SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.49 issue193How we are, what we want and share. Perceptions and beliefs about the inclusive intercultural culture promoted by the university author indexsubject indexsearch form
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Revista de la educación superior

Print version ISSN 0185-2760

Rev. educ. sup vol.49 n.193 Ciudad de México Jan./Mar. 2020  Epub Aug 21, 2020

https://doi.org/10.36857/resu.2020.193.1025 

Artículos

Autonomía universitaria y estatalidad1

University autonomy and statehood

Adrián Acosta Silva* 

*Profesor-investigador en el Instituto de Investigaciones de Políticas Públicas y Gobierno del CUCEA. Universidad de Guadalajara, México. Correo electrónico: aacosta@cucea.udg.mx


Resumen

Este es un ensayo sobre las narrativas de la autonomía universitaria en México durante el último siglo. Desde una perspectiva de sociología histórica, se propone como dispositivo analítico central la relación entre estatalidad política y autonomía universitaria como el eje explicativo de las narrativas. A través de una revisión bibliográfica sobre el tema, se identifican tres grandes épicas narrativas a lo largo del último siglo: la épica de las libertades, la épica de la modernización y la épica de los indicadores. Se discute la hipótesis de que estas épicas obedecen a relatos de legitimación política de los ajustes y transformaciones de las universidades frente a los cambios en los entornos de estatalidad.

Palabras clave: Narrativas; Universidad; Estatalidad; Autonomía; Indicadores

Abstract

This is an essay about the narratives of university autonomy in Mexico across the last century. From a historical sociology perspective, it is proposed like main analytical axis the relationships between political statehood and university autonomy like an explanation about autonomic narratives. A bibliographic review identifies three main epic narratives in the last century: the freedom epic, the modernisation epic, and the indicators epic. The hypothesis that these different epics are due to accounts of political legitimacy of the adjustments and transformations of the universities facing changes in the environments of statehood is discussed.

Keywords: Narratives; University; Statehood; Autonomy; Indicators

Introducción

Vivimos en la era de los indicadores. Ese es el espíritu de nuestra época. Medir, calcular, evaluar, comparar, forman parte de las prácticas que se han colocado en el centro de los relatos sobre la calidad, el mejoramiento o el cambio de los comportamientos individuales, sociales e institucionales. La autonomía de las universidades -una idea siempre polémica, relativa, cambiante, ambigua-, no escapa a las presiones métricas. De ahí se nutre el discurso y las retóricas que configuran la “épica de los indicadores”, relatos cuyas referencias habituales son datos, números, identificación de tendencias o cálculos que sustentan diversas decisiones de políticas y procesos de ajustes institucionales.

La afirmación constituye el centro de estas notas. Es un ensayo sobre la naturaleza cambiante de las narrativas sobre la autonomía universitaria en México. A más de un siglo del movimiento reformista de Córdoba (1918) y de noventa años de la promulgación de la primera autonomía de la Universidad Nacional Autónoma de México (1929), el ejercicio tal vez resulte apropiado para apreciar la magnitud, las dimensiones y la profundidad de los cambios en los relatos contemporáneos sobre las autonomías universitarias en la región.

El propósito general es organizar una reflexión en torno al significado y los contextos políticos e intelectuales de las autonomías universitarias latinoamericanas. La idea central es que los cambios en los contextos y prácticas de la autonomía se expresan en un nuevo lenguaje, narrativas diferentes y relatos heterogéneos, que a lo largo del último siglo (1920-2019) pueden ordenarse en tres grandes épicas autonómicas: la épica de las libertades y el autogobierno, la épica de la modernización, y la épica de los indicadores. Estos lenguajes expresan relaciones de tensión, de conflicto y de cooperación entre las universidades y sus entornos históricos, políticos, económicos y sociales. Pero se propone aquí que es el tipo de estatalidad predominante en cada época el que define las relaciones entre el Estado y las instituciones públicas, como la universidad. Desde esta perspectiva, la matriz relacional entre la estatalidad y las universidades se traduce en términos prácticos como una relación entre el financiamiento público estatal y la autonomía institucional, como el factor causal explicativo que permite identificar las diferentes épicas autonómicas señaladas, como expresiones político-institucionales de tres grandes ciclos de transformaciones entre la retórica y las acciones, entre los imaginarios y las prácticas autonómicas universitarias.

El ejercicio parte de cuatro preguntas básicas: ¿Qué significa hoy la autonomía universitaria en México? ¿De qué manera los cambios en los entornos políticos, sociales y económicos experimentados en los últimos años han influido en la transformación de la reorganización de los significados y prácticas autonómicas universitarias? ¿Cómo se puede analizar/interpretar a las relaciones contemporáneas entre el Estado y las universidades a partir del eje de la autonomía? ¿Cuál es el papel de los gobiernos universitarios en la reformulación de los arreglos institucionales que dan sentido y contenido a la autonomía de las universidades públicas? Estas preguntas generales forman parte del núcleo de cuestiones intelectuales y políticas que habitan el debate sobre la autonomía universitaria desde hace varios años. Son asuntos que no tienen una respuesta fácil ni admiten hipótesis contundentes. Por el contrario, requieren de una exploración cautelosa, atenta a la diversidad de experiencias institucionales, y sus respectivos actores y contextos sociales.

El argumento general que guía estas notas radica en que la transición entre las épicas autonómicas se explica por los cambios en las relaciones entre la estatalidad contemporánea y la autonomía relativa de las universidades públicas, cambios surgidos en el contexto de las grandes reformas económicas y políticas experimentadas a lo largo del siglo XXI en América Latina y el Caribe. Para discutir la idea y el argumento, el texto se organiza en cuatro secciones. En la primera, se ofrece una reconstrucción de las relaciones entre la estatalidad y la autonomía universitaria, desde una perspectiva de sociología histórica sobre las narrativas autonómicas universitarias en la región. En la segunda, se propone la caracterización de tres grandes épicas sobre la autonomía universitaria que se configuraron en México entre 1910 y 2018, que transitaron de esquemas de construcción de una gobernabilidad legítima y de baja regulación pública hacia una sobre-regulación gubernamental centrada en la evaluación, la calidad y el financiamiento público diferenciado, condicionado y competitivo. La tercera parte se concentra en la caracterización de la narrativa contemporánea como la “épica de los indicadores”, una épica influida por el neo-utilitarismo, el gerencialismo y el capitalismo académico, en la cual se analizan las relaciones entre el Estado y las universidades públicas, focalizando las tensiones entre dominación, autonomía y control que se desarrolla en ese campo de fuerzas que constituye la interacción entre la estatalidad y la educación superior universitaria. Finalmente, se ofrecen algunas consideraciones finales sobre las implicaciones de las tensiones y contradicciones de los relatos autonómicos que dominan en el panorama contemporáneo de las universidades públicas en la región.

Narrativas Autonómicas: Mapas y Territorios

El mapa sobre las autonomías universitarias en América Latina se puede trazar sobre un territorio que combina continuidades y cambios en los relatos autonómicos latinoamericanos, relatos que obedecen a la retórica de tres grandes épicas distintas. La épica de las libertades fue la narrativa autonómica que dominó buena parte del siglo XX, y se legitimó como un arreglo político-institucional entre los nacientes Estados Nacionales y las universidades, que permitió la organización de un régimen inestable y frecuentemente conflictivo de libertades académicas, administrativas y, principalmente, de autogobierno de las universidades públicas. La épica de la modernización se construyó desde los años ochenta del siglo pasado, y se erigió sobre la base de una transformación significativa de los intereses y las ideas que una nueva elite gubernamental introdujo como principios de legitimación de un neo-intervencionismo estatal en el comportamiento de las universidades públicas, y del sistema de educación superior en su conjunto. La épica de los indicadores, finalmente, emerge como parte de un relato dominante desde los primeros años del siglo XXI, que obedece a un principio de búsqueda de gobernanza efectiva, centrada en el paradigma de la rendición de cuentas (accountability) que reorganizó rápidamente el viejo régimen de libertades y los comportamientos modernizadores, orientando la acción institucional hacia la búsqueda de indicadores de eficacia, de eficiencia, de economía e impacto de las universidades.

