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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.42 no.168 Ciudad de México abr./jun. 2020  Epub 09-Mar-2021

https://doi.org/10.22201/iisue.24486167e.2020.168.59221 

Claves

Violencia y autoridad en la escuela secundaria ¿Jóvenes “violentos” o adultos ausentes?

Nicolás Patierno* 

*Becario posdoctoral en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) (Argentina). Docente de la cátedra Educación Física 5 en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) (Argentina). Doctor en Ciencias de la Educación. Líneas de investigación: educación media; violencia; autoridad; cuerpo; educación corporal. Publicaciones recientes: (2018), “Educación y autoridad en Hannah Arendt: una relectura contemporánea de La crisis de la educación”, Tempos e Espaços em Educação, vol. 11, núm. 27, pp. 187-200; (2016), “El juego como estrategia de intervención para la resolución de conflictos en escuelas secundarias”, Lúdicamente, vol. 5, núm. 9, s/pp, en: CE: nicolaspatierno@gmail.com. http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/ludicamente/article/view/7922/pdf


Resumen

El presente artículo es resultado de una investigación doctoral desarrollada entre los años 2011 y 2018, enfocada al estudio de lo que popular -y peligrosamente- se conoce como “violencia escolar”. La hipótesis que orienta este escrito supone que las expresiones juveniles que muchos educadores consideran “violentas” no son arrebatos cuyas causas puedan atribuirse únicamente a un individuo, sino que, en general, son manifestaciones (con un fuerte contenido “físico”), consecuencia de la autorregulación juvenil que sucede a la indiferencia de los adultos. El desarrollo de esta conjetura se sustenta sobre dos fuentes de información: una serie de entrevistas realizadas a docentes y alumnos de escuelas secundarias, y una minuciosa revisión de bibliografía especializada. Las conclusiones reivindican el lugar de la educación secundaria en el proceso de renuncia a la violencia, es decir, en la construcción de lazos sociales, el reconocimiento de un orden simbólico y el uso responsable del cuerpo.

Palabras clave: Educación media; Violencia; Autoridad; Jóvenes; Crisis educativa

Abstract

This article is the result of a doctoral research project conducted between the years 2011 and 2018, focused on the stud of what is commonly-and dangerously- referred to as “school violence.” The hypothesis which orients this paper assumes that the youthful expressions which many educators consider “violent” are not isolated outbursts whose causes can be imputed to a single individual, but, in general, are manifestations (with a substantial “physical” component) produced by youths’ self-regulation in response to the indifference of adults. Our proof of this hypothesis is based on two sources of information: a series of interviews with teachers and students at junior high schools and an exhaustive review of the specialized literature. The conclusions confirm the place of secondary education in the process of renouncing violence, in other words in the formation of social bonds, recognition of a symbolic order, and responsible use of the body.

Keywords: Secondary education; Violence; Authority; Youth; Educational crisis

Introduccion

La reflexión sobre la violencia en la educación secundaria es un ejercicio relativamente reciente. Esto no significa que ese problema no existiera hace 10 o 15 años, sino que, al menos en Argentina, este tema no era considerado una prioridad en las agendas educativas nacionales ni provinciales. Hoy, por el contrario, nos encontramos con una creciente -y por momentos exacerbada- visibilización de la cuestión. Los debates están presentes en redes sociales, en programas radiales, en la televisión, en diarios, en revistas; sin embargo, a pesar de que estos medios divulgan diariamente casos representativos de la -mal llamada- “violencia escolar” (sobre todo en el nivel secundario), pocos se preocupan por analizar el tema en profundidad, es decir, analizar los hechos antes de etiquetarlos como “violentos”.

Cuando decidimos rastrear el fenómeno en algunas escuelas secundarias (más precisamente, en tres establecimientos públicos), rápidamente pudimos evidenciar (tanto en los testimonios de los adultos como en los de los jóvenes) la presencia de una serie de críticas -acentuadas en los últimos tiempos- sobre este nivel. Parafraseando a Southwell (2019), la escuela secundaria argentina ha vivido décadas de cambios y cuestionamientos, junto a una caracterización frecuente de crisis desde la segunda mitad del siglo XX. Es innegable que, en la actualidad, las escuelas medias estatales deben soportar una fuerte representación social negativa, a veces sostenida por los propios educadores, que parece intensificarse aún más sobre la población de estudiantes.

Con frecuencia, la escuela pública es identificada hoy como el lugar de los violentos, los excluidos, los pobres, los inmigrantes; en Argentina estas construcciones arrastran una fuerte carga social negativa que se materializa en múltiples -y a veces inconscientes- prácticas discriminatorias. De acuerdo con Garriga Zucal, “en nuestra sociedad nadie desea ser catalogado como violento. Por ello, la definición de algo o alguien como violento actúa como impugnación sobre las prácticas de ajenos y distantes” (2016: 10).

Dado el carácter social del fenómeno, y que, como sostiene Elias (1981), sería impreciso adentrarse en un problema asociado a la violencia al margen de los condicionamientos histórico-políticos y la perspectiva de los actores, podemos afirmar que el fenómeno de la violencia en las escuelas es un asunto muy difícil de objetivar sin desnaturalizar aquellos discursos que habilitan la reproducción de esta categoría.

El diseño de la investigación

De acuerdo a Vasilachis de Gialdino, la investigación de tipo cualitativa “abarca el estudio, uso y recolección de una variedad de materiales empíricos… que describen los momentos habituales y problemáticos en la vida de los individuos” (2006: 25), y en vista de que los fines de la investigación doctoral -de la que se desprende el presente artículo- se orientan a indagar las representaciones ligadas a la violencia que circulan en la escuela secundaria, consideramos pertinente adherir a una metodología de este estilo (Patierno, 2019). En este sentido, las categorías propuestas en este escrito se sustentan sobre datos obtenidos a través de dos recursos: la realización de entrevistas y el análisis de bibliografía especializada. Es preciso añadir que, a fin de no realizar un estudio meramente descriptivo o reproducir los resultados de otras investigaciones, tanto la información proporcionada por los informantes como la consignada por otros autores fueron consideradas con igual grado de relevancia.

Para la muestra incluida en la investigación doctoral se seleccionaron tres colegios secundarios ubicados en la ciudad de La Plata (Provincia de Buenos Aires, Argentina). La selección de las instituciones se realizó con base en el criterio de “diversidad geográfica” descrito por Vasilachis de Gialdino (2006) para el estudio de “casos múltiples”. En primer lugar, se seleccionó una escuela secundaria situada en el centro de la ciudad, luego otra del mismo nivel educativo, pero separada de la primera por alrededor de cinco kilómetros con dirección al norte, y por último una tercera escuela, también de nivel medio, emplazada en el partido de La Plata, pero alejada del casco urbano por unos diez kilómetros en dirección al noroeste, en una de las zonas donde operó el Ferrocarril Provincial (luego Ferrocarril General Belgrano). Las escuelas secundarias mencionadas serán referenciadas de manera abreviada como “escuela del centro”, “escuela de la periferia norte” y “escuela del barrio ferroviario”.

