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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.25 no.1 Ciudad de México mar./may. 2004

 

Artículos

 

Personajes mirando una nube

 

Fabio Morábito

 

Cuando hace más de quince años Tomás Segovia publicó Personajes mirando una nube, su libro de relatos, el hecho pasó bastante inadvertido, lo cual se debió seguramente a que en México, como en otras partes, una vez que un escritor ha sido encasillado en un género, no se ve con buenos ojos que se ponga a cultivar otro, especialmente si es un género que se considera antitético al suyo, como es el caso de la narración con respecto a la poesía. No era pues esperable que el primer libro de relatos de un poeta como Tomás Segovia llamara poderosamente la atención. Un poeta, además, nunca llama poderosamente la atención, ni siquiera cuando cambia de género. Y el tono meditativo del libro, los paisajes de relieves difuminados que se pierden en la lejanía y los personajes que a menudo parecen vagar en un ensimismamiento estupefacto, no estaban hechos para impresionar al lector sino, en todo caso, para rodearlo, filtrándose en su atención a través de una prosa ramificante, continua y persuasiva. Segovia, en otras palabras, había escrito uno de los libros menos vistosos y más perfectos que se habían escrito en muchos años, y pagó el precio por ello.

A la general discreción de estos relatos contribuye el hecho de que carecen virtualmente de título, pues los títulos reproducen simplemente las primeras palabras de cada historia, de acuerdo con un procedimiento que es muy común en la poesía, mas no en la narrativa. ¿Se trata tal vez de una forma solapada de inclinar al lector hacia una lectura "poética" de estos textos; una forma de advertirle, por ejemplo, que no espere el suspenso ni las dramáticas vueltas de tuerca que se suelen esperar de un cuento? Tal vez. Pero podría tratarse de otra advertencia, más sutil y quizá inconsciente: la de leer todos estos cuentos sin interrupción (pues los títulos interrumpen), como si fueran el mismo cuento, como si estos personajes fueran en el fondo el mismo personaje, el autor de un único soliloquio en que se repasan los momentos cruciales de su vida.

Es difícil resistirse a esta hipótesis, sobre todo por el vínculo que parece haber entre el primer cuento y el último, entre el niño narrador del primer relato y el hombre maduro y quizá viejo que narra la última historia. Hay sin duda un secreto diálogo entre ambos. El niño del primer cuento, que sigue a su padre en una errancia de pueblo en pueblo, intuye que ese viaje sólo se terminará cuando él y su padre lleguen a un lugar sustancialmente distinto de todos los visitados anteriormente, tan distinto que secretamente los inhabilite para el regreso. En el último relato, el solitario habitante de la torre, cuyos contactos con el mundo se limitan a las visitas mensuales de los encargados de llevarle provisiones y a las dos incursiones que él hace cada año en ocasión de las Fiestas para saludar a su gente que vive abajo, parece ser el hombre en que se ha convertido el niño del principio, y su torre, situada en un indefinido punto elevado de la comarca, desde el cual puede atisbar los pueblos del valle y sobre todo percibir entrañablemente el transcurso del tiempo, se antoja ese lugar distinto a todos los demás lugares en pos del cual iban infatigablemente el padre y el niño del primer relato.

Visto así, el libro describiría la evolución de un destino, mas no de un destino novelesco, no la evolución de un carácter específico, sino, simplemente, el punto inicial y final de una vida cuyos momentos cruciales describirían los otros relatos. De una vida que es todas las vidas. Así, el niño solitario del principio, que sigue a su padre como se sigue a un dios o a un ídolo, que no camina nunca a su lado sino siempre atrás, sin verlo nunca verdaderamente de frente sino siempre de espalda, como impotente para alcanzarlo o tan siquiera tocarlo, regresa al final de su trayectoria a la soledad de sus inicios, con el padre que, convertido en una torre, presta a su hijo su último servicio, trepándolo simbólicamente en sus hombros para otorgarle el don de una visión privilegiada, cuyo precio es la soledad.

El hijo, sostenido por el padre, conquista las nubes o, mejor dicho, él mismo se vuelve una nube. Es imposible no pensar en Ícaro, elevado hasta las nubes por su padre, el genial inventor del laberinto; pero en el mito griego, como sabemos, Ícaro se olvida precisamente de las nubes y por eso se aproxima demasiado al sol y derrite la cera de sus alas. Desoye la advertencia de Dédalo de quedarse por abajo de las nubes, de no sobrepasar esa última capa de sentido, y la desoye porque comete el error de tomar demasiado al pie de la letra la equivalencia sol = luminosidad y supone que la luz es más luz, o la luminosidad es más luminosidad, conforme uno se acerca más al sol. No comprende que a partir de cierto grado de elevación en el cielo el sol se convierte virtualmente en una metáfora, en un punto vacío que sólo tiene sentido a través de las cosas que ilumina. Y no lo comprende, entre otras razones, porque ha sido educado en un laberinto, con el que Dédalo, su padre, ha dado forma física a la literalidad. Hijo del laberinto, de una construcción que sólo admite un uso, tan sólo uno (y que en virtud de esa exclusividad carece de hecho de cualquier uso posible), Ícaro no está preparado para concebir o entender una metáfora, una presencia que es una ausencia o un arriba que es un abajo, porque sólo conoce el sentido estricto y unívoco de las cosas.

