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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.32 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2011

 

Dossier: Homenaje a Antonio Alatorre

 

Homenaje a Antonio Alatorre

 

Tribute to Antonio Alatorre

 

Luis Fernando Lara

 

A los 88 años de edad Antonio Alatorre llegó al final de su vida. Los últimos habían sido de sufrimiento corporal, no así del espíritu; todo lo contrario; parecía que su conciencia de la finitud, amplificada por las enfermedades del corazón y los pulmones, lo había espoleado para llevar a cabo una actividad permanente e intensa, completando ciclos de estudio y escribiendo artículo tras artículo, para dejar una obra que, si bien no habría considerado terminada -no está ni en la naturaleza de la filología ni en la sangre de un filólogo pensar que una obra propia se cierra o se acaba-, al menos quedaría sólidamente situada entre los grandes estudios filológicos de la literatura española. Como dice la historia de su vida, nació en Autlán de la Grana, Jalisco, en 1922. Después de su educación elemental pasó a un seminario religioso del que sacó enseñanzas fundamentales para la profesión que finalmente descubriría y daría feliz curso a su vocación: aprendió latín, griego, francés, inglés y piano. Abandonó pronto y para bien el noviciado religioso. Como se acostumbraba en esa época, era la carrera de derecho casi el único camino para la inquietud intelectual, por lo que hizo estudios en la Universidad de Guadalajara; no los terminó, como era de suponerse, y vino a la ciudad de México, en donde Daniel Cosío Villegas lo llevó a trabajar al Fondo de Cultura Económica. -quizá recomendado por Juan José Arreola- y comenzó por aconsejarle dejar una carrera que no le interesaba y, en cambio, orientarse a los estudios literarios, por lo que llevó cursos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Como él relata en su testimonio publicado por Clara Lida y José Antonio Matesanz en el libro El Colegio de México, una hazaña cultural (El Colegio de México, 1990), no fueron esos estudios los que le enseñaron el trabajo filológico y le ayudaron a desarrollar su sensibilidad literaria (dice allí mismo que la enseñanza de lengua y literatura en la Facultad "era muy mortecina"), sino el trabajo editorial en el Fondo y su estrecha amistad con Arreola, su paisano. Agrega en su testimonio: "En el Fondo bebí verdadera cultura" al lado del puñado de españoles republicanos que hicieron de la editorial la primera del mundo hispánico en esos años. Don Daniel lo llevó también a El Colegio de México, a donde llegó en 1947 Raimundo Lida, joven profesor del Instituto de Filología de Buenos Aires, que traía con él la formación filológica de la escuela pidalina. Su primer trabajo en El Colegio y para la Nueva Revista de Filología Hispánica, a la que me referiré después, fue de traducción: un estudio del italiano Vittorio Bertoldi, alumno de Meyer Lübke, uno de los más importantes iniciadores de la lingüística románica, acerca del sustrato étnico y lingüístico del Mediterráneo europeo occidental. En 1950 se fue, con Margit Frenk, a España y Francia, donde asistió a las cátedras de Marcel Bataillon y Edmond Faral, en el Collège de France, y de Raymond Lebergue, en la Sorbona. A partir de su regreso en 1952 como profesor-investigador del Centro de Estudios Filológicos de El Colegio de México, se dedicó por completo a la Nueva Revista y a la investigación. Fue director del Centro, después llamado de Estudios Lingüísticos y Literarios, desde 1953 hasta 1972. Ingresó a El Colegio Nacional el 26 de junio de 1981.

