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Salud mental

versão impressa ISSN 0185-3325

Salud Ment vol.32 no.5 México Set./Out. 2009

 

Ensayo

 

Neuroética psiquiátrica: una asignatura pendiente

 

Psychiatric neuroethics: a pending assignment

 

Moisés Rozanes T.

 

Coordinador General. Consejo Estatal de Salud Mental. Gabriela Mistral 600–4, 28010 Colima, Col. e–mail: rozanes@prodigy.net.mx

 

<<Si robas tu sabiduría de un libro no eres más que
un ladrón literario, un plagiador. Pero si robas a
manos llenas de cinco libros, ya no eres un ladrón,
sino un investigador. Y si robas de cincuenta libros
llegas a adquirir el rango de gran investigador.>>

Amós Oz. Historia de amor y oscuridad (2004)

 

I. He de comenzar reconociendo que la primera vez que oí la palabra <<neuroética>> fue hace poco menos de un año, durante un congreso sobre <<educación en salud global>>.* Supuse entonces que era yo la única persona entre la concurrencia atrasada de noticias. Falso. Lo cierto es que el impulso que ha tomado esta disciplina, ubicada en la intersección entre la ética biomédica, la investigación del cerebro y la clínica neuro–psiquiátrica, es relativamente nueva. Formalmente, despegó en mayo de 2002 en un congreso en San Francisco, California, titulado <<Neuroética: mapeando el territorio>>.

Según Neil Levy, editor de la primera revista dedicada exclusivamente a este campo, la neuroética puede definirse como una reflexión ética sobre el uso de las diversas tecnologías y técnicas provenientes de la neurociencia, y de otras ciencias de la mente. Algunos de sus horizontes son similares a los de la bioética al plantear interrogantes acerca de las posibles aplicaciones del conocimiento neurocientífico. Por ejemplo: ¿El uso de psicofármacos podría en algún momento amenazar la noción que tenemos de lo que significa ser humanos? ¿Es correcto que se dicten sentencias penales con base a la interpretación de imágenes cerebrales o estudios electroencefalográficos? ¿Debería considerarse responsable de conducta criminal a una persona con alteraciones psiquiátricas graves?

Para Levy, sin embargo, lo que define a la neuroética —y al mismo tiempo establece una diferencia básica con la bioética— es la perspectiva de abordaje de temas medulares de filosofía sobre lo esencialmente humano: ¿En qué consiste la naturaleza biológica de la moral? ¿Cómo puede explicarse el descontrol de la conducta humana? ¿Cuál es el sustrato cerebral de las creencias religiosas? ¿De qué manera podría mejorarse la adquisición del conocimiento?1

La neuroética es sobre todo un campo interdisciplinario en el que participan investigadores de las llamadas ciencias básicas y áreas clínicas, así como juristas, comunicólogos, sociólogos, filósofos, antropólogos y responsables de políticas públicas.

La doctora Judy Illes, directora del Centro Nacional de Neuroética (National Core of Neuroethics) en Canadá, afirma que aun cuando los primeros estudios y reflexiones sobre el cerebro, la mente y la conducta provienen desde los filósofos de la Antigüedad, apenas comienza la conformación de una disciplina teórico–práctica que se diferencia de la bioética en cuanto a su objeto específico de estudio.2

II. Uno de los resortes que impulsan este tipo de estudios se ubica en las sutiles y trascendentes consecuencias éticas, legales y sociales, implicadas en cualquier forma de intervención y manipulación del cerebro, sean éstas con el fin de aumentar el conocimiento, de probar tratamientos más eficaces o, incluso, para determinar la culpabilidad (o inocencia) de una persona.

Evaluar el nivel de lucidez mental y la capacidad de libre albedrío de alguien mentalmente enfermo, y bajo el escrutinio de la ley, sigue siendo un reto enorme para la ciencia que, en ciertas circunstancias, podría comprometer el derecho ciudadano a la privacidad. Cada quien tiene la libertad de pensar lo que quiera y de preservar sus ideas de la forma que mejor considere. Por ejemplo, algunas tecnologías modernas que suponen la posibilidad de <<leer el pensamiento>>, sin el consentimiento de la persona, pueden resultar violatorias.