La épica de la autonomía y la construcción política de la estatalidad

Como se sabe, la épica es un género narrativo clásico, que relata historias de hazañas, tragedias y héroes, formuladas en un acusado tono dramático. Su función es organizar imágenes de eventos fundacionales, puntos simbólicos de quiebre o de ruptura, en los cuales los individuos, comunidades y sociedades se reconocen como herederos o promotores imaginarios de grandes transformaciones, luchas y conflictos del pasado remoto o reciente. Por ello, la épica es un relato que frecuentemente tiene una función ideológica y política, orientada hacia la legitimación de un orden socio-institucional, una representación organizada de ideas e intereses que favorecen sentidos de cohesión, de pertenencia y de identidad, orientando ciertos comportamientos en diversos campos de la acción social. Desde la sociología clásica hasta la moderna, la épica es uno de los géneros narrativos que han alimentado central o marginalmente el análisis de los fenómenos sobre el orden social, el cambio y el conflicto, en sus distintas temporalidades y contextos (Griffin, 2007).

Desde la perspectiva de la sociología histórica moderna, el “giro narrativo” es un enfoque de investigación dirigido hacia la reconstrucción y la comprensión de los relatos que los individuos, los grupos o las instituciones construyen a lo largo del tiempo para explicar sus orígenes, contradicciones y tensiones (Gotham y Staples, 1996). Esos relatos (celebraciones, biografías, proclamas, discursos, manifiestos, leyes) configuran no sólo las “memorias” de los fenómenos sociales sino también los símbolos, imágenes y significados que dominan las prácticas individuales o colectivas. La fuerza del análisis narrativo en la sociología histórica consiste en asociar justamente la dimensión temporal de la construcción de los relatos con la dimensión estructural que influye, determina o condiciona la dimensión retórica o discursiva de la vida social (Torres, 2018).

El “giro narrativo” es un recurso analítico pertinente en la reconstrucción de los relatos de las historias fundacionales, de cambio y de transformación de instituciones como la universidad latinoamericana. Desde ese enfoque, se pueden distinguir diferentes “eras”, “épocas” o “épicas” de las autonomías universitarias latinoamericanas. Esa distinción supone definir a la autonomía como una construcción política, es decir, como el resultado de negociaciones complejas y conflictivas entre los intereses del Estado y los intereses de las comunidades universitarias a lo largo de diversas temporalidades. La “reinvención” de las universidades contemporáneas como ruptura con los modelos de las universidades coloniales a mediados del siglo XIX, las primeras luchas por la autonomía universitaria, los reclamos democratizadores, las diferentes movilizaciones estudiantiles y magisteriales, las exigencias de participación y representación en el gobierno universitario, o las demandas por preservar o recuperar las libertades de expresión, de enseñanza y de investigación en las universidades, forman parte de los relatos épicos construidos desde la segunda década y hasta finales del siglo XX en distintos contextos universitarios en México y en América Latina.

Definir a la autonomía como una categoría política supone la existencia de diversas dimensiones: la dimensión jurídica, la académica, la de gobierno, o la organizativa. Esas dimensiones dan cuenta de la complejidad conceptual de la autonomía universitaria clásica y contemporánea. La autonomía legal o jurídica no asegura per se la autonomía académica ni organizativa; la autonomía política y de gobierno de la vida universitaria tampoco garantiza la intromisión o la colonización de la universidad por parte de intereses fácticos internos o externos a las comunidades universitarias. Por ello, la autonomía es siempre el resultado de equilibrios frágiles entre lo normativo y lo fáctico, entre lo académico y lo político, entre los intereses de la organización y las presiones de sus entornos (Acosta, 2019a).

Los lenguajes de las libertades académicas o de la modernización que dominaron las épicas autonómicas a lo largo del siglo XX coexistieron con las dificultades de la autonomía práctica de las instituciones. Sin embargo, un nuevo lenguaje domina desde los inicios del siglo XXI la “idea” de la autonomía de las universidades en América Latina y el Caribe. Es un relato que revela imaginarios, representaciones, asociados al desarrollo de ciertas preocupaciones, urgencias y ansiedades institucionales. Calidad, evaluación, rendición de cuentas, internacionalización, eficiencia, gobernanza, emprendimiento, innovación, forman parte del núcleo duro de los códigos verbales que ordenan el nuevo lenguaje de los campus universitarios. En relativamente poco tiempo -un par de décadas- esos códigos han sustituido el lenguaje de la transición del fin de siglo, surgido entre los escombros de la “década perdida” de los años ochenta y las transiciones políticas de los noventa, y que fue dominado por palabras que hoy parecen haber envejecido rápidamente, como modernización, excelencia, cambio estratégico, misión, visión. El nuevo lenguaje y el lenguaje de la transición dejaron definitivamente atrás el discurso “clásico” de la autonomía en América Latina, construido sobre conceptos como “reforma universitaria”, “libertad de cátedra”, “cogobierno universitario”, “democratización”, “conciencia crítica de la sociedad”. Si antes se hablaba de reforma, hoy se habla de innovación; hace unas décadas, el problema era asegurar la gobernabilidad de las universidades y hoy de construir una gobernanza institucional efectiva; hoy, se han “naturalizado” la evaluación y las prácticas métricas como ejercicios de rendición de cuentas, cuando antes el desempeño universitario ni siquiera era un tema de reflexión o de debate.

La dinámica de esas transiciones narrativas es compleja. La “invención” de expresiones verbales y conceptuales ayuda a explicar y legitimar transformaciones que se consideran necesarias, indispensables, incluso urgentes. Si el viejo lenguaje sobre las autonomías se construyó en el marco de la construcción de los modernos estados nacionales latinoamericanos en el primer tercio del siglo XX -con sus tensiones entre los proyectos nacional-populares, los Estados burocrático-autoritarios, o las pretensiones de construcción de regímenes socialistas o liberales-, el lenguaje reciente surge de los efectos que el “capitalismo académico” ha tenido en el comportamiento de las universidades públicas de la región. Como “modo de producción” dominante asociado al emprendurismo, la productividad académica, la eficiencia institucional y la búsqueda de recursos financieros distintos a los tradicionales, el capitalismo académico es la expresión universitaria del proceso globalizador que surgió desde finales del siglo pasado, y se colocó en el centro de las políticas de calidad, de competitividad y de eficacia dirigidas hacia las universidades públicas.

Pero es importante asociar la naturaleza cambiante de las narrativas autonómicas al contexto de la estatalidad predominante en cada ciclo, es decir, a las funciones y representaciones del Estado en el campo de la educación superior. La hipótesis general es que el tipo de autonomías construidas en diferentes momentos obedecen a los tipos de estatalidad predominantes en cada época. El “poder autónomo” de la universidad es una construcción que implica determinados patrones de representación y legitimidad institucional, formas de articulación entre las imágenes predominantes de la universidad dentro y fuera de los campus universitarios, y “órdenes de lealtades” que estructuran la relación de las universidades con sus entornos políticos, económicos y culturales (Acosta, 2018a; 2019b). Por “estatalidad” se entiende aquí la “centralidad institucional del Estado” en las relaciones políticas y de políticas públicas (Evans, 1999: 77), el modo como se estructuran las relaciones de fuerza y dominación en los distintos campos de la acción estatal, relaciones que configuran las tensiones, las prácticas y los imaginarios de los actores involucrados en cada campo de la acción pública (Migdal, 2011).2 Desde esta perspectiva, la estatalidad es el resultado político de las disputas por la legitimidad y las representaciones del Estado entre las diversas comunidades, territorios e instituciones que intentan ser colonizadas o penetradas por los intereses de las élites estatales y sus poderes formales y fácticos. Al igual que la autonomía universitaria, la estatalidad es una construcción política, una categoría que se construye como resultado de imposiciones, conflictos, ajustes o negociaciones entre diversos actores en diferentes contextos institucionales y territoriales.

