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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.33 no.131 Zamora ene. 2012

 

Presentación

 

Durante tres mil años se ha mantenido un diálogo entre los dos extremos
del Viejo Mundo. Mucho es lo que ambos se han influido mutuamente y
muy diferentes son las culturas que han producido. Tenemos ahora buenas
razones para pensar que los problemas del mundo no se resolverán jamás
mientras sean considerados solamente desde un punto de vista europeo.
Es necesario ver a Europa desde el exterior, ver la historia europea, y los
éxitos europeos al igual que sus fracasos, con los ojos de la mayor parte de
la humanidad, los pueblos de Asia (y claro está, también de África).

Joseph Needham (1955), El diálogo entre Oriente
y Occidente. Dentro de los cuatro mares.

 

Hoy, China tiene alrededor de mil cuatrocientos millones de habitantes. Junto con la India (849 millones) y el resto de Asia, suman más de 60% de la población que habita el planeta. Si sumamos África, la cifra aumenta en 634 millones de habitantes más, lo cual hace a estas poblaciones "no occidentales" la indiscutible mayoría del mundo. Pero no es el caso: quitemos África porque de ella no trata este número de la revista: concentrémonos, pues, en Asia, que es nuestra invitada. De todas maneras, la población asiática sigue siendo de abrumadora mayoría con respecto a Occidente. Tal y como era en 1955 cuando escribía Needham, o como quizá podría haber sido en el siglo XVI o en el XVIII. Aún no tenemos una historia demográfica comparativa fehaciente sobre el tema, aunque los avances en este sentido —como muestra el libro de Newman sobre la demografía en Filipinas, y que se reseña aquí—pueden invitar a hacerla. Cabe destacar, por cierto, que no se trata de territorios más grandes que pueden acoger más gente. La población de Japón (127,960 mil habitantes) en el siglo XXI, sobrepasa por mucho a la de México (112,322 mil habitantes), pero no por los quince millones y pico más de personas sino por la relación de habitantes por territorio: la densidad de población para el archipiélago japonés, de menos de 378 mil km2 , es de 337.1 habs/km2 , mientras que para México, territorio continental y continuo (casi dos millones de kilómetros cuadrados) es de 57 habs/km2 . Esto, por fuerza, implica formas de vida distintas, de cultura, de concepción del mundo, con todo lo que ello conlleva.

Perdóneseme el presentar tantas cifras de entrada para un número de la revista que va más por el derrotero de lo cultural y lo político (los comentarios aristotélicos en chino, la labor lingüística de los misioneros, la política exterior, la reacción japonesa contra el cristianismo, pero también la cultura material de los colimenses que adquieren efectos de Oriente como menester para subsistir y permanecer en un determinado estatus social). Todos estos datos son de vital importancia para hacernos una idea del peso de las sociedades en este contexto. Desde antes del siglo XVI hasta el XXI, parece que Occidente ha intentado infructuosamente entender al Oriente, sin conseguirlo, porque se ve a sí mismo desde su interior y no desde el exterior, como dice Needham.

Desde siglos atrás, el gran argumento que construyó Occidente para justificar su expansionismo fue una especie de exceso imaginario —para utilizar la figura retórica de "desmesura" del reciente libro de Gruzinski—1 fundado en la evangelización del Orbe: plan desmesurado por escatológico. Por supuesto, esto iba de la mano junto con otro gran imaginario de un mundo no Occidental abundante en riquezas. Si es correcta la interpretación de la llamada estela nestoriana de X'ian, ya desde el siglo VIII habrían llegado grupos de sirios nestorianos a China para predicar el evangelio y las formas de vida ascética. Los nestorianos se confundieron con el resto de las religiones y no proliferaron mayormente. Se conoce también la historia de una evangelización franciscana de China en el siglo XIII, que solamente prosperó durante los mongoles y decayó al inicio de la dinastía Ming con su política de cierre frente al exterior. Pero Occidente no cejó en el intento. A principios del siglo XVI (1517) ocho barcos portugueses navegaron rumbo a China desde Malaca —la encrucijada de Asia por excelencia en aquel tiempo— dirigidos por Tomé Pires. En la primavera de 1520 estaban asentados en Cantón y pensaban que tenían asegurado su dominio tras algunas conversaciones con el emperador chino en Nankin. Pero el emperador murió en abril de 1521 sin haber llegado a ningún acuerdo y los portugueses fueron apresados en Cantón, juzgados y ejecutados acusados de bandidaje en 1523. China cerró sus puertas brevemente a los "ladrones" de Occidente. Por cierto, Gruzinski ha ensayado, en el libro mencionado, la idea de las historias conectadas: la experiencia europea en Asia respecto a la conquista de Mexico-Tenochtitlan por Hernán Cortés, en agosto de 1521. Con ello enffatiza su idea de la desmesura europea así como del primer proceso de mundialización en el siglo XVI en el que ya no existe continente alguno que no sufra la dinámica occidental. Un proceso en el cual, a fin de cuentas, los diálogos entre Oriente y Occidente han sido intermitentes. Importa ubicar este concepto, pues es utilizado por algunos de los autores de este número.

