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Acta poética

On-line version ISSN 2448-735XPrint version ISSN 0185-3082

Acta poét vol.42 n.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2021  Epub Mar 03, 2021

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2021.1.890 

Ensayos y diálogos

Luz de apoyo

Support Light

Fabio Morábitoa  *

aInstituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, fbarocas@gmail.com


Hace unos años mi hijo pasó una temporada larga en el extranjero. El cuarto donde vivía era oscuro y desde las primeras horas de la tarde tenía que encender la luz, que consistía en un foco pelón que colgaba del centro del techo. Cuando lo visité le dije que comprara una lamparita de noche para suavizar la crudeza de esa única fuente luminosa. Una “luz de apoyo”, la llamé en ese momento. Él dijo que era un gasto inútil y que la luz de ese único foco no le molestaba. Mientras estuve en su casa no dejé de insistir en la luz de apoyo, pero él siguió negándose. Le dije que su negativa era la señal de que no había hecho de ese cuarto su casa, sino un lugar de paso; una segunda luz, le dije, haría su cuarto más amable y hasta más espacioso. No dio su brazo a torcer, lo que me confirmó que no deseaba que su estancia de un año en ese país extranjero se volviera amable ni espaciosa, sino escueta y pragmática. Poner una lámpara en el buró, una segunda luz que dialogara con la primera, debía de parecerle un acto de arraigo en el nuevo país, que era lo que quería evitar.

Un par de años antes un profesor extranjero ocupó durante tres meses el departamento contiguo al nuestro. Podía ver casi todas sus ventanas desde la ventana de mi cuarto y durante esos tres meses jamás vi más de una luz encendida. Me lo imaginaba abandonando una habitación no sin antes apagar la luz, trasladándose a oscuras hasta la habitación siguiente, y pensé que actuaba como los perros que, luego de defecar, echan tierra con sus patas traseras sobre el excremento para ocultar su rastro. Actuaba como si no concibiera su departamento como un todo integrado, sino como una suma de habitaciones. También en su caso, como en el de mi hijo, adiviné un temor a arraigar en el país extranjero que lo hospedaba temporalmente y el ansia de regresar a su patria lo más pronto posible. Al no alumbrar su casa con más de una luz, reduciendo la iluminación a su sentido más pragmático, que es el de interrumpir la oscuridad, se resistía a tener un hogar, aunque fuera pasajero.

Cuando se fracturó la cadera, mi madre permaneció varios meses en una casa de cura para recuperarse. Su salud era muy delicada y llegamos a creer que jamás saldría de ahí. Su habitación era bastante confortable, pero tenía una sola fuente de luz, proveniente del techo, un foco de bajo voltaje cubierto por una pantalla de seda verdosa que irradiaba una luz mortecina. Fiel a mi principio de la luz de apoyo, un día me presenté con una lámpara de noche para colocarla en su buró. Cuando la encendí, la habitación cobró una viveza y una calidez inmediatas. Pero, justamente por ello, mi madre la rechazó, con el argumento de que tanta luz le lastimaba los ojos. Era una mentira a todas luces. Como en los dos casos anteriores, la negativa surgía del temor al arraigo, a prolongar una permanencia que se deseaba lo más corta posible; la luz de apoyo creaba un hogar donde sólo había un cuarto de convaleciente.

Las tres situaciones que acabo de describir son, en efecto, situaciones de convalecencia. El espíritu del convaleciente se aferra a la realidad inmediata, se animaliza y vive al día, por no decir al minuto, como una forma astuta de neutralizar o atenuar una vivencia que se experimenta como insatisfactoria o decididamente infeliz. El principio de una sola luz a la vez es el principio de la no simultaneidad, del no diálogo, de la no coincidencia de fuentes de significado contrarias; es la ley del todo o nada; en última instancia, es la abolición del entorno en el que estamos inmersos, porque vivir así, sin perspectiva y sin levantar la cabeza, en lugar de representar una experiencia del presente, significa desmenuzar el presente hasta volverlo indoloro e insignificante.

En la habitación de mi casa que utilizo como estudio había hasta hace poco dos fuentes de luz, la del techo, regulable en intensidad, y la de una lámpara de escritorio. La luz del escritorio era demasiado precisa, casi obtusa, y la del techo demasiado vaga. No lograban formar un todo. Compré una lámpara de pie, creatura intermedia entre la luz del techo y la lámpara del escritorio, y obtuve una tercera fuente de luz que las unía, fundiéndolas en lo que llamaré una “luz contrastiva”, o sea una luz no reducible a una sola fuente. La luz de una sola fuente, llamémosla unidireccional, ilumina pero no alumbra, disipa la tiniebla pero multiplica las sombras y, junto con éstas, la soledad de los objetos; objetiviza, pues, pero no esclarece, crea vacíos mas no misterio. Es la segunda luz la que aporta el contraste y, con él, el misterio; subjetiviza un lugar y otorga un sentido a las sombras y corporeiza los volúmenes; baña un lugar con el resplandor de lo vivido.

