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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.40 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2019

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2019.1.846 

Varia

Quizás… Barthes y Derrida1

Perhaps… Barthes and Derrida

Gabriela García Hubarda  *

aUniversidad Nacional Autónoma de México, México, gagahu1@gmail.com


Resumen:

Este texto indaga los distintos puntos de diálogo entre el ‘discurso del quizás’ de Roland Barthes, y ‘el pensamiento del quizás’ de Jacques Derrida, para recordar la urgencia de sus escrituras en toda lucha social y política actual; en primer instancia retomando los conceptos de ‘juego’ empleados por ambos pensadores como alternativa a la figura sartreana del escritor comprometido y después analizando el nexo teórico que surge a partir del uso de la suspensión, epojé, como eje desestabilizador de la problematización filosófica, el ‘es’, la metafísica de la presencia y la formulación de conceptos.

Palabras clave: Derrida; Barthes; Quizás; Epojé; Juego

Abstract:

This article analyzes the various points of contact between Roland Barthes’ “discourse of the perhaps” and Jacques Derrida’s “thought of the perhaps”, in order to make note of their critical role in contemporary social and political struggles: first by an examination of the concepts of “game” employed by both intellectuals as an alternative to the Sartrean figure of the engaged writer, and then by analyzing the theoretical connections that stem from the use of suspension, or epoché, as a de-stabilizing axis of philosophical problematization, of being, of the metaphysics of presence, and of the formulation of concepts.

Keywords: Derrida; Barthes; Perhaps; Epoché; Game

Etiquetas como Humanismo y Renacimiento son por tanto arbitrarias, e incluso erróneas, porque dan a esta vida de múltiples fuentes, figuras y espíritus la falsa apariencia de una real esencialidad.

Walter Benjamin

Ya no escribo una frase afirmativa sin estar tentado a agregar: “quizás”.

André Gide

I

Cuando se habla de intelectuales con frecuencia se recuerda el lugar que ocupó Jean-Paul Sartre (1905-1980) durante el siglo XX: modelo indiscutible del “escritor comprometido” quien fuera una de las figuras más destacadas por haber sabido conjugar de manera innovadora y contundente la literatura, la filosofía y la política, marcando un parteaguas para las siguientes generaciones, todas ellas influenciadas de una u otra forma (para bien y para mal) por el llamado padre del existencialismo francés. Sin embargo, también con frecuencia olvidamos que existen otras formas muy diferentes de cuestionar al poder, como bien lo demostró Michel Foucault (1926-1984);2 otras formas que a veces no llaman tanto la atención a causa de su carácter sutil, oblicuo y resbaloso pareciendo menos eficaces que los activismos sistemáticos y frontales. Escurridizos y sagaces, constantemente olvidados como herramientas de lucha política y social, la agudeza del “discurso del quizás” de Barthes y del “pensamiento del quizás” derridiano que proponemos recordar aquí, no son por ello menos relevantes, y hoy más que nunca pareciera urgente evidenciarlo.

Aunque Roland Barthes (1915-1980) era quince años mayor que Derrida (1930-2004) y adquirió notoriedad antes que el filósofo, por razones de salud que lo llevaron por un camino académico-profesional más largo y atípico, terminó formando parte de esa generación llamada hoy post-estructuralista, siendo cómplice y partícipe de las tensiones que marcaron ese momento de la historia cultural francesa. Barthes y Derrida se conocieron en los años sesenta al coincidir en algunas conferencias; sin embargo, fue en torno a la revista Tel Quel (fundada y dirigida por el escritor Philippe Sollers) cuando sus caminos se empezaron a trazar de forma paralela. Recordemos que en los veinte años de existencia de la revista, además de Derrida y Barthes también colaboraron autores como Julia Kristeva, Georges Bataille, Michel Foucault, Bernard-Henri Lévy, Tzvetan Todorov, Francis Ponge, Umberto Eco, Gérard Genette, Jean Pierre Faye, Pierre Boulez, Jean-Luc Godard, entre muchos otros. Evidentemente fue una de las revistas de vanguardia más importante de los años sesenta y setenta en Francia, terreno fértil de la teoría.

Como toda revista de la época, Tel Quel marcó desde el inicio de su publicación una clara distancia con la figura de Sartre y su revista Les Temps Modernes. Si bien tanto Barthes como Derrida en sus momentos de juventud pudieron sentir admiración por la obra de Sartre, reconociendo el papel ineludible que le otorgó a la literatura (y, por lo menos en el caso de Barthes, fue una figura determinante para su devenir),3 muy pronto lograron desmarcarse de su sombra, conscientes de que había otras formas de ser críticos. Después de todo, el compromiso en sentido sartreano reflejaba una visión del mundo, y de la literatura misma, opuesta a la que estaban tratando de forjar.

Pero Barthes y Derrida no sólo tomaron distancia de Sartre como la gran mayoría de sus contemporáneos, sino que también se les reprochó el no haber participado, activamente y de forma más comprometida, en ciertos movimientos sociales y políticos de la época, como el movimiento estudiantil del 68. Y efectivamente, ninguno de los dos militó colectivamente, ni quiso ser el portavoz o la cabeza de algún grupo o movimiento. Sin embargo, la historia, así como las biografías de ambos autores, demuestran dos cosas por lo menos: 1) fueron partícipes de acontecimientos relevantes (sobre todo en el ámbito educativo), pero de forma puntual y quirúrgica;4 2) la renuencia a participar colectivamente muestra la coherencia de sus pensamientos, como lo iremos mostrando en este texto, e inaugura otras formas posibles de lucha.