Al margen de los contextos específicos de cada institución, si consideramos el nivel socioeconómico y la organización familiar como parámetros de medición, podemos afirmar que no existen grandes diferencias en las características generales de las poblaciones que asisten a las tres escuelas referenciadas. A estos establecimientos suelen acudir los hijos de trabajadores con escasos recursos y con un poder económico reducido, así como una gran cantidad de descendientes de inmigrantes: poblaciones que provienen de países cercanos en busca de oportunidades laborales, exponiéndose a trabajos físicamente agotadores y a condiciones de salubridad mínimas. A pesar de los diversos orígenes y actividades laborales, los sectores que asisten a la escuela secundaria pública evidencian las mismas dificultades; algunas de las principales preocupaciones de las familias que, a pesar de los obstáculos, intentan sostener la escolarización de sus hijos son vivienda, alimentación, trabajo, salud, higiene y seguridad.

Con respecto a las entrevistas, éstas fueron realizadas entre los años 2011 y 2015 con una muestra de once educadores (profesores, autoridades y Equipos de Orientación Escolar) y 31 alumnos cuyas edades variaban entre 12 y 16 años de edad al momento de realizar las entrevistas. En términos generales, el cuestionario estuvo orientado a indagar qué interpretan por violencia, qué acciones suelen atribuir al fenómeno, bajo qué parámetros miden los alcances de este tipo de manifestaciones y, en el caso específico de los docentes, qué medidas suelen llevar a cabo para mitigar sus efectos nocivos. En palabras de Marradi et al., se intentó “acceder a la perspectiva de los actores, para conocer cómo ellos interpretan sus experiencias en sus propios términos” (2007: 220). Los entrevistados fueron seleccionados siguiendo el criterio de “muestreo intencional” (Marradi et al., 2007), y el número se definió en función de los “principios de saturación” (Glaser y Strauss, 1967). Con respecto a los jóvenes, la muestra estuvo compuesta por alumnos que cursaban primero, segundo y cuarto año del nivel secundario. Con el fin de evitar que los estudiantes se sintieran intimidados por la artificialidad de un proceso indagatorio individual, se optó por la entrevista de tipo grupal, ya que, de acuerdo con Marradi et al. (2007), este tipo de instrumentos genera un clima de confianza que promueve la fluidez del diálogo.

Con respecto a la bibliografía revisada, lejos de sustentarse en las ideas de un autor o en una línea específica de pensadores, el escrito recorre diversas tradiciones y autores provenientes de áreas diferentes. El eje que definió la selección de las investigaciones consultadas es el enfoque histórico-político, es decir, se privilegió el diálogo con aquéllos que entienden que la violencia es un problema de carácter relacional, que sus características cambian a lo largo de la historia y que sus manifestaciones se hallan en estrecha relación con las condiciones políticas reinantes. Partiendo de esta premisa, el marco teórico se nutre de autores tales como Hannah Arendt, Norbert Elias y Philippe Meirieu. Por último, en lo que respecta a los antecedentes enfocados en el estudio de la violencia en la escuela en Argentina se consideraron los trabajos de Silvia Duschatzky y Corea (2013), Fernando Onetto (2004), Carina Kaplan (2009), Fernando Osorio (2006), Ana Lía Kornblit (2008), Silvia Bleichmar (2008), José Antonio Castorina (2008) y Miguel Ángel Furlán (2013), entre otros.

La tensión generacional entre jóvenes y adultos

Una de las aristas que guía este trabajo presupone que la autoridad que históricamente estuvo asociada al rol del adulto hoy se encuentra en un proceso de reformulación; los esquemas tradicionales, en los que se asumía que un docente, por el solo hecho de desempeñar esa función, debía ser respetado y obedecido, hoy no tienen el peso que tuvieron en otros tiempos.

A partir de una caracterización algo melancólica de la autoridad, y asumiendo que “todo tiempo pasado fue mejor”, hoy es frecuente escuchar en salas de profesores, pasillos de centros educativos y en reuniones de perfeccionamiento docente, entre otros, expresiones de inconformidad en relación con el respeto y la obediencia que los docentes reciben de sus alumnos. De acuerdo con Greco: “a menudo escuchamos hoy que son ellos [los alumnos] quienes no quieren aprender, que nada les interesa, que buscan el facilismo de las nuevas tecnologías o la huida a través de la apatía, el consumo, la droga, etc.” (2007: 16). Este tipo de caracterizaciones suelen realizarse mediante la personificación de una autoridad jerárquica e inamovible que, más orientada a sostener las formas que a transmitir saberes, hace que muchos docentes sólo puedan reconocer insuficiencias en sus alumnos.

Desde la perspectiva de los alumnos, las reconfiguraciones en la autoridad se suelen evidenciar en el rechazo a la figura del maestro tradicional (alguien que reclama subordinación desde una posición superior en una escala jerárquica) y en los modos de resolver conflictos de diversa naturaleza. Al centrar la atención en el segundo elemento destaca el hecho de que muchos alumnos hoy prefieren dirimir sus asuntos empleando sus propios recursos -generalmente en términos físicos, anteponiendo el cuerpo-, en lugar de recurrir a algún preceptor, docente o autoridad. El propio Meirieu (2007) advierte que, actualmente, muchos de los jóvenes que se rehúsan a la autoridad de los adultos prefieren someterse a la autoridad de clan, dura y violenta, de los grupos en los que se encuentran.

En las escuelas seleccionadas, todos los grupos entrevistados expresaron que no suelen acudir a los adultos (padres, docentes, directivos, etc.) para que éstos resuelvan las discrepancias que puedan surgir entre ellos. En cambio, para reclamar justicia, manifestar un descontento o expresar un punto de vista diferente, los alumnos hicieron mención a acciones tales como “agarrase a piñas”, “agarrarse a patadas” o “cagarse a trompadas”, entre otras. Esta situación revela, de manera provisoria, no sólo la desconsideración de los mayores como portavoces de una ley aplicable a la resolución de problemas, sino también la coexistencia de parámetros disímiles en la medición de conflictos y en la aplicación de sanciones. Pareciera que el grupo, incluso ordenado bajo una estructura de clan, tiene algo para ofrecer que no pueden ofrecer los adultos: “Les dan quizás la idea de que van a salir de la soledad, mientras que la autoridad de los adultos no les proporciona la sensación de ser portadora de porvenir” (Meirieu, 2007: 11).

Esta tensión entre docentes inconformes y alumnos que no logran establecer vínculos con sus profesores afecta de manera determinante el clima de las clases y dificulta no sólo la trasmisión de saberes, sino también la construcción de lazos sociales. Tanto unos como otros suelen redoblar sus apuestas: muchos docentes entrevistados han optado por correrse deliberadamente de su lugar como adultos y como educadores, y muchos alumnos entrevistados prefieren atender sus propias leyes antes que obedecer las vigentes en la institución educativa donde se encuentran. Es así como se establecen mundos diferentes en un mismo espacio físico. Siendo algo esquemáticos, pareciera que docentes y alumnos encuentran serias dificultades para reconocerse mutuamente como parte de una misma sociedad, de una misma escuela, de un mismo curso; cada posición jala para su lado, incluso cuando esto supone una fuerte disputa, generalmente en términos verbales, con la otra parte. Parafraseando a Southwell (2019), en la escuela secundaria existen entre jóvenes y adultos percepciones muy distintas acerca de la justicia de las reglas escolares que agudizan la distancia entre docentes/cuerpo directivo y alumnos.

