema señorial y la euforia revolucionaria debieron maravillarlo. Según algunos testimonios, se colocó la escarapela tricolor y en varias conversaciones, celebró el fin de los privilegios señoriales y de los impuestos. Uno de los franceses presos, al rendir su declaración, recordó que Durrey le había contado "que se había divertido grandemente en la caza, que antes de dicha revolución estaba prohibida, y que su patria estaba muy buena".57 Otros declarantes lo acusaron de haber defendido la venta de propiedades del clero. ¿Se habría beneficiado de ello? En el proceso confesó que había repartido 2 mil pesos a cada uno de sus hermanos e invertido 4 mil en la compra de una "hacienda". No obstante, algo no le gustó. Durrey decidió regresar, según decía, porque su esposa no había soportado el invierno; pero quizá también porque "su país estaba muy revuelto", como lo confesó a su amigo Fernández de Salvador.

El matrimonio volvió (esta vez ilegalmente) a España después de radicar medio año en Francia. De regreso en Madrid, el "cirujano del regimiento provincial de infantería de Guadalajara" solicitó licencia para embarcarse de cuenta propia, para lo cual vendió lo último que le quedaba de su plata labrada. El 13 de abril se le concedió el permiso de embarque en la fragata Dolores.58 Así, en el verano de 1791, casi al mismo tiempo en que Montenegro comenzó sus cursos en el colegio de San Ildefonso, el matrimonio Durrey estaba de vuelta en México. Se hospedaron un tiempo en la posada de los Cinco Señores, en la calle de la Pila Seca (a un lado de Santo Domingo) donde el cirujano dejó fama de ser "un santo", y después se mudaron a una casa que estaba en contraesquina —tal vez alquilarían un piso—. Así, en octubre de 1791, Durrey fue incluido en la lista de extranjeros realizada por Emeterio Cacho, quien lo consignó como un "francés, de oficio cirujano de las milicias de Guadalajara, no tiene licencia".59 Ese día, en el que convocaron a todos los extranjeros a Palacio, la esposa de Durrey se puso tan nerviosa, que se apresuró a deshacer un libro que trataba de la Asamblea.60

En mayo de 1792 y enero de 1793, Durrey recibió cartas de sus hermanos, a pesar del supuesto control que se ejercía sobre la correspondencia de Francia. Tal vez entonces habló con distintas personas sobre el proceso y la ejecución de Luis XVI y sobre los cambios políticos de Francia. Uno de sus interlocutores era Juan Ramírez de Arellano, un franciscano que conoció en el viaje a España y que volvió con ideas favorables a la Revolución.61 A mediados de 1793 se publicó la declaración de guerra entre Francia y España. Algunos españoles se enfrascaron en discusiones y controversias con los franceses; mientras que otros buscaron otras fuentes de información para entender el curso de los acontecimientos políticos, como aquellos con los que se juntó Montenegro. Paradójicamente, en un tiempo en que los franceses se hacían cada vez más sospechosos, Durrey conservó su buena fama, aunque no entre sus paisanos. Precisamente en 1793 una mujer presentó una denuncia en la Inquisición contra el peluquero Juan Abadía, dueño de un billar en el Coliseo, a quien acusaba, entre otras cosas, de criticar al cirujano Durrey, quien "por su virtud y loable conducta era amable con las gentes". Según la denunciante, Abadía había dicho que el cirujano era la "afrenta de los franceses", y cuando ella le replicó por qué hablaba mal "de un hombre tan buen cristiano", él le respondió que "porque se había casado con una criada y por hipócrita".62 Vale la pena reparar en este último adjetivo, que volvería a aparecer en los procesos del año siguiente.

 

¿Un hombre bueno o un hipócrita?

Durante sus investigaciones sobre el pasquín fijado en Palacio, el alcalde del crimen recibió información sobre Durrey en septiembre de 1794. Una viuda respetable lo acusó de haberle dicho que los sansculottes vendrían a México y uno se casaría con ella. Le parecía que la broma encerraba deseo maligno; aunque reconocía que Durrey había criticado a los "herejes" o "pícaros perros" que habían abandonado su religión y dado muerte a su rey.63 Un muchacho hospedado en el mesón frente a casa de Durrey declaró que había visto a tres franceses frecuentar la morada del cirujano y que no tenía buen concepto de éste por lo que había oído a un dominico. Para él, Durrey era un "solemne hipócrita, que a las doce del día al dar la campanada de la oración lo ve en un movimiento religioso, persignándose, dándose en los pechos y rezando en un tono modesto, pero ridículo".64 Otro sujeto declaró, también de oídas, que Durrey había defendido a su nación con palabras "muy denigrantes a la Corona y al gobierno", mismas que habían provocado que un buen español lo golpeara con una silla.65

Para aclarar la situación, el juez hizo comparecer al doctor Fernández de Salvador, quien, como se recordará, mantenía buena amistad con Durrey. Interrogado, el reconocido abogado dijo conocer al francés "casi desde que llegó a este reino". Señaló que se había ido a Francia "en el tiempo que llegaron las primeras noticias de la revolución" y que había decidido volver por lo "revuelto" de su país y por el clima, que afectaba a su esposa. También declaró que había corregido a Durrey al hablar de política. El cirujano aprobaba los límites a la autoridad de Luis XVI porque creía que éste los había consentido; a lo que él, Fernández, le replicaba que el rey había aceptado "con violencia" y que los franceses sí atentaban contra la Iglesia y contra la religión, demostrándoselo con las gacetas de España y otras noticias frescas. Finalmente, el abogado señaló que Durrey había lamentado la muerte del rey de Francia, a pesar de que lo consideraba un ebrio. A pesar de ello, Fernández de Salvador estaba persuadido de que los errores del cirujano procedían de su candidez, como su renuencia a creer que el rey hubiera sido ejecutado (llegó a decir que habían ejecutado a otro en su lugar). Lo creía "ignorante y fácil de ser seducido", y por eso lo había reprendido algunas veces, pensando que alguien le metía ideas en la cabeza, "por mofarse de su ignorancia o por ser verdaderamente malvados".66 En conclusión, el abogado aseguraba que era un hombre bueno que había rectificado algunas opiniones equivocadas. Pero el juez no lo pensó así, y ordenó su arresto.67

