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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.33 no.131 Zamora ene. 2012

 

Reseñas

 

Iván Escamilla, Los intereses malentendidos. El consulado de comerciantes de México y la monarquía española, 1700-1739

 

Gabriel Torres Puga*

 

México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2011, 364 p.

 

* El Colegio de México. Correo electrónico: gtorres@colmex.mx

 

Los intereses malentendidos es un libro notable, centrado en un tema concreto a partir de un planteamiento atractivo: la historia del consulado de comerciantes de México en las primeras cuatro décadas del siglo XVIII desde una amplia perspectiva, que entiende a la corporación no sólo en el contexto de la política virreinal sino en el de la totalidad de la monarquía española. La elegante pluma del autor consigue hilar los argumentos en una trama cautivante y dotada de cierta intriga. Puede leerse de corrido; pero ante un mundo de información, el lector necesitará regresar sobre las páginas, anotar fechas en los márgenes, cotejar datos y tomar apuntes si realmente desea aprovechar la riqueza de este magnífico estudio.

Escamilla abre su libro con un recuento historiográfico sobre las numerosas obras de índole económica, política, social y cultural que han explorado el siglo XVIII en México y España. Reconoce sus méritos y los caminos abiertos por autores como David Brading, Stanley y Barbara Stein, Horst Pietschmann y Enrique Florescano, entre muchos otros; pero advierte críticamente el énfasis que se ha dado a la llamada época de las Reformas Borbónicas en demérito de la primera mitad del siglo. Si bien existen algunos estudios importantes sobre la Nueva España bajo el reinado de Felipe V —como el propio autor reconoce, al citar los de Luis Navarro—, se trata en general de una época poco atendida, que sólo en los últimos años ha comenzado a ser rescrita con aportaciones notables, como la de Christoph Rosenmüller sobre las redes políticas en tiempos del virrey Alburquerque. Escamilla es generoso con sus fuentes y cita a varios autores que desde la historia económica se han interesado por la historia del consulado de México (Carmen Yuste, Antonio Ibarra, Bernd Hausberger, Guillermina del Valle, Oscar Cruz Barney, García Baquero, Matilde Souto y Louisa Hôberman, principalmente). Sin embargo, contra lo que podría pensarse de este balance historiográfico, Los intereses malentendidos no es un libro de historia económica o institucional, sino un estudio ambicioso de historia política, que articula con soltura los aspectos económicos e institucionales. Es, además, una historia política que explora la presencia americana como un factor activo en las decisiones mundiales. Lejos de entender la historia de Nueva España como un mero reflejo de la política europea, el autor enfatiza las conexiones y la dimensión mundial de fenómenos que a primera vista podrían parecer locales.

Seis objetivos son claramente explicados al comienzo de la obra: el primero, profundizar en el papel jugado por el Consulado de México en el proceso de reforma del orden imperial (1700-1740); el segundo, "estudiar los mecanismos de negociación y otras prácticas políticas empleadas por [el Consulado] en la promoción de sus intereses ante la Corona y sus representantes en ambos lados del Atlántico"; el tercero: "examinar las relaciones de [el Consulado] con otras instancias de poder político y económico. . . . "; el cuarto: relacionar los procesos anteriores con el entorno internacional; el quinto: analizar conceptos de monarquía, imperio, comercio y reforma; el sexto y último: rescatar y valorar la actuación de diversas figuras relevantes del mundo de la política y del comercio (pp. 20-21). A través de estas líneas de estudio, el autor intenta demostrar su hipótesis inicial: que en la primera mitad del siglo XVIII "por primera vez quedó a la vista la contradicción irreconciliable entre los intereses de la metrópoli y [los de] la colonia". La afirmación puede sonar demasiado contundente; pero Escamilla despliega de inmediato una serie de preguntas que matizan y ofrecen nuevas pistas para su estudio: "¿Fue capaz la oligarquía mercantil de generar un proyecto alternativo para la reforma de la monarquía, contrapuesto a aquel que se trataba de imponer desde la metrópoli?".

"¿Fueron todos los virreyes enviados por los Borbones enemigos acérrimos de las pretensiones del consulado o, según parece, la corporación halló en ellos imprevistos socios en la defensa de sus intereses y privilegios?; ¿halló el consulado aliados entre la intelectualidad y otros sectores de la oligarquía criolla?; ¿fue absoluta la oposición entre los comercios de México y España en este periodo?" (p. 17) Con estas inquietudes, el autor explora la comunicación política entre el consulado y la Corona (generalmente a través de la mediación del virrey) y descubre simultáneamente las entrañas del sistema político: las tendencias, las prácticas políticas, las prácticas de negociación entre el interés particular (o corporativo), el interés de la Corona y el interés público.

