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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.43 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2022  Epub 29-Ago-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2022.2.178x270s5 

Artículos

Plantas, animales y caminos en la poesía de Hugo Jamioy

Plants, Animals and Roads in the Poetry of Hugo Jamioy

José Inocencio Becerra Lagos*1 
http://orcid.org/0000-0003-3675-0105

Witton Becerra Mayorga*2 
http://orcid.org/0000-0002-7304-5125

1Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, jose.becerra01@uptc.edu.co

2Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, witton.becerra@uptc.edu.co


Resumen:

Varias obras de la literatura indígena contemporánea de América Latina pueden ser leídas como un escenario de proposición lírica y narrativa de una relación armónica entre ser humano y naturaleza. Casi siempre en su lengua, cada poeta critica, describe y propone variantes de esa relación, que nacen de la forma como en su pueblo se vive con la naturaleza. En el poemario Bínÿbe oboyejuayëng (Danzantes del viento),1 de Hugo Jamioy, hemos encontrado tres ejes temáticos en los que se desenvuelve esa relación: la presencia de plantas, animales y caminos. En este artículo interpretaremos dichas presencias en algunos poemas, complementando el análisis con el lugar que ocupan en la cultura camëntsá.

Palabras clave: Literatura indígena; Hugo Jamioy; poesía camëntsá; naturaleza; ecocrítica

Abstract:

Several works of contemporary indigenous literature from Latin America can be read as a scenario of lyrical and narrative proposal of a harmonious relationship between human beings and nature. Almost always in their own language, each poet criticizes, describes and proposes variants of this relationship, born from the way their people live with nature. In the collection of poems Bínÿbe oboyejuayëng (Dancers of the Wind), by Hugo Jamioy, we have found three thematic axes in which this relationship unfolds: the presence of plants, animals and roads. In this article, we will interpret these presences in some poems, complementing the analysis with the place they have in Camëntsá culture.

Keywords: Indigenous Oralitures; Hugo Jamioy; Camëntsá Poetry; Nature; Ecocriticism

Nosotros

habitantes de la selva

asistimos al nacimiento

de ese mundo dorado

donde todo era nuevo

donde todo era asombro

y ante todo estaba el Agua

el río

la lluvia…

Los reinos dorados, Homero Carvalho

Introducción

Hugo Jamioy Juagibioy es uno de los poetas más reconocidos entre la activa corriente de oralitura indígena que ha surgido en América Latina desde la década de los noventa, especialmente entre las comunidades de México, Colombia y Chile. A pesar de eso, el lugar que han ganado por su propio mérito estas formas artísticas de la palabra, difundidas casi siempre en ediciones bilingües que circulan en antologías esporádicas o en páginas de Internet, no ha recibido el reconocimiento que merece. Por otro lado, pero con el mismo problema, la tendencia de interpretación ecocrítica, surgida en los estudios literarios ingleses y estadounidenses en el último lustro del siglo pasado, tampoco ha permeado con fuerza el ámbito latinoamericano. En ambos casos: en el uso estético de la lengua indígena que fluye de una subjetividad respetuosamente vinculada con el carácter sagrado de la palabra oral y ancestral de las comunidades, y en la interpretación de las obras literarias desde la relación entre el ser humano, el espacio, los otros seres y la naturaleza, hay un interés genuino por presentar y visibilizar las formas en que podemos vivir de manera más armónica en este planeta.

Las obras indígenas y los trabajos de ecocrítica tienden a explorar formas de relación con la naturaleza que son simbióticas, y a deconstruir la tendencia histórica de Occidente hacia la formulación y el elogio de una relación de dominación de la naturaleza, tan devastadora que hoy tiene a la vida en el planeta (ya no sólo a la especie humana) al borde de la extinción. Podemos observar este paradigma de “supremacía” en varios ámbitos, pero elijamos, a manera de ejemplo, la iconografía. Si tendemos la mirada al elemento del agua, la ecocrítica nos llevará a los estudios de imaginarios de agua que se han realizado en la península ibérica durante el siglo XXI. Estos trabajos ilustran la dañina dominación del hombre que subyace en las principales tradiciones míticas y legendarias de Europa: Heracles degollando a la hidra de Lerna, san Jorge pisoteando a la serpiente (Martos y Martos: 126), las mujeres vertiendo aceite en el mar para que cesen las tormentas (Freitas: 17) o el escrutinio religioso demonizando a las deidades femeninas de agua (Díaz González: 160-161). Observemos por qué en las oralituras indígenas ocurre lo contrario. En esta corriente: “surgen y se visibilizan los escritores y escritoras indígenas en sí, a manera de autores de identidad colectiva que suelen resaltar su vinculación con el arte verbal oral de sus comunidades y de sus mayores” (Rocha, en Vargas Pardo: 77). En el agua-individual de su palabra resuena el fuego vivo y colectivo de la ascendencia. De ahí que haya un vínculo triple entre ser humano-naturaleza-ancestro, mantenido y re-flexionado a través de la lengua propia.

Al ancestro se le reconoce en la naturaleza, en los rastros y sonidos que deja, por eso la voz poética le pide a su hijo que ponga sus huellas en los caminos de encuentro creados por sus abuelos: porque “chcá mochanjobenay jtsayenam / sólo así seguirán viviendo” (Jamioy: 83). Sin embargo, la relación es concomitante y la presencia de los ancestros es primordial en el presente porque son ellos la fuente de la que mana el entendimiento, la práctica y la enseñanza de los principios naturales (Jamioy: 24), de donde emerge uno de los elementos más importantes de la cosmovisión camëntsá: el bonito (botamán) pensar, hablar y hacer (59). Ser humano-naturaleza-ancestro es un triángulo fundamental en la oralitura contemporánea. Veamos dos ejemplos en Colombia, de punta a punta y entre lo lírico y lo narrativo.

A tierra (y a sus frutos) sabe la palabra de Anastasia Candre Yamacuri. Sobre este elemento ha enseñado y aprendido histórica y míticamente la “Gente de centro” en la Amazonía:

En la chagra se enseña los consejos

en la chagra fue donde me enseñaron

en la chagra la abuela enseña sus saberes

a sus hijos e hijas, nietos y nietas

("La chagra" / "Juzie", en Rocha : 143).

