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Salud mental

Print version ISSN 0185-3325

Salud Ment vol.31 n.3 México May./Jun. 2008

 

Ensayo

 

La conciencia y el cerebro: a propósito de La Flama Misteriosa

 

Consciousness and brain: concerning The Mysterious Flame

 

José Luis Díaz1

 

1 Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina. Facultad de Medicina, UNAM.

 

¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva
acaba ya si quieres,
¡rompe la tela de este dulce encuentro!

San Juan de la Cruz, hacia 1584

 

COLIN McGINN: ¿ASOMBRADO O ATAREADO?

A partir de un artículo muy leído de 1989 y particularmente en La Flama Misteriosa (1999), el conocido filósofo de la mente Colin McGinn formado en Oxford y actualmente profesor en la Universidad de Rutgers, sostiene que tiene una respuesta convincente al milenario problema mente–cuerpo: la idea de que el misterio no tiene una solución accesible, al menos para nosotros los seres humanos. No se trata entonces de una explicación, sino de la idea que el asunto no tiene solución en términos de nuestra inteligencia. Algo similar había argumentado Thomas Nagel (1974) en su artículo clásico sobre qué se siente ser murciélago. Mediante una perspicaz argumentación lógica en ambos casos se llega a una conclusión similar que va más allá de un escéptico <<ignoramos>> para sostener un desanimado y sombrío <<ignoraremos>>. Ahora bien, a diferencia de sus antecesores, estos filósofos distan de ser dualistas cartesianos. Están, por el contrario, convencidos de que la conciencia es un fenómeno natural indisolublemente ligado al cerebro, pero afirman que constituye una propiedad incognoscible de este órgano y para este órgano.

A McGinn le parece profundamente asombroso que la conciencia surja de un tejido orgánico particular, es decir del cerebro, que no le parece muy diferente de otros tejidos celulares. El filósofo elimina someramente una explicación basada en la complejidad del cerebro diciendo que no se trata del número de neuronas o conexiones, sino de una propiedad ignota pero necesaria que denomina como C.*

En referencia a este punto inicial se debe decir que la complejidad cerebral no se relaciona simplemente con el número de elementos celulares y sus conexiones, sino con la estratificación progresiva de niveles de operación en los que surgen propiedades tanto eléctricas como cognitivas novedosas o emergentes. Es así que el cerebro presenta dos o tres niveles de complejidad sobre otros órganos lo cual debe ser una clave para entender sus peculiares funciones (Díaz, 2006). Pero McGinn argumenta también que la conciencia es una adquisición reciente en la historia del universo y del planeta, una realidad muy diferente de la materia que había evolucionado hasta el momento, como si fuera una inyección de algo nuevo en la antigua factura del cosmos. A pesar de ello no duda que la conciencia es un fenómeno biológico básico que se encuentra en relación a ciertas células nerviosas y sus potenciales eléctricos, pero expresa un profundo e irremediable estupor ante este hecho.

Aunque en su exposición no abunda sobre la peculiar estructura material del cerebro, en la cual debe estar la clave de la función C* asociada a la conciencia, no tengo mayor dificultad en compartir el asombro, pues cuando considero o medito sobre el problema que me llevó y me mantiene en la investigación también soy presa fácil de extrañeza y turbación. Una vez expresado el azoro, McGinn procede a examinar las tesis tradicionales de solución al problema mente–cuerpo con notable penetración y soltura. Dadas las propiedades tan diferentes de los eventos mentales y los neurofisiológicos, el tipo de materialismo que identifica actividad neuronal con experiencia consciente le es difícil de tragar, incluso de comprender. Debo decir que en cierta medida comparto con él esa sensación y la misma conclusión. El dualismo tampoco le resuelve nada, pues implica la absurda posibilidad de zombies cuyo cerebro permanecería intacto cuando carecen de conciencia, o bien la idea aún más insensata de que la conciencia es un espectador descarnado capaz de desligarse del cuerpo como un fantasma. Todo esto es también difícil de absorber y aún más de aceptar. Más tarde el autor examina los postulados de un dualismo no teísta, la idea de dos universos paralelos, uno material y el otro mental o consciente, para confrontarlos con la objeción de la causalidad. Es imposible, en efecto, considerar que estos dos universos pudieran afectarse mutuamente pues se violaría el principio de conservación de la energía. Finalmente analiza al panpsiquismo y le parece insostenible porque para explicar a los objetos que no manifiestan propiedades mentales no es necesario imputárselas. En cambio los seres sensibles y conscientes requieren ser explicados por su conciencia y cualquier definición de persona implica necesariamente a la conciencia y sus efectos sobre el mundo a través del comportamiento. Habiéndose desmarcado de estas soluciones tradicionales, McGinn agrega que existen múltiples límites del conocimiento en vastos océanos de ignorancia y específicamente que los métodos usados para adquirir conocimiento por parte de las ciencias habituales no son adecuados ni suficientes para resolver la naturaleza de la conciencia que constituye el meollo del problema mente–cuerpo. Nada le garantiza que la inteligencia humana sea capaz de resolver todos los problemas que se le plantean; al contrario, todo le indica que muchos de ellos se presentan y se mantienen como recalcitrantes e insolubles a lo largo de la historia, en especial los problemas filosóficos centrales. Particularmente afirma que los conceptos sobre la conciencia se forman a partir de la introspección y los conceptos sobre el cerebro a partir de la ciencia habitual. Pero sostiene entonces que la introspección no dice nada de la estructura cerebral y la neurociencia nada de la conciencia. A esta dicotomía segregada la llama cerrazón cognitiva (cognitive closure) y la esgrime, entre otras cosas, para no invocar a una inteligencia superior en la creación de los seres conscientes. Así, una vez más confirma que la conciencia sería un fenómeno natural pero hermético a la exploración con las herramientas usuales de la inteligencia y de las ciencias humanas.

