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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.41 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2020  Epub 15-Jun-2020

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2020.1.866 

Varia

La experiencia urbana en Los girasoles en el invierno, primera novela de Albalucía Ángel

The Urban Experience in Los girasoles en el invierno, First Novel by Albalucía Ángel

Frank Orduz Rodrígueza  *

aUniversidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Grupo de Investigación Senderos del Lenguaje, Colombia, frank.orduz.r@gmail.com


Resumen:

Considerada como novela experimental, Los girasoles en el invierno (1970) marca el devenir del programa literario de Albalucía Ángel. El siguiente artículo examina la experiencia urbana en Los girasoles en el invierno, como conocimiento vital de la ciudad. A través de la memoria, el ensueño, la escritura y la ficción, la novela rompe con el tema de la ciudad como un escenario meramente plástico. Así, la ciudad es construida como espacio que determina la sensibilidad del sujeto que la habita.

Palabras clave: Los girasoles en el invierno; Albalucía Ángel; novela; experiencia urbana; ciudad

Abstract:

Considered as an experimental novel, Los girasoles en el invierno (1970) marks the evolution of the literary program Albalucía Ángel followed. This article examines the urban experience as represented in Los girasoles en el invierno, seen as vital knowledge of the city. Through memory, reverie, writing and fiction, the novel breaks with the theme of the city as a purely plastic setting. Thus, the city is constructed as a space that determines the sensitivity of the subject that inhabits it.

Keywords: Los girasoles en el invierno; Albalucía Ángel; Novel; Urban Experience; City

Ella había renunciado a su hogar.

Había venido a vivir aquí,

a esta horrible ciudad.

Virginia Wolf, La señora Dalloway

En 1970 Albalucía Ángel da el salto literario al autopublicar su primera novela, Los girasoles en el invierno. Con un tiraje de mil ejemplares salidos de la Linotopia bogotana Bolívar, un número considerable para una autora joven y desconocida en su momento, esta primera novela de Ángel contó con poca aprobación de la crítica. El carácter experimental de esta novela, su lenguaje fragmentario y explosivo, como también la inclusión de imaginarios contradictoriamente estéticos y culturales, fueron su “talón de Aquiles”. Estos aspectos de la novela, como también la marcada reticencia y hermetismo de los círculos literarios de ese entonces, fueron factores que hicieron que Los girasoles en el invierno no tuviera la suerte de ingresar en un canon que se debatía entre los escritores del Boomlatinoamericano y los emergentes anti-Boom. Esto es curioso si se tiene en cuenta que la primera producción de la autora cuenta con características de los dos bandos: la inserción de elementos de la cultura popular y de masas, la experimentación con los registros de la lengua hablada y la ruptura de las técnicas narrativas decimonónicas.

Y sin desconocer que esta primera novela de la autora no cuenta con el rigor de su producción posterior,1 son su temática y su aparato narrativo los que hacen pensar en su posible aporte a la literatura colombiana. El punto consiste en que Los girasoles en el invierno dialoga con una de las cuestiones que marcó, entre otras cosas, el signo de lo moderno en la literatura latinoamericana: la experiencia urbana. Si bien “El narrador latinoamericano difícilmente podría haber apostado al mito civilizador de integración y consolidación del espacio urbano” (Ainsa: 162), los autores acudieron a estrategias como el humor o la nostalgia, para transgredir los imaginarios infundidos sobre la ciudad, así como “[…] las visiones jerarquizadas y concéntricas del centro y sus ‘ensanches’ ” (172). En este horizonte, Los girasoles en el invierno expone la relación que el sujeto de la novela establece con una ciudad ajena que se agita y se precipita sobre sí misma, a la vez que le resulta monstruosa.

Así, los siguientes renglones de este artículo estarán dedicados al análisis de la experiencia urbana en la novela Los girasoles en el invierno, de la colombiana Albalucía Ángel. Lo anterior busca ser un breve aporte crítico sobre una obra que, por lo menos dentro del campo de la novela urbana, no aparece como una de las iniciadoras de esta tradición estético-literaria en Colombia.

Los girasoles en el invierno y la novela urbana en Colombia

Hablar de literatura urbana quizá resulte problemático por el reto interpretativo que propone su delimitación. Sin embargo, el salto de una literatura de corte regional y descriptiva a una que optara por una conciencia y reflexión cultural restituiría en la narrativa latinoamericana una crítica sobre los problemas de su realidad más cercana. En un panorama de cambio de sensibilidades, donde la ciudad pasó de ser una creación material y se convirtió en una construcción interna, esta sensibilidad es un punto de partida para hablar de literatura urbana. José Luis Romero muestra que este cambio de paradigma, en el caso latinoamericano, se vislumbra hacia 1930, cuando

en algunas ciudades comenzaron a constituirse esos imprecisos grupos sociales, ajenos a la estructura tradicional, que recibieron el nombre de masas. Y allí donde aparecieron, el conjunto de la sociedad urbana comenzó a masificarse. Cambió la fisonomía del hábitat y se masificaron las formas de vida y las mentalidades. A medida que se masificaban, algunas ciudades de intenso y rápido crecimiento empezaron a insinuar una transformación de su fisonomía urbana: dejaron de ser estrictamente ciudades para transformarse en una yuxtaposición de guetos incomunicados y anómicos (322).