La configuración de la estatalidad construye su propia épica con sus dramatismos correspondientes. Para el caso mexicano, podemos encontrar tres grandes ciclos épicos en el último siglo. El primero es la épica postrevolucionaria (1920-1982), construida en torno a la idea fundacional de la Revolución Mexicana de 1910-1917 como una forma de representación de la coherencia política de un proyecto transformador cuyos relatos se basaron en dos grandes ejes: de un lado, la construcción del “nacionalismo revolucionario”; del otro, la organización de un régimen político en cuyo centro se colocó la figura presidencial y un partido político hegemónico (el PRI) (Córdova, 1978). Esta épica sentó las bases del orden político posrevolucionario e imprimió un sentido corporativo y semi-autoritario al ejercicio del poder del Estado, que estimuló comportamientos heterónomos en instituciones como la Universidad (Levy, 1987).

La otra gran narrativa de la estatalidad corresponde a la épica neoliberal (1982-2000), surgida en la era de la globalización en un contexto de crisis de la estatalidad postrevolucionaria. Es una épica que abandonó paulatinamente la épica legitimadora de la idea de la Revolución Mexicana, y se concentró en un conjunto de reformas estructurales de la economía y del Estado mismo. Sus ejes de legitimación discursiva se concentraron en la modernización, la reforma y ajuste estructural de la economía, la reducción simbólica y práctica de la presencia del Estado, el impulso de políticas de privatización económica e incentivos a comportamientos de mercado, y en complicados procesos de liberalización y democratización política (Escalante, 2015)

La estatalidad que se configura desde los inicios del siglo XXI (2000-2018) puede caracterizarse como la épica de la rendición de cuentas, un relato construido alrededor de la idea de que el Estado tiene un papel de coordinación y conducción de los asuntos públicos en un contexto de democratización política y reestructuración económica (Aguilar, 2006). El surgimiento de nuevos organismos autónomos, reformas legales para la supervisión del gasto público y la medición del impacto de los programas federales y estatales en el desarrollo local y nacional, se constituyen como los ejes articuladores de las acciones del Estado y de las instituciones autónomas como son las universidades públicas.

Las épicas de la autonomía universitaria y de la estatalidad se constituyen como espejos de sí mismas. Ambas coexisten como narrativas de las tensiones, reclamos y contradicciones entre lógicas políticas encontradas y a menudo conflictivas. La épica de las libertades y del autogobierno coexistió durante un periodo prolongado con la épica revolucionaria, y su resultado principal fue la construcción de un arreglo institucional basado en el reconocimiento legal y el ejercicio legítimo de la autonomía universitaria. La épica de la modernización coexistió con la épica neoliberal y su efecto fue la legitimación del intervencionismo estatal en el comportamiento institucional de las universidades a partir de un nuevo esquema de políticas públicas federales. Finalmente, la épica de los indicadores coexiste con la épica de la rendición de cuentas, y el resultado principal es la legitimación de la gobernanza institucional como eje del desempeño de las universidades. Desde esta perspectiva, las tensiones entre autonomía y heteronomía en los tres ciclos se han transformado y ajustado a distintos tipos de relatos tanto del Estado como de las propias universidades públicas, estructurando un campo de fuerzas discursivas, políticas y de políticas que adquiere una mayor complejidad causal.

Las universidades son por supuesto actores protagónicos en esos campos de fuerzas. Sus procesos intelectuales y académicos, sus formas de organización y la estructuración del orden institucional, sus prácticas académicas, políticas y administrativas, sus actores, son representaciones de su poder institucional. Pero ese poder, para ser legítimo, suele ser condicionado al reconocimiento político -es decir, la negociación del conflicto- de la autonomía como principio o valor central para su desarrollo institucional. Ese reconocimiento se traduce en normas y leyes, ordenamientos jurídicos y prácticas académicas, financiamiento público y valoración gubernamental y social, que surgen de las interacciones de las universidades con el Estado, con el mercado y con la sociedad (Pusser, 2016).

Las eras de la autonomía universitaria en México. De las libertades y el autogobierno a la crisis y la modernización

La reconstrucción de las diferentes eras de las narrativas autonómicas universitarias en México tiene como contexto la reconstrucción de las narrativas estatales correspondientes. La épica de las libertades y el autogobierno con financiamiento público coexistió con la épica revolucionaria entre 1910 y 1980, y se pueden distinguir dos sub-periodos principales: a) la “era de la heteronomía”, que comienza con la fundación de la Universidad Nacional en 1910, se extiende con la promulgación de la primera autonomía universitaria en la Ley Orgánica de 1929, y termina con la promulgación de la segunda y tercera autonomía de la Universidad en 1933 y 1945, respectivamente; y b) la “era de la autonomía flojamente regulada”, que inicia con la implementación y el ejercicio de la reforma de la autonomía de 1945, y se extiende hasta el reconocimiento constitucional de la autonomía para todas las universidades públicas en 1980.

A mediados de los años ochenta, esas épicas cambian de lenguaje y de contexto. La crisis económica y política de esos años impulsó un cambio generacional en las elites conductoras del Estado que implicó un nuevo relato sobre el pasado, el presente y el futuro de las relaciones entre autonomía y estatalidad. El paradigma neoliberal se convirtió en el gran relato legitimador de las reformas económicas y políticas del Estado posrevolucionario, que se expresaron en el campo de la educación superior en un nuevo paradigma de políticas públicas centradas en la evaluación de la calidad y el financiamiento público condicionado, diferenciado y competitivo. La épica neoliberal coexiste durante este tiempo con la épica de la modernización de las universidades (1982-2000).

Ambos ciclos anteceden y de algún modo explican la transición narrativa que hacia el nuevo siglo surge en las relaciones entre el Estado y las universidades. La épica de los indicadores y la épica de la rendición de cuentas que se desarrolla a lo largo del siglo XXI (2000-2018), significan un nuevo esquema de arreglos institucionales que reordenan las prioridades, los intereses y las agendas en la retórica de la autonomía universitaria en México.

La épica de las libertades y del autogobierno universitario. La construcción de la autonomía en la era de la heteronomía (1910-1945)

La relación entre los intereses, ideas y actores asociados al surgimiento y el desarrollo de la autonomía universitaria de la región durante la primera mitad del siglo XX, fue un proceso que se nutrió con la leche de varias nodrizas: nacionalismo y cosmopolitismo; democracia liberal y corporativismo social, libertad académica y compromiso social, revolución y justicia, autonomía y heteronomía, fueron las aguas ideológicas que configuraron el contexto político-intelectual de las primeras autonomías universitarias.

El liberalismo meritocrático, como opuesto al orden aristocrático y oligárquico de la universidad postcolonial, alimentó el movimiento reformador de Córdoba de 1918. El viejo espíritu de la autonomía en América Latina se alimentó de la idea del las libertades de investigación y de enseñanza que nacieron con la universidad alemana de principios del siglo xix, pero también se nutrió de la idea política de la experiencia de la universidad francesa ligada al fortalecimiento del Estado. Esa mixtura explica el lenguaje del Manifiesto Liminar de los estudiantes cordobeses. Es, a la vez, un vigoroso reclamo contra el conservadurismo oligárquico de la Universidad, un proyecto de transformación social justificado por la exclusión de estratos y clases sociales medias y populares, y también un movimiento centrado en la defensa de las libertades académicas de enseñanza y aprendizaje, y de la libertad política de ejercer el co-gobierno institucional entre estudiantes y profesores universitarios. Esa figura, el gobierno colegiado, se asumiría como la principal garantía de la autonomía institucional de la Universidad (Acosta, 2018a).