Ella misma dice que “ir a la chagra es como estar yendo todos los días a clases en una escuela o en un colegio tradicional; en ella hice mi formación profesional como indígena, la base primordial de mis conocimientos” (en Vargas Pardo: 221). Esa escuela fundada por la naturaleza y los abuelos que mantienen firme la palabra y la lengua de los ancestros, es también la que a través de los sueños le permite a Iiwa y al pueblo wayuu dominar el arte de los tejidos. Esta niña encerrada, protagonista de uno de los cuentos más conocidos de Estercilia Simanca Pushaina, logra evadir su encierro, aprender a tejer y ser recibida como merece en la cultura de su comunidad, gracias a la ayuda de una araña legendaria llamada Wakelet: “En la madrugada Iiwa soñó con una araña que al descender de un hermoso árbol se convertía en una doncella. La doncella desconocida halaba hilos de colores de su boca, y hacía hermosos tejidos” (Simanca: 2). La herencia cultural transmitida por medio oral no está representada por Yotchón y Jierrantá, que gritan y ofenden más de lo que enseñan, sino por la conservación del mito colectivo de la araña Wakelet. En la lógica que enmarca los casos que vimos más arriba de Heracles y san Jorge, la tierra de la chagra sería desgastada por un monocultivo rentable y la mágica araña sería aplastada con todo y su saber.

Aunque la mayoría de tradiciones indígenas tengan una fuerte y respetuosa conexión con la naturaleza, su aplicación es tan diversa como diversos son los ecosistemas de los que cada pueblo hace parte. Es por ello que vale la pena mirar con detalle la cosmovisión y cosmo-percepción (al decir de Rodríguez Monarca: 22) de cada pueblo indígena. Por eso también el esfuerzo de escucha y salvaguarda debe cobijar a todas las lenguas. Veamos cómo lo dice Hugo: “Lo cierto y lo común en todos los pueblos indígenas, es que de la relación hombre tierra nacieron los pilares-principios-naturales de la vida, que a fin de cuentas se viven y se interpretan en el lugar donde se crean, por una sociedad a través de un canal único: su lengua” (2005: 200).

Para observar con más detalle algunos mediadores específicos de la relación ser humano-naturaleza en la cultura camëntsá, vamos a dividir este trabajo en tres apartados relacionados respectivamente con la imagen diversa que las plantas, los animales y los caminos reciben en la poesía de Hugo Jamioy. Esta clasificación obedece a la lectura que hace Ida Day de los poemarios de Jamioy, en contraste con las obras de Jaime Huenún (poeta huiliche) y Javier Castellanos (autor zapoteco). Si, respectivamente, ellos representan —en el marco de la ética ambiental de América Latina— las posturas de la ecología social y de la ecología de la liberación, los poemas de Jamioy: “manifiestan la voz de la etnoecología, que se enfoca en el conocimiento ecológico tradicional, la relación personal, íntima, y directa con el ambiente local, por ejemplo las plantas sagradas del Valle de Sibundoy” (Day: 67). Siguiendo esta perspectiva y los postulados de la ecocrítica, démosle lugar a los otros seres (animales y plantas) y a los espacios en los que se cruzan y encuentran ellos y los seres humanos —vivos y muertos.

1. La planta que viaja y otros seres del cosmos

La mayoría de los trabajos y artículos que analizan la poética de Hugo Jamioy (Ortiz, Salazar, Gómez Ardila, Vargas Pardo) le dedican varias páginas al lugar que el yagé ocupa en ella. Esto no es sorprendente dado que hay cuatro poemas en los que esta planta es el tema y personaje central, y otros varios en los que aparece de forma decisiva.2 Además, es el elemento central de las culturas inga y camëntsá del departamento de Putumayo. Comencemos viendo su preponderancia mítica para avanzar luego hacia su presencia en los poemas de Danzantes del viento, así como hacia el uso de otras plantas entre sus imágenes poéticas.

Las posibilidades medicinales y supra-sensoriales del yagé (biajiy en camëntsá y Banisteriopsis caapien nomenclatura científica) han sorprendido en el último siglo a etno-botánicos de todo el mundo que han visto en esta liana, y en otras poderosas plantas cercanas, el alto nivel a que han llegado los descubrimientos y experimentaciones de la medicina indígena. “En 1941 el reconocido botánico Richard Evans Shultes quedó sorprendido al encontrar en esta zona la mayor concentración de plantas alucinógenas jamás descubierta” (Davis, en Vargas Pardo: 123). En el centro de este poderoso jardín está el yagé, su preparación permite: “el sueño pensado / la alucinación, el tránsito / el viaje al otro mundo / donde reposan todas las verdades” (Yagé I, 71). Es una puerta a una serie de visiones, respetada por la comunidad porque permite llegar al saber. Veamos cómo sintieron los hermanos indígenas el primer biajiy (ceremonia del yagé), observando especialmente la fuerte conexión entre ser humano y reino vegetal que subyace en la secuencia planta-cuerpo-cosmos: “Realizando una tarea, los hombres tropezaron con el bejuco de Yagé, lo partieron justo a la mitad y le dieron a probar a las mujeres y ellas tuvieron la menstruación. Cuando los hombres probaron se quedaron extasiados viendo cómo el pedazo que les sobró empezó a crecer y a trepar hacia el cielo” (Urbina, en Chindoy: 30).