Esta incomunicación provocó en las ciudades latinoamericanas lo que José Luis Romero llama una “sociedad barroca”, una “sociedad escindida” (336); una sociedad donde la conquista individual de sus dinámicas propondría tantas lecturas como sensibilidades. Precisamente, como lo plantea Luz Mary Giraldo, en el prefacio de su libro Ciudades escritas, “Si la ciudad contribuye a la definición de la mentalidad urbana, la literatura expone sus imaginarios” (xiii). Este gesto de la proyección de los imaginarios urbanos hace pensar en que la literatura latinoamericana habría cruzado a un campo de mayor complejidad axiológica y por lo mismo a un terreno donde las fronteras entre estructuras mentales y la realidad plástica y normativa empezasen a difuminarse. Ángel Rama en Los procesos de transculturacion en la narrativa latinoamericana afirmaría que:

A esa toma de conciencia se agrega la fidelidad al medio natural y social, lo que en ese momento pasa a ser también una opción crítica. En este período la urbanización devora a la literatura forjando la inverosímil especie de que en América Latina sólo hay grandes ciudades caóticas, con públicos ávidos de verse reflejados en la literatura. Además la crítica pone en circulación criterios clasificatorios que oponen narrativa rural a narrativa urbana, no sólo estableciendo un distingo temático superficial (de escasa validez por lo tanto) sino deslizando una jerarquía de estéticas y axiologías, según la cual sería superior la narrativa de asuntos ciudadanos (2004: 32).

En el caso de la literatura colombiana el asunto no es menos problemático. Si bien Rafael Gutiérrez Girardot aseguraba que el rótulo de literatura urbana incurría en un ejercicio tautológico, no cabe duda que se refería al hecho del lugar desde el cual se escribía sobre la ciudad y por eso su condición urbana. Sin embargo, la literatura sobre la ciudad —como mero escenario— y la literatura urbana —experiencia de interiorizar la urbe— cuentan con elementos que las diferencian sustancialmente. Clara Victoria Mejía Correa, en La novela urbana en Colombia: reflexiones alrededor de su denominación, expone que a pesar de las resistencia que puede existir sobre el rótulo de literatura acerca de la experiencia urbana, es a partir de la década del setenta que esta posibilidad narrativa se cristaliza: “lo urbano deja de ser un simple escenario de los acontecimientos novelados para convertirse en el suceso literario mismo, en una posibilidad de conocimiento y construcción del mundo e incluso en una nueva posibilidad de lenguaje” (65).

De esta suerte, aparecen en escena obras como Aire de tango (1973), de Manuel Mejía Vallejo; Crónica de tiempo muerto (1975), de Oscar Collazos; ¡Que viva la música! (1977), de Andrés Caicedo; Sin remedio (1984), de Antonio Caballero; Los caminos a Roma (1988), de Fernando Vallejo; la serie Femina suite (publicada entre 1977 y 1988) y Los felinos del canciller (1988), del boyacense R. H. Moreno Durán. A su vez se consolidan obras de corte urbano como El hostigante verano de los dioses (1963) y Los amores de Afrodita (1983), de Fanny Buitrago, y En diciembre llegaban las brisas (1987), de Marvel Moreno (Mejía Correa: 67), por nombrar algunas producciones literarias. En esta misma línea de novelas, en las que se rebasan los límites físicos de la ciudad y aparecen proyecciones de significados, imaginarios y pensamientos sobre el habitar la urbe, aparece Los girasoles en el invierno de Albalucía Ángel. Y aunque la novela no se instala en el imaginario de alguna ciudad colombiana, no cabe duda que es de las primeras novelas, junto al El buen salvaje (1966), de Eduardo Caballero Calderón, que remarcan la experiencia íntima de la ciudad a través de la sensibilización del espacio urbano.

Los girasoles en el invierno y la subjetividad en la urbe

En principio, la novela narra, a lo largo de cinco apartados, la historia de Alejandra, una cantante colombiana que desde la mesa del bar La Baleine Bleue, en París, espera a José Luis, pintor mexicano y sujeto con quien al parecer sostiene una relación sentimental complicada. Durante la espera lee y escribe, pero también cavila sobre la ciudad en la que se encuentra, y evoca a otras ciudades y localidades en las que alguna vez habitó (New York, Milán, Roma y las localidades griegas de Arhákova y Megara). Las precisiones de la narradora, voz que predomina durante la novela, construyen un espacio urbano, que en ocasiones es transgredido, tanto en su estructura física como en sus imaginarios generalizados.

