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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

On-line version ISSN 2448-7554Print version ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.31 n.124 Zamora Nov. 2010

 

Sección General

 

Dos visiones en torno a un problema: las tierras comunales indígenas en Oaxaca y Michoacán, 1824-1857

 

Two Visions of One Problem: Communal Indian Lands in Oaxaca and Michoacán, 1824-1857

 

Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell*

 

El Colegio de Michoacán * larrioja@colmich.edu.mx

 

Fecha de recepción del artículo: 4 de marzo de 2010.
Fecha de aceptación y recepción de la versión final: 27 de julio de 2010.

 

Resumen

Este artículo intenta mostrar la posición que asumieron los gobiernos republicanos de Oaxaca y Michoacán frente a un componente de su realidad: las tierras comunales indígenas. En este mismo orden, trata de revelar cómo visualizaron las autoridades políticas -entre 1824 y 1857- dichas tierras, qué retórica construyeron y qué acciones legales desplegaron al respecto.

Palabras clave: Anticorporativismo, desamortización, pueblos de indios, tierras comunales, legislación liberal.

 

Abstract

This article attempts to demonstrate the position adopted by the republican governments of Oaxaca and Michoacán in relation to one particular component of their reality: communal Indian lands. In addition, it strives to reveal how political authorities visualized those lands from 1824 to 1857, the rhetoric they constructed, and the legal actions they implemented in this respect.

Keywords: anticorporativism, disamortization, Indian towns, communal lands, liberal legislation.

 

En cuanto se rompa el vínculo de la propiedad comunal, el
pequeño propietario muy luego se hará más adicto de lo que
nunca había sido a su querida nación; porque, como dice
Filangieri,
la propiedad individual es la que da el ser al
ciudadano y el suelo el que le une a la patria.
El Constituyente, Oaxaca, 1856.

 

Introducción1

Durante mucho tiempo se pensó que la desamortización o desvinculación era una temática relacionada con los enfrentamientos entre el Estado liberal y las corporaciones religiosas; asimismo, se interpretó como un fenómeno propio de aquellos espacios hispanoamericanos que experimentaron un proceso de reforma durante el siglo XIX. Afortunadamente, desde hace tres décadas, esta visión se ha transformado profundamente y matizado en el entendido de que la desamortización fue un proceso más complejo mediante el cual las corporaciones civiles y religiosas experimentaron una rebaja en sus privilegios, una adecuación en su personalidad jurídica y una profunda transformación en su régimen de propiedad.2 En este mismo orden, se probó que no fue un proceso específicamente hispanoamericano y mucho menos privativo del siglo XIX; por el contrario, irrumpió tanto en Europa como en América en diversas épocas.3 En el caso hispanoamericano, se sabe que la Corona española instrumentó en sus colonias una política anticorporativa desde mediados del siglo XVIII, misma que se legó a las naciones independientes y que, consecuentemente, los gobiernos republicanos se encargaron de perfeccionar y radicalizar durante el siglo XIX. Tan sólo en México destacaron por mucho las reformas instrumentadas por Valentín Gómez Farías durante el periodo 18321833 y las desplegadas por la generación juarista entre 1855 y 1859; en el caso de Bolivia, por ejemplo, descollaron las acciones desvinculadoras del presidente Mariano Melgarejo entre 1866 y 1868, y las desplegadas por los gobiernos militares del periodo 1880-1890;4 en Colombia, por su parte, sobresalieron las reformas que privatizaron los resguardos indígenas entre 1821 y 1834;5 mientras que en Guatemala destacó el programa liberal del presidente Mariano Gálvez entre 1831 y 1835, y la tardía reforma que impulsó el mandatario Justo Rufino Barrios entre 1876 y 1885.6 Como puede observarse, a lo largo del siglo XIX, diversos Estados americanos combatieron la existencia de las corporaciones -civiles y religiosas-, abolieron los privilegios corporativos, cuestionaron el estancamiento de la tierra en manos muertas y, sobre todo, exaltaron la concepción liberal sobre el derecho pleno e individual de la propiedad.

Centrando la atención en México, salta a la vista que el proceso desamortizador ha sido estudiado ampliamente por la historiografía dedicada al siglo XIX. Haciendo un breve balance, podemos decir que el grueso de los trabajos ha fijado su atención en el influjo de la denominada Ley Lerdo o Ley de desamortización de fincas rústicas y urbanas... de 1856 sobre las corporaciones religiosas,7 mientras que una menor proporción se ha dedicado a estudiar lo acaecido en las corporaciones civiles. Sobre este último enfoque, existen importantes aportes tanto en el nivel regional como local, producto -a mi parecer- del papel que jugaron los pueblos indios como corporaciones civiles y de las contrariedades que acarreó la desamortización en la estructura agraria indígena.8 Revisando dichos aportes, sobresalen algunos elementos que son dignos de resaltar. En principio, la mayoría de los trabajos toma como eje analítico la Ley Lerdo y las múltiples implicaciones que acarreó en las áreas rurales. Si bien es cierto que este enfoque ha permitido conocer el tipo de tierras que fueron afectadas por la legislación liberal, también es verdad que ha omitido el análisis de tópicos estrechamente ligados a este proceso, tal es el caso de la desvinculación de terrenos adscritos a la nobleza indígena, la redención de censos enfitéuticos, la desmembración de bienes indivisos, la privatización de bosques, pastos y dehesas comunes, la adjudicación de bienes muebles e inmuebles en manos de cofradías indígenas y la cuantificación de los terrenos comunes que quedaron bajo el influjo de dicha ley.9 En segundo lugar, sobresalen aquellos estudios que con posturas analíticas locales visualizan la Ley Lerdo como la culminación de un proceso de transformaciones agrarias -con ritmos y alcances diferentes- donde convergen la consolidación del liberalismo y la emergencia del capitalismo concurrencial.10 Este trabajo se enmarca en dicha postura e intenta mostrar la posición que asumieron los gobiernos republicanos de Oaxaca y Michoacán frente a un componente de su realidad: las tierras comunales indígenas. En este mismo orden, trata de revelar cómo visualizaron las autoridades políticas -entre 1824 y 1857- dichas tierras, qué retórica construyeron y qué acciones legales desplegaron al respecto. Es de advertir que un ejercicio de esta naturaleza implica, necesariamente, una tensión entre las semejanzas y las diferencias que se precipitaron en dos lugares como Oaxaca y Michoacán. En este sentido, me inclino por cultivar dicha tensión, pues suele ser el núcleo del análisis comparativo; un análisis que, en la medida de lo posible, permitirá vislumbrar las rutas que siguió la desamortización civil en dos espacios del México poscolonial y ponderar si los procesos particulares tienen una resonancia más amplia o si los procesos generales poseen repercusiones individuales trascendentes.

Antes de entrar en materia conviene precisar algunas cuestiones de método. La primera radica en que los argumentos del texto se apoyan tanto en los discursos como en las leyes que los gobernantes oaxaqueños y michoacanos emitieron para desamortizar las tierras y los bienes comunales indígenas.11 Lo anterior pone en evidencia una de sus limitantes, pues es claro que tendría que darse igual o mayor peso a otros puntos de vista de las autoridades, cosa que planeo hacer en trabajos futuros. Otro asunto es que la retórica y la legislación son ante todo un pretexto para acercarme a la visión que tenían los gobernantes republicanos sobre las tierras indígenas. Si bien es cierto que dichos elementos se distinguen por plantear percepciones muy generales, también es verdad que revelan de manera muy clara el ir y venir de las ideas que buscaban transformar las propiedades y los bienes corporativos.

 

Los pueblos y las tierras indígenas durante la primera mitad del siglo XIX

Examinando los informes y las memorias de la Secretaría de Fomento, salta a la vista que hacia 1857 las acciones liberales que buscaban evitar el estancamiento de la tierra en manos de las corporaciones civiles y religiosas experimentaban profundos rezagos. En opinión de las autoridades federales, dichos atrasos eran producto de varias cuestiones: la desidia de los ciudadanos, especialmente de los "antiguamente llamados indígenas"; la abundancia de tierras ociosas e improductivas, el arraigo de viejas prácticas agrícolas que sumían los campos en el mayor atraso y la carencia de caminos y rutas de comunicación. A juzgar por las autoridades, esta situación era generalizada en todo el país, pero particularmente preocupante en estados como Chiapas, Michoacán, Oaxaca, Puebla, Tlaxcala, Yucatán y Veracruz; entidades donde -casualmente- los indígenas no sólo eran el componente mayoritario de la población, sino también los principales generadores de recursos fiscales y materiales e importantes poseedores de terrenos agrícolas.12

Centrando la atención en los casos de Oaxaca y Michoacán, llama la atención que el primero de ellos era un estado que sumaba 531,502 habitantes hacia 1856, de los cuales 88 por ciento era considerado indígena, mientras que 12 por ciento era catalogado como no indígena. Sobre los indígenas, se sabe que existían alrededor de 16 grupos étnicos en el estado, siendo los hablantes de zapoteco y mixteco los grupos más numerosos y extendidos.13 En lo que respecta a la estructura agraria estatal, se distinguió por tener varios tipos de propiedad, aunque la comunal predominó a lo largo del territorio. En este sentido, no es casualidad que los pueblos de indios destacaran frente a otro tipo de unidad productiva como los principales poseedores de las tierras agrícolas. Esto se explica, en parte, por la agreste geografía oaxaqueña, la supremacía de la población indígena y la histórica relación entre indios y no indios en la apropiación de los excedentes productivos, ya que sin afectar las tierras indígenas los no indios se apoderaron de la producción y el trabajo nativo. Dichas condiciones no sólo garantizaron la existencia de una estructura agraria indígena, sino también el predominio de los pueblos frente a los ranchos y las haciendas. Una prueba de ello deriva de los datos acumulados en los estudios estadísticos del siglo XIX, los cuales refieren que hacia 1810 había en Oaxaca 928 pueblos, 83 haciendas y 269 ranchos; para 1844, los datos sumaban 939 pueblos, 78 haciendas y 525 ranchos; mientras que en 1857 las cifras señalaban la existencia de 943 pueblos, 85 haciendas y 499 ranchos.14

Es de advertir que, hacia la primera mitad del siglo XIX, estos pueblos se distinguieron por tener una estructura agraria compleja, dentro de la cual sobresalieron tres elementos: uno, la existencia de tierras corporativas adscritas jurídicamente a los gobiernos indígenas y usufructuadas por los indios comunes; dos, la permanencia de tierras vinculadas a cacicazgos y trabajadas por terrazgueros o macehuales; tres, el simulacro de un mercado agrario donde los gobiernos indios arrendaron el acceso y el usufructo de sus tierras comunes a favor de pueblos vecinos, haciendas, ranchos, caciques e indios enriquecidos; incluso, dicho simulacro también lo practicaron las familias indígenas que arrendaban, vendían o heredaban, al interior de sus pueblos, los derechos de usufructo sobre sus parcelas de común repartimiento.15