Steven Hyman, destacado psiquiatra, actual director de la Neuroethics Society y ex–presidente del Instituto Nacional de Salud Mental en E.U., ha manifestado su preocupación ante el crecimiento de una industria que, basada en tecnología neurocientífica, ha comenzado a ofrecer tanto al público como a empresas y gobiernos, aparatos para <<la detección de mentiras>>. Mientras no exista una regulación adecuada, esta clase de servicios pudiera prestarse para distintos abusos y formas de explotación, sobre todo entre los miembros más vulnerables de la población que son precisamente aquellos que padecen trastornos neuro–psiquiátricos. Sin embargo —concluye Hyman— la sociedad (norteamericana) está tan urgida de recursos confiables para detectar a quienes falsean perversamente la verdad, que acepta sin muchos reparos propuestas de solución, aun sin las evidencias científicas adecuadas.3

Un caso reciente prendió los focos de alarma cuando, en junio de 2008, en la India, un juez presentó un estudio electroencefalográfico con potenciales evocados como prueba de culpabilidad contra una mujer acusada de homicidio y a quien se condenó a prisión por el resto de su vida.

Los creadores del programa usado por la fiscalía (Brain Electrical Oscillations Signature), con base en Mumbai, aseguran que su producto permite distinguir los recuerdos que tiene una persona sobre un hecho que únicamente presenció, de aquellos en los que hubo participado activamente. Es la primera vez que en una sociedad democrática y civilizada se resuelve un caso penal al demostrar <<científicamente>> que la persona inculpada posee un conocimiento del crimen que nadie más podría tener.

III. Debido a que el cerebro es el núcleo de procesos mentales que nos permiten ser y saber quiénes somos, la investigación de las enfermedades neuro–psiquiátricas representa un desafío particularmente delicado que exige y concentra enormes esfuerzos. Al tiempo en que la ciencia se empeña por liberar a la humanidad de los trastornos mentales, también hace posible conocimientos más amplios, profundos y complejos sobre la naturaleza del pensamiento, las emociones y la conducta.

Las nuevas tecnologías neurocientíficas, gracias a la computación, parecen reflejar con bastante realismo plástico los procesos cerebrales. Hay que recordar que dicha percepción es sólo el reflejo de una compleja tecnología, ya que lo que vemos en la pantalla no es un cerebro en particular sino la correlación de múltiples variables convertidas en sugerentes imágenes. No obstante, estos estudios han abierto las puertas para una posible modificación y manipulación de los procesos mentales de una manera difícil de predecir. De ahí surgen preguntas de carácter ético relacionadas, por ejemplo, con criterios de equidad y consentimiento informado. ¿Quiénes tienen derecho y acceso real a esas tecnologías? ¿Cómo debe manejarse la confidencialidad ante descubrimientos incidentales no previstos en el diagnóstico inicial?

Todas las técnicas y medicamentos que actúan en el cerebro, a diferencia de otros órganos, conllevan un significado único en cada persona. Por ello los asuntos neuroéticos conciernen, involucran y trascienden a quienes investigan en el laboratorio o en el ámbito clínico, y reclaman asimismo la participación de una sociedad mejor informada.

La ingerencia de las neurociencias en diversas áreas del quehacer cotidiano es un hecho real, más allá de los escenarios de la psiquiatría, la psicología y la neurología. Su influencia es evidente en la educación, el entretenimiento, las comunicaciones y la mercadotecnia, pero también en ámbitos menos accesibles para la mayoría como el combate a la delincuencia y el terrorismo, el control migratorio, los juicios penales y la estrategia militar.

En un libro fascinante e inquietante, Jonathan D. Moreno —destacado psicólogo y experto en bioética (por cierto, hijo del creador del Psicodrama)— a la vez que trata sobre la investigación del cerebro y sus aplicaciones bélicas, expone el papel de las neurociencias en el desarrollo y mayor complejidad del armamento moderno. El autor describe algunos métodos de combate basados en la identificación de patrones cerebrales a larga distancia y la aplicación de nuevos dispositivos para detectar posibles terroristas. También incluye información sobre los mecanismos de financiamiento de la <<Agencia para proyectos de investigación avanzada de defensa>> (Defense Advanced Research Projects Agency) en centros universitarios estadounidenses.4

En realidad es escasa la información con la que se cuenta e igualmente escasas son las probabilidades de obtener acceso de primera mano sobre experimentos <<clasificados>>. Incluso para la mayoría de los clínicos resulta remoto y complicado participar en el análisis y la discusión de las aplicaciones neurocientíficas en áreas como espionaje, vigilancia política, uso experimental y no reglamentado de psicofármacos en humanos y técnicas de interrogatorio. Sin embargo, es un hecho que un número indeterminado de psiquiatras y psicólogos participa en estos procesos.

