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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.41 no.166 Ciudad de México oct./dic. 2019  Epub 17-Abr-2020

https://doi.org/10.22201/iisue.24486167e.2019.166.58948 

Horizontes

La construcción del derecho a la educación en México

Constructing the right to education in Mexico

José Bonifacio Barba Casillas* 

*Profesor-investigador del Departamento de Educación de la Universidad Autónoma de Aguascalientes (México). CE: jbbarba@correo.uaa.mx


Resumen

El objetivo del texto es exponer la construcción del derecho a la educación en México en el marco de las transiciones del país y la formación del Estado constitucional. Se parte de una comprensión de la cultura y se distinguen cuatro transiciones en el país. Se analiza la historia constitucional y, en ella, los hitos significativos de la legislación secundaria. Se concluye que México se ha formado con fundamento en el proyecto de Estado democrático de derechos y que en las transiciones del país la educación ha sido un elemento clave del proyecto de nación; así mismo, se sostiene que la legislación educativa, al tiempo que muestra variantes en diversos momentos de reestructuración del proyecto nacional, en el presente recoge valores fundamentales de la herencia histórica y ofrece una perspectiva renovada de la tarea del Estado como garante del derecho a la educación.

Palabras clave: Constitución política; Derecho a la educación; Legislación educativa; Historia de la educación; Cultura

Abstract

The purpose of the text is to discuss the construction of the right to education in Mexico in the context of the country’s transitions and the formation of the constitutional state. The text starts from an understanding of the culture and distinguishes four transitions in the country. It analyzes Mexico’s constitutional history, and within that significant landmarks in secondary legislation. We conclude that Mexico has developed on the foundation of a project for the democratic rule of law and in the nation’s transitions education has been a key component of nation-building; also, we maintain that educational legislation, while presenting variants at different times of restructuring of the national project, at present incorporates fundamental values of Mexico’s historical heritage and offers a renewed perspective on the responsibility of the state as guarantor of the right to education.

Keywords: Constitution; Right to education; Educational legislation; History of education; Culture

Introducción

Paradójicamente, como señal de las contradicciones en la creación, vivencia, protección y transformación de la cultura en la sociedad mexicana, a las políticas que produjeron el retiro o limitación del Estado de bienestar desde los años ochenta hasta el presente se les ha opuesto una creciente demanda social por reconocer, ampliar y garantizar el derecho a la educación (DEd) con calidad y equidad. Esta demanda considera tanto el trabajo escolar como el conjunto de la gestión del complejo sistema educativo, y es recogida en la reforma constitucional de 2013 (Orduña, 2015), que tiene un importante antecedente en la reforma de derechos humanos (DH) del 2011 (García y Morales, 2013).

Los rasgos de calidad y equidad son condiciones necesarias y exigibles para el desarrollo humano de los educandos, la satisfacción de las necesidades sociales y la consolidación de la democracia como forma de vida; así lo estableció el artículo 3° constitucional en 1946 y lo plantean los principios contenidos en los artículos 39, 40 y 41 para elementos sustantivos (estructura y fines del gobierno) y procedimentales. En 1965, González (1976) destacó la importancia de la educación para la democratización de la vida social y señaló su retraso. Todo ello se vincula con los principios y valores establecidos en el artículo 3° constitucional, que el artículo 7° de la Ley General de Educación (LGE) recoge, precisa y actualiza, como puede observarse si se comparan la Ley de 1993 y su versión actual (Gobierno de México, 1993; 2018). Este texto se propone mostrar el largo proceso histórico que culmina en la producción de ambas normas, las cuales contienen la expresión y sentido del DEd, dada su relevancia.