En contraste con dicha realidad, el estado de Michoacán se distinguió por tener alrededor de 604,500 habitantes en 1860, de los cuales 44 por ciento era considerado indígena y 56 por ciento no indígenas. Sobre los indígenas, se tiene conocimiento de la presencia 4 grupos étnicos en el estado, siendo los hablantes de purepecha los más numerosos.16 En lo que respecta a la estructura agraria, existió un mosaico de formas de poseer la tierra, destacando por mucho la propiedad individual. A juzgar por algunos especialistas, esta situación derivó de una larga historia relacionada con el poblamiento del Occidente, en general, y de Michoacán, en particular, el cual se realizó con diversos contingentes de población europea, mestiza, castiza e incluso indígenas del centro de México. Si bien es cierto que desde la época prehispánica existió una población sedentaria en Michoacán, también es verdad que con el avance del colonialismo este espacio experimentó un acelerado mestizaje que dio como resultado un mosaico de población multiétnica. Obviamente, con este proceso llegaron los primeros rebaños y cultivos de origen europeo, los cuales se multiplicaron e incluso incentivaron el surgimiento de unidades productivas como los ranchos, las estancias, las haciendas, las minas y los trapiches. Así, no es casualidad que -hacia el siglo XVIII-los pueblos indios de Michoacán convivieran con un alto porcentaje de población mestiza y, sobre todo, con numerosas unidades productivas que les disputaban el acceso y control de la tierra.17 Por si esto no fuera suficiente, desde una etapa muy temprana los pueblos indios acostumbraron vender, rentar e hipotecar sus derechos absolutos sobre las tierras comunes, ya sea a favor de indígenas o no indígenas; diversas explicaciones existen para ello, ya sea el excedente de tierras comunes, la baja densidad poblacional respecto a la disponibilidad de recursos, la presión económica de las empresas agrarias de origen europeo sobre la territorialidad nativa e incluso el acelerado proceso de mestizaje en las áreas indígenas;18 sea de ello lo que fuera, lo cierto es que dichos factores alentaron -con el tiempo- dos importantes procesos: la comercialización y la desigual distribución de tierras comunales indígenas en el espacio michoacano. Tal parece que esta situación persistió e incluso se agudizó durante la primera mitad del siglo XIX, pues las estadísticas de la época revelan que hacia 1823 existían en la entidad 1,356 ranchos, 333 haciendas y 265 pueblos;19 mientras que cuarenta años después las cifras eran las siguientes: 1,500 ranchos, 450 haciendas y alrededor de 277 pueblos.20

Si bien es cierto que el tipo de población y propiedad, así como los procesos históricos regionales fueron factores que incidieron en la estructura agraria de cada estado, también es verdad que las críticas y reformas desplegadas contra las tierras comunales indígenas fueron elementos que compartieron e incluso marcaron la historia de Oaxaca y Michoacán desde 1824 hasta 1857.

En este orden, cabe preguntarse ¿Qué se entendía por propiedad comunal y qué tipo de propiedades comunales existían en Oaxaca y Michoacán durante la primera mitad del siglo XIX? A juzgar por las Ordenanzas de tierras y aguas, o sea formulario geométrico-judicial para... toda suerte de tierras... (1842), así como por el Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia de Joaquín Escriche (1851), la propiedad comunal era aquella que, no siendo privativa de un individuo, pertenecía o se entendía a favor de una colectividad donde cada uno de sus miembros tenía igual derecho a servirse de ella.21 No obstante, conviene decir que dicha propiedad se distinguió en el mundo indígena por corresponder a dos aspectos esenciales. En primer lugar, estuvo vinculada -durante la Colonia- a la figura de la república de indios y -durante la etapa republicana- a los gobiernos municipales. En Oaxaca, por ejemplo, esta última figura recayó en corporaciones como los ayuntamientos y las repúblicas municipales, mientras que en Michoacán fueron los ayuntamientos y tenientazgos. En segundo lugar, la propiedad comunal indígena vertebró su concepción jurídica en la amortización, o sea en un ratio iuris que la hizo inalienable e intransferible. Dicha amortización se ancló en el antiguo derecho colonial y se justificó en el proyecto de procurar el bien común de los indios, emprender obras públicas y de ornato en los pueblos, garantizar los servicios básicos a la población y mantener la autonomía institucional de las corporaciones civiles. Sobre las tierras que estaban adscritas a dicho régimen, destacaron -grosso modo- cuatro tipos: fundo legal, tierras de común repartimiento, pastos y montes, y propios. El fundo legal comprendió tanto el simulacro de casco urbano como las propiedades rústicas de los pueblos, y se integró por un territorio de aproximadamente 600 varas -medidas por los cuatro puntos cardinales (algo así como 1,003 metros cuadradas-.22 Cabe recordar que el fundo legal fue la extensión mínima de tierra que cada pueblo conservó; no obstante, en la práctica, muchos tuvieron por fundo extensiones que superaron esta medida. Las tierras de común repartimiento fueron aquellas que se asignaron a cada tributario para el usufructo familiar; los pastos y montes, se destinaron para el uso colectivo y el ganado comunal; y los propios fueron tierras destinadas para las necesidades de la corporación municipal y del pueblo en general, tales como liquidar sueldos del gobierno, sufragar pleitos judiciales, subsanar rezagos tributarios, fomentar obras públicas, costear festividades y asuntos extraordinarios.

Debe subrayarse que las tierras comunales indígenas fueron un foco de atención para muchos gobiernos republicanos, pues desde su perspectiva se trató de una propiedad imperfecta ya que su vínculo estuvo limitado por un derecho que pertenecía a corporaciones y no a individuos.23 En este sentido, no es casualidad que se difundieran -durante la primera mitad del siglo XIX- una serie de discursos y acciones encaminados a cuestionar, reglar, reformar e incluso disolver dichas tierras.

 

El discurso anticorporativo colonial

A juzgar por la historiografía especializada, la propiedad agraria del régimen colonial no sólo fue compleja sino que correspondió a dos aspectos esenciales. Primeramente, las relaciones de propiedad se hallaron ligadas a una serie de privilegios; es decir, se vincularon a cuatro figuras: el rey, la nobleza, la Iglesia y las corporaciones civiles. Tal vez exceptuando a las corporaciones civiles, el resto no acostumbró trabajar directamente sus propiedades sino que las otorgó a campesinos, comerciantes y vecinos de las ciudades en arriendo, a través de contratos, censos y aparcerías.24 En segundo lugar, dichas propiedades anclaron su condición jurídica en la amortización o vinculación; es decir, en la facultad de "salirse del comercio y circulación [...] y encadenarse a la perpetua posesión de ciertos cuerpos [...] excluyendo para siempre a todos los demás individuos del derecho de poder aspirar a ella".25 En el caso de las propiedades eclesiásticas, la amortización se justificó en el derecho canónico, en la eternidad de los fines espirituales, en el carácter universalista de la Iglesia y en la necesidad de garantizar su independencia frente a cualquier otra instancia.26 En lo que toca a las propiedades nobles, el argumento explicativo radicó en la búsqueda de normas que sostuvieran, eternizaran y conservaran el poder señorial. Dicho privilegio se cimentó en el derecho real y, principalmente, en una institución jurídica denominada mayorazgo. Las corporaciones civiles, por su parte, amortizaron sus propiedades con la idea de procurar el bien común de los ciudadanos. Dicha amortización se cimentó en el derecho real, ya que las propiedades comunes eran de vital importancia para la ciudadanía y debían protegerse.

En el caso de Nueva España, se sabe que la amortización y las relaciones señoriales de propiedad no fueron el problema central durante el siglo XVIII, pues para estas fechas existen múltiples referencias de un amplio mercado de tierras y un reducido número de relaciones señoriales. No obstante, la Iglesia tenía importantes capitales invertidos en propiedades urbanas y rústicas. Ante esto, el Estado colonial no dudó en promover una desamortización contra los bienes del clero y, de paso, reformar aquellos que acumulaban las corporaciones civiles. Sobre las acciones en contra de la Iglesia, podemos decir que, desde 1737 hasta 1812, la Corona buscó reducir sus privilegios y secularizar -en la medida de lo posible- sus bienes acumulados. Tan sólo en 1737 mandó que todas las posesiones territoriales del clero tributasen; luego, entre 1789 y 1805, instrumentó la Ley de Consolidación de Vales Reales que implicó la venta forzosa de las propiedades eclesiásticas y la transferencia de dichos recursos a la Corona a manera de préstamos forzosos.

En cuanto a las medidas desplegadas contra las corporaciones civiles, sabemos que -desde mediados del siglo XVIII- se instrumentaron acciones que buscaban reformar las tierras comunales de los pueblos indios. Dichas acciones se materializaron a través de comunicaciones e instrucciones que, entre 1740 y 1821, emitieron tanto virreyes como obispos, en parte como un cambio en la política colonial respecto a los pueblos de indios y en parte como reacción a las críticas que se lanzaron contra las corporaciones civiles, pues desde la perspectiva del Estado colonial dichas corporaciones eran un lastre ya que acumulaban fondos y bienes que dejaban de circular, protegían a los individuos necesitados y anulaban el estímulo que su desventura les había dado para trabajar. Dado esto, no es extraño que el virrey Pedro Cebrían y Agustín, Conde de Fuenclara, dictara en 1742 una instrucción para que los alcaldes mayores del virreinato informaran sobre el estado que guardaban los bienes comunales de los pueblos adscritos a su jurisdicción; en dicho documento también se ordenó enumerar, en la medida de lo posible, el número de vecinos de cada localidad, la cantidad de tierras comunes que poseían y los montos líquidos que resguardaban las cajas de comunidad.27 Obviamente, los resultados obtenidos reflejaron una compleja realidad, pues mientras unos pueblos poseían algunas milpas de comunidad con cuyos productos cubrían sus gastos y fiestas, otros decían tener ganado y cajas de comunidad con suficientes recursos, y otros más argumentaban que apenas disponían de pequeñas e infructuosas parcelas para suplir las necesidades de su población.

