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Salud mental

Print version ISSN 0185-3325

Salud Ment vol.34 n.6 México Nov./Dec. 2011

 

Conferencia magistral

 

Defensa e ilustración de la psiquiatría*

 

Defense and enlightenment of psychiatry

 

Héctor Pérez–Rincón

 

 1 Miembro Titular de la Academia Nacional de Medicina. Profesor del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental, Facultad de Medicina, UNAM. Jefe del Departamento de Publicaciones y Director–Editor de SALUD MENTAL. Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz.

 

Correspondencia:
Dr. Héctor Pérez–Rincón.
Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente.
Calzada México–Xochimilco 101, San Lorenzo–Huipulco,
Tlalpan, 14370 México, D.F. Tel.: 4160 5129.
E–mail: perezrh@imp.edu.mx

 

Agradezco profundamente a la doctora María Elena Medina–Mora el honor que me ha conferido al invitarme a dictar la Cátedra Ramón de Fuente de la XXVI Reunión Anual de Investigación. Designación honrosa, ciertamente, que significa al mismo tiempo una gran responsabilidad pues la figura de nuestro fundador ocupa, como lo he señalado en diversas ocasiones, un sitio señaladísimo dentro de la medicina mexicana y su pensamiento sigue vigente en el campo de la Psiquiatría. Durante los 34 años que colaboré con él en diversas trincheras (el Comité Organizador del V Congreso Mundial de Psiquiatría, la UNAM, el FCE, este Instituto), tuve el privilegio de platicar y discutir con él, en diálogos intelectualmente muy estimulantes, sobre todos los asuntos divinos y humanos. Algunos de los temas centrales que generaron su interés y su preocupación son los que abordaré el día de hoy. Podría decir que hoy cumplo una promesa. La supervivencia espiritual de los generadores de ideas permite entablar diálogos fructíferos por encima del tiempo y del espacio. Hoy lo evoco aquí, aquí lo convoco una vez más.

En febrero del 2010 apareció en la revista World Psychiatry, órgano oficial de la Asociación Mundial de Psiquiatría, un polémico artículo del profesor Heinz Katschnig, de la Universidad Médica de Viena, titulado, nada menos, <<¿Son los psiquiatras una especie en peligro de extinción? Observaciones sobre los retos internos y externos que afronta la psiquiatría>>.1 Tras una larga carrera profesional de cuatro décadas y con el apoyo de 114 referencias recientes de la bibliografía anglófona, el autor sintetiza en seis páginas una visión descarnada y valiente de lo que considera, junto con no pocos autores hay que reconocerlo, una crisis actual de esta especialidad. Entre los retos internos señala la disminución de la confianza en la base de sus conocimientos (diagnóstico, clasificación, intervenciones terapéuticas) y la falta de una base teórica coherente. Entre los retos externos incluye la insatisfacción de los pacientes, la competencia con otras profesiones y la imagen negativa que nuestra especialidad tiene en la sociedad y frente a médicos de otras disciplinas. El autor vienés enlista una serie de datos peculiares: la situación confusa de dos sistemas diagnósticos diferentes que se utilizan a nivel internacional desde hace casi 60 años, paralelismo que es posible en virtud de la naturaleza específica de las definiciones de casi todos los diagnósticos psiquiátricos: combinaciones de criterios fenomenológicos, como signos y síntomas y su evolución en el tiempo, elaboradas por comités de expertos de formas variables para integrar categorías de trastornos psiquiátricos que se han definido y redefinido una y otra vez en el último medio siglo. La mayor parte de esas categorías diagnósticas no son validadas por los criterios biológicos como casi todas las enfermedades médicas; sin embargo, aunque se denominan <<trastornos>>, tienen el aspecto de diagnósticos médicos y pretenden representar enfermedades médicas que están incrustadas en clasificaciones jerárquicas equiparables a las taxonomías botánicas de los siglos XVII y XVIII. El enfoque del DSM de crear <<definiciones operacionales>> ciertamente ha vuelto más fiable el proceso de establecer un diagnóstico, pero la fiabilidad –expresa Katschnig– es diferente de la validez. Los fenómenos psicopatológicos ciertamente existen y pueden observarse y experimentarse como tales, sin embargo los diagnósticos psiquiátricos se definen en forma arbitraria y no existen en el mismo sentido que los fenómenos psicopatológicos. Para este autor, a las críticas de los sistemas de clasificación diagnóstica y de las definiciones de las enfermedades, que provenían hace varios decenios desde el exterior de la psiquiatría, se han agregado otras, más recientes, que provienen del interior. Así recuerda la <<deconstrucción genética de la psicosis>> que plantean algunos colegas y la queja de los genetistas psiquiátricos que dicen utilizar <<una tecnología de la guerra de las galaxias para un diagnóstico de arco y flecha>>. Y va más allá: <<El razonamiento amenazante básico de estas discusiones es que si nuestras categorías diagnósticas no han sido válidas hasta ahora, entonces la investigación de cualquier tipo –epidemiológica, etiológica, patogénica, terapéutica, biológica, psicológica o social– si se llevó a cabo con estos diagnósticos como criterios de inclusión, igualmente es inválida>>.

