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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.40 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2019

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2019.2.856 

Artículos

Entre fantasmas y fotografía: una alianza histórica en vías de transformarse

Between Ghosts and Photography: an Historical Aliance in Means of Transformation

Claudia Linhares Sanza  *

Fabiane de Souzab  **

aUniversidad de Brasilia, Brasil, claudialinharessanz@gmail.com

bUniversidad de Brasilia, Brasil, fabianeedesouza@gmail.com


Resumen:

En la modernidad, la popularidad de los fantasmas se consolida como síntoma de ciertos modos de narrar la historia y de vivir el tiempo. Las tecnologías modernas impulsan un nuevo dominio de los seres que regresan: se trata de una reorganización del campo de lo visible en que la fotografía interviene como positividad, desplazando y reorganizando la experiencia de las imágenes. Por el hecho de nunca estar completamente en el pasado o en el presente, las fotografías se constituyeron como seres tan inestables como los fantasmas. ¿Serían, sin embargo, los mismos fantasmas que nos asombran hoy?

Palabras clave: fotografía; experiencia; modernidad; fantasma; contemporáneo

Abstract:

In modernity, the popularity of ghosts is consolidated as a symptom of certain manners of narrating history and of experiencing time. Modern technologies propel a new domain of returning beings: it is a reorganization of the field of the visible in which photography intervenes as positivity, shifting and reorganizing the experience of imagery. Because they were never entirely in the past nor the present, photographs constituted themselves as beings as unstable as ghosts. Were they, however, the same ghosts that haunt us today?

Keywords: photography; experience; modernity; ghost; contemporary

Entre imágenes y fantasmas, una vida llena de sobrevivencias

It is a fact that the “phantom”, whatever its form, is

nothing but an invention of the living.

(Abraham y Rand: 287)

En el momento en que hay una tecnología de la imagen,

la visibilidad trae la noche.

(Derrida y Stiegler: 38)

En nuestros días, la experiencia fotográfica parece adquirir aspectos fantasmales diferentes de los que asombraran a los fotógrafos modernos. Se trata de un cambio significativo en la relación entre virtualidad e imagen, algo que hoy parece operar menos en cada fotografía, en la singularidad y materialidad de cada foto, pero que transforma la propia experiencia fotográfica —fluida y mutable— en una imagen ambigua de aquello que persiste y, de manera simultánea, desaparece (como los fantasmas). Si la experiencia se vuelve otra y evoca otras sombras, se debe a que las imágenes que despiertan (o, al contrario, también aquellas que descansan y se quedan dormidas) no explican el pasado en sí sino el lugar hacia donde regresan, el lugar desde donde nos apoderamos de él.

Históricamente, los fantasmas parecen no sobrevivir sin las imágenes (pues en ellas se sincronizaron los ecos del pasado con la actualidad del presente). En ellas, la vida paradójica de los fantasmas se hace presente. No por nitidez, sino por su carácter indiscernible. Por otro lado, cabe recordar que la aparición súbita, inestable y paradójica —propia de los fantasmas— también fue una condición necesaria para que algunas imágenes existieran. Desde luego, no tratamos en esta ocasión con las imágenes que nos provocan miedo, sino con el carácter fantasmal que las imágenes pueden adquirir cuando su presencia se manifiesta en la indeterminación, en un cuerpo que no está exactamente presente, “en un estar ahí” de un ausente que ocurre con la singularidad efímera de una aparición. He ahí, entonces, el trabajo de ciertas imágenes: gestos que se manifiestan en la travesía, entre la penumbra dilatada de lo invisible y su luminosidad, entre el vacío y su repentina visibilidad; entre la ausencia de su corporeidad y su capacidad táctil. Asimismo, se trata de un modo de visibilidad, pero lo que se ve no está ni presente ni ausente, ni muerto ni vivo: lo que se ve habita las fronteras y se manifiesta por inestabilidad, como la de los fantasmas. Se trata del paso eminentemente temporal —entre el vacío y el ver—, una presencia desplazada que permite que algunas imágenes liberen su potencia espectral.

