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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.25 no.1 Ciudad de México mar./may. 2004

 

Dossier: En torno a la traducción

 

El hidalgo coraza en el país de las manchas. La partida de Don Quijote hacia la lengua alemana

 

Susanne Lange

 

Resumen

¿Qué implicaciones tiene el hecho de emprender, en nuestros días, la traducción de una obra como el Quijote al alemán? Entre otras cosas, la necesidad de luchar contra una pesada herencia de imágenes y expresiones quijotescas —pero no necesariamente cervantinas— que el lector alemán ha ido recibiendo de traducciones sucesivas de la obra. En este ensayo se hace un recorrido por los diversos traductores alemanes del Quijote, desde el siglo XVII hasta el XIX. Ante la pregunta de cuáles pueden ser los parámetros por los que debe regirse el traductor alemán del Quijote en el siglo XXI, la autora propone, entre otras cosas, entregarse plenamente al perpetuo juego cervantino con la lengua, sin dejarse llevar por las concepciones fijas que hoy tenemos de los personajes ni por las convenciones literarias que han ido adoptándose en torno a esta obra, algunas de las cuales son aquí señaladas. Finalmente se sugieren algunas posturas y estrategias para enfrentar los "errores" de Cervantes, la profusión de refranes en la obra y, en fin, la decisión de qué lenguaje escoger para el Quijote alemán del siglo XXI.

 

Abstract

Which are the implications that lie beneath the task of translating, today, a novel like the Quijote to the German language? Among many others, the need to fight against a heavy legacy of quijotesque —but not necessarily cervantine— expressions and images, which German readers have received throughout more than three centuries of German translations of Cervantes'work. In this essay some of these translations (made from the 17th to the 19th centuries) are reviewed. Faced to the question of which should be the guidelines to be followed by the German translator of the Quijote in the 21st century, the author suggests, among other things, that he should completely give in to the perpetual cervantine playfulness with language, without letting himself being carried away by fixed conceptions about the characters, nor by the literary conventions that have been formed around this novel, some of which are here mentioned. And, last, some strategies and approaches are here suggested to cope with: Cervantes' "mistakes", the extravagance of proverbs and sayings in his work and, finally, the decision of which language to choose for the 21st century German Quijote.

 

Don Quijote, como todos sabemos, sale una mañana temprano de su casa sin llevar otro camino que el que inventa su caballo, porque en eso, cree él, consiste la fuerza de las aventuras. El caballero está muy contento de la facilidad con que ha dado principio a su buen deseo. Cuatrocientos años más tarde, la traductora alemana se lanza por el mismo camino y se deja igualmente llevar por los pasos de ese caballo quijotesco que es la lengua, aunque sin encontrar la facilidad de esa primera salida del caballero en 1605.

Traducir el Quijote en el año 2004 no es solamente una aventura —que a veces se antoja tan fantástica como a aquellos que rodean a Don Quijote les parece su visión caballeresca del mundo—, sino también el ascenso a una montaña que en los últimos cuatrocientos años ha crecido de una manera descomunal, sobrepasando a cualquier gigante Malambruno. Ya el Pierre Menard de Borges se daba cuenta de que re-escribir el Quijote, reproduciéndolo palabra por palabra en el año de 1934, significaba llegar a un texto inmensamente más rico que llevaba consigo todos los residuos de los siglos pasados. Más aún debe serlo tratándose de una traducción, y de una traducción a una lengua tan ajena al español como el alemán, donde el Quijote lleva consigo su propio pasado, su propio peso germánico en forma de numerosas traducciones.

Sin embargo, más audaz que la empresa misma, es escribir un ensayo sobre la traducción del Quijote, cuando la traductora apenas se ha lanzado a la aventura y tiene un camino de algunos años por delante. Equivale a hacer conjeturas sobre la recta final de un maratón cuando los corredores apenas se encuentran en los primeros metros. Así que primero volveré la mirada hacia atrás, para ver cómo se han batido mis predecesores alemanes en su duelo con el Quijote. Pero no dejaré de mostrar con qué armaduras lingüísticas me pongo yo misma en camino —aunque más tarde, tal vez ya en la primera batalla, mi celada de cartón acabará en pedazos y tendré que defenderme sin ella.