Estas posiciones tensionadas, desencontradas, y hasta en ocasiones enemistadas, suelen materializarse en una doble consecuencia: por un lado, el retiro de los adultos libera a los jóvenes de las ataduras que supone la presencia de una autoridad que determina qué se puede y qué no se puede hacer; pero, consecuentemente, también los obliga a adentrarse -desprotegidos y sin recursos- en una sociedad atravesada por un creciente problema de violencia. El resultado, en términos arendtianos, es que se arroja a las nuevas generaciones a su propia suerte, y así se favorece la constitución de una especie de sociedad juvenil regida por códigos propios donde, producto de la desatención y la autorregulación, la violencia -en tanto manifestación física desarticulada del orden simbólico- no es percibida como falta, sino como la forma más sencilla y económica de alcanzar un objetivo.

En este panorama de reconfiguraciones y amoldamientos en lo que se refiere a la autoridad educativa, surgen algunos interrogantes: ¿qué sucede, en el ámbito escolar, cuando no hay ninguna figura adulta reconocida como autoridad?, ¿qué reglas se ponen en juego?, ¿cómo se establecen los lazos sociales?, ¿quién determina lo que está bien y lo que está mal, lo que es legal e ilegal, lo que está admitido y lo que está prohibido?, ¿bajo qué parámetros se mide la violencia?, ¿qué sucede con aquéllos que no logran adaptarse a las decisiones de la mayoría?

Cuando la figura del adulto se desvanece comienzan a operar otros lazos, otros códigos, otras formas de comunicación; en resumen, otras formas de relacionarse con el otro. El autocontrol o la autocoacción adquieren otro significado: aunque parezca un poco exagerado, actualmente muchos jóvenes no se sienten obligados a rendirle cuentas a un adulto, puesto que no reconocen la diferencia intergeneracional como argumento suficiente para acatar y obedecer. En cambio, es frente al par, al igual, posicionado como líder o cabecilla, que deben responder por sus actos. Este desplazamiento de la autoridad del adulto al propio grupo representa un peligro aún mayor, puesto que la autoridad del grupo se impone mediante el uso de la violencia e impide cualquier tipo de manifestación singular (Arendt, 1996).

En este sentido, es interesante la perspectiva de un grupo de alumnos pertenecientes a la “escuela del centro”: cuando se les preguntó si para ellos la escuela ayuda a resolver los problemas asociados a la violencia, no sólo respondieron que no, con convicción y al unísono, sino que además se mostraron renuentes a confiar en la mediación de los docentes, ya que manifestaron cierto disgusto frente a las consecuencias de sus intervenciones. Incluso un miembro del grupo exclamó: “si alguien te mira mal y vos se lo decís al profesor -y el profesor le va a hablar-, entonces después le va a dar más rabia todavía… se va a seguir alimentando la bronca de la persona que vos denunciaste”. Nótese que el alumno citado en ningún momento introduce el adulto como una presencia ordenadora; por el contrario, la intervención de un docente representa una alteración al funcionamiento del grupo.

Desde otro enfoque, el problema que expone el alumno no se centra en el conflicto inicial ni en los motivos que lo precedieron, sino en el que muy probablemente provocaría la intromisión del adulto. Esto representa una violación a las leyes del grupo, y todo aquel que ponga en juego estas reglas recibirá un castigo mediante la aplicación de la fuerza. Sobre las leyes del grupo, Duschatzky y Corea recalcan que “esos nuevos marcos funcionan como usinas de valoraciones y códigos que estructuran la experiencia del sujeto. Es más grave violar las reglas construidas en su interior que las producidas por el dispositivo institucional” (2013: 56). En línea con esta idea, se presenta otro diálogo extraído de una entrevista grupal realizada en la “escuela de la periferia norte”:

E: “¿ustedes creen que la escuela ayuda a resolver los problemas de la violencia?”.

Alumna 1: “no, la escuela no hace nada”.

Alumna 2: “sólo llaman a tus papás”.

E: “¿qué hizo la escuela en el caso que me contaron?”.

Alumna 1: “llamaron a los padres de una chica y empezaron a decir cualquier cosa”.

E: “¿qué opinan de las sanciones que emplea la escuela?”.

Alumna 2: “eso no sirve para nada, porque volvés con más bronca”.

Adviértase que, al igual que en el relato citado más arriba, la intervención de la escuela es considerada insuficiente, inapropiada y tendiente a acentuar sentimientos de rabia o de “bronca”. Para el entendimiento de las jóvenes que hablan, el diálogo con los padres no representa una solución al conflicto: la presencia de éstos no resuelve nada, sino que genera una mayor acumulación de resentimiento. La intervención de la escuela supone una distorsión de lo que ellas consideran que sucedió y, por lo tanto, un modo “errado” de resolver sus problemas. El resultado de estas tensiones entre una escuela que intenta resolver una pelea por medio de un llamado a los padres, y unas alumnas que encuentran esta acción como una especie de intromisión ofensiva, es la acumulación de rencor por parte de las últimas.

Las opiniones de los educadores sobre la autorregulación de los jóvenes y los acontecimientos comúnmente asociados a la violencia suelen plasmarse en expresiones de impotencia, o en la formulación de hipótesis que intentan hallar algún tipo de explicación sobre el fenómeno en cuestión. Los siguientes testimonios de docentes son representativos:

Enseñamos la no discriminación y sin embargo entre ellos se discriminan; enseñamos la tolerancia y entre ellos son intolerantes; entonces yo creo que hay muchas cosas que ellos viven en sus casas. Viven golpes, abusos, abandonos y todas esas cosas se manifiestan acá, que es el lugar donde le dan bolilla. Yo hace 27 años que soy docente y no estoy preparada para soportar eso de la violencia (vicedirectora perteneciente a la “escuela del centro”).

A principio del año aparecen las violencias de integración, cada uno de los chicos o las chicas que vienen a la escuela quieren integrarse en un grupo. Entonces aparecen estas cuestiones de quién se quiere empoderar del espacio áulico, quién quiere ser líder de determinado grupo y quiénes vienen de ámbitos diferentes (directora de la “escuela del barrio ferroviario”).

Últimamente vienen muchos docentes a hacer catarsis. Están todos viendo de sacarse tareas pasivas, funciones en el ministerio o en algún gremio porque no quieren volver al aula; están todos mal (preceptor perteneciente a la “escuela del barrio ferroviario”).

Al analizar en detalle el relato de los informantes seleccionados podemos observar que pareciera que, en todo momento, sea por la perpetuación de conflictos domésticos o por disputas entre los propios escolares, los alumnos hubiesen creado su propia autoridad, sus propias leyes, sus propios códigos: una especie de bloque organizado al margen de las reglas que comúnmente rigen en una escuela, y donde la violencia -entendida como una alternativa “más física” que se revela al margen del orden simbólico- no es percibida como infracción o como violación de una norma. El tercer relato representaría la materialización -y dramatización- de esta construcción: al posicionarse en el lugar de víctima, el preceptor entrevistado advierte que el avance de lo que podríamos denominar, con fines analíticos, “autorregulación juvenil”, ha empujado o inducido a muchos docentes a correrse de su tradicional lugar de autoridad y ceder espacios.

En resumen: a partir del testimonio de los informantes, pareciera que hoy nos encontramos frente a un desmoronamiento de la autoridad que históricamente descansó en el rol del adulto. Esto no supone la desaparición de la autoridad, sino un desplazamiento hacia el propio grupo juvenil, fundado en motivos que analizaremos.

¿Qué es la autoridad?