Tal como pensó Warburg (2009), el reino de las imágenes es un reino de sobredeterminaciones y sobrevivencias, olvido y reminiscencias, reino de gestos sobrepuestos. Está repleto de vida que persiste e imita, renovaciones y renacimientos intermitentes, de pasados presentes y pretéritos silenciados. Reino poblado de vida póstuma y de vida soñada, de fósiles en movimiento y de “seres anacrónicos”. Reino atravesado continuamente por la aparición de impensables de la repetición —surgimiento de las semejanzas que, una vez de regreso, se vuelven singulares. Porque así se crea la vida de las imágenes: existencia regida no por ciclos naturales de “vida y muerte”, “gloria y decadencia”, sino por convivencia de extractos temporales en un campo de fuerzas y batallas. Una vida llena de sobrevivencias y habitada por imágenes de fantasmas (y fantasmas de imágenes).

Semejante anacronismo, sin embargo, no se libra de la historia: en ella, el anacronismo de las imágenes se manifiesta; en ella se deposita la materia sedimentada y sobrepuesta, aquella que, de vez en cuando, se inquieta y ocurre. En ella, las semejanzas se vuelven inéditas. En la historia, los fantasmas de las imágenes ora se agitan, ora descansan. Cada época, entonces, es capaz de iluminar a sus propios seres que regresan, del mismo modo en que cada época es capaz de estar ciega ante otros extraños o de dejarlos dormidos. Así, el reino de las imágenes se encuentra en constante movimiento, creado por las tecnologías que ellos (los regímenes) suponen. Como pensó Walter Benjamin, las imágenes no sólo pertenecen a una determinada época, sino que sólo se vuelven legibles sobre todo en una determinada época (cfr. 2005: N3,1 465). Legibilidad que puede ser pensada como forma de luz que distribuye claros y oscuros, y posibilita ciertas condiciones de (in)visibilidad. En este sentido, como consideró Deleuze, semejante “condición a la que remite la visibilidad no es, sin embargo, la manera de ver de un sujeto: el sujeto que ve es un emplazamiento en la visibilidad, una función derivada de la visibilidad” (1987: 85). Ver o no ver las imágenes-fantasma no es un acto de un sujeto vidente. Si “cada formación histórica ve y hace ver todo lo que puede” (1987: 87), se debe a que las visibilidades son complejos de fuerzas de relaciones históricas y epistemológicas. Las distancias que cada época constituye entre los fantasmas y sus apariciones son distribuciones, conexiones, vínculos y “lejanías” de un montaje propio.

No por casualidad es posible pensar, como lo hizo Derrida, que la experiencia fantasmal de las imágenes haya sido profundamente alterada en la modernidad. Al contrario de lo que podríamos suponer, dicha experiencia no está ligada a una época remota, primitiva o feudal: de una manera distinta, las tecnologías acentuaron, impulsaron y aceleraron las dimensiones espectrales de la imagen. Ampliaron el dominio de los fantasmas, proliferaron y aumentaron su capacidad de asombrarnos: “cuando la primera percepción de una imagen está ligada a una estructura de reproducción, entonces estamos lidiando con el reino de los fantasmas” (Derrida 1989: 61). Proceso, sin embargo, que no se da sólo por una relación de causa y efecto entre las tecnologías y las imágenes. Si las visibilidades no pueden ser pensadas fuera de las cámaras fotográficas, también las cámaras fotográficas no pueden ser pensadas fuera de la visibilidad, fuera de lo que la modernidad estableció en tanto visible e invisible, sombra y luz. El dominio moderno de los fantasmas se relaciona con una alteración amplia de la experiencia colectiva: no sólo de la transformación de las relaciones sociales según la lógica de la mercancía, sino también de la experiencia temporal que posibilitó y sustentó semejante lógica.

En este sentido, el asombro moderno por los fantasmas puede ser pensado también como síntoma de los nuevos modos de narrar la historia que se consolidaron desde el final del siglo XVIII. La modalización temporal inaugurada en la Modernidad —que instituye formas inéditas de dejar atrás el pasado y dejar el futuro a la expectativa (cfr. Koselleck 2006)— produce no sólo nuevos tipos de control del tiempo, sino también nuevos “descontroles”, inéditas fantasmagorías. Este proceso se relaciona profundamente con las cámaras fotográficas modernas de reproductibilidad técnica, ya que son simultáneamente expresión de un deseo de fijar el tiempo acelerado y de un deber de progreso. En esta distensión —entre la tarea de ultrapasar el pasado y la misión de acelerar el presente—, dichas cámaras fotográficas producen no exactamente reliquias de lo real, sino sobre todo huellas persistentes que, al viajar en el tiempo, liberan vértigos en nuevos espectros.