McGinn plantea otro argumento para sostener su tesis misteriosa: el hecho de que el universo material, incluidos nuestros cerebros que albergan o producen la conciencia, ocurre en un espacio dimensional, en tanto que los contenidos de conciencia no aparecen constreñidos al espacio ni aparentan tener dimensiones. En consecuencia, se necesitaría una teoría que asintiera con el dualismo en el hecho de que la conciencia no es espacial y con el materialismo en el hecho de que el cerebro sí lo es. El entendimiento de la conciencia requeriría entonces una nueva teoría del espacio en la cual el cerebro serviría como un intermediario.

Y si bien la teoría le parecería necesaria, considera que no hay forma de elaborarla y por lo tanto quedaremos en la ignorancia. Como se puede colegir por lo dicho hasta ahora, el tono general de McGinn es pesimista: estamos cognitivamente impedidos para formular tal teoría.

 

EL MISTERIO: ¿CONTEMPLADO O ESCUDRIÑADO?

Me interesa examinar la posición <<misteriosa>> de McGinn por varias razones. La primera es que se trata de un filósofo de la mente cuya exposición me es clara a diferencia de varias posturas esgrimidas por este gremio de profesionales, pues no he tenido una preparación profesional como filósofo. Si bien el problema mente–cuerpo es el meollo de mi interés académico, lo he abordado fundamentalmente desde las ciencias del cerebro y de la conducta y sus implicaciones epistemológicas. Al interesarme y acercarme crecientemente en la filosofía me he encontrado entre trincheras y en tierra de nadie o de pocos, de tal manera que para los filósofos soy un neurocientífico con inquietudes filosóficas, en tanto que para mis colegas oficiantes de la ciencia cerebral y conductual, me he convertido en un filósofo con formación neurobiológica. La indefinición tiene más desventajas que ventajas, pero intento sacar el mejor provecho de ella, quizás con la peregrina idea de que tengo una perspectiva de las dos trincheras que, como sabemos bien, se llevan poco y se frecuentan menos. Prueba de ello es que no solemos ver neurofisiólogos en los congresos de filosofía o filósofos de la mente en congresos de neurociencia, lo cual es lamentable. Frecuentemente me asalta la idea de que es imposible desarrollar una teoría híbrida, es decir empíricamente sustentada a la vez que filosóficamente sólida, pues por necesidad de léxico y de marco de referencia se desliza el discurso hacia uno u otro lado de esta colina situada entre unas trincheras que ni siquiera se enfrentan, sino que en buena medida se ignoran. Es una forma de escepticismo epistémico que no incluye, como veremos, un negativismo ontológico sobre la naturaleza de la conciencia, pues estoy convencido de que si Colin McGinn se adentrara en las teorías y los hechos sobresalientes de las neurociencias cognitivas cambiaría en alguna medida su talante derrotista.

Me abocaré entonces a comentar a este connotado filósofo de la mente desde la perspectiva de un neurocientífico y psicobiólogo aficionado a la filosofía en el marco que podríamos denominar una ciencia cognitiva de corte situacionista. Como se sabe, esta perspectiva enfatiza el contexto corporal, ambiental y ecológico en el que opera la cognición silvestre, es decir la actividad mental mediada por el comportamiento en la vida diaria (Clark, 1997; González, 2006). Para la neurociencia cognitiva, interesada en problemas de la fisiología del comportamiento que necesariamente involucran estímulos ambientales, respuestas mensurables y mediación funcional del cuerpo vivo y en acción, este enfoque resulta una postura no sólo adecuada y natural sino también provechosa.