Como bien sabemos, ambos fueron lectores atípicos de Marx y ninguno de los dos se consideró marxista como tal; aunque pensadores de izquierda, fueron de los poquísimos intelectuales franceses que nunca apoyaron ni formaron parte del Partido Comunista (¡y vaya que había presión al respecto!), mostrando una gran desconfianza hacia la política. Barthes, por ejemplo, sospechaba de “la teatralidad revolucionaria” y odiaba las etiquetas, por lo que siempre buscó no ser catalogado, ni encajonado, ejemplo fiel de que incluso hoy en día no sepamos si sus libros son de filosofía, lingüística, literatura, semiótica, autobiografía, fotografía, teoría… Lo que para sus detractores fue un eclecticismo sin sentido y una carrera errática, es reconocido hoy como uno de los pilares más originales y sugerentes de su obra. Quizás por eso Barthes describía al escritor como “el centinela que está en el cruce de todos los otros discursos”, es decir, muy lejos de un activista (Sontag: 35). Françoise Gaillard, en su texto “Barthes Juge de Roland”, demuestra que, a diferencia de casi todos los intelectuales de su generación, que luchaban y se oponían contra el poder establecido, “Barthes inventó la figura del intelectual disolvente, disidentes del adentro y no atacantes del afuera” (citada por Samoyault: 56).

Por su lado, para Derrida las ideas de grupo, comunidad y militancia se construyen sobre el artificio de la homogeneidad, la unidad y la pertenencia, categorías que serán deconstruidas, cuestionadas, una y otra vez a lo largo de todo su trabajo. Evitando entonces etiquetas políticas e ideologías totalitarias, los dos pensadores nos sugieren otras formas de lucha a través de la desmitificación y de la deconstrucción, pues la historia ha demostrado que las mitologías y (de) la gramatología, pueden tener mayores repercusiones políticas y sociales en el a-venir. La influencia de la deconstrucción en las teorías poscoloniales y en las luchas queer actualmente son, a nuestro parecer, el ejemplo más evidente de la irrupción que sus escrituras proponen.

Vale la pena aclarar que la visión que podrían haber tenido Barthes y Derrida de lo que significa ser un intelectual comprometido, pasa ineludiblemente por el lenguaje. En este sentido, basta recordar lo que Barthes respondió a Foucault en torno a la discusión sobre la muerte del autor en el Collège de France: “Las fuerzas de libertad que están en la literatura no dependen de la persona civil, del compromiso político del escritor, quien, después de todo, es sólo un ‘señor’ entre otros, ni siquiera del contenido doctrinal de su trabajo, sino del trabajo de desplazamiento que ejerce sobre el lenguaje” (citado por Samoyault: 610). Por todo lo anterior, Lemire y Renault hablan de “langagement” en lugar de “engagement” para explicar la relación entre escritura y compromiso propia del grupo Tel Quel: “Más que el compromiso sartreano, culpabilizando el acto de escritura y subordinándolo a lo político o a lo social (como algunos lo reclaman más o menos conscientemente hoy), los escritores de la calle Jacob han elegido la lucha con el Ángel, con la materia misma de la lengua” (citado por Asensi 2006: 236). Susan Sontag también explica que, mientras Sartre se implica con los fines (pues, ya lo sabemos, el escritor tenía que ser un militante activo comprometido), Barthes se implica con las formas, “lo cual hace de la literatura un problema más que una solución; lo cual hace la literatura(Sontag: 32 el subrayado es nuestro).5 Finalmente Asensi concluye que el compromiso sartreano fue rechazado principalmente porque “implicaba decidirse de nuevo a favor de las grandes ideologías que a lo largo de la historia de Occidente, y más concretamente en la Francia de la posguerra, habían relegado la literatura al lugar marginal de la ficción, de la apariencia, del suplemento peligroso” (2006: 246).

Así podemos ver que la aparente falta de compromiso de Barthes y Derrida en realidad muestra y traza dos líneas de pensamiento que de manera paralela (y con muchísimas diferencias de por medio) forjarán otra visión de la literatura y nuevos discursos teóricos. El lugar tan particular que ocupa la literatura desde entonces se acompañó necesariamente con un replanteamiento de las nociones tanto de lectura como de escritura, a través de las cuales cuestionan y desestabilizan las fronteras rigurosas entre lenguaje y metalenguaje, entre discurso crítico y discurso literario; como sostiene Sontag, el objetivo de la critica es el de modificar el sentido, esto hace que el critico sea, al igual que los creadores literarios, el inventor de los sentidos, ofreciéndonos algo parecido a una poética del pensamiento (16 y 17).

No obstante, cabe aclarar que la ‘escritura’ adquiere en cada una de sus obras diferentes significados, alejándose de la definición corriente del diccionario (i.e. reproducción del habla a través de letras; arte o forma de expresión). Mientras que para Derrida la escritura casi siempre refiere a lo que ha llamado archi-escritura, la escritura de Barthes es una de las mejores encarnaciones del cuestionamiento fronterizo: no siendo ni filosofía ni literatura como tal, su escritura ocupa desde los años cincuenta un espacio híbrido que abarca diferentes disciplinas sin pertenecer a ninguna en particular. Estas nociones de escritura dotan de fuerza sus pensamientos y los hace en cada momento, en cada época, actuales, gracias a su dinamismo. Barthes, por ejemplo, se preocupaba desde los años cincuenta por el papel que debería tener esta escritura en la política y la sociedad, y sus Mitologías son prueba de ello.

Mucha tinta ha corrido desde entonces sobre esta nueva noción de escritura, pero retengamos para empezar, por razones prácticas, dos características importantísimas para nuestro tema: la pluralización y el desplazamiento del sentido que permiten la apertura de los textos. Quizás la palabra que mejor describe la imposibilidad de asir y fijar el sentido es la de juego; porque los dos luchan contra la univocidad y la transparencia a través del juego.