Dadas las confusiones que recurrentemente se suelen evidenciar alrededor de la noción de autoridad, consideramos necesario revisar los sentidos que envuelven al concepto y, simultáneamente, analizar cómo éste se relaciona -y se diferencia- de la violencia. En otras palabras, dado el desconcierto que envuelve la noción de autoridad, evidenciada en sus múltiples asimilaciones, debemos preguntarnos: ¿qué es la autoridad?, ¿qué lugar ocupa hoy en la escuela?, ¿cómo se vincula con el problema de la violencia? Como primera aclaración, debemos considerar que la autoridad es una construcción histórico-política que intenta brindar estabilidad a las relaciones humanas (Arendt, 2006), pero cuyos elementos constitutivos, así como sus alcances, varían considerablemente en función del contexto social y de la coyuntura temporal. Greco sitúa la autoridad “en una trama de encuentros, allí donde al menos dos -en relación asimétrica- entrelazan sus subjetividades en un tiempo y espacio cultural, histórico, social, en común, para perpetuarlos y recrearlos” (2007: 4).

La cuestión de la autoridad constituye un tema central en el desarrollo del presente artículo, sobre todo cuando asumimos que su reconfiguración afecta en forma determinante la función simbólica y asimétrica que históricamente personificaron los adultos. En este sentido, creemos que las reflexiones de Arendt (1996) nos pueden ayudar a entender mejor qué es la autoridad y de qué manera los cambios que rodean esta cualidad facilitan y promueven la constitución de una sociedad juvenil autorregulada.

Las confusiones entre autoridad y violencia suelen centrarse en una característica compartida, y es que ambos conceptos reclaman obediencia. A pesar de la similitud, la divergencia se halla en los medios por los cuales se lleva a cabo esa demanda: los instrumentos empleados en función de la violencia pueden crear obediencia, pero no pueden crear poder ni autoridad. La autoridad se basa en el respeto y el reconocimiento, por ejemplo, en la experiencia de un anciano, en la representatividad de un funcionario o en el saber de un maestro. Así, mientras que la autoridad se fundamenta en la tradición y el reconocimiento, la violencia se basa en el más ferviente individualismo (Arendt, 2006).

En un intento por distinguir la autoridad de otros términos, Arendt la define del siguiente modo: “su característica es el indiscutible reconocimiento por aquéllos a quienes se les pide obedecer; no precisa ni de la coacción ni de la persuasión… El mayor enemigo de la autoridad es, por eso, el desprecio, y el más seguro medio de minarla es la risa” (2006: 62). Un ejemplo vinculado a esta concepción puede hallarse en la relación tradicional que se construye entre padre e hijo: allí el vínculo no supone una dominación por medio de la coacción física, pero sí se requiere un reconocimiento de los roles culturalmente legitimados para ambas partes. Cuando el hijo desobedece alguna norma impuesta por su progenitor, espera, al menos, un reto o un castigo, y de esa manera la restauración de la relación a sus índices “normales”. De esta manera, padre e hijo cumplen roles basados en la función simbólica que le corresponde asumir a cada uno; claro que las características que acompañan al ejercicio de estos roles pueden variar de una sociedad a otra, o incluso de una familia a otra.

Debates en torno a la asimetría de la autoridad

Hasta aquí analizamos la autoridad desde una perspectiva que podríamos denominar tradicional, es decir, como una construcción con ciertos caracteres fijos y enraizados en la jerarquización y la asimetría. Ahora bien, ¿qué ocurre en la educación secundaria con respecto al reconocimiento de la autoridad vinculada al rol docente? Si bien no caben dudas de que la autoridad es un elemento constitutivo de la educación, está claro que esta construcción hoy demanda mucho más que “un título”. Las relaciones asimétricas que históricamente se establecieron entre docentes y alumnos hoy se muestran alejadas, desencontradas y, en algunos casos, enfrentadas. Los maestros no cuentan con una voz autorizada para pararse frente a sus alumnos con la certeza de que su posición como profesionales de la educación constituya un argumento suficiente para que obedezcan.

En la sociedad argentina contemporánea, la situación de la autoridad y la asimetría no distan mucho del escenario que plantea Arendt en relación con las disputas y los malos entendidos. Sin pretender transpolar los estudios de la autora citada de forma automática al ámbito latinoamericano, algunos de los condicionantes que caracterizan a la educación argentina actual son las confusiones que rodean a la autoridad, sus roces con la violencia y, en general, la reconfiguración del esquema jerárquico y verticalista que históricamente posicionó al docente por encima del alumno.

Los debates por la asimetría y los modos en que los maestros deberían posicionarse frente a sus alumnos -y cómo este posicionamiento puede afectar la convivencia- suelen evidenciar dos tendencias antagónicas: por un lado, algunos educadores y pedagogos sostienen y refuerzan la idea de que la autoridad debe ser siempre vertical, asimétrica y aceptada, sin reclamos, por los alumnos: “algunos discursos la reclaman nostálgicamente en su formato habitual, asociada a un orden jerárquico inconmovible, hecho de lugares de superioridad instalados sobre lugares de inferioridad” (Greco, 2007: 4). Por el otro, están quienes consideran que este posicionamiento “clásico” en materia de autoridad desatiende una serie de cambios sociohistóricos que han acontecido en las últimas décadas, y que el ejercicio de una autoridad en términos tradicionales sólo puede generar un “choque” con las nuevas generaciones. Para éstos, la autoridad puede ser ejercida desde la igualdad y sostener una posición no ortodoxa con el saber: “la autoridad queda así reformulada, reubicada, desplazada de su tradicional plano de superioridad, interrumpida la jerarquía que le ha otorgado siempre un lugar ‘por encima de’” (Greco, 2007: 12). En línea con las confusiones que rodean a la autoridad, es oportuno atender las opiniones de una integrante de un Equipo de Orientación Escolar (perteneciente a la “escuela de la periferia norte”) y de una integrante del Equipo Distrital de Infancia y Adolescencia:

La realidad es que a veces en esta escuela el profesor se pone en el lugar de la autoridad en una relación asimétrica… “¡porque soy el docente vos me tenés que escuchar!”. Se genera, digamos… una especie de maltrato.

La autoridad se construye; el hecho de que yo tenga un cargo no me da la autoridad. Según los chicos, es alguien que les genera confianza, que los escucha, alguien que cumple su palabra, alguien que está. Nosotros trabajamos mucho la cuestión del referente para el grupo, alguien que esté cerca y que para ellos sea importante. Hoy la autoridad se construye desde ahí. A los chicos la autoridad del director no les importa.

Los fragmentos citados no sólo advierten que los esquemas convencionales en materia de autoridad se muestran obsoletos para brindar respuestas a las problemáticas que deben enfrentar los jóvenes de hoy, sino que además pregonan por una reformulación del concepto; ya no desde la asimetría, sino desde cierta horizontalidad o igualdad de derechos. Al respecto, resulta pertinente atender los aportes de Bleichmar:

La cuestión de la asimetría nos preocupa no solamente en relación con los jóvenes; se está planteando como preocupación en todos los modelos… En la Argentina, a partir de los modos en los que se ejerció el poder despótico durante muchos años, hay una cierta desvalorización de la asimetría (2008: 143-144).

La autora citada vincula los problemas que se evidencian hacia el interior de las instituciones educativas con los cambios políticos que marcaron la historia reciente del país, y le otorga a la cuestión de la asimetría un lugar central. Más adelante, en esta misma cita, sostiene que: “quienes tienen que ser responsables no se hacen responsables, como si hubiera un temor de que al ejercer la asimetría se ejercieran modelos autoritarios, cuando la asimetría lo que implica son formas de responsabilidad” (Bleichmar, 2008: 143).

