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Nova tellus

versión impresa ISSN 0185-3058

Nova tellus vol.32 no.2 Ciudad de México  2015

 

Artículos

Retóricas de la decadencia: los tópicos de los discursos sobre la declinación desde la antigüedad hasta la modernidad

Rhetoric of Decadence: Speeches Topics on Decline since Antiquity to Modernity

Mariano Sverdloff* 

*Universidad de Buenos Aires, Argentina / Universidad Católica Argentina, marianojavs@yahoo.com.ar


Resumen:

El objeto de este artículo es analizar los tópicos del discurso sobre la decadencia, el cual, como se sabe, puede ser rastreado en multitud de fuentes históricas, filosóficas y literarias antiguas y modernas.1 Nuestra investigación, que toma como punto de partida los trabajos de Edwards 2002, Freund 1984, Le Goff 1991, Lovejoy-Boas 1997, Momigliano 1984 y Starn 1975, parte de la idea de que la “decadencia” no es un proceso efectivamente operante en la realidad humana, sino una metáfora que sirve para interpretar el cambio histórico. Nuestro trabajo, por tanto, no intentará describir una “decadencia” existente, sino los diversos modos en que los discursos sobre ésta fueron utilizados para interpretar fenómenos históricos, sociales o incluso literarios.

Palabras clave: Decadencia; caída de Roma; tópicos; historia

Abstract:

The purpose of this paper is to analyze the topics of the discourse about decadence, a discourse which, as it is known, can be traced in many ancient and modern historical, philosophical and literary sources. Our investigation, which takes as its starting point the works of Edwards 2002, Freund 1984, Le Goff 1991, Lovejoy-Boas 1997, Momigliano 1984 and Starn 1975, contends that ‘decadence’ is not a process that actually operates in human reality, but a metaphor used to interpret historical change. We will thus not attempt to describe a supposedly existing ‘decadence’, but the various ways in which discourses about decadence have been used to interpret historical, social or literary phenomena.

Keywords: Decadence; Fall of Rome; Topics; History

Otium et reges prius et beatas

Perdidit urbes...

Catul., 51.16-17

Introducción: la decadencia, una retórica sobre el intercambio

Si entendemos, con Maurice Godelier, 1988, que los diversos intercambios humanos están regulados por una suerte de esquema mental que supone representaciones acerca del funcionamiento de la sociedad, podemos decir que los discursos sobre la decadencia interpretan las épocas de inmoralidad o declinación como un fallo general de tales condiciones de intercambio. El discurso sobre la decadencia versa sobre las fronteras entre el interior y el exterior, entre lo propio y lo ajeno, entre lo particular y lo general, cuestiones que atraviesan los diversos tópicos que analizaremos: envejecimiento; enfermedad o disolución (tanto cósmica como biológica); degradación o disipación de la herencia (en el sentido moral y económico); nihilismo o desobediencia a los dioses; triunfo del artificio sobre la naturaleza de las pasiones del cuerpo sobre el λόγος o la ratio, de la multiplicidad sobre la unidad, de la apariencia sobre la realidad (y sustitución, por tanto, del lenguaje verdadero por uno falso), de las relaciones económicas sobre las otras esferas de la sociedad; hipertrofia de la circulación de bienes y dinero; crítica del comercio y de los viajes; oposición entre el hombre civilizado corrompido y la pureza del hombre primitivo o tradicional; el hombre corrompido como esclavo o como animal que rompe las fronteras de lo humano y vuelve a un estado (feroz) de naturaleza, y confusión de la frontera entre lo femenino y lo masculino.

Para nuestra exposición, nos concentraremos en algunos textos que fueron fundamentales tanto para la antigüedad como para la relectura que desde la modernidad se hizo de la problemática de la “decadencia”, dado que un comentario exhaustivo de las fuentes sería, obviamente, imposible.2 Digamos, asimismo, que el hecho de que un mismo tópico pueda aparecer en textos de diversos géneros, y de que en cada obra pueda aparecer más de un tópico, nos obligará a organizar algunos apartados de nuestro trabajo por tema, y otros por autor. Comencemos, pues, nuestro análisis, no sin antes precisar algunas cuestiones esenciales sobre la percepción del tiempo histórico que tenían los antiguos.

Algunas cuestiones conceptuales preliminares sobre la percepción del tiempo histórico de los antiguos

Los antiguos no pensaban la “decadencia” como un concepto opuesto al de “progreso”, precisamente porque no tenían una idea de “progreso” similar a la moderna, entendida ésta como un avance general de la humanidad en todos los planos. De allí que encontremos en un mismo autor un difuso sentimiento de declinación general aceptado como un hecho natural y, simultáneamente, el reconocimiento de importantes avances parciales.3 Los antiguos tampoco tenían una “idea cíclica” de la historia (por más que muchas teorías filosóficas o cosmogónicas sí hayan recurrido a esta noción).4 Nótese que al contrario de lo que podría pensarse partiendo del extendido prejuicio de que los antiguos simplemente pensaban la historia como un eterno retorno, la variedad de teorías implica una gran riqueza de esquemas temporales.5 Arthur O. Lovejoy y George Boas, en Primitivism and Related Ideas in Antiquity (1997), hacen una extensa recensión de las diversas teorías cosmológicas, históricas y antropológicas con que los antiguos explicaban la evolución (o más bien la caída) del hombre, y exponen las diversas definiciones de civilización y estado de naturaleza en sentido lato, así como también las diversas concepciones de la naturaleza como norma. Este marco categorial es ciertamente importante para nosotros, porque, tal como veremos, la imagen de civilización corrompida se construye, en muchos casos, por oposición a una cierta noción de naturaleza.

Unidad y multiplicidad. Los presocráticos

Julien Freund 1984 inicia su historia de las teorías antiguas sobre la decadencia en la meditación sobre lo Uno y lo Múltiple de los presocráticos, dado que, efectivamente, toda teoría sobre la decadencia supone un pensamiento sobre la relación que existe entre la temporalidad y la multiplicidad. Heráclito, con su teoría del paso del tiempo como alternancia de opuestos concertada por esa παλίντϱοπος ἁϱµονίη (“armonía contrapuesta”) que se define en B51 DK, habría sido el primero en formular esta cuestión de modo más o menos explícito. Empédocles de Agrigento hace la formulación más típica de la concepción cíclica de la decadencia, pues concibe al universo como una serie de ciclos que se alternan, según los ritmos de la Φιλία (“amor”) y el Νεῖϰος (“odio”) (A40 DK), en momentos de unión y disolución. Empédocles asimila la pasión humana del odio a la disolución, lo cual constituye una primera asociación de las pasiones humanas destructivas con la mutabilidad temporal, asociación central en toda la tradición clásica.6 Anaxágoras agrega la idea de que el νοῦς (“inteligencia”), dado que los conoce, es la entidad que ordena y descompone los seres (B12 DK). Tal como subraya Freund, esta teoría es sumamente importante, pues, según ella, la decadencia o destrucción no responde a una legalidad inscripta en las cosas, sino a la intervención de una inteligencia y pone el acento, por tanto, en la posibilidad de la acción humana (Freund, 1984, p. 32).

Hesíodo

Los Trabajos y los días de Hesíodo presenta quizá la versión más arquetípica de las teorías de la decadencia, y tendrá una tremenda influencia en la tradición posterior. Subrayemos ciertos elementos fundamentales del mito hesiódico de las razas:7

  1. El tiempo de la “raza de oro” (Hes., Op., 109-126), que se asocia al reinado de Cronos, implica un “primitivismo jurídico” (no hay leyes ni guerras). Este tiempo está descrito desde la óptica de un “primitivismo suave”, según el cual no hay necesidad de trabajar porque existe acuerdo entre deseo y bienes naturalmente disponibles.

  2. Tal como ha demostrado Jean Pierre Vernant, 1983, el tema central que organiza la alternancia de las cuatro primeras razas (la de oro, la de plata, la de bronce y la de los héroes) es la pareja Ὕβϱις-Δίϰη: la primera y la cuarta razas (la de oro y la de los héroes) estarían dominadas por la Justicia; la segunda y la tercera edad (la de plata y la de bronce) por la Desmesura. La quinta raza, la de hierro, será aquella en la cual los bienes (ἐσθλά) y males (ϰαϰοῖσιν) estarán mezclados (Hes., Op., 179), obligando al hombre a elegir entre ellos.

  3. El mito de Prometeo (Hes., Op., 42-105) tiene un cáracter doble, pues éste es un héroe cultural benefactor pero también el culpable de que los dioses, en venganza por el robo del fuego, les hayan enviado a los hombres a Pandora; en la figura de Prometeo confluyen, por tanto, las dos corrientes principales acerca de la innovación técnica: la “antiprimitivista”, que la ve como un bien, y la “primitivista”, que la considera un mal.

  4. Hesíodo establece una tripartición en la quinta raza, la de hierro. En el primer período, antes del robo del fuego por parte de Prometeo, los hombres vivían libres de males, trabajos y enfermedades (Hes., Op., 90-93); en el segundo, aquél desde el que narra Hesíodo, luego del robo de Prometeo y el regalo de Pandora, la de las alegrías y los bienes mezclados, los hombres deben elegir constantemente entre el trabajo y la holgazanería, entre la Justicia y la Desmesura. Finalmente, en el tercero, cuando los hombres sean totalmente impiadosos con los dioses y sus semejantes, nacerán viejos y morirán (Hes., Op., 181). Hagamos varias puntualizaciones acerca del modo en que Hesíodo piensa esta raza de hierro y su decadencia:

    1. La oposición Ὕβϱις-Δίϰη se asienta sobre la esfera económica: no respetar a los dioses conduce a la ruina; el trabajo y su organización (incluso junto al esclavo, Hes., Op., 459) es el valor central de esta ética del trabajo, propia de los propietarios medianos que cultivan de modo intensivo tierras marginales, despreciadas por la aristocracia.8 Nos encontramos aquí con uno de los principales núcleos de los discursos sobre la decadencia, la moralización de la economía.

    2. Uno de los rasgos de la maldad que triunfará en los tiempos decadentes es el uso engañoso del lenguaje. Los procesos judiciales y las discusiones del ágora que apasionan a Perses (el hermano de Hesíodo, a quien está dirigido el poema) forman parte de este universo de actos discursivos deceptivos que se oponen al trabajo (Hes., Op., 27-29). Lo mismo puede decirse de los “reyes devoradores de regalos” que administran una falsa justicia (Hes., Op., 38-39), o de los malvados que tratarán de perjudicar al hombre bueno con “palabras retorcidas” (Hes., Op., 194-195) cuando termine de consumarse la degeneración de la raza de hierro. Inversamente, para la buena marcha de los negocios, es necesario que se respeten los acuerdos (Hes., Op., 370-372).

    3. Este uso engañoso del lenguaje, que se opone a la Δίϰη y es producto de la soberbia (tal como relata la fábula del halcón y el ruiseñor en Hes., Op., 202-213), va acompañado de acciones violentas: “la justicia se hará con las manos y no habrá respeto [...] dañará el malo al mejor hombre hablando con palabras retorcidas” (Hes., Op., 192-194).9

    4. Estas bajas pasiones asimilan al hombre a los animales salvajes; los hombre se devoran mutuamente (ἀλλήλους τϱίβουσι, Hes., Op., 251), contraviniendo la ley divina, que les impedía actuar como los peces, fieras y aves aladas, que se comen unos a otros (ἔσθειν ἀλλήλους, Hes., Op., 278). Digamos que también esta metáfora alimenticia se extiende a los reyes, quienes son llamados, precisamente, “devoradores de regalos” (βασιλῆς [...] δωϱοφάγοι, Hes., Op., 263-264).

    5. Ciertos modos de circulación de bienes, el robo, el saqueo, el comercio en barco (aunque esta es una actividad más aceptable), las demandas judiciales, la dilapidación de la herencia, están vistos de modo negativo, porque se oponen a la “ética del trabajo” y se asocian a la holgazanería o la avaricia; 10 asimismo, las ganancias mal habidas son comparables a calamidades (ἄτῃσιν, Hes., Op., 352). La Mesura implica una nítida diferenciación entre la esfera de la producción y de la circulación, y una serie de regulaciones negativas muy precisas para esta última.

    6. Pandora, el arquetipo de la mujer, es engañadora y esparce enfermedades (Hes., Op., 69-104). La mujer es un ser ambiguo -se trata, precisamente, de la compañera del hombre en este tiempo que mezcla bienes y males-, porque es necesaria para la vida pero también es capaz de agotar la energía física (¡y la economía!) del hombre: “Toda riqueza adquirida debe ser pagada por un esfuerzo consumido en contrapartida. Para la raza de hierro, la tierra y la mujer son al mismo tiempo principios de fecundidad y poderes de destrucción” (Vernant, 1983, p. 42). La mujer, seductora, glotona (de allí la graciosa palabra compuesta δειπνολόχη, Hes., Op., 704, que literalmente significa algo así como “la que ronda alrededor de la comida”), avariciosa y ladrona, debe ser dominada, porque es capaz de arruinar económica y físicamente al hombre, entregándolo a una vejez prematura (Hes., Op., 705). La mujer, por tanto, para Hesíodo, está relacionada con la degeneración, y comparte su campo semántico: vejez, ruina, robo, avaricia, glotonería, engaño, enfermedad.

    7. La degeneración moral implica una degeneración física, una suerte de traducción a la biología: los hijos de los hombres malvados no solamente son “oscuros” o menos “conocidos” (ἀµαυϱοτέϱη γενεὴ, Hes., Op., 284), sino que además son peores biológicamente hablando. Recordemos que las diferentes edades son, precisamente, “razas”; del mismo modo, los dioses castigan las faltas de los hombres con enfermedades, y, finalmente, los hombres más impiadosos nacerán con los cabellos blancos (Hes., Op., 180-181). De este modo, al hombre “animalizado” se le suma el hombre “debilitado” o, más bien, “envejecido”.