La lumbre del fuego viene siempre de abajo. No hay fuegos aéreos, y si los hay, se llaman incendios, que son la locura del fuego. La luz de apoyo es luz de lumbre, regreso al resplandor de la hoguera, la hoguera que, alimentada por el viento, es contrastiva en sí misma, fusión de fuegos disímiles. La hoguera pone a bailar las sombras como pone a bailar los recuerdos. Negarse a una luz de hoguera, a una luz de apoyo, supone entre otras cosas no dejar entrar el viento del recuerdo. Para recordar, en efecto, hay que abrazar el presente, poseer un suelo firme bajo los pies; la premisa de todo recuerdo verdadero es un presente mínimamente querible. Primo Levi nos dice que en Auschwitz lo primero que aprendían los prisioneros era a no pensar ni a recordar, sobre todo lo segundo. Porque una cosa es recordar y otra frotar el pasado una y otra vez en el mismo sentido, como quien pule y saca brillo a un objeto; se recuerda por un impulso de esclarecimiento del presente, no para huir de él; se recuerda para entenderse mejor en el momento actual, no para deplorar la pérdida de un yo anterior. “Memoria / hasta que asiste no es pecado. Luego / es letargo de topos, abyección / que cría moho y corrompe”, escribe Eugenio Montale. La memoria que el poeta asocia con el letargo de los topos y con el moho que cría la humedad, fruto de la falta de viento, no es la memoria que vivifica el pasado a través del recuerdo, renovando en cada nueva visita la significación de lo vivido, como quien enciende una nueva luz en una habitación ya iluminada, sino la memoria que apaga todas las luces y vive encandilada por una sola luz que irradia siempre del mismo punto.

Hay un tercer tipo de iluminación, que llamaré inmanente. Produce una luz de ensoñación que no existe en la naturaleza, que no proviene de ningún punto específico porque es inmanente a las cosas, como si éstas no estuvieran iluminadas por algo exterior a ellas, sino despidieran su propia luz. Hay mucho de esa luz en los cuadros de Botticelli. Donde la naturaleza se aproxima más a este tipo de luz es en el fondo marino, pero en realidad sólo el hombre puede producirla. Tratándose de una luz que nos hace creer que no viene de ningún lado, siendo una cualidad intrínseca de las cosas, su principal efecto perceptivo y psicológico es la supresión de las sombras. Ahora bien, las sombras nos otorgan el sentimiento de la profunda concatenación de todo con todo, porque nos aporta la evidencia de un suelo común. Las sombras son la prueba irrefutable del suelo, en el que viene a gravitar todo lo que existe; por eso, las profundidades marinas, donde rara vez vemos el suelo del fondo, nos parecen un mundo onírico y surreal, del que las sombras están ausentes. No es la luz sino la sombra aquello que nos proporciona la evidencia de la especificidad de cada ser y de cada cosa, porque puede haber dos cosas iguales, pero no dos sombras iguales. Si no existieran las sombras seríamos víctimas de la ilusión de vivir en una realidad sin discordias internas, donde el tiempo se ha detenido.

La mayoría de nuestros recuerdos pertenecen a este tipo de luz. Detienen el tiempo y suprimen las sombras que poblaron en su momento las escenas vividas. Parecería que en la aduana del recuerdo hay oficiales de migración que tienen órdenes de no permitir el paso a las sombras. Con ello, nuestros recuerdos se atrofian, desplegándose en un solo plano, hasta reducirse a la postre a la condición de instantáneas y, después, se borran. En cierta forma, el psicoanálisis es el principal intento de reintroducir las sombras en nuestros recuerdos y su vocación consiste en enseñarnos a recordar mejor. Pero recordar mejor no significa recordar de manera más “fotográfica”, más apegada al original. ¿Cuál original, además, si el original ya no existe, porque fue adulterado desde el primer instante por el caudal de la memoria que lo arrancó del olvido? No, recordar mejor es traer a flote algo bajo la mejor luz posible, a sabiendas que esa luz es una construcción a posteriori, una recreación que es en gran parte una ficción.

Así, es una ingenuidad del psicoanálisis suponer que hay verdades que “yacen al fondo”, puras e intocadas como tesoros de naufragios que sólo esperan que alguien baje hasta ellas para llevarlas a la superficie. En realidad siempre estuvieron en la superficie, tan diluidas que era difícil dar con ellas, y sólo es posible recuperarlas con un esfuerzo que no queda más remedio que llamar artístico y que consiste en la aceptación del contraste, o sea en la disposición de una o más luces de apoyo capaces de crear no una iluminación sino un auténtico alumbramiento. Nuestros recuerdos son construidos, porque la memoria no nos proporciona hechos, sino interpretaciones que son traiciones de esos hechos. En eso reside su naturaleza trágica y también curativa, pues cuando menos recordamos es cuando mejor olvidamos.

Recibido: 11 de Julio de 2020; Aprobado: 06 de Septiembre de 2020

*

Fabio Morábito: poeta, narrador, ensayista y traductor. Estudió Letras Italianas en la FFYL de la UNAM y Traducción Literaria en El Colegio de México. Actualmente es investigador del IIFL de la UNAM. Colaborador en publicaciones académicas y literarias de prestigio, y se ha hecho merecedor del Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 1985 por Lotes baldíos. Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 1991 por De lunes todo el año. Premio Internacional White Raven 1997, concedido por la Jüngenbibliotheke de Munich, por su novela para público infantil Cuando las panteras no eran negras. Y el mismo premio en 2015 por Cuentos populares mexicanos (recopilados y reescritos por Fabio Morabito). Premio de Narrativa Antonin Artaud 2006 por Grieta de fatiga. Premio Bellas Artes Narrativa Colima para Obra Publicada 2017, por Madres y perros. Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2018, por El lector a domicilio. Parte de su obra se ha traducido al alemán, inglés, italiano, francés y portugués.

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