El momento actual de la experiencia social e institucional mexicana no es un fenómeno aislado en la historia del país que se agote en la circunstancia presente; es la expresión contemporánea del complejo proceso histórico de la formación de México, de la construcción del DEd y del sistema escolar instituido progresivamente para garantizarlo. Este proceso está ligado -de manera intrínseca- a la formación de la nación desde la expresión de la identidad criolla en la reivindicación independentista, así como con la formulación del proyecto de sociedad política de acuerdo con la estructura y fines del Estado constitucional de derechos surgido de la Ilustración, que fue recogido y adaptado a las circunstancias de la Nueva España insurgente (Guedea, 2001; Soberanes, 2012; Vázquez, 1992; Villoro, 1967). Así lo comprendieron los diputados constituyentes en 1824, y el proceso ha continuado en la historia del constitucionalismo mexicano.

El presente texto tiene el propósito de exponer los principales momentos de la construcción del DEd en México, en el marco de una comprensión de la cultura y sus dimensiones, y de la interacción entre ellas. Este proceso se entiende como la sucesión de acciones sociales impulsadas por la dimensión jurídica de la cultura, u orientadas hacia ella; en ese proceso se reconoce la educación como cuestión personal y social relevante en la formación y progreso del Estado como comunidad de personas, y el DEd se juridifica progresivamente en su ley fundamental. Este derecho, junto con otros que son reconocidos en coyunturas históricas significativas, está unido al trabajo social de creación de una sociedad de derechos (De la Hidalga, 2002; Fix-Zamudio, 2010).

La conformación de la dimensión jurídica de la cultura se ha dado en la interacción con las otras dimensiones. De modo trascendente para la estructuración de las relaciones sociales, lo ha hecho con la dimensión económica, caracterizada principalmente por la orientación dominante del capitalismo -no sin conflictos con otras concepciones de la economía desde la vida colonial-, desde su fase formativa en el siglo XVI (Wallerstein, 2004) y su implantación en Mesoamérica por la conquista española, hasta sus expresiones actuales (Kuntz, 2010). Las interacciones entre las dimensiones de la cultura se presentan como elementos estructuradores de la disputa por la nación, la cual ocurre entre dos concepciones del desarrollo y del papel del Estado (Cordera y Tello, 2010): una que prioriza el desarrollo social, y otra que prioriza el económico. Ambas tienen bases en el llamado capítulo económico de la Constitución (artículos 2, 25, 27, 28; Valadés, 2006).

Enfoque conceptual

Como acción social, la educación es un proceso cultural que se ha institucionalizado en las sociedades modernas en respuesta a las necesidades sociales, económicas y políticas. En ella se manifiesta, con la reflexión sobre la fundamentación de sus fines, el dilema entre conservación e innovación de los bienes y valores de la cultura, que en el caso de México es atendido en los artículos 2° y 3° constitucionales. La cultura es creación humana, desde sus contenidos materiales -asegurar la sobrevivencia- hasta los simbólicos -la formación de una cosmovisión- y es una expresión de las necesidades humanas (Schwartz, 2012). Para su análisis puede organizarse en dimensiones, las cuales ayudan a la comprensión de los valores jurídicos de la educación (Barba, 2016).

León-Portilla considera a la cultura como:

El conjunto de atributos y elementos que caracterizan a un grupo humano, así como cuanto se debe a su creatividad. En lo que concierne a aquello que lo caracteriza, sobresalen sus formas de actuar y vivir, valores y visión del mundo, creencias y tradiciones. En lo que toca a su capacidad creadora, son clave sus sistemas de organización social, económica y religiosa, sus formas de comunicación, adquisición y transmisión de conocimientos, adaptación al medio ambiente y aprovechamiento de sus recursos. En este sentido, todo lo que hace y crea un grupo humano es, en última instancia, cultura (León-Portilla, 2005: 11).