Al paso de estas primeras acciones, las autoridades virreinales construyeron y difundieron un discurso encaminado a criticar la existencia de tierras comunales indígenas, ya sea porque obstaculizaban el afán individual de riqueza o porque estimulaban la apatía de los recursos acumulados. En 1755, por ejemplo, el virrey Agustín de Ahumada y Villalón, Marqués de las Amarillas, señaló el desorden que reinaba en los bienes comunes de los pueblos; desorden que, desde su perspectiva, redundaba en beneficio de caciques, indios gobernadores y curas doctrineros, y ponía en riesgo "la conservación de los indios en lo espiritual y temporal [...] y el desahogo de la Real Hacienda". Para remediar esto, subrayó la necesidad de reglar la administración de las tierras y bienes comunes ya que

se tiene entendido y observado que las más de las leyes de la Recopilación que regulan estos no se observan ni practican, en gravísimo perjuicio y desamparo de los indios, pues por la mala administración de los bienes de comunidad, y por gastarse los pocos que les quedan, a arbitrio de los indios gobernadores y curas doctrineros [...], está faltando a las más comunidades de indios [...] el socorro y caudal que antes tenían en las cajas y bienes de comunidad para los accidentes de epidemias y mortandad [...] y para los años estériles de maíces en sus partidos.28

Con la llegada del visitador José de Gálvez a la Nueva España en 1765, dicho discurso se intensificó e incluso se acompañó de acciones concretas. En 1765, se expidió una instrucción para arreglar los propios y arbitrios de los pueblos de indios y de las villas españolas. Dicha instrucción contempló la creación de una oficina general encargada de regular la administración de las finanzas municipales y de ejercer un mayor control sobre los gastos de los bienes comunes, mejor conocida como Contaduría General de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidad. Esta dependencia contó con una estructura burocrática y legal que le permitió conocer los bienes que poseían los pueblos indios y, sobre todo, reglamentar su manejo. A juzgar por el mismo Gálvez, los bienes de los pueblos necesitaban de "cuidado y atención [...] por el desbarato con que se manejan [...], pues donde no los han perdido enteramente, invirtiendo todos sus productos por lo regular en fiestas y cofradías a que les inclinan sus curas por el interés que les resulta de semejantes establecimientos que se hallan justamente prohibidos por las mismas leyes de estos reinos".29 Con la idea de remediar este problema, el visitador ordenó formular una serie de reglamentos para vigilar el uso de los bienes comunes. Con ello, la Contaduría General se dedicó por más de veinte años a preparar reglamentos para cada ciudad, villa y pueblo de Nueva España.

Tras promover la redacción y aplicación de reglamentos, las autoridades coloniales continuaron criticando la existencia de tierras y bienes comunes, al grado que su arenga encontró eco en diversos sectores de la población. Tan sólo en 1799, el obispo de Michoacán Manuel Abad y Queipo señaló que las tierras comunales "constituían un estado verdaderamente apático e inerte [...], pues sólo sirven para labrar cosas sin intereses inmediatos".30 Convencido de reformar este tipo de propiedad, Abad y Queipo no dudó en presionar a la Corona para privatizar las tierras indígenas, pues su

indivisibilidad produce efectos muy funestos a la agricultura misma, a la población y al Estado en general [...] A la agricultura misma, por la imperfección y crecidos costos de sus cultivos y beneficios, y aún mucho más por el poco consumo de sus frutos, a causa de la escasez y miseria de sus consumidores. A la población, porque privado el pueblo de medios de subsistencia, no ha podido ni puede aumentarse en la tercera parte que exige la feracidad y abundancia del suelo. Y al Estado en general, por que resultó y resulta todavía de este sistema de cosas un pueblo dividido en clases de indios y castas [...], la primera aislada por unos privilegios de protección, que si le fueron útiles en los momentos de la opresión, comenzaron a serle nocivos desde el instante mismo en que cesó, que ha estado y está imposibilitada de tratar y contratar y mejorar su fortuna, y por consiguiente envilecida en la indigencia y la miseria.31

Echando mano del mismo discurso, el virrey José de Iturrigaray emitió un bando en 1807 instando a los pueblos indios a que poblasen y cultivasen sus tierras incultas y baldías, so pena de adjudicarlas y rematarlas a los particulares que las reclamaran. Dicho bando tuvo como tras-fondo la necesidad de distribuir tierras entre el grueso de la población y, ante todo, fomentar las actividades agrícolas del virreinato.32 En este mismo orden, los funcionarios liberales que participaron en las Cortes de Cádiz recibieron con buenos ojos el discurso ilustrado de criticar y disolver las propiedades corporativas. Esas propiedades, desde su perspectiva, contribuían al retraso de la agricultura y entorpecían el desarrollo económico de los pueblos. En este sentido, no es extraño que las Cortes se pronunciaran -desde 1812- a favor de repartir las tierras comunales entre particulares, emplear los fondos comunes para alentar el desarrollo de la agricultura y la ganadería, y obligar a los indios a trabajar las tierras baldías para convertirlos en "hombres industriosos y aplicados".33 Del mismo modo, en 1813, emitieron un decreto para reducir todos los terrenos comunes a dominio particular, dando preferencia a los vecinos de los mismos pueblos de indios; dicho pronunciamiento ordenó que todos los terrenos baldíos y de propios, así en España como en las islas adyacentes y las provincias de ultramar, se redujeran a propiedad particular; también dispusieron que dichos terrenos se deslindaran para evitar cualquier perjuicio y poder así destinarlo para el trabajo agrícola.34 Por si esto no bastara, el discurso contra las tierras comunales fue más allá y quedó plasmado en diversos instrumentos legales y tratados político-económicos de la época, tal es el caso de la Real Ordenanza de Intendentes de 1786, la Nueva ordenanza de intendentes de 1803, las disposiciones generadas por la Junta Superior de Propios y Arbitrios, y los múltiples reglamentos para los bienes de comunidad de los pueblos; el Ensayo político de Alejandro de Humboldt y los opúsculos de Carlos María de Bustamante incluyeron -directa o indirectamente- propuestas para disolver la propiedad comunal indígena con el objeto de fomentar la agricultura, el comercio y la industria en las áreas rurales del virreinato.35

Lo interesante de resaltar es que, entre 1742 y 1821, este discurso se repitió continuamente, pero no fue capaz de generar un programa que disolviera las tierras comunales. Pero ¿Cómo explicar esta situación? Ante las urgencias económicas que acarrearon las revoluciones atlánticas y el movimiento de emancipación, tengo la impresión de que la Corona aplazó la ofensiva desamortizadora y toleró el disfrute colectivo de las tierras indígenas. Cabe señalar que este régimen de propiedad funcionó desde el siglo xvi como una base para que los indios obtuvieran y liquidaran los tributos, las obvenciones, las cargas comunitarias, los repartimientos y todos los gravámenes que afectaban su vida económica. Obviamente, una modificación en el mismo hubiera trastocado tanto los intereses de la Real Hacienda como la subsistencia de los pueblos indios. Ante esto, la existencia de tierras comunales se toleró, aunque bajo una mirada crítica de las autoridades.

 

El discurso desamortizador republicano

Como buenos herederos del régimen colonial, los gobernantes oaxaqueños y michoacanos del siglo XIX retomaron el discurso anticorporativo y no dudaron en señalar -a cada momento- que la existencia de tierras comunales acarreaba dos profundos problemas para la realidad estatal: uno, la desigual repartición de terrenos agrícolas lo que daba como "resultado que muchos pueblos posean terrenos dilatadísimos por la mayor parte incultos, otros resultan privados de los más necesarios y otros apenas obtienen campos eriazos e infructíferos";36 dos, el predominio de una agricultura que "está reducida [...] no más que para la subsistencia del día [...], oponiéndose a esto la falta de seguridad, el estado triste de los caminos, en cierto modo la falta de mercado y sobretodo la falta de capitales [...], la inmoralidad de nuestro[s] pueblo[s] y la ignorancia de los verdaderos principios de la economía".37

Con esto en mente, los gobernantes argumentaron que una medida resolutoria radicaba en suplantar la propiedad comunal por una propiedad individual, plena y privada. Por cierto, dicha medida fue resultado de una postura que pretendía disolver los privilegios del corporativismo ya que -desde la perspectiva económica liberal- restringían el mercado de tierras, obstaculizaban los circuitos monetarios y entorpecían las actividades que "harían de Oaxaca el país más rico del universo".38 y de Michoacán un estado que "comenzará a marchar en el camino de su prosperidad".39

Siendo así las cosas, cabe preguntarse ¿Qué arengas y acciones desplegaron los gobernantes para transformar dichas tierras y extraer de ellas el mayor número de riquezas? Ciertamente, las opiniones de los políticos oaxaqueños y michoacanos al respecto fueron superficialmente convergentes, aunque en el fondo diametralmente opuestas y creo que esto tuvo que ver con las estructuras agrarias que existieron en cada estado.

Centrando la atención en la experiencia oaxaqueña, salta a la vista que -desde 1824 hasta 1827- los gobernantes refirieron a cada instante que las tierras comunales no sólo acarreaban problemas por su condición jurídica, sino también por su desigual distribución en el ámbito estatal; factores que, en su conjunto, inducían miseria, hambre y convulsiones en los pueblos que "sumidos en la rusticidad y la ignorancia que generalmente reina en ellos [...] ni ayudan [...] ni se empeñan en resolver [...] sus problemas".40 Debo subrayar que dichas contrariedades trataron de dirimirse con una política interna que buscó impulsar la propiedad individual, para lo cual se prohibió -a partir de 1824- "dar fundo legal en el territorio del Estado [...] y que los fundos dados en perjuicio de terceros, queden sujetos al tenor de esta ley".41 Dos años después, en 1826, el Congreso oaxaqueño ordenó que las autoridades distritales investigaran el tipo de tierras comunes que existían en su jurisdicción, la extensión que tenían, la calidad y cantidad de recursos que aglutinaban, la forma en que se usufructuaban y el número de familias que se beneficiaba de ellas.42

Hasta donde puede observarse, tanto el discurso como las acciones legales no hicieron más que agudizar y exponer públicamente las supuestas contradicciones que acarreaban las tierras comunales; incluso, no faltaron los gobernantes que hábilmente atribuyeron los atrasos agrícolas a la existencia de una propiedad comunal que relegaba a los hombres de las principales actividades productivas y los vinculaba a la agricultura de subsistencia, dando como resultado "la mezquindad de cosechas, la escasez de semillas" y la conmoción económica del estado.43

Es de advertir que, desde 1830 hasta 1833, el discurso hacia las tierras comunes adquirió otros matices: dejó atrás la simple crítica y formuló un argumento más dinámico en el entendido de justificar acciones legales. Es decir, los gobernantes oaxaqueños dejaron de referir los atrasos que implicaban estas tierras y elaboraron una retórica sobre cómo, cuándo y por qué debía legislarse en su contra. Así, no es casualidad que el gobernador solicitara al Congreso -en 1831- redactar una ley agraria que fuera capaz de distribuir en propiedad individual "esa cantidad de terrenos que hoy tiene eriazos el común de los pueblos a que corresponden se harán fructíferos y aumentarán la riqueza pública";44 inclusive, los mandatarios del periodo 1832-1833 no dudaron en instar a los ciudadanos a colonizar campos y sierras que "de nada sirven a algunos de los pueblos que hoy se llaman sus dueños", fomentar la instauración de unidades productivas -como ranchos y haciendas- en dichos terrenos, introducir nuevos cultivos y técnicas de labranza, y validar una legislación que reglara con un espíritu individualista las formas de acceder y usufructuar las tierras de los pueblos.45