En los días siguientes el alcalde Valenzuela recibió acusaciones contra varios franceses, entre ellos uno que presuntamente había referido la llegada a Campeche de una armada francesa "compuesta de ochenta mil hombres".68 La animadversión a los franceses iba en aumento y las sospechas contra Durrey se agudizaron cuando se presentó a declarar José Joaquín Ximénez Vargas Machuca, referido páginas atrás. Este sujeto, instado por su confesor, presentó una denuncia —con diferencia de días, a la Inquisición y al alcalde del crimen— que parecía relacionar a Durrey con la conjura supuestamente descubierta o con la que un año antes se había presentado ante la Inquisición, y que implicaba a Montenegro.69 Ximénez acusó a Durrey de sostener que Dios había "destinado a los franceses para reformar todo el mundo y establecer su sistema de religión, que era la verdadera", de aprobar la muerte del rey y la reforma al estado eclesiástico, y de decir que las máximas de Francia se debían extender al mundo. Según Ximénez, Durrey le había asegurado "que dentro de 6 meses ya estaría muerto el rey de España y los franceses apoderados de toda la España", que se establececería un senado en México, dando muerte al virrey, al arzobispo, a los inquisidores y a los oidores ("que todas las golillas se les había de dar guillotinas"), y que finalmente le había dicho: "Ya verás la ley de Francia y los francesitos, estate calladito".70 Semejante acusación convertía a Durrey en un revolucionario sin escrúpulos y en probable cómplice de la conspiración que ya comenzaba a adquirir tintes preocupantes. Tanto el alcalde del crimen como la Inquisición —que realizaban su actividad sin intercambiar información— tomaron muy en serio la acusación, sin reflexionar en que la denuncia revelaba malicia, pues Ximénez reconoció que había buscado a Durrey con predisposición y que lo había hecho hablar, "dándole cuerda" y "haciéndose tonto", todo en un mismo día, después de años de no haberlo visto y sin tener amistad con él.71

En virtud de estas fuertes sospechas, el fiscal del crimen pidió que el reo, preso en la cárcel de Corte, fuese puesto a cuestión de tormento; pero los ministros de la Sala del Crimen se opusieron, señalando que había "varios defectos" en el proceso; que no se habían agotado las pruebas y que el reo no era "vil o de mala fama", como exigía la ley para justificar su tortura, "pues el mismo proceso manifiesta la buena opinión que lograba en este público antes que lo prendieran".72 Semejante dictamen provocó la indignación del virrey Branciforte, quien reprochó a la Real Sala el haber asumido prácticamente "la defensa del reo".73 Su molestia era comprensible a fines de 1794, pues el virrey juzgaba la gravedad del caso a partir del resumen hecho por el alcalde del crimen:

Don Juan Durrey está convencido perfectamente, en el actual estado de su causa, de ser un seductor de la plebe, inclinándola con razones capciosas a que adoptasen el partido de los franceses de la Revolución o Asamblea, procurando infundir en sus corazones el odio para con todos los Reyes, hablando pésimamente de éstos y extendiendo su atrevimiento hasta nuestros católicos monarcas, llevándolo a tanto grado que procuraba juntar gente para que auxiliasen a los franceses cuando vinieran a este Reino, como él daba por seguro, declaran varios testigos y más pormenor especifica don José Joaquín [Ximénez] Vargas Machuca, hacendero de Zapotlán.74

Lo sorprendente es que el virrey mantuviera intacta esta primera impresión a mediados de 1795, cuando imaginó una probable conexión entre Durrey y una banda de asaltantes recién desintegrada por el juez de la Acordada:

no me es posible dejar de tener presente —escribió a su cuñado, Manuel Godoy— que esta quadrilla de fascinerosos se ha levantado en los términos de Guadalaxara donde el cirujano francés Durrey solicitaba juntar gente para que estuviese a el bando o partido de los franceses, luego que llegasen a México.75

Para entonces, la imagen negativa del cirujano, sostenida por el virrey a partir de las indagatorias e interpretaciones del alcalde del crimen y del fiscal Francisco Xavier Borbón, estaba siendo fuertemente cuestionada en la Sala del Crimen. En realidad, muchas causas fueron reconsideradas una vez que se disipó el temor a la gran conspiración.76

El cambio de percepción sobre el cirujano se debió en buena medida a los alegatos del doctor Fernández de Salvador, quien decidió fungir como su abogado y centrar su defensa en demostrar lo que antes había argumentado en su declaración: que Durrey opinaba sobre la revolución de Francia por pura ignorancia y sin ninguna malicia, pues era un hombre bueno, incapaz de hacer daño a nadie; mucho menos de pensar en conjuras. Para ello hizo interrogar a más de treinta testigos con la intención de demostrar que cuando todo mundo miraba con desconfianza a los franceses, a Durrey se le respetaba. A la representación del monstruo francés opuso la del francés sometido a críticas y provocaciones. Es notable, por ejemplo, una declaración sobre el modo en que había sufrido pacientemente un sermón, "agarrando su bastón con ambas manos, y puesta la boca sobre el puño", mientras el sacerdote lanzaba invectivas contra su patria.77 Un testigo señaló que "el vulgo" acusaba a Durrey de ser "un hipócrita, que quería ser arzobispo de México y que tenía correspondencia con la Asamblea y otros desatinos de gente insensata".78 Otros reconocieron que había sido víctima de rumores, sobre todo después de su prisión, pues se llegó a decir que en su casa se habían encontrado unas "mascadas de fierro" para dar tormento y que por correo le habían llegado piezas de la guillotina. Hubo también varios deponentes —interrogados por separado por los comisarios de Inquisición y por el alcalde del crimen—que acusaron al cirujano de defender la ocupación de los bienes del clero y de proferir ciertas opiniones que, más que revolucionarias, pudieron ser recursos ingenuos para defenderse de comentarios ofensivos, provocaciones o ataques descarados —como suponer que el rey seguía vivo o insistir en que no todos los franceses eran malos—.

¿Hasta dónde, pues, era la sociedad la que provocaba estas reacciones? El caso Durrey podría acercarnos a los cambios de una población urbana alterada por el rumor y la información sobre los acontecimientos políticos de Francia. No sólo se había vuelto más intolerante con las opiniones contrarias, también más exigente. A Durrey no sólo lo veían con desconfianza; también lo orillaban a aceptar que los franceses (y él por consiguiente) eran malos, traidores y herejes. ¿No era esto exigir demasiado? Todo esto lo argumentaba el abogado, que logró demostrar, por último, las contradicciones en que habían incurrido varios denunciantes y principalmente Ximénez Vargas Machuca. Ante las pruebas de dolo, la Real Sala decidió procesar al denunciante, sospechando que su acusación procedía de la envidia o del deseo de quedarse con cien pesos que había pedido prestados al cirujano.79