En la presencia desplazada de una imagen siempre como punto de partida, la modernidad, entonces, inventa relaciones inéditas entre instante y memoria, sueño e historia, mundo y encantamiento, descubriendo las capas de sus propios seres anacrónicos, sus propios fósiles de imagen. Ésa es la extensión moderna del dominio de los fantasmas, proceso en el que la fotografía interviene como positividad. A partir de ella, la vida póstuma apareció por otros portales; en ella, otros fantasmas sobrevivieron. Con ella, la tarea de recordar, al día siguiente, la existencia de los muertos de ayer (y de hoy en día) nunca más se hizo del mismo modo. Así, en lo que la fotografía llegó a convertirse —las tecnologías que movilizó, los discursos que sustentó, los saberes que volvió disponibles, las quimeras que inventó—, desplazó y reorganizó la experiencia no sólo como la actualidad de las imágenes, sino también como sus virtualidades. Con la fotografía aparecieron nuevas realidades de la imagen, pero también otra manera de tratar lo invisible. Otra política de la memoria, en otra economía de lo real.

Sería necesario indagar, sin embargo, si esta política moderna de la memoria aún seguiría vigente en la actualidad. ¿Qué relaciones entre lo actual y lo virtual liberan nuestras cámaras de hoy en día? ¿Qué características de los ecos escuchamos en los actuales regímenes de visibilidad? Cabe, por cierto, investigar si la permanente disponibilidad de las imágenes contemporáneas desdibuja la ausencia necesaria para que los fantasmas cumplan con su paradoja y aparezcan. En esta disponibilidad, lo virtual adquiriría contornos propios, ya que tanto las imágenes del pasado parecen ser cada vez más accesibles y “presentables” como las imágenes del futuro parecen retornar como un ser que vive entre fronteras: una experiencia cada vez más “otra”, una experiencia que ya no es la misma, sino que insiste en retornar. Un fantasma de una experiencia que muere y vive, al mismo tiempo. Desplazada, la alianza histórica entre fantasmas y fotografía está en vías de transformarse. Quizá porque las cámaras son otras y otras magias las habitan. De hecho, la travesía de los fantasmas nos sirve aquí para pensar en las profundas relaciones entre tiempo y visibilidad, virtualidad y tecnología no sólo en la historia, sino también en nuestros días.

El estado fotográfico: modo fantasmal de la imagen ser

Por desgracia, fue ese mismo fantasma lo que vieron mis ojos cuando, entrando en el salón sin que la abuela estuviese advertida de mi vuelta, la encontré leyendo. Allí estaba yo, mejor dicho, todavía no estaba porque ella no lo sabía y, como una mujer sorprendida mientras hace una labor que esconderá si alguien llega, estaba entregada a pensamientos que nunca había mostrado delante de mí. De mí —por ese privilegio efímero gracias al cual tenemos, en el breve instante del regreso, la facultad de asistir bruscamente a nuestra propia ausencia— sólo estaba allí el testigo, el observador, con sombrero y gabán de viaje, el extraño que no es de la casa, el fotógrafo que viene a tomar un cliché de lugares que no se volverán a ver. Lo que en ese momento se formó mecánicamente en mis ojos cuando vi a la abuela, fue desde luego una fotografía.(Proust 2002: 126)

Aquí, tal vez como en ningún otro pasaje, Proust trata el vértigo que habría constituido un tipo de experiencia de las imágenes —fundamentalmente fotográfica—. Dicha experiencia no dependía del aparato (en este caso, fotográfico) ni de la materialidad del papel fotográfico, sino de un cierto estado de la imagen que se realizaba cuando de manera brusca la presencia se daba en modo de ausencia. Y, en ese presentimiento proustiano, no llega a ser una declaración, la fotografía asume el sentido de experiencia, puesto que se realiza como verticalidad temporal (al interior mismo de la interrupción). En ella, en el instante súbito en que Proust asiste a su propia falta desencadena la indeterminación en que el fantasma hace su aparición. Proust, entonces, observa a su abuela como un extraño, condición que, sin embargo, le permite vivir un momento de intimidad que nunca antes había sido posible.

