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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.41 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2020  Epub 22-Oct-2020

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2020.41.2.0009 

Reseña

Rafael Mondragón Velázquez, Un arte radical de la lectura: constelaciones de la filología latinoamericana, México: UNAM, 2019.

Sergio Eduardo Cruz Floresa  *

aFundación para las Letras Mexicanas, México, sergioeduardocruzflores@gmail.com

Mondragón Velázquez, Rafael. Un arte radical de la lectura: Constelaciones de la filología latinoamericana. ,, México: UNAM, 2019.


Cuando uno se hace el cuestionamiento “¿de qué sirve la filología?” apela a una pregunta subyacente en toda actividad intelectual: ¿cuál es la función de nuestro trabajo como académicos, escritores, editores, trabajadores de la cultura, en relación con la lógica del mundo neoliberal y sus estrategias de productividad? Tener una respuesta sería imposible, pues cada quien tiene una forma de concebir su práctica; por lo tanto, la forma más lógica de aproximarse a esta cuestión sería desarrollar un enfoque crítico-histórico, recorriendo las funciones que ha tenido el quehacer filológico tanto en la cuestión política como en la propia construcción de la cultura, de frente a los cánones y las estrategias presentes en ella. Esto es lo que el joven investigador Rafael Mondragón propone en Un arte radical de la lectura: constelaciones de la filología latinoamericana (IIFL/UNAM, 2020), un libro que indaga los avatares del concepto “filología” en América Latina desde sus inicios hasta después de la revolución cubana.

En el primer capítulo del libro, por medio de una profunda revisión histórica instalada en varias tradiciones latinoamericanas, Mondragón estudia las sincronías y las diferencias en la concepción de la disciplina, pasando por México, Colombia, Argentina, Venezuela y Perú, analizando las influencias que el pensamiento romántico europeo, la lingüística y los indigenismos tuvieron para hacer que la filología funcionara no solamente como una “práctica de la lectura”, sino como un instrumento epistemológico, político y ético por medio del cual se han planteado definiciones sobre el “deber ser” de la literatura, convirtiéndola, efectivamente, en un aparato constructor de la sociedad. Esta historia de “cómo se lee” en Latinoamérica no sólo funciona como testimonio o como reflexión puramente teórica; sin embargo, Mondragón toma sus referencias y los procesos históricos que evidencia como punto de partida para reflexionar sobre la filología como actividad presente más allá del estudio académico, como un “arte del cuidado” por el que se conserva y se mantiene el lenguaje, visto aquí como soporte de un acto colectivo:

Mi hipótesis en el momento de dibujar las constelaciones de las que trata el presente libro es que la noción de literatura es una invención colectiva de sus lectores. Ella se va reconstruyendo, lo mismo que la noción de cultura: es una noción en disputa atravesada por los conflictos de la sociedad y de la lengua. (35)

Así como no podemos hablar de una sola “filología latinoamericana”, sino que debemos constelar la historia de sus usos e interpretaciones para entenderla, es necesaria la conciencia de que el mismo proceso acontece en la literatura, y aún más, que la filología es el medium donde la literatura encuentra su potencialidad interpretativa, pues “es una intervención sutil, ensayada en clave menor, pero puede tener efectos inesperados en la sociedad y la lengua” (37). Esto queda atestiguado en el segundo capítulo, “Literatura y racismo metodológico: notas sobre la emergencia del problema de las ‘literaturas indígenas’”, donde el académico estudia los diferentes avatares de la “cuestión indígena” en la literatura de nuestro continente, haciendo hincapié en las estrategias metodológicas que han servido para diferenciar “arte” de “artesanía”, “literatura” de “folclor”. Por medio, otra vez, de una detallada constelación histórica y crítica, el autor evidencia la imposibilidad de llegar a un consenso absoluto de lo que genera estas diferencias, más allá del nacional-monolingüismo que postula la preponderancia de una “lengua materna” sobre las otras “como si lo más natural fuera que en un territorio homogéneo se hablara una sola lengua, que fuera correlato de una identidad establemente definida” (123). Así, la filología, desde su trinchera, ha aportado una construcción exclusionaria que colabora con la violencia epistémica (y real) que ha sido perpetuada históricamente contra los pueblos originarios.