¿De dónde se saca el valor para una nueva traducción del Quijote? Cervantes juega con la ficción, con las perspectivas, se inventa narradores, cronistas, traductores... Y parece tener un brazo largo, un brazo tan largo que llega hasta el siglo XXI y puede agarrar a la traductora por el pescuezo e introducirla en su misma ficción. Entre tantos espejos narrativos, la traductora se vuelve una proyección más en la pantalla del libro. Casi puede estar segura de que, en una imaginaria tercera parte del Quijote, escrito desde ultratumba, Cervantes la hubiera introducido en la acción misma del libro, como lo ha hecho con sus lectores y editores en la segunda parte, en la cual se habla incluso de la traducción ficticia que es el propio Quijote, dejando al lector con la pregunta ontológica de cómo puede ya el original juzgar su propia traducción. Un juego que Cervantes —aunque no tenía una opinión muy alta de la mayoría de los traductores— parece haber planeado con fruición desde el principio. ¡Cuánta sabiduría lingüística debe poseer una obra que abarca ya a sus propias traducciones! De ahí surge también la pequeña ventaja que los lectores de traducciones tienen frente a los lectores hispanoparlantes del original: siempre podemos acercarnos al Quijote desde nuestra época, desde nuestro entendimiento, desde nuestra lengua actual. Podemos entender, por ejemplo, lo cómico de la época de Cervantes y hacerlo cómico también en otra lengua en el siglo XXI, mientras que muchos lectores del español tendrán que buscar en una nota al pie de página para poder reírse. ¿Y se reirán? La frescura que puede tener una nueva traducción es la pequeña tabla en el mar de imposibilidades que representa el lenguaje cervantino para cualquier traductor.

El primer traductor alemán que se lanzó a esta aventura, Joachim Caesar, llegó solamente hasta el capítulo 23. La guerra y los tiempos que corrían no le permitieron seguir. En ese entonces (era el año 1648), la lengua alemana ni siquiera había alcanzado el nivel de una lengua literaria unificada (un hecho, este último, que determinó toda la filosofía del traductor: se trataba de encontrar una palabra alemana para cada palabra española, para cada nombre español, y probar así que el alemán estaba a la altura de las lenguas extranjeras). Es el único traductor del Quijote que acompaña su traducción con un texto programático que expone su filosofía de la traducción: "toda traducción legítima debe estar hecha como si la obra que se traduce hubiera sido escrita originalmente en la lengua materna del traductor". Así que el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha hizo su primera entrada en la literatura alemana como el "Junker Harnisch aus Fleckenland": el "Hidalgo Coraza del País de las Manchas".

El traductor no tenía en su tiempo ni suficientes materiales ni una lengua lo bastante eficiente como para intentar una verdadera traducción del Quijote, pero comprendía algo que pocos de sus grandes sucesores comprendieron: el carácter jocoso de la lengua cervantina. Como buen escritor barroco de su época, Joachim Caesar inventaba nombres y palabras, y llegó incluso a crearse un pseudónimo como traductor: Pahsch Basteln von der Sohle, nombre que reproducía la estructura del nombre Don Quijote de la Mancha (sólo en el siglo XX se descubrió quién se escondía tras el pseudónimo). Rescatar esta jocosidad lingüística —aunque, claro está, no necesariamente en el país de las manchas— será una buena tarea para una nueva traducción: el camino barroco no como un camino posible hoy día, sino como un camino hacia la liberación de la literalidad sacrosanta e inviolable del original.

Un siglo más tarde, en 1775, el empresario Friedrich Justin Bertuch publicó la primera traducción integral del Quijote —si se puede llamar "integral" a una traducción que corta lo que cree que sobra o que no corresponde al carácter de la lengua alemana—. En las manos de Bertuch, y en plena época de la Ilustración y de su racionalismo, el Quijote se transforma en una obra puramente satírica, una sátira moral que busca a toda costa el efecto cómico (tendencia que también se puede notar en las versiones en otras lenguas, como por ejemplo en las traducciones inglesas). Con Bertuch, los personajes no se contentan con caer al suelo, sino que dan volteretas ridículas. Sancho se asemeja a un vulgar campesino bajo sajón y, lo que es más, parece arrastrar a todos los personajes a su vulgaridad expresiva, de manera que Don Quijote resulta extrañamente sanchesco. El nivel del lenguaje de Bertuch se acerca además, peligrosamente, al nivel de la literatura trivial.

