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Acta poética

versão On-line ISSN 2448-735Xversão impressa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.40 no.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2019

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2019.1.850 

Ensayo y diálogos

Algunos trozos de película. Algunos gestos políticos: Conversación con Georges Didi-Huberman1

Some Pieces of Film. Some Political Gestures: Conversation with Georges Didi-Huberman

Ilana Feldmana  *

aEscola de Comunicações e Artes da USP, Brasil, ilafeldman@gmail.com


Resumen:

Esta conversación con Georges Didi-Huberman, pensador e historiador del arte francés, reflexiona sobre dos de sus obras: Cortezas e Imágenes pese a todo —centrada la primera en su visita a Auschwitz-Birkenau y la segunda, en las fotografías testimoniales que miembros del Sonderkommando lograron tomar de Auschwitz-Birkenau en 1944—, para reflexionar con su autor sobre la imagen, lo inimaginable y la imaginación, desde un punto de vista político y filosófico.

Palabras clave: Didi-Huberman; fotografia; Shoah; inimaginable; judaísmo

Abstract:

This conversation with Georges Didi-Huberman, french theorist and historian of art, reflects on two of his works: Cortezas and Imágenes pese a todo —the first one focused on his visit to Auschwitz-Birkenau and the second, on the testimonial photographs that members of the Sonderkommando took from Auschwitz-Birkenau in 1944—, to reflect with its author on the image, the unimaginable and the imagination, from a political and philosophical point of view.

Keywords: Didi-Huberman; photography; Shoah; unimaginable; Judaism

Ilana Feldman:

Cortezases un libro singular en tu trayectoria. Mezcla de ensayo, de relato de viaje y de narración biográfica, a la vez texto poético y filosófico, de estilo claro y denso, puede leerse como una carta. Una carta a las generaciones futuras, y de entrada para tu hijo. Al inicio, te preguntas mientras estás contemplando los tres fragmentos de cortezas que recogiste durante un viaje a Auschwitz-Birkenau: “¿Qué pensará mi hijo cuando tropiece, y yo ya esté muerto, con estos residuos?” (2014: 12). De todos estos ensayos, a partir de tu propia finitud y al problematizar los modos de construcción de la memoria, ¿Cortezas no sería, acaso, el que más se ocupa del tema de la transmisión?

El enfoque autobiográfico del texto, poco frecuente en tu obra, llama forzosamente la atención. Es sorprendente verte trazar, mediante un trabajo de montaje de fragmentos, un camino que va del deseo del futuro (tu hijo, las siguientes generaciones) a un pasado mellado, en pedazos (tus abuelos, entre miles de otros, asesinados ahí mismo, en Auschwitz), del que hay que realizar la búsqueda. A lo largo de este recorrido, te pones en escena a ti mismo, señalando con discreción la “sensación insoportable”, la angustia y el abatimiento particular que esta travesía te produce y que se manifiesta a través de una manera de caminar cabizbajo, más que de costumbre, con la mirada hacia las cosas “sin imaginación”. Sin embargo, algunos años después de escribir Cortezas, empiezas el libro Pueblos en lágrimas, pueblos en armas (Shangrila, 2017) con el epígrafe deGilles Deleuze: “La emoción no dice ‘yo’ […] Uno se encuentra fuera de sí” (172). ¿Qué piensas de las escrituras del yo y del incremento de la autobiografía hoy en día? ¿Acaso habría algunos recursos, una distancia justa, para la expresión del “yo”?

Didi-Huberman:

Desde luego, cada libro es singular. El autor incluso tendería, en general, a exagerar la singularidad de cada uno de sus textos. De tal suerte que la verdadera singularidad se le escapa en gran medida. Cortezas, en este sentido, repite tanto como renueva el curso de mi escritura. El hecho de que sea un libro breve no es en sí una singularidad. Desde hace mucho tiempo que me era necesario variar tanto los formatos como los ritmos de mis libros. Están, por un lado, las largas investigaciones por entregas que suponen una tenacidad y paciencia de larga duración, como en las series de obras del tema de la ninfa, sobre el “ojo de la historia” en seis volúmenes o incluso acerca de las sublevaciones, que es un proyecto en curso. Por el otro, la impaciencia de un texto corto aparece a menudo como necesaria, liberadora, como cuando tomas, en la larga ruta de tus “proyectos”, un atajo inesperado: el indicador más inmediato de tus “deseos”, aunque sean inconscientes. Darse, permitirse el tiempo de bifurcar de súbito, abandonar de manera provisoria toda idea de “proyecto”, es un aspecto esencial, a mi juicio, de la libertad de escribir y pensar.