En conclusión, vemos que Hesíodo presenta varios tópicos que serán centrales en los discursos posteriores sobre la decadencia: la relación entre economía y moral; el uso engañoso de los discursos como característica de los tiempos decadentes; el estrecho vínculo entre lujuria sexual y ruina económica; la relación entre declinación cósmica, moral y biológica.11

La raza de oro

La “raza de oro” conoció una gran fortuna: Platón se sirve de ella para formular su leyenda cívica en la República (414b y ss.); según Proclo en sus Comentarios a la República (in Platonis Rempublicam commentarii, ed. W. Kroll, vol. II, pp. 74-75), Orfeo habría distinguido tres clases de hombres (los de oro, los de plata y los titanes); también mencionan a la raza de oro, entre otros, Arato en sus Fenómenos (96-136), y Teócrito en sus Idilios (12.15-16). En los escritores latinos, esta “raza” cambia de denominación y se convierte en “edad” (Baldry, 1952). El mito de la Aurea Aetas conoció una amplia difusión, tal como lo demuestran, por ejemplo, Virgilio en Eneida (5.791-744; 8.314-329), Geórgicas (2.536-40) y Églogas (4.6-10), Horacio en sus Odas (4.2.39-40) y Epodos (16.63-66), Tibulo en sus Elegías (1.3.35-48; en 2.3.35-46 y 2.3.63-74 se describe asimismo la ferrea aetas), Ovidio en Metamorfosis (1.89-112, 15.96-103), Amores (3.8.35-56) y Arte de amar (2.277-8), Calpurnio Sículo en sus Églogas (1.33-88, 4.5-8), Séneca en Fedra (525-539), el poeta anónimo de las Églogas de Einsiedeln (2.21-24), Claudiano en Contra Rufino (45-64) y en el Elogio de Estilicón (2.344 y ss.) o Ausonio en sus Epístolas (12.27-30). No repetiremos las descripciones de este estado ideal, simplemente mencionaremos los tópicos principales con los que, en oposición a la aurea aetas, Ovidio (de un modo similar a otros) caracteriza a la Edad de Hierro: guerras y rapiñas a causa de la codicia (amor sceleratus habendi, Met., 1.131; vivitur ex raptu, Met., 1.144), engaños (fraudesque dolique/ insidiaeque), navegación (Met., 1.132-4), el surgimiento de la propiedad privada de la tierra (Met., 1.135-6), excavación de las entrañas de la tierra para obtener oro y metales, desintegración de las relaciones familiares (Met., 1.145-8), todo lo cual provoca la huida de la virgen Astrea (Met., 1.150); a estas calamidades habría que agregar el delito que es, según Pitágoras, el asesinar animales para comerlos, hábito desconocido en la Edad de Oro (Met., 15.60-142).12 Digamos para terminar esta rápida enumeración que Juvenal, como antes Ovidio, hace un uso humorístico del tópico: declara en la sátira VI que en la Edad de Saturno no había adulterios, pero que en la Edad de Hierro Astrea abandonó el mundo, llevándose consigo a su hermana, Castidad (Sat., 6.1-24), y riza el rizo cuando dice que:

nona aetas agitur peioraque saecula ferri

temporibus, quorum sceleri non inuenit ipsa

nomen et a nullo posuit natura metallo.

Sat., 12.28-30

Transcurre ahora la novena Edad, y son peores tiempos estos

que los de hierro, para cuyos crímenes no encontró la misma

naturaleza nombre ni la designó con metal alguno.13

Platón

Vayamos ahora a la más compleja explicación de las causas de la decadencia de los Estados en la antigüedad, los libros VIII y IX de la República de Platón.14 El relato que Sócrates atribuye a las musas en el libro VIII (545e) se inicia con la constatación de que la declinación de la ciudad ideal responde a la ley natural de que todo lo que existe debe corromperse (546a). El motivo exacto de la corrupción de las costumbres de la ciudad será el desconocimiento por parte de los gobernantes del famoso número nupcial, esto es, un divorcio entre el saber del hombre y el movimiento de las esferas celestes. Este desconocimiento lleva a los gobernantes a criar una progenie poco apta para discernir (546e) entre los hombres de oro, plata y bronce (recuérdese la introducción, como mitología cívica, de la “leyenda fenicia” en el libro III, en 414b y ss.). Esta falta de juicio, que se agravará paulatinamente, pone en marcha el mecanismo de la subversión de las jerarquías sociales, y por tanto el paso de una forma de gobierno a otra: timocracia, oligarquía, democracia, tiranía. Destacaremos algunas características de este relato de la decadencia, desde nuestro punto de vista relevantes:

  1. La presencia cada vez más pregnante del dinero en todos los aspectos de la vida pública, como manifestación y causa de una hipertrofia de la esfera privada a expensas de los valores comunitarios, y consecuentemente.

  2. La desaparición de toda traba económica para la compra y venta de bienes, una suerte de extremo laissez-faire (Pl., R., 552a), y el surgimiento con ello de toda una serie de bruscos cambios de fortuna y del ensanchamiento de la diferencia entre ricos y pobres, lo que da lugar a una sangrienta lucha de clases liderada por los demagogos.

  3. Junto con el “reblandecimiento de los ricos” a causa de los placeres, un ascenso de la masas “democráticas”, las que, si bien son groseras, egoístas y envidiosas, por lo menos conservan -al menos hasta llegar al poder- la energía de la vida simple (Pl., R., 556d).

  4. Una general subversión de las jerarquías familiares.

  5. Una sangrienta “animalización” de la vida política, como resultado de la tiranía (a los tiranos se los compara con los lobos (Pl., R., 565e y ss.), puesto que se alimentan de la sangre de sus semejantes (asimismo, en un pasaje ciertamente gracioso, 563b-c, se dice que los hombres deben dejarle paso a los asnos y los caballos cuando los encuentran por la calle...).

  6. La desaparición del respeto a toda legalidad general, una suerte de nihilismo generalizado, y la posibilidad, en el período democrático, de que cada ciudadano elija el sistema de gobierno que le plazca como en un “mercado de sistemas políticos” (Pl., R., 557d: παντοπώλιον [...] πολιτειῶν).

  7. La variedad y la mutabilidad de todos los deseos (Platón describe aquí de modo despectivo la ductilidad y la flexibilidad que Pericles, según Tucídides, les atribuye a los atenienses en su famosa oración fúnebre).

  8. El triunfo de los deseos “no necesarios”, de las pasiones bajas (la parte “apetitiva”, la ἐπιθυµία) sobre la parte racional del alma; en general, una insubordinación de los individuos particulares sobre la legalidad comunitaria, y como resultado, la paradoja de que el pueblo, que buscaba la mayor de las libertades, termina finalmente tiranizado (Pl., R., 546a). Luego, en el libro IX se expone una detallada psicología del hombre tiránico, que se inicia con una disquisición sobre los diferentes tipos de deseos. Entre los deseos no necesarios están aquellos ilegítimos que son innatos en todo hombre, y que se hacen visibles cuando duerme la parte deliberativa del alma; en el sueño se insubordina esa otra parte bestial y feroz del alma, “el monstruo multiforme”, y viola todos los tabúes: los del incesto, el asesinato y el canibalismo (571a y ss.). A medida que se pasa de una πολιτεία a otra, estos deseos se hacen más potentes. En el hombre democrático en vías de convertirse en tiránico, estos deseos salen a la luz del día, excitados por el “zángano alado”, una especie de caudillo de los malos deseos (573a). Así, estos hombres tiranizados por Eros vivirán entre fiestas y banquetes, dilapidando su fortuna y recurriendo a cualquier medio para conseguir más dinero. El Eros que antes solamente se mostraba en sueños, actúa ahora en la vigilia, y se convierte, como pura pulsión en acto, en la radical negación de todo principio de autoridad.

El libro IX sigue con la famosa clasificación tripartita de los deseos y los placeres, que se corresponden con las diferentes partes del alma; se demuestra, como corolario de tal clasificación, que el verdadero placer es la contemplación del filósofo (Pl., R., 586a y ss.). A este se contraponen los hombres que confunden el simple sosiego (la ausencia de dolor) con el verdadero placer, y que fluctúan, como las bestias, entre la zona media y baja de la existencia; estos individuos nunca elevan los ojos hacia el placer verdadero de la idea, se gastan en placeres impuros, y como no se procuran los “alimentos reales”, sufren de una avidez perpetua. Se demuestra luego que estos placeres bajos no son más que falsos placeres, pues para existir necesitan de contrastes entre el placer y el dolor y no se basan en una realidad estable. Sócrates explica que todo hombre alberga en su interior, en realidad, un hombre, un león y una parte bestial y polimórfica: estas dos últimas partes están dispuestas a devorar al hombre, a menos que “la parte divina del hombre” (589d), someta a ambas. De allí se extrae la conclusión lógica: el rey-filósofo es lo contrario del tirano, pues no vive sujeto a los placeres del cuerpo y somete por el contrario a sus partes impulsiva y apetitiva, y logra con ellas una cierta armonía. Todo esto es bien conocido; quisiéramos simplemente que el lector retenga, antes de proseguir, dos elementos que consideramos centrales y a los que volveremos: primero, que el predominio de la parte apetitiva está relacionado a la vez con el libertinaje democrático que lleva a tiranía y con el triunfo de la economía sobre la política; segundo, que la mutabilidad y los placeres innecesarios implican un tipo particular de relación con la falsedad y el artificio, con esos simulacros que, como la Helena de Estesícoro (586b-c), pierden a quienes fascinan.

Aristóteles

Dado que consideraba que el mundo era eterno, Aristóteles era hostil a una teoría del progreso o la declinación general: los cambios son constantes, pero sólo a una escala local se puede pensar en una suerte de ciclo (p. e. que tal o cual organismo nace, se desarrolla y muere), y no se puede hablar de “edades” del mundo. Es por eso que Lovejoy y Boas lo consideran un representante de la “Teoría de la ondulación sin fin” (Lovejoy y Boas, 1997, p. 173). De hecho Aristóteles concibe la existencia de ciclos culturales, esto es, la posibilidad de que diversas civilizaciones hayan hecho los mismos descubrimientos (Pol., VII, 1329b) y que lo transmitan a la posteridad en forma de mitos (Met., 1074b), pero no parece considerar la posibilidad de un progreso o decadencia cultural general acumulativo. Por otra parte, dado que, según se dice en la Política, el hombre es por naturaleza un animal político (I, 1253a) y que su fin es “vivir bien”, y este “vivir bien” sólo se realiza en la pólis, Aristóteles no tenía en gran estima a los hombres primitivos y no consideraba, por tanto, a la civilización, una suerte de caída desde la Edad de Oro: “pues las leyes antiguas eran excesivamente simples y bárbaras” (Pol., II, 1268b).15 No hay una teoría de la degeneración en el sentido del libro VIII de Platón (a quien Aristóteles critica, precisamente por presuponer un esquema fijo en los cambios constitucionales, Pol., V, 1315b y ss.), pero sí se afirma, sin embargo, que los regímenes peores vienes luego de los mejores (Pol., III, 1275b). En cuanto a qué es un regimen político “desviado”, este se define, precisamente, por el hecho de que la facción o individuo gobernante no apuntan al bien común, sino al de ellos mismos (Pol., III, 1279a); encontramos aquí la típica preponderancia de la parte (el individuo) sobre el todo (la comunidad) que se considera una de las características de los momentos de “decadencia” (lo cual es coherente, por otra parte, con la idea de que el exceso de bienes externos daña a la virtud, Pol., VI, 1323a-b. Asimismo, cuando se oponen ley y deseo individual, se animaliza a este último, apelando a una metáfora a la que volveremos: “mientras que quien reclama el gobierno de un hombre añade también el de una fiera (θηϱίον); pues es así como el deseo (ἐπιθυµία) y la pasión (θυµὸς) distorsionan a los gobernantes y aun a los hombres mejores. Por ello la ley es inteligencia sin apetito (ἄνευ ὀϱέξεως)” (Pol., III, 1287a).16

Asimismo, tal como explica Freund (1984, p. 15), la idea aristotélica de que la destrucción de los seres se debe al divorcio de la forma y la materia que fueron combinados para su generación es una noción fundamental para todas las teorías de la decadencia, en la medida en que se asimila la descomposición, precisamente, a un retorno a lo informe.

