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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.38 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2017

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2017.1.774 

Apuntes

"Determinèd to prove a villain": La necesidad de Ricardo III

"Determinèd to Prove a Villain": The Necessity of Richard III

Juan Carlos Calvillo R.* 

* Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, e-mail: jc_calvillo@yahoo.com


El título de este artículo es una cita directa del parlamento más famoso que Shakespeare puso en boca de Ricardo, duque de Gloucester; un discurso célebre no sólo por su memorable comienzo: "Now is the winter of our discontent / Made glorious summer by this son of York..." (2009: 1.1.1-2) sino también porque es la única ocasión en todo Shakespeare en que un protagonista tiene la oportunidad de comenzar su propia obra con un soliloquio. Su "determinación" de "probarse" un villano es para él la consecuencia lógica, el resultado natural de un condicionamiento ya convertido en realidad inevitable:

Why, I, in this weak piping time of peace,

Have no delight to pass away the time,

Unless to see my shadow in the sun

And descant on mine own deformity.

And therefore, since I cannot prove a lover

To entertain these fair well-spoken days,

I am determinèd to prove a villain,

And hate the idle pleasures of these days

(2009, 1.1.24-31)

Cuando, en medio de este soliloquio tan metafórico y tan abundante, la crítica shakespeariana se fija específicamente en el verso que acabo de aislar, los comentarios suelen concentrarse en dos de sus siete palabras, "determinèd" y "villain", y mucho podría decirse al respecto de cada una. De "villain", por ejemplo, lo extraño que resulta que sea el villano de la historia no sólo el protagonista sino también el acaparador incuestionable de la simpatía del lector; esto si uno llega a Shakespeare con ciertas nociones aristotélicas del "héroe trágico" o si uno consulta —como bien debería— el influyente libro de A. C. Bradley, Shakespearean Tragedy, para pensar críticamente en una obra que, de acuerdo al menos con las portadas de las seis ediciones en quarto y del primer folio de 1623, se hace llamar The Tragedy of King Richard III. Por otra parte, la palabra "determinèd" tiene aún más tela de dónde cortar que "villain": el juego de palabras permite que el verso se entienda literalmente como "estoy decidido (resuelto) a ser un villano" o, de manera más inquietante, como "estoy predestinado (determinèd) a ser un villano"; esto en consonancia con la aseveración que ya había hecho el mismo personaje, en su primer soliloquio estelar, en la tercera parte de Enrique VI:

Why, love forswore me in my mother's womb:

And, for I should not deal in her soft laws,

She did corrupt frail nature with some bribe

[...] To disproportion me in every part,

Like to a chaos...

And am I then a man to be beloved?

O monstrous fault, to harbour such a thought!

(2001: 3.2.153-164)

Si el amor, la fuerza elemental de la armonía y el orden, abandonó a Ricardo desde el vientre de su madre —es decir, cuando era todavía un feto sin volición, sin voluntad— la corrupción de su mente es correlativa al caos que impera sobre su cuerpo: "Since the heavens have shaped my body so, / Let hell make crooked my mind to answer it" (5.6.78-79), y su villanía podría entenderse teóricamente, si uno consulta The Elizabethan World Picture de Tillyard, como el azote necesario para la purgación de la tiranía en un esquema divino de expiación y restauración. Todo esto es bien conocido; sin embargo, no tiene nada de nuevo: Shakespearean Tragedy es de 1904; The Elizabethan World Picture, de 1942, y mi interés en el verso "I am determinèd to prove a villain" se encuentra, por el momento, en la palabra en la que rara vez ha reparado la crítica: "prove". La nota de la tercera edición de Arden explica el término en contexto como "become, turn out to be" (o sea, "decidido o destinado a resultar un villano, a mostrarme como tal"); con todo, en el presente artículo me tomo la libertad de abrir las posibilidades de interpretación y explorar su significado en la tercera acepción del glosario Shakespeare's Words: "demonstrate, establish, show to be true" (es decir, "decidido a exponer a un villano").