Señalas el “enfoque autobiográfico” de este pequeño texto y dices que es “poco frecuente” en mi caso… Tienes razón a nivel de lectura explícita —en efecto, se trata de un texto en que el “yo” es asumido tal cual— pero, en realidad, cada parcela de mi trabajo está motivado, ya sea por una digresión o una razón directa o por un motivo de experiencia o un “enfoque autobiográfico”. Y esto se debe a la simple razón de que, al elegir un campo de investigación, uno se confronta con algo que, en la vida íntima, nos afectó de manera fatal. Fue el caso, por ejemplo, de mi primer libro sobre la escuela de Salpêtrière. Ahí el enfoque era evidente, a mi parecer —pero camuflado para el lector—, y era el de una experiencia vivida con anterioridad en un ambiente de hospital. En Cortezas, sin embargo, hay, en efecto, dos dimensiones autobiográficas más “singulares”: el lugar del “yo” y el del judío. El yo es asumido en la medida en que este texto es el relato de una experiencia. Esto en el triple sentido de las palabras en alemán Erfahrung o Erlebnis, “experiencia transmitida o experiencia vivida”; Experiment, “experimentación” y, por último, Erkenntnis, “experiencia adquirida, conocimiento”…

El lugar del judío es muy problemático. Hasta el título Cortezas, no creo haber asumido jamás mi postura intelectual y pública a partir de mi condición de judío. Es una de las dichas de la condición laica del debate intelectual en Francia: no tuve que declinar la religión de mis padres —como se dice en francés, pero para el judaísmo mejor habría que decir: “la religión de mis madres”— para tener toda legitimidad de hablar de la teología negativa de Pseudo Dionisio Areopagita o de la iconografía crística de Fra Angelico. El lugar del judío me fue asignado polémica y negativamente —en calidad de “mal judío” o tránsfugo— a través de otros “judíos públicos”, como Claude Lanzmann y Gérard Wajcman, en los violentos debates que ocurrieron, en 2001, en torno a Imágenes pese a todo. En fin, nunca me he designado, en la esfera pública e intelectual, como judío; más bien, los demás judíos me acusaron de ser una especie de renegado. De esta manera, me convertí, a mi pesar, en un “judío no judío” en opinión de algunos, en un “judío público” de todas maneras. Esto me obligaba, de alguna forma, a situarme en el judaísmo francés; lo que no tiene nada de sencillo y, sin duda, seguirá obligándome a tomar una postura, ya sea en una u otra ocasión.

Es una postura difícil de construir sobre todo por la alusión que haces a esta magnífica frase de Deleuze: “la emoción no dice yo…” Pues, cuando uno recorre el lugar de Birkenau, es evidente que la dimensión del judío y la del yo confluyen en algo que es desde luego una emoción. La postura es difícil de construir porque no debe afirmarse nada desde la perspectiva de alguna “elección”. Esto me parece constituir la base misma de una ética del escritor en relación con su lector. Nadie es “elegido” para un destino, cualquiera que éste sea. Uno no es, entonces, “elegido” porque tiene un diploma de filosofía, porque escribe, porque es judío o por cualquier otra razón. A nosotros nos corresponde elegir y no a alguna instancia superior o abstracta, es decir, nos toca designar, escoger, amar. Por tanto: ni judío como pueblo elegido, ni yo como sujeto superior. La dificultad: asumir de todos modos una subjetividad y una historia sin colocar al propio yo o su propia genealogía al centro de todo. El camino para lograrlo: abrir los ojos hacia los otros, hacia el mundo alrededor, empírica, atenta, modestamente. Confiar en la imaginación. Dialectizar la mirada. Mirar el alambrado de púas de Auschwitz con el ramaje de los árboles, las chimeneas con el agua estancada. Luego, escribir cómo todo ello puede mirarse en conjunto.