El otro campo de conflicto que señala Katschnig se refiere a la confianza decreciente en las intervenciones terapéuticas, no sólo porque los estudios con hallazgos positivos se publican con más frecuencia y rapidez que los que tienen hallazgos negativos, sino porque ha surgido el tema de los conflictos de interés por la relación que se establece entre los médicos y la industria farmacéutica. A esto se agrega –afirma–, el peligro de división interna o el de ser absorbidos por otras profesiones. Una separación cada vez mayor se insinúa entre los practicantes de un enfoque biológico y los que ejercen la psicoterapia. La dicotomía a la que alude Katschnig se cifra en la famosa pregunta que, como una nueva Esfinge, planteó The Lancet en un Editorial de 1994: <<¿De qué se ocupa la Psiquiatría: de los trastornos mentales o de los trastornos cerebrales?>>.2 La escisión se acentúa porque cada enfoque posee sus propias asociaciones, sus congresos y sus revistas.

Entre los retos externos, señala la insatisfacción de los pacientes que han pasado de clientes a consumidores y luego a usuarios, lo que implica un cambio en la otrora llamada relación médico–paciente. El descontento queda subrayado por la aparición de una nueva etiqueta: la de los <<sobrevivientes de la psiquiatría>>. La competencia con otras profesiones se ha agudizado en los últimos años, lo que corre a la par de una nueva <<estigmatización de la psiquiatría y de los psiquiatras>>, tema para el que la WPA está financiando actualmente un proyecto de investigación. La imagen de nuestra especialidad en la sociedad contemporánea, ayudada por la que brinda frecuentemente la cinematografía, ha conducido a que los estudiantes de medicina decidan no elegirla o a desertar de ella en varios países del Primer Mundo, lo que ha provocado una peligrosa escasez de psiquiatras, semejante a la que se observa en los países llamados eufemísticamente <<en vías de desarrollo>>.

Tales conclusiones no han dejado de generar sorpresa, perplejidad, incredulidad y molestia en muchos de los especialistas formados, en los últimos decenios, dentro de una impostación tan optimista como autocomplaciente de la medicina mental, que muy ufanos por los avances que ha tenido, están muy seguros de que el Progreso (ese fantasma que guía los pasos de la Humanidad desde el Siglo de las Luces) está en camino de convertirla, más temprano que tarde, en una verdadera ciencia dura.3,4 Es necesario, empero, un poco menos de triunfalismo y un poco más de humildad para valorar objetivamente algunos de los puntos que señala el profesor Katschnig. Este Instituto es, sin duda, el sitio idóneo para realizar una serena reflexión.

La crisis y los retos por los que atraviesa la especialidad pueden enmarcarse, además, dentro de la crisis múltiple y global que Amin Maalouf ha descrito como un <<Desorden del Mundo>>,5 en que la pérdida de brújula ha generado en este siglo un desorden a la vez intelectual, financiero, climático, geopolítico y ético.

Para emprender una reflexión sobre temas tan delicados resulta más útil adoptar una posición escéptica y anancástica que una complaciente e idílica, por lo que les pido reconocer la buena fe que anima a una actitud que podría parecer de aguafiestas o del ingrato papel de <<abogado del diablo>>, indispensable en todo proceso de beatificación.

Conviene recordar, por principio, que la desconfianza en los métodos clasificatorios y terapéuticos de nuestra especialidad no es algo reciente; deriva de un movimiento que surgió en los tres últimos decenios del siglo XX. De manera paralela a los avances alcanzados para esa fecha, la Psiquiatría sufrió, principalmente en el Primer Mundo, una serie de cuestionamientos muy importantes sobre la naturaleza de sus conocimientos, sobre los presupuestos que legitimaban su acción, sobre la estructura de su edificio teórico. A esa embestida proveniente de varios frentes, principalmente de las ciencias sociales, se le conoció como el <<movimiento antipsiquiátrico>>. No quiere decir que a lo largo de su historia bicentenaria las críticas o la desconfianza hayan faltado, pero hasta entonces aparece esa denominación que cimbró, por varios motivos, los cimientos de la denominada institución psiquiátrica. Las posiciones iconoclastas de las diversas corrientes antipsiquiátricas tuvieron, no obstante, repercusiones inesperadas para la psiquiatría en lo relativo a su propia imagen profesional por quienes eligieron una actitud que no fuera la del avestruz, pues sacudieron de arriba abajo sus certezas, lo que siempre es útil, y obligaron a poner en tela de juicio las actitudes rutinarias, mecánicas, conformistas, acríticas, ateóricas, chatas, adocenadas, que habían invadido la práctica clínica en varios lugares y que periódicamente parecen amenazarla. La opinión que sus críticos expresaron sobre los fines de la práctica psiquiátrica y sobre la represión asilar que hacía de los especialistas meros cancerberos del poder para etiquetar abusivamente a los disidentes, obligó a varios historiadores y epistemólogos a revisar la evolución extraordinariamente compleja y poco conocida de nuestra especialidad y a repensar su sitio y su naturaleza dentro de las ciencias médicas y entre las Humanidades. Para responder a tales acusaciones, el profesor Henri Ey, organizador del Primer Congreso Mundial de Psiquiatría y fundador de la que sería la WPA, escribió, en 1977, <<Défense et Illustration de la Psychiatrie>>,6 obra de gran erudición y lucidez que develaba los peligros que corre cuando abandona sus métodos y sus fines legítimos que son la defensa de la libertad y la dignidad del paciente conculcada por su propia patología o por la sociedad, y se convierte entonces en una falsa psiquiatría o en una simulación desviada. Por eso me pareció justo dar el título de ese libro a la Cátedra que honra hoy la memoria de nuestro fundador. Para afrontar los nuevos retos de la Psiquiatría, tanto los externos como los internos, es necesario asumir nuevamente una Defensa y una Ilustración.