Los historiadores. Polibio y otros

Jacqueline De Romilly, en The Rise and Decline of the Empires According the Greek Authors (1977) explica el modo en que los historiadores antiguos entendían el ciclo de ascenso y caída de los imperios. El presupuesto básico de la argumentación de la autora es que los historiadores griegos (y más tarde los latinos) pensaban el surgimiento y la caída de los Estados como ciclos de ascenso y descenso que sin embargo, no responden a una filosofía sistemática de la historia. La autora parte de la idea de que los antiguos sí podían pensar en un tiempo cíclico en términos cosmogónicos, pero no tenían una filosofía “fuerte” de la historia (al modo de la que podemos encontrar, por ejemplo, en Giambattista Vico), que les permitiera conectar las grandes extensiones del tiempo cósmico con el acaecer inmediatamente histórico. Asimismo, es necesario aclarar que tampoco lo que decae para los antiguos es “el hombre”, “la civilización” o la “historia universal”, sino una entidad política concreta, el Estado o la ciudad (y esto básicamente porque una idea de evolución o caída de la humanidad como género en términos universales, implicaría la idea, extraña para los griegos y latinos, de un cambio en la esencia del hombre; los actores pueden variar, pero dado que las situaciones serán esencialmente las mismas, fue posible que Tucídides se planteara su indagación como un ϰτῆµα [...] ἐς αἰεὶ [“tesoro para siempre”,] Th., 1.22.4).17 De allí que para los historiadores griegos la interpretación de la caída de los imperios esté relacionada, primordialmente, con la reflexión sobre los límites inherentes a la debilidad de toda empresa humana, a esos cambios de fortuna que se dan típicamente en la tragedia. Heródoto ilustra este punto de vista en el prefacio a sus historias, donde se lee que:

y seguiré adelante con mi relato ocupándome por igual de las pequeñas y de las grandes ciudades de los diferentes pueblos, ya que las que antaño eran grandes, en su mayoría son ahora pequeñas; y las que en mis días eran grandes, fueron antes pequeñas. En la certeza, pues, de que el bienestar humano nunca es permanente, haré mención de unas y otras por igual.18

Hdt., 1.5.3-4

Otro ejemplo de la asunción de esta mutabilidad la encontramos cuando, según Tucídides, Pericles reconoce, en su célebre oración fúnebre, que todo lo que es decae (Th., 2.64.3) o cuando, tal como relata Apiano, quien reescribe un fragmento perdido de Polibio, Escipión cita entre lágrimas ante las ruinas de Cartago los famosos versos 4.164-5 y 4.448-9 de la Ilíada.19 Según De Romilly, hay aquí dos tipos de modelos implicados en la idea de ciclo: uno, el de la mutabilidad de la fortuna, básicamente la idea de que todas las cosas demasiado favorables no duran o se trocan en su contrario, concepción que sería una racionalización del concepto arcaico de φθόνος, la “envidia de los dioses” frente a los demasiados felices;20 y el otro biológico o naturalista, que estaría relacionado con la indagación del mundo físico, y que es una aplicación a la historia del principio, enunciado por Anaximandro en B1 DK, de que todo lo que nace debe morir. Básicamente, para los historiadores antiguos, dado que parten del esquema del ascenso y la caída, el éxito en la política de un Estado consiste justamente en “pararse” en el lugar adecuado del ciclo, de modo tal de evitar (o por lo menos retrasar) su natural desenlace. El problema no es, como lo sería en términos modernos, encauzar el desarrollo, el progreso, en definitiva el cambio, sino lograr formulaciones políticas que, dado cierto grado de desarrollo político, justamente detengan ese mismo cambio antes de que empiece la caída a causa de la ὕβϱις o la luxuria propias de las situaciones demasiado favorables. No olvidemos a este respecto, que para los antiguos, toda historia es siempre una historia moralizada: no existe un relato histórico independiente de la valoración (o incluso de la exhortación) moral, tal como ha demostrado, entre otros Barker, 1964. La obra de Tucídides es un excelente ejemplo de esta forma fatalista de concebir la política. Su Historia de la guerra del Peloponeso describe cómo la acumulación de poder lleva a aumentar las posibilidades de declinación moral, y cómo a su vez esta acumulación, una vez comenzada, por la misma lógica de los acontecimientos, difícilmente puede ser detenida. Tal como dice Leo Strauss, Tucídides opone Esparta a Atenas como el reposo al movimiento (2004, p. 230), pero deja ver cómo ese movimiento que hace saltar los límites del mundo tradicional terminará por hacer declinar a sus mismos impulsores. “Precisely because it rested on such a thorough view of the rise and fall of Athens, Thucydidesʼ analysis leaves his reader with an aporia”, dice De Romilly (1977, p. 61).

Polibio, por su parte, es el historiador que presenta la teorización histórica más influyente sobre la decadencia. En el libro 6 de las Historias define a la ἀναϰύϰλωσις (“cambio de ciclo”) como el inevitable paso de un modo de gobierno a otro, según el esquema monarquía-realeza-tiranía, aristocracia-oligarquía, democracia-demagogia (6.3.5-6.4.11). La monarquía es el punto cero de la evolución histórica: se trata de un agrupamiento de hombres similar a las manadas de animales, donde solo se respeta la fuerza; este régimen, sin embargo, da paso a la realeza, forma en la cual los súbditos conocen las ideas de belleza y justicia, y el dominio no se basa en la fuerza sino en la razón. Por su parte, la realeza, la aristocracia y la democracia presentan cada una un tipo de virtud particular, mientras que sus respectivas degeneraciones son la tiranía, la oligarquía y la demagogia. Este paso a la forma degenerada siempre es presentado como el olvido, de una generación a otra, de las duras condiciones que llevaron a la instauración del régimen: los hijos de los reyes se convierten en tiranos por no haber pasado por los mismos riesgos que sus padres (quienes eran líderes naturales en virtud de los peligros que asumían por la comunidad) y por entregarse a los lujos y los placeres (6.7.6); luego, cuando se depone esta tiranía, adviene el gobierno aristocrático, pero los hijos de los aristócratas, acostumbrados a la molicie y los excesos (pues no han tenido que pasar por la prueba de derrocar a un tirano), se convertirán en oligarcas (6.8.3-6); luego, derrocados estos oligarcas, bajo el recuerdo del despotismo precedente, la democracia funciona un tiempo, pero los hijos de los hombres democráticos comienzan a desestimar la libertad y a desear dominar a los otros mediante las riquezas, de modo tal que algunos jefes enriquecidos corrompen al pueblo para encolumnarlo detrás de sus intereses, hasta que todo termina en una guerra civil, al final de la cual el ciclo vuelve a un punto similar al del inicio, dado que ahora el pueblo sufre el dominio de un déspota o tirano (6.9.9). Para Polibio, esta alternancia de momentos de virtud y inmoralidad es la historia natural de cualquier estado,21 y así como la virtud engendra la inmoralidad del régimen degenerado, inversamente la inmoralidad (o más bien su combate) provoca la virtud del régimen sucesivo, hasta llegar al final del ciclo, que implica la recaída en la barbarie del conjunto social y el advenimiento de una suerte de nuevo “estado de naturaleza”.

Sin embargo, Polibio notó que la τύχη (“fortuna”) había inclinado todos los acontecimientos en favor de una potencia universal, que parecía estable, y que unificaba bajo su dominio todo el mundo político existente (1.2). Polibio tenía la idea de que la ἀναϰύϰλωσις podía detenerse (o al menos retrasarse), y por más que considerase que a partir del año 200 una serie cambios negativos habían empezado a producirse en los ἔθη ϰαὶ νόµιµα (“costumbres y las leyes”) de los romanos, creía que la constitución mixta (µιϰτή) romana podía efectivamente detener el proceso de la decadencia, tal como se expone por ejemplo en 6.18.5. Polibio introduce así un tema caro al pensamiento político posterior, al que volverán, por ejemplo, Nicolás Maquiavelo y Montesquieu: el estudio de las causas políticas que podrían frenar las mutaciones de las constituciones (Freund, 1984, pp. 34 y ss.). Hay varios elementos de la teoría de la ἀναϰύϰλωσις que serán fundamentales para las teorizaciones posteriores (Brink y Walbank, 1954):22 1) el elemento predictivo de la teoría (la idea de que sería posible predecir los acontecimientos futuros a partir de una ley casi científica); 2) la ἀναϰύϰλωσις propiamente dicha como expresión política de un esquema biológico aplicable al mundo social; 3) la constitución mixta como única posibilidad de detener el proceso de la ἀναϰύϰλωσις; 4) la idea de que la constitución romana es el mejor ejemplo de la constitución mixta, y 5) el consecuente contraste entre los legisladores individuales de Grecia y el genio múltiple romano, que ha producido su legislación a lo largo de los siglos. Encontramos en Polibio, asimismo, otros dos elementos que, como nota Freund (1984: 36), serán fundamentales para las teorías posteriores sobre la decadencia: primero, la distinción entre causas internas o externas de la declinación de los Εstados (6.57.1-2), y segundo, una variación del argumento del agotamiento biológico, el tópico de la ὀλιγανθϱωπία, a la que se interpreta a la vez como causa y efecto de la decadencia (36.7.5-11).

Teorías sobre el envejecimiento universal

Encontramos en diversos autores el tópico de la historia cósmica o universal como un proceso de envejecimiento: en un fragmento atribuido a Séneca el viejo, conservado por Lactancio en sus Instituciones divinas (7.15 [Migne PL, vol. 6, 788A-789B]) se compara a la historia de Roma con las edades del hombre, y se dice que ahora Roma, como un anciano, debe apoyarse en el sostén del régimen imperial (adminiculo regium). También Floro en su Epítome compara la historia de Roma con la vida de un hombre, aunque alega que bajo Trajano se habría recobrado la juventud (senectus imperii quasi reddita iuventute reviruit, “la vejez del imperio, como si hubiera vuelto la juventud, recobró su vigor”, Flor., Proem., 8). Los escritores cristianos aplicaron de modo alegórico el esquema de las edades del hombre (que son seis, como los días de la creación) a la historia del mundo: así, san Agustín habla de infantia, pueritia, adolescentia, iuventus, gravitas, senectus del mundo (De diversis quaestionibus octoginta tribus liber unus, 58.1-2 [Migne PL, vol. 40, 41-43]), e Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías, también menciona la analogía que existe entre las tres edades del hombre (infantia, iuventus, senectus) y las seis edades del mundo (5.38.5-8 [Migne PL, vol. 82, 223A-D]).23

Lucrecio

En el quinto libro del De rerum natura, Lucrecio explica cómo se disolverá la tierra:

nam quae cumque vides hilaro grandescere adauctu

paulatimque gradus aetatis scandere adultae,

plura sibi adsumunt quam de se corpora mittunt,

dum facile in venas cibus omnis inditur et dum

non ita sunt late dispessa, ut multa remittant

et plus dispendi faciant quam vescitur aetas.

nam certe fluere atque recedere corpora rebus

multa manus dandum est; sed plura accedere debent,

donec alescendi summum tetigere cacumen.

inde minutatim vires et robur adultum

frangit et in partem peiorem liquitur aetas.

quippe etenim quanto est res amplior, augmine adempto,

et quo latior est, in cunctas undique partis

plura modo dispargit et a se corpora mittit,

nec facile in venas cibus omnis diditur ei

nec satis est, proquam largos exaestuat aestus,

unde queat tantum suboriri ac subpeditare. (5.1122-1138)

[...]

iure igitur pereunt, cum rarefacta fluendo

sunt et cum externis succumbunt omnia plagis,

quandoquidem grandi cibus aevo denique defit,

nec tuditantia rem cessant extrinsecus ullam

corpora conficere et plagis infesta domare.

Sic igitur magni quoque circum moenia mundi

expugnata dabunt labem putrisque ruinas. (5.1143-1149)

[...]

iamque caput quassans grandis suspirat arator

crebrius, incassum manuum cecidisse labores,

et cum tempora temporibus praesentia confert

praeteritis, laudat fortunas saepe parentis

et crepat, anticum genus ut pietate repletum

perfacile angustis tolerarit finibus aevom

cum minor esset agri multo modus ante viritim

tristis item vetulae vitis sator atque vietae

temporis incusat momen saeclumque fatigat,

nec tenet omnia paulatim tabescere et ire

ad capulum spatio aetatis defessa vetusto. (5.1164-1174)

Pues cualesquiera cosas que ves crecer con alegre incremento, y poco a poco subir los escalones de la edad adulta, absorben para sí más cuerpos que los que eliminan, mientras que fácilmente se absorbe con las venas toda la comida, y mientras que [las cosas] no se hayan dilatado tanto que pierdan mucho y eliminen más de lo que su edad incorpora. Pues por un lado debe asegurarse que muchos cuerpos fluyan hacia afuera de las cosas y las abandonen; pero por el otro, muchas otros deben ingresar, hasta que se alcance el ápice del crecimiento. A partir de ese momento poco a poco la edad quiebra las fuerzas y el vigor adulto, y empieza a decaer. Pues, terminado el [período de] crecimiento, cuanto más grande y amplia es una cosa, más se dispersa en muchas partes y eyecta cuerpos de sí; y no se absorbe con facilidad la comida en las venas, ni hay [comida] suficiente, en proporción a los grandes hervores que la cosa expulsa, para que pueda generarse y suministrarse la misma [cantidad que se pierde] [...] Todas las cosas perecen, [lo cual es razonable], cuando a causa del flujo de átomos han perdido solidez, y sucumben a los golpes externos; pues ciertamente en la edad avanzada la comida deja de cumplir su función, y los cuerpos externos no dejan de impactan desde afuera a la cosa ni de subyugarla, hostiles, con sus golpes. Así de este modo, las murallas del mundo, atacadas en todo su perímetro colapsarán y se harán pútridas ruinas. [...] Y ya agitando la cabeza a menudo suspira el viejo labrador, porque el trabajo de sus manos es vano, ya no sirve, y cuando los tiempos actuales compara con los pasados, pondera a menudo la fortuna de su padre. deplora su época y machaca sobre el hecho de que la antigua estirpe, colmada de piedad, llevaba una vida más fácil en [sus] estrechos dominios, aunque fuera menor la extensión de campo para cada hombre. El cultivador de la vieja y marchita viña se lamenta de cómo van estos tiempos y censura a [su] época, no sabe que poco a poco todas las cosas se arruinan y van hacia la tumba, fatigadas por el tiempo que envejece.

También en el libro V Lucrecio hace una historia de los primeros tiempos del mundo. El relato se inicia con un racconto de las primeras formas de vida de la tierra (5.780-924) y continúa con la historia del hombre, desde las primeras comunidades hasta el surgmiento de las actuales sociedades (5.925-1457). Lucrecio presenta un cuadro complejo (para cuyo análisis en detalle remitimos a Fowler, 2007 y Furley, 2007), que combina elementos primitivistas y antiprimitivistas, y que ha sido comparado a menudo con el relato que presenta Jean-Jacques Rousseau en su Segundo Discurso (quien, dicho sea de paso, cita en varias oportunidades el poema de Lucrecio).24 Por un lado, se deplora el lujo y la violencia, producto de la civilización; pero por el otro, se hace alabanza de los inventos y descubrimientos, de los cuales dice que están solamente en su etapa inicial (5.330-337) (de hecho, el propio proyecto del poema lucreciano consiste en liberar de modo muy “ilustrado” a los mortales de la superstición...). Ahora bien, lo realmente interesante y original es que, a partir de esta indagación cuasi antropológica del cambio histórico, Lucrecio relaciona de modo íntimo el lujo con el deseo social por la novedad. En un pasaje en el que analiza los inicios de la música (5.1379-1411), Lucrecio dice que la musa agrestis (5.1398) prendaba a los hombres antiguos porque era novedosa. Sin embargo, en los tiempos actuales los hombres, pese a que han aprendido a tocar la flauta con adecuado compás (numerum servare, 5.1409), no gozan tanto como aquel venerable silvestre genum terrigenarum (5.1411). Lo cual se debe a que

nam quod adest praesto, nisi quid cognovimus ante

suavius, in primis placet et pollere videtur,

posteriorque fere melior res illa reperta

perdit et immutat sensus ad pristina quaeque. (5.1411-1415)

Pues lo que tenemos a disposición, si no hemos conocido antes algo más placentero, parece gustar más que todo e imponerse; pero a menudo una cosa mejor, recién descubierta, pierde a aquellas [cosas] anteriores y hace cambiar la opinión en relación a todo lo precedente.