Si bien es cierto que estas arengas refieren un nuevo discurso entre los gobernantes, también es verdad que las fuentes prueban que dichos planteamientos no fueron más allá del papel, toda vez que el poder conservador asumió el control del estado -desde 1834 hasta 1847- y disolvió la retórica desamortizadora en medio de un discurso donde las tierras comunales se vislumbraron como fruto del colonialismo y como una pieza indispensable para la armonía social y económica de Oaxaca. No obstante, también existieron otros factores que obstaculizaron la ofensiva contra las tierras comunes. En este orden, conviene recordar que, en un estado donde la población indígena representaba 88 por ciento del total de habitantes, los pueblos indios no sólo predominaban sobre cualquier tipo de unidad productiva, sino también fungían como los principales poseedores de la tierra, garantes de la hacienda pública y generadores de la riqueza material, ya sea con el pago puntual de sus contribuciones o con sus producciones de grana cochinilla, algodón, vainilla y tejidos.46 Obviamente, una reforma a la propiedad comunal indígena hubiera trastornado la base material que proveía la hacienda pública y la economía campesina. Conviene anotar de paso que esta situación no fue privativa de Oaxaca, tanto en Centroamérica como en los Andes la tributación y la producción mercantil estuvo íntimamente ligada al binomio población indígena y tierras comunales; binomio que, como bien han demostrado Tristan Platt y Jean Piel, retardó la embestida del discurso desamortzador sobre las tierras nativas durante la primera mitad del siglo XIX.47

Pero, ¿qué sucedió al tiempo en que los liberales recuperaron los mandos políticos de Oaxaca? Hasta donde se sabe, el regreso de los liberales al poder en 1847 trajo consigo el posicionamiento de una pléyade de hombres que se dio a la tarea de transformar las estructuras internas de México. En el caso de Oaxaca, el encargado de llevar a cabo esta tarea fue Benito Juárez, quien se desempeñó como gobernador estatal desde 1847 hasta 1852. Con la llegada del patricio al poder, el tema de las tierras comunales indígenas volvió a ser objeto de discusión. Tan pronto asumió la gubernatura, promovió críticas profundas contra este régimen de propiedad, pues -desde su perspectiva- afectaba el desarrollo de la agricultura y el comercio, y reducía los pueblos a una condición de miseria y degradación. Dichas críticas se hicieron acompañar de decretos que instaban a los pueblos a dividir sus tierras y bienes entre particulares.48 Dos años después, en 1849, ordenó vender en subasta pública los bienes de los ayuntamientos y las repúblicas, "rematándose en el mejor postor (a quien se exigirán las seguridades que las leyes señalan)" .49 Por si esto no bastará, refirió que, ante la negativa de los pueblos por instrumentar dichas reformas, el Estado no dudaría en emplear la fuerza física en cuanto que "está destinada a hacer respetar las providencias de la autoridad y a custodiar la vida y los intereses de los ciudadanos, pues no siempre el buen juicio de los hombres y su amor al orden, los obliga a respetar las leyes y el reposo de la sociedad".50

Como puede observarse, las acciones y arengas de Juárez radicalizaron el proyecto desamortizador. Tan sólo en 1851, instruyó que todos los pueblos del estado prepararan "una noticia de los fondos y valores que manejaban en su hacienda pública"; posteriormente, mandó que los gobernadores provinciales levantaran una estadística y un deslinde preciso de las tierras y bienes acumulados en cada pueblo. Como era de esperarse, dichas acciones iban acompañadas de una política de privatización y colonización de aquellos espacios aptos para la agricultura comercial y la ganadería.51 Es de advertir que muchos pueblos desatendieron y criticaron estas órdenes. Frente a la negativa, el patricio no dudo en emplear la fuerza de la ley para "persuadir la conformidad con los principios [...], promover la reforma de la tierra [...], y hacer lo más conveniente para la agricultura y el comercio".52 Tales fueron las acciones emprendidas por Juárez que, hacia 1852, planteaba en su discurso expandir el régimen de propiedad individual, introducir nuevos cultivos comerciales y nuevos contingentes de población en "nuestros despoblados y fértiles terrenos", fomentar las leyes tutelares que inspiraban la propiedad plena e individual, y conservar la legislación promovida en materia agraria "mientras no pueda reemplazarse con otra que rinda lo mismo".53

Entre 1853 y 1854, los políticos oaxaqueños moderaron su retórica respecto a las tierras comunales. Esto se explica por los problemas que causó en el estado la revolución de Ayutla. Al restablecerse la paz y los gobiernos liberales en 1855, las arengas volvieron a revitalizarse, al grado de restablecerse las leyes desvinculadoras de 1849 y 1851; inclusive, la ofensiva contra dichas tierras también se difundió a través de los periódicos oficiales del gobierno El Libertador, La Democracia y El Constituyente, siendo este último el más radical. Por si esto no bastara, el 25 de junio de 1856 el gobierno federal promulgó una ley para desamortizar las tierras y bienes de las corporaciones civiles y religiosas. Me refiero a la llamada Ley Lerdo, una ley que estaba encaminada a convertir la riqueza corporativa en activos líquidos y con esto promover la creación de un sector rural de pequeños propietarios que, a su vez, contribuyera en el desarrollo económico y la modernización de los estados. En el caso oaxaqueño, el responsable de publicar e instrumentar esta ley fue el gobernador interino Benito Juárez. Lo interesante de resaltar es que a los pocos días de ser publicada, las autoridades distritales comenzaron a desamortizar los terrenos comunes que poseían los pueblos, tanto en las regiones serranas cuyas tierras eran pobres y estériles como en las regiones donde los suelos eran ampliamente propicios para fomentar cultivos comerciales y actividades ganaderas.

No obstante, como bien ha señalado Margarita Menegus, la aplicación de la Ley Lerdo en Oaxaca tuvo matices dignos de señalar. En principio, la ley misma fue muy dura ya que no reconoció a los usufructuarios de la tierra como propietarios, y por ende los obligó a comprar las tierras que antaño habían usufructuado en un término no mayor a tres meses. En segundo lugar, los usufructuarios de las tierras comunes se vieron obligados a liquidar el viejo censo enfitéutico que mantenían con los gobiernos indígenas y, ante todo, a quebrantar los acuerdos que le daban a dichos gobiernos el dominio pleno de la propiedad comunal. En tercer lugar, todos los beneficiados con las adjudicaciones territoriales que acarreó la ley tuvieron que liquidar puntualmente el proceso desamortizador o desvinculador.54

Al tiempo en que los gobernantes oaxaqueños instrumentaron la Ley Lerdo, también difundieron agudas reflexiones sobre la reforma a las tierras comunales. Tan sólo el editor de El Constituyente, José Indelicato, refirió en varias ocasiones que dicha reforma era digna de los mayores elogios para la actual administración y le aseguraría un recuerdo en la historia, ya que fomentaba la distribución de capitales, el libre movimiento de bienes raíces, la circulación y la utilidad de la tierra, y la transformación de "nuestra añeja y muy vieja sociedad". Desde la perspectiva de Indelicato, la reforma estaba plasmada en la Ley Lerdo, un instrumento jurídico que bien podría acercar a los oaxaqueños a las naciones más civilizadas de Europa -como Inglaterra o Bélgica-, donde las leyes obligaban a los individuos a cultivar o vender la tierra y donde los comunes podían ser expropiados por el Estado cuando ellos mismos no explotaban las tierras que tenían bajo propiedad o usufructo. En este sentido, Indelicato no dudó en señalar que la citada Ley era resultado de las amplias discusiones planteadas en México, en general, y en Oaxaca, en particular desde 1824, las cuales buscaban probar que "el propietario al que falta inteligencia y buena voluntad, y los medios necesarios, para que su propiedad sea útil, o de todos los frutos de que es permitido aguardar de ella, puede ser obligado por el Estado a ceder a otras manos su propiedad por una justa indemnización a fin de que se haga ella más útil a la sociedad"; acciones que en su conjunto llevarían "del mal más profundo al bien más general" al pueblo mexicano. 55

Insistentemente, los gobernantes del periodo 1856-1857 continuaron desplegando arengas para transformar la condición jurídica de las tierras comunales indígenas. Conviene decir que, desde la perspectiva de los liberales oaxaqueños, la máxima dificultad fue pasar del discurso a la acción, especialmente en un estado donde el grueso de los terrenos agrícolas estaban bajo el régimen comunal, donde la agricultura -tanto comercial como de subsistencia- dependía de la fuerza de trabajo nativa, donde las actividades comerciales sustentaban sus principales valores en efectos que emanaban de dicho régimen y donde la vida de los pueblos giraba en torno a estructuras comunitarias de vieja cuña. Ante esto y bajo condiciones de suma hostilidad en el país, los gobernantes se limitaron a esperar mejores tiempos para instrumentar con rigor las leyes desamortizadoras; no obstante, en el marco de dicha espera, continuaron arengando la contradicción principal de Oaxaca: por un lado, que los pueblos indios eran los poseedores de la tierra y los garantes fiscales del estado; por otro lado, que estos mismos pueblos eran los máximos detractores de la legislación liberal al poseer grandes extensiones de tierras bajo el régimen comunal.56

Dejando atrás la experiencia oaxaqueña y centrando la atención en el caso de Michoacán, salta a la vista que -durante las primeras décadas de vida independiente- los gobernantes también insistieron en que las tierras comunales indígenas eran un problema para el estado, especialmente porque desde su punto de vista fomentaban la pobreza, desvirtuaban los principios de la propiedad plena, solapaban los privilegios de algunos indígenas y servían como "disensiones y aún de intrigas llenas de atrevimiento, que han dado muchísimas molestias a las autoridades". En este orden, consideraban a las tierras comunales un obstáculo para el "resorte más poderoso y eficaz de las naciones civilizadas": la agricultura comercial y la propiedad privada.57 Ante esto, el Congreso michoacano no dudó en prohibir -desde 1825- los vínculos de propiedad a través de caciques o "ciudadanos agraciados descendientes de familias primitivas"; dos años después, con un tono no carente de reproche, mandó repartir las tierras comunales de los pueblos indios y -hacia 1828- reglamentó los procedimientos para llevar a cabo dicho reparto.58 Salta a la vista que a diferencia de sus homólogos oaxaqueños, los gobernantes michoacanos plantearon que el reparto no se realizara a título individual sino familiar; entendiendo para ello que las familias eran unidades de "accionistas" -integradas por indígenas o descendientes de padre o madre indígena- que podrían acceder equitativamente a las tierras conocidas con el nombre de comunidad; es decir, todas aquellas tierras que los pueblos habían recibido, comprado y usufructuado desde "tiempo inmemorial". Tal vez más sugerente fue el hecho de excluir del reparto aquellas tierras comunes que estaban arrendadas o hipotecadas a favor de particulares; exclusión que -desde mi perspectiva- pone de relieve que el problema central eran las tierras comunes que estaban bajo la administración y el trabajo indígena.

Como puede observarse, las autoridades michoacanas desplegaron desde una etapa temprana argumentos donde criticaban las tierras comunales y -de paso- planteaban razones para legislar en su contra. Sobre esto último, los gobernantes del periodo 1830-1833 no dudaron en apoyar una reforma que permitiera transferir de las manos improductivas indígenas las tierras que mantenían ociosas y entregárselas a hombres con iniciativa de trabajo y progreso. Es importante subrayar que un discurso de esta naturaleza obedeció, en buena medida, a las características de la estructura agraria michoacana; es decir, una estructura donde no sólo predominaba la propiedad privada y la agricultura comercial, sino también donde los pueblos indios se visualizaban -históricamente- como corporaciones capaces de negociar sus tierras a favor de aquellas unidades agrarias con las que convivían.