I.F.: Cortezas está atravesado —y no podía ser de otra manera con semejante tema— por el dolor, por una emoción, una manera de ser afectado por la superficie misma de lo que queda. Durante una conferencia titulada “Quelle émotion ! Quelle émotion ?” [“¡Qué emoción! ¡Qué emoción!”], destinada a los jóvenes de alrededor de diez años, aseguras que, al contrario de cierta tradición filosófica, que siempre ha privilegiado el dominio de la razón, el logos pone al cuerpo en movimiento y forma una apertura efectiva direccionada hacia un tipo de conocimiento sensible y de transformación activa de nuestro mundo. ¿De qué manera esta perspectiva fue decisiva para tu método de trabajo con las imágenes y en el marco de la historia del arte? Y, en tu vida, ¿acaso este dolor —que podríamos nombrar un dolor fundamentalmente judío— te motiva a confrontarte con los callejones sin salida del pensamiento y a los límites de nuestra capacidad de comprensión?

“Para saber, hay que imaginar”(Didi-Huberman 2004: 177), repites con insistencia al tiempo que pretendes entender las condiciones de la producción de cuatro imágenes tomadas de forma clandestina, en el peligro y la precariedad, por un miembro del Sonderkommando en el Crematorio V de Auschwitz-Birkenau, en agosto de 1944. De acuerdo con la tesis que desarrollas en Imágenes pese a todo (Paidós, 2004) y que retomas en Cortezas, estas cuatro fotografías, únicos testimonios visuales del genocidio producidos por los mismos prisioneros, tan fragmentarios, parciales e incompletos como sean, “se dirigen […] a dos épocas distintas de lo inimaginable. Lo refutan” (2004: 37). Ante la rampa de selección de Birkenau, donde los “no aptos” (sobre todo las mujeres, los niños y las personas mayores) eran enviados directamente a las cámaras de gas, tú mismo hubieras dicho, como relatas en Cortezas: “Es inimaginable” (30), para añadir de inmediato, “entonces debo imaginarlo pese a todo” (30). ¿Qué hay de extremadamente problemático, incluso ambivalente, en la forma de presentar de varios artistas y teóricos, de Auschwitz como acontecimiento “inimaginable”, “indecible” e “impensable”?

D.H.: “Un dolor fundamentalmente judío”, dices. Sí… Sí y no. Sí: es verdad subjetiva y genealógicamente en lo que concierne a mi historia familiar. Sin embargo, tengo que responder que no. No, porque una historia familiar —incluso una historia llevada hacia el dominio de un grupo religioso, por ejemplo— nunca tiene ni la última palabra sobre la historia, ni la última palabra sobre el dolor. No poseemos el dolor; el dolor nos posee. Además, yo soy investigador y no militante de una causa que resumiría toda mi identidad. Por esta razón pude trabajar, en ese momento, sobre los campos de internamiento de los republicanos españoles en Francia o sobre el destino que sufren los refugiados en Europa hoy en día. Lo que llaman “victimización”, “el deber de la memoria” y que es objeto de tantos abusos, consiste en hacer del dolor una deuda, un lema, un capital psíquico, un fondo de inversión político o qué sé yo. A menudo, por cierto, es una manera de desvalorizar el dolor de los demás. Ahora bien, el dolor no se cuantifica. El dolor no se intercambia por cualquier otra cosa. Por esto resulta “inestimable”, es decir, en cierto sentido, sagrado. Cuando visité Birkenau, el dolor de los que murieron ahí y, en consecuencia, mi emoción presente, son “fundamentalmente judíos”, sin duda alguna. Pero nada me autoriza a creer que tendré derecho alguno o privilegio sobre este dolor, aunque mis abuelos hayan muerto en Birkenau. Considerarme como propietario de este dolor sería abyecto y despreciable hacia los demás dolores del mundo. Creer que poseo lo que heredé psíquicamente sería repugnante: una actitud de aprovechado, como dijo Hannah Arendt. Identificarme con este dolor sería igualmente abusivo, erróneo y narcisista.