El diálogo que plantea la escritura de Albalucía con la ciudad se enmarca en algo más grande que el sistema literario colombiano. Los referentes que pone en juego en la escritura de su primera novela se comunican con una tradición literaria continental. En esta línea la ciudad, como ya lo hemos mencionado, pone en aprietos al escritor y al sujeto de la escritura. La ciudad de Los girasoles en el invierno rompe con convenciones nacionales, con referentes políticos y con vínculos históricos que ponen de manifiesto un “Yo” que interpreta y recrea la ciudad. Este posicionamiento del “Yo” frente a la ciudad, en el proceso de interpretación y recreación, implica una reconfiguración sígnica de la ciudad. Al respecto Jean-Luc Nancy plantea que la única forma de acercarse a la ciudad es precisamente convirtiéndola en un signo:

(…) la ciudad espera que vayamos a vivir allá, al menos un instante, el tiempo suficiente para darnos una señal en la remisión de todos sus signos. Pero lo que se propone no es una copresencia: es un sistema de remisiones, correspondencias y separaciones entre lugares que sólo son empalmados por medio de una común disyunción (110).

Esta fragmentación y re-significación de la que habla Nancy es de antemano el principio rector de la experiencia urbana. El movimiento físico y mental del sujeto hacia la ciudad hace que este espacio, como ente vivo, proponga sus formas y maneras de ser habitado. El sujeto, por su parte, adapta sus propias estructuras mentales a dichas señales propuestas por la ciudad. En este tenor, en la novela opera lo que llama de Certeau la Ciudad-concepto, “lugar de transformaciones y de apropiaciones, objeto de intervenciones pero sujeto sin cesar enriquecido con nuevos atributos: es al mismo tiempo la maquinaria y el héroe de la modernidad” (107).

En obras como Los siete locos (1929), de Roberto Arlt, Tierra de nadie (1941), de Juan Carlos Onetti, El lugar sin límites (1966), de José Donoso, entre otras, se muestra cómo el escritor latinoamericano propone su relación problemática con la ciudad y responde a ésta con el signo del desarraigo. Justamente, el desarraigo es un signo que en la novela de Albalucía Ángel se funda y se muestra de múltiples formas, desde el título hasta cada una de las situaciones de sus páginas venideras. Por ejemplo, en Los girasoles en el invierno el título ya revela una antinomia que prevé la relación de la protagonista con el espacio, pues Alejandra se ve a lo largo de la novela “…en un espacio donde no se puede ser” (Guerra Cunningham: 11).

Luego, el epígrafe de Camus que escoge Ángel para abrir la novela, “Pero el infierno no tiene más que un tiempo, la vida recomienza un día”, es otra antesala contundente del vínculo de la protagonista con su realidad. Ivonne Alonso Mondragón y Alejandra Jaramillo Morales, en el estudio preliminar de la edición de Los girasoles en el invierno de 2017,2 proponen que el epígrafe del L’homme revolté, de Camus, es una posición frente a la realidad como materia artística (cfr. xiv). Para Camus no todo acaba en el fin de la historia, de los acontecimientos, de lo dado. De hecho, el autor francés advierte que la realidad debe ser creada, sin ignorar el orden natural, donde justamente reposa la belleza (cfr. 257).

Como para Camus, la posición estética de Albalucía Ángel al inicio de su programa narrativo no puede ser más contundente: ante una realidad compleja y hostil, la búsqueda de la belleza se encuentra en la mirada interior, particular y subjetiva de dicha realidad. Esta subjetividad, explica Cruz Kronfly, se incrementa y no se ve afectada al interior de las dinámicas que gobiernan al nuevo nómada urbano: “rotos los lazos comunitarios y construidos en su reemplazo los lazos políticos y civiles, la auténtica soledad del nuevo nómada urbano se hace posible como nueva dimensión de la subjetividad” (8). En consecuencia, la novela conjura la conmoción del sujeto que percibe una parcela del espacio urbano. Por eso, la ciudad y su movimiento, las dinámicas de supervivencia, la masificación urbana, son narrados desde la mesa de un bar y desde la soledad de una mirada que intima con su entorno, pues ve en el espacio urbano, dentro del plano de la realidad y la ficción, la constante recreación física e imaginaria de la ciudad.