A juzgar por la historiografía especializada, dicha capacidad negociadora resultó de las estrategias desplegadas por los pueblos para obtener recursos líquidos y cubrir sus gastos administrativos, religiosos y agrarios.59 Si bien es cierto que estas estrategias afianzaron el acelerado arrendamiento de tierras, también es verdad que ponen de relieve el importante valor que llegaron a tener las tierras indígenas en Michoacán, al grado que resultó más provechoso arrendarlas o hipotecarlas que trabajarlas para beneficio común.

Sea de ello lo que fuera, lo interesante es que el discurso contra las tierras comunales en Michoacán no sólo cobró efecto bajo administraciones liberales, sino también bajo gobiernos conservadores. Hacia 1842, por ejemplo, la Junta Departamental de Michoacán, al mando del general Pánfilo Galindo, decretó que los prefectos de cada distrito conocieran los bienes comunes de cada pueblo e instruyeran a las autoridades nativas a darles "la aplicación debida, puesto que una dolorosa experiencia acredita la arbitrariedad con que algunos indígenas disponen de los mismos, en agravio de los demás". Para ello, obligaron a los pueblos a contabilizar y catalogar sus bienes comunes, y en caso de distinguir excedentes destinarlos para el mantenimiento de escuelas públicas y urgencias de la Junta Departamental.60

Obviamente, durante los años 1847-1852 y 1854-1856, el discurso desamortizador no sólo se difundió con mayor rigor, sino también con pronunciamientos más radicales. En 1847, por ejemplo, los gobernantes michoacanos ordenaron que todas las fincas rústicas en manos de las corporaciones indígenas contribuyeran con un valor asignado en pesos -producto de sus bienes comunes- para sufragar al gobierno en la defensa contra los enemigos extranjeros;61 asimismo, lanzaron críticas contra las tierras comunales y los "desaventurados privilegios" que acumulaban los pueblos para amortizar dichas tierras; situación que, desde la óptica liberal, acarreaba grandes inconvenientes para la economía y generaba aislamiento entre la población nativa, al grado de conservarla "como lo estaba veinte años después de la conquista [...], perpetuando su ignorancia y sus vicios, sus supersticiones y su indolencia, así como conservándose [...] como razas distintas sin intereses comunes, puras en alguna de sus genealogías [...], pero degradadas de la civilización".62 Si se toman en cuenta los elementos expuestos hasta aquí, no es de extrañar que para los liberales michoacanos una reforma a las tierras comunes posibilitaría que los indígenas desarrollaran con el tiempo facultades propias de naciones civilizadas, tales como "la sensatez y la cordura del pueblo alemán, la escrupulosidad del pueblo inglés, la energía del pueblo español, la jovialidad y cultura del pueblo francés, y el amor al trabajo del pueblo norteamericano".63

En este mismo tono, el gobernador Melchor Ocampo refirió en 1848 que la persistencia de las tierras comunales continuaba afectando de una manera "triste y decadente" todos los ramos de la agricultura, al grado que "no ha repuesto en este año las pérdidas que tuvo en el anterior, muy particularmente en el ramo de alimentos [...], y cualquiera comprende que nuestra agricultura ha de arrastrarse todavía, y durante muchos años, en la decadencia y miseria que hoy presenta".64 Un año después las diatribas subieron de nivel, al grado que el gobernador Gregorio Cevallos se planteó las siguientes interrogantes: ¿Qué es la agricultura entre nosotros? ¿Cómo está repartida la propiedad? Con argumentos propios del liberalismo, Cevallos refirió que la agricultura enfrentaba una "estacionaría marcha" respecto a métodos, técnicas y herramientas de cultivo. En su opinión, esto era resultado de la ausencia de capitales, la falta de interés en los "hombres de campo" y la "triste costumbre" de sembrar maíz para subsistir, "sin emulación, sin esperanzas de un porvenir mejor" .65 Sobre la propiedad agraria, subrayó que el problema central radicaba en tres aspectos: la acumulación de la propiedad en manos de unas cuantas corporaciones o individuos, la costumbre indígena de arrendar o hipotecar sus tierras a particulares y la vigencia de privilegios que garantizaban la perpetuidad de la propiedad entre los mismos herederos. Al respecto, refirió que el problema más complejo eran las hipotecas convencionales o expresas ya que -naturalmente- englobaban todo el tema de la propiedad agraria. Desde la postura de Cevallos, las hipotecas mermaban la libre circulación de la tierra y los intentos por privatizarla, pues generalmente estancaban la posibilidad de adquirir el dominio pleno, justo, continuo y legal de la tierra; es decir, establecían una prescripción o usucapión que impedía negociar la tierra por lo menos durante treinta años; además, toda hipoteca ataba a propietarios y usufructuarios en complejos contratos donde ambos se limitaban a cumplir su parte y olvidaban por completo invertir en las "mejoras económicas de la tierra [...], en el fomento de nuevas actividades [productivas] [...] y en la generación de derramas para otros sectores".66 En este sentido, Cevallos sugirió fomentar la divisibilidad de las hipotecas con el objeto de "poder trabajar la tierra [...], hacerla negociable [...] y adelantar la agricultura con el único y poderoso resorte del interés individual".67

Conviene anotar de paso que los gobernantes michoacanos del periodo 1850-1851, plenamente relacionados con el pensamiento liberal, no dudaron en apelar a ciertos sucesos históricos del momento -como las "guerras de castas" acaecidas en la Sierra Gorda, Yucatán y San Luis Potosí, a manos de indígenas que exigían "recobrar su independencia"-para ilustrar la urgencia de una reforma en la propiedad comunal y -de paso- fomentar las actividades agrícolas. La referencia a dichos conflictos tuvo en realidad un sentido que excedió el contenido discursivo, pues desde su óptica una reforma de esta naturaleza permitiría "alejar enteramente todo el peligro [...], proteger con el mayor esmero la educación de los indígenas, procurar ir desterrando las preocupaciones en que están envueltos y quitar la fuerza que pueden oponer por medio de la ejecución de la ley de repartimiento de tierras, con las reformas y restricciones que la experiencia y la civilización aconsejan".68 Obviamente, dicho discurso se hizo acompañar de un corpus legal donde se precisaba cómo debían repartirse las "propiedades de las comunidades indígenas, las fincas rústicas y urbanas compradas por ellos, y las adquiridas por cualquier justo y legítimo título que se conozcan con el nombre de comunidad". En este orden, la legislación mandó repartir las fincas en igual cantidad y calidad a cada uno de los indígenas que habitaban los pueblos, "cualquiera que sea su edad, sexo y estado [...], y tienen también derecho a este reparto los que descienden de sólo padre o madre indígena"; asimismo, ordenó formar padrones en los pueblos con la intención de repartir las tierras en la "más posible igualdad de cantidad y calidad a cada uno de los indígenas", y dividir el numerario y los bienes que acumulaban las comunidades, exceptuando "las tierras y solares que forman las calles, plazas y cementerios, ni las consagradas a algún objeto público, ni los fundos legales ni ejidos de los pueblos".69

Tal parece que el retorno de los conservadores al poder acarreó múltiples tensiones en el estado de Michoacán, al grado que los debates y el quehacer legal sobre la desamortización civil entraron en un profundo letargo. Prueba de ello es la casi inexistencia de referencias sobre esta materia en las publicaciones oficiales del estado. Fue hasta 1856, fecha en que las autoridades liberales fueron restituidas en el poder, que el discurso desamortizador volvió a cobrar vigencia; prueba de ello fue la publicación e instrumentación de la Ley Lerdo en buena parte del estado, destacando por mucho lo ocurrido en la ciudad de Morelia y sus alrededores, así como algunas poblaciones del suroeste michoacano.

Un año después, en 1857, el poder ejecutivo estatal facultó a todos los particulares que arrendaban, usufructuaban o gozaban de alguna propiedad rústica o urbana -"tácita o expresamente a favor de cualquier corporación"- para enajenarlas o dividirlas en fracciones, "sin que los acreedores o censualistas puedan oponerse a la división";70 además, amplió las facultades del gobierno michoacano para llevar a cabo todas las acciones necesarias con el objeto de realizar una pronta y expedita repartición individual de las tierras comunales indígenas, llegando incluso a plantear que dicha repartición podía impulsarse "sin que tenga que sujetarse a los principios establecidos en la ley de la materia". Tal vez más trascendente fue que dicha legislación percibió correctamente que la hipoteca convencional era un derecho que gravaba las tierras comunales, pero que podía dividirse o cancelarse al tiempo en que las fincas cambiaban de dominio; es decir, a partir de 1857, las tierras comunales hipotecadas fueron divisibles o enajenables "sin que los acreedores o censualistas puedan oponerse [...], sino sólo usar de sus derechos para que se distribuya el reconocimiento del capital o la responsabilidad pecuniaria sobre las fracciones en proporción del valor de estas".71

Si se toman en cuenta los elementos expuestos hasta aquí, salta a la vista que las arengas respecto a las tierras comunes, tanto en Oaxaca como en Michoacán, no sólo estuvieron encaminadas a cuestionar su existencia sino también a trazar una serie de acciones legales para transformarlas en tierras individuales y privadas. En el caso de Michoacán, resulta particularmente interesante el fenómeno del arrendamiento y empeño de tierras comunes. Como mencioné arriba, tal vez el valor de la tierra fue tan alto que resultó más redituable para los pueblos arrendarlas que trabajarlas, o tal vez existió un excedente de recursos respecto a los índices de población lo que posibilitó negociarlos a favor de particulares. Lo cierto es que al examinar las estadísticas michoacanas del siglo XIX es fácil percibir que los pueblos indios experimentaron un estancamiento numérico, mientras que los ranchos y las haciendas crecieron e incluso fueron objeto de importantes inversiones de capital fijo y variable. Ante esto, no resulta extraño que los pueblos optaran por negociar sus tierras al mejor rentista y que los gobernantes liberales apoyaran dicha iniciativa con un proyecto que pretendía abolir la vinculación agraria, fomentar la división de hipotecas, combatir la propiedad corporativa y disolver los privilegios perpetuos sobre la tierra.