¿Y entonces? Pues basta hacer del dolor y, por tanto, de la historia y de las emociones que vienen de la mano —pero es todo un trabajo—, nuestros bienes comunes: nuestros objetos de pensamiento para compartir y no nuestro acervo privado. De forma inversa, es necesario desconfiar de la desconfianza sistemática de la que es objeto la emoción en el caso de varios intelectuales en Occidente. Cuando veo a Hal Foster, un crítico de arte estadunidense sumamente respetable, en cualquier caso, afirmar, en la revista Artforum International: “Cuando escucho la palabra afecto, voy por mi Taser” (When I hear the word affect, I reach for my Taser)… me siento simplemente consternado: cree que, a partir de una explicación mal digerida de las Mitologías de Roland Barthes, la emoción o el afecto impedirían todo pensamiento crítico. Piensa que un afecto sólo es ideología gesticulada. Cree, sin duda, expresar —¡además con una parodia de Goebbels!— un punto de vista brechtiano: distanciamiento vs. emoción. Sin embargo, es un profundo error filosófico —el síntoma de un punto de vista estrechamente racionalista y moralizador— oponer el pathos al logos por un lado, a la praxis por el otro. Sin siquiera hablar de Nietzsche y de Freud, podemos recordar que Brecht nunca dijo nada contra la emoción (que no hay que confundir con la identificación, el objeto real de su crítica mediante la noción de distanciamiento).

Tienes mucha razón al hablar de “conocimiento sensible” y de perpetua “transformación activa”, si no es del mundo en sí, en todo caso, de nuestra mirada y pensamiento. Es todo el desafío de un enfoque filosófico que, por una parte, rechaza separar sin residuos el mundo sensible —considerado en la tradición platónica, aún muy persistente hoy en día, como ilegítima, marcado por la ilusión y el rotundo desconocimiento— y el mundo inteligible, por la otra. Por ello, con toda la simpleza aristotélica, pude comenzar Imágenes pese a todo con la propuesta: “Para saber, hay que imaginar” (señalo, dado que estoy respondiendo en francés y que estas palabras deben ser traducidas a otra lengua que no uso, que se dice “me imagino algo” como un equivalente de “imagino algo”, salvo que la lengua tiene el mérito, en la expresión imaginarse, de incluir al sujeto que está hablando e imaginando en la operación misma de conocimiento sensible).

La imagen es un punto sensible ejemplar de la historia, del pensamiento, del conocimiento, incluso de la acción política. Con la imagen todo es posible, lo peor y lo mejor, y con la que es necesario pasar a un momento o a otro. Al descubrir un espacio de dolor como Birkenau, tuve que decir de manera espontánea lo que tantos otros antes de mí pudieron haber dicho: “es inimaginable”. Lo inimaginable corresponde en este caso a la experiencia vivida de un encuentro con un espacio de este tipo, desmedido, de dolor. Critiqué filosóficamente que el inimaginable se haya vuelto un dogma para la experiencia transmitida. Grabar en el mármol que la Shoah es inimaginable es acceder de cierta manera al deseo exacto de los organizadores de la “Solución final” que querían, en efecto, que fuera inimaginable, impensable e invisible para la mirada del mundo alrededor (por desgracia, funcionó muy bien pese a las informaciones agobiantes que circularon desde Polonia).

Pero, insisto: para lo peor y lo mejor…

I.F.: Uno de los momentos más fuertes de Cortezas es cuando haces una crítica tajante de Auschwitz como museo de Estado y “lugar de memoria”. A partir de diversos ejemplos tomados de las decisiones “museográficas” de la institución, muestras cómo Auschwitz, en tanto Lager, “lugar de barbarie”, fue transformado en “lugar de cultura” y te preguntas, perplejo, ante las construcciones de un campo de exterminación transformados en “pabellones nacionales” a la manera de una bienal: “Pero, ¿qué decir cuando Auschwitz debe ser olvidado en su propio lugar, para constituirse como un lugar ficticio destinado a recordar Auschwitz?” (2014: 25). Teniendo en cuenta que el proyecto nazi era hacer desaparecer todos los archivos, es decir, desaparecer la propia desaparición, esta crítica es en el fondo la formulación de una terrible paradoja. Si, en el apogeo del triunfo del espectáculo, esperamos, de acuerdo con el diagnóstico del crítico Jean-Louis Comolli, un espectáculo que deja de simular, parece que, en cambio, necesitamos a toda costa un simulacro para soportar una realidad traumática. ¿Cómo pensar, en tu opinión, una educación después de Auschwitz que no se incline por simplificar, manipular y edulcorar en aras de trasmitir “mejor”? ¿Piensas que el museo de Auschwitz es un caso único de pedagogía ambigua o ves el mismo tipo de problema en otros “lugares de memoria”, dedicados a las víctimas de violencia de Estado?