Tal como podemos encontrar a alguien —de hecho por primera vez— que siempre estuvo con nosotros sólo después de su muerte, la fotografía a la que se refería Proust era la percepción de la duración al interior del gesto brusco, al interior del instante. Emergía allí al reencuentro en modo de distancia y una distancia en modo de proximidad. La fotografía, entonces, se materializaba: como si “por ese privilegio efímero”, se hubiera concretado un “desprendimiento” de la marca del tiempo, un deshojamiento de la latencia temporal. Confinada y desbordante, la temporalidad retenida por ese estado fotográfico era, como percibía Proust, una duración sostenida, pero vital. En ese vértigo, lo que mecánicamente se producía era la infiltración propia de la interrupción y, al mismo tiempo, su imagen fantasmal. Ante la mirada del narrador, “en ese momento se formó” una manera fotográfica de la imagen que emergía, un nuevo comportamiento de la imagen, un gesto propio de vibrar entre el corte y la latencia, entre el recuerdo y la actualidad, entre la profundidad de la sensación y la rapidez de la “impresión”. En ese sentido, la fotografía que se materializaba no era sólo la que Proust creaba, sino también la que veía, simultáneamente: era, en realidad, una percepción vivida como fotografía, y dicha experiencia implicaba el vínculo entre el disparo y la imagen que de ello resultaba; implicaba el eslabón entre la realidad de sus propias presencias y lo irremediablemente perdido -la desaparición inevitable de Proust y de su abuela.

El autor se refería, entonces, a una idea de fotografía que se caracterizaba no sólo por la censura del movimiento y del flujo —por la eminencia de un corte que fijaba lo que veía—, sino por una interrupción que liberaba tiempos virtuales. En aquella impresión fotográfica no estaba sólo el presente fijado, en ella aparecían también las sombras del pasado (las veces que su abuela se habría entregado a los pensamientos que nunca le mostraría, más allá de los infinitos encuentros que tuvieron); en ella ocurrían también las expectativas del porvenir, las infinitas proyecciones de la ausencia futura de su abuela. El repentino instante en que se dio cuenta de que la presencia de su ausencia era como un relámpago seguido del trueno: se abría en múltiples tiempos, como una puerta por donde la imagen hacía su aparición. Dicho fantasma, entonces, era una confluencia de tiempos, una imagen sobrepuesta entre la fotografía del recuerdo y la fotografía del futuro. Y si Proust, en este punto, evoca la fotografía es porque presenta una forma distinta del tiempo, un modo en que el tiempo se materializa, una de las “maneras según las cuales el tiempo se hace tiempo” (Blanchot: 15). Es como si la fotografía le sirviera, en ese paso, de camino para ofrecer una cierta experiencia de las imágenes, algo que le permitía ingresar en una duración sin medidas.

Así, no es por casualidad que el fantasma aparezca en la “fotografía” de Proust. Esa idea de fotografía (ligada a una cierta temporalidad paradójica) mantiene profundas relaciones con las fantasmagorías que, desde la modernidad, pasaron a habitar el mundo. Ambos (la fotografía y los fantasmas modernos) se conectan con la temporalización generalizada que se ha vivenciado sobre todo a partir del final del siglo XVIII —productora, entre otras cosas, de nuevas tensiones entre memoria y expectativa, instante y velocidad, imagen y muerte—.1 Semejante temporalización habría instaurado una aceleración inherente a la historia, velocidad que hace, en varias ocasiones, que diverjan percepción y mundo. Eso porque el tiempo como agente absoluto de cambio pondrá en movimiento no sólo la percepción, sino lo que se percibe: la propia imagen no podrá ser pensada sin la consideración de ese tiempo del mundo, de las cosas, que es propio del sujeto. Como analizó Foucault, las superficies materiales del mundo pierden, a partir de esa época, su cohesión, se fragmentan y pasan a estar en constante proceso de replanteamiento. Se trata de una realidad en retroceso, en la que surgen “estos objetos nunca objetivables, estas representaciones jamás representables del todo, estas visibilidades manifiestas e invisibles a la vez” (239). Quizá a eso se deba el aprecio de los modernos por los seres que retornan: en la literatura o en el teatro, en los espectáculos visuales o incluso hasta en las investigaciones científicas, los fantasmas se vuelven intensamente populares en el siglo XIX.