Pasando al caso oaxaqueño, llama la atención el predominio de la población indígena y de las tierras comunales durante la primera mitad del siglo XIX. Como he subrayado, una posible explicación tiene que ver con lo que Carlos Sánchez Silva ha llamado la "estructura empatada", es decir, una estructura donde la población y la tierra indígena eran -desde la perspectiva de los gobernantes republicanos- los pilares económicos de la entidad y, a su vez, los principales contenedores del orden, el progreso y la libertad. Examinando las estadísticas oaxaqueñas de la primera mitad del siglo XIX, puede distinguirse que tanto la población como sus asentamientos experimentaron un ligero crecimiento, mientras que la producción mercantil indígena fue presa de una profunda crisis. Ante esto, no es casualidad que los pueblos se enfrascaran en largas e interminables disputas para proteger sus tierras comunes, ya sea de la amenaza de pueblos y ciudadanos que buscaban sacar partido de las políticas liberales, de la presión que ejercían los indios comuneros para acceder a un mayor número de tierras cultivables y de la legislación nacional y estatal que insistía en disolver las tierras que acumulaban las corporaciones civiles en detrimento de los intereses individuales.72

 

Comentarios finales

Luego de plantear un revisión general respecto a la visión que tuvieron los gobernantes oaxaqueños y michoacanos respecto a las tierras comunales indígenas entre 1824 y 1847, bien puede decirse que era una perspectiva heredada de sus predecesores coloniales y muy cercana a la que tuvieron el virrey Fuenclara, el obispo Abad y Queipo e incluso el ilustre visitador José de Gálvez. Si hubiera que agruparla o clasificarla, con ninguna encajaría mejor, puesto que con ellas coincide en todo lo fundamental: disolver la propiedad corporativa, eliminar la amortización, restringir los viejos privilegios estamentales, acabar con la pobreza que reinaba en el mundo indígena, alentar la propiedad plena e individual, y fomentar a través de la agricultura el progreso económico de la nación.

No obstante, a diferencia de sus predecesores coloniales, los gobernantes republicanos radicalizaron el discurso anticorporativo e incluso lo transformaron en desamortizador, en el entendido de que la palabra se hizo acompañar de leyes, reglamentos, circulares y órdenes que buscaron por todos los medios disolver la tierras y los bienes comunales y colocarlos en el mercado -mediante una subasta pública- con el objeto de fomentar la propiedad individual, alentar la creación de una pequeña clase de propietarios agrícolas, captar recursos para la hacienda pública y estimular la economía en el ámbito rural. Es de advertir que este cambio en el discurso sólo fue posible gracias a varios factores: uno, las recurrentes crisis económicas que permearon el nacimiento de México como nación y que obligaron a sus gobernantes a trazar políticas que captaran recursos para el erario y fomentaran la incipiente agricultura e industria del país; dos, el surgimiento de un grupo político liberal que se dio a la tarea de redactar leyes y arengas con el objeto de transformar la condición jurídica de la propiedad agraria; tres, el arraigo de un pensamiento económico liberal que percibía en la propiedad individual la panacea para que los pueblos emergieran de la pobreza y se encaminaran por la senda del orden, el progreso, la sabiduría, la tecnología y la civilización.

Obviamente, las particularidades de Oaxaca y Michoacán condicionaron tanto los alcances como los límites del discurso desamortizador.

En este orden de ideas, puede decirse que la importante presencia indígena y el predominio de la propiedad corporativa en Oaxaca explican -en cierta medida- las dificultades que enfrentaron los gobernantes para pasar del discurso a la acción desamortizadora, ya sea por la resistencia de los pueblos indios o bien por los riesgos que esto acarreaba para las finanzas públicas y las economías campesinas. Por el contrario, la dinámica económica y social de Michoacán -desde la Colonia hasta la República- parece seguir un rumbo donde la propiedad corporativa se integró rápidamente a un mercado de tierras regulado por la agricultura comercial y las unidades agrarias de origen español; obviamente, con el tiempo, esto provocó una progresiva privatización de tierras comunales y una profunda desigualdad en los espacios indígenas; desigualdad que -a la postre- afectó los lazos comunitarios.

Así las cosas, las grandes coincidencias discursivas que compartieron los gobernantes oaxaqueños y michoacanos fueron sus feroces críticas respecto a unas tierras comunales que visualizaban como ociosas, eriazas, improductivas y generadoras de miseria y atraso económico; asimismo, los intentos de promover una reforma agraria que tejiera un puente entre la realidad indígena "carente de civilización" y la realidad de los "hombres de razón". No obstante, sus discursos se diferenciaron en el entendido de que la preocupación de los gobernantes oaxaqueños era qué hacer con tantas tierras en manos de los indios y cómo privatizarlas sin afectar los intereses del Estado, mientras que los políticos michoacanos discutían cómo disolver la condición jurídica de las tierras que los indios arrendaban e hipotecaban a particulares y cómo hacer que las pocas extensiones que usufructuaban pasaran a manos de individuos o unidades agrarias estrechamente articulados con la economía comercial.

Queda por resolver en trabajos futuros por qué en Michoacán, Jalisco e incluso Zacatecas existieron poblaciones indígenas con suficientes tierras, poco apego a sus recursos agrícolas y lazos comunitarios aparentemente fragmentados; mientras que en Oaxaca, Guerrero y Chiapas emergió una realidad completamente opuesta. En este orden, creo que una futura comparación entre dichas realidades permitirá entender -de alguna forma- estos contrastes.

 

Hemerografía

El Constituyente, Oaxaca, 1856-1857.

 

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Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1848, Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1848.         [ Links ]

Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1849, Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1849.         [ Links ]

Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1851, Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1851.         [ Links ]

Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1852, Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1852.         [ Links ]

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Notas

1 Agradezco los comentarios de los dictaminadores anónimos, así como las observaciones y críticas que el doctor Edgar Mendoza García realizó a este artículo.

2 Margarita Menegus Bornemann, "Introducción", p. IX, en Problemas agrarios y propiedad en México. Siglos XVIII y XIX, México, El Colegio de México, 1995.

3 El proceso desamortizador puede rastrearse en diversos espacios del continente europeo: (Alemania) Robert von Friedeburg, "La población agraria y los partidos en la Alemania Guillermina: la crítica tradicional a la autoridad y la génesis del antiliberalismo", en Revista de Historia Agraria, núm. 14, 1997; Hans Jürgen Prien, "Secularización y superación del orden territorial feudal en Alemania en los siglos XVIII-XIX", en Hans-Jürgen Prien y Ana Rosa Martínez de Codes (coords.), El proceso desvinculador y desamortizador de bienes eclesiásticos y comunales en la América española, siglos XVIII y XIX, [Cuadernos de Historia Latinoamericana, núm. 9], Netherlands, Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos, 1999; (Grecia) W. Conze, "The Effects of Nineteenth Century Liberal Reforms on Social Structure in Central Europe", en Francoise Cruzet et al., Essays in European Economic History, 1789-1914, Londres, Edgard Arnold, 1969; G. Dertilis, "Terre, paysans et pouvoir economique (Gréce, XVIII-XX siecles)", en Annales, 2, 1992; Evi Karouzou, "Las reformas agrarias en Grecia, siglos XIX y XX", en Revista de Historia Agraria, núm. 6, 1993; (Italia) Gabriella Corona, "La lucha por el individualismo agrario en el Mezzogiorno italiano a fines del siglo XVIII", en Revista de Historia Agraria, núm. 10, 1995; (España) Mariano Peset, Dos ensayos sobre la historia de la propiedad de la tierra, Madrid, Editoriales de Derecho Reunidas, 1982; Alonso Romero, María Paz et al, Jornadas sobre desamortización y hacienda pública, 2 vols., Madrid, Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1986; Antonio García Sanz y Ramón Garrabou (eds.), Historia agraria de la España contemporánea I. Cambio social y nuevas formas de propiedad, Barcelona, Crítica, 1985.

4 Tristan Platt, Estado y Ayllu andino. Tierra y tributo en el norte de Potosí, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1982; Eric D. Langer, Economic Change and Rural Resistance in Southern Bolivia, 1880-1930, Stanford, Stanford University Press, 1989; Marie Danielle Demelas Bohy, L'invention politique. Bolivia, Équater, Pérou au XIXe siecle, París, Editions Recherche sur les Civilisations, 1992.

5 Edda O. Samudio, "La transformación de la propiedad comunal en Venezuela y Colombia a través del proceso de desvinculación de bienes", en Hans-Jürgen Prien y Ana Rosa Martínez de Codes (coords.), El proceso desvinculador y desamortizado* de bienes.

6 Hans-Jürgen Prien, "El proceso desamortizador de bienes comunales en Guatemala en el siglo XIX", en Memorias del XII Congreso Internacional de la Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos, vol. V, Netherlands, 1999 [Memorias].

7 Entre los estudios más representativos de esta tradición historiográfica, pueden destacarse Jan Bazant, "La desamortización de los bienes corporativos en 1856", en Historia Mexicana, núm. 62; Los bienes de la iglesia en México (1856-1973). Aspectos económicos y sociales de la revolución liberal, México, El Colegio de México, 1971, 193-212; Romeo Flores Caballero, "La consolidación de vales reales en la economía, la sociedad y la política novohispana", en Historia Mexicana, núm. 71, pp. 334-378; Asunción Lavrin, "The Execution of the Law of Consolidation in New Spain", en Hispanic American Historical Review, núm. 53, pp. 475-510, Robert J. Knowlton, Los bienes del clero y la reforma mexicana, 1856-1910, México, Fondo de Cultura Económica, 1985.

8 Para un excelente balance historiográfico, véase Margarita Menegus Bornemann, Los indios en la historia de México, México, CIDE, Fondo de Cultura Económica, 2006, 49-58; "Introducción", pp. IX-XXX.

9 Moisés González Navarro, "Indio y propiedad en Oaxaca", en Historia Mexicana, núm. 30, 1958, 653-676; T. G. Powell, "Los liberales, el campesinado indígena y los problemas agrarios durante la reforma", en Historia Mexicana, núm. 84, 1972; Jean Meyer, "La Ley Lerdo y la desamortización de las comunidades en Jalisco", en Pedro Carrasco et al., La sociedad indígena en el centro y occidente de México, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1986, 195-197; Moisés Franco Mendoza, "La desamortización de bienes de comunidades indígenas en Michoacán", en Pedro Carrasco et al, La sociedad indígena en el centro occidente de México, pp. 169-188; Frank Schenk, "La desamortización de las tierras comunales en el estado de México (1856-1911). El caso del distrito de Sultepec", en Historia Mexicana, XLV: 1, 1995, 3-37; Moisés Franco Mendoza, La ley y la costumbre en la Cañada de los once pueblos, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1997; Michael Ducey, "Liberal Theory and Peasant Practice. Land and Power in Northern Veracruz, Mexico, 1826-1900", en Robert H. Jackson (ed.), Liberals, the Church, and Indians Peasants. Corporate Lands and the Challenge of reform in Nineteenth-Century Spanish America, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1997, 65-93; Jennie Purnell, "Popular Resistance to the Privatization of Communal Lands in 19th Century Michoacan", Paper prepared for 19th Internacional Congress of Latin American Studies Association, Washintong D.C., septiembre, 1995; José Juan Juárez Flores, "Las finanzas municipales y la desamortización de los bienes corporativos en la ciudad de Tlaxcala. El caso de los montes de La Malintzin (1856-1870)", en Alejandro Tortolero Villaseñor (coord.), Agricultura y fiscalidad en la historia regional mexicana, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2007, 123-148.