¿Cómo es posible, pensará alguna alma pía, que la Psicofarmacología, que tanto ha evitado sufrimientos a la Humanidad, pueda ser objeto de desconfianza y de contestación? La historia de esta disciplina relata cómo, a mediados del siglo XX, la fina observación clínica de algunos psiquiatras muy versados en psicopatología descubrió por serendipia efectos terapéuticos insospechados de sustancias propuestas originalmente para otros fines, basados únicamente en la observación cuidadosa de los pacientes a su cuidado, lejos de la parafernalia que habría de ser la reglamentaria años después (estudios por fases, con el método doble ciego, uso de escalas, de placebos y comparación por pares, etc.). Se inició entonces una estrecha colaboración entre los clínicos y los farmacólogos que favoreció las primeras clasificaciones de los psicofármacos modernos. Propuestos inicialmente como facilitadores del proceso psicoterapéutico, debían permitir que una vez yugulados los síntomas que lo impedían se reanudara o se estableciera el diálogo con el terapeuta, considerado el centro del quehacer médico de éste. Las empresas farmacéuticas que habían producido los primeros compuestos iniciaron los estudios multicéntricos y se lanzaron a la búsqueda frenética de nuevas moléculas para ofrecer a los clínicos. El resultado sorprendente de estos primeros ensayos dio lugar a la certeza de que estábamos ante la <<tercera gran revolución>> de la Psiquiatría. A los primeros symposia internacionales patrocinados por la industria farmacéutica, reuniones de investigadores de elite en petit comité, siguieron los celebrados dentro de los Congresos Mundiales, cada vez más concurridos, de los que poco a poco tomaron el control, al grado que el propio Henri Ey pronosticó que en pocos años éstos se convertirían en foros de publicidad de la industria farmacéutica y en pretexto para que los asistentes se dedicaran más bien al turismo.

El desarrollo de la investigación en este campo permitió el establecimiento de hipótesis plausibles acerca de la fisiopatogenia de los trastornos sobre los que los fármacos ejercían su efecto benéfico, desplazando hacia los neurotransmisores y a su delicado equilibrio en la sinapsis la localización del sustrato que los causaba o los acompañaba. Si desde el punto de vista de los correlatos biológicos esta teorización tuvo un efecto heurístico trascendente, condujo, no obstante, a muchos médicos, a adoptar una actitud mental de reduccionismo a ultranza con un desplazamiento de su sitio de interés y a creer que ese era, que ahí residía, el trastorno de su paciente. La depresión, por ejemplo, ya no tendría más su referente, como otrora, en la evocación de los síntomas de la antigua bilis negra hipocrática, en la <<lipemanía>> de Esquirol, en <<el sol negro de la melancolía>> del poema de Nerval, en el Homo Melancholicus de Telenbach, en la evocación de la <<pérdida de objeto>> o bien, en esa alteración de la génesis y evolución de las líneas estructurales, planteadas por el psicoanálisis, y en donde dependía del momento en que se producía la alteración el que el Yo se organizara como neurótico, como psicótico o como perverso. Según este modelo, el <<blanco>> terapéutico sería, entonces, restablecer el equilibrio hipotético entre la producción y la recaptura de esas moléculas en la hendidura sináptica, y el tratamiento más importante si no es que el único, la administración de sustancias con acción en ese nivel. Podemos comprender, no obstante, que bajo este modelo mecanicista y simplificador que desplaza el locus del trastorno de la vivencia del sujeto individual a la intimidad de unas estructuras encefálicas, resulta muy difícil para el clínico experimentar por un neurotransmisor errado un sentimiento similar a la compasión que condujo a Pinel a dedicar su vida a aliviar el sufrimiento de los alienados. De aquí se derivó el proyecto de establecer un modelo bioquímico que explicara, sin ambages, la patología mental, mandando al desván, con gran desenvoltura, los modelos patogénicos previos.7 Esto se vio reforzado por los avances coetáneos, sorprendentes y apasionantes, del amplio campo de las neurociencias en los que la Psiquiatría pensó encontrar un nuevo y atractivo paradigma que sustituyera a los anteriores, y una esperanza para acceder al círculo de las ciencias, fuera del cual parecía no haber posibilidad de salvación. Muchos pensamos que la emergencia de un <<Hombre neuronal>>8 nos llevaría, ¡por fin!, a una explicación racional de la Naturaleza Humana que permitiera replantear los contenidos todos de la disciplina psiquiátrica. Las aportaciones neurobiológicas y neurocognitivas parecieron reavivar la esperanza en una neurologización del campo de la psiquiatría, empresa que ha estado presente desde que Bayle presentó su tesis de 1822, y que en nuestros días representa el buen doctor Ramachandran.9 No obstante, después de los años y de los miles de artículos publicados desde esta perspectiva, la esperanza parece alejarse como el horizonte en altamar, pues se vio, al menos para los observadores más perspicaces y desprejuiciados, que ese cúmulo de conocimientos y sus atractivas hipótesis no han brindado, hasta el momento, alguna aportación realmente sólida y universalmente comprobada y aceptada referente al diagnóstico, al pronóstico o al tratamiento de la patología mental, y que el Hombre Neuronal que se nos ofrecía era, más bien, un modelo muy esquemático, prematuro y algo cándido, una especie de versión actualizada de los modelos anatómicos desollados de los artistas renacentistas, que estaba lejos de poder sustituir, como se había propuesto, la compleja realidad del Hombre–Sujeto de la Fenomenología, que habita la Noosfera. Los síntomas mentales que se observan acompañando a algunos trastornos neurológicos son, además, desde el punto de vista fenomenológico, las más de las veces diferentes de los síntomas sobre los que se estructura la psicopatología, a pesar de que usemos con frecuencia los mismos nombres para calificarlos. Se trata, como dice el célebre profesor de Cambridge, Don Germán Elías Berríos, de <<copias conductuales>>.10 Debemos, pues, evitar caer en el error de muchos de nuestros pacientes psicóticos al creer que la similitud es igual a la identidad. Con cuánta lucidez decía el profesor Yves Pélicier, a finales de los años 1980, en medio del entusiasmo biologicista, que nunca habría una Antropología basada en los neurotransmisores, ni una auténtica psiquiatría que no fuera genuinamente antropológica.11