Una mujer entre la multitud

La opción de Alejandra, la narradora de Los girasoles en el invierno, es la de observar la ciudad mientras la lluvia no le permite hacer otra cosa. En esa situación, “La gente va y viene” (Ángel: 10) y no le queda más remedio que deconstruir la ciudad, y con ello el imaginario de uno de los centros urbanos y de mayor acogida de escritores y artistas: París. La narradora en repetidas ocasiones arremete contra alguno de los visitantes de La Baleine Bleue, ya sea el mesero, ya sea una mujer con abrigo de leopardo “falso”, ya sea su amiga Martine. En cualquier circunstancia, sus observaciones se desvían en tres escenarios, si se quisieran dividir: el del recuerdo, el del presente y el de la ficción. En los tres acaba por remitirse a un paisaje que es el motor de sus deliberaciones: la ciudad.

Precisamente, la ciudad ausente, presente y futura, se vuelve sobre sí misma para reencontrarse en la conciencia de una narración audaz, una narración de grandes libertades y juegos de lenguaje. A través de monólogos vibrantes y de gran alcance sensorial, se concreta la experiencia íntima acerca de la masa, de la multitud, la misma que construye un espacio donde la comunicación es difícil:

La gente habla y habla, las voces se funden en una masa-ruido de la que saltan palabras que no entiendo, abren la boca, la cierran, la abren, la cierran, comen, fuman, ordenan ensaladas; el vocerío a veces parece el zumbido de una hélice, otras una trituradora: me da lo mismo (Ángel: 151).

Entre cruces de una narración irregular, que se estremece entre la lectura en el bar La Baleine Bleue, la escritura diarística y literaria, las letras de canciones y los viajes hacia el pasado, la ciudad pasa de ser una serie de lugares remembrados y reseñados, a convertirse en una experiencia múltiple e inestable. Desde el recuerdo de Ciudad de México, nostalgia de José Luis, el pintor y supuesta pareja sentimental de Alejandra (cfr. Ángel: 142), hasta la evocación de la tranquilidad del pueblo de Arhákova (cfr. 180) y la soleada Roma (cfr. 36), la ciudad del presente es insoportable. Aquí el contraste concuerda con lo planteado por Luz Mary Giraldo:

La ciudad puede manifestarse con determinadas formas expresivas o juegos de lenguaje o concentrarse en el tránsito de la provincia a la ciudad, entre la aldea y la metrópolis, en escenarios rurales o situaciones históricas, en el espacio mínimo de una alcoba o de un lugar cerrado, en un diálogo o en un monólogo que narra mundos de vida y de pensamiento. Mírese por donde se le mire y analice, esta deja una impronta que revela formas de vida y de pensamiento y refleja desarrollos particulares o hibridaciones que convergen en la historia y en la sociedad (2006: 80).

Los girasoles en el invierno reúne varios de los aspectos de la experiencia urbana y de la manifestación de las ciudades en la literatura, como los propone Luz Mary Giraldo. Consecuentemente, la novela confronta varios estratos íntimos de la realidad citadina a través de una variedad de técnicas narrativas, algunas, por cierto, experimentales para su tiempo. Dichas técnicas van desde el uso profuso del monólogo interior, hasta la elaboración de imágenes contradictorias y grotescas en algunos casos. Tales estratos de la realidad citadina se pueden encontrar, por ejemplo, en el recuerdo de la Roma nocturna y solitaria, frente a la Roma de turistas que se despliegan como “verdolaga en las iglesias” (Ángel: 117). O quizás en el recuerdo apacible del pueblo griego de Arhákova (cfr. 179-182), en contraste con el de París entre la bruma.

Esa capacidad de abordar la ciudad desde distintas caras demuestra una latente virtud en la temprana escritura de Ángel. Evidencia la experiencia de la ciudad en términos más humanos que regionales o políticos. Además, confirma también que la novela Los girasoles en el invierno no estuvo atada a un compromiso moral o político de exposición de problemáticas del hombre de su tiempo, como bien lo plantea Betty Osorio (cfr. 376). En cambio, se desprende de estos imperativos sociales, políticos y culturales para fraguar una visión abarcadora —ética— del sujeto que se expone a la urbe.

Por lo dicho, la escritura de Albalucía Ángel en Los girasoles en el invierno no cae en el lugar común del exilio o de la nostalgia nacional, a pesar de que en algunas ocasiones se llega a renegar de la lengua francesa o se escribe acerca de los recuerdos de José Luis en Ciudad de México. Por el contrario, el desvanecimiento de estos temas reafirma la intención de la autora de consolidar una voz femenina que experimenta la ciudad. Se distingue en dicho posicionamiento de la escritora colombiana una intención clara de desembarazarse de temáticas que escritores como los del Boom latinoamericano estaban fortaleciendo con su literatura. Al margen de estas dinámicas estéticas y posicionamientos reivindicativos, Albalucía Ángel propone una mirada de mujer a tópicos que estaban, aún para la época, bajo la batuta de la pluma masculina, salvo en algunas excepciones, como son los casos de Silvina Ocampo, en Argentina, Clarice Lispector, en Brasil, o Armonía Somers, en Uruguay, por nombrar algunas.