El uso de Shakespeare con fines políticos no es un hallazgo del siglo XX sino que ha sido parte integral de la lectura, la interpretación y, sobre todo, la representación de sus obras desde su propia época. Claro, el siglo XX es el que ha visto Tempestades poscoloniales y descubierto las vetas más interesantes en las dinámicas de poder de los dramas históricos y las tragedias, pero el compromiso del Bardo en materia política dista mucho de ser una invención contemporánea. En tiempos del propio Shakespeare —muy temprano en su carrera como dramaturgo, a decir verdad, en 1592— el panfletista isabelino Thomas Nashe usaba ya como ejemplo la muerte de un héroe shakespeariano para defender la virtud y el patriotismo que inspira la representación teatral frente al ataque de los moralistas puritanos que luchaban por cerrar los teatros (Pierce Penniless). Además, como apunta Stephen Greenblatt, "Crowds flocked in the late 1580s to see the Henry VI plays... They came to shudder at the horrors of popular uprising and civil war" (197).

Con todo, la asociación de Shakespeare con el movimiento, el comentario o el activismo político ha surgido desde ambos extremos del espectro, desde el radicalismo de izquierda y la derecha conservadora por igual. Quizá la instancia más clara es la que data, del mismo modo, de tiempos del propio Shakespeare: en febrero de 1601, un grupo de conspiradores leales a Robert Devereux, conde de Essex, comisionó a su compañía teatral, The Lord Chamberlain's Men, por un estipendio adicional de 40 chelines, el montaje de Ricardo II, un drama que no estaba ya en su repertorio, precisamente un día antes de que estallara la rebelión que habían planeado para derrocar a la reina Isabel. Esto, desde luego, porque la acción central de Ricardo II es la deposición de un rey débil a manos de sus súbditos, y los conspiradores guardaban la esperanza de que el ejemplo que brinda la obra de Shakespeare estimulara a los insurrectos y motivara al pueblo a apoyar la rebelión una vez que se diera a conocer la noticia. Once conspiradores asistieron a la función esa tarde. En todo caso, Isabel sofocó la revuelta al día siguiente sin mayor problema, y cuando las autoridades interrogaron a los actores por su supuesta complicidad en un acto de traición, Augustine Phillips, el vocero de la compañía, respondió que la obra era demasiado anticuada como para incitar a la gente a tomar las armas. No obstante, aquel montaje de Ricardo II sí logró sentar, cuando menos, un precedente: una obra de Shakespeare se había empleado con una clara intención política que probablemente habría enorgullecido a más de unos cuantos, desde Esquilo hasta Brecht, y con plena confianza en que el arte dramático lograría inspirar, más que el asombro y el terror aristotélicos, valentía y atrevimiento en el público asistente.

No hace falta decir que las obras históricas de Shakespeare se escribieron en diversos momentos de incertidumbre o turbulencia política, y que se escribieron de manera calculada para comentar la realidad de su tiempo. Ya mucho se ha insistido, por ejemplo, en cómo Ricardo III advierte a los espectadores isabelinos del peligro de una sucesión monárquica disputada, de las atrocidades y los estragos de una guerra civil en tiempos en los que la muerte de la reina Isabel, soltera y sin herederos, acechaba a la vuelta de la esquina. Pero no, no es el contexto histórico de producción sino el de recepción el que quiero señalar de momento. Un hecho que le resultará familiar a todo shakespearista es que el enfoque interpretativo y, sobre todo, el interés de los lectores en las obras tienden a fluctuar de los asuntos personales a los asuntos políticos cuando su propia época atraviesa problemas de autoridad, liderazgo y bienestar general. Por ejemplo, la deposición de un rey legítimo en Ricardo II se volvió un tema relevante durante la presidencia de Richard Nixon, y, durante la de Bill Clinton, el abuso de autoridad y la extorsión sexual que dramatiza Medida por medida fueron temas tan pertinentes para los lectores de finales de los noventa como la perplejidad filosófica de Hamlet para el siglo XIX y la crueldad y el desamparo de King Lear para el mundo de la posguerra.