Pero este empresario que se preocupó toda su vida por la educación de los obreros y los niños (publicando, por ejemplo, una magnífica enciclopedia visual para niños), con su traducción, para la cual aprendió expresamente el español, preparó el terreno para que Cervantes fincara en Alemania. Es en su versión donde los escritores románticos logran leer al Quijote y descubrir, a través de su lenguaje algo burdo, una obra que será fundamental para toda una época de la literatura alemana. La concepción romántica de la ironía y la oposición entre idealismo y materialismo encontrarán una base literaria en Cervantes.

Ludwig Tieck, secundado por su fiel amigo August Wilhelm Schlegel, emprende en 1799 una nueva traducción, y se jacta de hacerlo sin tener muchos conocimientos del español, nada más utilizando un pequeño diccionario y algunas traducciones francesas de la obra (afirmación que sirve más bien para presagiar el genio lingüístico de quien más tarde emprenderá una gran traducción de la obra de Shakespeare). Es de suponer que Tieck sabía mucho más español de lo que quería admitir, aunque su trabajo resultó sumamente inexacto: en la primera edición se han contado más de 1,500 errores (empezando por su "caballero extraviado" junto a su "caballerizo Sancho", que deja a los lectores preguntándose qué caballeriza tendrá un caballero errando por los caminos del mundo). No obstante, en su libro Travesía marítima con Don Quijote, Thomas Mann celebra la versión de Tieck, arguyendo que es una feliz muestra de la lengua alemana en su apogeo, y que Tieck logró dar a los tapices flamencos no un revés —que es lo que según Don Quijote corresponde a los traductores— sino una segunda cara. Y no faltan quienes afirman que Tieck puede equivocarse mucho en los detalles, pero siempre acierta en el conjunto.

Tieck ya había creado con sus protectores y amigos un bastión cultural potente dentro de Alemania. Un bastión contra el que se estrelló otro traductor que tuvo la mala suerte de aventurarse al mismo tiempo que Tieck en una traducción del Quijote. Se trata de Dietrich Wilhelm Soltau, quien le llevaba casi 30 años a Tieck y se sentía cerca aún de la Ilustración, es decir, de una época que veía al Quijote como una obra cómica con claras moralejas. Soltau no quería saber nada de los poetas románticos y no compartía su visión de un Quijote cuya locura sabia roza el genio.

Lo interesante es que entre estos dos rivales se desató una pelea —tomando como base dos revistas literarias— cuya crudeza anunciaba siglos venideros. Schlegel, el portavoz de Tieck, intentó aniquilar ya antes de su publicación la traducción de Soltau, haciendo grandes elogios del trabajo de Tieck e intentando subrepticiamente disuadirle de su proyecto. Cuando Soltau, que seguramente tenía más conocimientos del español que Tieck, se quejó en otra revista de esas alabanzas anticipadas y atacó a los dos escritores románticos, Schlegel le devolvió el golpe con fuerza. Describió a Soltau como un pedante pasado de moda cuya traducción fiel sólo servía para lectores principiantes del español, que podrían utilizar su texto como un buen apoyo para su lectura del original. Escribió: "El Señor Soltau sólo entiende el sentido material de las palabras, y puede que haya estado en España, pero nunca estuvo en Cervantes y mucho menos en la poesía". Y con una última patada lo sacó del juego: "Su traducción da la impresión de que las delicadas melodías de un Ariel fueron cantadas por algún tosco Calibán".