Mientras tanto, la Inquisición había mandado calificar los dichos de la sumaria de su propia investigación sobre Durrey, los más graves respaldados únicamente con la acusación de Ximénez. Como en el caso de Montenegro, los calificadores Camps y Gandarías emitieron un dictamen severo, esta vez, sobre las proposiciones de un cirujano que se atrevía a hablar de política. Si en la Sala del Crimen el abogado defensor aducía la ignorancia de Durrey como descargo, esta condición no aminoraba su causa a la vista de los calificadores del Santo Oficio:

¿Y este hipócrita h[ombre] vago, cuya facultad es curar apostemas y llagas, se propone el reformar y sanar los sublimes y delicados cuerpos de los pastores, canónigos y sacerdotes seculares y regulares, y alaba a sus franceses que han echado mano del Patrimonio de Cristo [...] Esto le califica de irreligi[o]nario y Jacobino; pero dígasele: Ne, sutor, ultra crepidam.80

Las indagatorias inquisitoriales permiten entrever la misma tensión entre la búsqueda del hereje y traidor y el hallazgo de indicios que algunas veces parecen corroborar esa imagen (como el haber encontrado en otro proceso la sospecha de que Durrey pudiera ser francmasón), pero la mayoría apunta en dirección opuesta.81 Comisarios o inquisidores intentaron descubrir al monstruo que simultáneamente era hereje y enemigo de los reyes; pero a cada paso se encontraron con un hombre bueno y a lo mucho bromista. La denuncia original, sin embargo, seguía pesando demasiado y obligaba a los inquisidores a no descuidar las menores pruebas.

A diferencia de los reos Covarrubias y Enderica, cuyas expresiones políticas estaban bien probadas, los comentarios imprudentes de Durrey se habían producido en contextos de humor; como cuando dijo a su cuñado, el hojalatero, "que presto vendrían los franceses, y esto estaría bien gobernado y él saldría de [la] miseria y se acabarían sus pobrezas", a lo que la esposa reclamaba "que no fuese disparatero", y él se reía diciendo que eran "chanzas", y ella todavía replicaba que eran "chanzas pesadas" y que mejor se callara.82 Más desconcertantes eran los indicios del cirujano amable, buen esposo, generoso e incluso piadoso. Su joven sirvienta podía haber confirmado la mala vida característica del hereje; pero en su lugar describió la rutina de un hombre dedicado a su oficio:

la vida regular de D. Juan era levantarse muy temprano, tomar chocolate y marchar a visitar sus enfermos, volver al medio día, comer con su muger y su cuñada doña Theodora, dormir siesta, recibir los enfermos que lo buscaban mientras le hacían el chocolate y lo tomaba; que luego salía; y antes solían venir a verlo D. Pedro, cocinero francés, y el sombreretero D. Juan. Tampoco hablaba bien Castilla, y la declarante no entendía, y también iba un padre franciscano, cuyo apellido ignora [...]. Que por la noche venía D. Juan, se iba a rezar en cruz el Rosario y como a las ocho cena[ban] y se acostaban.83

En la búsqueda de pruebas, los inquisidores pusieron atención a una frase atribuida a Durrey en otro proceso: "que si fuera arzobispo abrir[ía] todos los recogimientos de Niñas y que todos los soldados entrasen a satisfacer sus torpes deseos y vicios con las mismas". La expresión inquietante podía ser la misma que, según un rumor, había escandalizado a unas colegialas de San Ignacio; y, en consecuencia, se ordenó hacer una investigación extrajudicial. Sin embargo, el comisario sólo descubrió que las alumnas de ese colegio coincidían en que Durrey era un hombre religioso, guadalupano y, por si fuera poco, altruista, pues no había cobrado un solo real por sus consultas.84 De ahí pues, la contradicción entre una calificación severa y unas indagatorias que no aportaban suficientes pruebas. Ante la falta de evidencia, el fiscal del Santo Oficio pidió en julio de 1795 que se solicitara al virrey la remisión del expediente que obraba en la Real Sala. El virrey condescendió a la petición del inquisidor decano; pero la entrega se difirió por estar en poder de la defensa del reo.85

Es probable que los inquisidores sólo vieran el memorial ajustado de la causa de Estado contra Durrey; pero sospecho que en algún momento pudieron percatarse de las múltiples contradicciones que había en él y de los fuertes reparos que la defensa había hecho al principal testigo, Ximénez. Ello explicaría por qué el expediente inquisitorial termina abruptamente, con una simple carta de puño del propio Durrey —¿la habría logrado presentar por medio de Fernández de Salvador?&—escrita en la cárcel de Corte, en octubre de 1796. En ella, casi en vísperas de su sentencia, el cirujano pedía al tribunal que exigiese ver su caso para averiguar la verdad, pues estaba convencido de que había sido víctima de engaños: "Bien pueden castigarme, pero tengo el consuelo de que Dios sabe que me han engañado", escribía Durrey, señalando que hubiera podido responder fácilmente a sus testigos si se los hubieran presentado. Después, daba a entender el sentido de una conversación que había tenido sobre las imágenes de los santos y que le parecía ser el principal cargo de fe que se le hacía.86 Después de esta carta y sin dejar consignadas las razones, los inquisidores simplemente dejaron que las autoridades seculares terminaran el caso.

En la Sala del Crimen los pareceres se habían ido polarizando. A mediados de 1796, mientras un fiscal sostenía su primera petición: pena de muerte como reo de lesa majestad, el otro descartaba la traición y la conjura, y exigía únicamente diez años de presidio ultramarino como castigo a sus opiniones contra los reyes.87 En la última valoración del proceso, ya ante la Real Audiencia, los alegatos de la defensa volvieron a confrontarse con la exposición del alcalde. No era fácil resolver a contradicción manifiesta entre el Durrey monstruo, que deseaba una revolución, y el Durrey bueno y católico, querido por su mujer y sus cuñados, estimado por sus amigos (más españoles que franceses) y respetado por sus pacientes. De ahí, por tanto, el papel del diario privado. Servía a Pomposo para establecer un principio de sinceridad y humildad de su defendido; para establecer, a partir de un discurso de vida, la imposibilidad de que ese sujeto hubiese podido cometer el delito que se le imputaba. ¿Podía imaginarse tanta maldad en quien había escrito que "el país de México" era el "más bonito y más rico y fértil que hay el universo"; que las mujeres eran "bonitas y muy amables" y los hombres, "muy buenos y de mucha caridad"; que no había país en que pudiera "haber mejores cristianos"?88 Ante ello, el alcalde del crimen se centró en el argumento de la hipocresía y puso como ejemplo el mismo "diario" que utilizaba la defensa. Tomó de él lo malo (haber sido polizón, no haber pedido carta de naturaleza) y consideró que todo lo demás estaba "tan lleno de inverosimilitudes, que le hacen digno de desprecio". Valenzuela se aferró a su dictamen con una variación importante: Durrey tenía que ser un farsante. Si antes era un vehemente enemigo de los reyes, ahora le parecía un "seductor disimulado"; un "lobo voracísimo" "con piel de oveja", un malvado "que con su hipócrita conducta ha sabido engañar a mucha parte de México" y que "no ha ignorado el modo de preocupar a [su] abogado para que haya dilatado su causa".89