Pero los ecos del movimiento reformador argentino tuvieron distintas resonancias latinoamericanas. En el caso mexicano, el reclamo autonómico universitario parecía tener más relación con los principios liberales de la Universidad fundada por Justo Sierra en 1910 que con la universidad realmente existente que había sobrevivido entre penurias a lo largo de una larga década de inestabilidad y guerra. Cuando José Vasconcelos asumía el cargo de Rector de la Universidad en 1920, al mismo tiempo que era Jefe del Departamento Universitario (aún no existía la Secretaría de Educación Pública, fundada en 1924), se reconocía como un “delegado de la revolución”, que “venía a pedir a la Universidad que trabaje por el pueblo”. En su carácter de “intérprete de las aspiraciones populares”, afirmaba que no era “amigo de los estudios profesionales, porque el profesionista tiene la tendencia a convertirse en parásito social, parásito que aumenta la carga de los de abajo y convierte a la escuela en cómplice de las injusticias sociales (…) Trabajo útil, trabajo productivo, acción noble y pensamiento alto, he allí nuestro propósito”.3

Los antecedentes de la autonomía hay que buscarlos en la idea de la “Universidad libre” que cautivó el pensamiento y la acción de Justo Sierra desde finales del siglo XIX. De la movilización estudiantil sobre la “Universidad libre” de 1875, Sierra organizó e impulsó el proyecto de creación de una “Universidad Nacional” en 1881 (Alvarado, 2009). Ese proyecto nacía en el contexto del relativo “vacío” que había quedado en la educación universitaria luego del cierre definitivo de la Real y Pontificia Universidad de México en 1865.4 En el marco del predominio del positivismo educativo, el proyecto de Sierra reclamaba el reconocimiento del carácter liberal de las profesiones y los estudios universitarios. Sin embargo, el proyecto no prosperó, y no fue hasta el año de 1910 cuando esa iniciativa liberal pudo realizarse, fugaz y paradójicamente, en la agonía de la dictadura porfirista. La reinvención de la universidad fue una señal a destiempo de la modernización de un régimen en crisis (Garciadiego, 2006).

Pero el movimiento revolucionario que dominó la segunda década del siglo XX impidió en los hechos el funcionamiento regular de la nueva universidad. Por ello, el nombramiento de Vasconcelos como rector universitario en 1920 significaba el inicio de un nuevo ciclo universitario, un ciclo dominado por la estructuración de un régimen de lealtades con los gobiernos posrevolucionarios. Ahí encuentran sentido las palabras de Vasconcelos como “delegado de la revolución”: la construcción de una universidad ligada a los intereses populares, estructurada de cara a los intereses del pueblo y alejada de las tradiciones oligárquicas y aristocráticas del saber universitario. Una nueva estatalidad de carácter corporativista comenzaba a forjarse entre los distintos sectores de la acción estatal, y exigía a la universidad heteronomía y no autonomía. Contra la experiencia de la reforma de la universidad de Córdoba de 1918, en México no se entendía o no se compartía la idea de una universidad autónoma subsidiada por el Estado. Esa cuestión permanecería como un tema de debate a lo largo de los años veinte y treinta en México.

No fue sino hasta los reclamos por la autonomía de 1929 cuando esa condición comienza a cambiar de manera acelerada. Las experiencias de universidades públicas estatales como la Michoacana, la de Sinaloa o la de San Luis Potosí, que habían proclamado su autonomía entre 1917 y 1923, o casos como el de la Universidad de Guadalajara (1925), que se asumió desde su fundación como una “universidad de Estado”, y que se había adherido al programa de reformas sociales de la revolución, marcaron la convicción entre muchos universitarios de la Nacional de que era necesario avanzar por el camino de la autonomía (Piñera, 2013). Esa convicción se desarrollaría de manera accidentada y contradictoria en las tres primeras autonomías de la Nacional: la de 1929, la de 1933, y la de 1945, cada una con un entorno de altibajos en las relaciones de tensión y de cooperación con los gobiernos posrevolucionarios.

Pero fue la primera autonomía de la UNAM la que delimitó esas relaciones. En los considerandos de la Ley Orgánica de 1929 se asienta que la universidad “será autónoma. Sin embargo, sigue siendo nacional y por ende una institución del Estado”. En el considerando tercero, se asienta que: “A la larga, la universidad debería contar con fondos enteramente propios para hacerla independiente en lo económico, pero mientras esto sucede tendrá que recibir un subsidio suficiente del gobierno federal” (citado por Marsiske, 2016: 182). La afirmación de la autonomía con subsidio público se veía como una solución transicional para la construcción de una universidad pública independiente en todos los sentidos. Institución de Estado, financiada por el gobierno, nacional y autónoma, será el foco de tensiones de las relaciones entre la estatalidad posrevolucionaria y la autonomía nacionalista durante gran parte del siglo XX.

De la autonomía flojamente regulada (1946-1980) a la crisis y modernización (1980-2000)

Para la segunda mitad de los años cuarenta la autonomía universitaria era el resultado de un arreglo institucional, una autonomía negociada entre el Estado y las propias universidades públicas; más específicamente, entre las élites estatales y las élites universitarias. En un entorno caracterizado por el autoritarismo político y el crecimiento económico, ese arreglo descansaba en un financiamiento público constante y una autonomía académica, política y de gobierno relativamente estable en la propia universidad. El resultado de este modelo de financiamiento con autonomía fue la legitimación de la estatalidad posrevolucionaria y la expansión de la educación superior universitaria en México. El punto simbólico más alto de esta fórmula fue la inauguración de Ciudad Universitaria el 22 de marzo de 1954, que era la representación del apoyo del régimen al reconocimiento de la importancia de la Universidad a la transformación del país, a la vez que un triunfo de la modernización para la organización, la imagen y las prácticas de la propia Universidad.5

Pero hacia los años sesenta los límites del autoritarismo político marcaban también los límites de la estatalidad posrevolucionaria. El crecimiento económico posterior a la segunda guerra mundial había configurado la expansión de una clase media urbana que reclamaba la defensa de nuevos intereses y expectativas. La educación superior universitaria y el ejercicio de las profesiones liberales era uno de los campos de fuerzas en los cuales instituciones como la universidad representaban espacios de conquista para las aspiraciones, sistemas de creencias y expectativas de los estratos medios: movilidad social ascendente, estatus, prestigio, ingresos, se consolidaron como el resultado del mejoramiento de la escolaridad de los individuos y de sus familias. Los títulos universitarios se convirtieron en los fines a alcanzar, y las universidades públicas los principales medios para alcanzarlos.

Ese fue el contexto sociocultural que acompañó el movimiento estudiantil de 1968. La irrupción del ejército en Ciudad Universitaria en septiembre de ese año rompió no sólo los códigos de entendimiento de la autonomía sino que cuestionó las bases mismas de los arreglos construidos entre el Estado y la Universidad entre legitimidad y autonomía. Para el gobierno diazordacista (1964-1970) la universidad era un espacio que amenazaba la estabilidad y el orden posrevolucionario; para la universidad, el rostro represor del Estado era una amenaza intolerable para el sentido de sus libertades académicas y políticas y para su propia sobrevivencia institucional. Los años setenta se significarían por una activa política de reconciliación entre los gobiernos priístas de Echeverría (1970-1976) y de López Portillo (1976-1982) y las universidades públicas, cuyos resultados más visibles fueron la multiplicación de universidades públicas en todo el país -en sólo una década se crearon una nueva universidad federal (UAM), y 7 universidades públicas estatales-, y la modificación, en 1980, del artículo tercero constitucional que incluyó a la autonomía como una garantía jurídica de las universidades públicas para recibir financiamiento público y ejercer sus libertades académicas, organizacionales y de autogobierno.

La autonomía reformada: la épica de la modernización

Pero la expansión de la oferta pública universitaria y el derecho a la autonomía se vieron opacadas por dos fuerzas en tensión a lo largo de los años ochenta. De un lado, una prolongada crisis económica que se tradujo en una crisis de financiamiento público hacia las universidades públicas. Del otro lado, un proceso de cambio político primero hacia la liberalización del régimen que posteriormente se resolvió en un proceso de democratización política. Ambas fuerzas cambiarían rápidamente los límites de la estatalidad.