Siguió una larga serie de artículos en los que cada uno destacó las faltas del otro, pero con el auge del romanticismo la traducción de Soltau, con su conservadora literalidad, no logró ya imponerse. No obstante, algo aprendió Soltau de los juegos cervantinos. En su traducción de la segunda parte coló una invectiva contra Tieck y Schlegel, mas no en el prólogo a su traducción, sino a continuación del prólogo de la segunda parte, en el que Cervantes arremete contra Avellaneda y su falsa continuación del Quijote. Introduciéndose en la propia ficción, Soltau demostró haber comprendido la visión lúdica de Cervantes.

Quien traduce hoy en día el Quijote tiene que preguntarse: la traducción de Tieck, ¿es tan grande como su fama? ¿Alcanza el nivel de sus traducciones posteriores de Shakespeare? Mirándola hoy con el ojo de una traductora que tiene el original de Cervantes en una mano y su traducción en la otra, se pueden ver las soluciones felices que él encontró, pero también una falta de sensibilidad para los tonos múltiples y diversos de Cervantes, que en una sola frase logra trazar el carácter complejo de un personaje a través de los cambios de estilo. Tieck resalta la ironía superior del Quijote, pero la consecuencia es que, en su traducción, también Sancho habla "con una grácil decencia", como escribió Schlegel. La ambivalencia entre los dos personajes de Cervantes está todavía por demostrarse.

Siguieron otros traductores que, en muchos casos, se sirvieron a manos llenas de las traducciones alemanas o francesas ya existentes. La que ha logrado suplantar en gran parte la traducción de Tieck es la versión de Ludwig Braunfels, de 1873 (la más leída en la actualidad). Braunfels era un erudito que había acumulado una biblioteca especial acerca del Quijote y de las novelas de caballería. En consecuencia, su traducción logró eliminar la mayoría de los errores. Conociendo mejor el contexto de la obra, tradujo las frases con un tono más apropiado. Pero ¿logra transmitirnos el placer de la prosa cervantina? No tiene oído para los disparates gozosos con los que se divirtió Cervantes. Cuando Sancho alardea con su amo diciendo que el famoso caballero "da de comer al que ha sed y de beber al que ha hambre", Braunfels cree necesario destorcer la frase y escribir que "da de comer al que ha hambre y de beber al que ha sed". Su texto resulta en muchas ocasiones incómodamente pesado y explicativo, y no posee el brío del estilo de Tieck. Y también en su caso Sancho Panza se muestra como el gran huérfano lingüístico de la traducción: habla muchas veces como su erudito traductor, sin dar espacio al maravilloso desarrollo discursivo con el cual Cervantes dio vida a su personaje.

Aunque desde entonces hubo algunos intentos más de traducir el Quijote (por ejemplo, en 1964, el del catedrático austríaco Anton. M. Rothbauer), la traducción de Braunfels del año 1873 es todavía —seguida de la versión de Tieck— el texto con el cual se topa la mayoría de los lectores alemanes. Así que resulta evidente que el libro clama por una nueva traducción, dado que —como afirma el crítico literario Erich Auerbach— a cada época que se aficiona a él el Quijote le muestra una cara distinta.

¿En qué consistirá la cara alemana del Quijote en el siglo XXI? Primero, la traductora tiene que luchar contra una pesada herencia de imágenes quijotescas. Al lector común del Quijote le viene enseguida a la cabeza cualquiera de las numerosas ilustraciones que han escoltado la obra. Y el carácter fijo de la imagen lleva consigo también una visión fija del personaje. Además, las traducciones anteriores han forjado muchas expresiones hechas que no se dejarán borrar fácilmente de la mente de los lectores alemanes. Sin embargo, aunque le resulte doloroso a muchos de ellos, será necesario mostrarles, por ejemplo, que el nombre de Rocinante tiene que ver con "rocín" y no con "Rosine" (uva pasa), como deben pensar los lectores que solamente conocen el caballo de Don Quijote a través del término "Rosinante" (que ha entrado incluso en los diccionarios alemanes como una forma de nombrar a un caballo viejo).

¿Cuáles serán las boyas que nos guiarán en la empresa de trasladar una vez más el Quijote de la orilla española a la orilla alemana?