Más allá de los argumentos discordantes, la nueva circunstancia política (la paz con Francia había sido anunciada en México en diciembre de 1795) favoreció al reo. Los ministros de la Real Sala mandaron pareceres separados y el Real Acuerdo también se dividió. El virrey, por tanto, tuvo que decidir entre tres grupos: los que querían pena de muerte, pero sólo pedían diez años de presidio en África al considerar que habían "variado notablemente" "las circunstancias y sistema político de las cosas"; los que pedían ocho años de presidio en África, sirviendo como cirujano "a ración y sin sueldo"; y finalmente quienes pensaban que debía ser remitido en libertad a España para servir por dos años en un hospital, con el sobrante de sus bienes, deducidos los costos de la causa. En vista de ello, el virrey decidió condenarlo a 8 años de presidio y pérdida de bienes, si bien emitió una sentencia consultiva (es decir, sujeta a la decisión final del ministerio de Estado) dada la delicada situación política de la monarquía. La historia, sin embargo, no terminaría así.

 

Vidas y expedientes

Los expedientes concluyen casi siempre con una sentencia, aunque a veces, sobre todo en las causas de Inquisición, hay noticias posteriores sobre el encierro del reo en un convento o sobre su conducta ulterior. En el caso de Montenegro, los inquisidores mandaron hacer un informe sobre su conducta en 1801, justo a raíz de una conmoción popular en Tepic. Al parecer, el perdón del eclesiástico no había disipado plenamente las sospechas sobre él. Los informantes, sin embargo, coincidieron en que el doctor Montenegro apenas salía de su casa en Guadalajara para acudir al Oratorio de San Felipe Neri, donde hacía ejercicios espirituales y recibía la comunión. Rara vez visitaba una casa y sólo de repente veía a uno de sus hermanos en las cercanías de la ciudad. En pocas palabras, había aprendido a desconfiar de la gente, como los inquisidores no dejaban de desconfiar de él.90

En cuanto a Durrey, el difícil panorama que preconizaba su sentencia volvió a convertirse en una historia de aventuras. Enviado a España junto con otros reos franceses y españoles, era previsible que sus días terminaran en un presidio en Ceuta. Pero tuvo suerte. "La Ninfa", que zarpó en enero de 1797, fue atacada por una escuadra inglesa antes de llegar a Cádiz y obligada a encallar cerca de las playas de Conil. El ataque fue de tal magnitud "que apenas pudo salvarse la tripulación y pasajeros con los cajones y la correspondencia". El capitán aseguró que de los 18 franceses y 4 españoles que llevaba como reos de Estado, "murieron unos en el expresado combate; otros fueron heridos y los demás salieron a la playa". Viéndose libres, algunos franceses fugitivos acudieron al cónsul de Francia y pidieron pasaporte para pasar a Madrid; desde ahí lograron trasladarse a su país antes de que la Corona se percatara de que eran reos de Estado.91 En 1798, el canciller Talleyrand reclamaba a España la restitución de bienes a dos de estos reos fugitivos, Vincent Luilhier y Jean Malvert, acusados, según decía, de participar en una falsa conjura contra el gobierno de México.92 Durrey fue un poco más lejos. En 1800, ante las repetidas reclamaciones del "ciudadano embajador de la República francesa", el rey aceptó que se le restituyeran "todos sus bienes embargados" en México, "entregándolos a su mujer que se halla establecida en esa capital". Pero no condescendió a su último deseo: por increíble que parezca, el cirujano había pedido licencia para volver a Nueva España.93 Puesto en los términos de su juicio, ¿era éste un acto de ingenuidad o de hipocresía?

En los dos casos estudiados, no fue fácil hacer coincidir al reo con el monstruo que habían dibujado los fiscales a partir de un delito de lesa majestad. Al no encontrar indicios o pruebas de conjura, los jueces se quedaron con recuerdos de conversaciones y opiniones sueltas. Al mismo tiempo, los expedientes mostraron elementos inesperados: diarios, cartas, fragmentos de vida. Ello permitió construir una representación del acusado que no correspondía con el delito atribuido. ¿Podía caber tanta maldad en un hombre bueno? La idea de "hipocresía" solucionó en los tribunales lo que en el campo de la historia podría ser un problema hermenéutico. Un sujeto malo no podía ser bueno; pero sí aparentarlo. Al catalogarlo de "hipócrita" se evitaba el riesgo de intentar comprenderlo. Para el historiador, en cambio, el caso no termina con la sentencia. Prevalecen las incógnitas, las dudas, la necesidad de establecer vínculos entre lo que ha estudiado y la plena conciencia de que los registros judiciales son tan engañosos como la memoria selectiva del individuo. Es decir; que un expediente es tan confiable —o tan poco confiable— como un diario privado.94

La comprensión cabal del individuo puede representar un ideal inalcanzable; pero el rastreo de sus pasos nunca es estéril. Al estudiar sus estrategias y acciones de supervivencia es posible establecer un punto de referencia para entender las prácticas culturales, las contradicciones, las transformaciones y los límites cambiantes del entorno social. Montenegro y Durrey vivieron en ámbitos con ciertos códigos de conversación y tolerancia que desaparecieron de súbito en el verano de 1794. La vigilancia inquisitorial y social, en cambio, estaba ahí, latente; y, sin embargo, ninguno parece haberla percibido (o temido) antes de su arresto. Si los casos particulares no explican el funcionamiento de la sociedad; permiten, en cambio, apreciar y entender de modo muy vívido los códigos y prácticas culturales que existían en conflicto y negociación en un momento determinado; permiten explorar, como recuerda Giovanni Levi, la relación problemática entre los sistemas de normas —siempre cambiantes— y la libertad individual. Vale la pena seguir intentándolo.