En Los girasoles en el invierno la narradora asume una mirada reconstructiva de la ciudad y a la vez crítica, cualidad que acerca a Alejandra a la figura de la flaneuse —figura cultural—, contraparte del flâneur. Pero la diferencia entre el hombre y la mujer que callejean va más allá de sus dominios, gravita en la posición que adopta cada uno frente al espacio público. Mientras que el flâneur, dice Benjamin en su Libro de los pasajes (2004), persigue sin saber “el viejo sueño humano del laberinto” y hace una radiografía urbana del caminar de los sujetos (cfr. 434), la flaneuse, que también camina con indolencia, escruta con pausa y cuestiona al espacio urbano. Al respecto Dorde Cuvardic García, en La flaneuse en la historia de la cultura occidental, plantea que

sólo la literatura urbana del siglo xx dejará de apreciar a la mujer passante desde la experiencia subjetiva del flâneur y pasará a ocuparse directamente de su experiencia subjetiva. Se convierte, así, en flaneuse, en mujer que experimenta estímulos visuales y problemáticas cognitivas y emocionales autónomas propias al transitar por la ciudad (90).

Esta actitud es palpable en Los girasoles en el invierno, porque Alejandra, la cantante y voz narradora, además de asumir una visión creadora, reconstruye una ciudad sofocante y masificante, inmersa en un movimiento que despersonaliza. Por ejemplo:

El metro Odeón abre su boca oscura, por la que sale un vaho tibio, y la gente sube o baja las escaleras encharcadas.

Se camina por túneles forrados en mosaicos blancos y azules. Se entra en un vagón cualquiera: un vagón verde o un vagón rojo.

La temperatura es una mezcla de calor humano, calor de humo y de máquinas, recorriendo kilómetros —a nadie le interesa cuántos— por el vientre de París (fragoroso hollinado oscuro vientre), mientras rostros de miradas huecas se mueven a derecha e izquierda, igual que muñecos de aserrín apelmazados (Ángel: 28).

En el anterior fragmento la visión de la ciudad rebasa lo descriptivo para tomar partido del lugar que ocupa el transeúnte. “La gente sube o baja, no importa” (28), pues el movimiento vertiginoso de la ciudad suprime voliciones en un mar de voliciones. Las marcas del reflexivo impersonal “se” son un claro indicio de la anomia que padece el sujeto que camina la ciudad. El movimiento de lado a lado de los transeúntes y sus caras despersonificadas, como el automatismo de los “muñecos de aserrín apelmazados” (28), son la pérdida de la voluntad que impone el ritmo de la ciudad. Este cuadro irónicamente construido, como en otros pasajes de Los girasoles en el invierno, muestra un collage de lo que produce la ciudad: la masa.

Por su parte, Alejandra, la narradora, responde a los estímulos de la ciudad y arremete contra su movimiento, sus actores, su arquitectura. Su voz se asemeja a la de una flaneuse, pues, a diferencia del flâneur, ésta habla más desde la quietud y examina con pausa su entorno (cfr. Cuvardic García: 76). Esta quietud, aunque impuesta en el caso de Alejandra, no es gratuita. Si bien la ciudad y la lluvia obligan a la narradora a quedarse en una mesa del bar La Baleine Bleue, sus ideas y divagaciones sobre los fragmentos de ciudad que percibe son un trabajo de miniaturas —de detalles— y conclusiones sobre aspectos aparentemente triviales.3 Esta práctica detallada de observación descubre esos problemas de organización de una ciudad que “… está superhabitada, superdesarrollada, superinvivible, superllovida” (Ángel: 36). Y a su vez deja entrever las dinámicas de competitividad que impone el espacio urbano: “La ciudad era una pista estrecha, laberíntica, en la que más de medio millón de máquinas competían durante veinticuatro horas por llegar de primeras a cualquier parte” (76).

Para la narradora el París que habita no le representa ocio como lo es para el flâneur. Por el contrario, la ciudad es para Alejandra un desafío hermenéutico. Desde el comienzo la novela muestra el rompecabezas que es la ciudad. La urbe, traducida en la actitud del sujeto que la vive, la siente o la padece, no se reduce a un conjunto ordenado o de metonímicos parajes; de hecho, la ciudad es ese collage de acciones superpuestas que se entremezclan e incluso pierden forma, por lo que los lugares, dentro de la arquitectura urbana, no son meramente un sistema cerrado de terrenos de acción. No cabe duda que la ciudad, como lo plantea Nancy “parte en todos los sentidos, hundida en y por su circulación, en y por su polución, en y por su absorción infinita en el seno de su propia agitación” (32). Y entre este movimiento constante, este espacio urbano dispar propone una sensibilidad que demanda ser interpretada y aprehendida, a pesar de su contingencia.