Lo fascinante para cualquier traductor del Quijote es el hecho —a pesar de todas las aventuras, de todos los episodios evocados y citados infinitamente en el curso de los siglos— de que la novela desarrolla su acción a través del lenguaje. Don Quijote y Sancho Panza se topan con algunos molinos de viento y con algunas ventas y castillos, pero básicamente se la pasan sobre sus respectivos jumentos y no hacen nada más que eso: hablar. Y hablando evolucionan. Después de haber conversado con Don Quijote por primera vez, ya Sancho no es el mismo campesino burdo, sino que vive una transformación peculiar que capta las visiones caballerescas de Don Quijote y trata de asimilarlas a su imaginario. En el caso de Don Quijote, al hablar con Sancho, el universo cerrado de los libros de caballería en que ha vivido tanto tiempo se pone en movimiento, teniendo que justificarse y reajustarse en cada momento ante las preguntas del escudero. Los dos exploran un terreno desconocido, y Cervantes lo muestra en los matices, en las vibraciones más finas de las frases, puesto que con cada palabra el tono puede cambiar, de lo sincero a lo paródico, de lo cómico a lo trágico, de lo auténtico a lo fingido, y al revés. Incluso una coma, una pequeña pausa puede darle otra connotación a un discurso. Así que el traductor tiene que entregarse plenamente a ese juego cervantino con la lengua, sin dejarse llevar por las concepciones fijas de los personajes o por las convenciones literarias.

Heinrich Heine escribió, en un prólogo para una traducción alemana del Quijote de un autor anónimo en 1837, que lo grande de la obra era justamente la caracterización y el lenguaje de sus dos protagonistas: el hecho de que Don Quijote hablaba siempre desde su caballo alto, mientras que Sancho lo hacía desde su burro bajo. Esta idea ha congelado la obra de Cervantes como en una foto fija o un grabado de Doré. En esta interpretación, la dinámica lingüística y psicológica entre los dos personajes desparece por completo. Sancho intenta constantemente meterse en el caballo alto del lenguaje, y Don Quijote se pone muchas veces cómodo en el burro bajo. La tarea de una nueva traducción sería devolverles a las dos figuras esa multidimensionalidad que logra sorprendernos siempre en cada capítulo; penetrar en la profundidad del material lingüístico ofrecido por Cervantes.

Igualmente, habría que disolver la pétrea oposición entre el idealista Don Quijote y el mundo realista representado por Sancho (como lo recalcaron sobre todo los escritores románticos en Alemania). Lo cómico del Quijote consiste precisamente en cómo los dos caen constantemente de un estado al otro. Así que constituye una suerte de alivio leer los comentarios de Nabokov en sus charlas sobre el Quijote, en las cuales sostiene, por ejemplo, que el tono de las instrucciones que da Don Quijote a Sancho evoca a un poeta fracasado, ya viejo, que nunca ha logrado nada en su vida y que le da ahora a su hijo robusto y ordinario unos consejos razonables sobre cómo volverse un plomero próspero. En este cambio constante de perspectiva —porque Sancho, por su parte, también intenta aventurarse como su señor en el campo de la poesía— consiste la gracia del Quijote. El gran error de muchas traducciones —en todas las lenguas— ha sido pensar que el Quijote, que es una novela con una inmensa carga cómica, tiene que demostrar su comicidad en cada palabra y que nunca termina de resultar suficientemente cómico. De este modo, muchas veces el texto de la traducción delata a sus personajes con frases de una comicidad demasiado evidente, que hace olvidar que el efecto cómico surge sobre todo de las situaciones y no del discurso de los personajes que, ellos sí, se toman muy en serio en muchas ocasiones. Solamente tomando en serio a los personajes es como se logra acceder a lo verdaderamente cómico de Cervantes.

Con el fin de seguir fielmente la evolución de los protagonistas, tal vez la mejor receta para el traductor sería intentar olvidar el conjunto de la obra y seguir paso por paso el desarrollo de los personajes, cuyo futuro también Cervantes desconocía en el momento de describirlos. Sobre todo resultaría fatal tratar de traducirlos a la luz de la segunda parte, que constituye justamente un comentario de la primera. El lector no debe tener la impresión de que en la primera parte los personajes se han leído ya a sí mismos, como ocurre en la segunda. Aquí, una de las virtudes que necesita el traductor es el olvido. Lo mejor es seguir la práctica del propio Don Quijote con respecto a sus libros de caballería: leer, creer e imitar.