 

Archivos

AGN, Archivo General de la Nación, México Ramos: Inquisición, Reales Cédulas Originales, Indiferente virreinal, Criminal, Historia AHN, Archivo Histórico Nacional, Madrid Ramos: Estado, Inquisición

 

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Notas

1 Consulté los procesos criminales en el Archivo Histórico Nacional de España, en Madrid. AHN, Estado, cajas 4174, 4177-4183, 4185, 4187-4194. Existen copias incompletas de las relaciones de causa en el Archivo General de Indias y en el Archivo General de la Nación de México. También en Nicolás Rangel, Los precursores ideológicos de la guerra de Independencia, 1780-1794, vol. 1, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1929, y en Documenta insurgente. Catálogo de los documentos referentes a la independencia de México, compilados por Luis G. Urbina, Ernesto de la Torre Villar, preámbulo y arreglo, México, UNAM, 2003. Francisco Javier Casado, "Fondos americanistas de la sección de Estado del Archivo Histórico Nacional de Madrid: la presencia francesa en Nueva España en el último cuarto del siglo XVM", Estudios de Historia Social y Económica de América. Revista de la Universidad de Alcalá, núm. 11, 1989, 365-384.

2 El pasquín descubierto en la madrugada del 24 de agosto de 1794 decía: "Los más sabios son los franceses. El seguirlos en sus dictámenes no es absurdo. Por mucho que hagan las leyes, nunca podrán sofocar los gritos que inspira la naturaleza". AHN, Estado, 4177, exp. 7, ff. 12v-15r. Sobre la simultaneidad de procesos y miedos en otros espacios geográficos: Torres Puga, "Los procesos contra las 'conspiraciones revolucionarias' en la América española. Causas sesgadas por el rumor y el miedo (1790-1800)" en Jaime Olveda, coord., Independencia y Revolución, III, Zapopan, El Colegio de Jalisco, 2010, 13-44.

3 El plan era el de Juan Guerrero. A partir de este caso, Antonio Ibarra ha estudiado el discurso de lealtad y las estrategias de los reos que buscaban aminorar sus culpas: "La persecución institucional de la disidencia novohispana: patrones de inculpación y temores políticos de una época", en Felipe Castro y Marcela Terrazas, eds., Disidencia y disidentes en la historia de México, México, UNAM, IIH, 2004, 117-137.

4 Publiqué las listas completas de los reos en Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios de un silencio imposible, 1767-1794, México, El Colegio de México, 2010,440, 443, 449 y 464.

5 Carta de inquisidores de México al Consejo, 29 de septiembre de 1794. José Toribio Medina, Historia del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de México, ed. facs., México, Miguel Ángel Porrúa, 1998, 398. Opinión pública y censura en Nueva España, pp. 458-463.

6 En ese mismo sentido, también me resisto a nombrarlos "precursores" o "disidentes". Cfr. Nicolás Rangel, Los precursores ideológicos; Ibarra, "La persecución institucional".

7 Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, traducción de Francisco Martín y Francisco Cuartero, Barcelona, Muchnick, 1981. Francois Dosse se refiere a la representatividad de casos límite como la "excepción normal", véase El arte de la biografía, México, Universidad Iberoamericana, 2007, 250. Giovanni Levi, "Sobre microhistoria" en Burke, ed., Formas de hacer historia, Madrid, Alianza Editorial, 1993, 119-144. Véanse las precisiones a este último artículo de Justo Serna y Anaclet Pons, Cómo se escribe la microhistoria, Valencia, Cátedra, Universitat de Valencia, 2000, 101.

8 Stuart B. Schwartz, Cada uno en su ley. Salvación y tolerancia religiosa en el Atlántico ibérico, Madrid, Akal, 2010, 27 y passim.

9 Beatriz Rojas, "El francés satanizado en la Nueva España" en Alfil. Boletín cultural del Ifal, número especial sobre el Bicentenario de la Revolución Francesa, julio de 1989, 5259. Frédérique Langue, "Los franceses en Nueva España a finales del siglo XVIII. Notas sobre un estado de opinión", Sumario de Estudios Americanos, vol. 46, 1989, 219-241. También recientemente Agustín Grajales Porras y Lilián Illades Aguiar, "Sobre franceses en Nueva España: Represalia, composición e Inquisición" en Leticia Gamboa, Guadalupe Rodríguez y Estela Munguía, coords., Franceses. Del México colonial al contemporáneo, Puebla, buap, 2011, 11-35. También Ávila y Torres Puga, "Retóricas de la xenofobia: franceses y gachupines en el discurso político y religioso de Nueva España (1760-1821)", 20/10. Memoria de las revoluciones en México, núm. 2, septiembre-diciembre de 2008, 27-43.

10 Levi, "Sobre microhistoria", pp. 135-136.

11 Cit. por Levi, "Sobre microhistoria", p. 140.

12 He hecho un ensayo previo sobre este personaje: Juan Antonio Montenegro. Un joven eclesiástico en la Inquisición, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 2009. Carmen Castañeda da una idea completa de la formación de Montenegro y de su biblioteca a partir del mismo proceso. No obstante, la autora no conoció la correspondencia que se encontraba sin clasificar cuando realizó su trabajo: "El impacto de la Ilustración y de la Revolución Francesa en la vida de México. Finales del siglo XVIII. 1793 en Guadalajara", Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, núm. 40, vol. X, Zamora, El Colegio de Michoacán, otoño de 1989, 67-101. Las cartas están divididas en dos grupos; uno de "papeles que importan" (según el criterio inquisitorial) y otro de papeles sin importancia. Aquí me referiré a ellos como "a" y "b" respectivamente: AGN, Indiferente virreinal, 2391, exp. 1. AGN, Indiferente virreinal, 5457, exp. 33.

13 Joseph Montenegro a su hijo Juan Antonio, Sayula, 22 de marzo de 1786. Carta n. 48. "b", exp. 33, f. 7r.

14 José Antonia Camberos a Montenegro, Sayula, 1 de abril de 1793. Carta n. 38, "a", ff. 77r-78v.

15 José Antonio Bobadilla a Montenegro, 10 de diciembre de 1788. Carta n. 22, "a", ff. 51r-52v.

16 Pablo López de Castro a Montenegro, México, 31 de enero de 1794. Carta n. 34, "b", ff. 107r-108v.

17 Pedro Alcántara Avendaño a Montenegro, Guadalajara, 13 de enero de 1793. Carta 3, "b", ff. 7r-13v.

18 Sobre la incómoda cercanía del historiador con el inquisidor, véase Ginzburg, "El inquisidor como antropólogo" en El hilo y las huellas. Lo verdadero, lofalso, loficticio, trad. de Luciano Padilla, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010, 395-411

19 Dos de las últimas cartas recibidas por Montenegro contenían extractos de noticias oficiales, redactadas por Manuel de Peñuñuri, un dependiente de su padrino, el comerciante Acha. México, 27 de noviembre de 1793 y 10 de diciembre de 1793. Cartas n. 29, "a", ff. 64r-66v y n. 28, "a", ff. 61r- 63v y 65r-v. Carta de Cádiz de 15 de septiembre de 1793. Fue copiada de la Gazeta de México y se limita a dar el parte oficial. Transcrita probablemente por el anterior. Carta n. 31, "a", ff. 69r-70v.