Es a causa del deseo de novedad, por tanto, que el hombre abandonó la vida silvestre. Y Lucrecio ejemplifica hacia el final del libro 5 la relación que existe entre ese deseo de novedad y la propiedad, con la narración de las pieles que usaban los salvajes. Las pieles, ahora despreciadas, fueron objeto de tali invidia (5.1419) que causaron que su primer portador fuera emboscado por otros hombres, quienes lo asesinaron para arrebatársela, lo que hizo que la pellis quedara despedazada y cubierta de sangre entre los agresores, y por tanto inutilizada (5.1419-1423). Ahora los hombres combaten por el oro y la vestis purpurea (5.1427-1428) -cosa mucho más injustificable porque esta última ni siquiera es necesaria para protegerse del frío. El corolario epicúreo es que los hombres se fatigan en vano, ignorantes de quae sit habendi/finis et omnino quoad crescat vera voluptas (“cuál es el límite del [deseo] de posesión y hasta dónde [deba] llegar el placer verdadero”, 5.1433-1434). Subrayemos que, según este pasaje, el deseo no es un fenómeno individual, sino social, pues se desea lo que tienen los otros y lo que los otros reconocen: el deseo está estrechamente relacionado con la vanidad y la mirada del prójimo, tal como observará Rousseau en textos como el Discours sur les sciences et les arts (1750) y el Discours sur l’ origine et les fondements de l’ inégalité parmi les hommes (1755).

El discurso sobre la inmoralidad en Roma

La literatura latina está saturada de condenas a la inmoralidad, la artificialidad, el afeminamiento y la corrupción de los mores maiorum. La sátira, el único género que, según Quintiliano, los latinos habrían inventado (Inst., 10.93-95) se funda, precisamente, sobre la obsesiva catalogación de los excesos y transgresiones contra los límites de la moral tradicional. The Politics of Immorality in Ancient Rome (2002), de Catharine Edwards, quizá sea el mejor texto para pensar el modo en que se articula este discurso moralista romano. Edwards funda su investigación sobre la hipótesis de que la pregunta que debemos hacernos con respecto a los textos romanos, no es si la crisis de los valores a la que aluden es “real” (esta sería la conclusión de una lectura literal) o “ficcional” (esta sería la conclusión de interpretar a estos lamentos como simples lugares comunes retóricos), sino más bien, qué tipo de valoraciones ideológicas estos discursos movilizan. Para decirlo en los términos de la autora: “We cannot get any closer to the ancient Romans than to the texts we read; we need to recognise that, for us, these highly rhetorical texts are Roman reality. Rather than trying to see through them, we can choose to look at them -an enterprise wich can prove entertaining well as enlightening” (2002, p. 12). Partiendo del hecho de que las acusaciones sobre inmoralidad, que establecían una estrecha relación entre desborde sexual y exceso suntuario, entre libido y luxus, formaban parte del vocabulario político romano corriente, Edwards estudia los diversos modos en que las elites de las épocas republicana e imperial se servían de estos tópicos morales para definirse a sí mismas. Básicamente, el objetivo de la autora es investigar cómo este discurso era movilizado por los diversos actores políticos en pugna para negociar las inclusiones y exclusiones dentro de la romanitas. No podemos repetir aquí en detalle los análisis de este libro, que en la línea de diversos estudios culturales sobre la antigüedad (la autora cita, entre otros, a Michel Foucault, Paul Veyne, y John Boswell) intenta entender la inscripción de estos tópicos en las prácticas ideológicas (literarias, políticas, legales) de la cultura romana, pero sí reponer sus principales líneas conceptuales, que son centrales para explicar el discurso romano sobre la decadencia. Los tópicos que encontramos por doquier en la historia y la literatura latinas, escenifican las ansiedades, propias de la sociedad romana, patriarcal y fuertemente estratificada, por las fronteras entre romano/no-romano, femenino/masculino, noble/plebeyo, etc. Estas oposiciones también se superponen a menudo con las de cuerpo/espíritu, alto/bajo, y sirven, en definitiva, para diferenciar lo “humano” de lo “no-humano” (no olvidemos que los comportamientos excesivos son vistos a menudo como propios de los animales, y que la propia categoría del animal a menudo se asociaba con la del esclavo, quien era considerado, por su parte, una res25). La constante reiteración de estos tópicos, más que de una “crisis” real, estaría hablando de las dinámicas de exclusión de los actores subalternos (extranjeros, mujeres, plebeyos, esclavos) y de las dinámicas de diferenciación en el interior de la propia elite, verdadera fuente de preocupación de los destinatarios inmediatos de estos textos, los ciudadanos romanos varones libres, educados y ricos (Edwards, 2002, p. 17).

De este modo, por ejemplo, las leyes de Augusto sobre el adulterio deben ser leídas como un hábil reposicionamiento ideológico del princeps en la línea de la tradición de la invectiva romana, y no como una respuesta a un supuesto aumento de la inmoralidad (Edwards, 2002, pp. 36 y ss.). Algo similar podría decirse del elogio a la frugal existencia del campesino, que se contrapone a la ciudad corrompida, que no se basa, por supuesto, en una realidad efectiva sino que debe ser leído como una mera construcción en la cual una cierta imagen idealizada del trabajo rural es promocionada de modo reificado por su supuesta proximidad con la naturaleza.26 Otro de los puntos que consideramos sumamente interesantes es el “principio de analogía”, según el cual alcanza con que aparezca uno de estos rasgos excluidos para que los otros también se hagan presentes (en contextos discursivos polémicos, el “griego”, en tanto extranjero, será también afeminado y mentiroso; un afeminado, además de estar contra la naturaleza, también tendrá un deseo sexual insaciable, i.e., será presa de la incontinentia como las mujeres; o un determinado individuo que se deja penetrar, seguramente también será cobarde en el combate, un amante de las cenas artificiosas será corrupto y “cornudo”, etc.). Este principio explica el uso reiterado que se hace de estos tópicos (a este respecto, las invectivas de Cicerón son ejemplares) así como el enorme campo semántico de la mollitia (que va desde la falta de masculinidad, que incluye la homosexualidad pasiva, el uso de perfumes o ropas exóticas o la prostitución, hasta la incapacidad en los asuntos públicos). Estas analogías permiten descifrar el cuerpo del otro e insertarlo en toda una serie de esquemas culturales preconcebidos, que funcionan precisamente porque son compartidos por los oyentes de los discursos. Este relato, como todo lugar común, acomoda los mismos elementos narrativos a contextos diversos; así, la fecha de crisis de los mores maiorum, asociada a diversos acontecimientos, en general venidos desde el exterior, es siempre variable. Desde nuestra perspectiva, uno de los puntos más interesantes del texto de Edwards reside en el análisis de cómo este discurso fantasmático, que repite una y otra vez las mismas articulaciones, que se aplica a diversos objetos, desde los hábitos alimenticios hasta la arquitectura, y que evoca siempre los mismos tópicos, moldeó una cierta imagen de la “inmoralidad romana” que ha sido fundamental para todo discurso posterior sobre la “decadencia”.27

Lenguaje y decadencia

Hemos visto hasta ahora que se considera que los tiempos decadentes están afectados por un lenguaje falso, tal como lo describen los textos de Teognis, Hesíodo o Platón. Quizá el mejor ejemplo de esta inversión del lenguaje, que expresa una perversión de los valores sociales, lo constituya la descripción que hace Tucídides de la crisis de Corcira:

Y las acostumbradas relaciones de las palabras con las cosas cambiaron según lo que cada uno tenía por justo. El atrevimiento desenfrenado fue considerado valentía amistosa hacia los del propio partido, las dudas del prudente, cobardía disimulada, la mesura, excusa del cobarde, y el juzgar inteligentemente sobre cada cosa, incapacidad para emprender cualquiera de ellas: y se consideró a la vehemente temeridad como propia de la naturaleza del hombre, y la circunspección al deliberar fue aceptada como un bien armado pretexto para evitar la acción. Y el violento fue visto como confiable, y el que se le oponía como sospechoso. (Th., 3.82.4-5)28

Asimismo, en la literatura latina encontramos a menudo el tópico de la decadencia de la oratoria, que se explica como el producto de una general declinación de las costumbres: talis hominibus fuit oratio qualis vita, “fue el discurso para los hombres semejante a su vida”, Ep., 114.1), dice Séneca en sus Epístolas a Lucilio, y afirmaciones similares hallamos, por ejemplo, en Sobre los deberes de Cicerón (De Off., 2.67), en el Satiricón de Petronio (1-4; 88; 118), en las Controversias de Séneca el viejo (I, Praefat., 6-7, y III, Praefat., 13), en las Instituciones Oratorias de Quintiliano (10.180, de quien además se perdió un libro llamado De causis corruptae eloquentiae) o en las Historias romanas de Veleyo Patérculo (I, 16-18). Tácito también retoma el tópico, aunque los personajes de su Diálogo sobre los oradores presentan una serie de explicaciones, bastante complejas, que reformulan o contradicen el tópico tradicional (así, por ejemplo, Materno dice que la mejor oratoria [...] facilius turbidis et inquietis temporibus existit, “surge más fácilmente en los momentos agitados y turbulentos”, 28.6).29

Esta analogía entre sociedad y discurso se basa, tal como ha demostrado la teoría de género de los últimos años, a su vez en otra analogía, la que se establece entre discurso del orador, cuerpo del orador y una cierta imagen idealizada del vir y la virtus. Efectivamente, el orador actúa mediante su habitus y su héxis corporal, entendidos ambos en el sentido de las teorías de Pierre Bourdieu, los valores centrales de la cultura patriarcal romana (Bourdieu, 2000). Tal como explica Joy Connolloy (2007), en la oratoria latina se pone en juego la construcción de una cierta visibilidad del vir: el decorum es una categoría tanto de la acción (y por consiguiente del cuerpo) como del lenguaje. La oratoria, en tanto lenguaje de la política y el poder romanos, responde a las oposiciones de las prácticas y discursos hegemónicos sobre el género y la distinción social en un sentido amplio. De allí que estas oposiciones se apliquen a los discursos mismos, y sirvan para definir a partir del lenguaje técnico de la retórica, como adecuado todo aquello que está en consonancia con una cierta imagen del vir romanus, y como inadecuado todo aquello que se le opone, y que tiene los caracteres de lo “femenino” lo “falso”, lo “débil”, lo “excesivo”, lo “extranjero”, etc.30 Ese es el motivo por el cual las descripciones corporales son aplicadas a menudo directamente a los discursos, tal como se observa, por ejemplo, en Quintiliano, Tácito o en numerosos pasajes de Cicerón.31 Ahora bien: en tanto construcción performativa, que depende de un adecuado uso de los signos, la misma práctica de la retórica presenta, para los romanos, una inquietante relación con la seducción y el engaño.32 De allí la constante necesidad de delimitar la frontera que separa a la figura del orator (que se presenta por definición como virtuosa, y que naturaliza su propia práctica discursiva mediante comparaciones con el cuerpo masculino del miles) del hystrio, quien, por definición infamis y confinado al espacio de la licentia, simula pero no actúa como el vir.33

Se plantea aquí una idea fundamental de las narraciones sobre la decadencia: el vicio y la inmoralidad tienen una íntima relación con la teatralidad y el exceso del ornatus retórico, y hacen manifiesto, por tanto, la indisoluble relación que existe entre el lenguaje y la mentira, entre el signo y la simulación.