Por su parte, la literaturización de este mundo-urbano objetual —para hablar en términos bajtinianos—, con todo y sus posibles embrollos, implica la representación plástico-pictórico de la ciudad, así como la proyección de la conciencia del sujeto urbano. Aquí es necesario que la narración despliegue un esquema de escritura que cimiente la pluridimensionalidad y flexibilidad de la experiencia de la urbe. Bajo estos parámetros, Albalucía Ángel dispone de imágenes emblemáticas de una ciudad moderna: un subterráneo exhalante de vapor humano, las calles atestadas de máquinas y gente en movimiento, como también un bar minimalista desde el cual habla y escribe. En y sobre estos escenarios, la narradora de Los girasoles en el invierno vuelca parte de su sentir. Su narración se ve implicada en un préstamo recíproco de elementos que forman una visión de lo que es la ciudad. Es evidente que la conciencia del sujeto, como lo plantea Bajtín, es influenciada por el fondo del mundo objetual que se erige a través de la escritura novelesca, pero también salpica a la totalidad este mundo imaginado (cfr. 1982: 90-93).

Asimismo, salta a la vista que en Los girasoles en el invierno, a pesar de la dificultad de la narradora de vivir la ciudad, surge su disposición de interpretar el espacio y sus dinámicas a partir de las líneas de la literatura. De hecho, la sensibilización del espacio le viene a Alejandra de su lectura e interpretación de las ciudades “carnívoras” de Bradbury (cfr. Ángel: 19). Es por eso que el espacio urbano, a pesar de ser difícil para la narradora de Los girasoles en el invierno, trae consigo un saber estético sobre la aproximación a la ciudad como tema literario:

La ciudad todavía esperaba… el río la atraviesa en silenciosa modulación pero en los puentes habita el ruido y los guardas se molestan con el concierto campestre de los mendigos a los que encierran en jaulas (de alambre o también con pedazos de bambú) y entonces son las ratas y las ranas las encargadas de continuar el ditirambo nocturno, después de navegantes madrugadores de las calles (abanicadas adoquinadas empedradas calles de París) y un crescendo monótono de máquinas pitos de policía retazos de palabras en todos los idiomas ruido de respiraciones deseos cópulas un cerillo, recomienza el ciclo.

La construcción de un collage o de una historia corre exactamente los mismos riesgos que en el juego de la ruleta rusa, o que la predicción sobre el café y la lluvia. Igualmente, es lógico, se salva o resuelve de la misma manera: por coincidencia. Y me parece que la ley de la probabilidad tiene entonces doble filo (Ángel: 21-22).

Claramente, Albalucía Ángel ficcionaliza la experiencia urbana y también su concreción estético-literaria. A través de los renglones de Los girasoles en el invierno se segmenta la disposición frente a la ciudad y su posicionamiento sensible y estético. Ya planteada la ciudad como forma de la sensibilidad, Cruz Kronfly plantea que el sujeto urbano se integra a la ciudad por medio de elementos de mayor elaboración como lo son las metáforas urbanas (cfr. 15). Es notable que a medida que la novela avanza, la narradora empieza a concretar un pacto con el espacio urbano; esta relación va de menos a más: desde el tedio y la imposibilidad de ser en el espacio, hasta la interpretación de la ciudad y la creación de una ficción que le ayuda a sobrellevala. Y aunque el París que modela la narradora de la novela no es el que era una fiesta, ni el del Boom y su círculo literario, sino uno menos encantador, la ciudad también otorga líneas para ser percibida, leída y creada. Por eso, bajo una sensibilidad aguda o aventurera, la narradora afirma que “todo el proceso literario se hace terriblemente difícil, pero uno se da cuenta de que nada es gratuito, de que cada cosa tiene su efecto preciso: ahí está la magia” (Ángel: 113).

Entre la realidad y la ficción

A medida que la novela avanza, su trama puede tornarse aparentemente confusa. Esto sucede no sólo por la fragmentada narración o la distribución de las historias en cada uno de los apartados de cada capítulo. Este extrañamiento y oscurecimiento de la trama responde a que la narración se compone de representaciones cada vez más abstractas. La mezcla entre recuerdo y ensoñación, o entre objetividad y subjetividad, termina por generar una estratificación de la realidad en segmentos evocativos reales e imaginarios. Lo que comienza como el relato de Alejandra sobre su estadía en el bar La Baleine Bleue acaba por mostrar la intrusión de la cienciaficción bradburiana en el espacio de la trama.