10 Robert Knowlton, "La individualización de la propiedad corporativa civil en el siglo XIX. Notas sobre Jalisco", en Historia Mexicana, vol. XVIII, núm. 109, 1978, 24-61; Gerardo Sánchez Díaz, El suroeste de Michoacán. Estructura económica y social, 1821-1851, Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1979; Margarita Menegus Bornemann, "Ocoyoacac, una comunidad agraria en el siglo XIX", en Historia Mexicana, vol. XXX, núm. 117, 1980, 33-78; Rodolfo Pastor, Campesinos y reformas. La Mixteca, 1700-1856, México, El Colegio de México, 1987; Robert Knowlton, "La división de las tierras de los pueblos durante el siglo XIX: el caso de Michoacán", en Historia Mexicana, vol. xl, núm. 157, 1990, 3-26; Antonio Escobar, Ohmstede, De cabeceras a pueblos sujetos. Las continuidades y transformaciones de los pueblos de indios de las huastecas hidalguenses y veracruzana, 1750-1853, Tesis doctoral, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 1994; Arturo Güemez Pineda, Los mayas ante la emergencia del municipio y la privatización territorial en Yucatán, 1812-1847, Tesis doctoral, El Colegio de Michoacán, 2001; Edgar Mendoza García, Poder político y económico de los pueblos chocholtecos de Oaxaca: municipios, cofradías y tierras, 1825-1890, Tesis doctoral, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2004; Diana Birrichaga, De pueblos de indios a pueblos de vecinos. Política, organización territorial y explotación económica de los pueblos de Texcoco, 1820-1870, Tesis doctoral, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2004; Carlos Sánchez Silva (coord.), La desamortización civil en Oaxaca, México, Universidad Autónoma Metropolitana, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, 2007; Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell, Pueblos de indios, tierras y economía: Villa Alta (Oaxaca) en la transición de Colonia a República, 17421856, Tesis doctoral, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2008; José Velasco Toro y Luis García Ruiz, Perfiles de la desamortización civil en Veracruz, México, Editora del Gobierno del Estado de Veracruz, 2009; Margarita Menegus Bornemann, La Mixteca Baja. Entre la Revolución y la Reforma. Cacicazgo, territorialidad y gobierno, siglos XVIII-XIX, México, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, Universidad Autónoma Metropolitana, Honorable Congreso del Estado de Oaxaca, 2009.

11 En este trabajo el concepto discurso se entiende como una forma de utilización del lenguaje escrito para transmitir una percepción intelectual respecto a una temática en cuestión. En este caso, centraré la atención en el discurso que divulgaron los gobernantes republicanos -de Oaxaca y Michoacán- respecto a las tierras comunales en sus memorias de gobierno y en la legislación estatal. Para ampliar las referencias sobre el uso de dicho concepto, véase Teun A. Van Dijk, "El estudio del discurso", en Estudios sobre el discurso, vol. I, Barcelona, Gedisa, 2000.

12 Memoria de la Secretaría de Estado y del Despacho de Fomento, Colonización, Industria y Comercio de la República Mexicana escrita por el ministro del ramo Manuel Siliceo para dar cuenta con ello al soberano Congreso Constitucional, vol 1, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1857, 38-39, 42-60.

13 Los grupos étnicos aludidos eran: náhuatl, mazateco, ixcateco, ojiteco, cuicateco, chinanteco, zapoteco, chocho, mixteco, huave, triqui, mixe, zoque, chatino, amuzgo y chontal. Véanse las siguientes obras: Carlos Sánchez Silva, Indios, comerciantes y burócratas en la Oaxaca poscolonial, 1786-1860, México, Instituto Oaxaqueño de las Culturas, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, 1998, 45-49; René Castro Aranda, Primer censo de población de la Nueva España, 1790. Censo de Revillagigedo, un censo condenado, México, Secretaría de Programación y Presupuesto, 1977, 26-31; Leticia Reina, Caminos de luz y sombra. Historia indígena de Oaxaca en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, 2004, 101-123.

14 Citado en Carlos Sánchez Silva, Indios, comerciantes y burócratas, p. 63.

15 Para ampliar el conocimiento de estas prácticas al interior de los pueblos indios, véanse Margarita Menegus Bornemann, La Mixteca Baja; Rodolfo Pastor, Campesinos y reformas; Edgar Mendoza García, Poder político y económico; Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell, Pueblos de indios, tierras y economía.

16 Entre los grupos étnicos que existían en el territorio de Michoacán hacia la primera mitad del siglo XIX, destacaron los Náhuatl, Otomies, Matlazincas y Purepechas. Véanse los siguientes trabajos: Manuel Orozco y Berra, Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México. Precedida de un ensayo de clasificación de las mismas lenguas y de apuntes para la inmigración de las tribus, México, Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, 1864, 54-58; José Guadalupe Romero, Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de Michoacán, Morelia, Fimax Publicitas, 1972 [1860], 6.

11 En este trabajo el concepto discurso se entiende como una forma de utilización del lenguaje escrito para transmitir una percepción intelectual respecto a una temática en cuestión. En este caso, centraré la atención en el discurso que divulgaron los gobernantes republicanos -de Oaxaca y Michoacán- respecto a las tierras comunales en sus memorias de gobierno y en la legislación estatal. Para ampliar las referencias sobre el uso de dicho concepto, véase Teun A. Van Dijk, "El estudio del discurso", en Estudios sobre el discurso, vol. I, Barcelona, Gedisa, 2000.

12 Memoria de la Secretaría de Estado y del Despacho de Fomento, Colonización, Industria y Comercio de la República Mexicana escrita por el ministro del ramo Manuel Siliceo para dar cuenta con ello al soberano Congreso Constitucional, vol 1, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1857, 38-39, 42-60.

13 Los grupos étnicos aludidos eran: náhuatl, mazateco, ixcateco, ojiteco, cuicateco, chinanteco, zapoteco, chocho, mixteco, huave, triqui, mixe, zoque, chatino, amuzgo y chontal. Véanse las siguientes obras: Carlos Sánchez Silva, Indios, comerciantes y burócratas en la Oaxaca poscolonial, 1786-1860, México, Instituto Oaxaqueño de las Culturas, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, 1998, 45-49; René Castro Aranda, Primer censo de población de la Nueva España, 1790. Censo de Revillagigedo, un censo condenado, México, Secretaría de Programación y Presupuesto, 1977, 26-31; Leticia Reina, Caminos de luz y sombra. Historia indígena de Oaxaca en el siglo XIX, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, 2004, 101-123.

14 Citado en Carlos Sánchez Silva, Indios, comerciantes y burócratas, p. 63.

15 Para ampliar el conocimiento de estas prácticas al interior de los pueblos indios, véanse Margarita Menegus Bornemann, La Mixteca Baja; Rodolfo Pastor, Campesinos y reformas; Edgar Mendoza García, Poder político y económico; Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell, Pueblos de indios, tierras y economía.

16 Entre los grupos étnicos que existían en el territorio de Michoacán hacia la primera mitad del siglo XIX, destacaron los Náhuatl, Otomies, Matlazincas y Purepechas. Véanse los siguientes trabajos: Manuel Orozco y Berra, Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México. Precedida de un ensayo de clasificación de las mismas lenguas y de apuntes para la inmigración de las tribus, México, Imprenta de J. M. Andrade y F. Escalante, 1864, 54-58; José Guadalupe Romero, Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de Michoacán, Morelia, Fimax Publicitas, 1972 [1860], 6.

17 Claude Morin, Michoacán en la Nueva España del siglo XVIII. Crecimiento y desigualdad de una economía regional, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, 28-34; Gerardo Sánchez Díaz, El suroeste de Michoacán, pp. 34-41, 52-54; Enrique Florescano, Origen y desarrollo de los problemas agrarios de México, 1500-1821, México, Editorial ERA, 1986, 54-55; Margarita Menegus Bornemann, "Los bienes de comunidad de los pueblos de indios a fines del periodo colonial", 90-91; Gerardo Sánchez Díaz, Historia de la agricultura en el Occidente de México. Los cultivos tropicales en Michoacán. Época colonial y siglo XIX, México, Tesis doctoral, Universidad Nacional Autónoma de México, 2000.

18 Esta situación también se presentó en estados como Jalisco, Guanajuato y Zacatecas. Véanse los siguientes trabajos: William B. Taylor, "Indian pueblos of Central Jalisco on the Eve of Independence", en Richard L. Garner y William B. Taylor (ed.), Iberian Colonies, New World Societies: Essays in Memoria of Charles Gibson, El Paso, University of Texas Press, 1985, 161-183; Eric Van Young, Hacienda and Market in Eighteenth-Century Mexico: The Rural Economy of the Guadalajara Region, 1675-1820, Berkeley, University of California Press, 1981, 34-35; Margarita Menegus Bornemann, "Los bienes de comunidad de los pueblos", 85-118; David Brading, Haciendas and Ranchos in the Mexican Bajio: León, 1700-1860, Cambridge, Cambridge University Press, 1978.

19 Juan José Martínez de Lejarza, Análisis estadístico de la provincia de Michoacán en 1822, Morelia, Fimax Publicistas, 1974 [1823], tablas 1-7.

20 José Guadalupe Romero, Noticias para formar la historia, p. 6.

21 Ordenanzas de tierras y aguas, o sea formulario geométrico-judicial para la designación, establecimiento, mensura, amojonamiento y deslinde de las poblaciones, y todas suertes de tierras, sitios, caballerías y criaderos de ganados mayores y menores, y mercedes de aguas: recopiladas a beneficio y obsequio de los pobladores, ganaderos, labradores, dueños, arrendatarios y administradores de haciendas, y toda clase de predios rústicos de las muchas y dispersas resoluciones dictadas sobre la materia y vigentes hasta el día en la República Mexicana, México, Imprenta de Vicente G. Torres, 1842, 5; Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia por don Joaquín Escriche, magistrado honorario de la Audiencia de Madrid (Nueva Edición corregida notablemente y aumentada con nuevos artículos, notas y adiciones sobre el derecho americano por don Juan B. Guim, doctor en ambos derechos y abogado en los tribunales del Reino de España), París, Librería de Rosa, Bouret y Compañía, 1851, 364, 475.

22 Sobre el fundo legal, véase Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, vol. II, Libro séptimo, título décimo, ley 5, Madrid, Consejo de la Hispanidad, 1943; William B. Taylor, Terratenientes y campesinos en la Oaxaca colonial, México, Instituto Oaxaqueño de las Culturas, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, 1998, 91-100; Stephanie Wood, Corporate Adjustment in Colonial Mexican Indian Towns: Toluca Region, 1550-1810, Tesis doctoral, University of California, Los Angeles, 1984, 154-164; Margarita Menegus Bornemann, "Los bienes de comunidad de los pueblos de indios a fines del periodo colonial", 85-118, en Teresa Rojas Rabiela y Antonio Escobar Ohmstede (coords.), Estructuras y formas agrarias de México: del pasado y del presente, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Registro Agrario Nacional, Universidad Autónoma de Quintana Roo, 1999, 89-91; Bernardo García Martínez, Los pueblos de la sierra. El poder y el espacio entre los indios del norte de puebla hasta 1700, México, El Colegio de México, 2005, 239-240. Es importante decir que una vara equivale a 0.836 metros, mientras que 1 legua a 5,572 metros.