Para empezar el análisis de la tesis misteriosa de McGinn debo apuntar que al tratar sobre el correlato nervioso de la conciencia es relevante distinguir entre el procesamiento de información que se relaciona con el contenido de la experiencia y de la representación conscientes, y su cualidad o qualia, la propiedad subjetiva de esos contenidos, la manera como se sienten. Una distinción parecida fue hecha de manera general por el joven e influyente filósofo australiano David Chalmers (1996) cuando separó los problemas fáciles y los difíciles en referencia a la conciencia. Los fáciles tienen que ver con el procesamiento de información y atestiguamos que los adelantos científicos sobre ellos son espectaculares. Por ejemplo, con el refinamiento de las técnicas de imágenes de la actividad regional del cerebro durante la ejecución de múltiples tareas cognitivas cuidadosamente diseñadas y evaluadas, se ha obtenido información extensa y fascinante sobre la localidad cerebral involucrada en funciones mentales tan específicas y diversas como la manipulación de un objeto por la imaginación, la compasión, la emoción musical o el éxtasis místico, entre muchas. El adelanto en la comprensión de estas actividades mentales en referencia a sus fundamentos cerebrales no puede ponerse en duda, aunque se debe decir que no implica el que estas funciones estén definitivamente ubicadas ni que exista una modularidad o topografía funcional absoluta. La manera más parsimoniosa de interpretar los resultados que surgen diariamente de esta neurociencia cognitiva de la imagen cerebral es que las regiones que se activan forman parte de redes o circuitos involucrados en la tarea o la actividad mental en operación. De hecho, en casi todos los estudios se muestra que una actividad mental particular involucra o engarza a varias zonas cerebrales y necesita de su enlace orquestado en una dinámica que puede tener las características vivaces de un enjambre o una parvada (Díaz, 2006). Una dificultad muy relevante al tema de este tipo de investigaciones es que no es posible distinguir los procesamientos conscientes de los que no lo son, lo cual dificulta establecer una correlación más precisa y general de las bases o fundamentos cerebrales de la conciencia.

En efecto, ocurre que los seres humanos podemos procesar información mental de manera inconsciente, como ocurre con las percepciones, decisiones, motivaciones y mapas de navegación que empleamos al conducir un auto en tanto estamos conscientemente más involucrados en una conversación con alguien al lado. Se conoce bien que la actividad cerebral de alguien que inicia el aprendizaje de un juego electrónico es mucho más intensa y requiere del concurso de muchas más zonas que las que emplea cuando ya domina el juego (Baars, 1995). Al igual que la conducción de un automóvil, el sujeto necesita de percepción, decisión, empleo de reglas, conocimiento de objetivos y desarrollo de destreza; sin embargo, al inicio de su entrenamiento emplea mayor atención consciente que cuando ya domina la tarea. Al igual que lo que acontece en el conductor de un auto, cuando ya es un experto puede proceder automáticamente en tanto su atención se desengancha de la tarea habitual y se engancha en otra actividad mental más demandante o llamativa. Al obtener imágenes cerebrales no sorprende encontrar que se activan las zonas de percepción visual situadas en el lóbulo occipital, las zonas de la decisión voluntaria situadas en la región promotora del lóbulo frontal, las zonas de control del movimiento de las manos situadas en la corteza motora, las zonas involucradas en los movimientos finos, como el núcleo caudado y el cerebelo. Tampoco sorprende, aunque es de mayor dificultad de interpretación, que la intensidad de la activación disminuya conforme se adquiere la destreza, porque suponemos que con el aprendizaje se requiere menos y menos actividad nerviosa. Lo que no se logra saber en experimentos de este tipo es el fundamento cerebral de la conciencia que se emplea en la ejecución, pues la conciencia no es una variable que se pueda medir directamente, lo cual es un hecho problemático que destacan tanto Chalmers como McGinn.

En este sentido el neurocientífico se confronta con una dificultad que si bien es severa, no necesita concebir como un misterio, pues este tipo de experimentos logran acotar con mayor precisión las variables. Y si bien no es posible por el momento obtener información directa de la conciencia que está participando en una tarea, sí es permisible, por ejemplo, inferir que la atención dirigida y consciente es mucho mayor al inicio de la tarea que al final cuando el sujeto es ya un experto. De esta forma se puede llegar a la razonable inferencia de que la conciencia no reside en un sitio específico del cerebro sino que es el aspecto subjetivo y fenomenológico de una función nerviosa dinámica flotante entre los módulos que la coordinan y enlazan. No cabe duda de que este tipo de acotaciones e inferencias serán cada vez más justificadas y eficientes y que el entendimiento de las funciones mentales superiores, incluida la conciencia, en términos de su correlato neurobiológico, continuará ampliándose indefinidamente.

A pesar de estos adelantos en lo que se refiere a la información procesada conscientemente, el problema mente–cuerpo persiste si consideramos ya no la faceta de información propia de los procesos conscientes, sino la faceta cualitativa, el qué siente el sujeto experimental cuando ejecuta la tarea y la manera como podemos averiguarlo para establecer correlaciones con la actividad cerebral no sólo de la tarea, sino de la experiencia. La dicotomía entre la subjetividad consciente y el proceso objetivo neurobiológico reaparece.

 

EL PROCESO C*: ¿HÍBRIDO O INCONCEBIBLE?