Este relato nos cuenta el encuentro afortunado de los humanos y la planta, su efecto en el cuerpo femenino y su proyección hacia el cosmos. Las visiones que permite se vuelven esenciales dado que de ahí surge un triple mito: de hallazgo sagrado, maternidad posible y reiteración en rito de la entrega del yo para la visión de un más-allá: “de una geometría perfecta de figuras borrachas” (Yagé I). Por medio de la planta el cuerpo y el espíritu acceden a un conocimiento superior. Siguiendo a Richard Yensen, Salazar recuerda que “las plantas sagradas, las plantas de poder, han sido fundamentales en el nacimiento y la evolución del impulso religioso en la historia del hombre” (73). El impulso sibundoy hacia la sacralización del cuidado y preparación de la planta sagrada parece efectivamente una tarea de protección de un dios. Esto se evidencia en “el papel que trazan las plantas enteógenas (despertar dios dentro de sí), ya que, además de ser pilares centrales de diferentes culturas, estas ocupan roles esenciales en la génesis, cosmovisión, conservación de la memoria e identificación de la comunidad” (Gómez Ardila: 97). La planta sería en sus condiciones botánica y metafísica el eje en que se conjuran el pasado (génesis y memoria), el presente (cosmovisión y memoria) y el futuro (identificación y memoria). En los tres campos ubicamos a la memoria dado que su presencia, a través de la lengua y del acercamiento intergeneracional al yagé, es la que permite que el ser-camëntsá mantenga en mente (y en espíritu y cuerpo) los pilares-principios naturales de los sabios antepasados (Jamioy: 24) que le permiten saber vivir en el presente y en la tierra sagrada.

La convergencia en el Biajiy de todos estos tesoros culturales es la que hace que Jamioy se acerque con tanto respeto al apalabramiento de la planta, a la que siempre sustantiva en mayúscula: “la guasca que da poder” (Yagé I); “el que es sabio (…) [el que] te guía, te enseña, te cuida / te aconseja, te orienta / o simplemente te deja” (Yagé II); el “Taita Yagé”, “Gran taita dueño de saber”, “Planta sagrada de la luz / bejuco mágico” (Yagé III); “la planta que cura el espíritu agobiado” (Yagé); el ritual que “fortalece la mirada” (Esta geografía), la “pócima que invade mi alma” (Vasija ferviente).

Esta liana permitiría así un conocimiento holístico que no sólo es botánico-territorial sino también trascendental, en tanto permite al indígena conocerse a sí mismo y contemplar su conexión con el cosmos. Esta posibilidad de conocer, conocerse y conocer a los otros cohesiona a los seres que comparten el territorio: “Sólo se puede recuperar la energía y armonía cuando se reaprende a escuchar los susurros secretos de la flora, la fauna y la de los abuelos” (guardemos la palabra armonía), “volver al origen o a sus cenizas implica volver a reintegrarse a la naturaleza, reaprender sus lenguajes. Buscar en los vestigios, en las ranuras de las piedras, «la mirada de los antiguos pobladores» facultará descubrir los secretos de la vida” (Ortiz: 32). Carolina Ortiz nos habla aquí de una palabra que está presente en la vida vegetal de la selva, pero que al mismo tiempo reactiva la palabra de los que ya no están. Dejemos en su complejo poder al yagé para mirar otras plantas que aparecen en Danzantes del viento.

Las partes del árbol son evocadas constantemente como metáforas de la relación entre el individuo y su comunidad. Por eso tienen una vinculación directa con el cuerpo y con el territorio. “Los ojos son las flores que brotan del jardín del alma” (Los ojos); los de las dos hijas están hechos de anturios negros y ellas mismas son un jazmín y una orquídea (Tima y Yuina). De ahí que la identidad del pueblo esté ligada con la selva ancestral: “Somos árbol-hombre, somos gente, somos pueblo, / nacidos del fondo de la tierra, / árboles caminando por el lugar / heredado de nuestros taitas” (No somos gente). De ahí también la reiterada presencia de “las raíces” que prolongan la vida de los abuelos hacia adelante (La realidad de tus sueños). De igual forma, hay un vínculo esencial entre conocimiento y plantas que no queda cerrado al ámbito del yagé. Veámoslo en dos poemas, Manos amigas y Enredaderas, ambos de cinco pisos: raíces, troncos, ramas, flores y frutos, con un néctar en que resuena el aire de la efe:3

Que en la fertilidad

de tu pensamiento

florezca la esperanza

para seguir brindando

el fruto de tus manos amigas.

No dejes que tus palabras

se vuelvan lianas

ni flor, ni fruto

solo enredaderas

de tu pensamiento.

Por su parte, las orquídeas ocupan un lugar especial en el poemario. Son la representación del amor, la belleza y la re-unión comunitaria. El amor a las mujeres cercanas: hijas y esposa; la belleza que al mismo tiempo está escondida y esconde algo: “los leños viejos / escondían las orquídeas en el cielo” (Tima Aty Zarkuney), “al igual que las orquídeas / el amor que guardas para mí / tarda un tiempo en florecer (Tu amor como una orquídea); y reflejan una recíproca unión comunitaria de la flor -que es la persona- con el leño viejo -que es el pueblo- del que toma la vida, a través de la sangre (savia) y de la palabra (poesía):

La poesía

es la magia de las orquídeas.

Sus bellos versos hechos colores

se nutren de la vida pasada de los leños viejos

(Somos danzantes del viento).

En este sentido, la filiación grupal se parece al viaje que permite el yagé cuando es combinado con otras plantas o partes de otras plantas. El tercer poema del Yagé está hecho de sonidos y olores, el personaje trabaja con aire y fuego para que suene (la loína -armónica- y la guaira -hojas del viento-) y huela (el palosanto, el copal, el incienso) la vida vegetal, preparándolo todo para que la voz diga: “a ti, Taita, en tu viaje, / te quiero acompañar” (Yagé III).

Guardábamos más arriba la palabra armonía para observar ahora cómo llena melódicamente el paisaje del Valle de Sibundoy. En el momento en que el viento y la corteza cantora de los árboles se juntan, surge la música en esta zona de convergencia de los Andes y la Amazonía. Así explica Hugo Jamioy ese origen entre los camëntsá:

Salió un taita en busca de leña y escuchaba en el monte el silbido de algo, y era el viento que pasaba y escuchó una melodía y él empezó a buscarla. Empezó a caminar hasta que dio con el lugar donde se originaba la melodía y se dio cuenta que al pasar el viento y tocar las cañas que estaban cortadas en diferentes dimensiones, cada una hacía un sonido diferente y de ahí se originó la melodía. Luego él quiso aprenderla, quiso volver a repetir esa melodía pero no podía (en Vargas Pardo: 133).