Pero volvamos a China. Destaca el tesón de los occidentales por entrar en el extremo Oriente. Sesenta años después de los acontecimientos de Cantón, en 1582, los misioneros jesuitas obtuvieron permiso para entrar en China y establecerse. Los personajes más llamativos de este proceso fueron Matteo Ricci y Michele Rugieri, quienes se encargaron de componer un vocabulario de equivalencias entre la lengua china y la portuguesa que permitiera el proceso de evangelización en el extremo oriental. Pero también resulta relevante la figura de Francesco Sambiasi, cuya obra Lingyan lishao (1624) es el pretexto para adentrarnos en el primer artículo de nuestra sección temática.2

El Lingyan lishao (que se puede traducir por "Humilde discusión sobre cuestiones del alma"), conocido también como el Aristoteles Sinicus, es uno más de la serie de comentarios que los teólogos cristianos —y otros autores antes que ellos— elaboraron a partir del tratado De anima, una reflexión filosófica de la Grecia clásica atribuida a Aristóteles. Una serie de particularidades de este comentario escrito en chino por Sambiasi sirve a Isabelle Duceux para mostrarnos no solamente la riqueza del pensamiento jesuita en materia teológica, sino los niveles o grados de adaptación de los discursos occidentales a otras realidades. Mediante un análisis comparativo de este texto con otros de miembros de la Compañía, Duceux nos muestra el amplio margen de maleabilidad discursiva y libertad que tenían los escritores jesuitas para tratar temas difíciles de la teología. Pero también, su interés en dialogar con las culturas distintas a la suya. Un ejemplo importante es comparar la manera en la que los jesuitas no se preocuparon por adaptar al sistema de pensamiento náhuatl algunos de sus textos —ya que la traducción al náhuatl seguía la sintaxis de las obras en latín— con el titánico esfuerzo por asimilar el pensamiento chino y tratar de traducir no solamente las palabras sino el sistema mismo de pensamiento. Y aunque Duceux demuestra el fracaso de Sambiasi para expresar difíciles cuestiones metafísicas como lo respectivo al alma y el concepto de Dios bajo la estructura de un pensamiento filosófico chino plagado de elementos materialistas, no deja de llamar la atención que el esfuerzo estaba fundamentado por una admiración a una cultura distinta que la occidental que, a su semejanza, tenía una tradición basada en los textos y los libros.3