Al considerar los argumentos que esgrime McGinn, no me queda del todo clara la razón para sostener un misterio tan hermético, en especial porque considera que la conciencia es un fenómeno natural asociado a otro fenómeno natural: el proceso C* del cerebro. Entiendo que da por sentado que el proceso C* no llegará a ser conocido por la ciencia aunque podría mencionar varios candidatos hipotéticos bastante aceptables en la neurociencia contemporánea (Metzinger, 2000). Lo que propone como inaccesible, dadas las propiedades de ambos procesos, el consciente y el cerebral, es el modo y la razón de su acoplamiento que es el meollo del problema mente–cuerpo en su versión actual. De nuevo puedo comprender y aun compartir este escepticismo y ese asombro, pues suelo confrontarme con el pertinaz obstáculo al entendimiento y, sin embargo, no veo que la brecha sea tan amplia e inaccesible pues en los últimos lustros se ha mostrado, por ejemplo, que el proceso consciente y el proceso intermodular del cerebro son isomórficos, lo cual provee de una plataforma procedente para sostener y analizar su correlación (Díaz, 1998, 2007). Desde luego que el isomorfismo no es más que un paso, pues habría que especificar las unidades que lo componen para poder establecer puentes empíricos entre lo mental y lo neurofisiológico. Pero esta no parece ser una tarea imposible, sino difícil y fascinante. Tampoco comparto el escepticismo radical sobre las soluciones metafísicas al problema a pesar de que ninguna está libre de fallas y problemas, pues una sólida teoría sobre el correlato cerebral de la conciencia debe ser empíricamente probable y filosóficamente posible. El reto de tal teoría es entonces el acoplar la mejor tesis filosófica con la más heurística hipótesis biológica. Y si por el momento no podemos visualizar ni colegir el mecanismo de acoplamiento entre las dos facetas, queda mucho por hacer para lograr correlacionarlas adecuadamente, lo cual sería un indudable logro en la dilucidación de la conciencia.

Como muchos otros enigmas de la ciencia natural, éste en particular ha sido un poderoso aliciente metodológico. Hay ejemplos de investigaciones clásicas que han logrado obtener datos razonablemente fidedignos mediante informes estandarizados en primera persona de estados y procesos mentales al tiempo que se obtienen variables neurobiológicas y hay ejemplos pertinentes que he esgrimido antes (Díaz, 2007). El campo es aún terreno fértil pues se puede considerar naciente. Por ejemplo, pueden plantearse auto–experimentos en los cuales el investigador examine imágenes funcionales de su propio cerebro en acción al tiempo que experimenta actividades mentales. Podría pensarse que con suficiente entrenamiento este autocerebroscopista pudiera establecer ligas o correlaciones recurrentes entre los datos de su introspección y los datos que observa en su cerebro, pues estaría empalmando métodos en primera y tercera persona. Esto no es material de ficción y de hecho algo así ocurre en experimentos de neurofeedback en los cuales los sujetos aprenden a controlar su actividad electroencefalogáfica mediante el cultivo de ciertos estados mentales que se correlacionan a una u otra banda del EEG, siempre y cuando tengan algún acceso a la actividad eléctrica (Evans y Abarbanel, 1999). Más aún, hay planteamientos formales de empalmar una metodología rigurosa en primera persona como la producción de informes introspectivos estructurados a la par que se obtienen imágenes o registros de actividad cerebral, como propuso la neurofenomenología del notable investigador chileno de la cognición Francisco Varela (1996), antes de su prematura muerte. No caben muchas dudas de que éstas y otras posibles avenidas de acceso al proceso psicofísico van a progresar en el futuro próximo, y si bien no parece que McGinn ofrezca ninguna objeción a este o cualquier otro programa de la neurociencia cognitva, da la impresión que al no tomarlos en cuenta, la brecha mente–cuerpo permanece insalvable en su consideración.

Ahora bien, aunque el adelanto en la investigación psicobiológica es notorio e indudable, el problema duro de las cualidades de conciencia persiste, en especial si lo formulo de maneras que me enredan otra vez al alevoso misterio de McGinn. La primera tiene que ver directamente con la neurociencia y la he planteado con anterioridad (Díaz, 2007). Si bien aprendemos cada vez más de los roles funcionales en los que participan los diferentes módulos, centros o regiones del encéfalo, resulta que el tejido nervioso que los constituye es bastante homogéneo tanto en su forma como, particularmente, en su función. Existen diferencias en la manera como están armadas las redes de células nerviosas de algunas áreas del cerebro, como sucede con la arquitectura tisular del cerebelo o del hipocampo. Sin embargo, las diferencias entre las regiones de la corteza cerebral que se distinguen desde principios del siglo pasado como zonas de Brodmann son relativamente menores, pues toda la corteza del cerebro, que sin duda está ligada a las operaciones mentales conscientes, está estratificada en las mismas capas y ordenada en similares columnas en toda su extensión. Ciertamente no se pueden atribuir a las diferencias morfológicas las enormes diferencias entre contenidos y cualidades mentales. Se debe suponer entonces que la diferencia es funcional y tiene que ver con una codificación genética y una especificación aprendida. Aunque esto es razonable, resulta sorprendente e incompatible que la función y la representación neuronal de las funciones mentales sea prácticamente idéntica en todas las zonas del cerebro. En efecto: las neuronas usan las mismas señales en forma de potenciales de acción y potenciales sinápticos que descargan cuando las células están en las operaciones que necesariamente subyacen a toda actividad mental. ¿Cómo es que si se activan ciertas neuronas de la amígdala el individuo sienta miedo, si se activan otras cercanas del hipocampo recuerde una escena de su pasado, si se activan otras aledañas de la corteza temporal reconozca un rostro u otras más en la vecindad escuche y reconozca la melodía de un oboe? Esto es por el momento ciertamente inquietante si no francamente misterioso. Una posibilidad es que, como muestran los resultados de imágenes cerebrales, no haya localidades exclusivas para determinadas tareas cognitivas, pues parece ser que es una función de enlace entre varias zonas lo que fundamenta una capacidad o proceso mental particular. Estamos lejos de comprender cómo la dinámica intermodular se relaciona con la conciencia, pero parece ser un fundamento razonable.