D.H.: No, no creo en lo absoluto que Auschwitz sea un caso único; lo que llamas “pedagogía ambigua” se encuentra en otros lugares más. Recuerdo, por ejemplo, que poco tiempo después de la reunificación de Alemania, un grupo de judíos estadounidenses constituyeron un mecenazgo para la restauración de la sinagoga de la Oranienburger Straße, en Berlín. En algunos meses la cúpula estaba por completo reluciente, dorada en su totalidad, mientras que todo el resto de la calle seguía mostrando las fachadas ennegrecidas de los inmuebles incendiados durante la toma de Berlín por parte del Ejército rojo. Esta encomiable empresa de memoria se volvía por tanto arrogancia pura y, más aún, la mejor incitación posible al antisemitismo. Recuerdo también que, durante una visita a la Ciudad de México, en 2007, me invitaron a participar en un proyecto de museo pedagógico en el que el espectador debía confrontarse desde el inicio a un “auténtico vagón de Auschwitz” —¿te imaginas comprar un vagón para bestias en Polonia y hacerlo llegar hasta la Ciudad de México?— y en el que, por contraste, un lugar minúsculo estaba previsto, al final del recorrido, a las propias tragedias mexicanas… En ese instante, la Shoah se vuelve un pretexto, una tapadera, un respaldo que se ostenta más o menos con honestidad. Asimismo, conocí ambas versiones del memorial de Yad Vashem, en Jerusalén, donde la constitución —a todas luces crucial y necesaria— de una pedagogía de la Shoah no deja de cruzarse de nuevo con los asuntos políticos de la mitología nacionalista israelí, por ejemplo, en la relación establecida, que Marek Edelman claramente cuestionó, entre el suicidio colectivo de Massada, la insurrección del gueto de Varsovia y la fundación del Estado de Israel.

En contraste, visité “lugares de memoria” muy rigurosos como el sótano del Memorial de los judíos asesinados de Berlín, del que hablo de forma breve en Cortezas, creo yo, o bien el sitio del campo de Buchenwald, cuyo director es a la vez director, historiador y psicoanalista, lo que aporta mucho a la elaboración de una problemática de la memoria pública. Porque el problema es en realidad ése: las pedagogías son “ambiguas” cuando se anclan exclusivamente a su objeto —la Shoah, por ejemplo— y lo transforman en algo como un fetiche, que son incapaces, entonces, de elaborar cierta actitud más móvil y más problemática ante la historia. La pedagogía de la historia es ante todo entender que una cosa pasó y sin embargo no pasa (es decir que sigue atorada en nuestra garanta y tiene efecto en nuestra mente). Es aprender a saber lo que pasó, cómo pasó eso a nosotros y se quedó atrapado. Es necesario aprender qué es un fragmento de película 6x6 en blanco y negro, en lugar de creer facilitar el acceso a la historia al colorear con total descuido para “darle más vida”.

La relación por establecer entre cultura y barbarie pasa fatalmente por tal política de la memoria, que no puede ser al mismo tiempo —si hemos leído un poco a Freud— sino una política del deseo, es decir, de nuestros horizontes de expectativas o de esperanza. Dices que “el proyecto nazi era hacer desaparecer todos los archivos”, pero sabrás también del proyecto nazi de hacer del gueto de Praga un museo etnográfico del pueblo judío una vez que no existieran… Toda historia trabaja siempre con dos escenarios a la vez. En cuanto a la problemática contemporánea que abordas con la cita de Comolli [sobre cómo soportar una realidad traumática], no me pronunciaré, en mi caso, en términos de “simulacro”, que me parece tiene una connotación demasiado negativa. Diría simplemente que el objeto de una poética [de las imágenes] es más o menos el mismo que el de una pedagogía (ambos estaban, por cierto, claramente asociados en Brecht, Benjamin o Eisenstein). Esto no quiere decir que las obras de arte deban darnos cátedra, claro. Quiere decir que una imagen, en todos los casos, debería igual que cualquier texto saber romper el cliché ya formado por la fetichización de la memoria. Lo que se necesita cada vez es volver a tirar los dados y plantear nuevas preguntas.