Seguramente, de ahí es de donde surge el poema homónimo del libro: “La poesía / es el viento que habla / al paso de las huellas antiguas”. Aquí vuelven a vincularse los ancestros y el territorio, especialmente a partir de la vegetación. Por eso coincidimos con Salazar en que: “el mundo vegetal ha tocado todos los ámbitos de lo humano: alimento, medicina, conocimiento del mundo y del cuerpo, espiritualidad, cohesión y desarrollo social, arte, religiosidad y lo que se conoce desde la etnología como «chamanismo»” (71). La misma profesión de Hugo como ingeniero agrónomo nos explica las apariciones del maíz en el crecimiento del hijo: “Creces y creces en cada amanecer / con la fuerza de cada fragmento de sol hecho maíz” (Shinÿe Gunney); en la vida del abuelo que no está: en el canasto de la cosecha de maíz, la molienda y el fermento para la chicha (En la frontera de la vida) y en los colores del paisaje que dependen del maíz que uno come (Si no comes nada). Todo lo que hemos venido diciendo desde una mirada etnobotánica que no rompe la flor ni las hojas, explica por qué para Joel Simon “el problema de los fertilizantes, los pesticidas y la erosión no solo es físico (ecológico, agrícola) sino también espiritual” (en Day: 47). De ahí que debamos buscar mejores relaciones con la naturaleza, en la visión de los pueblos indígenas:

La vida está tejida con los hilos que se desprenden de Tsëbatsana Mamá representados por los Árboles, el agua, las plantas, los animales, la luz, la noche, el día, la lengua, la luna, el sol, el hombre Camëntsá, todo aquello que hace parte de Bëngbe Waman Tabanók. En ese sagrado lugar, los mayores narran sabiamente sus vivencias que con el paso del tiempo se convierten en nuestra historia, raíz de nuestra existencia (Jamioy, en Salazar: 65).

2. Plumas, alas y augurios: las aves escuchadas

El Valle de Sibundoy, nombrado Bëngbe Uáman Tabanóc (sagrado lugar de origen) por el poeta Hugo Jamioy, está ubicado en el departamento de Putumayo, al suroeste de Colombia y es uno de los enlaces geográficos principales entre los dos grandes ecosistemas de América del Sur: la Amazonía y los Andes. Esta confluencia hace que la tradición mítica de los pueblos indígenas que habitan esta zona esté llena de biodiversidad. Tirsa Chindoy describe este cerrado sistema natural en los siguientes términos: “en nuestro caso, como pueblos inga y kamëntsá no fue el mar quien reveló el rostro del conquistador, sino la montaña y la selva que a la vez servían de muralla” (Chindoy: 16). La violenta ruptura de la conquista atacó (pero no pudo destruir) la relación entre los seres vivos que se había tejido durante varios siglos en aquel territorio. Al interior de la poesía de Hugo Jamioy, la latencia animal más frecuente es la de las aves, que cantan, hablan y vuelan en los valles, los cerros y la selva. Veamos los cuatro casos principales: el colibrí, la guacamaya, el águila y el pájaro kwiwi.

El colibrí deja su colorida aparición en tres poemas. En el que nombra a todo el libro este pequeño pajarillo es bebedor de poesía: “La poesía / es un capullo de flores hecho palabra; / de su colorido brota el aroma / que atrapa a los danzantes del aire. / En sus entrañas guarda / el néctar que embriaga al colibrí / cuando llega a hacer el amor” (61). La palabra de la poesía nos atrae para que caigamos en su ebriedad, nos permite reiterar la danza con el viento y recupera nuestro espacio de erotismo y amor.

Justo en el siguiente poema (Todo es bueno) volvemos a ver al colibrí, ya no entre la flor sino en una actuación aún más dinámica: posado en la mano, mojado, mensajero, danzarín y cantor. El colibrí (kinde, betiye) y la fuerza de los vientos le sirven al poeta para ejemplificar el decir de su abuelo de que en el mundo natural nada es malo: su portentoso soplo trae a las manos del danzante al colibrí, lo moja y vuelve a provocar una danza y un canto en que se funden un elemento natural, un animal y un ser humano, a pesar de la tendencia de este último a borrar ese vínculo poderoso: “Son hermanos [viento y colibrí], / retoñaron en algún lugar de la tierra; / ellos te pertenecen a ti y tú a ellos. / Para ti también hacen danza y canción, / pero tal vez estés olvidando tu lengua” (63). En el último caso (Anuncios), la acción del pájaro en su fugaz visita -leída por la atenta mirada del observador- revela alguna noticia del futuro: muerte, nacimiento, visita o lluvia. Además de la experticia del indígena para leer a la naturaleza, presente en la ansiosa petición del primer verso: “rompe el aire kinde”, el poema genera una intrigante relación entre el tiempo, el espacio y el sonido: el silencio o el canto, sumado al movimiento o a la quietud de las alas, descubren lo que va a suceder en el futuro.

Con el mismo colorido pero más dado a los grupos y más ruidoso, aparece el guacamayo dos veces. Lo vemos moverse en las alturas en el sueño de todos sus colores ante la duda mítica-colectiva en que unos lanzan una hipótesis y otros la inversa, ¿tomó el guacamayo sus colores del arcoíris o al contrario?, nos preguntamos con las personas que miran la bandada pasar, en una nueva conexión entre el agua de la lluvia y las aves, con la humildad de quien mira para arriba (En la altura). En el otro caso, encontramos una maravillosa secuencia narrativa que explica el origen de uno de los elementos centrales de la indumentaria de los sabios taitas camëntsá, y que bien podría hacer parte ya del acervo de literatura fantástica de nuestro continente. Se trata del poema “No dije nada, solo pensé” (91):

Esas plumas que lleva el taita en su corona

me hicieron pensar en la muerte de un guacamayo.