Pensemos ahora en el misterio cualitativo de otra forma. Hace unos años me basé en algunos experimentos de pensamiento bien conocidos del filósofo de la mente Frank Jackson para elaborar un cuento de neurociencia–ficción en el que la protagonista, llamada María, padece agenesia congénita del dolor (Díaz, 2000). Intrigada hasta lo indecible por conocer el dolor y dejar de sentirse un fenómeno, María se convierte en la mayor experta mundial en la neurofisiología del dolor y recibe el premio Nóbel por sus descubrimientos. Sin embargo, al recibir el premio declara no saber nada del dolor. Esta aparente paradoja es factible y comprensible pues la información científica objetiva y en tercera persona proporciona una visión que en el caso del cerebro no revela directamente la experiencia, como hemos visto al hacer una distinción entre información y qualia y luego al relatar los experimentos de imágenes cerebrales neurocognitivas. Pero llevé la ficción un poco más allá de esta razonable epistemología. Desesperada por conocer la experiencia del dolor, María realiza un experimento sobre ella misma en el cual se estimula mediante ondas magnéticas las zonas cerebrales involucradas en el dolor, pero no llega a sentirlo, lo cual vive como el fracaso de su carrera. No digo el final para no estropearlo por completo a quienes deseen leerlo y quizás comentarlo en un foro abierto que estableció sobre el tema la revista Ludus Vitalis. De esta manera, otra de las facetas difíciles o misteriosas de la neurociencia de la conciencia es la que surge al cotejar dos perspectivas, una en tercera persona que es la usual en el método científico y otra en primera persona que es la vivencia subjetiva. Una neurociencia de la conciencia pretendería juntar exitosamente las dos perspectivas para resolver el problema mente–cuerpo y el argumento que hace McGinn es que esto es imposible. Sin embargo, este análisis un poco más detallado revela que la labor no parece inalcanzable si pretendemos sencillamente llevar a cabo correlaciones entre ambas facetas para en un momento ulterior buscarles la razón del acoplamiento. La aproximación a un enigma mediante estratagemas sucesivas no es para nada ajena a la investigación científica. La posición de nuestro filósofo requiere, empero, otro comentario en referencia a la introspección.

 

LA INTROSPECCIÓN: ¿ESCASA O DEFECTUOSA?

McGinn plantea que nuestros conceptos sobre la conciencia se derivan solamente de la introspección. Esto sin duda fue así hasta los albores de la psicología experimental en los laboratorios de Wilhelm Wundt, en el siglo XIX. Sin embargo la introspección ha tenido una larga y tormentosa historia en la que finalmente se ha impuesto una especie de <<neomentalismo>>, a decir del notable investigador de la memoria Alan Paivio (1975), y que tiene ya tres décadas de formulado. A diferencia de la introspección anecdótica de los inicios, la moderna investigación utiliza instrumentos bastante objetivos para que los individuos expresen sus estados internos, lo cual permite una rigurosa comparación inter–subjetiva, totalmente compatible con el resto de la ciencia. Este tipo de dispositivos en formas de informes estandarizados, aunque imperfectos y mejorables como todas las técnicas científicas, hace de la introspección metódica una herramienta valiosa para proporcionar datos de funciones mentales, incluyendo la conciencia, capaces de ser relacionados con datos neurofisológicos obtenidos en paralelo y en tiempo real. Buena parte del edificio de la neurociencia cognitiva moderna se sustenta en esta aproximación metodológica cuyo éxito es indudable. Sin embargo, se debe repetir (Díaz, 2007) que los informes introspectivos son recursos incompletos para revelar los contenidos de conciencia y, en referencia a la cualidad de la experiencia, seguramente aún menos reveladores que una metáfora poética, la cual llega mucho más lejos para comunicar los qualia de la experiencia consciente. De esta manera yo también podría argumentar que los recursos introspectivos modernos no rompen el misterio pues no revelan fielmente a la conciencia. McGinn va mucho más allá al sostener que la introspección es de hecho incapaz de revelar la esencia de la conciencia pues ésta tiene una estructura fundamental escondida en relación al espacio además de que no revela nada de la estructura o función cerebral. Es precisamente esa reputada esencia la que escapa y seguirá escapando a nuestro escrutinio.