La cultura se integra por siete dimensiones por cuya interacción se estructura, en el sentido de Lévi-Strauss, de sistematicidad subyacente (Fischer, 2000), la cual se expresa y evoluciona a través de aquéllas. La dimensión social es el asiento o ámbito originario de la vida y las creaciones humanas, ya que comprende las relaciones materiales y simbólicas entre individuos y grupos; las creaciones se expresan situadas en la historia de grupos y sociedades y van configurando las dimensiones filosófica (la actividad cognitiva del ser humano, que incluye el meta análisis de las formas de conocer y sus fundamentos), religiosa (la vivencia y definición de sentidos de la existencia de orden espiritual y trascendente), internacional (el ámbito de poderes e influencias en el que cada sociedad se plantea un proyecto de identidad e interacción entre los Estados), y jurídica (el derecho u orden normativo positivo que regula la convivencia entre ciudadanos, y entre éstos y las autoridades, así como el derecho subjetivo y el ideal de justicia [De la Torre, 1996]). Por su parte, la dimensión político-gubernamental comprende el origen, la organización y uso del poder público con proyección o influencia en el conjunto de las interacciones sociales, políticas y económicas; y la económica, el aprovechamiento y transformación de la naturaleza para satisfacer las necesidades humanas.

La interacción de las dimensiones entre sí es permanente y variada a lo largo del proceso histórico de crear y aprovechar los bienes y valores de la cultura en la vida social. Por ejemplo, en la lucha por la independencia de Nueva España en el siglo XIX, la dimensión jurídica simbolizó, para los insurgentes, el proceso de transformación social que conformó la dimensión político-gubernamental; esto tuvo influencias y consecuencias filosóficas, económicas y religiosas (Guedea, 2001; Villoro, 1967), y fue el origen de la necesidad de una educación política nueva para la ciudadanía.

Una forma de comprender las dimensiones, así como su integración en la unidad de la cultura, es observándolas como configuraciones dinámicas, históricas, de valores específicos, que tienen en la formación humana -proyecto también histórico- un ámbito problemático de manifestación, de prospectiva y de debate que se concreta en la definición de los fines del proceso de formación según el proyecto del Estado. Interesa aquí la perspectiva jurídica porque es un elemento fundamental de la formación de México por medio del proyecto de Estado constitucional de derechos en el que está incorporado el sentido de la educación. Este elemento tuvo un importante avance en 2011, con la reforma que vinculó los derechos humanos con los fines de la educación (Bernal, 2015; García y Morales, 2013).

Metodología

El trabajo fue de tipo documental, con dos fases. En la primera, se amplió un trabajo previo (Barba, 2016), y se profundizó en el análisis de la historiografía sobre la formación de México desde mediados del siglo XVIII hasta la administración federal 2012-2018, considerando a este último periodo como un componente de la cuarta transición de la formación del país. Esto permitió formular y plantear una visión amplia de este proceso que se manifiesta en la propuesta de cuatro grandes transiciones producidas por las interacciones de las dimensiones de la cultura con expresiones especialmente significativas en las diversas revoluciones acontecidas en el país. En este aspecto tiene especial relevancia el planteamiento de una comprensión de la cultura y sus dimensiones. En la segunda fase general del trabajo, con apoyo en el proceso que ha vivido el país y que es observable en la sucesión de sus transiciones, se analizaron las normas constitucionales de 1812 a 1917, considerando de esta última las diversas reformas en materia de educación hasta el año 2013. La identificación del proceso de construcción del derecho a la educación se realizó siguiendo el criterio del jurista Héctor Fix-Zamudio (2010), quien considera que cuando la norma fundamental del país atiende una necesidad social, la juridifica y, con ello, la reconoce como derecho. Esta segunda fase incluye también un análisis de las principales normas de legislación educativa secundaria, vinculadas a la norma constitucional en cuyo tiempo de vigencia fueron promulgadas, destacando su referencia al derecho a la educación.

Las transiciones de México

La formación de la sociedad nacional y de México como entidad estatal ha ocurrido en un largo proceso de acción cultural iniciado en el siglo XVI con la conquista de los territorios mesoamericanos por el imperio español. Los tres siglos de vida colonial no fueron un periodo con unidad sociopolítica y económica monolítica o invariante, y a mediados del siglo XVIII inició una transformación del imperio y de la Nueva España que es el punto de partida para los propósitos de este trabajo. La visión de la formación de México distingue cuatro transiciones en la perspectiva de la larga duración de Braudel (1968).