En los últimos años, varios factores influyeron sobre la asimetría que históricamente separó a los jóvenes de los adultos: la crisis institucional, el temor al ejercicio de la autoridad, la disolución del rol adulto y la constitución de una sociedad juvenil. Por estas razones, si “antes la infancia estaba preservada de las preocupaciones de los adultos, en cambio en la actualidad los chicos reciben las tensiones de los adultos como picotazos” (Meirieu, 2007: 3). Los jóvenes, despojados de la protección de los mayores, se ven obligados a crear sus propias reglas, obedecer sus propias jerarquías y habitar sus propios espacios.

La autonomía forzada

Bajo la dominación del adulto, el joven se hallaba en una relación de inferioridad y debía obedecer, o rebelarse, frente a una figura individual, jerárquicamente superior y con claras ventajas físicas y simbólicas. La fortaleza del padre, del maestro o de cualquier adulto, históricamente estuvo asentada sobre un consenso generalizado, sobre un acuerdo tácito de dominio. Bajo el dominio del grupo, de la mayoría absoluta, en cambio, el joven debe enfrentarse a los de su propia clase; debe entablar una lucha contra un bloque que se organiza en torno a sus propios códigos, que es solidario entre sus miembros y que excluye a quienes se hallan fuera de su unidad.

Dentro del grupo… el niño está mucho peor que antes, porque la autoridad de un grupo, aun de un grupo infantil, siempre es mucho más fuerte y más tiránica de lo que pueda ser la más severa de las autoridades individuales. Si se mira desde el punto de vista de cada niño, sus posibilidades de rebelarse o de hacer algo por su cuenta son prácticamente nulas (Arendt, 1996: 193).

Al liberarse de la dominación del adulto, entonces, el joven queda sujeto a la dominación del grupo; las reglas que imperan en esta lógica responden a un orden tiránico, esto es, a la hegemonía de un líder o una minoría dominante en lo que respecta a la toma de decisiones importantes para asegurar su funcionamiento. Bajo este tipo de dominio se establecen la sumisión y la obediencia como los únicos comportamientos aceptados, al mismo tiempo que se iguala a los sometidos por su condición de inferioridad. Arendt habla de una posición desesperada dado que no existe posibilidad de rebelarse, de manifestarse individualmente. Un joven, bajo estas condiciones, representa “una minoría de uno enfrentada con la mayoría absoluta de todos los demás” (Arendt, 1996: 193). En otras palabras, entre los mandados no hay diferencias, todos carecen de poder, todos son inferiores con respecto a quienes toman las decisiones:

Al emanciparse de la autoridad de los adultos, el niño no se liberó, sino que quedó sujeto a una autoridad mucho más aterradora y tiránica de verdad: la de la mayoría. En cualquier caso, el resultado es que se desterró a los niños, por decirlo así, del mundo de los mayores; es decir que quedaron librados a sí mismos o a merced de la tiranía de su propio grupo, contra el cual, a causa de la superioridad numérica, no se pueden rebelar (Arendt, 1996: 93).

En este contexto, la violencia constituye uno de los medios más eficaces para imponer la voluntad de los líderes; este recurso puede llegar a naturalizarse como un instrumento propicio para materializar una relación de dominación y sometimiento. La utilización del sometimiento físico por parte de los cabecillas marca la diferencia con los dominados. Cuando los alumnos entrevistados hablan de “cagarse a trompadas” o de “agarrarse a piñas”, posiblemente se están refiriendo, con los recursos de que disponen, a ser reconocidos dentro del grupo, demostrar que son lo suficientemente “duros” como para ser respetados, reclamar la posesión de algo o de alguien, disputar un liderazgo, etcétera. La resistencia a obedecer las órdenes impuestas por los cabecillas supone la aplicación automática de tormentos. Desde amenazas verbales hasta la agresión con armas, todo puede ocurrir, incluso bajo la mirada de los adultos; muchos de éstos prefieren, sea para autopreservarse o para eludir responsabilidades, permanecer indiferentes.

A esta altura consideramos pertinente atender el testimonio de uno de los directivos (perteneciente a la “escuela del barrio ferroviario”), quien, en línea con lo desarrollado en el párrafo anterior, advierte sobre la determinación o la dureza que hipotéticamente emplearían los alumnos si pudieran tomar decisiones -autónomamente- sobre el tipo de sanciones que aplicarían a sus pares:

Cuando uno le consulta al grupo de adolescentes, éstos son mucho más rígidos en las sanciones que nosotros los adultos. Cuando no es para sí mismo, quieren que al otro que lo molesta, o que no le permite aprender, o lo está agrediendo, reciba una sanción seria. Si uno le preguntara al grupo de adolescentes: ¿qué sanción debería tener un chico que golpea a otro? Lo más probable es que quieran romperle la cabeza o expulsarlo de la escuela.

Si nos adentramos un poco más en las reflexiones de Arendt (1996), hallamos que la constitución de una sociedad puramente juvenil representa una artificialidad, una construcción específicamente contemporánea que exacerba la independencia de los jóvenes hasta llegar a un punto en que tal construcción ha llegado a convertirse en un peligro para ellos mismos. Aquí es preciso introducir una pregunta originalmente formulada por Meirieu: “¿por qué los jóvenes aceptan la autoridad tan dura y violenta, la autoridad clánica de los grupos en los cuales se encuentran, mientras que se rehúsan a la autoridad de los adultos?” (2007: 11). Podría decirse que esto ocurre posiblemente porque el grupo, incluso aquéllos conformados bajo modalidades tiránicas de dominio, tiene algo para ofrecer que los adultos ya no les proporcionan:

La banda es un refugio, sobre todo en el contexto de una insuficiencia familiar, donde contribuye a apuntalar un sentimiento de identidad a falta de cimientos más sólidos, y autoriza el pasaje al acto en una sensación de obviedad, disolviendo las interdicciones morales, a veces bajo la égida de un jefe convertido en figura identificatoria (Le Breton, 2017: 39).

El adulto ha tomado una posición hipócrita: en primer lugar, libra a las nuevas generaciones a su propia suerte, y luego se consterna cuando, producto de la autorregulación, un joven resulta herido o pierde la vida. Éste es el camino que parecen haber tomado muchos adultos vinculados en algún punto con la profesión docente: saben qué hacer (desde un punto de vista burocrático y legal) frente a un hecho considerado violento por la comunidad escolar y también saben cómo recomponer rápidamente la rutina; pero estas medidas no interpelan las causas que arribaron a la resolución violenta de un conflicto, sólo sirven como parches o remiendos temporales.

El trabajo de Duschatzky y Corea es relevante en lo concerniente a la autorregulación de los jóvenes y a los riesgos a los que éstos se ven expuestos. Las autoras encuentran en la autorregulación, o la conformación de bandas (como ellas las llaman), la instauración de nuevas formas en las que los jóvenes habitan la inmediatez y la necesidad. Las autoras identifican la “fraternidad”, el “aguante”, “la fidelidad”, “la creación de valores propios” y “la percepción constante del riesgo” como los elementos que caracterizan el autogobierno de los jóvenes:

Sólo me debo al próximo, el que comparte mi circunstancia, con el que establezco fidelidades y reglas de reconocimiento recíproco. El otro, el par, y no la autoridad simbólica inscripta en la tradición, el saber y la legalidad estatal, puede anticipar algo de lo que va a suceder porque ha vivido en la inmediatez que compartimos (Duschatzky y Corea, 2013: 34).