De manera paralela, las exigencias metodológicas de la investigación clínica y psicofarmacológica obligaron a una valoración mensurable por medio de la aplicación de escalas puntuales de apreciación clínica, fabricadas ad hoc, en las que la sintomatología quedó reducida a ítems estereotipados que si bien permiten amplios estudios internacionales comparativos, no dejan lugar a los aspectos biográficos y simbólicos del paciente, ni permiten al psiquiatra ejercer la <<Einfühlung>> (la compenetración) de los fenomenólogos. La labor del médico se transformaría, así, en hacer descender la calificación de las escalas a unos niveles de cuya significancia estadística dependerá un porcentaje de curación alcanzada. Este cambio de enfoque y de praxis ha conducido a muchos especialistas, en diversas partes, a convertirse, como se ha señalado, en meros quimiatras y clinímetras, es decir en generosos y exclusivos dispensadores de recetas de psicofármacos y en aplicados y compulsivos compiladores de escalas, en tanto que se solicita a los pacientes reducir la expresión de su padecer al estrecho corsé de una escala Likert autocalificada.

El desarrollo de la industria farmacéutica, por su lado, ha tenido igualmente, como señala Katschnig, repercusiones en el ámbito psiquiátrico más allá de ofrecerle nuevos compuestos terapéuticos que han beneficiado a muchos de sus pacientes y de granjearse la benevolencia de los especialistas por medio de halagos de toda índole. La inicial colaboración entre clínicos universitarios y científicos farmacólogos sufrió modificaciones progresivas bajo las leyes del imperio del marketing, quedando el gremio dentro de una condición cuyos críticos no han dejado de estigmatizar. Así, la revisión crítica de la bibliografía científica fue sustituida, para un amplio sector de los médicos, por el discurso aleccionador de una publicidad edulcorada y manipuladora que convierte a cada nuevo producto en una panacea muy superior a los fármacos previos (sobre todo si éstos son de menor precio) o a aquellos de la competencia, y aceptada pasivamente por clínicos receptivos y consentidores. Convertidos en un gremio cautivo y manipulable, son objeto de <<campañas agresivas>>, como las llaman los publicistas. Pocas veces el calificativo fue más apropiado que en el caso descubierto hace unos meses, cuando se conoció el video por medio del cual, la filial francesa de una de las empresas farmacéuticas transnacionales más serias y acreditadas, estimulaba a sus visitadores médicos para convencer a sus psiquiatras de prescribir un fármaco de cuya efectividad, por otra parte, no cabe la menor duda. En dicho video aparece la visitadora médica disfrazada de una sádica Gatúbela que fuetea en una pista de circo a su psiquiatra, un sesentón calvo y pasado de peso, que va desprendiéndose de su ropa hasta quedar desnudo y aceptar que debe recetar ese fármaco y no otro. ¿Qué ha ocurrido entre la industria y los médicos para que en este trágico ejemplo se hayan éstos convertido en especie zoológica amaestrable?

El otro tema polémico de actualidad es el de una pretendida manipulación nosográfica basada ya no, como otrora, en la observación cuidadosa de los clínicos y los psicopatólogos sino en el interés comercial de la industria farmacéutica. Es el debate insoslayable sobre la medicalización de la vida, la medicamentalización del bienestar, la fabricación corporativa de enfermedades. Este es uno de los temas centrales de la desconfianza con los que la Psiquiatría debe contender y frente a los que debe responder en defensa de su identidad, en la defensa de sus pacientes y en la de la sociedad frente a la cual tiene una responsabilidad moral. Cuando Jean–Etienne Esquirol medicalizó la conducta suicida en los comienzos de la especialidad y convirtió en paciente melancólico al que la Iglesia consideraba un pecador, no sólo lo rescató del Infierno de Dante sino que marcó un hito llevando al terreno del alienismo actitudes y comportamientos que hasta entonces tenían otro significado. Ese fue un gran avance para la civilización. Nunca hubieran pensado, empero, nuestros padres fundadores que las fronteras de la nosología pudieran extenderse hasta los terrenos que hoy se pretende. En su libro ya clásico, <<La fabricación de nuevas patologías>>,12 de 2009, escribe Emilio La Rosa, médico peruano investigador en Francia y funcionario de la UNESCO: <<En décadas pasadas, los grandes grupos farmacéuticos trataban de persuadir a los médicos de la utilidad de los nuevos productos. Actualmente, la acción de marketing de los laboratorios se extiende al público en general, invitando a las personas sanas a reconocerse enfermas. De esta manera, las dificultades de la vida cotidiana se transforman en desórdenes mentales y las quejas banales se convierten en afecciones serias, dando la impresión de que hay cada vez más personas que se consideran enfermas>>. Este movimiento que invade a toda la medicina ha sido señalado hace poco, con agudeza y buen humor, por el doctor Francisco González Crussí en su artículo <<Nuevo elogio de la calvicie>>,13 en donde describe cómo tal condición se ha convertido en una entidad patológica más, que requiere fármacos que la combatan. Escribe: <<Es éste uno de los mayores problemas de la medicina actual: que no sabe poner un límite a sus alcances>> (...) <<En el curso todo de nuestra existencia, toda transición, todo episodio del natural devenir existencial se 'medicaliza'>>.