En el proceso histórico de las transiciones que forman a la sociedad y al Estado mexicanos han ocurrido múltiples interacciones de las dimensiones culturales, con preeminencia de alguna de ellas en determinadas fases o sucesos dentro de la larga duración. Por ejemplo, las guerras atlánticas son un acontecimiento complejo que representa influencias favorables y desfavorables de la dimensión internacional en la formación de México. Otro ejemplo que muestra la complejidad de la construcción cultural con interacciones más o menos conflictivas por el proceso de dominación es la interacción entre las culturas mesoamericanas y la europea. Tal interacción es una cuestión fundamental, pues la Constitución reconoce, en su artículo 2°, que:

La Nación Mexicana es única e indivisible. La Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas (Constitución política…, 2017).

Esta norma muestra la supervivencia y la influencia permanente de las culturas mesoamericanas -otrora conquistadas y hoy aún subordinadas-, que han defendido su identidad y sus derechos dentro del constitucionalismo mexicano y de la estructura social de la nación. Están presentes en la actual sociedad mexicana tras siglos de exclusión y lograron su reconocimiento en la norma constitucional no como elemento que se adiciona, sino como el origen de la composición pluricultural de la nación. Este reconocimiento puede verse en los principios y objetivos de la educación que establecen el artículo 3° constitucional y el 7° de la Ley General de Educación sobre el respeto a la diversidad cultural de pueblos y lenguas.

La concepción de las transiciones es una alternativa a la división tradicional de la historia nacional (precolombina, colonial e independiente), ya que ésta ha sido superada por la historiografía moderna y resulta insuficiente para comprender a la sociedad mexicana.

Con base en lo anterior, puede afirmarse que, no obstante la importancia de la guerra de Independencia y su consumación jurídicopolítica en 1821, el Estado mexicano se ha formado en un largo proceso social que contiene cuatro transiciones fundamentales.

La primera de ellas ocurrió de mediados del siglo XVIII al triunfo de la revolución de Ayutla, 1750-1856 (Vázquez, 2002), y consistió en la formación de una identidad patria que impulsaba la emancipación colonial, con la disputa entre un proyecto de mayor autonomía como reino y otro independentista, en una primera fase, y entre un proyecto de continuidad de la estructura social y económica, y otro de destrucción de la herencia colonial, sustentado en el reconocimiento de los derechos fundamentales del hombre y la ratificación de la opción federalista, en una segunda fase. Un factor muy relevante en la transformación social del último tercio del siglo XVIII fue la formación de la conciencia criolla, proceso en el que destacaron, en diversos momentos, Francisco Javier Clavijero, Melchor de Talamantes y Servando Teresa de Mier, entre otros (Ávila, 2014; Rinke, 2011; Tena, 2010).

La dimensión internacional (el contexto del proceso mexicano), fue muy importante por varios aspectos, con diversos vínculos, entre ellos las guerras atlánticas, la decadencia del imperio español hasta su disolución, y el nacimiento y progresiva expansión de los Estados Unidos de América, primera república federal de la historia, cuyo proyecto de lograr una hegemonía continental fue determinante para el imperio español y para México.

En la revolución de Independencia y la experiencia gubernamental posterior a ella hubo varias fases, como ocurrió un siglo después con el proceso de la Revolución mexicana. En su proceso ideológico y político influyó la Ilustración, en general, con las particularidades de la inglesa, la alemana (la perspectiva de la libertad y autonomía por la ley, de Kant), la francesa (1789), la española, y la realización de la Convención de Filadelfia (1787) (Valencia, 2010; Villoro, 1967).

Es muy significativo que, al lograrse la independencia en 1821, la búsqueda de una forma de gobierno condujo a experiencias de monarquía, de república federal y de república central. Entre 1821 y 1856 se ensayaron todas las formas de gobierno, y fracasaron en su objetivo de lograr estabilidad, derechos y paz.