20 Denuncia de Manuel Velasco. "Proceso contra Montenegro". AGN, inquisición,1342, exp. 1.

21 Escrito presentado por Manuel Gorriño en octubre de 1793, "Proceso contra Montenegro", ff. 8v-12r.

22 En el siglo XX algunos estudios identificaron a Montenegro como un conspirador activo, "precursor" de la independencia, a pesar de que las pruebas nunca fueron contundentes y de que su caso desmerece en gravedad si se le compara con los procesos de personajes más críticos y activos como el del comerciante Manuel Enderica o el del contador Jerónimo Covarrubias. Cfr. Raúl Cardiel, La primera conspiración por la independencia de México, SEP Ochentas 13, México, SEP, 1982.

23 Luis Sagazola a Juan Antonio Montenegro, México, 12 de septiembre de 1794. Carta n. 25, "b", ff. 44r-45v. Los presos aludidos eran Jerónimo Covarrubias Portatui, el doctor Esteban Morel, el cirujano Jean Durrey y Juan Pablo Buixan (franceses los tres últimos).

24 Causa de Andrés Sánchez de Tagle, 1794. AGN, Inquisición, 1370, exp. 14, ff. 55-78.

25 Calificaciones de fray Gerónimo Camps y fray Domingo Gandarías. México, 1 de noviembre de 1792, "Proceso contra Montenegro", f. 44v. Los calificadores emitían su parecer teológico sobre las "proposiciones" de fe extra'das de los cargos contra el reo.

26 Para entonces, otros casos de mucha mayor gravedad como el de Jéronimo Covarrubias o los de Juan María Murgier y Esteban Morel, que se suicidaron en la cárcel, acaparaban la atención.

27 Audiencia de calificación, 7 de octubre de 1795, "Proceso contra Montenegro", f. 122v.

28 Para un resumen más completo del proceso, véase mi librito Juan Antonio Montenegro, así como el artículo citado de Carmen Castañeda, "El impacto de la Ilustración", en el que se recupera información importante sobre la educación en Guadalajara y México.

29 Probablemente las apreciaciones del comisario no eran superficiales. Además de comisario de corte, Juan Francisco Castañiza era un teólogo afamado y propietario de varias cátedras en San Ildefonso.

30 El 10 de febrero, al rendir una nueva declaración ante el comisario Castañiza, Sagazola señaló que Gorriño era un presumido y que muchas veces Montenegro hablaba "solamente con el fin de humillar[lo] y bullir[lo]". Señaló que tanto él como Montenegro "se complacían [...] de ver abochornado a Gorriño". "Proceso contra Montenegro", f. 145v.

31 Instrucción presentada por Montenegro a su abogado a comienzos de 1795, "Proceso contra Montenegro", f. 125r. La defensa del abogado votos en definitiva en AGN, Inquisición, 1225, exp. 9, ff. 127r-152v.

32 Carta suelta de Sánchez de Tagle, sin fecha, "Proceso contra Montenegro", ff. 82r-84v.

33 Sobre la ascendencia de Sánchez de Tagle, en la que se contaban un obispo y un inquisidor, véase Ramón Goyás Mejía, "Notas sobre la vida de Pedro Sánchez de Tagle", Estudios de Historia Novohispana, julio-diciembre 2011, 47-80. La nota 92 alude directamente a Andrés.

34 Sobre la locura de Sánchez de Tagle, véase Vera Moya Sordo, "La escandalosa locura de un hombre decente", en Roger Bartra, introducción y recopilación, Transgresión y melancolía en el México colonial, México, UNAM, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, 2004, 161-190.

35 Manuel María Gorriño y Arduengo, Sermón de la Cátedra de San Pedro en Antioquía, predicado el 22 de febrero de 1803, México, Imprenta de Zúñiga y Ontiveros, 1804, 28.

36 El peritaje lo realizó el licenciado Borunda, quien fue impugnado por sus traducciones en el proceso contra Vicente Lulié. No obstante, el traductor fue minucioso en señalar las alteraciones, tan ligeras que no vale la pena señalarlas. El original en francés probablemente fue destruido. La traducción original está en AHN, Estado, 4174, caja 2, cuaderno 9, ff. 1r-27r. Existe una copia en AGN, Indiferente, 6574, exp. 38.

37 Michel de Certeau subraya la doble dimensión, verídica y ficcional, de las autobiografías o relatos de vida. Dosse, El arte de la biografía, p. 236.

38 He modernizado los nombres para facilitar la ubicación de los lugares. En el diario aparecen como "Graulet", "Casanove", "Moncraveaux" y "Nerac". A partir de un mapa del obispado de Auch pude localizar los primeros tres sitios y cotejarlos con un mapa contemporáneo. Graulet corresponde al actual Lagraulet du Gers, un pequeño pueblo del distrito de Condom. Sigo en todo al "diario". Véase nota 37.

39 Menciona a los profesores "Chapart" y "Botentuy Langlé". Pueden ser identificados como Mr. Chappart y Mr. Botentuy Langlois.

40 "Academie de Chirurgie" en Mercure de France, julio de 1775, 163.

41 Durrey menciona que Lacombe le dijo que volviera en 4 días, y ya no volvió. Menciona también que buscó al primer cirujano, Cannivel; y éste no lo recibió. Los personajes aludidos son Juan Lacombe y Francisco Canivell.

42 Se llamaba Juan Carayón y aunque no se le formó causa particular, fue expulsado en 1795 por el decreto general de expulsión de franceses.

43 Maria Luisa Rodríguez Sala, Los cirujanos en los colegios novohispanos de la ciudad de México, México, UNAM, Facultad de Medicina, Academia Mexicana de Ciencias, Patronato del Hospital de Jesús, 2006, 190. A partir de: AGN, General de Parte, vol. 59, exp. 204.

44 El 8 de noviembre de 1777 fue aprobado. Certificación de la Real Universidad. Aprobación del examen de cirugía firmado por D. José Maximiliano Rosales de Velasco, Dr. Juan José Matías de la Peña y Dr. José Ignacio García Jove. "Causa de Estado contra Juan Durrey". AHN, Madrid, Estado, legajo 4174, caja 2, cuaderno 7, f. 10r. A partir de aquí citaré como "Causa de Estado".