Bajo el velo de imágenes monstruosas, Albalucía Ángel resume en el capítulo cinco de su novela, desde un tono fantástico,4 su experiencia de una ciudad abominable y tentacular. El tedio que le inspira su ahora y el recuerdo de otros lugares mejores comienzan a ejercer una fuerza connotativa y creativa, efecto de la superabundancia de sentido que ha acumulado durante todo el tiempo de la narración. El quinto capítulo es sin duda el cierre de esa narración pletórica, que parte de la palabra literaria que se desborda, aun con más fuerza que en los capítulos anteriores. De hecho, la lectura que hace la narradora de El hombre ilustrado, de Bradbury, mientras escampa en el bar, se derrama sobre La Baleine Blue y sus inmediaciones:

emerge de la ausencia. Se intercala a pedazos con la música, los diálogos de las mesas vecinas, en la orden de la ballena con pieles baratas, la autoritaria respuesta de Jean… me golpea con fuerza. Un millar de eléctricas patas azules caminaban rá-pi-da-men-te cadapasoeraungolpe. Las palabras. Las de siempre. Las que se pronuncian en el encontrarse diario sin que signifiquen otra cosa que un reflejo automático, normal, de la comunicación entre los hombres (Ángel: 215).

Al mejor estilo de la literatura fantástica, el bar La Baleine Bleue no parece perturbarse por esta realidad que lo asedia. Bajo esta posesión, el componente onírico, entre tantas lecturas que pueda suscitar, nos pone frente a una reacción apenas lógica de la luxación de la realidad. Y aunque esto ocurre ya en los capítulos uno, dos y cuatro, con más recato por supuesto, es en el capítulo cinco donde el texto de Bradbury se intercala sin crear conmoción en la narración de Alejandra. La intrusión del relato del escritor estadounidense, de lo fantástico,5 profundiza sobre la complejidad de la crisis del sentido de la vida urbana, pues la paradoja de sentido que muestra la ciudad no puede estar mejor representada que en un monstruo de “un millar de eléctricas patas azules”. Es así como Ángel organiza el movimiento y la constante destrucción y recreación de la ciudad.6 Esto demuestra dos condiciones esenciales de la literatura urbana: la manifestación de la desorganización de la urbe y la aniquilación del sentido (cfr. Cruz Kronfly: 18-19).

Conclusiones

La propuesta estético-literaria de Los girasoles en el invierno dialoga con la temática de la ciudad como un problema de sentido, frente a la fundación de una nueva sensibilidad multifocal e intertextual. Esto guarda correspondencia con las propuestas de autores latinoamericanos como Juan Carlos Onetti, Roberto Arlt o Julio Ramón Ribeyro, ya que en sus narrativas la ciudad es un espacio de desarraigados que están obligados, fuera de cualquier precepto moral o normativo, a recrear y a reformular el espacio que habitan.

En el campo de la literatura colombiana, Los girasoles en el invierno es la prueba tangible de que para finales de los setenta ya se modelaba una voz que comprendía la ciudad desde tonos fenoménicos y hermenéuticos. Es por eso que el abordaje de la ciudad, para este entonces y en estos términos, importa porque en Colombia la novela urbana estuvo más ligada, en sus inicios, a hechos de orden político y a las exaltaciones sociales. Dicho esto, Albalucía Ángel es una de las primeras voces literarias que en Colombia asume una posición imparcial, pues narra la relación del sujeto con el espacio urbano, fuera de demarcaciones políticas o históricas, y lo supera como mero telón de fondo. Claramente, la incursión de Ángel en el terreno de la experiencia urbana ayuda a comprender los inicios de una narrativa colombiana al interior de un campo de mayor soltura: el de la ciudad imaginada.

Además, en los cinco capítulos de la novela, la ciudad se va reconfigurando desde sus rasgos genéricos como un lugar de apetitos colosales.7 Su movimiento y su tentacular aspecto, sumado a las dinámicas de supervivencia que impone, hacen que la narradora de la novela, Alejandra, cuente la ciudad desde su punto particular. Justamente, la autora demuestra que, al igual que los flâneur de Baudelaire, Balzac o Flaubert, la flaneuse, como podría catalogarse su narradora, puede asumir el rol de observadora de la multitud. Tal actitud de la narradora deja por sentado el detalle y la precisión con que advierte una ciudad llena de tensiones y de mecánicas deshumanizantes.

Y a pesar de algunos excesos lingüísticos o quizá algunas imágenes que generan ambigüedad, la novela cumple con su cometido: expande las posibilidades vivenciales del sujeto que habita y aborda la ciudad desde su propia sensibilidad. Pero no hay que dejar atrás que también en Los girasoles en el invierno se presentan las limitaciones y posibilidades que el movimiento de la ciudad y sus reglas le demandan al sujeto. Esto último se aprecia debido a que la ciudad que muestra la novela está dotada de aliento, de voluntad, de vida y de carácter. En consecuencia, el sujeto urbano, como lo muestra Los girasoles en el invierno, puede o no instaurar un pacto con el espacio que habita y puede o no desmantelar algunas de las dinámicas de dicho espacio urbano. De esta suerte, este pacto es expuesto en la novela solo cuando el individuo da un paso al costado, lee la ciudad y la reconfigura sígnicamente a través de mecanismos como el recuerdo, la imaginación y la ficción.