La convicción de la república federal se impuso a la postre, aunque permaneció el sustrato cultural -es decir, mentalidades, hábitos, sentimientos, prácticas- centralistas, corporativistas y unitarios. La cuarta transición está enlazada con estos inicios de vida independiente y los procesos de resistencia conservadora.

La segunda transición, entre 1857 y 1910/1916, se inicia con la Constitución de 1857 y la República restaurada y llega hasta el inicio de la Revolución mexicana -o hasta 1916, si se considera el triunfo de los revolucionarios que pugnaron por una nueva constitución. Está signada por una doble contradicción: la política, en tanto que la norma de 1857, destacada por haber hecho el reconocimiento de los derechos del hombre como base de las instituciones sociales, fue perdiendo vida en el porfiriato; y una contradicción social-económica, por la limitación de los derechos y las libertades en beneficio de una economía oligárquica que produjo una nueva base, estructura y expresión de la desigualdad en la sociedad mexicana.

Una característica de esta transición es la gran confianza que se tenía en la ley, que es la confianza en la razón, y una estructura pequeña del Estado. De ello se derivaría, por la experiencia social y política, un creciente convencimiento de dar más facultades al Estado para atender las necesidades sociales, en particular las de educación. Esto se logró con la Constitución de 1917, como respuesta a la demanda del sector más liberal o social de los constituyentes revolucionarios.

No obstante los elementos anteriores, que señalan dificultades prácticas, la Reforma fue un tiempo eje de México porque transformó al país más que la Independencia. Fue un giro radical que modificó la “matriz teológico-política de México” y acercó al país a la experiencia “política e intelectual europea, en particular a la francesa” (Krauze, 2013: 21). Concretamente, a la Constitución francesa de 1848, que recuperó los derechos humanos de 1789 y estableció la libertad de enseñanza en su artículo 9 (Asamblea Nacional, 1848).

Con la Revolución mexicana, que destruyó la estructura social y política porfiriana (Ávila y Salmerón, 2017) inició la tercera transición, cuyo alcance es discutido, tanto en la fecha de cierre de la Revolución (1917, 1920, 1940), como en la realización de sus objetivos sociales, hasta la crisis del sistema político en los sesenta (Cosío, 1947; Guerra, 1988; Medina, 2007; Meyer, 1992).

Un hecho fundamental para la apertura de esta transición es la Constitución social de 1917, que dio continuidad a muchos principios de la de 1857, pero recogió las exigencias sociales que se expresaron en la Revolución mexicana, por una parte, y por la otra, amplió el poder del Estado y estructuró el presidencialismo. La norma de 1917 ha evolucionado mucho; inició, en el ámbito de la educación, con las reformas al artículo 73 en 1921 para dar curso a la creación de la Secretaría de Educación Pública y, después, en 1934, con el 3°; la legislación, por su parte, lo hizo a partir de la primera ley orgánica, en 1940. Sin embargo, en el conjunto, el presidencialismo se ha sostenido como depositario central del poder (Valadés, 2018).

La tercera transición culminó en la década de 1960 con las señales de la crisis del sistema político existente, sobre todo en las dimensiones económica y político-gubernamental (Salazar, 1993; Woldenberg, 2007); en conjunto, significa el fin del orden revolucionario, hecho que José López Portillo reconoció en su administración.

El fracaso social del régimen de la Revolución fue fundamental para el fin de la transición en los aspectos sociales, políticos y económicos; de este tema se habían hecho diagnósticos en los años cuarenta (Cosío, 2002) y noventa (Meyer, 1992).

Un componente importante del sistema político -la organización del corporativismo cardenista- funcionó con eficacia en esta transición, pero fue también uno de los signos de agotamiento del sistema o de su resistencia a reformarse (Bizberg, 2003; Magaloni, 2016; Rubio, 2016a, 2016b).