La estatalidad autoritaria y corporativa cedió al paso una estatalidad disminuida, que reclamaba, para el caso de las universidades, una revisión de los arreglos entre el Estado y las autonomías universitarias. El diagnóstico era claro: la baja calidad de la enseñanza y la investigación, el crecimiento desordenado de la matrícula, la sobre politización del gobierno universitario, y la difusa vinculación con las necesidades del desarrollo nacional, junto con el incremento exponencial del financiamiento público indiferenciado hacia las universidades públicas, eran el producto de la ausencia de dispositivos de regulación y de control gubernamental sobre dichas instituciones. En el lenguaje de la época, la modernización se convirtió en la pieza clave de las nuevas políticas universitarias. Eso significaba introducir una nueva fórmula de las relaciones entre la estatalidad modernizadora y la reforma fáctica de la autonomía universitaria. El financiamiento público diferencial, condicionado y competitivo, asociado a la evaluación y a la calidad del desempeño de las universidades públicas, se convirtió en el núcleo de las políticas de modernización de las universidades (Acosta, 2015).

En poco más de una década y a través de dos sexenios de políticas federales (1988-2000), la modernización se convirtió en el emblema de legitimación de las reformas en las relaciones Estado-Universidades. El significado era político y de políticas. La competencia por recursos públicos extraordinarios, la búsqueda de fuentes de autofinanciamiento, la instrumentación de políticas de mejoramiento de la calidad de programas, del profesorado y de la selección de estudiantes, la introducción de esquemas de incentivos pecuniarios al desempeño de individuos, grupos e instituciones, se convirtió en el nuevo juego de implementación de las políticas federales. Al finalizar el siglo, la competencia por los reconocimientos, acreditaciones y certificaciones se colocaba en el centro de los relatos sobre el “éxito” del desempeño institucional de las universidades. En ese contexto, la nueva estatalidad modernizadora encontraba eco en los procesos de ajuste institucional de las universidades, que implicaba en los hechos una reducción de los grados de autonomía institucional de las universidades. No obstante, la modernización como representación del progreso, actualización y puesta al día de las universidades públicas frente a los nuevos entornos locales, nacionales e internacionales, operaba también como un mecanismo de legitimación de las universidades frente a la metamorfosis de la estatalidad. El fin de siglo fue escenario del declive de la vieja épica de la autonomía de las libertades y el triunfo de una épica modernizadora basada en una autonomía ajustada a las demandas de sus entornos.

Esa épica acompañó el impulso a un nuevo proceso de reformas de las universidades públicas, con resultados contrastantes. En la UNAM, se formuló el “Plan de Desarrollo 1997-2000” bajo la frustrada rectoría de Francisco Barnés (1997-1999), cuyos contenidos eran sintomáticos del discurso modernizador: “modelo de excelencia”, “liderazgo”, “armonización de las funciones sustantivas”, “eficiente organización académico-administrativa”, “nuevas modalidades para la rendición de cuentas y perfeccionamiento de la evaluación” (UNAM, 1997). En algunas universidades públicas estatales como las de Sonora (1991), en la Autónoma de Puebla (1993), y en la Universidad de Guadalajara (1994) se diseñaron e instrumentaron reformas institucionales cuyos referentes discursivos eran la “excelencia”, la “innovación”, la “descentralización”, la “flexibilidad académica”, la “búsqueda de recursos propios”, la “calidad de las funciones sustantivas”, que implicaron cambios a sus respectivas leyes orgánicas. En medio de conflictos internos, los resultados y experiencias de estas universidades representan los nuevos “ensamblajes conflictivos” entre la estatalidad modernizadora y la autonomía adaptada, que se tradujo en un nuevo proceso de expansión de sus respectivas presencias nacional y regionales (Acosta, 2000).

La épica de los indicadores: el “giro métrico” como giro narrativo

A inicios del siglo XXI, la preocupación métrica se colocó en el centro de las políticas públicas. Esa preocupación marca un giro narrativo en las relaciones entre la autonomía y la estatalidad, que revela el espíritu de época en el campo de la acción pública. Para decirlo en breve, el “giro métrico” encarna el “giro narrativo” de las relaciones entre el Estado y las universidades públicas contemporáneas, un giro que se desarrolla bajo la influencia de tres perspectivas intelectuales y técnicas que configuran un nuevo paradigma de políticas en la educación superior. De un lado, la influencia de la perspectiva de la política y la gestión pública, que requieren de evidencias para mejorar la precisión y el impacto de las políticas públicas (Majone, 1989). Del otro, la idea de la calidad como un valor en sí mismo, una cualidad que pueda ser reconocida y comparada mediante procedimientos estandarizados generalmente diseñados por organismos externos (gubernamentales y no gubernamentales) a las propias universidades (Paradeise y Thoenig, 2017). Uno más, relacionado con la búsqueda de la eficiencia, la eficacia y la economía de recursos como mecanismos para el mejoramiento de la gobernanza y el desempeño de las instituciones públicas (Aguilar, 2018).

Estas perspectivas teóricas actúan como factores causales de las relaciones entre autonomía y estatalidad, que mezclan ideas e intereses que operan como fuerzas de cambio en los relatos sobre la autonomía universitaria. La competencia por recursos públicos se volvió moneda de uso común entre las universidades, estimuladas por los programas de financiamiento especial y extraordinario instrumentados por el gobierno federal desde los años noventa del siglo pasado. El mejoramiento de los indicadores se convirtió en el “santo grial” de la acción universitaria. Una gestión estratégica y de calidad se ha consolidado como parte de las narrativas de las autoridades universitarias. Esto permite entender cómo la épica de los indicadores predomina entre las universidades públicas, como parte de estos esfuerzos de adaptación pragmática al lenguaje neo-utilitarista que a su vez predomina entre los diversos entornos políticos y de políticas públicas de las propias universidades.

El ascenso del neoutilitarismo: revolución gerencial, capitalismo académico y autonomía universitaria

Bajo el emblema de los indicadores, los nuevos relatos autonómicos enfrentan el siempre complicado dilema de conciliar las tensiones entre la valoración de lo que es lo útil y lo que es necesario o valioso para el fortalecimiento de la universidad. Y lo que predomina en la lógica de la estatalidad neo-burocrática, sobre-reguladora o neo-intervencionista sobre las universidades es el incremento del rendimiento institucional de sus universidades, medido en términos de programas acreditados, posición en los rankings, cantidades de egresados y titulados, patentes, invenciones, empleabilidad de egresados, tasas de retorno de la inversión pública, formación de capital humano. Eso marca el terreno del nuevo discurso de las autoridades universitarias: una buena universidad es la que tiene los estándares más altos de desempeño, los mejores indicadores, las tasas más elevadas, el lugar que ocupan en los rankings internacionales o en la distribución de los recursos públicos ordinarios y extraordinarios, la eficiencia de sus procesos administrativos, la cualificación y productividad de su planta académica. Algunos autores, en cierto tono dramático, señalan que esta búsqueda de lo útil sobre lo necesario es un proceso de “degradación institucional”, una “lógica del beneficio” que produce nuevas figuras: “estudiantes-clientes”, “universidades-empresa”, “profesor-burócrata” (Ordine, 2013: 77-79).

La revolución gerencial (Wilson, 2008) y el surgimiento del capitalismo académico como “modo de producción” dominante de las políticas universitarias (Slaughter y Leslie, 1997) influyen también en la configuración de esos dilemas de la autonomía universitaria contemporánea. Como en otros campos de la acción pública, a principios del siglo XXI se trataba ya no sólo de reformar o modernizar a las universidades, sino de innovar, de construir universidades imaginarias a partir de las universidades disponibles, instituciones “hechas a medida”, en las cuales se puedan medir, evaluar, comparar y mejorar sus resultados y aportaciones. El énfasis en la calidad, en el mejoramiento del desempeño, la construcción de universidades de “clase mundial”, la internacionalización, la cultura de la imagen, la búsqueda de cambios isomórficos en relación a modelos universitarios deseables (generalmente universidades de investigación), transformaron rápidamente los relatos sobre la autonomía de la universidad.6

Una de esas fuerzas tiene que ver con la influencia de los enfoques de la nueva gestión pública, centrados en la coordinación y la cooperación de la acción institucional en torno a metas y objetivos comunes definidos por las propias comunidades universitarias. Con frecuencia, las orientaciones institucionales están definidas por las políticas públicas federales, que actúan como referentes estratégicos de la acción universitaria. El fortalecimiento del núcleo directivo de las universidades se encuentra en tensión con la tradición del cogobierno universitario, y ello ha significado el desplazamiento de la gobernabilidad institucional centrada en la forma de gobierno, por la construcción de una gobernanza sistémica centrada en el proceso de gobierno y sus resultados; es decir, se observa un claro desplazamiento desde la gestión del conflicto (la gobernabilidad) hacia la gestión del cambio (la gobernanza) (Acosta, 2018b).