El taita, que caminaba distante de mí,

se acercó y me dijo:

«Yo no lo maté

lo recogí en el salado de los loros,

fue mi ofrenda

para adquirir el poder de adivinar el pensamiento».

Luego se marchó.

Nos encontramos una vez más con una manifestación de poder sobre-humano heredado de las naturales habilidades de un animal. Finalmente, con nombre propio aparece el pájaro kwiwi en un poema de cinco pareados en que se enlistan sus características principales: se alimenta de oscuridad, su canto llama el eterno frío, al oír su destino los abuelos resignan su espíritu, entre más lejos se oiga es menos probable que sea un familiar y, como ya venía previéndose, su canto anuncia la muerte. A pesar del temor que produce, al igual que en los casos anteriores, al kwiwi y a su anuncio se les respeta. Resignar el espíritu, ya sabiéndose viejo, es un ejemplo claro de la vulnerabilidad del camëntsá y de su humildad ante la inexorable fuerza de la naturaleza. La presencia del águila en una sola sinécdoque es muy parecida también, en este sentido, y en ella se acumula la caza que hace de uno la soledad, tan implacable que hace todo un poema en su visión de tres versos: “Esta soledad que sigue mis pasos / tiene ojo de águila: / siempre me encuentra” (95).

Una última presencia de pico, canto y plumas aparece de nuevo conectada con las flores en el poema a la hija, que veremos más adelante, en que otra vez está cerca de las orquídeas el pájaro cantor que aconseja: “Ella es el brote de una planta de esta tierra / abónala, / para que mañana florezca” (31). Finalmente, ya sólo alas, vemos a un pájaro metálico que carga con la soledad de Hugo “caminando sobre el lomo de ovejas blancas” (109). Se trata de un avión en un poema que deja una sensación triple de interioridad: el poeta que está en el vientre del ave, los colores apretados de la mochila que cargan con la inspiración de la madre y el universo que ella lleva en los ojos.

Esta polisemia de las superficies y las profundidades le pertenece a todas las aves que hemos visto y es construida por la habilidad interpretativa del indígena y la carga de sentido que en sí mismas llevan las cosas y los seres. De ahí que los ensayos sobre oralituras indígenas repitan tanto la diversidad de lenguajes y de formas de escritura y lectura que en estos pueblos viven. Estudiando a Anastasia Candre y a Hugo Jamioy, Camilo Vargas Pardo dice que son los festejos rituales los que más actualizan esas otras formas del decir y el leer:

Se leen las manifestaciones de la naturaleza que participan del rito (lluvia, truenos y relámpagos, fases lunares, cantos de los pájaros, etc.), se leen los adornos del cuerpo (plumas, pinturas vegetales, semillas, etc.), se leen los intercambios de sustancias rituales; en fin, se leen las múltiples formas de tejer acciones codificadas, así como los acontecimientos espontáneos que allí se presentan, recordando las conexiones entre las prácticas culturales del cotidiano vivir y las creencias de los pueblos que los practican (110).

Como seguiremos viendo más adelante, aquí ya hay una compleja relación entre naturaleza y cultura, muy distante de la escisión que han hecho de ambas las ciencias de Occidente. En esas formas de lectura y de relación hay incluso una recuperación de sentidos que desde otros ámbitos se van perdiendo. Veámoslo en los nombres de algunos apartados del libro: desde los múltiples valores asociados al agua (Bëjay), hasta la reflexión sobre mama Juashcón (luna, lo que nos da la vuelta) y taita Shinÿe (sol, padre dador de luz), llegando a la vida comunal a punto de nacer que es protegida por el nido (oshmëmnayshá o canasta de huevos).

En ese encuentro de sentidos, las luciérnagas alumbran la ruta como metáfora de los ojos de los muertos que vagan por el mundo, complementando a los que miran desde arriba: “Otros divagan vigilantes / por los caminos de nuestro territorio / alumbrando como minacuros” (Espíritus). Aquí se mantiene la magia propia del animal con la presencia léxica del quechua (nina-fuego, kuru-gusano) en una memoria simbólica que está presente en todo el libro y que relaciona al fuego con los abuelos, con la sabiduría y la muerte. Este rol de los voladores gusanos de fuego parece estar presente en varias otras culturas indígenas que animan el cuerpo de las plantas, los animales y las cosas con la presencia de los muertos. Veámoslo en uno de los libros fundacionales de la ecocrítica, The Ecocriticism Reader (editado por Cheryll Glotfelty y Harold Fromm en 1996), en el capítulo de la escritora Marmon Silko, integrante de la comunidad Pueblo, en Nuevo México, Estados Unidos: “Los muertos debían descansar con los huesos y cortezas de los árboles para beneficiar a las criaturas vivas -pequeños roedores e insectos- hasta que su viaje de regreso se completara. Los restos de las cosas —animales y plantas, barro y huesos— eran tratados con respeto porque para los ancestros todas esas cosas tenían espíritu y ser” (265).

En este caso se habla en pretérito de prácticas que ya no se realizan o que ya son tan poco comunes que se vuelven culturalmente excéntricas. Sin embargo, lejos de la tendencia a considerar al indígena como un ser que ya no está, hoy en día en varios lugares de América Latina y del mundo se siguen realizando y compartiendo formas armónicas de relación con la naturaleza, en especial entre comunidades indígenas. Este parece un dato menor reiterado, pero los comportamientos de la sociedad hegemónica dejan ver que muy pocas veces son tenidas en cuenta estas oportunidades alternativas de aprendizaje. Un buen ejemplo es la poética de Hugo y sus reflexiones sobre su oficio literario, que dejan ver cuán sólida es la conexión de intenciones entre las visiones del mundo de los pueblos indígenas y la ecocrítica.