En la actualidad, tanto como en el escenario isabelino, la abundancia de producciones históricas es indicativa de una urgencia, de una necesidad generalizada de comentario político. Los setenta dramas históricos ingleses que escribieron Shakespeare y sus contemporáneos en un período de tan sólo quince años, de 1588 a 1603, gozaron de un éxito abrumador en los teatros londinenses, en parte, porque se tenía la convicción de que la historia es instructiva. Si las series de televisión y los montajes actuales están mostrando un interés sostenido en las obras históricas de Shakespeare, valdría la pena, en mi opinión, que se empezaran a considerar documentos de las incertidumbres y las ansiedades políticas del momento. Directa o indirectamente, los mexicanos hemos recibido en el último par de años tres adaptaciones de Ricardo III, y estamos, en el próximo, por recibir una cuarta. La versión de Ricardo III v. 3.0, una puesta en escena de los internos de la compañía de Teatro de la Penitenciaría en Santa Martha Acatitla; la serie de televisión House of Cards, de 2013, producción de Netflix; el montaje de Ricardo III, de 2014, dirigido por Mauricio García Lozano en el teatro Julio Castillo, y finalmente la adaptación televisiva de Dominic Cooke dentro del ciclo The Hollow Crown de la BBC (2016) podrían sugerirle al espectador, si acaso nada más por la insistencia y velocidad con las que se han producido, la posibilidad de que no se trate de simples válvulas de escape o de meros paliativos remotos o ficcionales para una sed de entretenimiento escénico.

House of Cards es un thriller político ambientado en Washington, D. C., en la actualidad, y narra la despiadada trayectoria de Frank Underwood, un miembro del Congreso de los Estados Unidos que, por medio de traiciones, maquinaciones maquiavélicas y lo que Gloucester llama "[the] bloody axe", se abre paso en la Casa Blanca hasta ocupar la silla presidencial. La búsqueda inclemente del poder absoluto de Frank Underwood es muy similar a la del Ricardo shakespeariano, pero, dado que la serie no sigue ni el argumento de la obra ni el texto de Shakespeare, estrictamente sólo puede decirse que está "inspirada" en él (en este caso, "adaptación" es quizá demasiado decir). Con todo, el paralelismo técnico y temático es ineludible: como Ricardo, el protagonista de House of Cards rompe continuamente la cuarta pared para dirigir sus monólogos al público, parlamentos en los que Underwood revela sus intenciones y hace al espectador partícipe de sus maniobras y su astucia. Ya en sí el casting es revelador: a Frank Underwood lo interpreta Kevin Spacey, un actor de formación clásica en teatro cuya aparente impasibilidad lo ha identificado con villanos inteligentes y desalmados desde su actuación en Se7en; además, Spacey ya había interpretado tanto a Ricardo III en Nueva York y en el Old Vic (2012-2013) como a su aliado, el duque de Buckingham, en el documental Looking for Richard de Al Pacino (1996).