Tras señalar la tendencia de la medicina mexicana a seguir la <<agresividad>> terapéutica de la norteamericana, González Crussí termina su artículo evocando la pieza de Jules Romains <<Knock o el triunfo de la medicina>>. En esta obra de 1923, un charlatán que sólo ha leído la propaganda de los laboratorios médicos, abre un consultorio que alcanzará un gran éxito económico convenciendo a los habitantes del pueblo que <<Un hombre sano no es sino un enfermo que lo ignora>>. El adoctrinamiento medicalizante del falso doctor Knock alcanza finalmente tal difusión que la obra concluye cuando, a medio día, todos los supuestos futuros enfermos suspenden sus actividades para tomarse, obedientemente, la temperatura rectal.

Dos obras, casi homónimas, publicadas en 2007, plantean crudamente esta situación: <<La timidez: Cómo un comportamiento normal se convierte en enfermedad>>,14 de Christopher Lane, y <<La pérdida de la tristeza: Cómo la Psiquiatría transforma la pesadumbre normal en Trastorno Depresivo>>,15 de Allan V. Horwitz y Jerome C. Wakefield. En la primera, el investigador de la Universidad de Chicago, que tuvo acceso a archivos inéditos de la American Psychiatric Association, analiza el controvertido cambio conceptual que se operó durante los seis años que separan la segunda y la tercera ediciones del DSM, y cómo el número de trastornos repertoriados se duplicó de la segunda a la cuarta versión. Esto lo lleva a plantearse la duda de si tal modificación se debe a que los trastornos mentales humanos son cada vez mejor conocidos o a que los psiquiatras construyen nuevas entidades en colusión con la industria farmacéutica. Para él, la timidez, calificada ahora como fobia social, se ha convertido en el tercer trastorno mental diagnosticado en los Estados Unidos, tras la depresión y la dependencia alcohólica. Los casos de depresión se habrían multiplicado por mil durante estos últimos decenios por haber incluido dentro de este rubro emociones o debilidades comunes y corrientes consideradas ahora, con gran facilidad, como patológicas. Esto iría a la par de un incremento descomunal de las ganancias de la industria farmacéutica norteamericana, prescribiéndose los antidepresivos a muchas personas que en realidad no lo necesitaban o que podían haber recibido con provecho alguna psicoterapia. Aquí residiría una de las paradojas que ofrece la psiquiatría, pues mientras existe una población en la que la depresión está subdiagnosticada y que va por la vida sufriendo de síntomas que se podrían evitar si fueran bien reconocidos y correctamente tratados, habría otra, según Lane, que recibiría psicofármacos sin necesitarlos. Recuerdo que en su Prefacio a la novela de Henri de Montherlant <<Un assassin est mon maître>>,16 Jean Delay, el psiquiatra y escritor introductor de la clorpromazina, decía que muchos cuadros que son diagnosticados como depresiones se podían curar con un poco de dinero o un poco de amor.

Por su parte, la obra de Horwitz y Wakefield hace énfasis en que a partir de la tercera versión del DSM se borra la frontera que distinguía la tristeza normal, explicable como una respuesta comprensible a las circunstancias particulares del sujeto, del trastorno depresivo, frontera que había sido reconocida por los médicos durante 2500 años. Para estos autores, también, la medicalización de la tristeza humana ha llevado a millones de personas a solicitar ayuda psiquiátrica convirtiéndose la depresión en el diagnóstico más frecuente de pacientes externos. En nuestros días se anuncia por todos los medios que una epidemia de depresión amenaza al mundo. Cabe preguntarse desde nuestro enfoque médico si se trata de una epidemia de depresión endógena o bien de la proliferación de cuadros depresivos reactivos a una época caótica en crisis múltiple, como la que describe Maalouf. ¿La ingestión de antidepresivos hará al mundo más amable y menos ansiógeno?, ¿o sólo la respuesta organizada de la sociedad podrá algún día mejorarlo? La acción que se espera del gremio dependerá de la respuesta a la pregunta. Dentro de este orden de ideas, recuérdese que la prescripción de ansiolíticos en décadas pasadas tuvo un aumento desmesurado gracias al entusiasmo de médicos de otras especialidades que así creían evitar a sus pacientes un estado de desasosiego, de incomodidad, que acompañaría, necesariamente según ellos, a todas las expresiones de la patología humana.