Por un lado, la introducción de la temporalidad (como condición de existencia) produce una sensación inédita de velocidad. Por el otro, en contraparte, el “tiempo nuevo”, “el tiempo inédito” es vivido como una especie de conciencia que depende también de la “administración” de ese flujo, que solicita el desarrollo de sistemas de aprehensión temporal y formas maquínicas capaces de organizar el torrente caótico de sensaciones que el hombre moderno vivía. Ante la aceleración producida por el nuevo concepto de historia e intensificada por las cámaras fotográficas, el hombre moderno (así como Proust) sueña y trabaja para restituir lo que está siendo sustraído por los nuevos ritmos, en especial la presencia, la duración y lo eterno. Desde esta perspectiva, la emergencia de las tecnologías modernas de reproducción y repetición pueden ser pensadas como invención de nuevos modos de análisis y fijación de lo mutante: sistemas innovadores de imageamiento de esa temporalidad, promesa de cuerpo y sustancia de lo efímero (cfr. Linhares Sanz 2014). Entonces, eran maneras de burlar el tiempo infernal (siempre igual, como Benjamin lo definió) que devoraba todo, de recuperar los “objetos perdidos”, pero también de agujerear la pretendida autenticidad de los instantes que se escapaban en lo fugaz.

Sin embargo, al eternizar dichos instantes, las tecnologías de reproducción los volvían simultáneamente repeticiones infinitas, eco de las voces y de las facciones de lo que, en la aceleración, moría. Al desconectar, por primera vez, las voces de los sujetos y las imágenes de sus objetos, esos dispositivos transformaban el presente en un motivo muerto-vivo que vaga por el mundo y por la historia.2 Algo que, al desarticular el juego entre visible e invisible, desarticula también la imagen de los “fantasmales” y hace de la figura del fantasma una persistencia como personaje, pero también como campo de problematización. No por casualidad esos “pedazos de realidad” desprendidos de su origen provocaban fascinación y asombros: eran profundamente “desrealizantes” ya que volvían a la presencia en espejismo, en archivo continuo errante, en otros cuerpos (como materialidades y virtualidades propias). Inéditas imágenes, entonces, se infiltraban y crecían en el interior de las nuevas cámaras fotográficas de la modernidad. Como deduce Benjamin, la distancia y la diferencia entre técnica y magia constituyen una variante absolutamente histórica que tuvo, por cierto, importantes reconfiguraciones en la modernidad (cfr. 2007: 382).

De esta forma también los nuevos instrumentos de fijación y de reproducción de las imágenes crearon sus propias supersticiones y sus hechizos. Después de ser “capturados por instrumentos ópticos”, como notó Derrida, nos volvemos espectros que vagan no sólo por lugares sino también por el tiempo (cfr. 1989: 61). Emerge, entonces, un nuevo estremecimiento, según Siegfried Kracauer: “Ahora la imagen vaga como un fantasma a través del presente, como la dama del castillo embrujado”, y si se vuelve un fantasma es “porque el maniquí disfrazado alguna vez estuvo vivo” (1993: 430).3 Se trata de un lugar vacante inédito (de la vida y de la muerte), en el que “la más exacta técnica puede dar a sus productos aquel valor mágico que una imagen pintada no puede tener para nosotros”, tal como observó Benjamin acerca de la fotografía (2007: 382). Y ese valor no se restringía únicamente a la técnica: el asombro que la fotografía producía activaba su capacidad mecánica (y analógica) de un modo completamente distinto al de hacer a la imagen lidiar no sólo con la muerte, sino también con el tiempo. Se trataba, entonces, de un valor mágico de la fotografía, muchas veces silenciado en detrimento del carácter objetivo de las imágenes del siglo xviii (como si esa fuera una característica excluyente). Esa misma magia que Talbot describe en el artículo sobre fotografía en 1839: “lo más transitorio de las cosas, una sombra, el emblema proverbial de todo lo que es fugaz y momentáneo, puede ser capturado por los encantamientos de nuestra ‘magia natural’ y puede fijarse para siempre en la posición que parecía destinada a ocupar apenas un único instante” (25). Para el inventor, esa sombra fugaz estaría, entonces, presa en aquel “espacio de un único minuto”, fijada con tanta firmeza que nunca sería capaz de cambiar, porque se trata de una interpretación del sol, de la naturaleza, por medio de una cámara capaz de guardar aquello que nunca podría guardarse: el tiempo.