Es preciso confiar también en los supuestos "errores" de Cervantes. La mayoría de los traductores alemanes se ha encargado de retocarlos, siguiendo el lema —como denuncia el crítico y traductor Klaus Reichert— de que "cuando se hunde el barco del texto, la banda del traductor debe seguir tocando a bordo Más cerca de ti, Dios mío" Eso sería justamente desentenderse del juego cervantino, que retoma sus propios errores para mejor burlarse de ellos (como en el caso famoso del rucio de Sancho, que se le pierde al autor en un capítulo y reaparece sin más unos capítulos más adelante, con Sancho cabalgándolo felizmente). Friedrich Justin Bertuch, el segundo traductor alemán, fiel a la visión racionalista de su época, quiere ser consecuente, y en su versión, Sancho, a partir del capítulo XXV de la primera parte, acompaña a su señor a pie.

Una de las tareas decisivas de una nueva traducción del Quijote al alemán sería seguir a Cervantes en sus errores y en la relación que tiene el autor con cada uno de sus personajes. Sobre todo, la voz de Sancho debe mantener para los lectores alemanes todo su potencial de sorpresa, tanto en su semivulgaridad erudita y su semierudición popular como en su profunda humanidad e inteligencia, e incluso en la ternura oculta o evidente hacia su amo. Y Don Quijote tendrá que salir del ámbito de la locura para entrar en el vaivén entre locura y sentido común que puede caber a veces dentro de una sola frase.

El buen resultado de una nueva traducción del Quijote se medirá igualmente por los refranes: en este campo se librará una de las batallas decisivas por un nuevo Quijote. La sabiduría popular que desgrana Sancho a la manera de un loro es de una profusión que difícilmente se puede encontrar en la lengua alemana. ¿Cómo puede defenderse el traductor en este campo? No solamente debe buscar proverbios hasta en los rincones más remotos de la lengua y la literatura alemanas, sino que también tiene que inventar nuevos, para que así aflore toda la subversiva vox populi de Sancho, que además de utilizar los refranes frecuentemente los cambia y tergiversa. Una de las posibles fuentes literarias de que podría servirse el traductor en esta tarea es el expresionismo alemán: Alfred Döblin, por ejemplo, con su Berlin Alexanderplatz, en el cual se mezclan y se parodian constantemente dichos, canciones y frases hechas.

¿Qué lenguaje escoger para el Quijote en el siglo XXI? Muchos traductores intentan dar a su texto la pátina de un lenguaje antiguo. ¿Es este un camino admisible? El Pierre Menard de Borges nos deja saber qué es necesario para reescribir el Quijote: "recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y 1918, ser Miguel de Cervantes". Al igual que Pierre Menard, la traductora descartaría este camino por demasiado fácil. Más arduo e interesante le parece a Pierre Menard seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard. De la misma manera, un traductor lleva siempre a cuestas su época y su lenguaje, y dado que Cervantes escribió en su época con una inaudita modernidad, una percepción retrógrada del lenguaje sería más que contraproducente al traducirlo hoy día. Cervantes detestaba justamente todo amaneramiento, y el Quijote no es un libro en contra de los libros de caballería, sino en contra del amaneramiento de la literatura de su época. Eso no significa que Sancho y los personajes populares deberían hablar en la nueva traducción un slang de las calles metropolitanas del siglo XXI. Hay que encontrar un idioma que sea perfectamente posible en el siglo XXI sin ser, al mismo tiempo, ni anacrónico ni anticuado: una jerga inventada que se libere de todos los elementos pseudoantiguos, manteniendo a los personajes en su entorno y su tiempo. Crear este idioma exigirá, por cierto, muchas investigaciones etimológicas del español y del alemán, para no caer en lo lingüísticamente improbable. En este contexto hay que tener en cuenta también que el alemán del siglo XVII no corresponde al español del mismo siglo, porque en esa época la lengua alemana estaba todavía formándose a partir de las numerosas lenguas regionales. De esta manera, lo anacrónico forma parte ya automáticamente de cualquier traducción, y el traductor debe aprovechar la oportunidad y liberarse de todo falso historicismo.