La antiquísima noción de ‘juego’ ocupa un lugar muy importante en ambas obras: los juegos de Barthes y Derrida, que también podría haber sido un buen título para este texto, buscan desmitificar, deconstruir y atacar así las ideas dominantes y las grandes oposiciones binarias. Pero, una vez más, tenemos que admitir que la palabra ‘juego’ nunca formó parte del vocabulario propio del activismo serio y formal, del compromiso social y político de la época, hasta que nuevas concepciones del juego refundaron la crítica de su tiempo. Lúdico, sí, y poderosamente perturbador: para poder ser críticos, para tener una postura frente al mundo, se necesita asumir el juego, con todo y los riesgos que esto implica, que no son menores.

Pero vayamos más despacio. En 1966 Barthes y Derrida participaron en el célebre coloquio de la Universidad Johns Hopkins que pretendía presentar y coronar la teoría estructuralista francesa encabezada por Lévi-Strauss. Pero nuestros protagonistas, cada uno a su manera, cuestionaron y criticaron la noción misma de estructura para dar inicio al llamado post-estructuralismo. “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”, título de la conferencia derridiana, muestra que, una y otra vez, la filosofía occidental insiste en atribuir un centro a la estructura, el cual puede ser (en distintos momentos de la historia) la esencia, la conciencia, Dios o el hombre mismo (entre otros), para así orientar, equilibrar y organizar la estructura. Pero el problema radica en que “el centro limita el juego de la estructura” (Derrida 1989: 384) y de hecho el concepto mismo de estructura no debería de tener centro. Mientras que el centro genera certidumbre, la ausencia de éste, es decir el juego, genera angustia, y por eso ha sido sometido, silenciado, por la filosofía.

Una manera (entre muchas otras) para empezar a entender la noción de juego es a través de la différance derridiana: “En la lengua no hay más que diferencias”, nos dijo Saussure (150) a principios del siglo XX, subrayando lo arbitrario del signo lingüístico y su carácter no referencial; la significación funciona entonces por las diferencias y las oposiciones que existen entre los signos. La propuesta de Saussure implica que el significado, por ejemplo de una palabra, nunca esté presente en sí mismo, que no sea autosuficiente, ya que todas las palabras están inscritas en un sistema en el que sólo hay reenvíos; una palabra, para significar, necesita de las otras palabras del sistema. Es a este juego sistemático de diferencias, al que Derrida llama différance, ahí en donde el ‘juego’ no se limita a su connotación lúdica (Derrida 1998a: 12). El juego del sentido que también seduce a Barthes, es ese movimiento y reenvío de una palabra a otra que hace que las palabras signifiquen; movimiento incesante, dinámico, que genera una escritura o una textualidad, un juego interminable de significación, pero al mismo tiempo una dispersión del sentido.

Derrida señala entonces que el estructuralismo de Lévi-Strauss busca escapar al juego o intenta jugar de manera segura buscando la estabilidad y una verdad tranquilizadora, evadiendo así la interpretación activa.6 Por eso podemos decir que la inestabilidad propia de la interpretación activa, el desequilibrio del juego, marca el rompimiento con una cierta aspiración científica y totalizadora del estructuralismo más puro.

El propio Barthes, en “De la obra al texto” (1971), al marcar algunas diferencias entre ‘obra’ y ‘texto’ señala la importancia del juego en este último:

En resumen, la obra funciona toda ella como un signo general, y es natural que represente una categoría institucional de la civilización del Signo. Por el contrario el Texto practica un retroceso infinito del significado, el Texto es dilatorio; su campo es el del significante; el significante no debe imaginarse como “la primera parte del sentido”, su vestíbulo material, sino, muy al contrario, como su “después”: por lo mismo, la infinitud del significante no remite a ninguna idea de lo inefable (de significado innombrable) sino a la idea de juego(1987: 76; el subrayado es nuestro).

Barthes sostiene que la obra es un objeto de consumo que estabiliza el sentido, lo fija y lo hace, por razones obvias, más accesible; sin embargo, leer consumiendo no implica jugar con el texto. En este ensayo también afirma que el lenguaje es “una idea paradójica de la estructura: un sistema sin fin, ni centro” (76), evocando así el texto derridiano. Pero la noción de ‘juego’ en Barthes, presente en muchos de sus textos, no es un reflejo fiel ni simple copia del juego de la deconstrucción (aunque a veces dialogue con ella), pues activa sin cesar la polisemia propia de la palabra en francés de forma muy particular, la cual remite a: interpretar, ejecutar, jugar y divertirse, aparentar, representar, entre muchas otras, relacionadas incesantemente con la música y el teatro, dos pasiones que influyen en la enorme creatividad de los juegos bartheanos.

Pensadores críticos y agudos, pero también juguetones y sutiles, con diferentes agendas y numerosos puntos de coincidencia, tanto Barthes como Derrida fueron grandes creadores de neologismos, ambos jugaron con el lenguaje para mostrar el juego del lenguaje, es decir, sus estilos (radicalmente distintos, por cierto) ponen de manifiesto la ambivalencia propia del lenguaje, desestabilizando así los argumentos puros y lógicos de la racionalidad.7 Sirvan de ejemplo los énantiosèmes (homónimos que tienen sentidos opuestos como jawnun: negro, blanco) de Barthes y los indecidibles derridianos (como el pharmakon: veneno, cura), que turban o retardan el sentido, generando un juego rico y complejo (Samoyault: 460). Y aquí valdría la pena preguntarse, porque es de lo que nos ocuparemos en un momento, si retardar el sentido puede (o no) convertirse en una herramienta no sólo crítica sino incluso política, ya que no debemos olvidar que ambos juegos comienzan haciendo evidente la forma en que se naturaliza lo que no es natural, es decir, el juego demuestra que aquello que se da por sentado como algo esencialmente natural, no es sino un constructo cultural. Gesto que se repite de distintas maneras desde los años cincuenta pero de forma más continuada en los sesenta y setenta.