23 Ordenanzas de tierras y aguas, pp. 5-7.

24 Margarita Menegus, "Introducción", pp. X-XI; Mariano Peset, "La desamortización civil en España", en Margarita Menegus y Mario Cerutti (ed.), La desamortización civil en México y España (1750-190), México, Senado de la República, 2001, 14-16.

25 Diccionario Razonado de Legislación, p. 158

26 Emilio Lecuana Prats, La liberalización de la propiedad afínales del antiguo régimen. Centro y periferia del proceso desamortizador y redentor de censos perpetuos en tiempos de Carlos IV, Málaga, Universidad de Málaga, 2004, 28-29.

27 Una prueba de este documento puede encontrarse en Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell, Pueblos de indios, tierras y economía, pp. 299-300.

28 "Instrucción del virrey Agustín Ahumada y Villalón, (1755)", Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, vol. II, (Estudio preliminar y notas de Ernesto de la Torre Villar), México, Editorial Porrúa, 1991, 912.

29 José de Gálvez, Informe general al excelentísimo señor virrey don Antonio Bucareli y Ursua con fecha de 31 de diciembre de 1771, México, Imprenta de Santiago White, 1867, 136.

30 "Representación de Manuel Abad y Queipo sobre la inmunidad personal del clero, (1799)", en José María Luis Mora, Obras completas, Obra política III, (Investigación, recopilación y notas de Lillian Briseño, Laura Solares y Laura Suárez), México, Instituto Dr. José María Luis Mora, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, 62-64.

31 "Representación de Manuel Abad y Queipo a nombre de los labradores y comerciantes de Valladolid, (1804)", en José María Luis Mora, Obra política, vol. III, p. 89.

32 "Bando del Virrey Iturrigaray fijando el plazo para explotar las tierras incultas, (1807)", en Francisco de Francisco de Solano, Cedulario de tierras. Compilación de legislación agraria colonial (1497-1820), México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1991, 542-543.

33 "Orden del Ministerio de Ultramar al Virrey de Nueva España para proceder el reparto de tierras a los indígenas, (1812)", en Francisco de Solano, Cedulario de tierras, pp. 545-546.

34 "Decreto de las Cortes para reducir los baldíos y terrenos comunes al dominio particular, (1813)", en Francisco de Solano, Cedulario de tierras, pp. 547-549.

35 Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, México, Editorial Porrúa, 1991, 235-257; Carlos María de Bustamante, El indio mexicano o avisos al Rey Fernando VII para la pacificación de la América Septentrional, México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1981 [1817-1818], 23-25, 34.

36 Memoria que el gobernador del estado presentó en la apertura de las sesiones ordinarias del segundo congreso constitucional del mismo, verificado el 2 de julio de 1827, Oaxaca, Imprenta del Gobierno, 1827, 3-4.

37 Memoria que sobre el estado que guarda la administración pública de Michoacán, presentada al H. C. por el secretario del despacho en 7 de agosto de 1829, Morelia, Imprenta del estado, 1829, 12.

38 Exposición que el vice-gobernador en ejercicio del supremo poder ejecutivo del estado hizo en cumplimiento del eartículo 83 de la constitución particular del mismo a la cuarta legislatura constitucional al abrir sus primeras sesiones ordinarias el 2 de julio de 1831, Oaxaca, Imprenta del Supremo Gobierno, 1831, 16.

39 Memoria que sobre el estado que guarda.., Morelia, 1829, 14.

40 Memoria que el gobernador.., Oaxaca, 1827, 4-5.

41 Colección de Leyes y Decretos del Gobierno del Estado de Oaxaca, tomo I, Oaxaca, Gobierno del Estado de Oaxaca, 1909-1911, 16-18.

42 Colección de Leyes, tomo I, pp. 303-304.

43 Memoria que el gobernador..., Oaxaca, 1827, 7.

44 Exposición que el vice-gobernador..., Oaxaca, 1831, 15

45 Exposición que el tercer gobernador del estado hizo en cumplimiento del artículo 83 de la constitución particular del mismo a la cuarta legislatura constitucional al abrir sus segundas sesiones ordinarias el 2 de julio de 1832, Oaxaca, Impreso por Antonio Valdés y Moya, 1832, 25.

46 Carlos Sánchez Silva, Indios, comerciantes y burocracia en la Oaxaca poscolonial, 17861860, Oaxaca, Instituto Oaxaqueño de las Culturas, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, 1998, 113-124.

47 Tristan Platt, Estado y Ayllu andino, pp. 40-45; Jean Piel, "Problemáticas de las desamortizaciones en Hispanoamérica en el siglo XIX (algunas consideraciones desde el punto de vista socioeconómico y, por tanto, ideológico)", pp. 97-128, en Hans-Jürgen Prien y Ana Rosa Martínez de Codes (coords.), El proceso desvinculador y desamortizados.

48 Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1848,-Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1848, 19

49 Colección de Leyes, vol. II, p. 89.

50 Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1849, -Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1849, 14.

51 Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1851, -Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1851, 3-4.

52 Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1852, Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1852, 10-11.

53 Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el gobernador del mismo al Soberano Congreso al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1852, Oaxaca, Impreso por Ignacio Rincón, 1852, 14-15.

54 Margarita Menegus Bornemann, La Mixteca Baja, pp. 114-116.

55 El Constituyente, Oaxaca, 6 de julio de 1856, p. 3; El Constituyente, Oaxaca, 6 de agosto de 1856, p. 2.

56 Carlos Sánchez Silva, Indios, comerciantes y burocracia, p. 60.

57 Memoria que sobre el estado que guarda...1829, pp. 13-14, 16.

58 Decretos del Congreso Constituyente del Estado de Michoacán, desde su instalación en 6 de abril de 1824 hasta 21 de julio de 1825 en que cesó, México, Imprenta de Galván, 1828, 56-57; Decretos del primer Congreso Constituyente del Estado de Michoacán, desde su instalación en 13 de agosto de 1825 hasta 3 de agosto de 1827, México, Imprenta de Galván, 1828, 22-24; Colección de decretos del Segundo Congreso Constitucional del estado de Michoacán. Se imprime por disposición de la comisión de policía de la Cuarta Legislatura Constitucional, cumpliendo con lo dispuesto por el decreto de 17 de septiembre de 1827, México, Imprenta de Galván, 1831, 25-31, 32-35.

59 Gerardo Sánchez Díaz, "Los vaivenes del proyecto republicano, 1824-1855", en Historia General de Michoacán, vol. III, El Siglo XIX, México, Gobierno de Michoacán, 1989, 4-5; Martín Sánchez Rodríguez, "Ixtlán: La desamortización de bienes indígenas en una comunidad michoacana y el ascenso de un arrendatario", en Sergio Zendejas Romero (coord.), Estudios Michoacanos iv, México, El Colegio de Michoacán, 1992, 91-116; Brigitte Boehm de Lameiras, "Las comunidades de indígenas de Ixtlán y Pajacuarán ante la reforma liberal en el siglo XIX", en Carlos Paredes Martínez y Marta Terán (coords.), Autoridad y gobierno indígena en Michoacán. Ensayos a través de su historia, México, El Colegio de Michoacán, Ciesas, INAH, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2003, 419-440.

60 "Reglamento sobre las cuentas de los bienes de comunidad de los pueblos (30 de junio de 1842)", pp. 82-90, en Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el Estado de Michoacán.., Tomo VIII.

61 "Decreto sobre contribución de las aportaciones que deben hacer las fincas rústicas para combatir al enemigo extranjero (5 de julio de 1847)", pp. 42-44, en Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el Estado de Michoacán.. Tomo IX.

62 Memoria sobre el estado que guarda la administración pública de Michoacán, leída al Honorable Congreso por el secretario del despacho en 23 de noviembre de 1846, Morelia, Imprenta de I. Arango, 1846, 13-15.

63 Memoria sobre el estado que guarda la administración, 1846, 12.

64 Memoria sobre el estado que guarda la administración pública de Michoacán, leída al Honorable Congreso por el secretario del despacho en 22 de enero de 1848, Morelia, Imprenta de I. Arango, 1848, 11.

65 Memoria de gobierno del estado de Michoacán, (1849), 13.

66 Ordenanzas de tierras y aguas, pp. 12-13.

67 Memoria de gobierno del estado de Michoacán, 1849, 14.

68 Memoria de gobierno del estado de Michoacán, 1850, 14.

69 "Reglamento sobre la repartición de fincas rústicas y bienes de las comunidades indígenas (23 de septiembre de 1851)", pp. 195-206, en Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el Estado de Michoacán.. Tomo XI.

70 "Decreto sobre división de fincas rústicas o urbanas (23 de octubre de 1857)", pp. 12-13, en Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el Estado de Michoacán.. tomo XIV.

71 "Artículo único sobre amplitud de facultades al gobierno para repartir las tierras indígenas (16 de noviembre de 1857)", p. 15, en Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el Estado de Michoacán...tomo XIV.

72 Entre los trabajos que rastrean detalladamente estos hechos en Oaxaca, destacan: Margarita Menegus Bornemann, La Mixteca Baja, pp. 112-144; Rodolfo Pastor, Campesinos y reformas, pp. 468-477; Edgar Mendoza García, Poder político y económico, caps. III y V; Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell, Pueblos de indios, tierras y economía, cap. IV.

 

Infomarción sobre el autor

Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell. Doctor en Historia, Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México. Investigador Nacional, nivel 1. Adscripción institucional: Centro de Estudios Históricos de El Colegio de Michoacán. Entre sus últimas publicaciones destacan: Entre la horca y el cuchillo. La correspondencia de un cacique oaxaqueño: Luis Rodríguez Jacob, 1936-1957, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2009, 216 pp.; Luis Alberto Arrioja Díaz Viruell, Leticia Gamboa Ojeda y Carlos Sánchez Silva, Historia gráfica del Teatro Macedonio Alcalá. Centenario, México, Teatro Macedonio Alcalá, Gobierno del Estado de Oaxaca, Instituto Estatal para la Educación Pública de Oaxaca, Fundación Harp Helú, 2009,243 pp.; "Pueblos de indios y defensa de la propiedad comunal en la Sierra Mixe (Oaxaca), 1856-1863", pp. 187-221, en Alejandro Tortolero Villaseñor, coord., Agricultura y fiscalidad en la historia regional mexicana, México, UAMI, Departamento de Filosofía, 2007, Colección Biblioteca de Signos número 50; "De la prohibición a la persistencia: el repartimiento de mercancías en Villa Alta (Oaxaca), 1786-1834", pp. 91-129, en Daniela Traffano, coord., Reconociendo al pasado. Miradas históricas sobre Oaxaca, México, CIESAS, UABJO, 2008; "La desamortización de la propiedad comunal en la Sierra Mixe (Oaxaca): el caso de San Cristóbal Chichicastepec y Santa María Mixistlán, 1856-1863", pp. 135-168, en Carlos Sánchez Silva (coord.), La desamortización civil en Oaxaca, México, Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, Universidad Autónoma Metropolitana, 2007, Colección del Bicentenário del Nacimiento de Benito Juárez, 1806-2006.

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