IV. Sabemos bien que las ciencias del cerebro/mente cuestionan la manera como los humanos nos percibimos y evaluamos dentro del concierto bio–psico–social. Por ello, en ocasiones, éstas han sido calificadas como irreverentes, inmorales e incluso peligrosas por quienes preferirían no preguntarse sobre el origen biológico de nuestras creencias, valores e ideologías. Por ejemplo: ¿Cuáles son las bases neurales de la libertad, la responsabilidad, la creatividad, el amor, la espiritualidad; o de las conductas antisociales, la crueldad, la sexualidad perversa y el fanatismo religioso?

Las investigaciones más recientes apuntan a que todas estas manifestaciones humanas tienen correlatos en el cerebro, sin que esto nos lleve a posturas de un <<reduccionismo>> ramplón. La creación de psicofármacos con diseño genético molecular, la estimulación magnética transcraneal (aprobada por la Federal Drug Administration hace apenas unos meses en casos de depresión resistente), la estimulación eléctrica profunda con implantes psico–quirúrgicos, así como los estudios de casos con lesiones encefálicas, demuestran que el ánimo, la conciencia, la noción del Yo o el libre albedrío no son meros agregados etéreos de la mente, sino, por el contrario, son evidencias irrefutables de la integración mente/cuerpo.

V. Entre más avanzan las neurociencias, más complejas y delicadas son —desde el punto de vista ético, político y legal— las preguntas sobre el origen y final de la vida o lo que significa ser humano. No obstante, difícilmente podríamos quedar satisfechos hoy día con el nivel de difusión, divulgación y discusión de estos temas.

La seguridad a mediano y largo plazo de la aplicación de algunos recursos neurocientíficos es un asunto en general poco conocido. Por ejemplo, la prescripción de psicotrópicos estimulantes ha aumentado no sólo para tratar el trastorno por déficit de atención e hiperactividad, cuyo diagnóstico y manejo sigue siendo objeto de enconadas controversias, sino también para el mejoramiento (enhancement) de funciones cognitivas en personas por lo demás sanas.

Estos usos o abusos han generado desconfianza y severas críticas hacia las neurociencias en ciertos sectores de la sociedad, a pesar de que para los médicos pueda resultar obvio que no debe exponerse a ningún paciente a los riesgos de un medicamento X, cuando la magnitud de los síntomas no lo amerita. El problema, sin embargo, consiste en que mientras por una parte se trafica con fármacos con fines no médicos, por la otra hay un número elevado de niños y jóvenes con problemas de concentración y aprendizaje, comportamiento impulsivo y desorganizado, que son marginados, estigmatizados, con mayor riesgo hacia las adicciones, y que no están recibiendo el beneficio de un tratamiento integral adecuado.

Asimismo, deben mencionarse casos como el del donezepilo, cuyo uso se ha incrementado en personas sin patología demencial que buscan mejorar o afinar su memoria, o la utilización de antidepresivos (ISRS) por personas sin enfermedad depresiva pero con rasgos antisociales de personalidad. La mayoría de estos medicamentos puede adquirirse sin ningún control médico–sanitario eficaz, lo que contribuye a la inadecuada mercantilización de psicofármacos en un marco social poco equitativo que, por otra parte, minimiza valores como el esfuerzo y la constancia.

VI. Los problemas que la neuroética plantea no pueden trivializarse. Lo que está en juego es nada menos que la manera como se investiga, modifica y afecta el binomio cerebro/mente en cuanto a la salud, la enfermedad y aquellas amplias zonas <<grises>> donde es difícil precisar límites diagnósticos. De ahí que del estudio y la discusión plural y equilibrada de los temas de la neuroética dependa, en gran medida, nuestro papel como psiquiatras en el presente y en un futuro que ya ha comenzado.

 

REFERENCIAS

1. Levy N. Introducing neuroethics. Neuroethics 2008; 1:1–8.        [ Links ]

2. Illes J. Neuroethics in a New Era of neuroimagining. En: Defining right and wrong in brain science: Essential readings in Neuroethics. Glannon W (ed). Dana Press; 2007; p. 99–103.        [ Links ]

3. Farah M. An interview with Steven Hyman. Neuroethics Society Newsletter; 3, March; 2009.        [ Links ]

4. Moreno JD. Mind wars: Brain research and National Defense; Dana Press; 2006.        [ Links ]

 

NOTAS

* 17th Global Health Education Consortium Conference; Sacramento, CA. U.S.A. Abril 3–5, 2008.

** Artículo sin conflicto de intereses

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