El primer capítulo es mucho más que un esbozo de antecedentes. Se trata de una pequeña síntesis que reinterpreta la historia del consulado de México, gracias a la cual es posible entender la formación y transformación de la corporación mexicana, el establecimiento de flotas y la consiguiente transformación en la percepción de la actividad comercial durante los siglos XVI y XVII. De acuerdo con Escamilla, sin que se abandonara del todo la representación tradicional de los comerciantes como sujetos improductivos y ávidos de poder, la impronta de los mercaderes de México mejoró y adquirió un papel dentro de la monarquía desde la fundación del consulado (1592) y sobre todo, desde la ampliación de sus facultades con las Ordenanzas de 1607. A un siglo exacto de su fundación, el comercio de México buscaba consolidar esa posición y supo aprovechar la ocasión para contribuir al restablecimiento del orden social, subvertido por el motín ocurrido en la ciudad de México. Las fuerzas improvisadas en aquella ocasión fueron el germen de los "batallones de comercio" y éstos ayudaron a fortalecer la representación del consulado como baluarte del reino. Desde los albores del siglo XVIIIi, como sugiere Escamilla en las páginas siguientes, el consulado se esforzó por consolidar esa imagen, demostrando su lealtad y su importancia para salvaguardar, ya no sólo al reino, sino a la totalidad de la monarquía española.

Ubicado ya en el periodo que le interesa, Iván reconstruye episodios y detalles que yacían sepultados en legajos de archivo o en folletos crípticos, consiguiendo con ello que algunos pasajes de fuentes más o menos conocidas (como el Diario de Antonio de Robles o las Gacetas de México de la década de 1720) adquieran fuerza y se vuelvan inteligibles. Así, por ejemplo, el hundimiento de la flota española en Vigo, en 1702, cobra la dimensión de un drama novohispano al entender el valor de la pérdida que padecieron el consulado de México y distintos propietarios (p. 84). De modo semejante, un pleito conyugal ocurrido en la ciudad de México adquiere sentido político y trasatlántico cuando Escamilla nos explica que el conflicto confrontó al virrey con el consulado, y dificultó la reunión de un préstamo a la Corona (p. 87). La complejidad de las negociaciones entre el virrey y la elite capitalina queda al descubierto en la detallada narración que hace el autor sobre el proceso —¿o sería mejor decir epopeya?— de negociación que permitió juntar el donativo de un millón de pesos para la Corona entre 1706 y 1707. El donativo no sólo fue una metáfora de la "lealtad americana" sino que se convirtió en una alianza que podríamos llamar "fundacional" de las nuevas relaciones entre el consulado y la dinastía borbónica. El comercio fue reconocido por sus aportaciones y se le reconocieron sus prerrogativas legales, además de que fue premiado con la renovación de la renta de alcabalas, lo que en última instancia era un excelente negocio. Las continuas negociaciones del consulado, a través de procuradores en Madrid, permitieron mantener la renta de alcabalas y la consolidación del regimiento de comercio. Pero también negociar con hacer frente a los intereses del consulado de Sevilla, con el que tenían fuertes discrepancias respecto de la frecuencia de flotas o del comercio con Filipinas.

El libro da cuenta también de la puesta en práctica de las condiciones del Tratado de Utrecht a partir de 1717: la concesión a Gran Bretaña del asiento de negros y del permiso para participar en el comercio atlántico, con presencia en la ciudad de México. Esta presencia incómoda de los británicos en América no sólo molestó a la Corona —que buscó la manera de provocar un nuevo conflicto para reconsiderar los términos del tratado—, sino que alteró también las relaciones cotidianas, la vida social, comercial y política de Nueva España. El libro apenas lo insinúa; pero da pie para reflexionar sobre las alteraciones en las ideas religiosas y en los viejos prejuicios que debió conllevar la presencia inglesa en la ciudad de México. Hace pensar, por ejemplo, en la obligada transformación de las representaciones del hereje en los sermones de la época o en las conversiones burocráticas de ingleses que llevó a cabo la Inquisición de México en las décadas de 1720 y 1730. El libro de Escamilla sólo nos da una ligera idea de la presencia inglesa en Nueva España; pero esos atisbos bastan para entender que la historias de los dos sistemas imperiales, español y británico, no sólo fueron simultáneas y coincidentes (como lo ha mostrado magistralmente Elliott en su reciente libro, Imperios del mundo atlántico) sino mucho más entrecruzadas de lo que a veces pensamos.