El problema de la caída del Imperio romano de Occidente y su relación con los discursos sobre la decadencia

No es este el lugar para hacer una reseña siquiera somera del período que va desde la muerte Adriano en 138 (momento en el que Gibbon sitúa el inicio de la crisis que puso fin al Imperio romano de Occidente) hasta la caída del Imperio romano de Occidente como consecuencia del derrocamiento de Rómulo Augústulo a manos del jefe germánico Odoacro en 476. Más bien lo que quisiéramos hacer notar es que los acontecimientos y mutaciones de esta época convulsa que va del siglo II al V (para mencionar solamente algunos: el asesinato de Cómodo el 31 de diciembre de 192 y el “año de los cinco emperadores”; los veinticinco emperadores autoproclamados que se sucedieron en el período que va del asesinato de Alejandro Severo en 235 hasta el arribo al trono de Diocleciano en el año 284; la conversión de Constantino antes de la batalla con Majencio en el puente Milvio en 312; el ascenso del cristianismo, y la paulatina oficialización del culto luego del Edicto de Milán en 313; el traslado de la capital a Constantinopla en 330; la crisis financiera del Estado centralizado, con el consecuente círculo vicioso de menor recaudación y mayor presión impositiva, que ahogaba la actividad económica; la rebelión de las noblezas de las provincias frente a un poder central cada vez más corrupto, asfixiante y anárquico; las invasiones y las migraciones bárbaras, pero también el ingreso de los bárbaros al ejército romano para combatirlas; la fijación de los órdenes y el consecuente inmovilismo social; la derrota en la batalla de Adrianópolis en 378 y el nombramiento de Alarico como magister militum de Iliria por parte de Rufino en 401; la toma de la ciudad de Roma en 410 por Alarico), tales acontecimientos, decíamos, fueron leídos a partir de narrativas en las que los propios tópicos del discurso antiguo sobre la decadencia juegan un rol fundamental. Analicemos someramente pues, antes de referirnos brevemente al modo en que este discurso fue actualizado por los textos modernos, cómo los propios testigos de los acontecimientos leyeron las transformaciones de los siglos II al V sirviéndose o readaptando, precisamente, estos tópicos del discurso antiguo sobre la decadencia:

  1. Lo primero que debe ser destacado, es la reaparición de la discusión (iniciada por Polibio) de la relación que existe entre causas externas e internas (Mazzarino, 1964, pp. 35 y ss.). “¿Por qué la catástrofe externa (esto es, la invasión de los bárbaros) se abate sobre Roma?”, se preguntan tanto paganos como cristianos. Los paganos, además de adjudicar la catástrofe a causas obvias y visibles tales como la excesiva presión impositiva, la alta inflación o la anarquía administrativa fustigan, en líneas generales, a los cristianos. Un buen ejemplo de esta actitud tradicionalista es el emperador Juliano “el apóstata”, quien según el historiador Amiano Marcelino, que formó parte de su gobierno, acusaba a Constantino de “innovador y turbador de las venerables leyes y de la antigua costumbre” (Tunc et memoriam Constantini ut novatoris turbatorisque priscarum legum et moris antiquitus recepti vexavit, Amm. Marc., Res. Gest., 21.10.8). La crisis es el resultado de la pérdida de las tradiciones a causa de la expansión del cristianismo, y la solución cabe esperarla, tal como dice el poeta pagano Rutilio Namaciano, en ese verdadero canto de cisne del paganismo agonizante que es el De redito suo, del ordo renascendi, la “ley del renacimiento” (del mismo modo, el poeta Claudio Claudiano todavía confía en la eternidad del imperio y cree posible la reinstauración de la Edad de Oro, o eso dice en su Elogio de Estilicón (2.344 y ss).34 Por su parte, el historiador bizantino Zósimo, aunque se define explícitamente en su Historia nueva (1.6) como un Polibio de la caída de Roma, presenta una perspectiva sumamente simplificada de las transformaciones de los últimos siglos, y achaca la destrucción del Imperio de Occidente fundamentalmente al abandono de los cultos tradicionales.35

  2. Los cristianos sustituyen la idea la “decadencia” por la de culpa (Mazzarino, 1961, p. 24), que a su vez es integrada en el esquema escatológico del “fin de los tiempos”, noción que si bien no es privativa del cristianismo, tal como testimonian la ἐϰπύϱωσις estoica o los oráculos sibilinos, encuentra su realización más plena en la idea de apocalipsis (Freund, 1984, p. 40). Las principales fuentes de esta noción en este período son ciertos pasajes de los apóstoles, que hablaban de un fin inminente (por ejemplo Mateo, 24-25); la periodización del mundo sobre los siete días del Génesis y de la Epístola a Bernabé (periodización que es retomada por san Agustín en La ciudad de Dios, 22.30.5); y los textos proféticos propiamente apocalípticos, fundamentalmente el libro de Daniel y el Apocalipsis de san Juan. La profecía de las cuatro monarquías, hecha por Daniel a partir de la estatua de cuatro materiales soñada por el rey Nabucodonosor, fue interpretada por san Hipólito en sus Commentaria in Danielem como una predicción del fin próximo de Roma; los diez dedos de la estatua son las diez democracias en las que se desintegrará Roma (1.2). La identificación de Roma con el cuarto imperio del libro de Daniel es retomada entre otros por Eusebio (Hist. Ecles., 1.2.24 y ss.; 1.6.11 y ss.) y san Jerónimo, en sus propios Commentaria in Danielem. Por su parte, también Tertuliano, tal como dice en el Apologético (32), veía cerca el día del Juicio Final y de la destrucción de Roma y decía que los cristianos oran pro mora finis (Apol., 39 [Migne PL, vol. 1, 468B]), de modo tal de retrasar las calamidades que acompañan la llegada del Anticristo. Estamos ante el surgimiento de los “Juicios de Dios” como categoría histórica (Mazzarino, 1961, pp. 51 y ss.). Consecuentemente, se identifican a las causas internas con los pecados: Pro nefas, orbis terrarum ruit, in nobis peccata non ruunt (Ep., 128.4 [Migne PL, vol. 22, 1099]), “A causa del crimen, el mundo se desmorona, pero en nosotros los pecados no se desmoronan”; nostris vitiis Romanus, superatur exercitus (Ep., 60.17 [Migne PL, vol. 22, 601]), “por nuestros vicios es vencido el ejército Romano”, dice san Jerónimo en sus epístolas.36 Orosio, quien escribe por encargo de Agustín su Historia contra los paganos, una historia universal basada en la teoría de las cuatro monarquías del libro de Daniel, también imagina que las diversas catástrofes que asolaron a Roma fueron castigos que se correspondían con diversas culpas romanas. Desde nuestro punto de vista, es interesante constatar cómo al narrar estos pecados, Orosio refuncionaliza los viejos tópicos latinos de la transgresión del mos maiorum. Un muy buen ejemplo es la relectura cristianizada de la imagen taciteana y suetoniana de Nerón. Así, se dice en la Historia adversus paganos, entre otras cosas, que siquidem petulantia percitus omnia paene Italiae ac Graeciae theatra perlustrans, adsumpto etiam uarii uestitus dedecore cerycas citharistas tragoedos et aurigas saepe sibi superasse uisus est (7.7.1), “ciertamente llevado por el descaro, recorriendo casi todos los teatros de Italia y Grecia, deshonrándose con ropas extrañas, creyó superar a heraldos, citaristas, actores y aurigas”, y que libidinibus porro tantis exagitatus est, ut ne a matre quidem uel sorore ullaue consanguinitatis reuerentia abstinuisse referatur, uirum in uxorem duxerit, ipse a uiro ut uxor acceptus sit (7.7.2), “lo excitaban tan grandes deseos, que se comenta que no se abstuvo, por respeto al vínculo sanguíneo, ni de [acostarse con] su madre ni con su hermana, que tomó como esposa un varón, y que él mismo se entregó como esposa a un hombre”, y que ipse ex altissima illa Maecenatiana turre prospectans laetusque flammae ut aiebat pulchritudine tragico habitu Iliadam decantabat (7.7.6 [Migne PL, vol. 31, 1076A-1077A]), “él desde lo alto de la torre de Mecenas miraba [el incendio de Roma y que contento, según decía, a causa de la belleza de las llamas, se puso a cantar la Ilíada vestido como [un actor] de tragedia” -nótese que aquí Orosio cristianiza el tópico latino de la crítica a los juegos y el teatro, en la misma línea de Tertuliano y san Jerónimo-.37

Otra cuestión sumamente interesante es el surgimiento del “bárbaro” en tanto figura ambigua (destructora pero también regeneradora) asociada, precisamente, a los “Juicios de Dios”. En el 378, después de la derrota de Valente frente a los bárbaros en Adrianópolis y de que Teodosio le cediera Iliria a los bárbaros, san Ambrosio se refería a los enemigos internos como a los pecados y a los externos como a los bárbaros. Comodiano de Gaza, poeta que habría vivido en el siglo III, paladea en su Carmen Apologeticum la cercana destrucción de Roma a manos de los bárbaros, pronosticada para el inicio de la séptima persecución a los cristianos. Los godos, comandados por Apolión (nombre del ángel del abismo que lidera la plaga de langostas en Apocalipsis, 9.11), castigarán al senado corrupto e inclinado a los placeres que persiguió a los cristianos: Multi senatorum tunc enim captiui deflebunt/ Et Deum caelorum blasphemant a barbaro uicti. [...] Nam luxuriosos et idola uana colentes/ Persecuntur enim et senatum sub iugo mittunt (815-6; 819-20, “Entonces muchos de los senadores cautivos llorarán/y blasfeman al Dios de los cielos, pues han sido vencidos por el bárbaro [...] En efecto [los bárbaros] persiguen a los lujuriosos y a los que hornan a ídolos vanos, y ponen bajo el yugo al senado.38 Pero luego serán combatidos por el propio Nerón, quien, tras haber retornado de la muerte, devenido Anticristo, volverá a perseguir a los cristianos, para ser a su vez abatido por otro Anticristo venido de Persia, que caerá en la lucha final contra los ejércitos de Dios. Salviano elogia la virtud de los bárbaros en De gubernatione Dei y Orosio trata con una luz favorable a las huestes de Alarico, quienes saquearon Roma pero devolvieron el vaso de Pedro (VII, 39). Oriensio, en su Commonitorium interpreta las destrucciones que causaron los bárbaros en la Galia y que la dejaron uno fumavit Gallia tota rogo (2.184 [Migne PL, vol. 61, 995C]) (“toda humeando en una sola pira”) como una demostración de que todo lo terrenal corre hacia la ruina, incluidos las ciudades y los imperios. Del mismo modo, en el Carmen de Providentia (atribuido a Próspero de Aquitania) se entiende la invasión de los vándalos y los godos a la Galia como una expresión de la providencia divina: Non igitur mala sunt quae nos mala ducimus... (884 [Migne PL,vol. 51, 637A]), “por cierto no son realmente malas las cosas que consideramos malas...

La recepción de la caída del Imperio romano de Occidente. Roma como tópico

Tras la caída del Imperio romano de Occidente, Roma se convierte en un mito, y su imagen está en el centro de toda especulación sobre la grandeza y la declinación de los imperios. Trazar una historia de las diversas interpretaciones de la caída del Imperio romano de Occidente (y de las concepciones de la declinación histórica que estas interpretaciones implican) escapa, a nuestras posibilidades.39 Demos, sin embargo, unas breves indicaciones imprescindibles para nuestra discusión.

En cuanto al medioevo, lo primero que hay que decir es que la caída de Roma se interpreta, en el fondo, como una cuestión secundaria al lado del problema central de los juicios de Dios y de la llegada del fin del mundo. Todo el medioevo subsume a la historia profana en la historia sagrada, pues lee los acontecimientos históricos a través de una concepción temporal escatológica. Dado que se está viviendo en las vísperas del juicio y del advenimiento de la ciudad celeste, se considera que se vive en la vejez del mundo, tal como dice san Agustín en La ciudad de Dios; este esquema, como ya hemos dicho, se combina a menudo con el del libro de Daniel y con el de los seis días de la creación del Génesis. En cuanto a la apropiación del pasado romano, el medioevo tendrá una actitud paradójica, en la medida en que, sin tener una conciencia “histórica” del cambio producido, respetará formalmente las viejas tradiciones e instituciones, otorgándoles, sin embargo, un nuevo sentido. Buenos ejemplos de esta dinámica contradictoria son el renacimiento carolingio, al cual le debemos la copia y conservación de la mayor parte de los manuscritos de la antigüedad clásica, y la legitimación del Sacro Imperio romano germánico a través de la doctrina de la translatio imperii, enunciada entre otros por Otón de Frisinga. De todas formas la propia grandeza de Roma, devenida civitas sacra, empieza a considerarse con nostalgia. Surge la poesía de las ruinas, tal como se aprecia en el famoso poema de Hildeberto de Lavardin (poeta del siglo XII).

Par tibi Roma nihil, cum sis prope tota ruina;

Quam magni fueris integra, fracta doces [...]

Urbs cecidit de qua si quicquam dicere dignum

Moliar, hoc potero dicere: Roma fuit.

Nada se te compara, Roma, aunque seas casi totalmente una ruina;

hasta destruida, enseñas cuán grande fuiste [cuando estabas] intacta [...]

Cayó una ciudad de la cual si yo intentara decir algo digno,

solamente podría decir esto: que fue Roma.40

Tópico este que volveremos a encontrar varios siglos después en Quevedo:

A Roma, sepultada en sus ruinas:

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,

y en Roma misma a Roma no la hallas:

cadáver son las que ostentó murallas,

y tumba de sí propio el Aventino.

Yace, donde reinaba el Palatino;

y limadas del tiempo las medallas,

más se muestran destrozo a las batallas

de las edades, que blasón latino.

Sólo el Tíber quedó, cuya corriente,

si ciudad la regó, ya sepultura

la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura

huyó lo que era firme, y solamente

lo fugitivo permanece y dura.

Quevedo 2002, p. 68

Ahora bien: a partir del humanismo, surge la noción de que ha ocurrido una importante cesura con la caída del Imperio romano de Occidente: Francesco Petrarca acuña el mito de la Edad Oscura, que se funda en la idea de que habría habido un proceso unitario de degradación que se consumó en el siglo V (Mommsen, 1942). Para explicar esta caída, Leonardo Bruni utiliza el términos vacillatio en De bello italico adversus Gothos (1441) y Flavio Biondo habla de inclinatio imperii. Esta declinación abarca también a las artes; se identifica, tal como hace Lorenzo Valla en las Elegantiae linguae Latinae (1441), la caída de Roma con la caída de la literatura clásica. Ahora bien, como consecuencia de este retorno a las fuentes preconizado por los humanistas, a partir de este momento se da una contaminación constante entre los discursos sobre la caída de Roma, y la reactualización de los viejos tópicos antiguos sobre la decadencia que hacen las propias explicaciones históricas (así, por ejemplo, Biondo supone que una de las causas principales de la caída de Roma fue la pérdida de la libertad a causa de César, ab Caesaris oppressione reipublicae, Blondus Flavius, 1531, p. 2). Habría que esperar hasta la mitad del siglo XX para que, gracias a la obra de eruditos como Henri-Irénée Marrou, Peter Brown o Arnaldo Momigliano, fuera finalmente desterrada la categoría de “decadencia” o “declinación”, junto con sus asociaciones peyorativas, y se empezara a hablar de “transformación” o, para retomar el término de Perry Anderson, 1977, “transición”. De este modo, los humanistas hicieron una interpretación moralizada que tomaba en serio las quejas por el abandono del mos maiorum de Salustio, Cicerón y Tito Livio;41 el ilustrado Edward Gibbon, sobre la estela de Zósimo y Johannes Löwenklau, piensa el fin del Imperio Romano de Occidente, precisamente, como un “decline and fall” propiciado por el cristianismo, y sitúa su Edad de Oro en la época de los Antoninos; Montesquieu en su Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence (1734) cita como fuente de autoridad diversos textos de Cicerón y considera que una de las causas principales de la caída de Roma fue el debilitamiendo del ejército como producto de la relajación de las costumbres luego de la destrucción de Cartago, lo cual no es otra cosa que una variación del tema del metus hostilis salustiano. Esa naturalización de la noción de “decadencia”, cuya forma latina, decadentia, se registra, según el diccionario Du Cange, por primera vez en el siglo XVII,42 hace que la expresión pierda todo sentido específico, y se convierta, en el siglo XVIII, en un lugar común que sirve para denominar cualquier tipo de corrupción. Así se observa en la entrada “DÉCADENCE” del Dictionnaire Universel François et Latin Trevoux, compilado entre 1704 y 1771, que vale la pena citar entera:

DÉCADENCE. s.s. Chute, déclin, abaissement; ruine inminente, diminution de grandeur, qui conduit insensiblement à la ruine. Ruina, Lapsus. Les bâtiments qui ne sont point habitez tombent bientôt en décadence. Que jʼaime à voir la décadence de ces vieux palais ruinez. S. AMAND. Le P. Bouhours, dans ses nouvelles remarques sur la langue Françoise, avèrtit que décadence ne sʼemploye guères quʼau figuré, si ce nʼest en vèrs, comme dans lʼéxemple tiré de S. AMAND, qui vient dʼêtre rapporté; & que quand on dit la décadence dʼune maison, une maison qui tombe en décadence, alors maison se prend pour famille, & nos pâs pour bâtiment.