Breves conclusiones y asombro sin fantasmas

Lo invisible tiende a desaparecer. Nunca antes hubo una desaparición más vivible. De ahora en adelante, la pretensión de que lo visible cuente por un todo pone en evidencia la falta de ausencia que obstruye toda apertura y todo juego en la red apretada de lo que no nos es dado para ver. (Mondzain: 87)

Muy probablemente ya no podemos decir que nos asombremos al ver, en la fotografía, la presencia de una ausencia. Por lo menos, no parece que seamos tocados por un espanto semejante al que tocó a los observadores de la imagen fotográfica durante el siglo que la inventó. Tampoco parecemos seguir sintiendo el mismo vértigo del “tiempo de mirar hacia atrás” (Nead: 230) —el que experimentaron los hombres que fotografiaron por primera vez las estrellas, galaxias y nebulosas distantes. Quizá porque las cámaras sean otras y otras magias habiten en ellas.

Tal vez porque la máquina de esperar —en la hermosa imagen de Mauricio Lissovsky (cfr. 2008)— sea ahora más bien máquina de acelerar, y aquellos fantasmas de la fotografía moderna encuentren tantos portales a través de los cuales puedan hacer su aparición. Tal vez sólo sea un problema de visibilidad, o mejor, de lagunas de invisibilidad (para que hagan sus apariciones). Tal vez porque el instante como espejismo de interrupción ya no tiene gracia para nuestra mirada contemporánea (y nadie consiga realmente querer o creer que sea posible interrumpir el flujo de la vida contemporánea ni siquiera con la cámara fotográfica). Tal vez porque no se fotografíe tanto para ver hacia el futuro, sino para alargar la espesura de la presencia del presente. Tal vez también las imágenes del pasado sean tan actuales, que tengan una virtualidad debilitada, que se hace cada vez más difícil presentir el índice misterioso del pasado, como Benjamin propone (cfr. 2007). Por todo ello, ya no sabemos si nos toca “un soplo de aire que ya ha sido respirado antes” cuando estamos ante una fotografía.

No es que hayamos abandonado las imágenes: sucede todo lo contrario (como se sabe). Se acumulan y forman, no sólo bajo nuestros pies, una infinita montaña de escombros de imágenes de todo tipo. En esa abundancia, hace falta la falta: por lo menos aquella necesaria a la aparición de la fotografía fantasmal. Sin las pausas y las distancias (del pasado), los fantasmas vagan sin espectros, cuerpos sin imagen. Con seguridad, por lo menos el gesto fotográfico ya no es el mismo —no aguanta tensiones semejantes, no comunica al tiempo igual inscripción—. Ya no se precipita ante una hora tópica, de una presencia última que haría aparecer a la actitud más banal cargada con el peso de una vida entera (como pensó Agamben). Ante la ausencia de la interrupción que, de hecho, supone una pausa, los disparos fotográficos, entonces, no parecen someterse más al impulso de agujerear el tiempo (cfr. Linhares Sanz 2011). Y si el instante fotográfico se multiplica (ahora silencioso en función de los nuevos aparatos), su naturaleza ya no parece calcada de cualquier horizonte de interrupción, al estar, entonces, progresivamente más difusa en el flujo. Un instante seguido de otro y de otro y de otro más, en una cámara fotográfica que trabaja más para acelerar que para retener. Instantes que parecen profundizar una especie de tiempo continuo que, sin embargo, no sentimos durar. Ni el instante ni la instantánea fotográfica parecen mantener la promesa moderna de volver estable lo que quiera que sea.

Por otro lado, si el gesto del fotógrafo está sometido a otras “condiciones de posibilidad” (y también otros deseos), de la misma manera el gesto del lector se lleva a cabo a partir de otras temporalidades. Se trata de una permanente actualización de las imágenes en la que el presente —convertido en pasado todavía más rápido que en la modernidad— no es propiamente “ultrapasado” (como querían los modernos). De forma distinta, las imágenes del pasado, más distantes y más cercanas, conviven con nosotros sin distinciones significativas. En este proceso, la virtualidad del pasado se ve continuamente debilitada por la luminosidad incesante de lo que se vuelva —o de lo que se puede volver—, de modo instantáneo e ininterrumpido, actual. Probablemente, en la actualización incesante aquello virtual regido por los principios de indeterminación o de incertidumbre —de brevedad y lo efímero— está siendo sustituido por una virtualidad continuamente disponible, accesible en permanencia. Falta, entonces, la falta. Y sustraemos lo invisible —ya que lo visible parece que cuenta por el todo (como afirma Mondzain)—. Por ello, cuerpos sin imágenes o imágenes que, al perder su virtualidad, se vuelven más bien cuerpos y no espectros. Y si a la manera moderna los fantasmas eran “una especie irreductible del simulacro o de la virtualidad”, como mencionó Derrida (1996: 7), ahora parecen ocultos entre los hombres, sin asombrarnos (por lo menos no como solían asombrar).