Uno de los aspectos más logrados del libro es el cuidadoso estudio de las juntas sostenidas en el palacio virreinal de México entre 1727 y 1728. En esta parte es posible constatar un notable experimento de negociación política, provisto de reflexiones, argumentos, discusiones y representaciones enérgicas. La cultura política desplegada en ese momento parece ser el producto de una acertada mezcla de reflexiones empíricas —reforzadas con manuscritos de novedades y disputas del momento— con fundamentos históricos y jurídicos, tomados de obras de autores consagrados. Fue notable, además, el alto nivel del debate político que se dio dentro de los canales establecidos y que constituyó, en realidad, una dura crítica a la política económica de la monarquía española. La cultura política se descubre también cuando el autor analiza los escritos de Juan Manuel de Oliván o cuando explora la recepción del panfleto del abate Jean Baptiste de Bos, publicado originalmente en 1703 con un falso pie de imprenta. Este texto, traducido al español por un calificador del Santo Oficio con el título Intereses de Inglaterra, tenía la intención de advertir el peligro de las ambiciones extranjeras; pero se convirtió, paradójicamente, en una demostración de las críticas que se hacían en Europa a la economía española. Ante falta de lecturas, fue natural que la recepción cobrara dinamismo: las lecturas violentas e imaginativas permitían aprovechar ciertos pasajes de un libro para fundamentar o desarrollar argumentos propios. Son tantas las pistas que ofrece Los intereses malentendidos, que el lector podría desear que el autor, con el conocimiento que revela en sus apostillas y notas a pie, explorara otras instituciones y, sobre todo, que considerara con más detenimiento la cultura política expresada en sermones (de la que apenas nos presenta una brizna); que el texto se convirtiera, pues, en una historia política total. Pero Escamilla, fiel al título y objetivos que se ha propuesto, parece contener sus pesquisas y nos ofrece acaso sólo unas pinceladas de lo que podría desarrollar en artículos y libros futuros.

Sólo resta hacer un par de objeciones. La primera tiene que ver con los límites cronológicos establecidos en algunos capítulos. Al ser tan minucioso, el autor no puede pasar por alto detalles de fechas anteriores a las que sirven de marco sus capítulos, y ello confunde ocasionalmente al lector. A pesar del capítulo introductorio, que se remonta al siglo XVI, la cronología propuesta en el título general (1700-1739) se defiende: comienza con la Guerra de Sucesión y termina con la Guerra de la Oreja de Jenkins, y por tanto, con el fin de la presencia británica en América. Pero si esto está plenamente justificado, no lo están tanto los límites de algunos capítulos (que por cierto tienen el inconveniente, a mi juicio, de no estar numerados). El quinto capítulo por ejemplo, lleva en el título como fechas límite 1722 y 1727, pues dentro de ellas se da efectivamente la relación intensa entre el consulado y la Compañía inglesa establecida en México. Pero el capítulo comienza en realidad en 1724, con el retiro de Felipe V, pasa después a 1700 y 1710; alude con detenimiento a la visita de Garzarón que comenzó en 1716, sigue a 1720 y explica la manera en que se expidió la Real Cédula de asiento de 1721. Después da cuenta de los conflictos entre el consulado y la Compañía, simultáneos a las tensiones en Europa, hasta llegar al conflicto de Gibraltar que dio pie a la expulsión de ingleses y al decomiso del cargamento del Prince Fredererick en 1727 (222). De acuerdo con lo prometido, el capítulo debía terminar ahí; pero el autor todavía nos cuenta el desenlace o chasco que se llevó el consulado en 1728 y da una idea de los últimos años de Casafuerte (1728-1730) aunque efectivamente habla de ellos con más cuidado en el siguiente capítulo. En pocas palabras, los procesos estudiados por el autor rebasan los límites cronológicos que él mismo se ha fijado y éstos resultan, por lo tanto, imprecisos o innecesarios. La segunda objeción tiene que ver con cierta falta de debate, o por decirlo mejor, con el haber relegado a notas al pie puntos cruciales de las discrepancias historiográficas. En la nota 10 de la p. 81, Escamilla pide al lector contrastar una interpretación suya con cierto trabajo de Luis Navarro. ¿No habría sido mejor que lo hiciera el autor? Más adelante, alude nuevamente a Navarro al referirse a los negocios del virrey Alburquerque y a la condena que recibió por ello (p. 102). ¿No era éste el momento de abrir una pequeña polémica, que precisara mejor las diferencias de interpretación y, sobre todo, las distintas percepciones sobre la "corrupción" de los funcionarios americanos? La necesidad de debate se hace patente en otras partes. Así, por ejemplo, Escamilla cita la "creencia" de una oposición permanente entre vascos y montañeses dentro de Consulado; pero no nos explica quiénes (es decir, cuáles historiadores) han mantenido esta creencia y sobre qué bases (p. 152). Unas páginas adelante sucede algo parecido, pues la interesante discusión sobre la autoría del Nuevo Sistema Económico para América, atribuido al ministro José del Campillo y Cosío, se relega a pie. No es claro si Escamilla aporta pruebas a favor o en contra, a pesar (paradójicamente) de que en el texto da por hecho que Campillo sí es el autor (p. 172).

Señalo estas objeciones justamente para incitar la polémica sobre diversos temas tratados en la obra y dar el justo realce que ésta merece. Si se hubieran explicitado más las diferencias y contrastes con otros trabajos historiográficos (a los que sin duda debe también muchos aciertos), habrían quedado más claros al lector menos especializado los aportes de este libro. Y éstos son, sin duda considerables; pues no hay duda de que Los intereses malentendidos revoluciona nuestra manera de entender la política en la primera mitad del XVIII (la política de México, de Nueva España, del mundo hispánico, del mundo atlántico o más si se considera que Filipinas también está contemplada) y nos da el ejemplo de conjuntar, con erudición y elocuencia, lo político, lo económico y lo cultural en un cuadro articulado, equilibrado y espléndidamente escrito.

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