II

Para marcar el pulso de la amistad (no muy cercana pero sí respetuosa) y del coincidir teórico me limitaré a evocar dos momentos reveladores del paralelo entre nuestros dos autores. Un mes después de la publicación de S/Z de Barthes en 1970, texto que es considerado como el momento cúspide de una nueva crítica que deja de lado las ambiciones estructuralistas y narratológicas para proponer una manera radicalmente nueva de leer, Derrida le escribe:

Querido amigo, te diré solamente mi admiración y mi reconocimiento por S / Z. Y que con respecto a ningún texto hoy me siento tan anuente y comprometido. Todo en la composición de la página, en la puesta en escena de S / Z debería constituir aquello que habrían llamado, en el viejo código, un modelo o un método o una referencia ejemplar. En cualquier caso, dibujar, multiplicar, “liberar”, un nuevo espacio de lectura y escritura, estoy seguro de que S / Z lo hace y lo hará por mucho tiempo (citado por Samoyault: 468).

Efectivamente, S/Z dibuja, multiplica y libera un nuevo espacio en el que lectura y escritura devienen indisociables, un nuevo espacio que incluso hoy en día sirve de inspiración para muchos estudiantes, profesores y críticos. Derrida tenía razón al hablar de ‘viejo código’, pues si algo hemos constatado a través de los años, es que del trabajo de Barthes no podremos hacer jamás un método, ni una teoría literaria como tal, ni siquiera un modelo a seguir dada la singularidad de cada uno de sus textos y las diferencias entre ellos; con todo, su obra ocupa un lugar privilegiado dentro de los estudios literarios, atípico, particular y extravagante.

En 1972, un año más tarde, la revista Les Lettres Françaises consagraría un número especial al trabajo de Jacques Derrida. A causa de la reciente ruptura del filósofo con el grupo Tel Quel, Roland Barthes se encuentra en una situación delicada, entre la espada y la pared, entre Derrida y Sollers. Al no querer tomar partido en la disputa entre el filósofo y el escritor, Barthes decide participar en el homenaje tan sólo con una breve carta enviada al editor, con la cual, finalmente, inicia el dossier. Esta breve carta fue suficiente para que Barthes expresara su reconocimiento y admiración de forma clara y contundente:

Soy de otra generación que Derrida y probablemente que sus lectores; la obra de Derrida me tomó en medio camino de mi vida y de mi trabajo; el proyecto semiológico estaba ya bien formado en mí, y parcialmente realizado, pero corría el peligro de quedar encerrado, encantado por el fantasma de la cientificidad: Derrida fue de aquellos que me ayudaron a comprender qué era lo que estaba en juego (filosófica e ideológicamente) de mi propio trabajo: él desequilibró la estructura, él abrió el signo: él es para nosotros aquel que desenganchó el final de la cadena. Sus intervenciones literarias (sobre Artaud, Mallarmé y Bataille) fueron decisivas, es decir irreversibles. A él le debemos palabras nuevas, palabras activas (por eso su escritura es violenta, poética) pero también le debemos un tipo de deterioro incesante de nuestro confort intelectual (ese estado donde nosotros nos reconfortamos de aquello que pensamos) (citado por Peeters: 293-294).

Hermosas y sugerentes palabras, como es costumbre en la pluma de Barthes, que además diseñan de manera precisa y concisa su propia mutación teórica: del estructuralismo al post-estructuralismo, y nos muestran, por lo menos, dos facetas del escritor (es decir el Barthes estructuralista: su trabajo semiológico con ambición científica; y el post-estructuralista influenciado principalmente por Kristeva, Derrida y Sollers). A modo de respuesta, en una carta escrita al día siguiente, el 30 de marzo de 1972, Derrida le agradece sus palabras e insiste hasta qué punto la obra de Barthes estaba presente en su vida incluso antes de empezar a escribir, ayudándole “como un recurso crítico irremplazable, pero también como una de esas miradas cómplices, en la que el rigor no limita jamás, al contrario, deja, [permite], hace escribir” (citado por Peeters: 294).

En este contexto me gustaría explorar un ‘gesto crítico irremplazable’ que, me parece, podemos encontrar en ambos autores, dibujando así tanto la mirada cómplice (que señala Derrida) como el deterioro incesante del confort intelectual (que evoca Barthes). Este gesto muestra el ‘reciclaje’ de una noción filosófica que tiene una larga historia en occidente: me refiero a la epojé (èpoché, epokhê) o suspensión del juicio, ya que la suspensión fue y sigue siendo, a través de sus escrituras, una manera crítica de proceder contra el sentido unívoco, contra la unicidad e incluso contra la pluralidad controlable, y el sentido pleno. Pero también puede provocar un cuestionamiento social y político urgente para nuestra época.

La épochè tiene una larga historia entre los sabios de la antigüedad, y es un término que ha sido retomado y transformado por distintas escuelas filosóficas: “La epojé, término tomado de los escépticos griegos, y que Husserl utiliza con frecuencia, define de manera simple, y sin presunciones suplementarias, la actitud por la cual el sujeto suspende su juicio sin tomar posición”, lo cual implica “una alteración radical de actitud frente a la realidad existente, pero de ninguna manera su negación” (English: 7). Enfaticemos esto último, pues más allá de los diferentes usos y fines que ha tenido en diversas escuelas filosóficas, más allá de los sentidos que ha adquirido la épochè o la suspensión del juicio en distintos momentos históricos, siempre ha entrañado una alteración radical de actitud.