House of Cards está plagada de referencias shakespearianas: Claire Underwood es la Lady Macbeth para este Ricardo contemporáneo; la amistad hipócrita del congresista con el presidente se parece mucho a la de Yago con Otelo y, sobre todo, el ambiente político de intrigas y traiciones en la Casa Blanca recuerda la atmósfera de inquietud que hiciera a Bolingbroke, en Enrique IV, concluir de manera inolvidable: "Uneasy lies the head that wears a crown" (2 Henry IV, 3.1.31). No obstante, lo que hace a House of Cards una versión actualizada de Ricardo III es, sin duda, la simpatía de un villano que conquista al público por medio del discurso de la inteligencia, un discurso que comparte sólo con su audiencia y en virtud del cual la convierte en confidente y conspirador. Al igual que Ricardo, Frank Underwood es, más que sólo un político ambicioso, un actor consciente de sí mismo, un histrión que inventa e interpreta una variedad de papeles dramáticos diseñados para engañar y manipular a la gente con tal de que todos, a fin de cuentas, terminen cumpliendo su voluntad. El rol estelar, la cualidad teatral del protagonista de House of Cards engancha al televidente, no sólo porque lo vuelve copartícipe de sus triunfos políticos sino también porque la serie, como la obra de Shakespeare, no le deja alternativa moral: cualquier otro personaje es igualmente avaricioso y corrupto, sólo que mucho menos interesante que el villano. House of Cards invita al espectador a intimar con un asesino ingenioso y carismático, a compartir su fantasía de poder y dominio sin jamás permitirle olvidar la perversidad de su ascenso y el costo humano de una ambición sin escrúpulos.

La pertinencia o actualidad de la serie nunca se señala de manera explícita, pero, como afirma el reseñista Daniel D'Addario, "House of Cards may look like a history play about our era's utter disconnect between government and citizenry. Its flaws [...] may indeed be assets in depicting the national level of confidence in government" (2014). Una adaptación que sí declara abierta y evidentemente su relación con la política actual es el montaje de Mauricio García Lozano de Ricardo III que hasta hace poco se presentó en el Centro Cultural del Bosque de la Ciudad de México. La puesta en escena tuvo el gran infortunio de contar con un Ricardo totalmente desprovisto de encanto, pero respetó tanto el texto como la estructura dramática de la obra de Shakespeare (con sus debidos recortes, por supuesto), permitiendo que la correspondencia con la situación del México actual se estableciera a través de elementos visuales y sonoros a partir del montaje. Los cuerpos de las víctimas de Ricardo colgaban envueltos en bolsas de plástico ensangrentadas, justo como los miles de ejecutados en la guerra del narcotráfico, y toda una serie de pistas e insinuaciones vinculaba los acontecimientos en el tablado con la violencia en el país.* Crucial para esta obra fue la escenificación del Acto 3, escena 7 de Shakespeare, en la que Buckingham, acompañado de una decena de ciudadanos silentes, persuade a un Ricardo que finge renuencia al hecho de aceptar la corona de Inglaterra. En la versión de García Lozano, los "acarreados", todos uniformados de verde institucional, coreaban el nombre de Ricardo prácticamente escupiendo el bocado de la torta que les acababan de repartir. Los detalles no dejaban lugar a dudas y tenían la intención manifiesta de evocar los mítines partidistas y la compra de votos que habían sido una realidad insoslayable en los medios informativos tan sólo unos años atrás, durante las elecciones presidenciales en México en 2012. El cúmulo de alusiones llegaba a su punto más álgido cuando aparecía en escena un personaje estereotípico con sombrero y bigote a pronunciar los versos del escriba en el Acto 3, escena 6 de Shakespeare:

Who is so gross

That cannot see this palpable device?

Yet who so bold but says he sees it not?

Bad is the world, and all will come to nought...

(2009: 3.6.10-13)

En traducción, el personaje decía, más o menos: "¿Quién hay, sabiendo que todo es una farsa, no denuncia? Este mundo va muy mal y acabará como ruina". Si se me permite un instante anecdótico, confieso que la noche en la que asistí a la función escuché un suspiro, no sé si de impotencia o resignación, cuando retumbó en el recinto esa palabra: "denuncia". La puesta en escena, "determinèd to prove a villain", había cumplido su cometido y vuelto a colocar la responsabilidad de denunciarlo en manos de la gente.