Retratar a Antonio Alatorre es una tarea difícil y seguramente resultaría apenas un esbozo mal hecho; prefiero renunciar a tal empresa y hacerle declaradamente un esbozo fragmentario y esquemático a base de los recuerdos perfectamente vívidos que vienen a mi memoria: el primero es de cuando ingresé como estudiante a El Colegio de México e iba a consultar algo al profesor, recluido en su cubículo, rodeado de libros y papeles, frente al fichero de la Nueva Revista, tecleando vigorosamente en su máquina de escribir; él tendría 43 o 44 años; alto y espigado, de traje y corbata, con gruesos anteojos de armazón negra; tenía siempre abierta su puerta para que los estudiantes pudiéramos entrar a verlo. Tímido y parco en su trato, cuando había que hacernos una corrección o percibía nuestra ignorancia, era claro, preciso y a veces irónico. El siguiente es de cuando portó, junto con otros profesores y estudiantes de El Colegio de México, la pancarta de protesta con que participamos en la manifestación llamada "del Rector" al comienzo del movimiento del 68; esa imagen, que atestiguaba su compromiso con los que eran valores del movimiento, me sorprendió y ayudó a que despertara mi conciencia social; el tercero es el de su voz de tenor llena de entusiasmo, gozosa de la música y la letra de los villancicos de Juan del Encina o de Mateo Flecha durante uno de los conciertos de villancicos españoles del siglo xvi que ofreció el Grupo Alatorre, en el auditorio de Guanajuato 125 (se conserva un disco, grabado en las condiciones de la época). Al contrario, su papel de cura en que mascullaba con embarazo, como ocultándose, algunas oraciones en latín, en "La sunamita" (una inolvidable película corta dirigida por Héctor Mendoza en 1965, basada en un relato de Inés Arredondo), lo que revela es una timidez que, en ese contexto, le resultaba insuperable. En cambio, cuando participaba con Juan José Arreola en sus programas de Canal 11, comentando, acotando, poniéndole chispa y gusto a algún tema literario, deja ver con claridad su vaivén característico entre el despliegue del placer y la actitud de nota de pie de página típica del erudito. También recuerdo alguna vez que llegué a visitarlo a su casa y me tocó esperar a que terminara de tocar una pieza en su piano: una sensibilidad y una interpretación que me hizo asociarlo con el famoso pianista ruso Sviatoslav Richter; no solo por la firmeza y suavidad de su digitación, o su postura erecta, un tanto inclinada hacia atrás en el banquillo, sino sobre todo por su musicalidad. Por último, cuando, ya retirado de las labores diarias del Colegio, cruzaba la explanada en dirección al cuarto piso, para aconsejar algo a Alejandro Rivas o a Yliana Rodríguez, los secretarios de redacción de la Nueva Revista: alto, enjuto, ya esmirriado, parecía flotar sobre el suelo colgado de sus hombros, despreocupado, pero expedito y discreto. Ya no era el primer Antonio que conocí: abandonó la corbata y el traje oscuro, los anteojos y el peinado todavía de seminario; se dejó crecer bigote y unas crenchas blancas, más ralas que abundantes, alrededor de la cabeza. Se diría que ese aspecto era clara señal de su propia libertad, alcanzada con dificultad y esfuerzo.

Antonio Alatorre era todo eso: el filólogo erudito, preciso, crítico, exigente y hasta soberbio, vanidoso y burlón; el hombre tímido y afable; el artista que dejaba sentir en el piano la misma extraordinaria sensibilidad que lo llevó a coleccionar las Flores de sonetos o a publicar El sueño erótico en la poesía española de los siglos de oro, ambos frutos decantados del saber filológico orientado a difundir entre nosotros la belleza de la poesía italiana y española del Renacimiento y el Siglo de Oro; el que espontáneamente decidió enarbolar las banderas que una generación de estudiantes habíamos sacado a la calle en contra del autoritarismo y la represión. Un personaje complejo y a veces desconcertante. No puedo decir que haya sido su amigo, como lo fueron Arreola, Tomás Segovia o Joaquín Gutiérrez Heras; fue para mí siempre, hasta sus últimos días, mi maestro y aquel que generosamente -nunca me cansaré de decirlo- me aceptó como investigador en El Colegio de México; tampoco que haya sido un alumno cercano a él, pues la lingüística me llevó por caminos que le interesaban menos, aunque quizá nunca me habría catalogado entre aquellos a los que fustigaba como "críticos neo académicos", que pierden el placer de la lectura para sustituirlo por una cada vez más vacua pseudociencia literaria.

Con la distancia que me daba esa relación a la vez cercana y lejana, creo haber observado su cambio del erudito encerrado en sus conocimientos al escritor que logró brotar de aquel capullo, como hombre hasta cierto punto extrovertido que, apalancado en su erudición, nos regaló su mejor experiencia literaria. Pues no se debe olvidar que el placer con que nos conduce por la poesía, de Garcilaso a sor Juana, la facilidad con que nos presenta un poema tras otro, con sus fuentes, reminiscencias, contrahechuras (como se decía en el siglo XVI), se alimentó de un exhaustivo y profundo trabajo filológico, paciente y obsesivamente construido durante unos sesenta años.