Para los pyrrhonianos la suspensión del juicio procura la ataraxia, el reposo. La epokhê escéptica, según Sextus Empiricus, tenía como objetivo provocar la tranquilidad del alma, y conducir a la felicidad, ya que es el “estado del pensamiento en el que ni negamos ni afirmamos nada” (citado en Barthes 2004: 267). Pero es evidente que la epojé de los escépticos no comparte el mismo objetivo que la suspensión fenomenológica. Como lo explica Delacampagne, “la épochè -al mismo tiempo duda metodológica, suspensión del juicio y ‘puesta entre paréntesis’ del mundo empírico” abre en la obra de Husserl “la vía a una reducción eidética (del griego eidos ‘esencia’), que permite efectuar una descripción concreta de las estructuras más generales del ser”, porque ese movimiento permite observar “los fenómenos constitutivos de la consciencia (ese rojo) y a través de éste, las esencias ideales (el rojo) que encarnan esos fenómenos” (42-43). Recordemos también que, a través de la epojé, de esta suspensión o puesta entre paréntesis que nos conduce a las esencias, Husserl busca descubrir un “nuevo dominio científico” (102).

Como era de esperarse, la suspensión en las obras de Barthes y Derrida no es ni simplemente escéptica, ni claramente fenomenológica, ya que no comparte ni los fines, ni los presupuestos, y está lejos de querer elaborar una teoría del conocimiento; no buscan la ataraxia o el reposo, ni un nuevo dominio científico, ni mucho menos una esencia trascendental.8 La epojé derridiana, por ejemplo, no sólo suspende el juicio, sino incluso “la conclusión y la tesis” (1980: 144). No podía haber una oposición más radical, primero entre la epojé escéptica y la fenomenológica, y después entre esta última, es decir la epojé de Husserl, con las de Barthes y Derrida. Mientras que la suspensión de Husserl se inscribe en un pensamiento esencialista (pues, como lo acabamos de ver, a través de la epojé como suspensión del juicio se nos conduce a las esencias), las de nuestros pensadores, siguiendo y radicalizando ambos el juego del lenguaje, despliegan un pensamiento anti-esencialista. Es así como estas epojés, que podemos llamar irreverente y provocadoramente posmodernas, parecen surgir como un acontecimiento de escritura opuesto a un pensamiento de la lengua como conocimiento. Una escritura inquietante y crítica que trataremos de vislumbrar aunque sea brevemente.

En el libro Lo neutro, notas de cursos y seminarios en el Collège de France 1977-1978, en donde Barthes es descrito desde el prefacio como profesor-artista, pasamos de la filosofía occidental a las místicas orientales, de la literatura a la música y a la pintura, de las costumbres a los vicios, y de la historia a lo “real”, a través de la exposición de una gran variedad de figuras del neutro, ordenadas al azar, para que “no se estabilice un sentido” (2004: 57). Pero en esta inestabilidad o porosidad fronteriza entre diferentes disciplinas una cosa es clara: para Barthes hay una relación indiscutible entre lo neutro y la suspensión. El deseo de Neutro es, antes que nada, deseo de épochè, es decir, suspensión “de las órdenes, leyes, conminaciones, arrogancias, terrorismos […] querer-asir” (58).

Barthes regresa entonces a los escépticos no dogmáticos situándolos fuera de la filosofía, ya que “históricamente, el espacio ‘oficial’ de lo neutro, es el escepticismo, o discípulos de Pyrrhon” (123). En efecto, Pyrrhon es sin duda el filósofo occidental más evocado en su deseo de lo neutro, pero no como fundador del pirronismo, sino como ejemplo de actitud asistemática y a-dogmática. Pyrrhon, escribe Barthes, “creó algo: no digo qué pues no fue en verdad ni una filosofía ni un sistema: podría decir: creó lo Neutro -¡como si hubiera leído a Blanchot!” (67).

Aunque el deseo de suspensión de Barthes se encuentra más cerca del pirronismo que de cualquier filosofía, su èpoché no conduce a la tranquilidad de la ataraxia, pues lo que le impide vivirla como un ‘equilibrio’ es el hecho de que el mundo no acepta este tipo de suspensión, la rechaza radicalmente porque no la comprende, lo cual explica que la suspensión del juicio sea ferozmente reprimida. “Lo que la ‘sociedad’ no tolera” de la que hemos llamado aquí epojé postmoderna se puede resumir en tres puntos expuestos en los cursos de Barthes, los cuales coinciden con tres gestos derridianos por excelencia:

  1. El diferimiento de la respuesta que cuestiona en sí la pregunta (Barthes). El colapso de la mancuerna pregunta/respuesta (Derrida).

  2. La crítica filosófica del ‘es’ (Barthes). La deconstrucción de la presencia metafísica (Derrida).

  3. La expulsión de la marca filosófica por excelencia, es decir la expulsión del concepto (Barthes). La imposibilidad del concepto (Derrida).

Visto desde esta perspectiva pareciera que estamos hablando de un mismo pensamiento, y que los tres puntos son indisociables; sin embargo, no debemos perder de vista que las diferencias entre ambos son muchas y a veces radicales. Aunque por razones de espacio no podremos desplegar cada uno de estos puntos, intentaremos por lo menos esbozar las ideas y las nociones más relevantes para nuestro propósito.

1. El diferimiento de la respuesta que cuestiona en sí la pregunta y / o el colapso de la mancuerna pregunta/respuesta.

La suspensión bartheana, en sus propias palabras, es un escándalo, puesto que la respuesta ‘no sé’ siempre es recibida “como una ‘escapatoria’ que defrauda, nunca como una respuesta precisamente responsable […] ‘no sé’, ‘me niego a juzgar’: [es] escandaloso como una expresión agramatical: no forma parte de la lengua del discurso […] ‘No sé’ provoca una imagen desvalorizada y como desvirilizada: [nos] arroja a la masa despreciable de los indecisos” (2004: 269-270).