I.F.: Desde la intensa polémica que tuvo como resultado la publicación Imágenes pese a todo, en 2003, y más tarde, la de Cortezas, en 2011, en Francia, Claude Lanzmann y tú se pusieron de acuerdo una vez que salió la película El hijo de Saúl, en 2015. En este primer largometraje de ficción, el cineasta húngaro László Nemes pone en escena, por primera vez en la historia del cine, el episodio de las cuatro fotografías tomadas por un miembro del Sonderkommando de Auschwitz-Birkenau en agosto de 1944, así como el de la insurrección de octubre del mismo año, cuando 450 resistentes, vinculados entonces a la resistencia polaca, fueron asesinados en masa. En la carta que enviaste al director, publicada con el título Sortir du noir [Salir de la oscuridad] (Minuit, 2015), escribes que Nemes sustrae ese agosto de 1944 de la oscuridad y de la mayor rotunda negatividad y abstracción; es decir, del “agujero negro” que gobierna la susodicha imposibilidad de representación de la Shoah. En la película, que defines también como un “cuento alegórico”, Saúl adopta como hijo a un niño asesinado y quiere desesperadamente darle sepultura en medio de un día a día sin sentido de la exterminación. Me parece que el reconocimiento del hijo (símbolo de continuidad y transcendencia, incluso muerto) y de desear enterrarlo (al salvarlo de la anulación extrema), permite a Saúl, durante un arranque de imaginación, reinscribirse en la historia para, de cierta manera, “sobrevivir”. Sin embargo, algunas críticas leyeron la película desde el ángulo de una “mistificación” (debido al paralelo con Antígona) o de una “solución individual”, con el argumento sobre todo de que el delirio de Saúl ponía en peligro la preparación colectiva de la insurrección de octubre de 1944. ¿Cómo leerías la película desde esta tensión entre lo psíquico y lo político, entre el gesto individual y los actos colectivos?

D.H.: “Se pusieron de acuerdo…” Es decirlo muy deprisa, ¿no? De acuerdo… pero exactamente, ¿sobre qué? No sabría decirlo. Claude Lanzmann apenas dio un juicio benevolente de la película de Nemes y está bien. Por mi parte, intenté simplemente escribir unas cuantas impresiones que esa película despertó en mí y evité la expectativa mediática que quería hacer de esta película la oportunidad de una nueva polémica del tipo “imágenes” (de Nemes, a color, borrosas, terriblemente animadas, etc.) “pese a todo” (a pesar de la irrepresentabilidad del tema). No voy a responder en realidad a la pregunta, pues habría que introducir, para ello, dos nuevas partes en este caso. Por un lado, el libro de Alain Fleischer, Retour au noir [Retorno a la oscuridad], que pretende reactivar la polémica; por el otro, mi respuesta a este libro, dirigido a Alain —amigo mío desde hace treinta años—, pero que no deseo publicar de forma separada. Lo que me asombró en este nuevo episodio polémico es que muchos de sus aspectos retoman de manera inconsciente sin duda los motivos del anterior: voluntad de decir lo que está permitido y lo que está prohibido, voluntad de distinguir lo que es “judío” de lo que es “falsamente judío”, miedo de la imagen-pantalla, etcétera.

Para regresar a lo que dices sobre la película en sí, estoy completamente de acuerdo con la idea de que el personaje de Saúl tiene un “arranque de imaginación” que tiene que ver fundamentalmente con la cuestión de la supervivencia. Sabrás asimismo que esta noción es compleja y sobre todo debe diferenciarse de la sobrevivencia como tal. El gesto de Saúl es el de la supervivencia (Nachleben, after-life) y no un gesto de sobrevivencia (Überleben, survival). El aspecto individual de este gesto no deja de estar dirigido a la expectiativa de una comunidad, pero —contrario a lo que ocurre con el grupo de los Resistentes— no está pensado como viviente o actuante: está generado en su totalidad por un espacio del duelo, de la memoria de los muertos. Sin embargo, la historia que cuenta esta película es tan inverosímil, como en cada uno de los detalles, en general, que no pude ver, en mi caso, sino una parábola jasídica, una ficción alegórica, incluso una exégesis bíblica (sobre la cuestión del hijo real y del “hijo” heredero de Saúl tal como está contada en el primer “Libro de Samuel”, XVI-XXXI).