Fue, según él contaba, el gusto cultivado con Arreola, la disciplina crítica que aprendió de Raimundo Lida y su "condena" a llevar solo, por decenas de años, la Nueva Revista de Filología Hispánica, lo que dio por feliz resultado al gran filólogo, de la altura de un Dámaso Alonso o un Leo Spitzer; un filólogo de los que ya casi no quedan, exterminados por la crítica neo-académica y el sistema perverso de ingreso y permanencia universitarias, que prefiere la hojarasca especializada sobre el placer de la literatura y el de su difusión. Relata Antonio en la introducción a El sueño erótico lo que le dijo una alumna de su Seminario de poesía del Siglo de Oro: "que cierto colega de la Facultad le preguntó en qué consistía mi seminario, qué cosas hacíamos; ella le contestó: pues leemos poesía, y él se quedó atónito: ¿Eso nada más?'"

Sí, nada más, pero cómo: Flores de sonetos reúne 189 composiciones, 68 de autores italianos y el resto de españoles; la mejor poesía del Renacimiento italiano, de Petrarca, Bembo, Poliziano, Sannazaro o Torquato Tasso, seguida por las versiones que hicieron de ellas, unas más libres, otras más apegadas a las originales, Lupercio Leonardo de Argensola, Boscán, Gutierre de Cetina, Calderón, Góngora, Herrera, fray Luis, Quevedo, Lope o Francisco de Terrazas. Al conocimiento profundo de la poesía italiana del Renacimiento corresponde la misma profundidad de conocimiento de la poesía española. La selección de los poemas, que no fue aleatoria, sino fundada en su exquisito gusto y su erudición, se acompaña de "notas léxicas para los sonetos italianos y comentarios para los españoles", como señala en su reseña Martha Elena Venier -una muy digna alumna y colega suya-, cuyo objetivo no solo es facilitar la comprensión, sino educar el gusto y el conocimiento de sus lectores. Ya me gustaría ver a uno de esos profesores de la Facultad, armados con sus "marcos teóricos" y la trivialidad de su hojarasca, tratando de emular un seminario de lectura de poesía como el de Antonio.

Lo mismo puedo decir de El sueño erótico, una antología documentada y sabrosamente explicada de poemas amorosos que van de don Sem Tob, rabino de Carrión a mediados del siglo XIV, a Quevedo y sus contemporáneos, seguida de otros poemas dedicados al sueño como inquietud y momento en que la imaginación se desboca.

La antología, que nos ofrece decenas de poemas amorosos, en la que incluye varios de poetas italianos -maestros de los españoles-, va tejiendo conforme avanza una red de influencias, de hallazgos poéticos, de tópicos y de observaciones métricas que tupen el conocimiento y el placer de la poesía; incluye también en ella algunos poemas acerca de pesadillas amorosas, de veladas poluciones nocturnas y de explícitos actos de amor. No solo es un libro para cualquier lector, que le dará horas de profundo gusto estético, salpicadas de buen humor, sino un ejemplo de lo que el estudioso de la literatura puede hacer para estar cerca de su público, no seguir encerrado en el claustro universitario y legitimar su profesión.

En la introducción a El sueño erótico, Alatorre relata un comentario de Gabriel Zaid a propósito de otra de sus obras más apreciadas: los "Avatares barrocos del romance (de Góngora a sor Juana)", publicado en la NRFH (26, 1977, 341-459): "¿Qué le pasará a Alatorre, que para publicar un libro lo disfraza de artículo?". Cierto, ese artículo tenía 118 páginas; en la última reelaboración para su libro Cuatro ensayos sobre arte poética (2007), parte de la colección "Trabajos reunidos" de El Colegio de México, alcanzó 180 páginas. Lo que revela esta reelaboración del artículo es otra de las características del quehacer de Antonio Alatorre: recién publicado un artículo, llenaba las páginas impresas con anotaciones y adiciones que enriquecían lo ya publicado, señal de un Alatorre autocrítico y permanentemente dedicado a acrecentar y mejorar sus investigaciones. Martha Lilia Tenorio, de quien Antonio esperaba recogiera sus obras, las actualizara con esas anotaciones y prosiguiera sus intereses, tiene delante de sí una tarea ingente.

El tratamiento de las transformaciones que llevaron a cabo los poetas barrocos sobre la tradición poética del romancero se completa en el mismo libro con un largo "Catálogo de esquemas métricos", ejemplo de erudición descriptiva. Sigue un estudio de los versos esdrújulos en la poesía hispánica, desde el siglo XVI hasta el XX, uno más de versos agudos y uno final de "consonantes forzados". También de esto trataban sus seminarios universitarios.