La reflexión de Mondragón no queda solamente en este postulado, ya que complejiza este problema a partir de las discusiones que ha suscitado y de casos particulares, como son la noción de “escritura” en Francisco Javier Clavijero, las labores de Pablo González Casanova contra la homogeneización de “lo indígena” y “lo nacional” como estrategia de integración, las discusiones entabladas dentro del ámbito académico con Walter Mignolo y los cambios en los programas de literatura en México entre 1924 y 1963. El capítulo termina con dos estudios de caso: uno sobre el trabajo de Ángel María Garibay Kintana, filológo, sacerdote y divulgador de la cultura cuya exploración de las literaturas originiarias de México contraviene a la afirmación de Ignacio Sánchez Prado, según quien los estudios de la literatura en náhuatl eran “inexistentes” antes de 1950; el otro sobre el trabajo de Jesús Lara, cuyo abordaje del quechua puede mirarse como un parteaguas entre el indigenismo “culto” de las vanguardias peruanas en el albor del siglo XX y el mayor compromiso social y disidente, influido por las ideas de José Carlos Mariátegui y el ánimo militante del que sustrae su fuerza mucha de la poesía peruana de vanguardia.

La ruta histórico-crítica del libro continúa en el tercer capítulo, “Indagaciones sobre una literatura inserta en el mundo y animada por la fuerza revolucionaria del pasado (1924-1949)”. Aquí, el investigador explora las diferentes maneras en que el triunfo de la revolución rusa, y la divulgación mundial de los ideales comunistas, se entreveró con la producción literaria en Latinoamérica. Poniendo en diálogo al gestor cultural y político Anatoly Lunacharsky, al mismo Mariátegui y a Pedro Henríquez Ureña, el capítulo muestra sincronías y diferencias en la concepción de una literatura “comprometida”, y pone bajo relieve la posibilidad de un verdadero pensamiento de vanguardia en espacios políticos tan dispares como la Unión Soviética naciente, el Perú convulso y el México posrevolucionario. La complejidad de este ejercicio radica en su búsqueda de marcar un quiebre en el concepto de “estudios literarios”, que vaya más allá de los propósitos colonialistas decimonónicos o del estatismo de mucha crítica académica, poniendo “lo estético en el centro de la consideración de lo político”, lo que llevaría a “repensar la dimensión humana de las humanidades y la responsabilidad social de la imaginación en tiempos de transformación y crisis social” (270). La posibilidad de esta reterritorialización del lenguaje filológico en el terreno de lo político es la clave de la última parte del libro.

El capítulo IV, “Las nociones de literatura y cultura como campo de batalla: de Marcha a los primeros años de la revolución cubana (1944-1964)”, empieza con la muerte del sueño estipulado en el capítulo anterior, al cargar “con la huella de los odios suscitados por los efectos de la Guerra Fría en el campo de la cultura” (320). Se trata de la historia de cómo la filología fue impactada por los golpes de estado en la Latinoamérica de mitad de siglo, y de cómo se constituyó efectivamente en un reducto de resistencia, al tomar las esperanzas suscitadas por la Cuba revolucionaria y por el pensamiento anterior como una plataforma de crítica textual que no sólo habita el quehacer literario, sino toda producción discursiva. También habla sobre los detractores de esta idea, como Enrique Anderson Imbert y su interés por el “rigor literario” en contraposición a las “especulaciones psicológicas, históricas o morales”, y contrasta esta posición con la de Antonio Cornejo Polar, quien advierte el peligro de utilizar nociones de forma y “rectitud teórica” para desarmar posibilidades de lectura que orillen a “reivindicar una visión distinta de lo que deberían ser las humanidades” (329).