DECADENCE, se dit aussi figurément dans la même signification dans les choses morales. Res inclinata, ab exaltata fortuna ad inclinatam et prope jacentem dejici, imperii regni, Res. ocassus, senectus, rerum inclinatio. Le crédit de cet homme va en décadence; pour dire, il se ruine. Toutes les choses du monde vont en décadence; cʼest-à-dire, de mal en pis. Certe famille tombe en décadence. Vigenère a écrit lʼHistoire de la Décadence de lʼEmpire dʼOrient, & le P. Maimbourg celle de lʼEmpire dʼOccident après Charlemagne. Bien loin que les sciences soient allées en décadence dans ce siécle, ellos ont au contraire reçu de considérables accroissements. S. EVR. La décadence des arts a suivi la chûte de lʼEmpire Romain. ID. Les hommes ne regardent pas volontiers les chôses dont la décadence leur remet devant les yeux la nècessité inevitable de mourir. BOUH. Les femmes laissent aller leur charmes en décadence dès quʼelles ont enchaîné un mari. S. EVR. Depuis ce malheur tout alla visiblement en décadence, & les affaires fûrent sans retour. Don Mabillon dans les Acta Sanct. Bened. Sac. IV. VI traite des causes de la décadence de lʼOrdre de S.Benoît.43

Agreguemos para terminar este apartado que la noción de decadencia conocerá su mayor difusión en las últimas décadas del siglo XIX, momento en el que cualquier fenómeno podrá ser leído como síntoma de décadence. En efecto, decadentes fueron el opio y el éter; la tuberculosis y la sífilis; Schopenhauer, y Nietzsche; la guerra-franco prusiana, la Comuna de París, el sufragio universal, los atentados anarquistas y el affaire Dreyfus; el wagnerismo, el simbolismo y el impresionismo; el uranismo, la histeria y el masoquismo; el ocultismo rosa-cruz y las conversiones al catolicismo; las figuras mitológicas de Narciso, Eros y Psyque; la literatura latina tardía, la literatura bizantina, los autores nórdicos finiseculares… Gustave Flaubert, en su Dicionnaire des idées reçues o Catalogue des opinions chics (publicado póstumamente en 1913), ironiza sobre este uso trivial de la noción de “decadencia”, verdadero poncif del fin-de-siècle: “Époque (la nôtre): Tonner contre elle. Se plaindre de ce qu’elle n’est pas poétique. L’appeler époque de transition, de décadence” (2002, p. 31).

Conclusiones

Hemos intentado establecer las articulaciones fundamentales de los discursos sobre la decadencia. Tal como hemos visto, estos discursos presentan elementos sumamente heterogéneos, no obstante lo cual podemos afirmar que, en general, tienden hacia un núcleo común: la idea de que la “decadencia” o el envejecimiento implica el triunfo de la multiplicidad sobre la unidad, y de que esta multiplicidad, en un plano socio-histórico, a su vez, está intímamente relacionada con el triunfo de lo particular sobre lo general, de lo aparente sobre lo real y de los deseos innecesarios sobre sus límites “naturales”. Asimismo, estas transgresiones se consideran estrechamente ligadas a un movimiento descontrolado de bienes, a una hipertrofia de la esfera de la circulación que lleva a la disipación de los mecanismos básicos de conservación y transmisión de patrimonios y jerarquías. Efectivamente, uno de los elementos centrales en estas narrativas es el elemento económico (inescindible, para los antiguos, como ha demostrado, entre otros, Moses I. Finley, de la moral), esto es, la idea de que la declinación de las costumbres esta íntimamente relacionada con una perturbación de las relaciones de intercambio en un sentido amplio. Pues el exceso de las épocas decadentes implica un intercambio de aquello que no debería ser intercambiado: lo vendible está en lugar de lo no vendible, del mismo modo que lo femenino suplanta a lo masculino, lo falso a lo verdadero, el esclavo al noble, lo profano a lo sagrado, etc. De allí que el objeto por excelencia de ese intercambio social, a la vez que la mediación necesaria de cualquiera de ellos, el lenguaje, ocupe un lugar central en estos relatos acerca de los tiempos decadentes.

Ahora bien, este núcleo ideológico, omnipresente en las fuentes clásicas, contribuyó a moldear toda idea moderna de decadencia, en la medida, precisamente, en que la educación humanística hasta finales del siglo XIX consistía fundamentalmente en la lectura de los textos de Hesíodo, Platón, Salustio, Lucrecio o Cicerón (Waquet, 2002). A esto se añade que las fuentes historiográficas antiguas que narran la propia “decadencia de referencia” (Chaunu, 1983, p. 4), las diversas crisis de la ciudad de Roma y la caída del Imperio romano de Occidente, están ellas mismas saturadas de los tópicos del discurso antiguo sobre la declinación y que las narrativas modernas de la historia de Roma reactualizan estos tópicos, y convierten la historia de Roma en el mito de la decadencia por excelencia. Estas ideas sobre la decadencia, se convertirán, a fuerza de repetición, en clishés difundidos en todos los ámbitos de la cultura, desde la ciencia hasta la crítica literaria. Un buen ejemplo que permite observar cómo se resignifica un viejo tópico en términos modernos y “científicos”, y se utiliza para interpretar a la propia historia de Roma, y reconfirmar, por tanto, la noción de “decadencia”, es la obra de Otto Seeck, publicada entre 1897 y 1920, Geschichte des Untergangs der antiken Welt, donde se intenta explicar la decadencia de Roma en términos de una degeneración biológica interpretada en clave darwinista: la causa de la caída de Roma habría sido “die Ausrottung der Besten” (Seeck, 1897, pp. 270-307) (“la eliminación de los mejores”), producto de la cobardía y el debilitamiento moral cada vez más acentuados por una herencia biológica en continua degeneración. No se trata, por supuesto de un proceso lineal ni simple, según el cual se podría reducir toda idea de decadencia a sus fuentes clásicas (lo cual nos llevaría a un paradójico “clasicismo de la decadencia”), sino de un complejo juego diálogico: Montesquieu se sirve de un tópico salustiano, pero de ningún modo su explicación sobre la caída de Roma puede pensarse fuera del horizonte del siglo XVIII, del mismo modo que Maquiavelo o Vico se sirven de la idea polibiana de ἀναϰύϰλωσις, pero de ningún modo su teorización es reductible a la del historiador griego. Los discursos sobre la decadencia, como todo texto de la tradición, están expuestos al juego múltiple de las interpretaciones. The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (1776-1788) de Edward Gibbon quizá sea el ejemplo más emblemático de esta tensión entre pasado y presente, dado que en la obra del historiador inglés, tal como explica J. Pocock en su también monumental Barbarism and Religion (1999-2010), la venerable metáfora de la “decadencia” se convierte en un campo de batalla para los debates historiográficos y políticos de la Ilustración.

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1Para la noción de tópico nos inspiramos en Curtius, 1955.

2De hecho, este extenso tema excede ampliamente la antigüedad grecolatina: Mazzarino explica que esta idea estaría ya presente en la historia babilónica (Mazzarino, 1961, pp. 1-4). Cf. también los apéndices a Lovejoy-Boas, 1997 de Albright y Dumont.

3Dodds, 1973 dice que el único momento en el cual existió una idea de progreso similar a la moderna fue en la Atenas del siglo V; luego, o esta idea se descartó, o bien se aceptó la idea de un progreso técnico que no implicaba un progreso moral. Meier, 1990 niega que la αὔξησις griega pueda ser comparable a la moderna noción de progreso.

4Una buena refutación de que los antiguos, pensaban a la historia como simple repetición de una serie de situaciones más o menos idénticas (idea que comparte, por ejemplo, en Collingwood, 1971) se encuentra en Momigliano, 1984.

5Lovejoy y Boas, en su “Prolegomena to the history of primitivism” (1997, pp. 1-22), desarrollan un complejo sistema categorial, del que vale la pena indicar los principales trazos. El primitivismo cronológico es la suposición de que el bien se sitúa en un pasado más primitivo. El primitivismo cultural, que no implica patrones cronológicos, se basa en el descontento del civilizado con la civilización y, por tanto, en la mirada exotista de los pueblos considerados “salvajes”, a quienes esta mirada considera ejemplos vivientes de su ideal. El primitivismo cultural puede, evidentemente, fusionarse con el primitivismo cronológico, y presentar a los pueblos “salvajes” como restos intactos del pasado idílico. En general, se supone que el salvaje no está coaccionado por el peso de las reglas de la civilización, y a menudo se lo presenta como “a fellow of infinite leisure” (Lovejoy y Boas, 1997, p. 9). O, inversamente, sus duras condiciones de vida son presentadas como un ejemplo moral. Al primitivismo que muestra al salvaje como un sujeto de puro placer, Lovejoy y Boas lo llaman “primitivismo suave”, y al que lo presenta como un ejemplo de dureza frente a la adversidad y la inclemencia, “primitivismo duro”.

6Dice también Freund sobre Empédocles: “La originalidad de Empédocles reside en el inicio del fragmento 17. Pues da a entender claramente que la destrucción o la decadencia de las cosas no es el producto de la sola desunión, sino que también puede ser el efecto de la unión, en tanto que esta última es la disolución de la multiplicidad y la particularidad en la identidad del Uno. Es en este sentido que dice que el nacimiento es doble, así como la desaparición, habida cuenta de que el nacimiento puede engendrar y dar muerte a la vez y que la desunión puede ser tanto un factor de crecimiento como de disipación. En otros términos, bajo un cierto punto de vista, el nacimiento puede comportar una degradación y la decadencia un crecimiento, en el sentido de que restituye la particularidad a los elementos. [...] La decadencia no es una supresión de la existencia, sino otro modo de existir en el Todo” (Freund, 1984, p. 31).

7Sin embargo, tal como explican Lovejoy y Boas (1997, p. 23), quizá el más temprano ejemplo de una “Teoría de la progresiva degradación” lo encontremos en la Ilíada, en el pasaje en el que Néstor dice haber conocido héroes mejores que los actuales (Hom., Il., 260-268).

8Sobre esta cuestión, cf. particularmente el capítulo III en Hanson, 1999.

9Τodas las traducciones del presente trabajo, cuando no se indica lo contrario, son mías.

10No es el caso, claro está, de la compra de las tierras de otro propietario, que se recomienda en un pasaje (Hes., Op., 335-341) que haría las delicias, si se nos permite el anacronismo, de cualquier lector de La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber, donde Hesíoso le dice a Perses que es necesario estar bien con los dioses, hacer libaciones y sacrificios, para que de ese modo se pueda conservar el estádo de ánimo adecuado para comprar propiedades ajenas y no vender las propias.

11Teognis, poeta aristocratizante y antidemocrático del siglo VI, quien veía con poca simpatía el ascenso de la nueva clase social a la que el campesino beocio pertenecía, se queja de que en los tiempos actuales, la única diosa que mora entre los hombres es Esperanza, y que, los demás dioses (entre ellos Sofrosyne, la moderación) han partido al Olimpo: es por eso que en la actualidad ya no se respetan los juramentos (Thgn., 1135-1150). Volvemos a encontrar aquí uno de los tópicos que resaltamos en Hesíodo, el uso engañoso del lenguaje. También Teognis se lamenta en otro fragmento de que el dinero corrompa a la vieja aristocracia, y sugiere, haciendo una comparación con la cría de caballos, que esta mezcla de lo noble con lo bajo es la causa de que los hombres se debiliten (Thgn., 183-192).