Recapitulando, podría decirse que el aumento de una sociabilidad cerrada entre pares se produce por la necesidad de afirmar la propia identidad en un contexto en el que el lazo social y la autoridad del adulto atraviesan una serie de cambios determinantes. En línea con esto, creemos que hoy en día resulta muy difícil advertir, tanto en jóvenes como en adultos (en contextos escolares), un reconocimiento consensuado del nosotros, esto es, un reconocimiento generalizado de país, de comunidad, de barrio, de escuela, de curso. En contraposición, muchos jóvenes han tenido que enfrentarse a un estado de aislamiento creando un mundo propio, un artificio caracterizado por “un proceso de encapsulamiento en el propio grupo y enfrentamiento con el exogrupo” (Kornblit, 2008: 11). Creemos que este cierre o encapsulamiento promueve el establecimiento de códigos intrínsecos en los que la violencia, entendida como una opción “más corporal” que se produce a causa de la escasez de recursos simbólicos, no representa una trasgresión, una excepción, sino un modo “corriente” de resolver las diferencias.

La influencia del contexto

De acuerdo con la hipótesis presentada, menos autoridad supone más violencia; pero esta conjetura no remite a ninguna clase de esencialismo. El corrimiento del adulto, y la consecuente desprotección del joven, no suponen un pasaje automático a la violencia; no se trata de la manifestación de un instinto o el despertar de alguna conducta innata. Para Arendt, “la violencia ni es bestial ni es irracional” (2006: 84); esto nos lleva a considerar, en términos generales, que es la propia sociedad, despreocupada por el destino de los jóvenes, la que crea condiciones “primitivas”, “salvajes”, donde opera la ley del más fuerte y se excluye a quienes no logran adaptarse.

Siguiendo esta línea, podría decirse que el problema de la violencia en las escuelas no puede reducirse a un caso específico, ni tampoco puede volcarse a un individuo aislado, sino que se centra en el contexto histórico-político que caracteriza a nuestra época: capitalismo, individualismo, competencia, autosuperación, intolerancia, indiferencia, egoísmo, triunfalismo. Estos condicionantes sociales conforman un terreno adverso para los más jóvenes, quienes deben adentrarse sin el cuidado de los adultos:

Una sociedad ya injusta, al marginarlos los ha transformado en sus enemigos, niños y jóvenes que se viven amenazantes por su violencia o inhabilitados por sus incapacidades… No se advierte, en un sentido general, un “hacerse cargo” social, institucional, adulto, que perciba que ésos y ésas, todos “sus” niños, niñas y jóvenes son su responsabilidad, el sentido de sus instituciones y sus acciones (Greco, 2007: 17).

En este encuentro directo de los jóvenes con un mundo que pareciera prescindir del consenso y el lazo social, la violencia no es una excepción sino un recurso necesario para sobrevivir. En la Argentina de las últimas décadas es innegable el hecho de que la sustitución del Estado de bienestar por la lógica del mercado representó, entre otros cambios severos, radicales y económicamente despiadados, la “liberación” económica -y la consecuente desprotección- de las clases trabajadoras. El ascenso del mercado supuso la desatención de ciertas funciones históricamente asociadas al cuidado de las masas, y el Estado se retrajo en favor de un liberalismo salvaje (conocido en la década del noventa como “neoliberalismo”).

Los efectos negativos de los nuevos condicionantes socioeconómicos en la vida de los jóvenes fueron mencionados en forma recurrente por varios entrevistados adultos. Al respecto son oportunos el relato de una integrante de un Equipo Distrital de Infancia y Adolescencia, y el de un profesor de Construcción de la Ciudadanía (perteneciente a la “escuela del centro”):

Creo que a veces las condiciones socioeconómicas son violentas. En general se piensa que los portadores de la violencia son los jóvenes y en realidad la provocación existe cuando las expectativas de la cotidianeidad no están cubiertas. Ahí estamos hablando de otras violencias. Creo que los jóvenes no son violentos, sino que hay que pensar desde lo sociológico y en cómo el sistema te provoca.

Vienen de contextos muy humildes donde la violencia es el lenguaje cotidiano… Ésta es una sociedad de consumo y, aunque a vos te parezca mentira, genera violencia. El ultra comercio y el ultra capitalismo no ayudan. La sociedad de consumo no ayuda; hoy se nota el chico que tiene frente al que no tiene.

En un marco social donde el otro constituye un obstáculo y la acción va delante de la palabra, la violencia pareciera constituir un recurso generalmente empleado para, siguiendo a Bleichmar, sostener un férreo individualismo en el que se exalta la premisa de “salvarse solo, a costa de lo que sea” (2008: 39).

La reconfiguración de la autoridad escolar y, sobre todo, la indiferencia de algunos adultos, representan dos de los factores más preocupantes en lo concerniente al problema de la violencia en las escuelas. Al centrar la atención en el segundo elemento, creemos que la indiferencia, la no intervención, el silencio o la desatención, podrían considerarse actitudes o respuestas tendientes a crear -y a consolidar- un vacío de autoridad que afecta no sólo la asignación de los roles y el reconocimiento de las normas, sino la convivencia en general de todos los actores presentes en la escuela. En este vacío no queda claro lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo que está bien y lo que está mal, lo que es legal o ilegal. Como plantean Duschatzky y Corea, “el docente es, con frecuencia, la figura de ése que no escucha, que no entiende, que no reconoce” (2013: 63). Si bien pareciera que el ejercicio de la docencia actualmente se encuentra atravesado por cierta desvalorización simbólica y material, la propia desautorización, esto es, la evasión de responsabilidades y la lógica del mínimo esfuerzo, marcan una peligrosa ruptura con los valores que históricamente estuvieron vinculados a la enseñanza.

Al atender el testimonio de los informantes adultos, es evidente que en las escuelas estudiadas coexiste una multiplicidad de discursos y valoraciones en lo que se refiere a la autoridad escolar. Como dijimos más arriba, algunos critican la postura de aquellos docentes que pretenden, nostálgicamente, recuperar o sostener cierta noción de autoridad “tradicional”, como muestran los testimonios de dos integrantes de un Equipo Distrital de Infancia y Adolescencia, una preceptora (perteneciente a la “escuela de la periferia norte”) y un preceptor (perteneciente a la “escuela del barrio ferroviario”):

El profesor pretende posicionarse en un lugar que hoy ya no existe; tiene que trabajar desde otros lugares… Eso eliminaría mucha violencia dentro del aula.

Hoy los jóvenes tienen una posición mucho más fuerte. Antes la posición era de acatamiento, con toda la bronca del mundo, pero ahora el chico se para y le contesta que no, y no, y no y no.

Para mí los más violentos son los docentes con la actitud que tienen frente al alumno. Porque el alumno reacciona en respuesta… te rompen el auto, te lo rayan, te putean, te escupen… pero si vos les hiciste algo.

Tiene que haber ciertos acuerdos y me parece que ahí hay un corrimiento del adulto que está en crisis.