Este capítulo cierra la constelación histórica del libro estudiando las reverberaciones de esta “visión distinta” de las humanidades, entendida por el mismo Cornejo Polar como “parte integrante del proceso de liberación de nuestros pueblos” (335), y promulgada en una publicación como Marcha (1939-1974), donde se privilegió la discusión cosmopolita, presentando plumas distintas, con visiones distintas de la literatura, con el propósito de construir un poliedro de las voces presentes en Latinoamérica. De esta revista, Mondragón señala particularmente el trabajo de Emir Rodríguez Monegal como crítico, editor y reseñista, y traza también los cambios de su sucesor en la publicación, Ángel Rama, de ser un joven promotor casi exclusivo de la literatura francesa a convertirse en un creador de “puentes entre las regiones de la comarca latinoamericana” (346) y en el cronista cultural por excelencia de la revolución cubana. A raíz de esa conexión, el libro termina comentando los logros culturales de la Cuba posrevolucionaria, entre ellos el ICAIC, la Casa de las Américas, y en general su posición como un punto de encuentro para todos los pensadores, realizadores, artistas y escritores de izquierda en Latinoamérica, al mismo tiempo que un espacio donde la censura es un riesgo latente. Esto se cristaliza en el debate suscitado por el filme experimental P.M., censurado por el régimen castrista y que fue motivo para el “discurso a los artistas” del líder revolucionario.

Al abordar no solamente los logros y las producciones culturales de la revolución cubana, sino también los episodios de censura y las políticas de corte estalinista que aparecieron después de ella, Mondragón aborda, por medio de sus límites históricos, las polaridades de la filología latinoamericana: aquello que alguna vez se usó para censurar y definir posiciones arbitrarias puede ser usado también para crear reflexiones y puntos de contacto entre arte y sociedad. Lo importante es mantener “el derecho a la palabra”, observarla, en efecto, como ligadura principal entre lo estético y lo político. Los estudios de caso con los que termina esta última sección muestran esta posibilidad, por medio de cineastas del ICAIC, como Tomás Gutiérrez Alea, cuyas obras proponen una perspectiva crítica de las bases mismas de la estética comunista al poner en discusión la pertinencia de diferenciar la “cultura popular” de “la cultura burguesa”. Asimismo, habla de cómo la Casa de las Américas parece cristalizar el sueño de Ángel Rama: realizar un punto de contacto entre todas las literaturas de nuestro continente. Para el autor de este libro, a fin de cuentas, la historia de la filología latinoamericana responde al programa imaginado por el mismo Rama, para quien el arte es siempre un acto colectivo:

una forma de conocimiento que implica una entrada inédita hacia la realidad y ofrece un resto de sentido que no es mecánicamente asimilable a la procedencia de clase de su autor, a sus intenciones en el momento de crear la obra o a la relación de esta con la institución artística. (438)

El investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM termina su extenso y complejo libro con una meditación breve e íntima que, sin embargo, da sentido a todo su programa teórico. Habla de su relación personal con la filología en tanto “arte del cuidado”, de su visión de los movimientos sociales y los reclamos de justicia durante las crisis que México ha atravesado en tiempos recientes, y expone lo actual que su trabajo resulta ahora:

Las reflexiones sobre el poder de la ficción y la fuerza creadora de la imaginación que hemos revisado en los capítulos III y IV tenían una inquietante resonancia en los espacios de lectura colectiva, transmisión de relatos y construcción de ficciones en donde defensores de derechos humanos descansaban de su trabajo cotidiano y encontraban fuerzas para seguir caminando. (449)

Si la filología es un “arte del cuidado”, un espacio de atención donde las palabras son llevadas a un continuo presente, lo que subyace al ejercicio de constelarla es la búsqueda de una forma disciplinada de la escucha: un reconocimiento del espacio literario como lugar político que está al mismo tiempo dentro y fuera del espacio político, y que facilita encuentros ideológicos e históricos. Como búsqueda del sentido ético de la investigación literaria, como historia de la lectura que va de un pasado convulso a un presente incierto, Un arte radical de la lectura: Constelaciones de la filología latinoamericana resulta una lectura importante para cualquiera que esté interesado en las dimensiones estéticas de la política y, sobre todo, en la relevancia del estudio literario en medio del instante de peligro.

Bibliografía

Rafael Mondragón Velázquez, Un arte radical de la lectura: Constelaciones de la filología latinoamericana, México: UNAM, 2019. [ Links ]

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Sergio Eduardo Cruz Flores. Es licenciado en Letras Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus líneas de investigación son la relación entre estética y política, sobre todo en el arte contemporáneo y en la narrativa gráfica, la teoría de la lírica y los estudios del espacio arquitectónico. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía (2018-2019) y ahora lo es del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

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