Pero, ¿qué tanto en realidad entendían los misioneros occidentales la cultura, el pensamiento y la lengua del extremo Oriente? Por supuesto que los asuntos lingüísticos tenían que ver con una concepción acerca de la necesidad de aprender y dominar un lenguaje extraño para tener éxito en el proceso de evangelización, concepción que si bien era general, difería de una orden misionera a otra. En este sentido, el artículo de Pascale Girard nos mete de lleno en la experiencia de, otra vez, dos misioneros religiosos en China a finales del siglo XVI y principios del XVIII: nuestro ya mencionado jesuita Mateo Ricci y el franciscano Pedro de la Piñuela. El problema aquí se complica más cuando el autor introduce reflexiones desde el punto de vista de la lingüística contemporánea del siglo xx. ¿Estaban los misioneros realmente aprendiendo y describiendo (dos cosas muy distintas) las lenguas de esas tierras, o acaso estaban imaginando que las aprendían y entendían a partir de su propia concepción de lo que era el lenguaje? Las discusiones, en ese sentido, sobre la percepción de la escritura ideográfica china en comparación a la escritura fonética occidental que había en la época, y de la que se ocuparon desde el padre Joseph de Acosta hasta Leibiniz, es aleccionadora. Lo que nos deja en claro Girard es que la práctica de los misioneros y las lucubraciones de los estudiosos de la lengua en sus gabinetes fue, durante siglos, por rumbos completamente distintos. Además, queda en claro que la experiencia de los misioneros en ciertas regiones de Oriente, en términos lingüísticos, era muy ardua. Piñuela mismo no logró dominar fluidamente el chino sino hasta después de nueve años de habitar en esas tierras. E incluso comentaba que no era lo mismo intentar aprender el tagalo de las Filipinas que, según él, cualquier misionero podía dominar con cinco o seis meses de aprendizaje, que el chino continental que ni siquiera en dos años era accesible ya que "estos nomitativos no son conçertados como los de la lengua Tagala". A final de cuentas, Girard nos hace reflexionar no solamente en la práctica lingüística de las órdenes misioneras, sino en cómo el contacto con esas realidades culturales distintas impactó y modificó sus políticas evangelizadoras a partir del problema de la lengua.

Y ya que tocamos a las Filipinas gracias a la aparente facilidad de la lengua tagala según fray Piñuela, el artículo de Paulina Machuca nos lleva a una dimensión distinta de los diálogos intermitentes entre Oriente y Occidente: la de la cultura material que viajaba entre las posesiones españolas de Filipinas y la Nueva España —específicamente el caso de Colima—, gracias al Galeón de Manila. La ruta del clásico conjunto de textos de Jean-Pierre Berthe (De Sevilla a Manila) se ve diseccionada y aprovechada para poner atención en uno de los tantos puntos de la ruta del Pacífico. Retomando la idea braudeliana de cultura material, Machuca nos lleva a revisar un conjunto de elementos suntuarios que provenían de Oriente y que estaban presentes en la vida cotidiana de los colimenses de cierto pelo. A partir de rastros de testamentos, cartas de dotes e inventarios de bienes, entre otros documentos, podemos acercarnos a lo que seguramente los vecinos principales de una villa apartada del núcleo central de la Nueva España (Colima) concebían como objetos lujosos. Apartada sí del centro neurálgico de la Nueva España, pero cercana al eje del comercio con Oriente, Colima, a fin de cuentas, quedaba muy cerca de alguno de los primeros avistaderos de la llegada del Galeón de Manila (como Bahía de Banderas o Cabo Corrientes), y eso redundó obviamente en la acumulación de bienes suntuarios, ya sea por comercio formal o por contrabando. Machuca nos invita a un recorrido por estos registros de la cultura material producida del otro lado del mar: vestidos y piezas de tela de acabado fino, objetos de marfil tallado con temas religiosos y seculares, muebles de divina y fina factura. Pero también nos habla de mestizajes culturales en prácticas productivas, como todo lo que tiene que ver con el aprovechamiento de la palmera de coco, desde su utilización arquitectónica hasta la producción de tuba o vino de coco. El texto de Machuca nos muestra un intenso intercambio y mestizaje que viene desde finales del siglo XVI.

El siguiente artículo de la sección temática nos hace dar un salto de varios siglos para situarnos de nuevo en el problema de los diálogos intermitentes y abruptamente cortados, ahora entre México y el conjunto de naciones del Suroeste Asiático. Juan José Ramírez Bonilla ensaya un análisis del porqué la política exterior implementada por el gobierno mexicano en los recientes tres sexenios ha sido un obstáculo para establecer mejores relaciones con sociedades internacionales de cooperación como la Asociación de Naciones del Suroeste de Asia (ANSEA), creada en 1967. A pesar del interés del gobierno mexicano de que México forme parte del selecto grupo de naciones que son socios de diálogo de la ANSEA a través de su Foro Regional (ARF), instalado en 1993, los gobiernos de los países del sureste asiático no percibieron a México como un miembro de la comunidad internacional con relevancia en la zona Asia-Pacífico. Por otro lado, la pésima relación personal entre el presidente Zedillo y Mohammad Mahathir (primer ministro malayo) en los foros internacionales, y luego la abierta contradicción entre los lineamientos de la política exterior de México con respecto a los del derecho internacional expresado por la Carta de las Naciones Unidas, a partir de la administración de Fox, terminaron por dejar la idea entre los líderes asiáticos de que México es un país intervencionista en materia de democracia y derechos humanos. Por supuesto que los asiáticos no quieren un socio de este estilo. El análisis de Ramírez Bonilla nos demuestra que dicha contradicción obedece a una especie de esquizofrenia de la política mexicana en la que documentos como el Plan Nacional de Desarrollo contradice flagrantemente a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en materia del respeto que se le debe a la soberanía de las naciones y la autodeterminación de los pueblos.