Los relatos contemporáneos de las universidades mexicanas están ligados a la idea de la calidad y la rendición de cuentas, la responsabilidad social, la internacionalización de sus programas y acreditaciones, el impacto de sus publicaciones y de los proyectos de sus académicos, su papel en el modo de la “cuádruple hélice” (gobierno-universidades-empresas-sociedad), la conformación de redes interinstitucionales de cooperación y coordinación en torno a proyectos estratégicos científicos o culturales, sus aportaciones a la innovación y el desarrollo tecnológico. El modelo de la “universidad emprendedora” se ha colocado en muchos casos como el modelo deseable para la innovación de las universidades públicas mexicanas.7 Se trata también de hacer visibles, medibles y comparables las evidencias de esas aportaciones. En ese contexto, la naturaleza y el contenido de la autonomía parecen haber cambiado significativamente.

Dos son las tendencias que emergen en los últimos años en esas transformaciones discursivas. De un lado, la construcción de una imagen de la universidad como la representación de un proceso de racionalización, planificado, asociado a la calidad de la gobernanza de las propias universidades. Del otro lado, un conjunto de relatos sobre la autonomía que intenta legitimarse frente al Estado y frente a los mercados educativos de acuerdo con la contabilización de indicadores de desempeño e impacto. Colocar por delante los indicadores y organizar estrategias para alcanzarlos, se ha convertido en muchos casos en el centro de las prácticas y rutinas de la gestión de las políticas institucionales. Ambas tendencias coinciden con frecuencia en que sólo lo útil académicamente puede ser medido de manera adecuada y sistemática, lo que imprime un claro sesgo hacia la producción de evidencias que mejoren los indicadores del rendimiento institucional. Esa preocupación por la utilidad de los “productos” y la eficiencia de los procesos de las universidades explica las representaciones sobre la calidad y el impacto que habitan las narrativas contemporáneas sobre la autonomía universitaria, orientadas a proveer con información y datos la relación de las universidades con sus entornos.

La gestión de la autonomía

Una de las cuestiones que parece explicar la expansión de esa épica como núcleo de los nuevos relatos sobre la autonomía es el tema de las relaciones entre los tipos de gobierno autonómico universitario y sus patrones de rendimiento o desempeño institucional. En un documento de la ANUIES, esa narrativa se codifica con el enunciado de la “autonomía responsable”, entendida como “el complemento esencial de la responsabilidad social de las instituciones… (y como)… la apertura a mecanismos rigurosos y objetivos de evaluación externa es un elemento básico para esta dimensión” (ANUIES, 2000:139). La explicación sobre el enunciado y la centralidad del gobierno universitario supone la idea de que la autonomía universitaria es fundamentalmente un medio para el ejercicio efectivo de las libertades y prácticas académicas de docencia, de investigación y de difusión cultural. Desde esta perspectiva, la autonomía es un instrumento -más que un fin en sí mismo, o un valor institucional, o una garantía constitucional-, cuyo núcleo simbólico y práctico es la toma de decisiones y el diseño e implementación de políticas institucionales orientadas a la protección de las libertades académicas, decisiones y políticas que son habitualmente procesadas por los órganos de gobierno universitarios, tanto colegiados como unipersonales.

Bajo estas consideraciones, la gestión de la autonomía es un asunto que compete directamente a los gobiernos universitarios. Tradicionalmente, asegurar los grados de autonomía supone una lógica progresiva del fortalecimiento de las libertades intelectuales, políticas, académicas y organizativas de los universitarios. Con este principio básico, las relaciones entre las distintas formas del gobierno de las universidades parecen tener algún impacto o efectos en las diferentes maneras del ejercicio autonómico universitario y en los diversos tipos de rendimiento de las instituciones.

Pero la cuestión del gobierno universitario implica analizar también las determinaciones contextuales correspondientes. Sabemos que, para el caso mexicano, junto a los procesos de expansión de la educación superior de los últimos años, se desplegó una nueva configuración política y de políticas públicas federales centradas en la evaluación de la calidad y el mejoramiento del desempeño institucional, asociadas a diversas restricciones normativas, burocráticas, financieras y organizativas para las universidades públicas. Ello las colocó en un entorno que obligó a diversos ajustes y adaptaciones centrados en mejorar sistemáticamente sus indicadores del desempeño académico y administrativo de acuerdo a diversos esquemas de medición del rendimiento institucional. La retórica y las métricas sobre esas prácticas han acompañado a lo largo del siglo XXI los procesos adaptativos universitarios.

En tales circunstancias, una multitud de índices, indicadores y tasas habitan las prácticas, ansiedades y obsesiones de autoridades y directivos universitarios. Pero también las métricas del rendimiento de docentes e investigadores universitarios gobiernan en buena medida el comportamiento y las estrategias de muchos académicos, preocupados por la productividad y la eficiencia de sus labores cotidianas. Las distinciones y reconocimientos al uso explican desempeños individuales y colectivos orientados a obtener los mayores y mejores reconocimientos posibles para así obtener el puntaje más alto, recompensado con una mejoría marginal o sustantiva de los ingresos salariales de profesores e investigadores. Para algunos autores, esos comportamientos de autoridades y académicos son interpretados como los efectos regionales del capitalismo académico en muchas universidades de América Latina (Brunner, Labrada, Ganga y Rodríguez Ponce, 2018).

Estamos así experimentando desde hace tiempo un largo y complicado proceso de evaluaciones de la calidad académica, la eficiencia institucional, la equidad en el acceso, o la vinculación “con las necesidades de la sociedad”, sin definir bien qué es lo que se quiere saber y para qué. La obsesión métrica se ha concentrado en la acumulación de datos y cifras, pero no sabemos exactamente qué significan ni para qué sirven, más allá de integrar rankings, comparar desempeños o ilustrar con la frialdad de los “números duros”, qué tan bien o qué tan mal se desempeñan las universidades. Como ha señalado recientemente el filósofo vasco Daniel Innerarity (2018), estamos obsesionados con la creación de sociedades o de instituciones “hechas a medida”, en las que en realidad, al no tener claras las ideas que deseamos discutir o conocer, a lo que nos dedicamos es a medirlas con la mayor precisión posible.

En este contexto de restricciones, condicionamientos y determinaciones de políticas, la autonomía universitaria se ha modificado de manera significativa. Es una modificación que tiene que ver con una lógica restrictiva de las libertades académicas, una lógica que se ha legitimado poco a poco a lo largo de los últimos años entre las propias universidades públicas. Las reglas del desempeño institucional han modificado sustancialmente los imaginarios y las prácticas académicas, burocráticas y administrativas de las universidades públicas. La lucha por los estímulos ha sustituido a la lucha por el mejoramiento salarial general de los trabajadores universitarios; la preocupación por mejorar los indicadores del rendimiento institucional se ha convertido en el leit motiv de las autoridades universitarias; las estrategias por el mejoramiento de las posiciones en los rankings o en los ratings internacionales, nacionales o locales han gobernado la preocupación por el desempeño de las universidades.

La dictadura de los indicadores

La velocidad de la ola expansiva de la educación superior en el mundo trajo consigo la multiplicación de organismos, de programas y de agencias públicas y privadas dedicadas a registrar, analizar, comparar los datos de la multiplicación de sus demandas y ofertas. Como nunca antes, la métrica del crecimiento se colocó en el centro de los relatos de las políticas públicas como instrumento de evaluación de la calidad, de la asignación del presupuesto público, de la acreditación institucional, de la vinculación con el entorno, de la empleabilidad de los egresados, o del análisis del perfil del profesorado. Esa ruta larga acumula numerosas experiencias y perspectivas. Hoy, no hay una sola forma de medir el crecimiento o la calidad del desempeño de las instituciones de educación superior; sin embargo, sí hay un conjunto de indicadores que conforman el mínimo común de los ejercicios métricos.