En ambas aparece una fuerte conciencia de salvaguarda de la naturaleza y la cultura, dado que de forma recíproca pueden protegerse o ponerse en peligro: si los ecosistemas mueren se reducirán para siempre las obras artísticas que los representan;4 de igual forma, si hay una caída de estas manifestaciones habrá menos tensiones culturales para revalorar a la naturaleza y fundamentar su protección. Un ejemplo clave es el de las leyendas: entre menos ríos y caudales haya menos seres protectores (genius loci) del agua habrá, y viceversa. Cerca de esta visión, Ortiz (2013) agrupa lo indígena con lo natural, cuando dice que el arte poética de Hugo no se puede desligar del territorio: “el poeta (danzante del viento) se nutre de la música que emerge de los hermanos no humanos, también hijos de la tierra, porque los pueblos indígenas y el entorno natural conforman una unidad” (21). De ahí que cobren mucho valor las consideraciones poéticas de Hugo Jamioy que le dan tanto lugar a las diversas formas de vida que conviven en el territorio:

La inspiración artística siempre ha estado en relación con los seres de la naturaleza, por eso existen símbolos dedicados al “Taita Yagé”, al agua, al sol, a la luna, a la rana, a los árboles, a la madre tierra, a la mujer, al canasto, a las costillas, a los caminos, a las montañas, al Taita oso, al Metëtsén,5 a la Tulpa, al nido, a los cultivos, a las aves, a los ojos, al gusano, la araña, entre muchos otros, que son representados en los tejidos y vestidos que usamos cotidianamente (Jamioy, en Salazar: 91).

3. Geografía de los pies y anatomía de los caminos

Ya que hemos visto a los animales y plantas que viven en la poesía de Hugo Jamioy, acerquémonos a los caminos que aparecen también de forma recurrente. Por lo menos en la mitad de los poemas hay presencia de algún elemento relacionado semánticamente con la figura del camino. En una obra de setentaiún poemas es significativo que la raíz camin6 aparezca treintaicinco veces. Ya Bajtín conjeturaba que “la importancia del cronotopo del camino en la literatura es colosal” (251). Veamos cómo aparece esta figura que une tiempos y espacios en el territorio camëntsá, para luego observar la apropiación de Jamioy.

Para entender la relación del pueblo camëntsá con su territorio, con los que no viven en él y con el gobierno, hay que traer a primer plano la construcción de la carretera que conduce al Valle de Sibundoy. Vargas Pardo describe las tres etapas centrales del proceso en el siglo XX: el impulso de los capuchinos en la primera década, el paso -a comienzo de los treinta- de los militares colombianos hacia el Amazonas para defender la frontera, agitada por la avanzada peruana en la fiebre del caucho, y la instalación en los cincuenta de la petrolera Texaco que motivó la llegada de colonos de otras partes del país en busca de oportunidades, con lo que aumentó considerablemente la población del valle (142-143). A pesar de esa insistencia por abrir paso hacia la selva en nombre del progreso (contra los dioses y las plantas, contra la soberanía, y contra la selva y el agua), aún hoy la naturaleza complica el avance con tal fuerza y en memoria de tantos indígenas muertos durante su construcción, que en el imaginario local se ha instalado la idea de que esa vía tiene una maldición (Vargas Pardo: 143). Efectivamente, esta obra ha causado mucho dolor entre los camëntsá quienes, contra su gusto e impulsados por el malestar de los evangelizadores, “fueron obligados a aportar en colectas y mano de obra gratuita” abriéndole la puerta a lo que temían en sus visiones: la inevitable invasión externa. “Este proceso vendría acompañado por una serie de normas nacionales que invalidaron todo derecho territorial de los indígenas como colectivo” (Chindoy: 31).7 Si ampliamos esta explicación de Tirsa Chindoy observaremos cuán doloroso fue lo sucedido:

Algunos relatos mencionan que, al no existir la noción de propiedad privada, muchos colonos soltaban sus reses sobre las sementeras de los nativos para dañar sus cultivos; de igual manera y con el pretexto del arrendamiento, los terrenos indígenas fueron expropiados poco a poco. La declaración como baldíos de los terrenos que reposaban en la siembra de maíz desconoció todo derecho del indígena sobre el territorio que había habitado desde la antigüedad (21).

Si sumamos esta observación a lo que hemos venido interpretando en la obra del poeta camëntsá, notaremos cuán interconectados están los problemas para los pueblos indígenas en Colombia: el despojo del territorio es la amenaza más vil contra las lenguas, contra la cohesión social y contra la conservación de la naturaleza. De ahí que desde los estudios literarios conectados con el medio ambiente se hable de una violencia doble, ejercida contra los pueblos y la vida: “En la poesía indígena y afro los daños ecológicos producto de las dinámicas del conflicto armado y el neo-extractivismo corporativo de carácter multinacional pueden ser vistos como la muestra de una violencia ecológica que, hoy es visible, pero paradójicamente invisibilizada” (Villegas-Restrepo: 11). De ahí que las relaciones entre los pueblos indígenas y el gobierno, tanto en la vida real como en la poesía (En qué lengua) sean tan conflictivas, a tal nivel que las corporaciones y los estados-nación sean vistos como actores ecocidas y genocidas (Ortiz: 34), aunque bien podríamos agregar que también son instituciones taimadamente etnocidas.

Para volver a la poesía, repitamos desde otro autor lo que hemos venido diciendo: “el territorio vincula cíclicamente a los integrantes de la comunidad en una armonía relacional, experiencial, narrativa, histórica y mítica con su entorno material vivo y hablante” (Gómez Ardila: 60). La naturaleza que habla y vive se ha visto en peligro con la apertura del espacio a ambiciones ajenas. El profundo efecto emocional que esta ruta dejó en el valle de Sibundoy, entre los pueblos inga y camënstá, late aún como un tema central en la poesía de Hugo Jamioy. Vayamos al poema que mejor sabe expresarlo:

La historia de mi pueblo

tiene los pasos limpios de mi abuelo,

va a su propio ritmo.

Esta otra historia va a la carrera,

con zapatos prestados

anda escribiendo con sus pies

sin su cabeza al lado,

y en ese torrente sin rumbo

me están llevando

(La historia de mi pueblo).