Sin llegar a los extremos de la siniestra madre Teresa de Calcuta, que evitaba a sus enfermos terminales el beneficio de la analgesia para no privarlos de la experiencia espiritual que según ella procuraba el dolor físico, el psiquiatra puede legítimamente preguntarse si la tristeza connatural al vivir, por ejemplo en la situación de duelo, la ansiedad circunstancial o el estrés, obligan siempre y necesariamente a la prescripción de antidepresivos y ansiolíticos, o si estos sentimientos pueden desempeñar un papel importante en la experiencia humana, ser útiles motores de la acción, o darle incluso un nuevo sentido a la vida. El miedo a sufrir o la poca tolerancia a las preocupaciones cotidianas son rasgos, frecuentemente señalados, de una época hedonista (que no epicúrea) que parece que ha perdido la posibilidad de alcanzar la ataraxia o el dominio de las emociones por medios no farmacológicos, ya sean éstos legales, ya ilegales. Este es otro tema de reflexión nada banal para la psiquiatría.

El peligro que entrañaría una sobre diagnosticación y la consiguiente sobre prescripción la afrontan diariamente los paidopsiquiatras con el tema del Trastorno por déficit de atención, convertido en campo de controversia social. Para algunos, el diagnóstico actual es demasiado incluyente y los fármacos, no exentos de riesgos, podrían causar a la larga más daños que beneficios, en tanto que para otros esta crítica es ignorante y sesgada y podría evitar que muchos niños reciban el beneficio de un tratamiento del que se vieron privados los de tiempos pasados, mal diagnosticados y mal reconocidos. En una entrevista reciente, Catherine Vidal, paidopsiquiatra francesa, señaló que <<los criterios diagnósticos de la hiperactividad no son los mismos en uno y otro lado del Atlántico>> [...] En los Estados Unidos <<se pone énfasis en las causas biológicas y se pasan a un segundo plano las causas sociológicas y económicas que explicarían esos trastornos>>. Esto llevó a que <<en 2004, se les prescribiera metilfenidato a 7000 niños en Francia, en tanto que del otro lado del Atlántico 8 000 000 de niños siguieron ese tratamiento>>.17 En muchos sitios se ha señalado, con sorpresa y desconfianza, ejemplo de la problematización social del etiquetaje médico, el número creciente de niños que por ésta y muchas otras causas son derivados ahora hacia tratamientos psiquiátricos y psicológicos y en los que se intenta el descubrimiento precoz de conductas delictivas en la vida adulta.

Por lo que concierne a las ambiguas relaciones entre los especialistas y la industria, que señala Katschnig, éstas pueden llegar a un nivel verdaderamente escandaloso: se ha dado a conocer públicamente18 que 67% de los constructores del DSM–V tienen vínculos declarados con la industria farmacéutica, lo que representa un 20% de aumento con respecto a la proporción de los miembros de la task force del DSM–IV que estaban en esa controvertida situación. Esta relación consiste no ya en las tradicionales invitaciones a congresos, tan gratificantes e inocentes aunque para algunos éticamente discutibles, sino en la participación millonaria en acciones de laboratorios para los cuales realizan trabajos que se publican en las revistas más reconocidas del Science Citation Index.

Las manipulaciones sucesivas del Manual Diagnóstico y Estadístico, nacido por cierto como un catálogo para el uso de las aseguradoras, se han convertido, como lo señala nuestro autor vienés, en una de las causas de la crisis que analiza. Cuando se cocina su quinta versión, aumenta la vehemencia de sus críticos, que no habían dejado de manifestarse en las ediciones previas. Así, desde 1996, Don Germán E. Berríos, defensor de la Psicopatología descriptiva, había escrito sobre el particular una enérgica catilinaria preguntándose sobre el lugar de ésta <<entre los partidarios de un saber sustantivo –adecuado a su matriz histórico–conceptual [.] capaz de desarrollar un lenguaje propio– y aquellos que depositan "ubicuamente" retazos de la psicopatología en contenidos vaciados de raíz teórica y/o histórica>>. Para este autor, la psicopatología enfrenta en nuestros días un momento de dilución conceptual debido a la emergencia de una <<pseudo psicopatología [...] como es por ejemplo la utilización vicariante de criterios diagnósticos –o la pseudo psicopatología farmacológica–, [que] se caracteriza por su ateoreticismo y por la fragilidad ante la intrusión de saberes mercenarios y ajenos al pensamiento psiquiátrico>>, lo que <<podría, en no muy largo espacio de tiempo, producir un acto de barbarie o catástrofe gremial>>. Berríos señala que se intenta reinventar conceptos ya suficientemente desarrollados por autores clásicos en psicopatología>> debido al <<empobrecimiento histórico–conceptual>> del <<artefacto teórico creado por la "industria" de las clasificaciones, que pasan por ser pseudomanuales de psicopatología para el psiquiatra en formación. Todos ellos, al ofrecer un glosario reducido de términos, hacen que los síntomas opacos, o no codificables, permanezcan, tautológicamente, inexplorados o silenciados.>>19