La subordinación de México a los intereses estratégicos de los Estados Unidos, aún con la relativa autonomía que tuvo el país por la Segunda Guerra Mundial, y que favoreció acciones como la nacionalización del petróleo, apoyó la supervivencia de un sistema contrario a los principios de la democracia y la participación ciudadana, elemento este último de gran importancia para el inicio de la cuarta transición.

Si la apertura de la tercera transición y sus alcances son aún debatidos, en lo que parece haber un acuerdo es que en la fase de 1964 a 1982 del régimen postrevolucionario inició otra transición -aún en curso- cuyo signo es la exigencia de democracia y en la que volvieron a confrontarse dos proyectos de nación, ambos con elementos constitucionales en lo que concierne al papel del Estado: uno con predominio del desarrollo económico capitalista, y otro que prioriza los objetivos sociales, tanto en la vida política como en la distribución de los beneficios económicos.

Esta cuarta transición de México se ubica entre los años 1960 y 2019, y su rasgo de identidad es la construcción social de la democracia frente al autoritarismo del sistema político, por un lado, y la incertidumbre en que se ha encontrado tal proceso en los últimos años (Aguilar, 2015; Aguilar, 2012; Castañeda, 2011; Florescano, 2012; Meyer, 2013a y b, 1998, 1995; Reina y Pérez, 2013; Reyna, 2009; Silva-Herzog, 2015; Woldenberg, 2015, 2012). Si el fin de la tercera transición no tuvo un acontecimiento sobre el cual haya acuerdo entre los historiadores, la represión de 1968 tiene un valor simbólico particular para tal cierre y para el inicio de la cuarta transición.

Existe una relación esencial entre las transiciones del país, y las revoluciones y los proyectos constitucionales que establecieron y aplicaron. En la primera transición se establecieron seis normas fundamentales, sin contar la de 1857, que es la norma eje para la segunda y, a su vez, elemento central para su cierre. La tercera transición crea una Constitución que evoluciona según la dinámica e intereses del sistema político que la reforma y adiciona hasta recoger el impulso central de la cuarta: la exigencia social de democracia y respeto a los derechos humanos.

En suma, si bien las transiciones están unidas a las constituciones, la débil vida de éstas es la fuente del impulso para cerrarlas y abrirlas o modificar su curso. Las transiciones se generan y sustentan en múltiples cambios en las dimensiones culturales y significan avance social y político, pero no se desprenden nunca -y ninguna de ellas lo ha hecho hasta hoy- de la dificultad de vivir los principios constitucionales de crear una sociedad de derechos. Esto muestra varios aspectos de la cultura mexicana: el carácter histórico del proyecto constitucional, las resistencias a sus principios fundamentales tanto en la sociedad como en el gobierno, y la necesidad de fortalecer la educación jurídica.

Como logro de los grupos y sectores liberales, progresistas y democráticos de la nación, la institucionalización del valor ley, cuyo signo es la supremacía de la Constitución, ocurrió, en definitiva, por la acción social de las tres grandes revoluciones y por las múltiples demandas sociales -regionales y locales- que han derivado en conflictos muchas veces irresueltos, pero que en otros casos impulsan mejoras en la legislación y las políticas públicas, como el caso de las luchas indígenas y el artículo 2° constitucional, o la crisis de los sesenta y el inicio de las reforma política en los setenta.

El proceso histórico jurídico de construcción del derecho a la educación

En este apartado, centrado en la dimensión jurídica, se identifica el reconocimiento del DEd en cada norma fundamental y en las principales leyes relativas a cada una de ellas, y se analizan en la secuencia de las transiciones de México. Este derecho se ha ido configurando con sus principios y normas, unido de forma inseparable a dos procesos: primero, el de formación de la nación como comunidad y la promoción de sus valores jurídicos; y segundo, el de constitucionalización de la vida social y política en conjunto, lo que implica el establecimiento de instituciones públicas especializadas y la internalización del valor de la ley suprema por parte de los ciudadanos, así como el arreglo de la convivencia conforme al conjunto de los derechos humanos que tal ley reconoce y protege. En específico, aquí se atiende el proceso de construcción del DEd, el cual es observable en los textos constitucionales y legales en los que históricamente se ha ido estableciendo, precisando y modificando el sentido y el alcance de tal derecho.