En cambio, el niño que protagoniza el primer relato de Segovia, al revés de Ícaro, ha aprendido de sus errancias en compañía del padre que todo es dúctil y variable. La imagen del cuero con que se abre el libro resume magistralmente esta sabiduría. En su memoria el hijo identifica ese material con el padre, pues de cuero estaban hechos su morral, sus botas y su cinturón, pero evoca sobre todo su maleabilidad, su docilidad para plegarse a formas y usos disímiles, como si el cuero lo hubiera educado para reconocer en la multiplicidad de las cosas esos parentescos y vínculos sin los cuales la realidad permanece inerte y desorganizada. Estos vínculos, que ordenan el mundo, permiten también interpretarlo y escapar así de la estrecha identidad de cada cosa consigo misma. La maleabilidad del cuero, en otras palabras, resume la maleabilidad del mundo y la capacidad de las cosas de transformarse en otras.

El padre andarín, que todo lo transfigura, que nunca mira hacia arriba sino hacia adelante, siempre con la vista fija en el nuevo pueblo que van a encontrar, está abierto a los estímulos más dispares del camino, excepto uno: el regreso. Y esta negación, que el hijo advierte cuando le parece que el viaje de ambos transcurre enteramente cuesta abajo, hace de la aventura paterna una empresa tercamente solitaria como la de Ícaro. Hombre escurridizo, que se mezcla con los demás hombres pero siempre los abandona, que no se establece en ningún lugar, aunque sus actos y palabras permanecen en la memoria de aquellos que lo conocen, el padre prepara con su ejemplo el ambiguo futuro de su hijo en la torre, que se exiliará no para apartarse torvamente de los hombres, sino para comprenderlos y amarlos, como si sólo así pudiera hacerlo. El hijo, como el padre, no pertenecerá a ningún sitio y a ninguna persona, porque será el centinela de todos, el guardián del tiempo común, el que escucha en nombre de todos el latido del tiempo. La mirada abarcadora del hijo desde la torre y, por abarcadora, necesariamente piadosa sobre el hormigueo humano que transcurre allá abajo, es la mirada del padre que el hijo ha decantado y refinado. Este es el sentido de su visión privilegiada, que se tiende de un solo golpe sobre el ajetreo del mundo, ese mismo ajetreo que el padre le había mostrado parte por parte a lo largo del viaje de ambos. Y esta mirada no sólo justifica al padre, que ahora se ve que la iba "construyendo" paso a paso justamente para las pupilas de su hijo, sino que justifica a los de allá abajo, que sin esa mirada puesta sobre ellos no se sentirían de verdad vivos y reales. Es como cuando miramos una nube; sólo en un primer momento la vemos como algo ajeno y remoto; en seguida nos sentimos mirados por ella y, transportados hasta su altura, nos vemos a nosotros mismos aquí abajo, acalorándonos en nuestros asuntos.

Ya en una entrevista imaginaria de sabor montaliano Segovia había declarado que el título del libro, Personajes mirando una nube, hacía referencia al hecho de que los personajes de estos relatos pierden el tiempo o, mejor dicho, lo ven pasar. Lo cual es cierto. Pero el título alude también a la necesidad de reconocerse en un latido más difuso que el de los signos inmediatos del trajín diario. Esos espejos imperfectos que son las nubes, en lugar de devolvernos nuestra imagen exhaustivamente, con una sobreabundancia pueril de detalles, nos la devuelven esencializada y metaforizada por el tiempo. Su lejanía las hace malos conductores de fidelidad aparente y excelentes espejos de parábolas esenciales. "Soliloquio de las nubes", podría haber sido otro título de este libro, en el que los personajes parecen estar a un paso de acceder al sentido profundo de sus acciones. Como las nubes, están en camino de disolver sus enigmas. En esos momentos, un hombre es un poco todos los hombres. Toda situación límite nos resta sustancia biográfica y nos devuelve sustancia mítica. Nos devuelve al tiempo verdadero, liberándonos del mero tiempo acumulado, y es dentro del tiempo y fuera de la cronología donde es posible saber dónde estamos. Desde luego hay que morir un poco para saberlo. Sólo si nos replegamos, comprendemos. Puramente erguidos, nuestra vida, de tan plena, se nos escapa, como cuando somos niños. En este sentido, el poeta es siempre el hijo de un caminante y un protegido por éste. Lo sigue uno o dos pasos atrás para comprender el camino y protegerse de él. Necesita que alguien lo cubra. El poeta Dédalo se abre camino a través de su hijo Ícaro. En el libro de Segovia, el poeta del final, que es el niño del principio, se trepa a los hombros del padre y ve lo que éste no pudo ver. Levantar un hijo al cielo y levantarse sobre la torre del propio padre son, en el fondo, el mismo gesto, el gesto de quien aspira a las nubes, pero no aspira a traspasarlas. Gesto de un rezagado, de un tardío, de un poeta. Y mirar las nubes es querer descansar de los innumerables espejos que nos rodean para reflejarnos en una carne más opaca y ambigua, que intuimos más verdadera. Todo el libro de Segovia, con sus maravillosos paisajes de bruma y de niebla, de difuminadas lejanías y límites desvanecidos, está escrito desde esta nostalgia por una opacidad redentora.