Actualmente está en marcha un movimiento internacional que no hay que subestimar, para protestar contra la imposición de un criterio único, hegemónico, en la clínica de los síntomas psíquicos, generador de un enfoque estadístico e impersonal que carece de una fundamentación realmente clínica y menosprecia la dimensión subjetiva; que genera una clínica cada vez menos dialogante, indiferente a las manifestaciones del sufrimiento psíquico, y que conduce a la imposición de tratamientos únicos.20 Esta crítica se basa no sólo en las debilidades epistemológicas del DSM, sino también en el hecho preocupante de que este Manual haya sustituido en varios sitios a la enseñanza de la psicopatología clásica y de que favorezca el paradigma de una universalización prescriptiva. Por otra parte, el proyecto de la quinta edición tiene tal cantidad de cambios respecto de la cuarta, es de tal manera incluyente, que supone una verdadera amenaza, como lo ha reconocido el propio Allen Frances, jefe del task force del DSM–IV, en su artículo <<Abriendo la caja de Pandora>>,21 pues se pretende saltar de la prevención a la predicción sin red epistemológica alguna, medicalizando más malestares de los que hubieran imaginado los creadores de la psicopatología clásica. ¡El sueño de Knock hecho realidad! Baste citar lo que Frances califica como <<el más preocupante>> de los rubros propuestos: <<el síndrome de riesgo de psicosis>>, cuya tasa de falsos positivos sería de 70 a 75%. Éste invitaría a prescribir neurolépticos a sujetos que a pesar de sus rasgos de personalidad nunca manifestarían un cuadro psicótico y que corresponderían, más bien, a las esquizoídias de Minkowski, enviadas al baúl de los trebejos junto con otras descripciones no por olvidadas menos reales o útiles. El que tal descabellado diagnóstico haya sido recientemente cambiado por el de <<síndrome de síntomas psicóticos atenuados>>, no cambia nada la situación. Lo alarmante es que tal síndrome se parece mucho al diagnóstico de <<esquizofrenia no sintomática>> que se establecía en el Instituto Serbski, de Moscú, en tiempos de Brezhnev, en los disidentes políticos, y contra el cual se levantó en su momento, unánimemente, la Psiquiatría internacional.

Otro texto reciente que completa al de Katschnig y obliga también a reflexionar sobre la situación actual de la Psiquiatría, es la obra no menos polémica de Robert–Michel Palem, publicada en Francia, también en 2010, titulada retadoramente <<¿La Psiquiatría es todavía un Humanismo?>>.22 Con una erudición y un andamiaje teórico y filosófico que ya no suele verse en este lado del Atlántico, este alumno de Henri Ey se pregunta si la especialidad, en la crisis de valores por la que atraviesa, es todavía fiel al Humanismo de la Ilustración que le dio origen. En esta obra difícil lanza sus acerados dardos sobre algunas cómodas certezas de las almas bien pensantes. Este autor se ocupa con especial lucidez de los que califica como <<antihumanismos psiquiátricos>>, que son precisamente, ¡oh cruel paradoja!, aquellas disciplinas e instrumentos en los que muchos colegas habían cifrado su esperanza de progreso: La quimiatría, el DSM, el cognitivo–conductismo, el neuro–cognitivismo, la neuro–filosofía.

<<El DSM –escribe– atomiza la personalidad, normal o patológica, y la Medicina basada en evidencias lo valida, [.] la evalúa de manera objetiva en relación a una norma estadística exterior al sujeto, a su estructuración, a su vivencia de sufrimiento y a su historia. Esta psiquiatría basada en evidencias [la traducción correcta es: en pruebas] [que] reivindica la objetividad [...] espera mucho de la Imagenología cerebral adoptada con un entusiasmo legítimo pero con una crítica insuficiente. Ve en ella una empresa "científica", condición que se le regatea a la psiquiatría humanista o "centrada en la persona", como se dice ahora. Su visión causalista y mecanicista muy estrecha, que no por ser muy objetiva es menos reduccionista y simplista, no resulta, a final de cuentas, tan "científica", puesto que el objetivo último de la ciencia es abarcar y explicar la complejidad de la realidad>>. [.] <<El recurrir a la imagenología cerebral –escribe Palem– puede conducir a pedirle que hable en lugar nuestro (en lugar del sujeto paciente y en lugar del psiquiatra terapeuta)>>.

Y aquí reside, precisamente, en gran medida, uno de los riesgos mayores que afronta hoy la psiquiatría: que las técnicas en las que invistió su esperanza para un proyecto de objetividad científica, la suplanten y le arrebaten su campo de acción. Que las que deberían ser sus disciplinas ancilares terminen por expulsarla de sus dilatados dominios heredados. Que intenten hablar en su lugar. Que aspiren a explicar, basándose sólo en su enfoque, la realidad de un fenómeno que hasta ahora se describía en términos clínicos y psicosociales, que pretendan convencernos de que nuestras categorías nosográficas, fruto de la observación, son meras entelequias prescindibles; que hagan, pues, abstracción o consideren superfluo el nivel de la vivencia personal. Estos enfoques de moda olvidan, por otra parte, que los diagnósticos psiquiátricos son constructos sintomatológicos y que los síntomas que nos expresan los pacientes y que fundan todavía el saber de nuestra disciplina, no son sólo funciones cerebrales sino sobre todo construcciones semánticas, hechos de lenguaje, vía final común, que intentan traducir el oscuro sufrimiento intrapsíquico del que aquellos son víctimas. El mismo desarreglo neurobiológico primordial puede así ser vivido como una alucinación por un paciente y descrito como un delirio, por otro.