En este mundo que va tan mal, son muchos los paralelismos que podrían trazarse entre la época de Shakespeare y nuestros días. En más de un sentido es alarmante que una historia de traición en las altas esferas, de avaricia asesina y de tiranía extrema resulte, por desgracia, tan familiar. Lo que no es tan claro, sin embargo —y menos en una época de comunicación masiva y vigilancia constante, en una época que hace tan notoria la corrupción y lo indiferente que le resulta a los líderes el pueblo—, es la razón por la que el descontento civil se muestra tan tolerante, tan apático, tan condescendiente. No es éste ningún llamado a la acción, y tampoco creo que la obra Ricardo III lo sea. No cabe duda de que Shakespeare concibe el arte dramático como algo mucho más trascendente que el panfleto o incluso que el documento social, pero también se pecaría de ingenuidad si se afirmara un interés exclusivamente personal cuando presenta distintas dramatizaciones del abuso de poder o de gobiernos en franca decadencia.

Así como Ricardo II o Julio César se representan cada vez que el discurso público quiere poner sobre la mesa la destitución de un gobernante, y así como Enrique IV se escenifica cuando, no obstante su eficiencia, se quiere cuestionar su legitimidad, como dirigente Ricardo III es un drama que se vuelve sumamente popular y que cobra particular relevancia cuando se detecta una tiranía a la que es menester oponerse o, en algunos casos, contra la que es imperativo sublevarse. Sea cual sea la definición precisa de "catarsis" o la magnitud exacta del efecto o la reacción que se espera detone una obra de teatro en su público, lo cierto es que, de cuando en cuando, los pueblos y las naciones necesitan al Ricardo III de Shakespeare para decidirse "a exponer a un villano".

Referencias bibliográficas:

Ávila, Sonia. "La maldad y el poder trascienden los siglos en el Teatro Julio Castillo", en Excelsior (13 mayo 2014). Artículo en línea disponible en < http://www.excelsior.com.mx/expresiones/2014/05/13/958975 > [fecha de consulta: 2 de septiembre de 2014]. [ Links ]

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D'Addario, Daniel. "Yes, House of Cards Is Our Shakespeare", en Salón (14 febrero 2014). Artículo en línea disponible en < http://www.salon.com/2014/02/14/yes_house_of_cards_is_our_shakespeare/ > [fecha de consulta: 5 septiembre 2014]. [ Links ]

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Tillyard, E. M. W. The Elizabethan World Picture. London: Vintage, 1959. [ Links ]

*Este artículo se presentó como ponencia, en una versión ligeramente distinta, en el marco del Coloquio Internacional "Mi nombre es Will. 450 años de Shakespeare", convocado por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, el 24 de septiembre de 2014. Tres días después habrían de tener lugar los hechos violentos que resultaron en la muerte y desaparición forzada de los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos en Ayotzinapa, Guerrero.

Recibido: 26 de Mayo de 2016; Aprobado: 06 de Octubre de 2016

Juan Carlos Calvillo Poeta y traductor literario. Licenciado en Letras Modernas Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y aspirante al Doctorado en Letras en la misma institución. En 2005 le fue otorgada la beca del FONCA por su antología crítica Simulacro y permanencia: tres poetas isabelinos (Miss&This, 2009). Ha sido residente del Centro Internacional de Traductores Literarios de The Banff Centre (BILTC) en Alberta, Canadá, y es miembro del Comité Organizador del Encuentro Internacional de Traductores Literarios. Autor del libro de poemas La esfinge en Memphis (Universidad de Guanajuato, 2006), del volumen de ensayos La ficción de los Estados Unidos (Editorial Lamm, 2013) y traductor, junto con Pura López Colomé, del epistolario Palabras en el aire: la correspondencia completa de Elizabeth Bishop y Robert Lowell (Vaso Roto, 2014). Docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, así como de Casa Lamm y el CELE. Representante del Comité Académico Asesor del Colegio de Letras Modernas (período 2014-2016). A la fecha dirige la colección Ramas de Noviembre y prepara la traducción de los Poemas completos de Robert Lowell.

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