45 La reprensión fue escrita en términos enérgicos y desdeñosos. La pericia de Durrey no sólo fue puesta en duda, sino que se le acusó de injuriar a los boticarios del reino. Rómulo Velasco Ceballos (selección y preliminar), La cirugía mexicana en el siglo XVIII, México, Archivo Histórico de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, 1946, 439-443.

46 Existen registros de bautizo de Juan Antonio Durrey el 13 de agosto de 1778 y de María Felipa de Jesús Francisca el 5 de febrero de 1780. Coinciden los datos con los registrados en su "diario". La mujer murió el 4 de enero de 1781. Búsqueda realizada a través de la página "https://familysearch.org" de "La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días". Consulta realizada el 1 de diciembre de 2012.

47 En el tiempo de su matrimonio, según el "diario", trabajaba todo el tiempo y había días que ganaba 150 "libras" o pesos, con lo que pudo pagar su examen, su pleito en la audiencia, comprar "muy buenos vestidos para mí y para mi mujer" y aun conservar un sobrante.

48 Durrey señala en su diario que había dado gracias a Dios de encontrar "tan buena niña y de tan buena familia". Finalmente dice haberse informado "de su descendencia [sic] que era muy buena".

49 Pleito contra Domingo Busturia, "minero del real de Sichú", "sobre pesos". AGN, Civil, 965, exp. 8. En 1780 había visitado en el colegio de San Ignacio (Vizcaínas) a Camila y Juan, hijas del abogado, según lo señala María Luisa Rodríguez Sala, a partir de un expediente del Colegio de San Ignacio (Archivo Histórico del Colegio de Vizcaínas). Rodríguez Sala, Los cirujanos, p. 191.

50 Hay varias contradicciones entre su deposición en la Inquisición y la que hizo a la Sala del Crimen. En esta última Ximénez señaló que le había comprado a Durrey el cuadro del Calvario en más de 80 pesos "por el año de 85". Sumaria Información formada por el alcalde del crimen. AHN, Estado, 4194, f. 50v.

51 Al declarar en la Inquisición, Ximénez diría que la esposa era "mestiza" o "mulata". El alcalde del crimen no la trató con deferencia, a pesar de que ella siempre se declaró "española". En otra ocasión un francés señaló que la esposa de Durrey era "una criada". La afirmación podía ser sólo una expresión despectiva; pero es verdad que la hermana de Mariana, Teodora, era costurera y trabajaba como sirvienta. Declaración en Inquisición de Ximénez Vargas Machuca y de Teodora Enríquez. "Causa de Inquisición contra Durrey" (A partir de aquí "Causa de Inquisición"). AGN, Inquisición, 1357, exp. 4, f. 4v y ff. 31r-33v, respectivamente.

52 Declaró ante el inquisidor Prado el 7 de octubre de 1790. "Causa contra José Maria Rochi [sic]" Causa AGN, Inquisición, 936, exp. 10, ff. 227-231.

53AGN, Edictos de Inquisición, Edicto del 13 de marzo de 1790.

54 Gabriel Torres Puga, "Información manuscrita sobre la Revolución francesa en la ciudad de México: el caso Morel", en Memoria 20/10. El mundo atlántico y la modernidad iberoamericana, núm. 3, en prensa.

55 Declaración de Mariana Enríquez. "Causa de Estado", cuaderno 20 ("Memorial ajustado"), f. 10r-v. Se habían embarcado como dependientes de Juana María de Mendoza y Ríos, viuda del oídor Galdeano.

56 Pasaporte dado en Cádiz el 24 de julio de 1790 para que Durrey, "cirujano mayor del regimiento provincial de Guadalajara" pueda pasar con su mujer a la villa de Madrid. Carta del encargado de negocios de Francia en Madrid, 14 de agosto de 1790. "Causa de Durrey", cuaderno 7 [9].

57 Declaración de Nicolás Bardel. AHN, Estado, 4194, Proceso General Informativo, f. 77v.

58 Real Pasaporte firmado por el conde del Campo de Alange, 21 de febrero de 1791. Con certificación de embarque. "Causa de Durrey", cuaderno 7 [9]. Existe una copia en AGI, Arribadas, 516, n. 36. Consultado a través de pares.

59 "Razón de los extranjeros en México". AHN Estado, 4190, exp. 3.

60 En el proceso criminal, el libro destruido en 1791 fue identificado como las "constituciones de la Asamblea". Sin embargo, éstas se publicaron en septiembre de ese mismo año, de modo que era imposible que un mes después las tuviera Durrey. Éste aseveró que eran unas hojas de gaceta que trataban de la Asamblea, y nada más. No obstante, según las indagatorias del Santo Oficio, el día que arrestaron a Durrey en 1794, su esposa se deshizode otros papeles y de un librito cuyo dueño era supuestamente Pedro Labadie. Al ser interrogada, doña Mariana dijo que lo había hecho por "simpleza y tontera", pues no sabía qué contenían. "Causa de Inquisición", f. 46r. Es probable que este último sí fuese la Constitución de 1791, que también tenía el padre Ramírez de Arellano. Véase la nota siguiente.

61 "Que el padre Ramírez estaba un rato platicando de Guerras, y a veces como que unos decían que era malo y otros decían que era bueno; y de la muerte del Rey decían lo mismo". Declaración de Teodora Enríquez, cuñada de Durrey, en la Inquisición. "Causa inquisitorial", f. 32r. El P. Juan Francisco Ramírez de Arellano fue sujeto a un largo proceso inquisitorial por opinar y justificar varios puntos de la revolución francesa. AGN, Inquisición, 1377, exp. 1.

62 Denuncia de María Ortega contra Juan Labadía [sic, pues el apellido era Abadía]. México, 26 de junio de 1793. AGN, Inquisición, ff. 219-220r. Encontré la referencia de este documento en el artículo citado de Grajales Porras e Illades Aguiar, "Sobre franceses en Nueva España", pp. 26-27.

63 AHN, Madrid, 4194, "Sumaria información", ff. 2v-3r.

64 Declaración de Nicolás Rey, "Sumaria Información", ff. 4v-5r. La acusación era de oídas y los único que él veía, en vez de tomarlo como descargo, lo asumía como señal de hipocresía.

65 Miguel José Vizcardo y Nicolás Rey afirmaron lo anterior de oídas a Gaspar Saavedra; pero éste no pudo ser interrogado por haber partido a España. Tiempo después, el defensor demostraría que Saavedra había partido en marzo y el lance supuestamente había sucedido en junio. Tal parece que los acusadores se habían puesto de acuerdo para afectar al cirujano.