Grado de habilitación del profesorado, costo por alumno, impacto de las publicaciones universitarias, número, diversidad y nivel de los programas acreditados y certificados, actividades e impactos de la investigación científica, tecnológica o humanística, grado de internacionalización, tipo de instituciones de educación superior, destino de los egresados en los mercados laborales, percepción de los empleadores, forman parte de la batería de variables comunes que articulan la gestión de las instituciones y sistemas terciarios.

Hay diferencias notables en la medición de variables e indicadores de las instituciones de los sectores público y privado. Mientras que la lógica de las IES particulares está orientada claramente a la búsqueda de nuevos clientes y mercados educacionales, mediante el incremento de la visibilidad, el prestigio o la reputación de las ofertas privadas, en el caso del sector público los indicadores están orientados por la lógica del financiamiento público y el fortalecimiento de la eficacia social, política y académica de las IES públicas.

Estas lógicas explican las tensiones y contradicciones que habitan los diferentes comportamientos institucionales de la educación superior. Al colocar por delante la búsqueda de indicadores, de tasas o índices, las organizaciones educativas alinean frecuentemente sus acciones a la acumulación de información adecuada al logro del indicador. Y ello trae consigo efectos perversos. Uno de ellos, relevante por sí mismo, es el tema de la eficiencia terminal de los estudiantes de pregrado y posgrado. La disminución de los indicadores de reprobación, de rezago o de abandonos ha llevado a prácticas que aceleren el tránsito y titulación de los estudiantes. Las formas tradicionales de la formación pausada de aprendizajes, habilidades y destrezas técnicas, disciplinarias e intelectuales de los estudiantes, ha sido desplazada por la urgencia de los datos que mejoren el indicador.

El fenómeno del fast-learning se ha adueñado de los campus universitarios. La experiencia del slow-learning interactivo, contextualizado, está en tensión continua con la presión de evaluaciones rápidas, de titulaciones al vapor, de laxitud de los procesos formativos, que frecuentemente son prácticas asociadas al logro del indicador correspondiente. Más que el proceso se privilegia el resultado. En un mundo gobernado por indicadores, la educación superior experimenta la presión de la velocidad de resultados frente a la tradición de la importancia de los procesos formativos.

El ejemplo revela varias cosas. Los aprendizajes rápidos implican el supuesto de la homogeneidad de los profesores, estudiantes y programas, lo que explica la estandarización de los sistemas métricos. Los aprendizajes lentos, por el contrario, tienen el supuesto de la heterogeneidad social e institucional de la educación superior, que implican diferenciación, énfasis formativos y contextuales distintos. La explicación de la velocidad en la configuración de los mercados educacionales está asociada a la industrialización de la educación terciaria, y su fase superior es el capitalismo académico, este “modo de producción” que exige logros, indicadores de éxito, índices de productividad académica.

La autonomía universitaria contemporánea se expresa en el nivel de cumplimiento de indicadores. Su uso se ha generalizado, y ha penetrado las prácticas e imaginarios universitarios y gubernamentales. La “revolución de los indicadores” que inició con la épica de la modernización, se legitimó al inicio del siglo XXI, bajo una especie de “dictadura de los indicadores”, sin que exista evidencia clara de su capacidad para identificar las relaciones causales que los producen. Las métricas del desempeño universitario que organizan los relatos sobre indicadores parecen consolidarse como fines en sí mismas en el horizonte de la gestión de la autonomía universitaria en México y en América Latina.

Consideraciones finales

La épica de los indicadores está en el centro de los relatos autonómicos de las universidades públicas mexicanas. Varios factores influyen en esa centralidad. De un lado, son herencia de la épica de la modernización formada entre ajustes institucionales de las universidades y condicionamientos financieros gubernamentales. Del otro, son narrativas asociadas a la legitimación de comportamientos institucionales dirigidos a mostrar el buen desempeño de las universidades. Más allá, son parte de la dimensión discursiva asociada a la hechura de una imagen de prestigio y calidad de los procesos académicos, organizacionales y administrativos gestionados por los gobiernos universitarios a través de diversos esquemas de gobernanza institucional.

De alguna manera, la épica de los indicadores constituye la “fase superior” de la épica de la modernización. Pero esa épica se nutre también del entorno de una estatalidad ambigua y contradictoria en el cual la centralidad de las instituciones del Estado parece haberse disuelto, fragmentado o debilitado tanto por la vía de las capacidades financieras como de las capacidades efectivas de coordinación política de las propias acciones gubernamentales.

No obstante, las narrativas dominantes sobre la autonomía burocratizada o sobre-regulada deben tomarse con cautela. En la imaginaria línea de continuum (no dicotómica) entre la autonomía y la heteronomía las universidades no se han desplazado de un extremo a otro. Es posible observar cierto predominio de los comportamientos heterónomos por la vía de la preocupación por los indicadores de desempeño asociados a la calidad, el prestigio o la internacionalización, pero las universidades aún conservan prácticas y enormes reservas para el ejercicio de su poder autónomo. El cogobierno universitario es una práctica común en la mayor parte de las universidades públicas, aunque coexiste con esquemas de gobernanza que involucran la participación de partes interesadas (stakeholders), grupos de interés y de presión a veces externos a las instituciones. Las universidades conservan la facultad de abrir o cerrar programas de docencia e investigación en las diversas disciplinas y áreas del conocimiento, aunque crecientemente condicionados a la disponibilidad de los recursos financieros públicos ordinarios o extraordinarios, o la búsqueda de recursos propios obtenidos del cobro de matrículas, contratos de investigación con empresas, o derivadas de actividades de extensión y difusión cultural. Los investigadores suelen ejercer una libertad considerable para definir sus líneas y proyectos de investigación, aunque con frecuencia se encuentran limitados por los apoyos pecuniarios o prácticos disponibles. Y los profesores ejercen habitualmente la libertad de cátedra en sus salones de clase (sean presenciales o virtuales), aunque suelen estar condicionados por las evaluaciones de su desempeño por parte de estudiantes y autoridades universitarias.

Bajo esas circunstancias, los relatos sobre la autonomía universitaria contemporánea se configuran por la coexistencia de tensiones entre las exigencias de desempeño institucional y libertades de aprendizajes e investigación orientadas por los indicadores y las métricas de temporada. Son narrativas encontradas, en tensión, habitadas por paradojas y contradicciones. Cuando el espíritu de la época (confuso, contradictorio, inasible) intenta ser medido, los resultados suelen ser así.

Referencias

Acosta Silva, Adrián (2019a). El poder de la universidad en América Latina y el Caribe. Un ensayo de historia, sociología y política. Guadalajara: Universidad de Guadalajara (en prensa). [ Links ]

Acosta Silva, Adrián (2019b). El poder universitario en América Latina. Revista Mexicana de Sociología, 81 (1). Disponible en: <Disponible en: http://revistamexicanadesociologia.unam.mx/index.php/rms/article/view/57829 >.Fecha de acceso: 18 jul. 2019 doi:http://dx.doi.org/10.22201/ iis.01882503p.2019.1.57829. [ Links ]

Acosta Silva, Adrián (2018a). 100 años después. Autonomía y poder universitario en América Latina. Revista Latinoamericana de Educación Comparada, 9 (13), pp. 77-92. [ Links ]

Acosta Silva, Adrián (2018b). Gobernanza y desempeño universitario. Revista Venezolana de Gerencia, 23 (1), pp.432-440. [ Links ]

Acosta Silva, Adrián (2015). Políticas universitarias para el siglo XXI en México. Del ajuste institucional a la planeación conservadora. Propuesta Educativa, (43), Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, pp.65-74. [ Links ]