En la primera transición se probaron todas las formas de gobierno y se tuvo la mayor diversidad de leyes fundamentales, aunque no todas con igual validez y vigencia. Dos fueron previas a la independencia (1812, 1814) y cinco posteriores (1822, 1824, 1836, 1843, 1847). La Constitución de Bayona, norma impuesta, no se ocupó de la instrucción pública.

La Constitución de Cádiz (1812) fue una norma impuesta (Serrano, 2007). Estableció una monarquía moderada para el gobierno del imperio español, y aunque no decretó igualdad de derechos para todos los habitantes del imperio, estableció la educación como un asunto del Estado. En su artículo 366 ordena la extensión de la instrucción como institución pública para que se establecieran escuelas de primeras letras en todos los pueblos de la monarquía. Por su perspectiva ilustrada /liberal, es una norma que valora la educación como “vía para alcanzar el progreso” (González, 1999: 31).

En 1813, la Instrucción para el Gobierno Económico-Político de las Provincias (Fernando VII, 1813) ordenó que las diputaciones provinciales y los ayuntamientos crearan escuelas de primeras letras y el 29 de junio de 1821 se aprobó el “Reglamento general de instrucción pública” (Cortes Ordinarias, 1821), con directrices para todos los niveles de enseñanza. Destacan estos elementos: los ayuntamientos se encargarían de la educación elemental; el aprendizaje de la lectura y escritura como requisito para la ciudadanía; la libertad para la enseñanza privada, sujeta a supervisión; la creación de una dependencia gubernamental, la Dirección General de Estudios (Título VIII), responsable de la inspección y organización de la enseñanza (artículo 92). Promovía la educación por ser un bien público.

La Constitución de Apatzingán está enraizada en el nacionalismo criollo y expresó el propósito de dar a la lucha insurgente un orden jurídico que la reivindicara y fortaleciera. La república es afirmada como ideal de paz, libertad y dignidad humana y acierta en afirmar los derechos fundamentales del hombre porque éstos deben ocupar el primer lugar “en el orden político” por emanar de su naturaleza, por ser “preexistentes a todo pacto social” (Zárate, 1987: 19). En este aspecto se identifica la influencia del constitucionalismo inglés y, especialmente, de la Constitución francesa de 1791. El hecho fundacional es que el Congreso Nacional Americano declaró, el 6 de noviembre de 1813, que la nación había recobrado el ejercicio de su soberanía. En el proemio de la Constitución se afirma que, rota la dependencia, la nación goza “de sus augustos e imprescriptibles derechos”; los constituyentes esperan que se “afiance sólidamente la prosperidad de los ciudadanos” (cit. en Serrano, 2009: 202).

Las fuentes de la Constitución de Apatzingán fueron el pensamiento de Rousseau y de Montesquieu y la Constitución de Cádiz en lo inmediato, pero en la cuestión de la soberanía, la influencia es de autores como Bodino y Grocio, de fines del siglo XVI y principios del XVII (De la Hidalga, 2002: 33), mientras que la defensa de libertad, igualdad y fraternidad proviene de la doctrina de santo Tomás y de Suárez (Fix-Zamudio, 2010). Estos elementos hacen de la Constitución de Apatzingán una norma con amplio fundamento filosófico, y de gran trascendencia en la estructura colonial de la Nueva España y en la justificación de la independencia y el ejercicio de la soberanía. Los redactores conocían muy bien las doctrinas filosóficas y políticas de la Ilustración y la Revolución francesa y sus constituciones (la estadounidense, así como el liberalismo español) y las adaptaron a las circunstancias y al proyecto de emancipación (Soberanes, 2012).