Pero volvamos en el tiempo y el tema de la evangelización como punta de lanza del Occidente en Oriente. A diferencia de la experiencia jesuítica en China, que por lo menos pudo mantenerse hasta la supresión de la Compañía en 1773 —aunque con muchas persecuciones contra los católicos desde la década de 1740—, la experiencia de la evangelización en Japón fue muy distinta y tuvo una vida más corta y violenta, con un importante saldo de varias decenas de mártires y santos que engrosaron los procesos de canonización de la Iglesia católica. Los primeros jesuitas arribaron a Japón en 1549, incluso antes de que comenzase realmente el proceso de colonización y poblamiento de las Filipinas (1565). Las cosas no fueron fáciles dado el convulso estado de guerra entre los daimyôs japoneses, pero empeoró tras la unificación (parcial) con el ascenso de Toyoto-mi Hideyoshi, entre 1582 y 1586. La llegada, un tanto accidental, de franciscanos desde Manila en 1596 terminó por complicar el panorama por su poco apego a la autoridad de Hideyoshi. Sobrevino entonces la primera persecución que terminaría con la muerte de los mártires de Nagasaki, en febrero de 1597 y, durante los dos primeros shogun Tokugawa, Ieyasu y Hidetada (1603 a 1623), hubo una especie de estira y afloja entre los japoneses y los misioneros católicos, pues algunos daimyô toleraban a los misioneros mientras que otros los perseguían. En ese contexto, un simpatizante de las misiones cristianas, el daimyô de Oshü —un señorío del noreste japonés con capital en Sendai—, Date Masamune, organizó una primera embajada japonesa para enviarla a Europa. Masamune ordenó la construcción de un barco que zarpó con cerca de 180 japoneses y los restos de la expedición de Sebastián Vizcaíno más el franciscano Luis Sotelo, en octubre de 1613, bajo las órdenes de un samurái: Hasekura Tsunenaga Rokuyemon. Es, precisamente, este personaje el que presta su rostro para la portada de este número.4

Hasekura tenía las órdenes de su daimyô de entrevistarse con Felipe III en Madrid y con el papa Paulo V en Roma, para lograr apoyo mediante el envío de misioneros franciscanos a Japón y el establecimiento de un tratado comercial. La expedición llegó a la Nueva España en enero de 1614, y algunos de los japoneses se quedaron en la costa mientras Hasekura proseguía hacia México y luego a Madrid. Entre estos japoneses que quedaron en Nueva España es posible que se encuentre el origen —entre otras tres posibilidades— de aquellos que se integraron a la sociedad de la ciudad de Guadalajara del siglo XVII, de quienes trata precisamente el libro de Falck reseñado en este número. Hasekura se entrevistó con Felipe III en enero de 1615 y, unos días después, se convirtió al cristianismo y fue bautizado por el arzobispo de Toledo como Felipe Francisco Hasekura. A finales de 1615, partió hacia Roma donde fue recibido en noviembre por la curia romana y hecho ciudadano por el senado de la ciudad de Roma. No se sabe dónde fue pintado su retrato, de autor anónimo, orando frente a un crucifijo. Fue hecho obviamente después de su conversión, en febrero de 1615 en Madrid, pero quizá los pinceles sean italianos. El samurái ha adoptado el riguroso atuendo negro del siglo XVII español con puños y cuello de encaje blancos — que no llega a ser ni gola ni lechuguilla—, pero conserva su cabello largo atado a la usanza nipona y porta una espada japonesa (seguramente un tachi, por la disposición en la que es llevada), que atestigua su alto rango entre los samurái y el que se encuentra en una actitud ceremonial. Las manos en ademán de plegaria y la mirada puesta en el crucifijo contrastan con cierto aire de seriedad y dureza característico de las maneras niponas de los guerreros. Es una pintura que, de manera sencilla, condensa mezclas culturales presentes en las historias conectadas de su tiempo. Un cuadro que contrasta, además, con el pintado por el francés Claude Deruet en la corte romana en 1615, en el que retrata a Hasekura a la manera en la que se solía representar a los embajadores, con su vestimenta tradicional —kimono con hakama, en este caso—, portando ahora una katana además del tachi, y en el que se observa, a través de una ventana, la nao que comandó en su viaje de Japón a la Nueva España (el San Sebastián).5