12Este tópico ya estaba en Empédocles, quien es, como explican Lovejoy y Boas (1997, pp. 32-34), el primer representante del “estado de naturaleza dietético”, pues relata que cuando dominaba Cypris, la diosa del Amor, no había guerra, pero el hombre tampoco se comía a los animales (B128 DK). Nótese la idea de que en las épocas no corruptas, hay armonía con la naturaleza, y que esta armonía implica asimismo una limitación de los deseos del hombre, lo cual va en la misma línea que otros retratos de los animales y hombres primitivos de la antigüedad. También Porfirio nos informa la interpretación científica que el peripatético Dicearco tenía de los hombres que vivían bajo la Edad de Cronos (cf. Lovejoy y Boas, 1997, pp. 94-6). Dicearco explica que la leyenda hesiódica en realidad quiere decir que en los tiempos primitivos, los hombres, que no habían inventado la agricultura ni ningún otro arte, se beneficiaban de una naturaleza que les ofrecía comida espontáneamente. Era por ese motivo que no tenían enfermedades y se sugiere que producían pocos o ningún excremento: αὐτόµατα µὲν γὰϱ πάντα ἐφύετο, εἰϰότως·οὐ γὰϱ αὐτοί γε ϰατεσϰεύαζον οὐθὲν διὰ τὸ µήτε τὴν γεωϱγιϰὴν ἔχειν πω τέχνην µήθ̓ἑτέϱαν µηδεµίαν ἁπλῶς. Τὸ δ̓αὐτὸ ϰαὶ τοῦ σχολὴν ἄγειν αἴτιον ἐγίγνετο αὐτοῖς ϰαὶ τοῦ διάγειν ἄνευ πόνων ϰαὶ µεϱίµνης, εἰ δὲ τῇ τῶν γλαφυϱωτάτων ἰατϱῶν ἐπαϰολουθῆσαι δεῖ διανοίᾳ, ϰαὶ τοῦ µὴ νοσεῖν. Οὖθὲν γὰϱ εἰς ὑγίειαν αὐτῶν µεῖζον παϱάγγελµα ἕυϱοι τις ἂν ἢ τὸ µὴ ποιεῖν πεϱιττώµατα, ὧν διὰ παντὸς ἐϰεῖνοι ϰαθαϱὰ τὰ θώµατα ἐφύλαττον (Abst., 4.2.9-18, ed. Nauck), “Pues según parece todo crecía naturalmente; no contaban con técnica agrícola, o ninguna otra arte. Este era el motivo de que llevaran una vida de ocio, sin fatigas ni preocupación, y —si hemos de aceptar la doctrina de los más eminentes médicos— de que tampoco se enfermaban. Pues el mejor consejo que cualquiera de ellos daría para la salud es el de no producir excrementos, de los cuales aquellos notables [médicos] tratan de mantener limpio el cuerpo”. Claro que la situación cambia cuando los hombres posteriores, a causa de un deseo desproporcionado, comenzaron a dedicarse a la actividad pastoril y a la guerra. Asimismo encontramos a menudo, en las descripciones de los hombres primitivos o de los bárbaros, características de los hombres de la raza de oro: Pompeyo Trogo, en sus Historias Filípicas (1. 1.1-3), o Tácito, en sus Anales (3.26), resaltan el virtuoso estado de naturaleza jurídico de los primitivos, Pausanias dice que a causa de la maldad de los tiempos actuales ya no hay más divinizaciones como sí las había en el pasado (8.2.4-5). Por otra parte, en numerosos textos (muchos de los cuales están relacionados con la tradición cínica) se resalta la ejemplaridad del animal, en la medida en que le pone freno a sus deseos (quizá el mejor ejemplo sea el Grillus, de Plutarco, donde uno de los compañeros de Ulises recuerda que cuando fue convertido en cerdo por Circe, no tenía deseos innecesarios y que gozaba de los deseos necesarios con orden y moderación, Gryll., 13.17.6). Para una discusión extensa de este tópico, cf. el capítulo “The Superiority of the Animals”, en Lovejoy y Boas, 1997, pp. 389-420.

13Encontramos otro uso paródico del tópico en el Arte de amar de Ovidio (2.277-8): aurea sunt vere nunc saecula: plurimus auro venit honos, auro conciliatur amor, “de oro son ciertamente estos tiempos: el mayor honor viene con el oro, con el oro se consigue el amor”.

14Platón se refiere en diversos lugares de su obra a la decadencia de los Estados: Cf. Criti., 120d-121c, o el libro III de Las Leyes (donde se enuncia, en 700a-701b, la curiosa teoría de que la anarquía de Atenas se habría originado en la transgresión a las leyes antiguas sobre la música, lo cual a su vez provocó una generalizada licencia en todas las otras esferas de la sociedad y, en consecuencia, el paso de una aristocracia a una “teatrocracia”, 701a). Tal como explica Gaisser, 1988, estas descripciones responden al esquema histórico-filosófico que se desarrolla en el mito de El político, que interpreta a la historia como el desarrollo paralelo de dos impulsos, uno descendente, disgregativo, que sumerge al mundo físico y social en el “mar infinito de la desigualdad” (Plt., 273d-e) y otro ascendente, que tiende hacia el Uno, que se expresa en la filosofía, y que se opone, precisamente, a la disgregación del mundo histórico.

15Traducción de Crespo y Santa Cruz.

16Traducción de Crespo y Santa Cruz.

17Recordemos que esta idea de la historia como reservorio de ejemplos que debían guiar la acción de los hombres, noción que se resume en la famosa fórmula ciceroniana de historia [ ] magistra vitae (Cic., De or., 2.9.36), siguió siendo operativa hasta bien entrado el siglo XVIII. Para un análisis de cómo la experiencia moderna del tiempo, íntimamente relacionada con el carácter de novedad absoluta de las revoluciones modernas y en particular de la Revolución Francesa, desbarató la noción de historia ejemplar, véase el clásico análisis de Reinhardt Koselleck en Futuro pasado (1993).

18Traducción de Schrade.

19

“Escipión contemplaba la ciudad muerta definitivamente, sumida en una destrucción total. Y entonces cuentan, lloró y compadeció sin rebozo al enemigo. Luego se sumió en un mar de meditaciones y vio que la divinidad fomenta el cambio en ciudades, pueblos e imperios, igual que lo provoca en los hombres. Pues lo experimentó Ilión, ciudad feliz en otro tiempo, lo sufrió el imperio de los asirios, el de los medos y el de los persas, que en su momento había sido formidable, e incluso Macedonia, cuyo esplendor era aún reciente. Y explican que entonces, ya porque se le escapara, ya de manera plenamente consciente, recitó estos versos: ‘Llegará un día en que la sagrada Ilión haya perecido, / Y Príamo, y el pueblo de Príamo, el óptimo lancero’.”

Polibio le preguntó con franqueza, porque había sido su maestro, a qué aludía con aquellas palabras. Y Escipión contestó, sin ocultarlo, que se había referido claramente a Roma, su patria, pues temía por ella cuando consideraba los avatares humanos. Y Polibio al oírlo lo consignó por escrito (Plb., 38.22.2-3) (traducción de Balasch Recort).

20Otro buen ejemplo lo encontramos cuando el lidio Creso le dice al rey Ciro que “existe en el ámbito humano un ciclo que, en su sucesión, no permite que siempre sean afortunadas las mismas personas” (Hdt., 1.207.2) (traducción de Schrader).

21Αὔτη πολιτειῶν ἀναϰύϰλοσις, αὔτη φύσεως οἰϰονοµία (6.7.10), “Éste es el ciclo de las constituciones, éste el orden de la naturaleza”.

22Sin embargo, para una recensión de las lecturas más recientes de Polibio en general y el libro 6 en particular, ver Moreno Leoni, 2012.

23Asimismo, encontramos una curiosa variación de este tópico en Filón de Alejandría, quien afirma que Adán (a quien interpeta alegóricamente como el νοῦς) fue expulsado del paraíso a causa de Eva (αἴθηγις), lo que inició el proceso de envejecimiento del mundo (cf. por ejemplo De op. mundi, 59.165). Para un comentario de este tópico, cf. Boas, 1935, pp. 1-14.

24Para la relación con Rousseau, cf. Lovejoy y Boas, 1935, pp. 240-2; para una lectura “progresista” de Lucrecio, cf. Mondolfo, 1955, Nisbet, 1981 y Beye, 1963.

25

Un excelemte ejemplo son los prólogos “platónicos” de Salustio a Bellum Catilinarium y Bellum Iugurtinum:

Nam uti genus hominum compositum ex corpore et anima est, ita res cuncta studiaque omnia nostra corporis alia, alia animi naturam sequuntur. Igitur praeclara facies magnae divitiae, ad hoc vis corporis et alia omnia huiusce modi brevi dilabuntur; at ingeni egregia facinora sicuti anima immortalia sunt. Postremo corporis et fortunae bonorum ut initium sic finis est, omniaque orta occidunt et aucta senescunt: animus incorruptus, aeternus, rector humani generis agit atque habet cuncta, neque ipse habetur (Sal., Iug., 1.2-4), “Pues así como el género humano está compuesto de cuerpo y alma, de ese mismo modo de todas nuestras cosas y esfuerzos algunos siguen la naturaleza del cuerpo, otros la del alma. Por consiguiente un aspecto exterior notable, las ingentes riquezas y además la fuerza del cuerpo y todas las cosas parecidas en poco tiempo se desvanecen; pero los grandes actos del ingenio son inmortales como el alma. Finalmente, hay un inicio y un fin para el cuerpo y los bienes de la fortuna, y todas las cosas que nacieron mueren y las que se acrecentaron envejecen: el espíritu incorrupto, eterno, rector del género humano, dirige y tiene todas las cosas, pero el mismo no es tenido [por ninguna]”. También: Omnes homines qui sese student praestare ceteris animalibus summa ope niti decet ne vitam silentio transeant, veluti pecora quae natura prona atque ventri obedientia finxit (Sal., Cat., 1.1), “Es conveniente que todos los hombres que desean superar a los restantes animales se esfuerzen con sumo recurso para no pasar la vida en silencio, [diferenciándose así] de las bestias a las cuales la naturaleza formó inclinadas hacia el suelo y obedientes al estómago”.

26Cf., por ejemplo, el célebre pasaje de Virgilio en Georg., 2.458-474, cuyas primeras líneas son O fortunatos nimium, sua si bona norint/agricolas!, “¡Oh, cuán afortunados serían los campesinos si comprendieran los bienes [que poseen]”.

27Edwards discute un elemento ciertamente interesante para nosotros, porque pone en primer plano el aspecto económico de los discursos sobre la decadencia: la relación analógica que el lenguaje moralista romano establece entre la circulación descontrolada de líquidos (perfumes, vinos) y flujos económicos: “Denunciations of prodigal pleasures are full of images of fluidity and flux —Seneca’s voluptas is drenched with unmixed wine and perfume; the brothels, taverns and baths, in which his personification of pleasure lurks, are all associated with the uncontrolled flow of various liquids. The money of the voluptuaries who haunt these places also flows uncontrolled. Effundo and profundo —‘to pour out’, ‘to pour forth’— are the verbs habitually used of those who spend without limit on their own pleasures. The Roman social order is itself washed away with the spilt wines, perfumes and bodily effusions —and, of course, the dissipated fortunes— of its incontinent upper classes” (Edwards, 2002, p. 175). Notemos, por otra parte, que este aspecto ecónomico del discurso sobre la declinación moral ya está presente en la profecía de la ninfa Vegoia (Grom. Vet., 1.350, ed. Lachmann), texto cuyo original habría sido etrusco y que se conserva en latín, y que vale la pena reproducir entero por la explícita conexión que establece entre la inmoralidad y la catástrofe natural: Scias mare ex aethera remotum. Cum autem Iupitter terram Aetruriae sibi vindicauit, constituit iussitque metiri campos et signare agros. Sciens hominum avaritiam vel terrenum cupidinem, terminis omnia scita esse voluit. Quos quandoque ob avaritiam prope novissimi octavi saeculi lascivi homines malo dolo violabunt contingentque atque movebunt. Sed qui contigerit moveritque, possesionem promovendo suam, alterius minuendo, ob hoc scelus damnabitur a diis. Si servi facient, dominio mutabuntur in deterior. Sed si conscientia dominica fiet, caelerius domus extirpabitur, gensque eius omnis interiet. Motores autem pessimis morbis et vulneribus afficientur membrisque suis debilitabuntur. Tum etiam terra a tempestatibus vel turbinibus plerumque labe movebitur. Fructus saepe laedentur decutienturque imbribus atque grandine, caniculis interient, robigine occidentur. Multae dissensiones in populo. Fieri haec scitote, cum talia scelera committentur. Propterea neque fallax neque bilinguis sis. Disciplinam pone in corde tuo, “Sabe tú que el mar fue separado de la tierra. Cuando entonces Júpiter reclamó para sí la tierra de la Etruria, dispuso y ordenó medir el llano y marcar los límites de los campos. Sabedor de la avaricia de los hombres y de su deseo de terrenos, quiso que todos [los límites] fueran reconocidos con mojones. Algún día, por la avaricia, cerca del octavo [y] último siglo, hombres desenfrenados, violarán [los límites] y los tocarán y los moverán, [actuando] fraudulentamente. Pero quien los toque [a los límites] y agrande su posesión, disminuyendo la de otro, por este crimen será castigado por los dioses. Si lo hacen los esclavos, caerá sobre ellos un más duro poder. Si es por culpa de los amos, estos serán rápidamente desposeídos, y morirá toda su estirpe. Los que muevan los límites serán afectados por las peores enfermedades y heridas, y se debilitarán sus miembros. Entonces la tierra, a causa de tempestades o torbellinos, será conmovida por la ruina. Sus frutos serán a menudo dañados y destruidos por las lluvias y el granizo, perecerán por la canícula, morirán por el moho. Habrá muchas disensiones en el pueblo. Sabed que esto sucederá, cuando se cometan tales crímenes. Por eso no seas ni engañanador ni pérfido. Pon orden en tu pecho”. Nos apartamos de la lección de Lachmann en este punto: en lugar de Quos quandoque quis ob avaritiam prope novissimi octavi saeculi data sibi homines malo dolo violabunt contingentque atque movebunt elegimos, basándonos en el aparato crítico de la misma edición de Lachmann, Quos quandoque ob avaritiam prope novissimi octavi saeculi lascivi homines malo dolo violabunt contingentque atque movebunt.