Le sorprendía y le agradaba el éxito que tuvo su primer libro Los 1001 años de la lengua española, publicado en edición lujosa por Bancomer en 1979 y más tarde por el FCE. ¡Primer libro, después de cientos de páginas de artículos y reseñas y millares de fichas!; para él, decía, se trata de un divertimiento, hecho con el entusiasmo que caracteriza todos sus textos, dedicado a contagiarnos la admiración y el gozo de una historia que, antes, solo se leía en el grueso tomo de Rafael Lapesa, lleno de datos y explicaciones, pero de manejo casi imposible para el lector que no esté dispuesto a leerlo acompañado de papel y lápiz y esforzándose por superar el obstáculo de la descripción lingüística. Sus 1001 años son la primera historia del español que se desliga de la historia nacional y patriótica de España, abandona la concepción metropolitana de la lengua y hace de la historia del español una parte central de nuestra propia historia; no de los mexicanos, sino de todos los hispanohablantes. Escrito con la misma cercanía al público que su El sueño erótico, expone los datos necesarios, introduce observaciones perspicaces, destaca y alumbra episodios sobre los cuales la enseñanza tradicional española pasa con embarazo, como el papel de Al-Andalús y Sefarad en la conformación de una riqueza cultural asombrosa en la Europa de la Edad Media o el dañino efecto del oscurantismo religioso desde la época de Felipe II, y da su lugar a la riqueza y variedad del español en América, no como hasta ahora se sigue haciendo en España, en que a los españoles americanos se les concede un solo capítulo segregado de la historia central. Es un libro risueño, de más fácil lectura, con datos asimilables sin dificultad; que educa, dirige, ofrece una perspectiva sólida de la historia del español y agrega la experiencia literaria: unas bellas jarchas mozárabes, algún romance juglaresco, un fragmento del Poema de Mio Cid, versos de Berceo, alguna cantiga de Alfonso el Sabio, algún poema de Juan de Mena, Garcilaso, Lope de Vega, Góngora, sor Juana...

La historia del español ha sido tradicionalmente una historia literaria, por el simple hecho de que el español como lengua de cultura se fraguó sobre todo en su literatura; por eso se le llama "lengua literaria"; pero si en Lapesa y otros -pocos- tratadistas de la historia de la lengua los autores y las obras solo se mencionan, en Los 1001 años se muestran, lo que da sustancia a una historia que podría ser solo una exposición árida de fenómenos de evolución lingüística. La lengua y su literatura se entretejen en cada capítulo con la viveza del ensayo. Conforme la historia se acerca al siglo XVIII, cuando el español ya había adquirido sus características modernas, Los 1001 años se vuelve más literario, paradójicamente menos ilustrado con ejemplos, pero con mayor reflexión acerca de esa historia, lo que muestra la manera en que Alatorre concebía nuestra lengua. Su criterio en la concepción de la historia y su posición ante las normas académicas, que respeta, pero frente a las cuales esgrime la libertad del hablar y el gusto, han dejado huella en la idea que nos hemos formado muchos hispanohablantes a ambos lados del mar acerca del español moderno. El libro se ha vuelto un clásico que nutre el aprecio de la lengua, una virtud que no desmerece frente a las novedades que, desde su publicación, ha venido ofreciendo la investigación lingüística del español.

Si sus textos transmiten la cautivación de la literatura, cautiva también en toda la obra de Alatorre su lengua: nunca barroca o retorcida, aunque pocos como él han conocido y apreciado la literatura barroca; nunca ampulosa o acartonada; siempre con la llaneza que pedía el ideal renacentista de Juan de Valdés; nunca vaga o imprecisa, sino afilada, extremadamente culta y, sin embargo, cercana a la tradición popular, no solo española y mexicana, sino de su propio pueblo de Autlán, a cuyo recuerdo acudía para recuperar dichos y anécdotas, como si la fuente de su lengua estuviera precisamente allí, en un pueblo que a veces nos lo transfigura en mito. Un tributo oblicuo a ese pueblo es su relato parafrástico de El brujo de Autlán, basado en varios expedientes inquisitoriales del siglo XVII. Mexicano y jalisciense, nunca tuvo espíritu de campanario; su universalidad fue como la de Alfonso Reyes, más recatada, menos abarcadora y, me atrevo a decir, más profunda.