I.F.: Imágenes pese a todo me parece un libro fundamental en tu obra, pero también un giro en cuanto al hecho de que hace emerger cuestiones que habías trabajado con anterioridad (como el concepto de “sobrevivencia de las imágenes”) y de las cuestiones que estaban por venir (como la idea de la “sublevación”). En este sentido, el análisis fenomenológico de las cuatro fotografías opera un pasaje entre lo que sería, por una parte, del tipo de una “inscripción sobreviviente” y, por la otra, de un “trabajo de resistencia” y de “sublevación”. En Cortezas escribes que “apostándose en la cámara de gas, allí mismo donde las SS lo obligaban, día tras día, a descargar los cadáveres de las víctimas recién asesinadas, transformó, en unos excepcionales segundos robados a la atención de sus guardianes, el trabajo en régimen de servidumbre, su trabajo de esclavo del infierno, en un auténtico trabajo de resistencia”(53). En estas condiciones, preguntas: “¿su acto de testimoniar no debería ser comprendido, desde entonces, como esa minúscula bifurcación de su trabajo de muerte en trabajo de mirar?” (2014: 54). Tomando todo esto en cuenta, ¿de qué manera estas cuatro fotografías clandestinas y sobrevivientes —simplificadas y reencuadradas por el Museo de Auschwitz-Birkenau, rechazadas por Claude Lanzmann en el documental Shoah, puestas en escena de nuevo por László Nemes en El hijo de Saúl y problematizadas por ti en Imágenes pese a todo y Cortezas— pueden ser consideradas como una especie de génesis de tu trabajo de curador de la exposición Sublevaciones, inaugurada en el SESC Pinheiros, en São Paulo, del 18 de octubre 2017 al 28 de enero de 2018?

D.H.: Sí, un giro…. Sin duda alguna. E incluso varios giros. En primer lugar, todo judío cree saber espontáneamente todo de la Shoah, como si la llevara consigo “en su totalidad”. Es una ilusión, desde luego. Afrontar este tema con algunas precisiones te conmociona de nuevo y te cambia para siempre. Después, fue un giro a nivel de esta polémica que, al menos al inicio, me sorprendió por completo, me desestabilizó, e incluso me hizo desmoronarme. Sin embargo, esta prueba no era sino la consecuencia de un movimiento que yo mismo eché a andar. Se podría decir que en esta querella “yo empecé”, como dicen los niños que se pelean en el patio de la escuela. Yo empecé a poner en tela de juicio el dogma tan compartido de lo inimaginable. No fui objeto de violencia de forma gratuita, sufrí la violencia de una reacción que estaba a la altura, claro, de mi propio gesto “sacrílego”. Esto me enseñó una cosa fundamental o, más bien, aclaró algo que sólo sabía por intuición, es decir, que la manera en que miras, describes y entiendes una imagen es, a final de cuentas, un gesto político. Si las cuatro imágenes de Auschwitz-Birkenau son los vestigios “sobrevivientes” de cierto estado de la maquinaria de muerte nazi y, por otro lado, cierto estado de los prisioneros judíos del Sonderkommando, en agosto de 1944, quiere decir que es necesario reflexionar sobre lo que podría ser una política de la sobrevivencia. A esta tarea me dediqué después de Imágenes pese a todo al igual que después de La imagen superviviente, en especial en el libro titulado Sobrevivencia de las luciérnagas, que interrogaba el pensamiento de Pier Paolo Pasolini junto al de Giorgio Agamben acerca de la noción de apocalipsis histórico. Tomar cuatro fotos en la zona del Crematorio V de Birkenau en un momento de apocalipsis mortífero —a saber: en la época demencial de los trenes de judíos húngaros—, era de alguna manera encender cuatro minúsculas luces en el espacio de una inmensa noche de horror. Era enviar cuatro señales luminosas, como los bip-bip de las señales de peligro en la radio, ¿sabes? Era un acto desesperado. Como los demás, o casi todos los demás, el fotógrafo de Birkenau murió algunos días después de haber tomado las cuatro imágenes. Que podamos mirar en la palma de nuestra mano esos cuatro fragmentos de esta hoja de contactos 6x6, significa que estamos ante vestigios, pequeños trozos de pieles —es decir películas— que “sobreviven” a la muerte del que las tomó.

En este caso preciso, es fácil entender que una “política de la sobrevivencia”, destinada a hacer sobrevivir un testimonio más allá de la muerte del testigo, no funciona sin una “política de la resistencia”. Sabemos que la voluntad de los miembros del Sonderkommando de hacer sobrevivir por todos los medios sus propios testimonios —escritos o visuales— iban de la mano con la organización de una sublevación en el sentido estricto: era además un intento de evasión para dinamitar uno de los crematorios. Quizá ésa es la manera en que el “giro” de Imágenes pese a todo me condujo irresistiblemente a trabajar sobre la fuerza psíquica, sobre el deseo que nos hizo sublevarnos desde las alienaciones más cotidianas hasta las tragedias históricas más extremas.