Creo incluso que la opacidad es el tema más íntimo de Tomás Segovia. Creo que la opacidad es su gran maestría. Simplificando un poco, me parece que su obra descansa sobre la defensa de lo no dicho y de lo implícito. Nunca decimos verdaderamente lo que queremos decir, siempre nos desviamos y, por ello, justamente, vale la pena hablar, porque sólo en las desviaciones, en la relativa desposesión de nuestras palabras, tiene sentido encontrarse. La palabra que no se desvía, que no acepta arrastrar el limo del sinnúmero de resonancias que lleva en sí, que no se haga mínimamente opaca, será siempre una palabra abstracta, una palabra impuesta, una orden y no un reconocimiento. Por eso, la poesía, que es el arte de la desviación y del detrito, el arte supremo de la resonancia, es el verdadero arte del reconocimiento.

De ahí que estos cuentos estén llenos no sólo de veladuras atmosféricas sino sobre todo de veladuras en la comunicación. La escasez de diálogos es significativa. Se respira en todos ellos la nostalgia por un entendimiento que se dé por abajo de las palabras, o a través de un uso lúdico y caprichoso de ellas que retarde el sentido y resalte su carácter ritual. Tal vez se deba a esto el hecho de que varios de estos cuentos sean protagonizados por los seres más rituales de todos, los niños. Incluso el último relato, cuyo protagonista, el habitante de la torre, es un adulto y quizá un viejo, es en realidad el cuento de un niño, de un niño sabio, de un niño que habla solo y que no se ha dado cuenta de que ya no es un niño, o que sabe que su madurez no lo ha modificado sustancialmente. Sospecho que, para Segovia, ésta es la condición imprescindible para ser poeta: tener el valor de no cambiar, no caer en la tentación de curarnos de nuestra niñez, o sea de nuestra orfandad. Porque el niño, huérfano o no, está siempre inmerso en la orfandad, o al menos la mira transparentemente como nadie. La orfandad es el don del poeta y se disipa tan pronto como la madurez nos provee de las primeras seguridades adultas, que son siempre ilusorias. Los personajes de este libro son todos huérfanos, porque en alguno de ellos esta ilusión no ha comenzado todavía y en los demás se ha caído de tajo. Mirar una nube, que es el gesto que los reúne a todos, es pues un gesto propio de la orfandad, tal vez porque es el gesto que más nos identifica con los muertos. ¿Qué hacen los muertos sino ver pasar las nubes? El huérfano se reconoce en ellos porque vive su propio abandono como un abandono por parte de los vivos, como una incapacidad de éstos de suplir con vida su desamparo. Mirar cómo pasa una nube es dejar la mirada sin objeto ni propósito, tenderse como un muerto, convertirse en "una pura mirada ingrávida". Y tenderse como un muerto es tenderse sobre un espacio virgen, nunca hollado por nadie. Implica, pues, transfigurarse, tal como una nube, que es nube porque recorre siempre un camino inédito, un surco que ella misma inaugura, se transfigura a cada instante. Así, esta sed de transfiguración no es más que sed de renacer, algo que se ve muy claro en uno de los cuentos más memorables del libro, en el que una mujer que vive sola se levanta a veces a mitad de la noche y, en una especie de rito sonámbulo, arrastra con esfuerzo alguno de los pesados muebles de su casa, únicamente para acostarse en la zona del piso que el mueble había mantenido oculto hasta ese momento. "Cuando después de un rato de aquel silencioso esfuerzo lo había desplazado lejos de su sitio, regresaba a ocupar ese espacio donde nunca había estado (...) Me acurrucaba en aquella zona del piso como en un claro limpio y fresco de un bosque invisible (...) Me quedaba largamente allí, echada contra el suelo, para sentirme desconocida hasta el vértigo, restaurada hasta perderme, fluyendo como un agua del bautismo".

Cada vez que releo este cuento, me perturba. Es el cuento más breve de todos, colocado a mitad del libro, como si fuera su punto de gravitación, como si esta mujer fuera la nube del título a la que los otros personajes, desde los diferentes ángulos del libro, están mirando continuamente, porque se reconocen en ella. Todo lo que ella dice, podría decirlo una nube. Una nube siempre está echada, no en el suelo sino en el cielo, en un lugar que nadie ha usado, donde se restaura y se pierde a cada instante, fluyendo como un agua de bautismo, imagen cabal de la palabra viva que a media altura, en el límite de la altura permitida, nos proporciona aquí abajo la sombra bienhechora del sentido.

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