Si uno revisa, por ejemplo, uno de sus últimos artículos acerca de la lengua, como "Sobre americanismos en general y mexicanismos en especial" (NRFH, 49: 1, 2001, 1-51), encontrará que también allí, en un artículo estrictamente filológico, con el consabido aparato de notas, muchas eruditas, la lengua que utiliza es coloquial: "Estas mujeres -se refiere a las pilmamas nahuas de niños españoles en el siglo XVI- hablan ya español, pero 'piensan' aun en náhuatl y, como se encariñan con el condenado güerito, aceptan de buena gana la lata que les da y le dicen que es un lloritzin, un caguitzin, etc., empleando el sufijo náhuatl-tzin, denotador no solo de respeto (Malintzin, huehuetzin 'venerable anciano'), sino también de cariño y ternura". Solo con libertad, conocimiento y gusto se puede incorporar la expresión coloquial en un artículo erudito sin caer en la caricatura o la chabacanería.

Ese artículo, como muchos otros que escribió, fue polémico: proponía ante todo el origen nahua del sufijo -iche de metiche, pidiche, pedinche, lambiche, cantaliche, lloriche y varios más, muy característicos de Jalisco, pero extendidos por otras regiones de México. Lo enderezó contra la hipótesis de Juan M. Lope Blanch, de que el origen del sufijo es español. Lope y Alatorre eran amigos, por lo que la polémica es un ejemplo característico de una discusión filológica en una revista especializada. El artículo le sirvió también para repasar el españolismo del gran etimólogo Joan Corominas, quien en muchos casos niega orígenes americanos a palabras bien documentadas, como tabaco o petaca, y corregir algunas de sus etimologías erróneas. Ahí se trató de una polémica entre amigos. No tan amistosa fue la que desencadenó contra el historiador Elías Trabulse, a propósito de la carta que escribió a sor Juana una sor Serafina de Cristo, que el historiador atribuye a sor Juana misma. En Serafina y sor Juana (1998), con la colaboración de Martha Lilia Tenorio, Alatorre desmenuza las razones y las situaciones en que se escribió la Carta, para terminar negando que procediera del puño de sor Juana. De nuevo, su erudición se despliega con lujo de datos y de argumentos, que continuó en la serie de polémicas acerca de sor Juana en que se vio envuelto, entre ellas, una con Octavio Paz. Hay que comprenderlo: había llegado a tal dominio de los datos y conocimiento del tema que su reacción era natural frente a interpretaciones que, a su juicio, o eran equivocadas o parciales. Lo que nos han dejado sus textos en este tema son datos y conclusiones sólidas y rotundas, que la investigación de sor Juana posterior a él no puede soslayar. Yo diría que, respecto a la obra de sor Juana, hay un antes y un después de Alatorre.

Coronó sus estudios sorjuaninos con los dos monumentales tomos Sor Juana a través de los siglos (1668-1910), publicados en 2007. En esos tomos repasa la recepción que tuvo la obra de sor Juana desde finales del siglo XVII hasta principios del XX. Es una recopilación de poemas dedicados a la poetisa, así como comentarios y noticias que se escribían acerca de ella en el ámbito hispánico y europeo; 490 testimonios, recogidos con exhaustividad a lo largo de su vida intelectual. Remito a la nota que escribió al respecto Martha Lilia Tenorio en la NRFH (56: 2, 2008, 505-522), quien concluye afirmando: "El sorjuanismo de Alatorre es una consecuencia lógica de su trabajo como filólogo y estudioso de la poesía barroca... no cabe duda que sor Juana y Alatorre están hechos el uno para el otro... sor Juana encontró al estudioso que merecía".

Lo que poca gente conoce y aquilata es su labor en la NRFH. Es verdad que Antonio Alatorre no fue el creador de la NRFH, pues como todos sabemos, a México llegó de Argentina la Revista de Filología Hispánica traída por Amado Alonso -discípulo de Ramón Menéndez Pidal- y Raimundo Lida -discípulo de aquel- cuando el hostigamiento peronista a los miembros del Instituto de Filología de Buenos Aires comenzó a amenazar su publicación. El último número de la NRFH se convirtió en el primero de la NRFH y de esa manera continuó el eslabonamiento de la tradición de la Revista de Filología Española, interrumpida durante varios años por el franquismo. La impronta, el estilo, la vocación de la Revista fueron una herencia que recibió Alatorre cuando Alonso murió y Lida se fue como profesor a Harvard. A partir de 1952, la carga de la NRFH cayó sobre sus hombros. El carácter de la revista, el que se conservó durante más de cincuenta años, se debe a él; a su dedicación, a la selección y corrección de artículos y de reseñas (más de un filólogo famoso se llegó a ofender porque le había corregido la plana), a la preparación de su bibliografía. Entre el primer número de la revista y los de 2010, publicó en ella 34 artículos y 65 reseñas; durante los últimos años, casi uno al año. La NRFH se ha convertido en la más antigua revista filológica de Hispanoamérica y una de las dos o tres revistas de filología hispánica más reconocidas mundialmente. Su obra.