Otra exigencia central para una nueva traducción del Quijote será el elemento del ritmo y de la música en el lenguaje cervantino. La prosa de Cervantes en muchas ocasiones adopta la forma de los versos, enhebra octosílabos y endecasílabos, asonancias y aliteraciones. Ya el famoso comienzo del primer capítulo tiene un ritmo inolvidable. (Y encontrar su correspondencia alemana será un punto clave para la lectura de la novela entera.) Cuando por ejemplo Burton Raffel comienza su nueva traducción al inglés en 1999 con un prosaico "In a village in La Mancha (I don't want to bother you with its name)...", toma un camino que difícilmente logrará encontrarse con Cervantes en su trayecto.

El primer capítulo del Quijote representa la gran valla para cualquier traductor. A fin de no desanimarme desde el principio, la omití en un comienzo, esperando primero familiarizarme con los personajes y, así, poder después sortear con más impulso ese obstáculo, no solamente del Quijote, sino de la novela moderna. Y todavía sigo durmiendo y despertándome con la frase "En un lugar de la Mancha...", que algún día encontrará su ritmo en alemán.

Una gran ventaja para un traductor del Quijote hoy día lo representa la nueva edición crítica editada por Francisco Rico y su equipo en 1998. Ningún traductor anterior ha podido contar con esa inmensa cantidad de notas, explicaciones e informaciones acerca del Quijote, de Cervantes y de su época, y quien quiera traducirlo hoy, necesariamente tendrá que apoyarse en esta impresionante edición. Aunque tampoco confiaré ciegamente en ella, puesto que la obra de Cervantes tiene una ambigüedad que ninguna ciencia podrá eliminar. Y a pesar de que la edición de Rico es la versión más moderna y más fiable del Quijote, para un traductor la edición de Francisco Rodríguez Marín del año 1947, con sus diez tomos y miles de notas, es un tesoro inestimable, ya que en sus vastas anotaciones rastrea los orígenes de las palabras y las cita en una infinidad de ejemplos. Un verdadero El Dorado para cualquier traductor.

Mi propio camino hacia la traducción del Quijote se ha hecho curiosamente no a través de la literatura española, sino a través de la traducción de la literatura latinoamericana. Aunque puede que los especialistas cervantinos se inquieten, me parece un camino muy legítimo, ya que Don Quijote creía en la realidad de los libros de caballería, y cuando Colón desembarcó en las Indias, anotó en su diario que había encontrado una realidad que le recordaba esos mismos libros de caballería. Una realidad que ha resurgido siglos después por todas partes en la literatura latinoamericana, por lo que a la traductora el paso al mundo caballeresco de Don Quijote le resulta casi familiar (aunque la empresa de esta traducción parezca, a primera vista, tan audaz como la exploración de un continente entero).

Todavía me encuentro al principio de la aventura. Y manejar este vasto material literario que es el Quijote entra ya en el dominio de la teoría del caos. En el camino, el traductor tiene que tener siempre en la mente el conjunto de la obra, y debe estar consciente de que si cambia una palabra puede cambiar la constelación de toda la obra, del mismo modo que el aleteo de una mariposa en China puede cambiar el tiempo atmosférico en Europa. Será un proceso de eterno reajuste lingüístico, en el cual la traductora actuará más bien como una malabarista que arroja al aire todo el tiempo una infinidad de bolas y de platos. Espero sólo que no se rompan demasiados durante la función.

Mientras más avanzo en la traducción, más me doy cuenta de un efecto que podría describirse como la imagen inversa de las películas del Oeste, en las cuales, al final, los héroes se alejan del espectador cabalgando hacía el horizonte mientras el sol se pone. Yo, en cambio, miro hacia el horizonte y veo a lo lejos dos figuras —una en un caballo alto y otra en un burro bajo— que vienen cabalgando lentamente hacia mí, volviéndose más claras y más nítidas a cada paso.

(Barcelona, enero de 2004)

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