Aunque Felipe III y Paulo V recibieron con atenciones a Hase-kura, poco hicieron en el sentido del establecimiento de tratados y otras promesas de apoyo. Sabían bien que Hasekura solamente representaba a un señor secundario interesado en establecer mayores contactos con Occidente, pero cuya política iba en sentido contrario a la de los shogun Tokugawa quienes, con la implícita aceptación del débil emperador Go-Mizunoo Tenno, arremetieron contra los misioneros católicos y publicaron un edicto de expulsión en 1613. Con el fracaso de su misión diplomática a cuestas, Hasekura volvió al Japón en 1620 justo cuando, en Sendai, Date Masamune declaraba la prohibición del cristianismo en su territorio por temor al shogun. Hasekura murió dos años después sin renunciar, al parecer, a la fe cristiana, pues sus parientes, viuda y sirvientes fueron perseguidos durante años. En 1640 se encontraron y confiscaron algunos objetos del culto católico que Hasekura había llevado desde Europa, y que permanecían en poder de sus familiares.

La anécdota de la conservación de la fe cristiana de Hasekura y los suyos nos sirve para referirnos al maravilloso documento que presentan Agustín Jacinto y Tamiko Kambe O. : el Yaso kunjin kitô genbun, o "Texto original de las oraciones del catequista cristiano".

A pesar de las persecuciones iniciadas en 1597, y de las duras prohibiciones del culto católico en Japón a partir de la década de 1610, los misioneros siguieron entrando secretamente en el archipiélago y muchos conversos permanecieron en su fe de manera clandestina. Tras las revueltas campesinas de la década de 1630, el tercer shogun Tokugawa, Iemitsu, decidió endurecer la prohibición de la religión cristiana, todo contacto y comercio con los europeos, así como la entrada de extranjeros o la salida de japoneses del archipiélago. Una política de aislamiento iniciada con el decreto de Sakoku y que caracterizó todo el periodo Edo hasta la restauración Meiji de 1866. Para acabar con los —permítase la expresión— criptocristianos, en 1640 se creó una organización bajo el eufemístico nombre de Oficina de Cambio de Religión (shûmon aratame-yaku) que tenía por objeto inducir a la apostasía por medios violentos. A la manera de los inquisidores del Santo Oficio occidentales en la misma época, los oficiales de la shûmon aratame-yaku necesitaban conocer a la perfección cualquier tipo de manifestación externa de la religiosidad cristiana, incluida por supuesto las palabras y conceptos contenidos en las plegarias de los creyentes. El resultado fue una extensa serie documental que servía para el interrogatorio de los cristianos durante el tormento, de la cual el texto presentado aquí es un fragmento. Un punto importante por el que discurren Jacinto y Kambe en la presentación del documento es que la respuesta de los shogun no fue tanto por el miedo al cristianismo como doctrina religiosa sino porque la dinámica de la evangelización era percibida por los japoneses como una política de penetración violenta asociada a su afán expansionista. Un elemento más para calibrar la desmesura del imaginario —y la actitud— de Occidente.

A pesar del cierre de Japón al comercio y la evangelización, los españoles permanecieron en Manila —donde fueron a parar muchos japoneses que escaparon a la prohibición del cristianismo—, utilizándola como puerta del comercio con Oriente. China y otras regiones del Suroeste Asiático siguieron llevando mercancía a Filipinas, que era intercambiada y transportada por los españoles a través del Pacífico hasta Nueva España, y de ahí a Sevilla. A principios del siglo XVIII, el sistema comercial español por ambos océanos estaba perfectamente establecido, y participaban de él los consulados de comerciantes de uno y otro lado del Atlántico. Sobre este intríngulis político y comercial nos habla el libro de Escamilla, reseñado también en estas páginas.