El problema del punto de vista en tercera y primera persona ha sido ampliamente debatido, sobre todo en la filosofía de la ciencia cognitiva. Es indudable que la investigación sobre los fundamentos nerviosos de la conciencia conforma una empresa científica muy peculiar porque enfrenta el problema de superponer o identificar los dos puntos de vista que aparecen como fenomenológicamente distintos. Ahora bien, las interdisciplinas situadas entre la psicología y la biología (psicofisiología, psicofarmacología, neuropsicología, neurociencia cognitiva, psiquiatría biológica, etc.) han desarrollado una indagación cada vez más meticulosa y abundante basada en métodos paralelos que recaban datos mediante tareas puntuales al tiempo que obtienen información cerebral cada vez más precisa. No existe problema metodológico insalvable que impida el cotejo crecientemente preciso de los dos conjuntos de datos. El registro de la actividad mental se va logrando por el perfeccionamiento creciente de los métodos que dieron origen a la psicofísica hacia 1870 y que constituyen un meollo de la investigación en ciencia cognitiva. En efecto, los tiempos de reacción y otras señales que un sujeto animal o humano puede emitir en referencia a estados mentales precisos se correlacionan cotidiana y cercanamente con señales nerviosas. Sin embargo, estas correlaciones, aunque constituyen datos psicofísicos rigurosos, no resuelven el problema metafísico de la relación mente–cuerpo pues son compatibles con la identidad, la emergencia, el paralelismo o la superveniencia. De esta forma, el misterio de McGinn se puede entender también como esa imposibilidad que no se puede prever que sea resuelta por la ciencia en el futuro próximo. Sin embargo, es importante deslindar este indudable obstáculo de un escepticismo o un pesimismo psicobiológico que puede derivarse de él y caer fácilmente en un oscurantismo, pues no disminuye ni desmerece los méritos de esta investigación híbrida e interdisciplinaria y del caudal de información que arroja sobre las bases cerebrales de la mente consciente.

McGinn reitera que su argumento es relevante sólo al ámbito de la argumentación filosófica y no toca para nada a la investigación científica, la cual seguirá descubriendo hechos sobre la mente y sobre el cerebro, aunque no logre penetrar en su conexión más íntima. En este punto crítico la investigación empírica puede y debe sentirse aludida pues la neurociencia cognitiva tiene como objetivo precisamente dilucidar en lo posible la relación entre procesos mentales, cerebrales y conductuales. Quienes creemos que un adelanto crucial en la materia puede darse, precisamente, por la interacción fructífera entre la filosofía de la mente y la neurociencia cognitiva, necesitamos examinar la relevancia de la tesis misteriosa pues a primera vista parece cerrar y para siempre el camino de la interacción. En este sentido el plantear una imposibilidad de resolución del problema mente–cuerpo puede tener efectos negativos para la interacción entre las disciplinas involucradas, aunque no los tenga para la investigación empírica de la psicobiología y sus ramales.

También difiero de McGinn cuando dice que no se puede afirmar que un estado de conciencia, como es el tener la experiencia de ver un color amarillo, esté formado por elementos, como el resto de las cosas del mundo, en este caso, por elementos de naturaleza nerviosa, pues la experiencia subjetiva no puede fracturarse o descomponerse en partes, como las frases, las moléculas o las galaxias. Lo que McGinn parece negar son las propiedades emergentes en forma general, pues por definición son adquisiciones holistas que difieren cualitativamente de los elementos que las constituyen, como sucede con las propiedades fisicoquímicas del agua como resultantes de la estereoquímica de la molécula H2O y sus propiedades combinatorias. Por esta razón no veo dificultad en mantener que los constituyentes elementales de los estados de conciencia son ciertas funciones nerviosas no conscientes que dan lugar a otras funciones de orden superior capaces de generar un sentir subjetivo. Habría dificultad si mantuviéramos que las propiedades conscientes resultantes están separadas o descarnadas de la función cerebral, pero ésta se allana si planteamos que el proceso consciente es el aspecto subjetivo de un proceso emergente del cerebro, precisamente el que McGinn denomina como proceso C* y que corresponde a lo que hoy día denominamos el correlato nervioso de la conciencia. Ha sido muy útil el que David Chalmers (1996) haya empezado a trazar los requisitos para considerar adecuado a tal correlato, lo cual depura el listado de los mecanismos postulados. En concordancia con la tesis emergente, creo que McGinn tiene razón cuando afirma que el estado consciente no se puede reducir a sus componentes neuronales, pero no creo que la tenga al negar la posibilidad de que pueda ser significativamente correlacionado con un evento neurofisiológico del máximo nivel de integración, como podría ser la dinámica inter–modular del cerebro y que he propuesto como correlato de la conciencia por sus posibles características de parvada o enjambre que cumplen cabalmente con los requisitos de Chalmers (Díaz, 2006). Este proceso sería mi candidato a C.*

Ahora bien, aun si lográramos demostrar empíricamente que la conciencia está indisolublemente ligada a una función nerviosa superior como esa, lo cual sería un logro formidable, el azoro de McGinn puede persistir pues es difícil comprender cómo es que dos fenómenos de naturaleza tan distinta están acoplados por leyes psicofísicas que aún entonces no lograremos vislumbrar. Lo que no se podrá negar es que una demostración de que estos eventos están ligados por necesidad sería un avance sustancial en el entendimiento del problema mente–cuerpo. El reto seguirá siendo no sólo el descubrir el correlato neural de la conciencia sino el entender cabalmente el cómo la conciencia surge, está ligada o se presenta en ese proceso y el misterio de McGinn nos ayudará entonces a precisar y no desdeñar el requerimiento.