Finalmente, la ciudad, que al comienzo de la novela parece una cuestión ornamental, termina por ser un eje fundamental al interior de Los girasoles en el invierno. Por tanto, en esta novela de Albalucía Ángel se cimienta de principio a fin, de menos a más, una naturaleza urbana que se incrementa en el paroxismo de su trama, pues al ingresar a los terrenos de la imaginación, de la ficción, de la lectura y de la escritura, asume tintes fantásticos que amplifican la experiencia del sujeto urbano. Dicho componente fantástico no es más que el carácter sígnico desde el cual la autora puede contar con mayor efectividad la ciudad y la experiencia interna de la misma.

Bibliografía

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1 Entre su obra más destacada se puede contar con novelas como Dos veces Alicia (1972) y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975), con esta última se abriría campo en el ámbito literario colombiano, aunque su nombre ya resonaba en países latinoamericanos como México y Chile. Misiá señora (1982), Las andariegas (1984) y Tierra de nadie (2002) completan su obra novelística. También se ha desarrollado en el campo del ensayo, el cuento, el teatro y la poesía, consolidándose como una escritora versátil e inquieta.

2Luego de cuarenta y siete años de la aparición de esta novela, las universidades eafit, uniandes y la Universidad Nacional de Colombia, junto a la Editorial Panamericana, reeditan en el año 2017, Los girasoles en el invierno, iniciativa valiosa que abre el camino a nuevas lecturas de una obra invisibilizada.

3De hecho, otro guiño que divisa la posición de Alejandra como una mujer que mira, que descompone su entorno, tal cual como una flaneuse, es la negación a ser objeto de la mirada de un otro: “Siento que la oreja izquierda me arde, lo que indica que me observa detenidamente, desmenuzadoramente… ojalá se dé cuenta pues no me gusta que me miren así, como si yo fuera un objeto público, una estatua en la calle a disposición de todo el mundo” (Ángel: 139-140).

4Cabe resaltar que desde los planteamientos de Todorov, en su Introducción a la literatura fantástica, la ciencia-ficción se acerca a la organización de lo fantástico, pues juega con la presentación de lo inverosímil y lo maravilloso dentro del terreno de lo habitual y dentro de la lógica del relato.

5De hecho, la novela usa, en su andamiaje novelesco, elementos de la literatura fantástica tal como los estudió Borges en su conferencia Sobre “La literatura Fantástica”(Citado por Rodríguez Monegal). El primero es “La obra de arte dentro de la misma obra”, al componer o insertar fragmentos de su escritura y de un diario dentro de Los girasoles en el invierno. El segundo es “la contaminación de la realidad por el sueño” y “el viaje en el tiempo”, cuestiones que saltan a la vista entre el recuerdo de sus viajes a otras ciudades y la intromisión del texto de Bradbury en la trama principal. La cuestión del doble, aunque compleja, termina por redondear la propuesta de Los girasoles en el invierno, sobre todo cuando la narradora cuestiona la veracidad de sus vivencias junto a José Luis, el pintor, y la posibilidad de que todo sea producto de su imaginación (cfr. Ángel: 217).

6La injerencia de la ficción de un libro en la realidad del lector recuerda al cuento de Cortázar Continuidad de los parques, de 1964. Este efecto narrativo es un guiño intertextual que posiblemente propone la autora para mostrar la función y necesidad de lo fantástico en la recreación del espacio.

7En Los girasoles en el invierno se expone a París, a Milán, a Roma, en su carácter de ciudades masificadas. Tal presentación hace que sus rasgos distintivos no adquieran mayor relevancia, pero sí sus dinámicas vertiginosas y su efecto en el ánimo del sujeto que recorre sus calles. La experiencia interna de estas ciudades en las que se desarrolla la novela puede ser semejantes a las que se puedan experimentar en las babélicas Bogotá, Lima, Buenos Aires, Ciudad de México, ciudades latinoamericanas masificadas y aceleradas.

Recibido: 16 de Mayo de 2019; Aprobado: 23 de Septiembre de 2019

*Frank Orduz Rodríguez. Magíster en Literatura, Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC), Licenciado en Español y Literatura, Universidad Industrial de Santander (UIS). Investigador adscrito al grupo de investigación Senderos del Lenguaje (UPTC). Docente Catedrático en la Escuela de Idiomas UPTC, Sede Central Tunja, Colombia; Docente en el Colegio INEM Carlos Arturo Torres, Tunja, Colombia. Líneas de investigación: literatura y otros lenguajes, literatura latinoamericana y literatura colombiana y cultura popular y literatura. Publicaciones anteriores: El metateatro en La cárcel de Jesús Zárate Moreno: un proceso a la justicia (2017) y La expansión de la celda: experiencia estética en la novela La cárcel de Jesús Zárate Moreno (2019).

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