En estos versos podemos observar dos tiempos que van acariciando o absorbiendo el espacio en la forma tranquila de quien quiere aprender8 o en el avance irracional del que pretende avasallar. Pasos ciegos estos últimos que no tienen los pies en la cabeza, pasos firmes los otros en los que el camino es siempre el escenario de un encuentro: “en el camino ancho de la vida” o en el recuerdo de quien “ya caminó”, que reúne en ambos casos los pasos de los muertos y los vivos: “Aún quedan los caminos de ayer / sin los pasos antiguos. // Busco los signos / en las huellas dibujadas por los pies de aquellos / que caminaron llevándome en su sueño” (Fui sueño en los caminos de ayer). Entrecruzamientos (Pon tus huellas), persecuciones (de la luna y la muerte), soledades que van con otros (Yo no ando solo), orillas, guardianes, “transeúntes que niegan sus raíces”, fronteras, pasaportes y otros objetos de aparición reciente que distancian, en comparación con la tradición que une (Esta geografía), recuerdan verso a verso costumbres intrínsecas de la cultura camëntsá, como el camino vital iluminado por el Biajiy y los pasos de los esposos que caminan distanciados (Vargas Pardo: 126). La búsqueda del verdadero camino para el encuentro justo, que nutre en doble dirección y no afecta, intimida o despoja a nadie, en espacios de unión y no de enfrentamiento, es lo que queda en el fondo de la palabra del poeta: “En la frontera entre las dos culturas (camëntsá y extranjera), Jamioy dibuja el cruce de caminos: reconoce la voz de los taitas como palabras necesarias tanto para los squenás9 como para su pueblo” (Sánchez Martínez, en Jamioy: 22). La oralitura es una de las formas de ese encuentro.

Más interesante aún que lo que hemos observado es el hecho de que los caminos de encuentro no son sólo de tierra. Siempre que Hugo alude a cualquiera de los otros elementos se juntan las palabras de los senderos y la solidaridad entre las personas. En el fuego de los abuelos y la tulpa:10 “Regresa, / siéntate en el círculo donde las palabras del abuelo giran. / Pregúntale a las tres piedras, ellas guardan silenciosas el eco de antiguos cantos. / Escarba en las cenizas, calientita encontrarás la placenta con que te arropó tu madre” (135). En las aguas del futuro: “son aguas que hoy / bañan nuestros sentimientos; / mañana tus hijos / y los míos / en la laguna sagrada / nadarán juntos” (43). Y en los vientos que llaman al encuentro a seres de otros reinos: “cuando el sur o el norte / el este o el oeste soplan, / el danzante del viento abre sus manos / y sobre sus brazos se posa el colibrí / dejándose llevar por el vaivén” (63).

Estos encuentros de los que habla la metáfora frecuente del camino hacen que en el espacio físico, “con sus senderos, derivaciones y caminos, el poeta camëntsá vuelva a los lugares comunes, a los espacios de reencuentro en los cuales transita atemporalmente junto con las diferentes generaciones de su comunidad, manteniendo contacto y comunicación” (Gómez Ardila: 97). De ahí que se trate de un encuentro de tiempos (intergeneracional) en el que no se le teme a la presencia de los muertos. Este respeto con el que se convive es el mismo que hemos venido detallando en la relación con la naturaleza. Dice Raymond Pierotti que “en la narrativa escrita por autores indígenas, los humanos casi siempre tienen una buena relación con el mundo natural; en cambio, en novelas escritas por personas de ascendencia europea, la naturaleza suele ser vista como aterradora y amenazante” (en Day: 53). Esta última influencia es la que intenta mutilar (¡ya mutiló y sigue mutilando!) a la montaña y a la selva para buscar quina, caucho, petróleo, coca y minerales.

Por todo lo anterior, podemos decir que la poesía indígena es una palabra del encuentro, una incitación multicolor y multilingüe hacia la protección de la tierra: “la relación saludable entre individuo, comunidad y entornos naturales, proyecto de vida de los camëntsá; es ofrecida por el enunciante a su interlocutor, sea indígena o no indígena, como alternativa de vida” (Ortiz: 18). En esa vitalidad protegida se van salvaguardando de manera recíproca las lenguas y las cosmovisiones de los pueblos indígenas.

Los tres temas que hemos visto tienen una presencia tan marcada en la poesía de Hugo Jamioy que incluso llaman la atención cuando hacen falta. Los poemas que más dolor e impotencia generan son aquellos en donde la ausencia de plantas, animales y caminos es más evidente: el presidente indolente que sueña en inglés y no escucha la voz de la diversidad indígena (En qué lengua), a la que le “están apagando la luz de los sueños” (La luz de mis sueños) y la doble inundación del mega-proyecto de Urrá en el departamento de Córdoba que todos los gobiernos apoyaron desde 1940 (Avida Peralta: 1) y que llenó de agua el territorio de los emberá en Tierralta y de despojados a las calles de las ciudades (Desencantos de Urrá). En ausencia de territorio, de vida, de lengua llena de interlocutores (animales, vegetales y humanos) y de lugares de encuentro, a cualquier indígena (a cualquier persona) sólo le queda la miseria.

Conclusiones

Las categorías seleccionadas en este artículo han surgido de la lectura del poema que da tema al nombre del libro: “Somos danzantes del viento”. Allí se construye la metáfora de la poesía como capullo de flores hecho palabras. El néctar, la magia de las orquídeas y su vitalidad tomada de leños viejos adquieren sentido con la llegada amorosa de los colibríes. El principio y el final del poema están marcados por el tema de los caminos: “la poesía / es el viento que habla / al paso de las huellas antiguas”, “los mensajeros llegan, se embriagan y se van”. El abrevadero de la poesía es heredado, bebido y reforzado de mensajero en mensajero. Los danzantes llegan, se van y se encuentran en los caminos compartiendo sus pasos.