 

MÁS MISTERIOS: ¿EFÍMEROS O ETERNOS?

Me pregunto ahora si el referido misterio no responde a una determinada época y ofrezco un par de ejemplos de que así puede ser. Hace años se consideraba imposible abordar a fondo el problema de la conciencia por el hecho de que la noción del <<Yo>> era un hecho central de la fenomenología que hacía imposible su abordaje objetivo, pues el Yo es la esencia de la subjetividad y al tiempo el agente para emprender un estudio objetivo. Esta paradoja se consideró insalvable y McGinn la sigue considerando impenetrable. Sin embargo, ha ido ganando terreno en los últimos lustros una alternativa conceptual y estoy convencido que está logrando superar el obstáculo. Se trata de la identificación del misterioso e insustancial <<Yo>> con un sistema cognitivo de auto–referencia. El Yo sería la representación que tiene una criatura de sí misma y estaría constituido por una serie de subsistemas filogenéticos y ontogénicos que empiezan en la propriocepción fisiológica, pasan por la imagen corporal, la capacidad de navegación y la distinción cuerpo–mundo hasta desembocar en el uso léxico de los pronombres en primera persona, la memoria autobiográfica, la conciencia de la muerte y la conciencia moral. Tanto el modelo jerárquico como cada una de las capacidades de auto–referencia son susceptibles de análisis, de investigación y de teorización. El <<Yo>> no ha quedado atrás ni ha sido borrado del léxico como sucedió con el flogisto, sino que ha sido definido y acotado por la investigación de filósofos de la mente como José Luis Bermúdez (1998), quien, echando mano de evidencia empírica desde la fisiología hasta la etología y la ciencia cognitiva, ha logrado formular una teoría y una metodología de acceso a éste, el concepto más abstracto de la psicología. La confluencia de la filosofía y las ciencias de la mente, el cerebro y la conducta, ha sido clave en este logro y me extrañó ver que McGinn en su tratamiento del misterio del <<Self>> no haga referencia alguna a este progreso en el entendimiento.

Propongo ahora un segundo ejemplo de acotación temporal: El hecho de que no podamos comprender a plenitud cómo es que el cerebro produce o alberga a la conciencia no parece ser un problema muy distinto al hecho de que no podemos comprender a plenitud qué es la vida. En ambos casos el problema mayúsculo se ha multiplicado en una miríada de facetas particulares sobre las cuales hay suficiente información para entender la función con bastante integridad. En el caso de la vida podemos desentrañar las funciones del metabolismo, la reproducción, la excitabilidad o el comportamiento en términos de sus mecanismos fisiológicos. En el caso de la mente podemos hacer casi otro tanto con la percepción, la memoria, el lenguaje, el miedo o el dolor. En uno y otro caso se nos escapa un elemento crucial y la misma perplejidad que ahora nos atosiga para la conciencia fatigaba a los biólogos de los años 1920 en referencia a la misteriosa propiedad global de la vida. Hoy podemos comprender mejor que la vida es una propiedad que resulta de otras más básicas como las ya mencionadas. En un futuro próximo podremos comprender mejor que la conciencia surge del enlace de módulos de actividades mentales más elementales. Como en el resto de la ciencia hay una mejoría en la comprensión pero no hay una solución final al enigma, solución que es poco probable que llegue, pues con cada descubrimiento no sólo se destapan ciertas propiedades sino que, al mismo tiempo, aparecen nuevas incógnitas.

Tercer ejemplo: Quizás el misterio que nos presenta McGinn es, en alguna medida, similar al problema bastante espinoso de la conducta y su necesaria base nerviosa. La conducta es un proceso de movimiento organizado y altamente diferenciado, dotado de motivaciones, objetivos, funciones y significados no manifiestos. Sabemos que está producida causalmente por funciones nerviosas en las que las actividades de neuronas y sinapsis se engarzan en pautas de excitación e inhibición sumamente complejas que finalmente desembocan en actos tan variados como el ensartar un hilo en una aguja, un paso de danza, alcanzar un objeto, adoptar un gesto de alegría, emitir un aspaviento de insulto o una amenaza con la mano. La conducta tiene una esfera de acción que se sitúa entre un organismo y su medio como un intermediario adaptativo y no parece tener más constituyentes elementales que las diferentes contracciones o estiramientos de grupos musculares que se desenvuelven con una precisión y una velocidad sorprendentes. Sin embargo, una exhaustiva descripción física del movimiento nos aclara muy poco sobre la conducta, pues los movimientos están cargados precisamente de motivaciones, objetivos, funciones y otros significados. A pesar de todo ello, no parece haber una dificultad infranqueable en considerar que la conducta surge de pautas nerviosas de actividad sin las cuales es inconcebible. Bien me doy cuenta que la conducta difiere de la conciencia en el sentido de que no constituye una vivencia subjetiva pero también de que se instaura como un proceso emergente con una base nerviosa y necesariamente correlacionado con pautas de actividad fisiológica.