28ϰαὶ τὴν εἰωθυῖαν ἀξίωσιν τῶν ὀνοµάτων ἐς τὰ ἔργα ἀντήλλαξαν τῇ διϰαιώσει. τόλµα µὲν γὰϱ ἀλόγιστος ἀνδϱεία φιλέταιϱος ἐνοµίσθη, µέλλησις δὲ πϱοµηθὴς δειλία εὐπϱεπής, τὸ δὲ σῶφϱον τοῦ ἀνάνδϱου πϱόσχηµα, ϰαὶ τὸ πϱὸς ἅπαν ξυνετὸν ἐπὶ πᾶν ἀϱγόν· τὸ δ᾽ ἐµπλήϰτως ὀξὺ ἀνδϱὸς µοίϱᾳ πϱοσετέθη, ἀσφαλείᾳ δὲ τὸ ἐπιβουλεύσασθαι ἀποτϱοπῆς πϱόφασις εὔλογος. ϰαὶ ὁ µὲν χαλεπαίνων πιστὸς αἰεί, ὁ δ᾽ ἀντιλέγων αὐτῷ ὕποπτος.

29Cf. al respecto Dominik, 2007.

30Quintiliano, en sus Instituciones oratorias, dice que Oratorem autem instituimus illum perfectum, qui esse nisi vir bonus non potest, ideoque non dicendi modo eximiam in eo facultatem sed omnis animi virtutes exigimus (1, Praefat., 9), “Por cierto consideramos que el orador perfecto no puede existir si no es un hombre bueno, y por eso exigimos en él no solo una eximia facultad en el hablar, sino todas las virtudes del espíritu”. Séneca el viejo menciona en sus Controversias los desbordes femeninos que provoca la decadencia de la retórica actual: Torpent ecce ingenia desidiosae iuventutis, nec in unius honestae rei labore vigilatur: somnus languorque ac somno et languore turpior malarum rerum industria invasit animos; cantandi saltandique obscena studia effeminatos tenent (1, Praefat., 8), “He aquí que se estropean los ingenios de la juventud desidiosa, y no se dedica toda la atención al desarrollo de una única cosa honesta: el sueño y la pereza y la industria de las cosas malas, que es peor que el sueño y la pereza, invaden los ánimos; los obscenos afanes de cantar y bailar se apoderan de los afeminados”. También Mesala, en el Diálogo sobre los oradores de Tácito, se queja de que en la actualidad Quodque vix auditu fas esse debeat, laudis et gloriae et ingenii loco plerique iactant cantari saltarique commentarios suos. unde oritur illa foeda et praepostera, sed tamen frequens [sicut his clam et] exclamatio, ut oratores nostri tenere dicere, histriones diserte saltare dicantur (Tac., De Or., 26.3), “Y, algo que apenas debiera ser lícito oír, a modo de alabanza, gloria e inteligencia, muchos se jactan de que sus comentarios son cantados y bailados. De ahí nace esa fea y trastornada pero frecuente *** y la exclamación de que nuestros oradores hablan delicadamente y nuestros actores bailan elocuentemente” (traducción de Nicolás Gelormini).

31Citemos nada más, a modo de ejemplo, este pasaje del Diálogo de los oradores de Tácito (XXII.8): Oratio autem, sicut corpus hominis, ea demum pulchra est, in qua non eminent venae nec ossa numerantur, sed temperatus ac bonus sanguis implet membra et exsurgit toris ipsosque nervos rubor tegit et decor commendat, “El discurso bello, sin embargo, como el cuerpo humano, es justamente aquel en el que no resaltan las venas ni se cuentan los huesos, sino que la sangre atemperada y buena llena los miembros y surge de los músculos y un rubor y un encanto realzan los miembros mismos” (traducción de Nicolás Gelormini).

32If, as many textual and visual exempla of Roman culture suggest, virtue, action, substance, integrity, and war constitute the ideal values of Roman manliness in its most archaic form —the purest expression of Rome’s collective cultural fantasy— words, style, eloquence, artifice, and politics are no less essential in the world in which Roman men live. Yet Roman ideology burdens the second list with heavily negative associations of unmanliness and vice [...]” (Connolly, 2007, p. 84). De allí la inquietud por la cercanía con el teatro y el maquillaje: “As Quintilian notes, vice and virtue enjoy remarkably close relations (Inst., 8.3.7). The cosmetics necessary to the skillful orator —the graceful movements of his body and the ornamentation of his words— easily cake into the heavy makeup of the eunuch slave (5.12.17-20)” (Connolly, 2007, p. 86). Asimismo, tal como dice el mismo Connolly, una de las formas de elaborar esta tensión es a través del exilio simbólico de la retórica, cuyo origen no sería romano, sino extranjero. De allí que Cicerón en su Bruto considera al estilo asianista una degradación del aticismo causada por la contaminación extranjera que hace perder las costumbres nativas (Cic., Br., 51).

33

Recordemos, asimismo, que el Arte poética de Horacio empieza con una denegación de los excesos de la licentia de los poetas, cuyo producto se compara, como es sabido, con cuerpos monstruosos (Hor., Ars., 1-5) y con los sueños de un enfermo (6). Por supuesto que esta noción horaciana de decorum tiene una obvia implicancia política, tal como explícitamente se dice en la Oda, 3.2.13: dulce et decorum pro patria mori. Dice Ellen Olliensis que: “The concept of decorum is never innocent. Decorum is always an expression of power. In any sphere —aesthetic, sexual, political, moral— decorum enforces subordination: of parts to whole, woman to man, slave to master, desire to reason, individual to state. As Michel Foucault reminds us, this hierarchical relations are analogous and mutually descriptive [...]” (2009, p. 160). Lucano es el autor que quizá más lejos haya llevado la deconstrucción de los supuestos que sostienen a la noción de decorum (cf. al respecto Bartsch, 1997): en la Farsalia todo se disuelve, el universo, el cuerpo del Estado y de los hombres, así como la idea estoica de virtus y providentia. El mismo lenguaje barroco y paradójico del poema parece asumir la lógica de la guerra civil, que hace de la virtus un scelus, y presenta numerosas contradicciones, lo que ha llevado a la crítica a referirse a una “voz fracturada”. Digamos asimismo que el poema de Lucano incluye una de las mejores descripciones del triunfo nihilista de un poder despótico en un mundo desfundamentado:

[...] mortalia nulli / sunt curata deo. Cladis tamen huius habemus / uindictam, quantam terris dare numina fas est: / bella pares superis facient ciuilia diuos, / fulminibus manes radiisque ornabit et astris / inque deum templis iurabit Roma per umbras (7.454-9), “[...] de los asuntos de los mortales no se preocupa / ningún dios. Sin embargo tenemos de esta calamidad / una venganza tan grande como le es lícito [perpetrar] a la tierra: / las guerras civiles crearán divinidades iguales a las del cielo, / y Roma ornará a los manes con relámpagos y rayos y constelaciones / y por sombras jurará en los templos de los dioses”.

34Illud te reperat, quod cetera regna resolvit: Ordo renascendi est crescere posse malis (Rut. Namat., De redito suo, 1.139-140), “Que aquello te restaure, lo que disolvió a otros reinos: la ley del renacimiento es poder salir más fuerte de los males”.

35Para un análisis de la distancia que existe entre la escritura historiográfica de Polibio y Zósimo, véase Paschoud, 1973.

36Será san Agustín quien dé la versión más influyente de esta historia concentrada en un juicio que la trasciende, a través de la distinción entre ciudad terrena (perfectible, pero siempre pecadora) y la ciudad celeste, único reino verdadero de Dios. Ahora bien, dado que para Agustín, la historia solamente cobra significado en la espera de un triunfo final, más allá del tiempo, el de la ciudad divina sobre la ciudad de los pecadores (Löwith, 1949, pp. 172 y ss.), las crisis de los imperios (y por tanto, la misma noción de “decadencia”), no tienen demasiado sentido, pues los únicos acontecimientos verdaderamente importantes son la prehistoria del Edén y la posthistoria del Juicio Final.

37Otro excelente ejemplo de esta fusión de discurso clásico sobre la decadencia y elementos apocalípticos, es la epístola de san Cipriano en respuesta a Demetriano, procónsul de África, quien acusaba a los cristianos de ser los causantes de las catástrofes del siglo III: Dixisti per nos fieri et quod nobis debeant imputari omnia ista quibus nunc mundus quatitur et urgetur quod dii vestri a nobis non colantur. Qua in parte, quia ignarus divinae cognitionis et veritatis alienus es, illud primo in loco scire debes, senuisse jam mundum, non illis viribus stare quibus prius steterat, nec vigore et robore eo valere quo antea praevalebat. Hoc etiam, nobis tacentibus et nulla de Scripturis sanctis praedicationibusque divinis documenta promentibus, mundus ipse jam loquitur et occasum sui rerum labentium probatione testatur. Non hyeme nutriendis seminibus tanta imbrium copia est, non frugibus aestate torrendis solis tanta flagrantia est, nec sic vernante temperie sata laeta sunt, nec adeo arboreis foetibus autumna foecunda sunt. Minus de effossis et fatigatis montibus eruuntur marmorum erustae, minus argenti et auri opes suggerunt exhausta jam metalla, et pauperes venae breviantur in dies singulos et decrescunt, deficit in arvis agricola, in mari nauta, miles in castris, innocentia in foro, justitia in judicio, in amicitiis concordia, in artibus peritia, in moribus disciplina. [...] Sic sol in ocassu suo radios minus claro et igneo splendore jaculatur; sic, declinante iam cursu, exoletis cornibus luna tenuatur, et arbor quae fuerat ante viridis et fertilis, arescentibus ramis fit postmodum sterili senectute deformis; et fons qui, exundantibus prius venis, largiter profluebat, senectute deficiens, vix modico sudore distillat. Haec sententia mundo data est, haec Dei lex est, ut omnia orta occidant et aucta senescant, et infermentur fortia, et magna minuantur, et cum infirmata et diminuta fuerint, finiantur (Cypriano Carthaginense, Liber ad Demetrianum III [Migne PL, vol. 4, 546A-547A]), “Dijiste que a causa nuestra suceden y que se nos deben imputar todas estas [desgracias] que ahora golpean y asolan al mundo, puesto que nosotros no honramos a vuestros dioses. En relación a lo cual, puesto que ignoras la divina cognición y eres ajeno a la verdad, en primer lugar debes saber esto, que ya ha envejecido el mundo, que no se mantiene con aquellas fuerzas con las cuales antes se mantenía, y que tampoco resiste con la fuerza y el vigor con los que antes se sostenía. Esto, aunque nosotros nos calláramos, y no refiriéramos ninguna de las pruebas de las Santas Escrituras y de las divinas predicaciones, el mundo mismo ya lo dice y atestigua su propio ocaso, dando como prueba la declinación de [todas] las cosas. En el invierno [ya] no hay tanta cantidad de lluvias para nutrir a las semillas; en el verano el sol no tiene tanto calor para calentar las mieses, y tampoco en la estación primaveral los cultivos están fértiles, ni los frutos otoñales de los árboles son tan fecundos. De los exhaustos y fatigados montes se extraen menos piezas de mármol, los metales extenuados indican menos riqueza de oro y plata, y las venas empobrecidas se hacen más pequeñas cada día y decrecen, falla en los campos el labrador, en el mar el navegante, el soldado en el campamento, la inocencia en el foro, la justicia en el juicio, la concordia en la amistad, la pericia en las artes, el orden en las costumbres [...] Así el sol en su ocaso lanza rayos con esplendor menos ígneo y claro; así, cuando declina ya su curso, envejecidos [sus] cuernos, se atenúa la luna, y el árbol que antes fuera verde y fértil, se hace luego, resecas sus ramas, deforme a causa de la estéril vejez; y la fuente que, rebosante antes su cauce, con abundancia fluía, desfalleciendo a causa de la vejez, destila apenas un módico chorro. Esta es la sentencia dada al mundo, esta esta es la ley de Dios, que todas las cosas nacidas perezcan y que las que hayan crecido envejezcan, y que se debiliten las fuertes y las grandes se empequeñezcan, y que cuando se hagan débiles y diminutas, lleguen a su fin”.

38Citamos según la edición de Dombart, 1887, p. 168.

39Para esta interesante cuestión, véase Graf, 1915.

40Texto tomado de la edición de Bourassé, 1854.

41Recordemos el lugar central que los escritores romanos, en particular Cicerón, tuvieron en la emergencia de lo que Hans Baron llamó “humanismo civil” (para una discusión de las tesis de Baron, y de las diversas críticas que recibiera, ver Sverlij, 2013).

42Citemos la entrada Decadentia de Du Cange: “Decadentia: Ruina, lapsus, Gall. Decadence. Chronicon Beccense pag. 19: Omnia maneria et molendina, quæ invenit in magna Decadentia, et ruina, studiose reparavit. Decadencia superius in voce Avaluacio, accipitur pro imminutione monetæ seu ejus minori valore. Gall. Dechet”.

43Trévoux 1771, t. 2, pp. 526-527, s.v. Décadence. Cf. también el volumen de Rigoley de Juvigny, 1788: “Malgré le titre superbe de Siècle de Lumières, dont notre Siècle se décore, nous n’avons jamais été plus fondés à nous plaindre non-seulement de la décadence des Lettres & du Goût, mais même de la corruption des Mœurs. A quoi devons-nous en attribuer la cause, si ce n’est au vice de notre Éducation, à la foiblesse de nos Études, à lʼoubli des modèles de lʼAntiquîté savante, aux écarts enfin dans lesquels le Bel-Esprit & une Philosophie însensée & trompeuse ont entraîné la génération présente? En vain voudroit-on soutenîr le contraire? Comparez les productions de notre temps à ces Modèles antiques & sublimes, vous reconnoîtrez aîsément que tous ces vices ont infecté notre Littérature” (pp. 1-2).

Recibido: 22 de Enero de 2014; Aprobado: 16 de Marzo de 2015

* Mariano Sverdloff, doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, especialista en literaturas comparadas, particularmente en el área de las recepciones clásicas en la modernidad, es docente de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad Católica Argentina y coordinador desde 2002 a la fecha de la colección Colihue Clásica. Ha publicado diversos artículos sobre su especialidad, entre los cuales cabe mencionar “Catálogos decadentes: de la biopolítica al dispositivo estético” (Boletín de Estética, 26, 2014) y “Reescrituras de la tradición: Le latin mystique de Remy de Gourmont” (Circe, 2013). marianojavs@yahoo.com.ar

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