Indiferencia y desatención

La figura del maestro errante, sistematizada por Duschatzky (2007), resume algunos de los obstáculos que debe atravesar un docente en la actualidad: cargos temporales, traslados constantes, salarios mínimos, escasez de materiales didácticos, clases superpobladas, descontento de los padres, capacitación no remunerada y trabajo adicional, entre otros. Al respecto, Southwell afirma: “antes que docentes somos ciudadanos que nos insertamos y vinculamos con una sociedad poniéndonos en diálogo con sus tendencias, sus problemas, sus urgencias, sus dilemas” (1999: 172). Lejos de tratarse de un asunto secundario, creemos que estas nuevas y complejas dificultades, sumadas a la desconsideración estatal y el desprestigio social, repercuten seriamente sobre la cuestión de la violencia.

A la desvalorización social del rol docente se suma, en muchos casos, la oposición familia/escuela (Kornblit, 2008), donde algunos padres, inconformes con el desempeño profesional de los profesores, han llegado a manifestar su descontento y adoptan una actitud reñidora, “defendiendo” a sus hijos y apelando, en ocasiones, a la confrontación física. En este panorama de pauperización laboral y descrédito social, es habitual que, de acuerdo a varios testimonios (proporcionados por los adultos), muchos docentes manifiesten hoy sus reclamos a través de cierto “boicot profesional” o, dicho de otro modo, un deliberado descuido de sus responsabilidades; pero este comportamiento, lejos de pasar inadvertido, expone varias falencias en el ejercicio de la profesión y, lo que es más preocupante, revela la permanencia de cierto descuido o desatención sobre el accionar de los alumnos. En esta línea destaca una serie de testimonios, los cuales revelan la presencia de un mecanismo de “autodefensa” o “evasión” que, con fines analíticos, podría resumirse en la noción de “indiferencia”:

Están todos traumados, preocupados por la situación, buscan la comodidad y yo los entiendo. Y eso hace que no se jueguen… que muchos docentes aprueben y aprueben alumnos para sacárselos de encima. Y a mí me lo han dicho. No los quieren desaprobar porque no los quieren tener de nuevo, no los quieren hacer repetir. Se los quieren sacar de encima porque se quieren sacar de encima a los padres (preceptor, “escuela del barrio ferroviario”).

Hay profes cansados. Profes que corren de acá para allá en una especie de vorágine… entonces vienen acá, se sientan y esperan que el chico rinda, haga, proponga, sea creativo (vicedirectora, “escuela de la periferia norte”).

Creemos que el descontento con las condiciones laborales repercute determinantemente en la convivencia escolar. Muchos docentes optan por refugiarse en el rol de espectadores, de observadores inermes frente a cualquier acontecimiento; para estos profesores agotados, sobrecargados, indiferentes, las dificultades asociadas a la convivencia no son una prioridad, porque, exagerando un poco, difícilmente cuentan con el tiempo y la predisposición para, al menos, tratar de entender las preocupaciones -y las reacciones- que manifiestan sus alumnos.

El deliberado abandono del lugar de autoridad genera un emplazamiento vacío de significado; el trabajo docente se reduce, entonces, a lo que podría considerarse una asistencia, un acompañamiento o, en otros términos, a ser alguien dispuesto para, sencillamente, “evitar que se maten”. Como señala Southwell, “la docencia -como tarea y como rol social- es una de esas prácticas sociales que se han sedimentado y cuyos puntos de origen, así como las decisiones que contribuyeron a su conformación, se han ido volviendo menos evidentes” (1999: 170). Eludir las responsabilidades generacionales y éticas que deberían asumir adultos y educadores representa un debilitamiento en la relación -y en las diferencias- que debería existir entre adultos y jóvenes. Lejos de favorecer la autonomía o la independencia, creemos que la indiferencia de los adultos habilita la sustitución de códigos y el retraimiento de los jóvenes hacia el propio grupo de pares, y afianza la consolidación de un mundo “artificial”, autorregulado por estructuras en cierto modo clánicas o tiránicas.

Al adentrarnos en la cuestión de la indiferencia de un modo más esquemático, pareciera que muchos adultos, incluso algunos educadores, prefieren posicionarse en el lugar de observadores, por los motivos ya descritos; asumen que si un joven camina en dirección a una piedra es mejor que la embista para que aprenda de manera autónoma -y con una magulladura- que sería mejor esquivarla. Incluso, cuando el adulto es consciente de los riesgos a los que el joven se expone, en el ejemplo mencionado el adulto decide privar al joven de la protección que, fundada en el bagaje cultural y en la diferencia intergeneracional, supone la intervención del adulto. En resumen, podríamos decir que, cuando un adulto decide correrse de su lugar de autoridad, deja -y hasta promueve- que el joven “choque” directamente con un mundo que, siendo algo pesimistas, se revela excesivamente individualista y escasamente simbólico.

Cuando el adulto decide correrse deliberadamente de su lugar como portavoz y protector, comienzan a establecerse otros modos de relación. Esta reconfiguración se evidencia en la anulación de las líneas divisorias que históricamente han separado a los jóvenes de los adultos. Aquí consideramos pertinente citar el testimonio de una vicedirectora (correspondiente a la “escuela del centro”) y el de un preceptor (correspondiente a la “escuela del barrio ferroviario”):

Hay una falta de compromiso de los padres. Yo la llamo “la escuela sin padres” porque lamentablemente los largan solos a los chicos y los chicos no están en una edad para largarse solos. Recién empiezan a vivir… Lo que más necesitan los chicos es un diálogo en casa. Uno en la escuela les puede explicar mil veces las cosas, pero después, cuando salen de acá, tienen otro tipo de vida.

Hemos citado a padres de chicos problemáticos y no van nunca, o cuando van, van de mala gana. Cuando vos les decís lo que no les gusta escuchar, te agreden. Los padres, por lo general, no te respaldan, depositan a los hijos en la escuela y siempre les dan la razón a ellos.

Pareciera, por lo tanto, que hoy estamos en presencia de un proceso de identificación inverso al establecido en la modernidad. En línea con Corea y Lewkowicz (1999), hoy podríamos decir que muchos adultos intentan asemejarse cada vez más, en apariencia y en comportamiento, a los jóvenes. Esto no sólo implica una reconfiguración en las relaciones que históricamente se establecieron entre unos y otros, sino que recrudece el encapsulamiento de los segundos.

La incertidumbre en la perspectiva de futuro como factor agravante

Muchas investigaciones dedicadas a la violencia en las escuelas identifican la incertidumbre respecto al futuro como uno de los principales agravantes de la problemática tratada (Duschatzky y Corea, 2013; Bleichmar, 2008; Castorina, 2008; Kornblit, 2008; Kaplan, 2009, entre otros). Dentro de esta categoría podrían incluirse dos procesos determinantes: el declive de las instituciones y la ruptura con la idea de progreso infinito.

En Civilización y violencia, Elias (1981) introduce la ausencia de futuro como uno de los principales detonantes de la violencia, y lo explica a partir de un hecho histórico: tras la derrota de los soldados alemanes en la Primera Guerra Mundial, los miembros del ejército derrotado conformaron un Cuerpo de Voluntarios. Este movimiento -leal a un país que había dejado de existir del modo en que lo conocían al inicio de la guerra- se encontraba en una situación desesperada: la causa por la que estaban dispuestos a entregar su vida había desaparecido en manos de los enemigos y en manos de los propios alemanes, más específicamente, de aquéllos que prefirieron rendirse. Sin país por el cual luchar, estos jóvenes autoconvocados -en torno a una causa debilitada- se encontraron estancados en una situación de profunda incertidumbre. En palabras del propio Elias:

En una situación así, los jóvenes necesitan básicamente por lo menos tres cosas… Necesitan perspectivas de futuro; necesitan un grupo de personas de la misma edad… y, en tercer lugar, necesitan un ideal, una meta que dé sentido a su vida. Para la mayoría de los miembros del Cuerpo de Voluntarios, con el derrumbamiento de Alemania se había perdido exactamente eso que para ellos constituía el fin último, una tarea con sentido muy superior al de la propia vida (Elias, 1981: 147).