Si bien es cierto que Barthes retoma este tipo de retórica escéptica al responder: ‘no sé’ o ‘me niego a juzgar’, su epojé, como ya dijimos, no es escéptica. Ante la pregunta, por poner sólo un ejemplo, ¿cree usted que la energía nuclear es peligrosa? Barthes respondería ‘no sé’ o ‘me niego a juzgar’, pues frente a este tema siente tanto afinidad como duda, por lo que siempre está emplazándolo a… ‘saber’. Es así como lo que pone en evidencia la suspensión y el ‘no sé’ son “las relaciones de fuerza entre la información (el saber) y la decisión (el juicio)” (269).

En este sentido, varios textos del último Barthes son escandalosamente neutros, ya que el escándalo de la epojé para él radica también en la “imposibilidad del mundo de aceptar la suspensión de respuesta a un pedido” (270). Entre las innumerables maneras de suspender la respuesta Barthes propone postergarla: “lo dilatorio (dilatus: de differe) con la esperanza, [nos dice con gran ironía] (a menudo realizada) de que el asunto se pierda, de que el pedido se desplace, y de que ya no haya qué responder” (270, 271).

Nada debe sorprendernos que la suspensión en este contexto, el responder ‘no sé’ frente a una pregunta, sea calificado como poco viril: el verdadero compromiso social no parece necesitar de los indecisos; los grandes líderes ideológicos no parecen dudar; los políticos más destacados siempre tienen una respuesta… Y ésta es precisamente la desgracia. Ojalá las personas que toman las decisiones que afectan en mayor medida a la población en cualquier parte del mundo se atrevieran a ser indecisos de vez en cuando, esto les ofrecería, cuando menos, una posibilidad de reflexión más profunda. Como iremos viendo, la indecisión, el diferimiento, lo dilatorio considerados como gestos débiles, despreciables y poco responsables, aún tienen algo que decir.

Tanto el emplazamiento de la respuesta como este differe que señala Barthes resuena sin duda con el diferimiento de la différance derridiana ¡y del juego!, provocando en ambos casos la imposibilidad no sólo de responder de forma precisa, transparente y estable, sino también la imposibilidad de plantear una pregunta precisa, transparente y estable. Como señala Butler, el pensamiento derridiano “presupone que las señales vienen a significar en formas que ningún autor o representante particular puede restringir de antemano a través de la intención. Esto no quiere decir que el lenguaje siempre confunde nuestras intenciones, [aclara con gran acierto] sino sólo que nuestras intenciones no rigen plenamente todo lo que terminamos significando con lo que decimos y escribimos” (Butler 2004), pues estamos finalmente frente a lo que llamamos más arriba el juego del sentido, como consecuencia del reenvío en todo sistema lingüístico.

No sólo el emplazamiento de la respuesta nos remite a su pensamiento, sino la pregunta misma. Para Derrida la interrogante fundacional consiste en preguntarnos ‘¿Qué es…?’ cualquier cosa: ¿qué es la literatura?, por ejemplo, o ¿qué es la democracia? Y esta pregunta que siempre busca establecer límites claros, conlleva la pregunta sobre el origen (arke) y el fin (telos), que nos guían hacia la verdad tranquilizadora del conocimiento. Responder qué es la literatura, implicaría señalar de dónde viene y cuál es su finalidad, así como enumerar cuáles son las características esenciales que la determinan. Por eso cuando críticos como Terry Eagleton (2001) y Jonathan Culler (1993) retoman esta pregunta, se dan cuenta, en un gesto muy post-estructuralista, que es imposible definir como tal qué es la literatura, lo cual no impide que escriban, cada uno a su manera, dos disertaciones apasionantes sobre las diferentes concepciones que se ha tenido de la literatura a través del tiempo, siempre permeadas por sus propias reflexiones.

Esta imposibilidad de responder a la pregunta tal cual, tiende hacia el colapso de lo que Derrida llama “correspondencia indisociable, de la oposición pregunta/respuesta”. Como acabamos de señalar y veremos en un momento, este colapso no conduce a la parálisis del pensamiento.

2. La crítica filosófica del ‘es’ y / o la deconstrucción de la presencia metafísica.

De alguna manera resulta indisociable del punto que acabamos de ver, ya que no podemos negar la pregunta por excelencia: ‘¿qué es…?’. El establecer lo que ‘es’ cualquier cosa corresponde, según Barthes, con un dogmatismo definicional, por eso para Blanchot: “La exigencia de lo neutro tiende a suspender la estructura atributiva del lenguaje ‘es esto, aquello’, esta relación con el ser implícita o explícita, que es, en nuestras lenguas, inmediatamente planteada, apenas se dice algo” (citado por Barthes 2004: 96). Como consecuencia, en el texto de Lo neutro como en muchos otros del final de su vida, Barthes nunca define lo que ‘son’ las cosas. Según Sontag el hecho de que a Barthes le guste el exceso de clasificaciones y las clasificaciones extrañas, también provoca que las preguntas queden abiertas, para que pueda existir lo ‘incodificable’ y lo no manipulable. Lo que escapa a la fijación del ‘es’.

No es casualidad que la crítica filosófica de ‘es’ de Barthes se corresponda con la deconstrucción de la presencia metafísica derridiana, ya que el juego sistemático de las diferencias, como lo vimos arriba, que hace que el significado de una palabra nunca esté presente en sí mismo provoca que no podamos decir, por retomar nuestro ejemplo anterior, qué ‘es’ la democracia; esta im-posibilidad de definir, es decir de fijar, anclar o congelar el sentido, la esencia, el ‘es’, no paraliza el pensamiento, sino todo lo contrario, se convierte paradójicamente en un motor de análisis y de cuestionamiento continuo, en la medida en que nos invita a repensar una y otra vez, en diferentes contextos, y distintos tiempos, la democracia, haciendo de ella una noción mucho más dinámica… eso sí, sin tregua y por ende sin confort intelectual, ese que descansa en definiciones estables y grandes verdades.