En la poesía de Hugo Jamioy perviven relaciones estrechas que son fortalecidas por el rol de los ancestros, cuya palabra es sagrada para los miembros del pueblo camëntsá que la sigue escuchando a través de sus pilares-principios-naturales de la vida. La presencia de las plantas es central en las formas de conocimiento, aprendizaje y aplicación de la medicina, especialmente, con el uso de la liana del yagé. Las orquídeas también aparecen en varios poemas en su relación con los leños viejos como imagen de las relaciones sociales y amorosas. De igual forma, estas son representadas a través de las partes de los árboles, especialmente las raíces, las flores y los frutos. En el caso de los animales, es más frecuente la aparición de las aves (colibríes, guacamayos, águila y pájaro kwiwi) como puentes vitales entre las personas y la sabiduría (visión del futuro, adivinación del pensamiento, presencia de los muertos y de la soledad). Indagando en el tema de los caminos, hemos visto cómo la construcción de la vía Pasto-Sibundoy marcó una serie de opresiones a los pueblos indígenas de esta región de Putumayo, relacionadas con los aportes de dinero y mano de obra y la ocupación de su territorio. En el tratamiento que Jamioy hace del tema también se dejan ver los contrastes entre los ritmos de vida de la cultura hegemónica y las culturas indígenas, la presencia de senderos en todos los elementos de la naturaleza, y la posibilidad de que haya encuentros entre las personas y con ancestros muertos.

La presencia reiterada de las plantas, los animales y los caminos en la poesía de Hugo Jamioy es una variante camëntsá de la importancia que tiene la naturaleza en las comunidades indígenas. A través de su diversidad, hemos notado cómo convergen en intenciones la ecocrítica y las cosmovisiones de estos pueblos ancestrales (con sus lenguas, costumbres, formas de lectura y expresiones artísticas). Para ambas es notorio y urgente que la naturaleza sea protegida y que las formas de relación con ella sean mucho menos desequilibradas y violentas. Eso explica su recurrente presencia en los relatos míticos y en las obras de los oralitores contemporáneos. La protección de las lenguas y culturas indígenas es una protección directa de la vida sobre el planeta. La vida habla a través de la poesía entre las montañas de los Andes y entre los árboles de la Amazonía, esperemos que más personas logren escucharla en todo el mundo.

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1Bínÿbe oboyejuayëng, en lengua camëntsá. Esta obra fue editada por la Universidad de Caldas en 2005 y por el Ministerio de Cultura en 2010 para la Biblioteca Básica de los Pueblos Indígenas (que aún está en deuda con la difusión de obras de narradoras y poetisas cuyo aporte, desde lo femenino, es crucial en la construcción estética de la oralitura en Colombia). Para las citas tomadas en este artículo se tendrá en cuenta la edición más reciente.

2El yagé es tan importante en la composición de toda la obra que aparece entre los agradecimientos: “A los taitas Tatsëmbëng, por sus profundas reflexiones y regalos de conocimiento en el ritual sagrado de Taita Yagé” (15).

3La edición bilingüe permite observar que en lengua camëntsá este campo semántico de las flores y los frutos construye su ritmo a partir de la aliteración de los sonidos cercanos a la che y a la jota: uants̈ëfjushá (flor), chauants̈efjon (que florezca), jashajonan (fruto) y, en otro poema, tojashajon (cosecha).

4Sobra extender la línea de tensión porque es obvia: si los ecosistemas mueren en serie no habrá quién haga arte. Es por ello que la lucha ambiental es el núcleo de todas las luchas.

5Matachín.

6Del celta cammin: “paso”.

7Seguramente la construcción de esta carretera en la vía Pasto-Sibundoy, con sus obligaciones y efectos, trae en la evocación de los lectores a la novela Huasipungo de Jorge Icaza. Aunque no ha sido muy estudiado, el tema de los caminos podría ser un campo estratégico de análisis literario y cartográfico para entender desde la ecocrítica la geografía particular de cada pueblo indígena: las relaciones endógenas y su conexión con lo externo.

8Esta parsimonia en el espacio y el tiempo recuerda uno de los poemas centrales del poeta yanacona Fredy Chikangana (Wiñay Mallki): Apanqura (Cangrejo): “…Soy cangrejo y voy hacia atrás / no me detengan”.

9Personas que no pertenecen a la comunidad camëntsá.

10Shinÿak o tulpa: fogón familiar compuesto por tres piedras. Jamioy lo describe como el “lugar sagrado donde se cocinan los alimentos y la palabra dadora de vida” (en Vargas Pardo: 161).

Recibido: 13 de Abril de 2022; Aprobado: 25 de Mayo de 2022

José Inocencio Becerra Lagos

Investigador del Grupo Senderos del Lenguaje, magíster en Literatura y licenciado en Idiomas Modernos de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Pronto se publicará su capítulo “Reflexiones alrededor de la promoción de lectura entre comunidades indígenas en Colombia”, del libro Cinco senderos de la PAM de lectura en Colombia. En coautoría con Witton Becerra, publicó el artículo “Llorona de agua y duende de aire: el cronotopo en la narrativa plural de dos leyendas colombianas”, en la Revista Estudios de Literatura Colombiana (2021). Ganó el I Concurso Iberoamericano de Ensayo para jóvenes, del Fondo de Cultura Económica (2015) y el VIII Concurso Nacional de Cuento RCN-MEN (2014). En 2021 se publicó su capítulo “Reflexiones alrededor de la promoción de lectura entre comunidades indígenas en Colombia”, del libro Cinco senderos de la promoción, animación y mediación de lectura en Colombia.

Witton Becerra Mayorga

Docente asociado a la Escuela de Idiomas y la Maestría en Literatura de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Es doctor en Estudios Hispánicos por la Universidad de Western, Canadá. Magíster en Literatura Hispanoamericana por el Instituto Caro y Cuervo. Recientemente ha publicado dos artículos, en coautoría con José Becerra y Néstor Espitia, respectivamente: “Llorona de agua y duende de aire: el cronotopo en la narrativa plural de dos leyendas colombianas” y “Borges y el tango, una revisión”, en las revistas Estudios de Literatura Colombiana y La Palabra. En 2021 se publicó su capítulo “Biblioteca pública, promoción, animación y mediación de lectura y escritura; el caso de Bogotá”, del libro Cinco senderos de la promoción, animación y mediación de lectura en Colombia.

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