La situación de los hombres del Cuerpo de Voluntarios era desesperada: se trataba de un grupo de jóvenes dispuestos a luchar, pero sin causa por la cual hacerlo. Es entonces que estos exsoldados comenzaron a optar por alternativas más radicales; por ejemplo, atentar contra los responsables del Tratado de Versalles. Al emplear la violencia como recurso para manifestar su descontento, estos jóvenes despojados de futuro intentaron volcar sus frustraciones sobre aquéllos que prefirieron deponer las armas y firmar el pacto.

De acuerdo con el relato recién citado, la ausencia de porvenir, la incertidumbre y el “sinsentido” constituirían las causas que habrían conducido a estos jóvenes a materializar, mediante recursos comúnmente considerados violentos, su imposibilidad de previsión, de proyección, de anhelo, etc. Aquí la violencia representa un modo material, sencillo y eficaz de habitar el presente, de gozar la espontaneidad.

De lo hasta aquí desarrollado podríamos deducir que, sin anclajes ni proyección de futuro, no sería necesario construir condiciones pacíficas de convivencia. Sin el reconocimiento mínimo de un orden simbólico, todo está permitido; dicho de otro modo, al no existir un reconocimiento consensuado del límite, la idea de trasgresión no tiene ningún significado. Esto sugiere que la convivencia constituye un aprendizaje, un esfuerzo por aceptar al otro en el marco de un orden que excede las individualidades y garantiza que los esfuerzos por coexistir pacíficamente valen la pena, que serán retribuidos -al menos- con la edificación de un mejor porvenir. “¿Por qué cumplimos la ley? ¿Por qué aceptamos las normas? Porque sabemos que siempre perdemos algo a cambio de ganar algo” (Bleichmar: 2008: 36).

La renuncia al goce inmediato se sustenta en la perspectiva de futuro; tal como vimos con el ejemplo narrado por Elias (1981), la imposibilidad de proyectar un futuro conlleva un peligroso ascenso del presente y la inmediatez. Estas condiciones efímeras y espontáneas de habitar el ahora se erigen como un nuevo dogmatismo centrado en la convicción de que el presente es la única opción posible.

Con los pertinentes recaudos teóricos, la situación de muchos jóvenes argentinos en edad escolar también podría considerarse como una situación atravesada por una profunda incertidumbre:

En nuestro país una enorme cantidad de chicos no tienen claro cuál es su futuro o directamente no anhelan un futuro y viven en la inmediatez total… Se ven reducidos a la inmediatez de la vida que les ha tocado y nadie les propone soñar un país distinto desde una palabra autorizada (Bleichmar, 2008: 32).

La ausencia de una palabra autorizada que invite a edificar un porvenir sugiere que muchos jóvenes difícilmente puedan alcanzar ese nivel de preocupación por ellos mismos. Por el contrario, creemos que una de las principales metas de la educación debería ser “hacer sitio al que llega” (Meirieu, 1998: 81) o, en otros términos, introducir la preocupación por el futuro y crear las condiciones para que los jóvenes puedan adentrarse progresivamente al mundo con la posibilidad de llevar adelante sus propios proyectos.

Con la crisis de la modernidad en términos generales, y el debilitamiento simbólico y material de la escuela en términos algo más específicos, la fusión entre escuela y futuro que, históricamente, le confirió sentido de existencia a la primera, parece haberse replegado en favor del presente, del ahora, de lo efímero. El testimonio de una vicedirectora (perteneciente a la “escuela de la periferia norte”) se adentra en esta temática:

La persona que no tiene trabajo, que no tiene plata, que no tiene esto, que no tiene lo otro… eso también provoca [violencia]. Pero si tienen la posibilidad de hacer un curso ya hay otra cosa en la cabeza de ese joven, eso va a ayudar a que haya menos violencia.

Con cierto pesimismo, Bleichmar concluye que “con su capital simbólico, este país sigue participando del mundo. Pero los niños han quedado excluidos de la adquisición de ese capital simbólico. Los padres los mandan a la escuela con muy poca confianza en el futuro” (2008: 41). En este contexto, uno de los desafíos que debe plantearse la escuela es encontrar el modo en que los jóvenes puedan superar el presente más allá de su condición de origen; que puedan plantearse el reto de hacer algo más, algo nuevo, algo mejor.

Conclusiones

El corrimiento del adulto justificado en la preservación de la autonomía del joven constituye un rasgo característico de nuestro tiempo, que repercute de manera directa en el problema de la violencia en las escuelas. La liberación del joven en favor de su independencia supone una ruptura con los valores que dieron forma a la modernidad, pero, al mismo tiempo, genera un vacío de autoridad que se completa con la ley del más fuerte. Bajo la premisa de preservar la autonomía de los jóvenes, hoy se han desdibujado las barreras intergeneracionales, lo cual obliga a los nuevos a construir su propio mundo al margen de la protección de una cultura.

En este escenario (acaso un poco apocalíptico) de desregulación generalizada, los jóvenes deben autogobernarse estableciendo sus propios códigos, sus propias leyes, en suma, su propio mundo. Esto los conduce a enfrentar una serie de riesgos: por un lado, los provenientes del exterior, es decir, las consecuencias de chocar, de manera directa y sin cuidados, con una serie de cánones sociales organizados en torno a un ferviente individualismo; y por otro, los inherentes al propio grupo, esto es, la lucha con los pares por establecer las relaciones de dominio. De acuerdo con Furlán, “la importancia de los pares en grupos cerrados es apenas consecuencia de aquel apartamiento que significa crecer en medio de la desolación” (2013: 16).

Si centramos la atención en el autogobierno de los jóvenes y empleamos algunas herramientas conceptuales inicialmente pensadas por Arendt, es posible trazar cierta analogía entre los modos en que los jóvenes se relacionan entre sí y ciertos esquemas tiránicos de dominación. En esta clase de estructuras se impone la ley del más fuerte y la igualación de los dominados por su condición de minoría o “inferioridad” (física, económica, nacionalidad de origen, elección de género, etc.). Bajo un orden tiránico, el único modo de sobrevivir es a través de la obediencia y la sumisión, y con ello se anula cualquier intento de manifestación singular. En este marco, la violencia, entendida como una manifestación con un fuerte contenido físico que se revela al margen de un orden simbólico, constituye un medio de relación, de imposición, de demanda. Frente a la decisión de la mayoría no hay modo alguno de rebelarse, porque el joven se encuentra atrapado entre dos mundos: el de los adultos, que aún se encuentra cerrado para él, y el de sus pares, al que debe subordinarse -y hasta humillarse- para sobrevivir (Arendt, 1996).

En este marco interpretativo pareciera que, en términos generales, los adultos no tienen -o no saben cómo hallar- respuestas a los problemas que deben enfrentar los jóvenes en edad escolar. Este desencuentro hace que muchos jóvenes consideren el grupo de pares como el primer referente, y le asignen un valor primordial al presente, a la inmediatez y, atendiendo las advertencias de Elias (1981), a la violencia.

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Recibido: 24 de Enero de 2019; Aprobado: 04 de Septiembre de 2019

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