Por último, también quisiera llamar la atención a su trabajo como traductor. Como cité antes, desde 1946 se sumó al grupo de republicanos españoles que dieron al FCE el prestigio que lo convirtió en la primera casa editorial del mundo hispánico en esas épocas. Al lado de Agustín Millares Carlo, Joaquín Díez Canedo, Eugenio Ímaz y varios más, afirma Antonio que encontró el ambiente literario, crítico y erudito que necesitaba. De su mano salieron traducciones como las Heroidas de Ovidio -obra maestra de la traducción-, La disputa del Nuevo Mundo de Antonello Gerbi, las Memorias póstumas de Blas Cubas de Machado de Assis, la obra que se ha convertido en un clásico, Erasmo y España de Marcel Bataillon (en el próximo número de la NRFH hay un emocionado recuerdo de la correspondencia entre Bataillon y Alatorre a propósito de su traducción, relatado con el gran estilo de Martha Elena Venier); junto con Margit Frenk, la Literatura europea y Edad Media latina de Ernst Robert Curtius -otro libro imprescindible para la formación filológica-, o El lenguaje de Edward Sapir, en el que brindan ejemplos en español correspondientes a los que ofrece Sapir en inglés y otras lenguas, en vez de concretarse, como hacen los demás, a dar versiones pseudo literales de los ejemplos. Solo esa práctica es un ejemplo del difícil y nada entendido problema de la glosa del significado y la forma de expresiones en otras lenguas. Esas traducciones y muchas más son un verdadero paradigma de lo que se espera de un traductor literario e intelectual.

La obra de Antonio Alatorre no es glamorosa; no es una obra de invención, sino una vigorosa, precisa y erudita obra de creación sobre la experiencia literaria que nutre a las culturas hispánicas; va más allá de las glorias circunstanciales y los premios -aunque recibió el Premio Jalisco (1994), el Premio titular de la Cátedra Ítalo Calvino (UNAM, 1994), y el Premio Nacional de Ciencias y Artes (1998) en Lingüística y Literatura- y deja un humus de cultura que heredamos todos los hispanohablantes.

 

Información sobre el autor

Luis Fernando Lara. Es profesor-investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios del Colmex, que dirigió de 1997 a 2003, y, a partir de 1973, director del importante proyecto de elaboración del Diccionario del español de México (un diccionario integral del español en su variedad mexicana) que ha tenido como resultado diversas versiones parciales, la última de las cuales se publicó en 2010. Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en ¡a Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y el doctorado en El Colegio de México (1975). Además hizo estudios especializados en las universidades de Kiel, Heidelberg y Pisa. Fue becario del Deutscher Akademischer Austauschdienst y de la Alexander von Humboldt Stiftung. Realizó investigación en semántica y teoría constructivista de la ciencia en las universidades de Heidelberg, Konstanz y Berlin (1979). Posteriormente, como investigador visitante, hizo trabajos de semántica y lexicografía en el Romanisches Seminar de la Universidad de Heidelberg (1983-1984) y más recientemente en el Instituto Universitario de Lingüística Aplicada de la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona (2003-2004). Es sin duda el lexicógrafo más importante en nuestro país; ha recibido numerosas distinciones en el ámbito nacional e internacional, entre las que destaca su nombramiento como miembro de El Colegio Nacional en 2007. Ha enseñado en varias universidades y centros de estudios avanzados del país y del extranjero. Es autor de más de un centenar de artículos especializados, 4 diccionarios y 8 libros, entre ellos: El concepto de norma en lingüística (1976), Diccionario básico del español de México (1986), Diccionario del español usual en México (1996 y 2009), Teoría del diccionario monolingüe (1997), Ensayos de teoría semántica. Lengua natural y lenguajes científicos (2001) y Curso de lexicología (2006).

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