El frenesí de la moda imagenológica ha invadido, así, campos insospechados y ha generado nuevas disciplinas que van desde las neurohumanidades y la neuroestética hasta la neuroeconomía, pasando por la neuroteología y el neuroperitaje judicial. El que haya almas sensibles que consideren que visualizar qué regiones cerebrales se activan cuando el señor Alighieri se sienta a escribir nos conduzca a descubrir el secreto último de la Divina Comedia, es menos escandaloso que la jurisprudencia establecida en 2008 cuando, en la India, una mujer fue condenada a cadena perpetua acusada de envenenar a su novio porque la neurotecnología mostró que su cerebro procesaba la palabra <<cianuro>> como un término familiar. En otros casos se ha alcanzado la absolución porque la imagenología decretó, por ejemplo, que el delito cometido en estado alcohólico se debió a un umbral anormalmente bajo de algunas estructuras cerebrales a la cantidad ingerida. Esta intromisión de las neurociencias en los tribunales amenaza el concepto tradicional de responsabilidad y de imputabilidad, centrado en el sujeto como persona moral, que queda subsumido o suplantado por otro en el que éste se diluye junto con el papel del perito forense. Sólo obtendrán así la libertad quienes tengan los medios económicos para demostrar a un juez que el delito no fue causado por una decisión voluntaria sino por la irresponsable y ciega acción de una estructura cerebral disfuncional.

Este intento por modificar básicamente su identidad ha sido descrito por el profesor Pierre Pichot en su libro sobre <<La psiquiatría actual>>,23 de 2009: <<Inspirada en posiciones ideológicas extremas, se propone reducir la Psiquiatría al estudio de las disfunciones cerebrales y por ello incorporarla [.] al ámbito más general de las neurociencias [.] proponiendo al mismo tiempo que muchos de los componentes psicológicos y sociales deben dejarse a las profesiones no médicas>>. La otra vertiente de esta crisis la resume así el psiquiatra e historiador francés: << ¿Con qué criterios y con qué límites deben ser definidos los trastornos mentales para dar a la psiquiatría un verdadero estatus médico? ¿Cómo pueden los tres componentes de nuestra biopsicosocial disciplina ser combinados en una perspectiva completa? Otros aspectos conciernen al ámbito de actuación profesional de los psiquiatras, confrontados a los requerimientos económicos de la sociedad y con la competencia creciente de otros grupos médicos, como los generalistas y, en otro nivel, los "neurocientistas" y de grupos no médicos, como los psicólogos clínicos, los trabajadores sociales y otros que reclaman una competencia especial en la corrección de las disfunciones psicosociales>>.

Los datos expuestos hasta ahora sobre la situación por la que atraviesa la Psiquiatría no deben considerarse como jeremiadas de autores pesimistas a quienes la proximidad del Ocaso de la vida nos ha conducido al escepticismo y al desencanto, sino una invitación a reflexionar nuevamente sobre su condición y encontrar una respuesta a los cuestionamientos de que es ahora objeto. Para esto es indispensable reformular los programas internacionales de formación universitaria para los especialistas y rescatar los grandes temas que, por un deseo apresurado de convertir a la psiquiatría en científica y moderna, fueron reducidos a un nivel homeopático o de plano desaparecieron, lo que ha conducido paradójicamente a la difuminación de su identidad. Por ejemplo, el profesor Berríos se ha lamentado recientemente10 que por descuidar y menospreciar a la psicopatología clásica, fuente y origen de la psiquiatría, muchos colegas aspiran sólo a convertirse en mini neurólogos, en mini radiólogos y en mini geneticistas.

Los cursos de neurociencias y de clinimetría, los de neurobiología, estadística y epidemiología, no deben sustituir a aquellos dedicados a revisar en detalle su evolución histórica, los paradigmas sucesivos a los que ha recurrido, el análisis de las grandes teorías que le han brindado un andamiaje conceptual irreductible al sólo lenguaje neural. Sólo así se podrá hacer una nueva síntesis que incorpore con provecho las aportaciones que le vienen de otras disciplinas, sin confundirse, empero, con ellas. Sólo así podrá coordinar de manera soberana una investigación farmacológica cuyas directrices ella deberá señalar sin consideraciones de otro tipo que no sean las científicas, sólo así podrá entregarse a una erudita modificación taxonómica. La Gehirnpsychiatrie deberá de replantearse una vez más. La original teorización del exocerebro, de Roger Bartra,24 por ejemplo, será de gran utilidad para realizar esa síntesis y no perder su vinculación con el mundo de la cultura y de las Humanidades, en donde ocupa todavía un sitio que pone en riesgo su desmesurado afán neurologizante.

Ante el peligro de disolución que mencionan los autores evocados, evitemos que los especialistas que habrán de sucedernos nos lancen el duro reproche de la madre de Boabdil al perderse Granada. Cuando los jóvenes psiquiatras deban construir un nuevo paradigma –que yo ya no veré– para resolver las crisis que hoy la agobian, espero que sabrán atravesar airosos entre la Escila de la sociatría y la Caribdis de la neurolatría y rescaten, para una especialidad que merece prevalecer, su pasado, su independencia, su identidad, su dignidad, su credibilidad, su prestigio, su compromiso fundamental con el paciente, único objeto válido de su existencia.

 

REFERENCIAS

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NOTAS

* Texto de la Cátedra Ramón de la Fuente impartida el 12 de octubre de 2011 dentro de la XXVI Reunión Anual de Investigación. INPRFM.

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