Después de estos textos que nos llevan de un lado al otro del orbe y que nos sirven para tomar conocimiento en una perspectiva macro del mundo entre los siglos XVI y XXI gracias a cientos o miles de diálogos ahora iniciados, ahora rotos, entre poblaciones y culturas, podemos descansar nuestra mirada en puntos fijos, más pequeños, desde el observatorio micro de lo local.

Por una parte, el trabajo de Ramón Goyas nos propone la micro-historia de un latifundio rural a lo largo de tres siglos: la Hacienda de la Ciénega, ubicada en la depresión chapálica de la Nueva Galicia, en la alcaldía mayor de La Barca, muy cerca de la línea divisoria con el distrito de la Audiencia de México. A lo largo del trabajo, observamos a los propietarios de la hacienda ejercer una serie de estrategias para la acumulación de títulos de caballerías y estancias de ganado mayor y menor, relaciones con los oidores de la Audiencia de Guadalajara, los cambios en las estrategias de producción de ganado y las relaciones con los peones, casi todos indios laboríos. A fines del siglo XVIII la hacienda pasó a manos del Fondo Piadoso de las Californias, que inició una política de arrendamiento de las tierras de la hacienda para poder obtener ingresos. El arrendamiento traería como consecuencia el aumento de invasiones de tierras, conflictos que prosiguieron hasta la apropiación del latifundio a manos del gobierno en 1842.

Por otra parte, el trabajo de Arturo Argueta y Aída Castilleja nos ofrece una mirada al complejo entrecruzamiento de la vida social, religiosa y cultural de un pueblo p'urhépecha de la Meseta, Cherán, con las uauapu o avispas mieleras. La actividad de los panaleros de la localidad, es decir, aquellos que se dedican a la recolección de los panales, la miel y las larvas de las uauapu es muy secundaria y poco provechosa en términos económicos. Pero Argueta y Castilleja nos muestran la profunda articulación de estos productos silvestres recolectados en los bosques con los ciclos ceremoniales de la comunidad, las relaciones de reciprocidad y parentesco, el sistema de saberes y, a fin de cuentas, la compleja concepción del cosmos del cual forman parte tanto los p'urhépecha como las uauapu. En un complejo proceso de deconstrucción, Argueta y Castilleja revelan las relaciones simbólicas que establecen los habitantes de Cherán entre el mundo de los hombres y el mundo de las uauapu: el panal como mundo, el trabajo colectivo, la relación con la naturaleza y su aprovechamiento.

No es necesario, por ser bien conocido, hacer el recuento de lo que ha venido sucediendo en estos meses y años en el poblado de Cherán. Pero el poder reconstruir las maneras en las que una comunidad campesina vive y que subsiste sobre todo del aprovechamiento de los recursos forestales, nos invita a una reflexión que nos regresa al pensamiento de Needham con el que abrimos esta presentación. Los problemas del mundo no se resolverán jamás mientras sean solamente vistos desde la mirada de Occidente. Es necesario ver los problemas de Occidente desde fuera, desde la mayor parte de la humanidad. Y, a veces, ese otro no queda en el lejano Oriente: está en la propia casa, en las montañas y en las selvas del propio mundo que se piensa occidental.

 

Víctor Gayol

 

Notas

1 Serge Gruzinski, L'Aigle et le Dragon. Démesure européenne et mondialisation au XVTe siècle, París, Fayard, 2012, 429 p.         [ Links ]

2 Sección cuyo artífice ha sido Thomas Calvo, el director de esta revista.

3 Una traducción completa del Lingyan lishao con más abundante tratamiento de la entrada del pensamiento occidental a China, en Isabelle Duceux, La introducción del aristotelismo en China a través del De anima, siglos XVI-XVII, México, Centro de Estudios de Asia y África, El Colegio de México, 2009, 656 p.         [ Links ]

4 Agradecemos profundamente las gestiones del embajador Eikichi Hayashiya (conocedor de México y traductor, junto con Octavio Paz, de las obras de Bashö) y la doctora Melba Falck ante el Museo de la Ciudad de Sendai, Japón (仙台巿博物館), para permitirnos publicar esta imagen de su colección.

5 El cuadro se encuentra en la Galería Borghese, Roma.

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