3. La expulsión de la marca filosófica por excelencia, es decir la expulsión del concepto.

Considerando que es imposible el ‘es’ que delimita y define, tenemos que asumir que es imposible el concepto como tal. Por eso Barthes nos invita a una experiencia de una epojé desterrada al explicarnos que el escepticismo es expulsado de la filosofía al no retener la “marca filosófica por excelencia”, es decir, “el concepto” (199-200). Por esta misma razón la deconstrucción tampoco puede ser una teoría literaria ni una filosofía según el ‘viejo código’ ya que deconstruye la idea de concepto con la que trabajan ambas. Puesto que “la definición de un concepto consiste en identificar la esencia y separarla de todo aquello con lo que pueda confundirse” y el “ideal de la definición [de un concepto] es lograr una unicidad y univocidad de sentido, es decir una denotación pura” (Asensi 1990: 17), resulta evidente que las epojés posmodernas que nos ocupan hoy atacan frontalmente la noción de concepto, medular en la filosofía.

Ya Nietzsche había denunciado la creación de conceptos para construir un mundo regular y rígido, ya que los conceptos se forman ignorando las diferencias individuales, anquilosando la imaginación y la creatividad; homogeneizando y unificando, agregaría Derrida. Por eso Sontag asegura que para Barthes, como para Nietzsche (aquí en donde podríamos agregar a Derrida), “lo importante no es enseñarnos algo, alguna cosa en particular. Lo importante es volvernos de nuevo audaces, ágiles, sutiles, inteligentes, desapegados. Y dar placer” (29). Ese placer que sin duda se concatena con el aspecto más lúdico del juego.

Podemos ver ahora la manera en que los tres puntos señalados se conjugan en lo que Derrida llama “la pensée du peut-être”,9 y Barthes “le discours du peut-être”,10 retomando ambos, irónica y provocadoramente, una cierta retórica escéptica. Digo ‘una cierta’ pues el ‘quizás’ en ambos casos no es una simple suspensión nihilista, ni una duda paralizante. Y es a través de esta palabra como podemos comenzar a percibir el rol y la fuerza particular de la epojé en sus escrituras.

Aunque guarda una cierta noción de incertidumbre, de no estar seguro, es un ‘quizás’ que no puede determinarse como dubitativo o escéptico, sino más bien como una figura del avenir y del acontecimiento (Derrida 1998b: 58). Rodolphe Gasché nos recuerda la desconfianza que tenía Heidegger al uso del “quizás” por considerarla una deficiencia pre-filosófica, una recaída empirista en el lenguaje ordinario. Palabras como ‘quizás’ tendrían que ser extranjeras a la filosofía, es decir “a la certitud y a la verdad”. Pero Derrida nos recuerda entonces la etimología del inglés y del alemán, perhaps, y vielleicht (vilaigt), probablemente, posiblemente, que marcaban sobre todo una espera, una expectativa y no una simple posibilidad (47). Así vemos cómo la inseguridad del quizás o la certeza limitada del quizás separa e interrumpe el orden, permitiendo el riesgo de la inestabilidad. Es en ese contexto donde Gasché se pregunta: “¿Y si el quizás modalizara un discurso que no procede por proposiciones (declaraciones: afirmaciones, aserciones) sin ser por lo mismo menos rigurosos que el discurso de la filosofía?” (citado por Derrida 1998b: 47). Paradójicamente, el ‘discurso del quizás’ y el ‘pensamiento del quizás’, como bien lo señaló Derrida en su respuesta a Barthes, despliegan un rigor que hace posible la escritura. “Ninguna respuesta, ninguna responsabilidad no abolirá el quizás,” pues “un quizás abre y precede para siempre cualquier pregunta, cualquier interrogante, cualquier orden”; es decir, “la investigación, el saber, la ciencia y la filosofía, la lógica, el derecho, la política y la ética, el lenguaje mismo” (153).

La responsabilidad consistiría entonces en asumir hoy ese ‘quizás’ como aquello que genera otra forma de pensar, y permite la reflexión crítica de otro tipo de compromiso con el mundo. Este ‘quizás’ no debe ser dubitativo, como aquello que queda por hacer: el quizás no sólo viene antes de la pregunta, o de la decisión, sino que las hace posible, “nuestro increíble quizás -nos dice Derrida- no significa flujo y movilidad, confusión que precede el saber o renuncia a toda verdad”, el peligroso quizás, como también lo llamó Nietzsche, es “la condición de la decisión, de la interrupción, de la revolución, de la responsabilidad y de la verdad”, de una “verdad entre comillas” (66-67).

Las suspensiones del juicio aquí expuestas nos alejan así de toda evidencia tranquilizadora, evitando la aserción. Por eso en nuestro contexto social y político de inicios del siglo XXI, el poder del quizás, las epojés posmodernas, pueden ser el arma más eficiente contra el totalitarismo, el autoritarismo y el fanatismo. Ya Barthes desde 1961, en su texto “La literatura hoy”, nos dice que toda epojé tiene que estar comprometida con su tiempo, ya que “ninguna suspensión del juicio es inocente” y “solo tendría un sentido acabado si afectara día tras día a todo lo que se mueve en el mundo, desde el último poema de Ponge al último discurso de Castro, desde los últimos amores de Soraya, al último cosmonauta” (1983: 194). El pasado nos ha enseñado que, en cada momento histórico, en cada transformación filosófica, la suspensión del juicio implica una ‘alteración radical de actitud’ frente a la realidad existente, por eso hoy, no nos queda más que soñar que un pensamiento y un discurso del quizás permee toda nuestra realidad, desde los aspectos más mundanos hasta los más trascendentes. No nos queda más que sumarnos al deseo de èpoché, es decir, al deseo de suspensión de arrogancias y terrorismos.