66 Declaración de Dr. Pomposo Fernández de Salvador, "Sumaria relación", ff. 13v-16v.

67 Fue arrestado el 9 de septiembre junto con Pedro Labadía, el único francés que frecuentaba su casa. El otro sujeto que concurría era su cuñado.

68 Acusaciones contra Armando Mexanes, "Sumaria Información", f. 30r.

69 El 11 de septiembre de 1794, el alcalde Valenzuela recibió la primera acusación contra el grupo de Montenegro y comenzó a hacer las indagatorias. El 13 se presentó Ximénez ante el alcalde para declarar contra Durrey y el 20 lo hizo ante la Inquisición.

70 "Causa de Inquisición", 1r-3v. "Sumaria Información", 49v-60v. Borrador de la acusación, "Causa contra Durrey", caja 1, cuaderno 3, ff. 122r-123v.

71 "Y como siempre le ha manifestado mucho cariño el dicho francés, hasta tratarle algunas veces de tú, lo recibió con igual cariño y expresiones, y sentando a conversación amistosa, le sacó el declarante la conversación de las cosas de la Francia, por los recelos que ya el declarante tenía de los franceses y oposición natural que les tiene, y comenzó el dicho francés a franquearle demasiado, y entre las infinitas cosas que con palabras dulces y seductivas le dijo, dándole cuerda el declarante para que vomitase, y como haciéndose tonto, fue..."AGN, "Causa de Inquisición", f. 1v.

72 Parecer de la Real Sala (Anda, Saavedra, Irisarri, Urrutia y Bodega), 3 de diciembre de 1794. "Causa de estado", caja 2, cuaderno "muy reservado" sobre el pedimento de tormento, ff. 1-4r.

73 Carta del virrey al Real Acuerdo, 4 de diciembre de 1794. Ante la presión del virrey, el Real Acuerdo decidió que Durrey fuera sometido a tormento, pues su causa no era "criminal ordinaria" sino de Estado. Sin embargo, esto tampoco se verificó por hallarse enfermo el reo a comienzos de 1795.

74 Pedro Jacinto Valenzuela al virrey Branciforte, 1 de octubre de 1794. Rangel, Los precursores ideológicos, i, p. 163-164. Este mismo párrafo lo cita Antonio Ibarra al analizar el discurso criminal contra la disidencia. Véase, "La persecución de la disidencia", p. 127.

75 Branciforte al duque de Alcudia, 3 de agosto de 1795. agí, Estado, 23, n. 45(1) Consultado a través de pares.

76 Torres Puga, "Centinela contra francmasones. Un enredo detectivesco del licenciado Borunda en las causas judiciales contra franceses de 1794", Estudios de Historia Novohispana, núm. 33, julio-diciembre, 2005, 57-94.

77 Declaración de Cayetana Guerrero. "Causa de Estado", caja 1, Expediente de prueba de la defensa, f. 23v.

78 Declaración de D. José Agustín Avalos. "Causa de Estado", f. 31r.

79 La causa de Ximénez Vargas Machuca se anexó al expediente de Durrey. El nuevo fiscal del crimen, Ambrosio de Sagarzurrieta, se convenció de que este sujeto había sido en buena medida el culpable de que la causa se hubiese centrado en el delito de traición y conjuración formal. El virrey, sin embargo, mandó suspender la causa contra el testigo, argumentando que retrasaba la conclusión de las otras.

80 "Zapatero, no [juzges, vayas] más allá del zapato". Frase latina de donde se deriva el adagio castellano "zapatero, a tus zapatos". Calificación en "Causa de Inquisición", f. 53v.

81 La acusación de francmasón se derivó del proceso contra el cocinero Juan Lausel, pues éste dijo que Durrey le había dado la mano colocando el pulgar sobre el suyo, señal que a él le habían enseñado cuando ingresó a una logia. En otros casos se habló de las reuniones secretas, varios años antes, en casa del difunto Juan de Arroché, o Roché, con quien Durrey tenía amistad, como ya observamos.

82 Declaración de Teodora Enríquez, cuñada de Durrey, "Causa de Inquisición", f. 32r. El hojalatero Navarrete también insistió en que los comentarios eran en tono de chanza.

83 Declaración de María Josepha. "Causa de Inquisición", f. 40r-v. El franciscano, sin embargo, era Juan Francisco Ramírez de Arellano, de quien ya se ha hablado anteriormente.

84 "Causa de Inquisición", f. 42v.

85 AGN, Inquisición, 1346 exp. 1. Solicitud al virrey, copia de la contestación y acuse del inquisidor Juan de Mier. México, 6 a 9 de julio de 1795, ff. 29r-33v.

86 Papel autógrafo de Durrey. "Causa de Inquisición", f. 68r.

87 Pareceres del fiscal Francisco Xavier Borbón, 10 de octubre de 1795 y 2 de junio de 1796. "Causa de Estado", f. 129r-v y ff. 1-15. Parecer del fiscal Ambrosio de Sagaru-zurrieta, junio de 1796, ff. 109r-119v. Lo reafirmó en octubre, f. 131r.

88 "Diario" de Durrey. AHN, Estado, 4174, caja 2, cuaderno 9, f. 26r.

89 Parecer de Valenzuela, 10 de junio de 1796. "Causa de Estado", caja 2, exp. 12, ff. 19r-46r.

90 Los inquisidores también pidieron informes sobre la conducta de Contreras y otros excolegiales que habían figurado en el caso Montenegro. Informe de José Joaquín Unzueta, Guadalajara, 9 de enero de 1800. "Proceso contra Montenegro", ff. 199r-204r.

91 Otros reos apelaron a sus cónsules y embajadores para recuperar su libertad, como Vicente Luilhier. Véase mi artículo "Centinela mexicano contra francmasones", nota 61.

92 Talleyrand a Azara, embajador de España en París, 15 fructidor del año 6. Azara al ministro Francisco de Saavedra, 10 de septiembre de 1798. AHN, Estado, 4178.

93 Real Orden al virrey de México, comunicada por Mariano Luis de Urquijo. Aranjuez, 20 de abril de 1800. AGN, roo, vol, 1777, exp. 63, f. 1r.

94 Como lo demuestra elocuentemente Timothy Garton Ash, The File.

 

Información sobre el autor:

Gabriel Torres Puga (1976). Profesor investigador del Centro de Estudios Históricos del Colegio de México. Líneas de investigación: Justicia, censura y opinión pública en el siglo XVIII, Historia de la Inquisición. Principales publicaciones: Opinión pública y censura en Nueva España. Indicios de un silencio imposible (1767-1794), México, El Colegio de México, 2010. Los últimos años de la Inquisición en Nueva España, México, Miguel Ángel Porrúa, INAH, 2004.

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