De ese modo, todo indica que nuestras actitudes en relación con lo que importaba en lo fotográfico se alteran profundamente. Tal vez ahora sea posible que las tensiones constituyentes de la temporalidad fotográfica —aquellas responsables de su carácter fantasmal— no sean una especie de constitución ontológica, su arché, sino parte de la constitución histórica de una experiencia en vías de transformación. En ese tránsito, los fantasmas parecen migrar: en nuestros días es la propia experiencia fotográfica la que parece adquirir aspectos de los seres de frontera. Persiste como sombra de una experiencia pasada, como una voz difusa que sopla al oído de las decenas de miles de personas que, al tomar las cámaras (ya no tanto estrictamente fotográficas), todavía exclaman: Fo…to…gra…fí…a. Susurro que actúa toda vez que percibimos la profunda adhesión entre la vida común contemporánea y la imagen. Y cuando vemos que la imagen abdicó al acontecimiento y prefirió la banalidad, escuchamos de nuevo ese soplo (casi desvanecido): Fo…to…gra…fí…a (Linhares 2013). Frente al ritmo, la frecuencia, la cantidad de imágenes actuales y el todo, el carácter monumental de la imagen en el mundo contemporáneo, casi ya no escuchamos; quizá de lejos, como un reclamo. Se trata del eco de una experiencia que, por ser histórica, persiste, pero también se vuelve otra por completo. Persiste y se constituye como fósil de la convivencia de ambos regímenes concomitantes, lo que podía o que ya no puede más. Así, ante la actualidad, ante ese estruendoso cambio en la experiencia del tiempo y en los modos de producción fotográfica, nuestro desafío parece estar en la invención de otras dialécticas temporales y distintos modos de acontecimiento. No sólo entrever brechas en el presente continuo que se puedan fotografiar, sino también crear otros tiempos posibles, otras latencias de duración: ver e inventar otras magias.

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1Como afirma Koselleck (cfr. 2006: 294), la velocidad se había vuelto una experiencia básica del tiempo antes incluso de que las máquinas de la Revolución Industrial afirmaran ese campo de la experiencia. La vida pensada como movimiento inherente presupone el entendimiento de que el tiempo es un agente absoluto de cambio.

2Junto a la fotografía, la fonografía también prometía ser capaz de traer de vuelta la presencia perdida. La posibilidad de escuchar a los muertos se volvió una perspectiva seductora, en especial en los primeros debates de la reproductibilidad del sonido.

3Cita original en inglés: “Now the image wanders ghost-like through the present, like the lady of the haunted castle. Spooky apparitions occur only in places where a terrible deed has been committed. The photograph becomes a ghost because the costumed mannequin was once alive” [Ornament der Masse. Translated, Edited, and with an Introduction by Thomas Y. Levin. Disponible en: https://vdocuments.mx/kracauer-siegfried-the-mass-ornament-pg237-269.html.]

Traducción del portugués. Rocío Ugalde

Recibido: 11 de Noviembre de 2018; Aprobado: 07 de Marzo de 2019

*Claudia Linhares Sanz. Profesora en la Universidad de Brasilia, dirige el grupo de investigación “Imagen, Tecnología y Subjetividad” (CNPQ). Cuenta con un posdoctorado por el Zentrum für Literatur- und Kulturforschung (ZFL), en Berlín (2017/2018). Doctora en Comunicación por la Universidad Federal Fluminense con una investigación en el Instituto Max Plank de Historia de la Ciencia en Berlín (2008). Ha investigado y encaminado sus trabajos hacia los temas de la Experiencia contemporánea del tiempo y los regímenes de visibilidad; Teoría e Historia de la Fotografía; Fotografía moderna e contemporánea; Imagen y tiempo; Imagen, tecnología y subjetividad.

**Fabiane de Souza. Cursa la maestría en Comunicación, bajo la línea de investigación de Imagem, som e escrita [imagen, sonido y escritura] del Programa de posgrado en Comunicación de la Universidad de Brasília (UNB); licenciada en Cine por la Universidad Federal de Santa Catarina (UFSC). Actualmente desarrolla la investigación “Fotografía y tiempo en la penumbra: Francesca Woodman y la danza con los fantasmas.

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