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1Este artículo es resultado del trabajo realizado en el marco del proyecto de investigación La autoría en escena. Análisis teórico-metodológico de las representaciones intermediales del cuerpo-corpus autorial (FFI2015-64978-P), que lleva a cabo el Grupo de Investigación Consolidado Cuerpo y Textualidad (2009 SGR 651) de la Universidad Autónoma de Barcelona.

2Para efectos de nuestro trabajo, cabe recordar que: “Foucault denuncia la omnipotencia del orden del discurso, pero lo hace permaneciendo inscrito dentro de sus leyes: continuidad y argumentación lógica; Barthes, quizás en su libertad de escritor, está tratando de deshacerlas” (Samoyault: 597).

3El mismo Barthes declaró que para ser reconocido como un intelectual había que ser como Sartre, pero diferente. Por eso se convirtió en el modelo y el contra-modelo de la época. Para Samoyault, por ejemplo, aunque bien diferentes, Sartre y Barthes ocupan un lugar similar en la historia del pensamiento, ambos “encarnan un lazo inédito entre literatura, política y filosofía que ofrece una fuerza crítica y cognitiva inigualable a la literatura, acordándole todas las capacidades de transformación, de revolución y comprensión” (254). La autora también señala este momento en que se reinventa el ensayo: “Barthes prolongó un camino abierto por Sartre en la relación entre literatura y pensamiento. A fuerza de pensar según la literatura, ellos inventaron una forma de ensayo a medio camino entre la novela y el tratado en el que la escritura, en lugar de fijar el razonamiento, lo abre sobre un mundo tan vasto, incluso tan utópico, como el de las novelas” (270). También conviene recordar que el joven Derrida se sentía más atraído por la obra de Albert Camus quien, como él, había nacido en Argelia.

4Para recordar de manera puntual algunas de las actividades políticas y sociales que Derrida realizó a lo largo de su vida, Benoît Peeters nos recuerda que, en lugar de apoyar al partido comunista, se acercó a grupos de extrema izquierda no comunistas. En 1974 y 1975 fundó GREPH, Grupo de investigación sobre la enseñanza de la filosofía y a partir de este momento inicia una crítica institucional contra el sistema educativo que será una constante el resto de su vida. Asimismo, en 1981, Derrida fundó, con Jean-Pierre Vernant, la asociación Jan Huss de ayuda a los intelectuales checos disidentes o perseguidos; en esos años también dirigió un seminario clandestino sobre el problema político del sujeto en Praga, por lo que será detenido, encarcelado y acusado por elaboración y tráfico de drogas. Gracias a la presión diplomática fue liberado y expulsado de Checoslovaquia. En 1983 fundó junto con otros profesores y filósofos el Colegio Internacional de Filosofía, con la inquietud de generar un esquema menos rígido, y más plural, incluyente e interdisciplinario. En 1993 Derrida publicó Espectros de Marx, es decir, escribe sobre Marx cuando ya nadie parece interesado en el tema: un ejemplo más sobre su actitud ante las modas y las corrientes. En ese mismo año fundó junto con Édouard Glissant, Salman Rushdie, Christian Salmon y Pierre Bourdieu. el “Parlamento de los escritores”, para proteger y refugiar a los escritores perseguidos (cfr. Peeters 2010).

5Sontag añade que la libertad es siempre una actitud política y Barthes “concibe la literatura como una renovación permanente del derecho a la afirmación individual” (36).

6En esta conferencia Derrida sostiene que “el juego de la significación no tiene límites”, lo cual ha sido mal traducido y mal interpretado como si el filósofo hubiera dicho que la interpretación de un texto no tiene límites. Para mayor claridad remitimos al lector a su libro Limited Inc; o a la intervención de Jonathan Culler en el libro de Umberto Eco Interpretación y Sobre-interpretación, en donde explica que toda interpretación necesita de un contexto, y lo que es infinito es la posibilidad de recontextualizaciones. Esto no nos permite decir cualquier cosa sobre no importa qué texto, como muchos han querido decir, aunque el juego de la significación no tenga límites.

7El epígrafe de Benjamin en este trabajo busca señalar, aunque sea de forma espectral, la influencia que los grandes críticos de la racionalidad que fueron Benjamin, Adorno y Horkheimer tuvieron en el llamado post-estructuralismo.

8Thomas Clerc lo señala desde el prefacio de Lo neutro; Barthes confiesa haber puesto entre paréntesis la aproximación fenomenológica o la “neutralización husserliana” (2004: 17).

9El pensamiento del quizás (“la pensée du peut-être”) “provoca la experiencia inaudita, nueva, que ninguna metafísica ha osado pensar” (Derrida 1998b: 46).

10Traducimos en nuestro texto la palabra peut-être como ‘quizás’ conscientes de que podríamos haberla traducido también por: ‘puede ser’, ‘tal vez’, ‘a lo mejor’, ‘acaso’ entre otras opciones. Confesamos que la elección no tiene una justificación fundamentada más allá de un gusto personal por el ‘quizás’.

Recibido: 09 de Junio de 2018; Aprobado: 22 de Septiembre de 2018

* Gabriela García Hubard. Profesora titular de Teoría literaria en el Colegio de Letras Hispánicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Es especialista en Teoría Literaria, así como en las obras de Jacques Derrida, Clarice Lispector y Samuel Beckett; recientemente se ha ido adentrando en la filosofía de Catherine Malabou. Ha publicado artículos especializados sobre estos temas en libros y revistas de distintas partes del mundo. Obtuvo el grado de Doctora en la Université Paris 7, Denis Diderot y la maestría en Goldsmiths College, University of London.

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