 

EL ASOMBRO: ¿RECOBRADO O DESAIRADO?

La noción de un misterio particular en referencia a la naturaleza de la conciencia en términos de la biología o de la física ha asaltado a muchos de los involucrados en la psicobiolgía y la neurociencia, y aunque esa vivencia puede resultar desalentadora, muchas veces redunda en un acicate para realizar o proponer abordajes experimentales cada vez más agudos y certeros de las dos facetas involucradas, así como teorías cada vez más sólidas para enfrentar el problema mente–cuerpo en su acepción contemporánea, es decir la relación entre la mente consciente y la función cerebral. Y si bien los filósofos de la mente y los neurocientíficos cognitivos pueden seguir tranquilamente su curso de acción e ignorarse mutuamente, sostengo una vez más que el progreso sustancial en este campo podrá fructificar cuando los dos frentes se encuentren y acepten lo mucho que hay que aprender el uno del otro. Me ha sorprendido el comprobar que hay filósofos interesados en el color o en la emoción y que no tienen mayor información sobre los datos empíricos, o neurofisiólogos de las mismas materias que no conocen el extenso debate teórico sobre ellas en el ámbito de las humanidades. Muchas veces he escuchado de unos y otros que de nada les sirve el discurso de sus colegas tan cercanos en intereses como lejanos en su marco de aproximación. Las dos culturas tienen aquí una expresión dramática y particularmente deprimente. La tesis misteriosa de McGinn, más que empantanar la ruta de la investigación psicobiológica, parece obstaculizar el sendero de esa posible fertilización mutua entre ciencia y filosofía en la que confío.

En la mayor parte de este escrito me he referido al abordaje académico con el lenguaje lógico que requiere y le es característico. Sin embargo entiendo mejor el punto de vista de McGinn cuando recobro el azoro de la cuestión mente–cuerpo que sin piedad me asalta de vez en cuando. En este sentido no queda sino tomar parte en el grupo de los azorados, pero deslindarnos de quienes, como él, aceptan el obstáculo por razones que les parecen infranqueables. La neurociencia cognitiva tendrá mucho más que decir sobre el fundamento cerebral de la conciencia en el futuro y no podemos predecir hasta dónde podrá llegar ni plantear obstáculos a priori.

Y sin embargo debo decir que, a pesar de todas las objeciones que he levantado hasta este momento, desde la perspectiva de un investigador en neurociencia cognitiva, hay algo en la tesis misteriosa que resuena con mi experiencia. Ciertamente reconozco que hay límites al conocimiento y que el aparato cognitivo humano es deficiente. Puede ser que McGinn tenga razón al decir que los problemas filosóficos son en realidad problemas científicos pero que no tienen una solución viable para nuestra inteligencia. Sin embargo, si fuera filósofo (sin ofender a los profesionales), me sentiría invalidado y hasta anulado por una versión fuerte de esta tesis pues, según la entiendo, implica que no puede haber progreso en el conocimiento del problema mente–cuerpo. Admito así que quizás haya un núcleo duro o imposible de roer en el centro de todos los grandes problemas humanos, como hemos visto para el Yo, la vida o la conducta, sin mencionar a la energía o la cultura, pero esto no quiere decir que no haya manera de aproximarse o que cualquier abordaje sea igualmente torpe o, peor aún, igualmente inútil.

El propio McGinn (2000) me ha enseñado en su estupenda biografía que problemas tan severos como el significado y la naturaleza de la semántica han evolucionado notablemente gracias a los aportes de un grupo de filósofos del lenguaje en la segunda mitad del siglo XX y que ahora sabemos y entendemos mucho más que antes del asunto. De igual forma, la lectura de La Flama Misteriosa me refuerza la idea de que hay algo ciertamente enigmático que unifica mente y cuerpo o conciencia y cerebro, algo que debe conformar una unidad y una realidad objetiva que reta y se escabulle a nuestro entendimiento. También ha fortalecido mi credo en el sentido de que para conceptuar apropiadamente esta unidad debemos considerar que la conciencia tiene una base o una raíz orgánica nerviosa sumamente peculiar y que el cerebro genera esa propiedad natural única en unidad con la cultura y con las peculiaridades únicas y distintivas de la conciencia. ¡Caramba!: todo ello es mucho decir para alguien quien, como Colin McGinn, proclama un insondable misterio.

 

AGRADECIMIENTOS

El presente trabajo, en una versión más escueta, fue presentado en el simposio <<Ciencias Cognitivas y Filosofía de la Mente>> del XIV Congreso Internacional de Filosofía llevado a cabo en Mazatlán, Sinaloa, México, el 6 de noviembre de 2007, con el título de <<El misterio de la conciencia: una respuesta neurofisiológica a McGinn.>> Agradezco a Juan González González, el organizador del simposio, su invitación y aliciente.

 

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