Acosta Silva, Adrián (2000). Estado, políticas y universidades en un período de transición. México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Aguilar Villanueva, Luis F. (2018). La Nueva Gobernanza Pública. En Castellanos, G. José Alberto, Christian M. Sánchez y Alejandro Aguilar M. (Coords.), Tendencias del gobierno y de la administración pública (pp.43-64). Instituto de Investigación en Políticas Públicas y Gobierno, CUCEA-Universidad de Guadalajara. [ Links ]

Aguilar Villanueva, Luis F. (2006). Gobernanza y gestión pública. México: Fondo de Cultura Económica . [ Links ]

Altbach, Philip G. y Jamil Salmi (Eds.) (2011). The Road to Academic Excellence. The Making of World-Class Research University. Washington: The World Bank. [ Links ]

Alvarado, Lourdes (2009) (1994). La polémica en torno a la idea de universidad en el siglo XIX. México: IISUE/UNAM. [ Links ]

Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (2000). La Educación Superior en el Siglo XXI. México: ANUIES. [ Links ]

Brunner, Joaquín, Labrana, Julio, Ganga, Francisco, y Rodríguez-Ponce, Emilio (2019). Circulation and reception of the theory of “academic capitalism” in Latin America. Education policy analysis archives, 27 (79). doi:https://doi.org/10.14507/epaa.27.4368 [ Links ]

Calderón Martínez, Guadalupe, Claudia Díaz Pérez, Marco Jasso Sánchez y José Luis Sampedro Hernández, (Coords.) (2019). Aproximaciones a la universidad emprendedora en México. México: UAM-Cuajimalpa. [ Links ]

Córdova, Arnaldo (1978). La formación del poder político en México. México: ERA. [ Links ]

Escalante Gonzalbo, Fernando (2015). Historia mínima del neoliberalismo. México: El Colegio de México. [ Links ]

Evans, Peter (1999). ¿El eclipse del Estado? Reflexiones sobre la estatalidad en la época de la globalización. Revista Conmemorativa del Colegio (pp.77-110). México: Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública, A.C. [ Links ]

Garcíadiego, Javier (1996). Rudos contra científicos. La Universidad Nacional durante la Revolución Mexicana. México: El Colegio de México . [ Links ]

Gotham, Kevin Fox y William Staples (1996). Narrative Analysis and the New Historical Sociology. The Sociological Quarterly, 37 (3), pp. 481-501. [ Links ]

Griffin, Larry (2007). Historical Sociology, Narrative and Even-Structural Analysis: Fifteen Years Later. Sociologica 3, pp. 1-17 [ Links ]

Innerarity, Daniel (2018). Una sociedad a medida. En Política para perplejos (pp..45-49). Barcelona: Galaxia Gutenberg. [ Links ]

Levy, Daniel (1987). Universidad y gobierno en México. La autonomía en un sistema autoritario. México: Fondo de Cultura Económica . [ Links ]

Majone, Giandomenico (1989). Evidence, Argument and Persuasion in the Policy Process. New Haven, Connecticut: Yale University Press. [ Links ]

Marsiske Shulte, Renate (2016). La Universidad Nacional: creación, autonomía y marco normativo (1910-1929). En Casanova Cardiel, Hugo (Coord.), La UNAM y su historia. Una mirada actual (pp.151-190). México: IISUE/UNAM. [ Links ]

Marsiske Shulte, Renate (2004). Historia de la autonomía universitaria en América Latina. Perfiles educativos, 26 (105-106), pp.160-167. Disponible en: <http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-26982004000100008&lng=es&nrm=iso>. ISSN 0185-2698. [ Links ]

Migdal, Joel S. (2011). Estados débiles, Estados fuertes. México: Fondo de Cultura Económica . [ Links ]

Nettl, John P. (1968). The State as a Conceptual Variable. World Politics, 20(4), pp. 559-592. doi:10.2307/2009684 [ Links ]

Ordine, Nuccio (2013). La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Barcelona: Acantilado. [ Links ]

Paradeise, Catherine y Jean-Claude Thoenig (2017). En busca de la calidad académica. México: Fondo de Cultura Económica . [ Links ]

Piñera Ramírez, David (2013). Las cuestiones clave de las universidades estatales en México. Tijuana, México: UABC. [ Links ]

Pusser, Brian (2016). Una aproximación teórica del Estado para comprender la controversia en educación superior. En Muñoz García, Humberto (coord.), Hacia dónde va la universidad en el siglo XXI? (pp. 205-232). México: UNAM/MAPorrúa. [ Links ]

Sánchez Michel, Valeria (2014). Ciudad Universitaria. Vicisitudes de un ideal. Histor. Revista de Historia Internacional, 15 (58), pp.75-95. [ Links ]

Slaughter, Sheila and Larry L. Leslie (1997). Academic Capitalism, Politics, Policies and the Entrepreneurial University. Baltimore and London: The Johns Hopkins University Press. [ Links ]

Torres, Esteban (2018). El declive del enfoque narrativo en la sociología histórica: hacia la reestructuración de un proyecto intelectual. Sociológica, 33 (93), pp. 9-52. [ Links ]

Universidad Nacional Autónoma de México (1997). Plan de Desarrollo 1997-2000, México: UNAM. [ Links ]

Wilson, Richard (2008). Policy Analysis as Policy Advice. En Moran, Michael, Martin Rein and Robert E. Goodin. The Oxford Handbook of Public Policy (pp.152-168). New York: Oxford University Press. [ Links ]

1Esta es una versión significativamente revisada, reestructurada y ampliada del texto “La épica de los indicadores”, que fue presentado originalmente como ponencia del autor en el seminario “2019, Año de Autonomías: Reflexiones sobre la universidad y su papel en la transformación social”, organizado por la UDUAL y la UNAM los días 15 y 16 de agosto de 2019 en el Palacio de la Autonomía de la Ciudad de México.

2El concepto fue utilizado por primera vez J. P. Nettl en un texto publicado en 1968, y corresponde a un contexto intelectual donde el concepto del Estado había caído en desuso en los campos de la filosofía y la ciencia política norteamericana, opacado por el interés en el fortalecimiento del mercado y la sociedad civil en la reconfiguración del espacio público. Nettl reclama en ese contexto una revisión del concepto del Estado en el marco más amplio de la construcción de la “estatalidad”, es decir, en la redefinición de los límites, las capacidades y el tipo de intervenciones que relacionan la acción estatal con la sociedad civil y el mercado.

3Discurso con motivo de la toma de posesión del cargo de Rector de la Universidad Nacional de México (1920), En Blanco, José Joaquín (2014) José Vasconcelos, Cal y Arena, México, págs.603-604.

4Entre 1865 y 1910 no existía formalmente la Universidad, pero sí funcionaban escuelas, facultades e institutos en los que se formaban médicos, abogados, ingenieros y bachilleres.

5El diseño y construcción del proyecto se fundamentaba en el pasado histórico del territorio, un lugar “marcado por el destino”, pues, en palabras del rector Luis Garrido (1948-1953), “aquí fue el asiento de una civilización milenaria y ahora será la sede de la cultura por venir” (citado por Sánchez Michel, 2014: 76)

6Esos relatos descansan poderosamente en la teoría de los incentivos como mecanismos del cambio institucional. Para las universidades, se alimentan de la imagen de construcción de un “ecosistema” de investigación e innovación científica y tecnológica que incentive adecuadamente la hechura de “universidades de clase mundial”. (Altbach y Salmi, 2011).

7De hecho, el “modelo” de las universidad emprendedora en México ha comenzado ha problematizarse para comprender las distintas tensiones, orientaciones y componentes que caracterizan las experiencias institucionales mexicanas. Un estudio reciente muestra que coexisten en ese modelo experiencias contradictorias, orientadas por la “tercera misión” de la universidad, la vinculación social, o la articulación económica o comercial para la búsqueda de recursos adicionales para las universidades o desarrollos económicos locales .Una exploración interesante al respecto de puede consultar en un libro reciente de Calderón Martínez, C. Díaz Pérez, M. Jasso Sánchez y J.L. Sampedro Hernández (2019).

Recibido: 27 de Agosto de 2019; Aprobado: 25 de Febrero de 2020

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons