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Revista de la educación superior

versión impresa ISSN 0185-2760

Rev. educ. sup vol.38 no.149 Ciudad de México ene./mar. 2009

 

Ensayos

 

Sobre la flexibilidad del mármol: Los (nuevos) límites de la universidad*

 

Adrián Acosta Silva**

 

 ** Profesor–investigador de la Universidad de Guadalajara. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Actualmente, es Jefe del Departamento de Políticas Públicas del CUCEA–Universidad de Guadalajara. Coordinador y coautor del libro Poder, gobernabilidad y cambio institucional en las universidades públicas en México, 1990–2000, CUCEA–U. de G, Guadalajara, México 2006 (2 vols.). Correo e: aacosta59@gmail.com

 

Ingreso: 21/04/08
Aprobación: 18/06/08

 

Resumen

Una interpretación sobre las complejas percepciones y representaciones de la universidad pública mexicana ante las transformaciones observadas en los últimos cuarenta años. Atestiguamos una nueva paradoja: a pesar de las políticas públicas federales orientadas hacia la evaluación y acreditación para mejorar la calidad y el desempeño de la educación superior de carácter público, y de múltiples reformas experimentadas en varias universidades públicas, existe una desconfianza en torno a las potencialidades y contribuciones de las universidades públicas al desarrollo científico, el crecimiento económico y el bienestar social. Esa desconfianza se expresa en la expansión de la educación superior privada, con las universidades de elite y otras provenientes de los pequeños y medianos establecimientos del sector.

Palabras clave: educación superior, universidades públicas, universidades privadas.

 

Abstract

An interpretation about the complex perceptions and representations of the public Mexican university under transformations observed in the last forty years. We testify a new Mexican paradox: in spite of those public federal policies orientated towards the evaluation and accreditation to improve the quality and the performance of public higher education, and of multiple reforms experienced on several public universities on this time, a persistent distrust exists around the potentials and contributions of the public universities to the scientific development, the economic growth and the social well–being. This distrust expresses the expansion of the top private education, elite universities or consolidated, as well as the anarchic growth of the small and medium establishments of the sector.

Key words: higher education, public universities, private universities.

 

Introducción

Desde hace tiempo se asiste a un espectáculo que involucra a la universidad pública mexicana, en el encrespado mar de fondo que configuran los problemas de la educación superior en nuestro país. Es, en cierto modo, un drama donde sus viejos y nuevos críticos formulan denuncias, acusaciones, descalificaciones por las insuficiencias, desastres o imposibilidades de la universidad en un medio radicalmente distinto al que dominaba hace medio siglo o menos. Es impreciso el momento en el cual el malestar de las elites con las universidades públicas pasó de ser puramente testimonial o simbólico para convertirse en acción organizada, pero propongo un punto de partida práctico, quizá oportuno, 1968, a partir de una intuición cruda: cuando franjas importantes de las generaciones posteriores a ese año axial que pasaron por las aulas universitarias, se convirtieron en empresarios o profesionistas exitosos, políticos, funcionarios públicos, escritores, artistas, profesores universitarios o científicos renombrados y, junto con los subempleados y desempleados que forman la mayoría silenciosa de los ejércitos de graduados universitarios mexicanos de los últimos cuarenta años, configuraron las demandas de cambio y transformación al régimen político posrevolucionario. En ese largo camino, una nueva elite dirigente, producto en parte del cambio político mexicano, pero también efecto de la recomposición silenciosa de las preferencias culturales y educacionales de las clases medias y altas de la sociedad, expresa reservas y escepticismo (cuando no el franco prejuicio) frente a la universidad pública, y representa en sus voces y figuras más prestigiadas, la profunda transformación de las relaciones entre la universidad pública y su entorno, vale decir, las referidas al arreglo institucional básico que se estructuró con el proyecto de la Revolución Mexicana y el PRI como su punto de gravedad y equilibrio, y que acompañó en un largo y accidentado tour de force las tensiones, desafíos y reclamos expresados en la biografía política e institucional de las universidades públicas mexicanas.

La presencia demoledora de los hechos ayuda a explicar el agotamiento de un ciclo y la emergencia de otro. El último presidente egresado de las filas de una institución pública fue Ernesto Zedillo (economista formado en el Instituto Politécnico Nacional), y los dos presidentes panistas que le siguieron (Vicente Fox, licenciado en administración de empresas, y Felipe Calderón, abogado) proceden de instituciones privadas (respectivamente, de la Universidad Iberoamericana, de inspiración jesuita, y la Escuela Libre de Derecho, escuela privada laica fundada en los años veinte del siglo pasado). Pero ello es sólo la confirmación de una tendencia mayor y más antigua, en donde la composición de la clase política y del funcionariado público federal, estatal y municipal ha variado de manera significativa en todo el proceso, y ahí donde ganan espacios de poder los partidos políticos (casi independientemente de sus colores, programas y perfiles ideológicos), nuevos egresados de las universidades privadas desplazan a los egresados de las públicas.1 La elite dirigente ha cambiado, sus afinidades electivas y educativas también, y las universidades públicas experimentan un cuestionamiento franco o un velado escepticismo de varios frentes y magnitudes.

Esto reviste todo el aspecto de una paradoja mayor de la realidad educativa mexicana: luego de años de impulsar el discurso y las políticas de calidad y excelencia en la educación superior, quizá tenemos el más acendrado escepticismo elitista y clasista sobre la formación pública de que se tenga memoria. Visto con algún cuidado, quizá ello no sea más que la confirmación de lo que Chistopher Lasch denominó hace tiempo como "La rebelión de las elites" (1992), ese largo y dilatado proceso de alejamiento de las preferencias y afinidades de las elites respecto de sus sociedades nacionales e instituciones tradicionales. En el contexto mexicano, la fractura entre las "elites de privilegio" y las "elites representativas" que surgió con la Revolución Mexicana (Loaeza, 2008), acompañó el proceso de expansión de la educación universitaria, pero se manifestó como ruptura a finales del siglo XX, en donde el clivaje entre privilegio y representación alimentó fuertemente el proceso diferenciador público–privado en el campo de la educación superior. La decisión sobre dónde formar a sus hijos expresa un cambio profundo en las formas de representación de su poder, su prestigio y sus expectativas vitales. La universidad pública mexicana ha dejado de ser desde hace tiempo el lugar preferido por las elites nacionales y locales, y sus intereses y expectativas se colocan hoy en las privadas de alto costo, o en las universidades prestigiosas del extranjero, particularmente norteamericanas. El nacionalismo hace tiempo que dejó de ser atractivo como proyecto y como fórmula político–cultural, y en su lugar se asiste al cosmopolitismo de la universidad globalizada, internacional, acreditada y certificada por organismos locales o transnacionales, públicos y privados. En estas circunstancias, se entiende que en un contexto de deterioro de lo público –y en un sentido más amplio, de la idea misma del Estado–, la universidad pública ha dejado de ser objeto de atención de las elites para convertirse en uno de los símbolos de las tradiciones nacionalistas de las cuales fue impulsora y distintivo. "Por mi raza hablará el espíritu" el lema de la UNAM, suena a los oídos de los cosmopolitistas de hoy que profesan la nueva religión del "internacionalismo pop" (Paul Krugman dixit) como algo anticuado, premoderno, un artefacto fuera de uso, una barbaridad tradicionalista.2 En contraparte, el mantenimiento del "poder del privilegio" entre las elites políticas y económicas (Soares, 2007) constituye el desafío que las nuevas elites tratan de conservar, y una pequeña y relativamente diversa colección de instituciones privadas nacionales ofrecen opciones para el cumplimento del desafío.

Más allá del carácter permanente o cíclico del fenómeno en la historia socioeducativa mexicana, este cambio del imaginario y las prácticas de las elites es una de las dimensiones más significativas de la transformación múltiple experimentada en México en las últimas tres décadas. El reordenamiento socioeconómico y político del país fue precedido y acompañado por una transición educativa de gran envergadura. Si a fines de los años sesenta sólo 250 mil estudiantes universitarios integraban una matrícula atendida por 23 mil profesores reunidos en una treintena de instituciones públicas y una decena de universidades privadas de cierto prestigio, casi cuatro décadas después tenemos un sistema universitario habitado por más de 2.7 millones de estudiantes y 150 mil profesores en un conglomerado institucional de más de 2,000 universidades públicas y privadas, escuelas, centros e institutos federales y estatales. Este cambio revela en parte la magnitud de las transformaciones que en términos de las relaciones con el entorno pero también en términos estrictamente internos, sacudieron a las estructuras, las prácticas y los imaginarios de la sociedad y la universidad pública mexicana. Si entre 1950 y 1980 se asistió a la transición de la universidad tradicional a la moderna, como propuso José Joaquín Brunner hace 20 años, de 1980 a la fecha hemos observado con asombro y cierto pasmo la transición de la universidad moderna a la universidad "compleja", sobrecargada por exigencias múltiples y encontradas de globalización, democratización, internacionalización, eficiencia y calidad.

Esta nueva complejidad de la universidad descansa, a mí parecer, en tres puntos centrales: los cambios en el entorno sociopolítico y económico, la transformación de los modos de producción del conocimiento, y la aparición de nuevas figuras y prácticas institucionales. Todo ello revela el agotamiento del contexto interno y externo fincado sobre la base de la autonomía universitaria, que permitió la transición de la universidad tradicional a la moderna. A continuación se hace un breve recorrido exploratorio de estas dimensiones y sus efectos en la universidad, con el ánimo de repensar la nueva "misión de la universidad" en el contexto mexicano.

 

Cambios en el entorno

La gran paradoja ocurrida entre educación y desigualdad ilumina el centro de los problemas de las relaciones con el entorno socioeconómico. En términos generales, en México cada nueva generación es más escolarizada que la anterior; sin embargo, ello contribuye paradójicamente a incrementar la desigualdad social. La universidad ha contribuido al fenómeno, y ello revela una de sus limitaciones estructurales más significativas: frente a la necesidad y el acuerdo prácticamente universal de expandir la cobertura educativa de nivel superior y fortalecer procesos de formación profesional y de investigación científica y desarrollos tecnológicos que contribuyan al crecimiento económico y la prosperidad nacional, se impone la maldición de la "ley de hierro" de la desigualdad social mexicana, donde al incremento de la escolaridad le sigue una ampliación de desigualdad en la distribución del ingreso (Lustig, 2005). Así, según datos del INEGI, en 2004 se calcula que existe un promedio de escolaridad general de casi 8 años. Sin embargo, la población más pobre del país (que se ubica en el decil I en la jerga de los economistas que estudian la distribución del ingreso), tienen una escolaridad promedio de 3.6 años de escuela, es decir, poco más de la mitad de la escuela primaria, mientras que la población más rica tiene una escolaridad promedio de casi 14 años (dos años de licenciatura en promedio). Si lo comparamos con los datos de hace 20 años (1984), significa que mientras que en aquel año la escolaridad promedio del estrato más rico de la población era tres veces mayor que la más pobre, dos décadas después es de cuatro veces más. (Acosta, 2006: 115).

Ello es resultado de una estructura laboral y de ingresos que tiene efectos perversos en la escolarización universitaria, y que conduce a un círculo vicioso al que contribuyen directa o indirectamente las políticas públicas, la política económica y, sobre todo, las no–políticas en el tema de las relaciones entre universidad y empleo. La salida a este círculo es un enigma político, si lo vemos en las condiciones que aquejan a los tomadores de decisiones de políticas en el ámbito público, y es en la parte de la oferta institucional de educación universitaria donde se concentra desde hace tiempo un activismo fenomenal dirigido a mejorar la calidad de las universidades, bajo el supuesto heroico de que ello contribuirá a mejorar la inserción laboral de los profesionistas, y al crecimiento económico y la prosperidad social. Hoy se desarrolla en prácticamente todas las universidades públicas una frenética actividad para acreditar carreras, certificar procesos, alcanzar reconocimientos, obtener ISO para la calidad de su administración, "doctorizar" (a casi cualquier costo y precio) a su planta de profesores. Esto, se afirma, permitirá que las universidades produzcan egresados de calidad al mercado laboral, y esto reflejará, se supone, tarde o temprano un nuevo círculo virtuoso de educación y empleo, el nuevo mundo feliz mexicano.

Este activismo fue originado y organizado por el gobierno federal desde los años noventa, pero se ha recrudecido ferozmente desde muchas de las propias universidades y desde los intereses de los nuevos actores que gravitan desde hace tiempo en estructuras paralelas de gestión y gobierno asociadas a los organismos acreditadores y certificadores de la calidad universitaria. El resultado ha sido hasta ahora una sobrecarga de demandas y exigencias hacia la universidad pública mexicana, que se ha burocratizado y reformado en buena medida bajo la imaginaria luz del norte que imponen los legisladores e intérpretes del paradigma de la calidad que domina desde hace tiempo a las políticas públicas de la educación superior.3

Pero la otra dimensión del entorno general de las políticas públicas es estrictamente política, y por ello más vaga y ambigua. ¿Qué efectos ha tenido el cambio político mexicano en la universidad? Es posible quizás pensar que el cambio no ha tenido demasiados efectos en las universidades y habría buenas razones para ello. Pero sospecho que el cambio político ha tenido al menos un efecto sensible en la manera de gestionar recursos públicos de las universidades ante los gobiernos federal y estatales, pero también ha significado la aparición de nuevos actores locales (gobiernos estatales, legislativos) y nacionales (la aparición de los diputados y partidos como jugadores con intereses propios en el campo de la educación superior). La alternancia política y la pluralidad política de los poderes públicos federales y locales han transformado las rutinas y los estilos de negociación presupuestal de las universidades, modificando la noción misma de la autonomía, e implicando esfuerzos de coordinación y negociación inéditos en la educación superior del país.4 El activismo gubernamental por transformar la educación que se inició con el salinismo y sus programas de modernización del sector, continuó con el zedillismo, se acentuó con el foxismo y, por lo visto, se consolidará con el calderonismo. El gobierno federal implantó un típico estilo de incentivos y recompensas a la transformación de las universidades públicas, en que diversos programas y bolsas de financiamiento se colocaron en la mesa de las negociaciones presupuestarias con los rectores de las universidades. El soborno de los incentivos y las recompensas a los cambios institucionales es tal vez el gran fenómeno que llegó a la educación superior universitaria en los tiempos de la crisis económica y el cambio político.

 

Sociedad del conocimiento: el fantasma y sus apariciones

El otro punto es la transformación en los modos de producción del conocimiento y en las formas de transmisión y creación científica y profesional. Un tren de literatura respecto de la sociedad del conocimiento ha atravesado el campo de las viejas certezas académicas universitarias, colocando en el centro de la discusión y el debate la existencia de un nuevo paradigma en la producción y organización del conocimiento científico y tecnológico. El argumento central de buena parte de lo escrito y discutido en este campo es que, dadas las condiciones que impone la economía basada en el conocimiento, y el desarrollo de nuevas tecnologías de información y comunicación (TIC), el conocimiento y la información fluyen desde varios centros creativos, desplazando a la universidad del núcleo de estos procesos. En estas circunstancias, la universidad ha dejado de monopolizar la producción del conocimiento científico y la formación de cuadros profesionales, por lo que ahora compite con varios centros productores y formadores, y está en marcha una redefinición de su papel en esos procesos.

No hay duda de que algo está cambiando desde hace tiempo en el mundo de la producción, transmisión y difusión del conocimiento. Sin embargo, no es claro cómo ese fenómeno tiene lugar en los alrededores de los diversos campus universitarios, y cómo está afectando los patios interiores de la propia organización del trabajo académico y la formación profesional de las universidades. En México, como en el resto de latinoamérica, ese conocimiento se concentra sobre todo en las universidades públicas, pues no existen empresas ni negocios relacionados sistemáticamente con la investigación científica y el desarrollo tecnológico. Salvo contadas excepciones, el conocimiento se produce y muchas veces permanece en la universidad, y las empresas o el Estado invierten en compra de patentes o tecnologías ya creadas. La sociedad del conocimiento es, en nuestro contexto, una señora que se pasea a solas y a veces por fuera de las universidades, un fantasma cuyas apariciones son esporádicas y nadie puede dar registro cierto de sus recorridos.

Por ello resulta preocupante que el financiamiento a la investigación científica que se realiza en las universidades sea tan limitado, errático e incierto. En un medio dominado abrumadoramente por las pequeñas y medianas industrias, las universidades son el único espacio institucional en el cual esos procesos pueden lograr algún grado de éxito. Discutir las políticas públicas nacionales universitarias de investigación es por supuesto un punto de la agenda por construir, pero la sociedad del conocimiento, en cualquier caso, sólo tiene aquí, en las instituciones públicas, su espacio de construcción y reproducción. El punto crucial, el principio capital de las políticas públicas, es que las decisiones de políticas y programas públicos federales y estatales van asociadas tanto al financiamiento público suficiente y sostenido, como a la rendición de cuentas de las universidades. Encontrar la fórmula de un financiamiento multianual con esquemas de rendición de cuentas flexibles y comprehensivos, basados en reglas claras, coherentes y constantes en el tiempo, es un ejercicio político de las políticas públicas que podría generar las capacidades institucionales necesarias para enfrentar los desafíos de la sociedad del conocimiento y entender (y resolver) de mejor manera la globalización inevitable que la acompaña desde hace tiempo.

Sin embargo, lo que se observa es cómo en el campo de las políticas públicas de educación superior y en muchas más las prácticas académicas y pedagógicas que dominan varios campus universitarios desde hace tiempo, se han desplegado dos tendencias dominantes como respuesta para enfrentar los desafíos señalados: el enfoque de competencias, y el enfoque del constructivismo pedagógico. Ambos enfoques están en el centro de buena parte de los intentos y obsesiones de las burocracias educativas y universitarias por reformar la currícula de las carreras profesionales, y por cambiar las prácticas pedagógicas en el aula. Aunque aún están por demostrarse teórica y empíricamente la consistencia, las bondades y aportaciones de dichos enfoques, y la factibilidad de sus aplicaciones en el contexto del profesorado y estudiantado mexicano realmente existente, el hecho es que ambos son parte de las acciones que se han emprendido para incrementar la eficacia y la calidad de la formación universitaria. La extraña fascinación que muchas autoridades y profesores tienen por los "nuevos" enfoques, está asociada a cierto espíritu universitario de la época, dominado por el novedismo, la innovación y la calidad, polvos de los viejos lodos de las nuevas políticas públicas en el campo.

 

Nuevos jugadores en el campus

En la universidad pública mexicana, el sindicalismo, las organizaciones estudiantiles, la burocracia y los científicos, y grupos disciplinares y profesionales han sido las figuras tradicionales del campus universitario. Pero en los últimos años ha surgido una nueva figura en el paisaje: el experto en gestión, los "gestocrátas", por llamarlos de algún modo. Es una figura aclimatada en el entorno provocado por las políticas públicas de los últimos 15 años, que se centraron en la producción de indicadores de gestión para la calidad, la excelencia, y la competitividad universitaria. Son figuras curiosas, aunque poco y mal estudiadas: tienen buena calificación profesional, se han desempeñado como consultores profesionales, han hecho en algunos casos carreras burocráticas de alto nivel, en dependencias federales, o estatales, y forma parte de los consejeros cercanos de los príncipes (rectores) en las universidades.

Ante las legendarias dificultades asociadas a la toma de decisiones en los gobiernos universitarios, y alentados por las señales que el gobierno federal ha lanzado para promover políticas y programas orientados hacia el cambio institucional, los rectores y sus consejeros han tomado las riendas y diseñan propuestas, formulan programas, colocan incentivos, forman coaliciones políticas para reformar a las universidades o para estabilizar reformas anteriores. Desde hace tiempo, esto ha provocado que un nuevo conservadurismo se haya colocado silenciosamente en los centros de las decisiones de la educación superior, y las universidades no han escapado a esta lógica.

En este centro convergen viejas ilusiones y nuevas fantasías. Como ha sido señalado consistentemente por varios observadores y analistas (Gil, 2006; Kent, 2005; De Vries, 2007), la ilusión de competir y mantenerse en forma bajo el modelo de universidades de países desarrollados como Harvard o el MIT, y la fantasía de que si tenemos indicadores como los de esas universidades, las nuestras serán como aquellas. Una vieja fantasía de enormes consecuencias (típicos efectos inesperados y perversos de la acción pública) para las universidades públicas mexicanas.

Esos nuevos jugadores alimentan fantasías secundarias asociadas con percepciones y representaciones en ocasiones alucinantes sobre el tema de la calidad. Sin definiciones consistentes ni ideas claras respecto de lo que significa la calidad en la educación superior mexicana, los promotores del "cambio de calidad" del sector han emprendido una cruzada más bien ciega sobre las bondades del liderazgo, el trabajo en equipo, la misión, la visión, la imagen institucional y la planeación estratégica de los procesos académicos y administrativos de la universidad. Esta cruzada se alimenta vagamente de los postulados de la "nueva gerencia pública" (New Public Management), pero se justifica firmemente en el terreno de un pragmatismo salvaje y de una fe ciega pura y dura. Y aquí quiero hacer una digresión que espero muestre parcialmente a lo que me refiero, con la esperanza de que la anécdota personal no "mate" a la teoría que creo explica el fenómeno general.

Hace poco, me tocó estar presente en una reunión relacionada con la acreditación de varios programas de licenciatura de mi universidad, en la que los representantes de ocasión de uno de los tantos organismos acreditadores reconocidos por el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (COPAES), presentaba los resultados de la evaluación que hicieron sobre la información que trabajosamente fue reunida como evidencia para "solventar" (como se dice en el lenguaje administrativo de la época) las recomendaciones realizadas hace algún tiempo por el organismo de marras para acreditar que en nuestra universidad los programas de estudio son de calidad reconocida y certificada. Ante un nutrido grupo de directivos y funcionarios universitarios, los representantes de uno de los tantos organismos encargados de revisar, acreditar y certificar la calidad de las actividades universitarias, proyectaron sobre la pantalla respectiva un colorido power–point con música de fondo de Kenny G, en que se cuenta una suerte de fábula que describe el hecho de que los gansos salvajes, cuando vuelan, siguen siempre al líder, y cuando éste se cansa, lo sustituye otro, para seguir volando juntos en dirección a un sitio deseado. La historia, según afirmaron los relatores con la certeza que sólo da la costumbre y cierta impunidad reiterada en varios foros similares, tuvo el propósito de mostrar que sólo el trabajo en equipo y un liderazgo claro puede dar resultado para alcanzar el éxito sobre una meta fijada.

Luego de escuchar la historia, el ejemplo y la moraleja (que tuvo cierto sabor a regaño colectivo), yo saqué dos conclusiones demoledoras y quizá inevitables: a) para mejorar nuestra acción colectiva institucional y mejorar la calidad de la universidad debemos comportarnos como animales, y b) que una sólida filosofía de farmacia se ha asentado desde hace tiempo en la gestión de la vida universitaria. Ambas conclusiones revelan quizá, volviendo al intento de teorizar un poco sobre el estado de las cosas que priva en la universidad, que el discurso de la calidad esconde una incapacidad preocupante para repensar los problemas de la acción colectiva universitaria en términos de sus propios principios estructurantes (libertad de cátedra, autonomía institucional, cohesión social, compromiso con el desarrollo nacional o local), y que esa inhabilidad nutre un ejército de intermediarios e intérpretes oficiosos de las políticas, que utilizan una suerte de charlatanería pseudoacadémica, que se ha adueñado de una parte de los procesos de acreditación y las exigencias de calidad que acompañan los cambios observados sobre el terreno durante últimos años.

Pero otro conjunto de jugadores relativamente nuevos han irrumpido en la arena de la educación superior desde hace un buen tiempo: los que tienen que ver con la educación superior de carácter privado. Estos jugadores son los ganadores deliberados o inesperados de las políticas públicas de educación superior implementadas en las últimas dos décadas, aunque existan también muchos free–riders poblando el campo de las políticas y de las acciones en este terreno. Si los vemos en término de su tamaño los datos son innegables: hoy, casi dos tercios de los establecimientos del sector son de carácter privado, y absorben al 42% de la matrícula total del nivel.5 Y esa expansión no sólo es reciente si no que también es anárquica e imparable dada la constancia de las restricciones que imponen desde hace tiempo el dinero y las políticas al sector público universitario. En esas circunstancias, organizaciones del sector privado como la FIMPES (Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior), o algunos de sus actores privados más importantes como el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM) o las nuevas instituciones transnacionales de educación superior como la Universidad del Valle de México (UVM), adquieren una influencia importante en las determinaciones que configuran la agenda y la acción de las políticas públicas de educación superior.

 

Una agenda de problemas y desafíos sobre la política y el cambio institucional

Los anteriores puntos me parecen centrales para dibujar una suerte de nueva agenda de discusión sobre los problemas y desafíos del cambio institucional en las políticas universitarias, bajo el argumento de que existen un conjunto de logros y de déficit acumulados en la experiencia mexicana de los últimos veinte años.

Repensar la calidad

La nueva poción mágica incluida en el caldero hirviente de las políticas educativas de los últimos años ha sido el ingrediente de la calidad. Sin debate de por medio ni precisiones conceptuales consistentes, el tema fue difundido sin mucha justificación pero con mucha fe como el nuevo "aceite de serpiente" de la educación mexicana, y muy pronto la calidad se colocó en el altar de las intencionalidades y buenos propósitos de las acciones de políticas. Bajo su luz blanquecina (o mortecina, según quiera verse), se justificaron un conjunto de programas y políticas que colocaron el acento de mejorar la calidad y el rendimiento de las universidades. De manera obsesiva y circular, los hacedores de políticas y no pocos rectores y directivos de las universidades públicas han dedicado sus esfuerzos a medir, evaluar, acreditar y certificar procesos, insumos y productos universitarios. Sin embargo, los resultados han sido pobres, en ocasiones decepcionantes y en general mal conocidos. Tenemos una planta académica más calificada que nunca, más miembros del Sistema Nacional de Investigadores, mejores infraestructuras académicas en algunos casos, mayores recursos tecnológicos, pero aún tenemos una baja cobertura educativa, problemas de vinculación con los entornos locales y laborales, problemas de simulación y burocratización, climas institucionales deteriorados por efectos del individualismo salvaje y la competencia feroz por estímulos y reconocimientos. Creo que aquí es necesario re–pensar el concepto de calidad y su relación con el mundo universitario realmente existente. Me parece que debemos dejar de pensar en la calidad de la universidad en los mismos términos de la producción de un buen tequila o de unos buenos zapatos. Si, como señala Giovanni Sartori en el epígrafe de su clásico Teoría de la Democracia, "nuestras ideas son nuestros anteojos", debemos trabajar más y mejor en la conceptualización de la calidad en términos de la universidad pública mexicana, para contar con ideas apropiadas y mejores anteojos de los problemas y potencialidades de la universidad pública. En cualquier caso, esas anteojeras tienen que ver con asegurar dos de los principios básicos de su existencia y viabilidad: el de la libertad académica y el de la autonomía universitaria.

Repensar la gestión y el gobierno universitario

La complejidad de los desafíos que imponen la globalización y la sociedad del conocimiento, con todo lo que ella pueda significar, exige nuevas formas de procesar las relaciones entre la administración y la vida académica. Es necesario establecer nuevas reglas y arreglos institucionales entre la vida académica universitaria y la administración institucional, separando las exigencias administrativas de las responsabilidades académicas. El modelo gerencial que ha dominado la visión de las políticas públicas en la última década, ha sobrecargado administrativamente la vida académica, y ha perdido varios grados de libertad respecto de su propia naturaleza y en relación a sus posibles contribuciones al desarrollo institucional y social.

Esta dimensión ha generado una paradoja más en la vida universitaria. Bajo el paradigma gerencial de las políticas federales, la universidad pública ha experimentado una nueva ola de burocratización, en algunos casos sin precedentes institucionales de tal magnitud. Contra la pretensión gerencial de suponer una suerte de fase postburocrática en los patrones y esquemas de gestión de procesos y recursos para el desarrollo institucional, lo que podemos observar es la hiper–burocratización de la vida universitaria, donde las tareas se han extendido desde la cúspide hasta la base de la organización de las universidades públicas. Es ya un lugar común, aceptado y reconocido: una parte significativa de las tareas burocrático–administrativas de la universidad se han desplazado de las oficinas de las rectorías, de sus cuerpos auxiliares y del gobierno universitario y todos los órganos colegiados correspondientes, hacia la burocratización del trabajo académico de los profesores e investigadores de tiempo completo de nuestras instituciones. La maldición burocrática weberiana ha cerrado el círculo: la burocratización de todo dominio ha atrapado también el tiempo, la atención y las prácticas de los académicos mexicanos, los cuales dedican un tiempo creciente para el cumplimiento de labores burocráticas diversas. El homo academicus se ha convertido en el homo burocraticus, es decir, el académico se ha burocratizado.

Rendición de cuentas, autonomía y regulación pública

Bien visto, aquí se encuentra buena parte de los problemas y tensiones acumuladas en los últimos años en las universidades públicas mexicanas. Bajo al paradigma del accountability que permea o intenta permear todo ejercicio público moderno, se han incrementado las zonas de conflicto y tensión entre el ejercicio de la autonomía universitaria y las exigencias de regulación pública que implica la práctica de un Estado democrático. Y esa tensión no se resuelve invocando una autonomía universitaria que nunca existió pero tampoco rindiendo la plaza ante exigencias regulacionistas mal fundamentadas y peor explicadas. El tema es cómo acordar un esquema de regulación pública como un componente indispensable y legítimo del Estado nacional y democrático, pero que también acompañe el fortalecimiento del autogobierno y la libertad académica universitaria para los nuevos tiempos. Hay aquí un dilema contemporáneo mayor entre los "autonomistas" y los "regulacionistas" (Camou, 2007) que han tendido a ganar los últimos sin mayores complicaciones, dado que los primeros conservan cierta imagen idílica de la autonomía universitaria, que a veces se considera como libre de restricciones. Para evitar la derrota de la autonomía universitaria es preciso replantear la visión de esta facultad pero también acordar los términos de una regulación pública inevitable y creo que necesaria a la luz de los grandes desafíos nacionales.

En este campo, si bien es cierto que las relaciones entre la universidad pública y su entorno poseen en ocasiones la flexibilidad del mármol, quizá valga la pena reconocer que la ductibilidad de la universidad es su condición de supervivencia, como se ha demostrado desde hace casi mil años. Adaptarse a un esquema de regulaciones y compromisos públicos y sociales, es quizá el camino inevitable de la transformación de la noción y la práctica misma de la autonomía universitaria contemporánea. Pero ello requiere de una reformulación de los términos del contrato que ampara el autogobierno, la autonomía académica y los recursos propios de la universidad. En otras palabras, creo que es necesario pactar los términos de una nueva forma de regulación que proteja a la autonomía de la universidad y a sus principios constitutivos básicos. En esta tarea, la capacidad de establecer el marco de las interacciones entre la universidad y los poderes públicos, permitiría acotar los intereses y las fuerzas que por la vía de la política, o por su potencia fáctica, han afectado a la autonomía de la universidad pública.

Políticas federales y políticas locales

Hasta ahora, la educación superior ha sido conducida con resultados contrastantes por el gobierno federal, y los gobiernos locales han sido, con excepciones, simples espectadores. Quizá valga la pena explorar justamente el camino inverso para que las universidades públicas comiencen a construir otra forma de relación con sus entornos locales, bajo los principios de autonomía y rendición de cuentas. Si es correcto que toda política pública que no tiene efectos locales es una mala política, quizá lo que se requiere sea justamente la intervención local para construir mejores entornos para la acción pública de las universidades estatales. Ello no significa el abandono o el retiro del Estado nacional de la responsabilidad del financiamiento y de la regulación del sector, sino que implica justamente una nueva relación con actores locales para desarrollar un nuevo marco de las interacciones públicas para que puedan tener efectos locales, coherentes y suficientes para la expansión de la oferta educativa, el desarrollo de la investigación científica y el desarrollo tecnológico en áreas estratégicas del país.

Un nuevo arreglo entre lo público y lo privado

Bien visto, el perfil de los cambios y las transformaciones espectaculares y silenciosas de la educación superior mexicana tiene su origen o su resultado en la expansión anárquica del sector privado. En alguna medida, esto ha "revolucionado" al sistema al imponer patrones y pautas de crecimiento que nadie parece poder controlar, o siquiera estar dispuesto a ello. Esta expansión tiene su origen tanto en una laxa regulación o subregulación de ese sector por parte de las agencias federales y estatales de carácter gubernamental, como también por la incapacidad de las propias universidades públicas para proporcionar acceso a las demandas de escolarización de amplios sectores de la sociedad mexicana. En esas condiciones, parece necesario construir un nuevo arreglo institucional que regule efectivamente las relaciones entre el sector público y privado, fortaleciendo a aquel y conduciendo de mejor manera la expansión y operación de este.

 

Consideraciones finales. La nueva Misión de la universidad

En 1930, Don José Ortega y Gasset ofreció una conferencia titulada "Misión de la Universidad" que se convertiría con el paso de los tiempos en uno de los basamentos ideológicos de la reforma universitaria española y más tarde de las reformas universitarias en México y en América Latina. Ahí, marca lo que denomina como un "error fundamental" de los gobiernos y de las sociedades en relación con las universidades: la de que se pueden reproducir a escala local los rasgos y contribuciones de las universidades extranjeras. Escribía: es "un error fundamental que es preciso arrancar de las cabezas, y consiste en suponer que las naciones son grandes porque su escuela –elemental, secundaria o superior– es buena. Estos es un residuo de la beatería 'idealista' del siglo pasado. Atribuye a la escuela una fuerza que no tiene ni puede tener" (Ortega y Gasset, 2005, en cursivas en el original).

Esta antigua sentencia orteguiana no parece perder ni vigencia ni sentido, ahora que las nuevas elites dentro y fuera del gobierno y de las universidades suponen potencialidades imposibles a la educación superior. Mientras tanto, la acelerada expansión de la educación superior privada, el debilitamiento del poder institucional y social de las universidades públicas, los cambios en las representaciones sociales sobre la universidad misma, y los intentos de cambio en los procesos de formación y orientación de la universidad, revelan que, al igual que en otros campos de la acción pública, una espesa sensación de desconfianza domina el espíritu de los tiempos. Y ese es, quizá, el mayor de los límites que los tiempos modernos imponen a la universidad pública mexicana.

 

Referencias

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Notas

* Agradezco las observaciones y sugerencias de Rollin Kent a una primera versión de este texto. Las afirmaciones, conjeturas e hipótesis que habitan estas notas son, por supuesto, responsabilidad mía.

1 Esta conjetura se basa en el hecho de que la transición mexicana ha significado entre otras cosas no solamente una ampliación y diversificación relativa de la clase política mexicana, sino también y consecuentemente al hecho que los puestos directivos gubernamentales –en un contexto donde el servicio público federal es muy reciente y en donde no existen servicios públicos profesionales en las escalas locales– dependen fundamentalmente del partido o grupo que gana las elecciones. Aunque existen pocos estudios que evidencian los cambios en el origen escolar de la clase política y los funcionarios públicos federales y locales, quizá sea posible sostener la hipótesis de que mientras que en el ámbito de la burocracia federal los perfiles profesionales de los directivos se han desplazado de la universidad pública hacia la privada, en los ámbitos locales (estatal y municipal) los funcionarios con formación universitaria son egresados de universidades o instituciones públicas de educación superior. Para una aproximación al estudio del funcionariado público federal y estatal consultar: Merino (2006); Cabrero (2005).

2 En realidad, el fenómeno de la fuga de las elites locales de las universidades públicas hacia las privadas comenzó en México desde los años treinta, con la creación de la Universidad Autónoma de Guadalajara en 1935, o la creación del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey en 1943. Pero es durante los años ochenta y noventa cuando el fenómeno se expandió no solamente a lo sectores de elites sino también medios de la población, en un contexto de expansión de la demanda por educación superior y de restricciones y condicionamientos a la ampliación de la oferta pública en este nivel (Acosta, 2005).

3 La distinción entre legisladores e intérpretes la tomo libremente del texto de Parsons (1997), para referir, de un lado, a los diseñadores de los cambios en las políticas (los "legisladores"), cuya tarea ha sido la de fijar las reglas y normas generales de operación de las políticas; de otro lado, para identificar a los "intérpretes" (o "traductores") como los grupos que adecuan las grandes directrices de políticas a los ámbitos institucionales específicos. La distancia entre unos y otros, en el caso mexicano, no suele ser sin embargo considerable, y más bien los legisladores e intérpretes suelen formar un mismo conjunto.

4 En la Cámara de Diputados, por ejemplo, las últimas dos legislaturas se han significado por el hecho de que la Comisión de Educación ha sido presidida por diputados de un partido de oposición (PRD), y que han manifestado un activismo significativo a favor de las universidades públicas en la integración y modificación de los presupuestos federales hacia el sector. Asimismo, en los ámbitos locales las coaliciones y alianzas de las universidades públicas con las fuerzas políticas locales muestran una dinámica de acuerdo y conflicto que marca en buena medida la hechura política de las políticas y los apoyos (o bloqueos) hacia los grupos dirigentes de las mismas (Acosta, 2004).

5 Según datos de la ANUIES, para 2004 existen 532 instituciones de educación pública (30% del total del sector (y 1,242 privadas (70%); en matrícula, el 60% (1 millón 200 mil estudiantes se encuentra en el sector público), y el 40% en el sector privado (690 mil estudiantes).

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