No dudé, entonces, en integrar las cuatro imágenes de Birkenau en la exposición Sublevaciones, y lo hice —hasta donde sé, era la primera vez en un espacio público— respetando la modestia misma del objeto, a saber: esta minúscula hoja de contacto que los “museos de la memoria” reproducen tan a menudo, pero parcialmente, reencuadrándola por completo y ampliándola hasta hacer de ella el papel tapiz de toda una sala de exposición… Un día, en la Galerie nacionale du Jeu de Paume de París, una visitante de la exposición me preguntó la razón por la cual esas imágenes tenían un lugar en semejante problemática de la sublevación, dado que, en realidad, sólo mostraban a gente encaminada a la muerte segura o cadáveres que eran quemados en pila… Respondí que las imágenes mismas, como actos y no sólo en tanto representaciones, correspondían a un gesto de sublevación.

Por supuesto, la manera en que las imágenes pueden considerarse como operadores o gestos de sublevación es siempre problemática. Habría que regresar a la forma en que algunos filósofos —de Kant a Hannah Arendt o de Walter Benjamin a Cornelius Castoriadis— consideraron el papel fundamental de la imaginación como operador de conversión entre el sueño y el despertar, lo sensible y lo inteligible, la estética y la política, la contemplación y la acción, etcétera. Las imágenes no son sino superficies frágiles, películas, una vez más; lo que nos conduce de nuevo al motivo principal de Cortezas. Ese modesto texto, en efecto, no fue sino una manera —por cierto, totalmente imprevista— de “regresar al lugar”; me instó a replantear el trabajo de Imágenes pese a todo en el espacio físico de Birkenau. Primero, intenté comprender, adentrado en la realidad implacable de agosto de 1944, cómo los miembros del Sonderkommando decidieron transformar ese real histórico en posibilidad de memoria para el futuro, y esto mediante cuatro imágenes y algunos textos; es decir, pequeños trozos de papel, de celulosa en todos los casos. Sesenta y siete años después, una vez que Birkenau se volvió un campo arqueológico tranquilo y silencioso, no conseguí otra forma más que recurrir a la mediación fotográfica de algunas imágenes tomadas muy de prisa —sin siquiera enfocar, en el caso de muchas de ellas— y a la descripción literaria de las mismas, para dar forma incompleta a mi propia emoción ante esta historia. En todos los casos, un poco de celulosa aglomerada en película habría hecho las veces de médium, y justamente ésa es la materia que compone la corteza de los abedules de Birkenau.

(30 de septiembre de 2017)

Bibliografía

Deleuze, Gilles. “La peinture enflamme l’écriture” [1981], en Deux régimes de fous. Textes et entretiens. 1975-1995. Paris: Minuit, 2003. [ Links ]

Didi-Huberman, Georges. Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto. Barcelona: Paidós, 2004. [ Links ]

Didi-Huberman, Georges. Cortezas. Santander: Shangrila, 2014. [ Links ]

** Traducción del francés. Rocío Ugalde

1Esta conversación se llevó a cabo por escrito a finales del mes de septiembre de 2017. El autor prefirió reunir algunas preguntas con el fin de poder desarrollar sus respuestas con mayor libertad. Fue publicada originalmente en Cascas de Georges Didi-Huberman (São Paulo: 34, 2017), bajo el título de “Alguns pedaços de película, alguns gestos políticos”.

Recibido: 05 de Mayo de 2018; Aprobado: 07 de Septiembre de 2018

* Ilana Feldman. Es doctora en cine por la Escuela de Comunicaciones y Artes de la Universidade do Sao Paulo (USP), con una pasantía en el departamento de Filosofía, artes y estética de la Université Paris 8. Tiene un postdoctorado en teoría literaria por el Instituto de Estudios del Lenguaje de la Lengua (Universidade Estadual de Campinas (UNICAMP)) y actualmente es postdoctoranda en la Escuela de Comunicaciones y Artes de la Universidade do Sao Paulo, con una investigación sobre cine, testimonio, trauma y duelo.

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