La cuestión de la educación como derecho está poco desarrollada, pero expresada con suficiencia respecto de su importancia personal y social. El elemento central de la educación en la Constitución de Apatzingán es la declaración de que: “La instrucción, como necesaria a todos los individuos, debe ser favorecida por la sociedad con todo su poder” (Congreso de Chilpancingo, 1814, artículo 39). Esta visión de la instrucción es una de las formas en que se muestra la influencia de la Revolución francesa, pues con palabras similares y mayor extensión se expresó la Constitución francesa del 21 de junio de 1793 en su artículo 22.

Con el Reglamento provisional político del imperio mexicano (1822), en opinión de Lorenzo de Zavala (Tena, 2008), Agustín de Iturbide pretendía dar una constitución formal a la nación; fue aprobado por la Junta Nacional Instituyente (1823), organismo que había reemplazado al Congreso disuelto por Iturbide el 31 de octubre de 1822, el cual había elaborado unas Bases Constituyentes. Al mes siguiente, en marzo, ocurrió la abdicación de Iturbide.

El Reglamento creó bases de gobierno de acuerdo con el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba; al publicarlo se dio fin a la vigencia de la Constitución de Cádiz (artículo 1°). Establecía los primeros derechos individuales de México independiente: libertad, propiedad, seguridad e igualdad legal, entre otros, también reconocidos en Apatzingán. A la vez, exigía el “cumplimiento de los deberes recíprocos” (artículo 9; Del Arenal, 2002: 140); declaraba a la nación libre, independiente y soberana, y reconocía “iguales derechos en las demás que habitan el globo” (artículo 5, cit. en Serrano, 2009: 432); con ello daba un ejemplo de coherencia constitucional. Una visión similar expresarían los constituyentes en 1824.

Iturbide se interesaba por la opinión popular acerca de los asuntos públicos, y el 27 de marzo de 1822 envió un cuestionario a todo el territorio con el fin de indagar acerca de varias cuestiones, entre ellas “el estado de la ilustración” (González, 1999). En el aspecto legal, es significativo que el Reglamento diera atención a la instrucción pública, pues en el artículo 90.2 fijaba la obligación de las diputaciones provinciales de “promover la instrucción, la ocupación y moral pública”. Coherente con las previsiones legales de los Tratados de Córdoba, el Reglamento estableció varias obligaciones para los jefes políticos provinciales siguiendo el ejemplo de la Instrucción para el Gobierno Económico-Político de las Provincias; en particular, deberían cuidar del “buen régimen de los establecimientos de beneficencia y educación...” (artículo 54).

La Junta estableció, además, una obligación importante del gobierno a fin de que “con el celo que demandan los primeros intereses de la nación”, creara los “reglamentos y órdenes oportunas conforme las leyes, para promover y hacer que los establecimientos de instrucción y moral pública existentes hoy llenen los objetos de su institución, debida y provechosamente, en consonancia con el actual sistema político” (artículo 99). En suma, no obstante la crisis del gobierno, es significativo que se atendiera al desarrollo de la educación.

Desde el siglo XVIII la Constitución federal de los Estados Unidos Mexicanos (1824) tuvo entre sus antecedentes la difusión del federalismo y la formación de identidades regionales en las provincias de Nueva España. El proceso social y político que condujo hacia el Estado federal se apoyó en la asunción de la soberanía nacional, pero aplicada en la conformación de las provincias como partes iguales de una federación. En estos procesos de cambio ya estaba formada una dinámica contradictoria entre los intereses provinciales y el compromiso real con la formación de la nación y su gobierno federal. Con la Constitución se recupera el ideal insurgente de la soberanía -ya asumida en Apatzingán- para formar una república y, a juicio de los constituyentes mismos, culmina la revolución de Independencia, fase que ocurre al interior del largo proceso del nacimiento de México (1750-1856).

El ejercicio de la soberanía que fundó el nuevo Estado creó varias áreas de acción para los poderes representativos; una de ellas fue la ilustración, objeto de atención en la primera facultad del Congreso general consistente en “promover la ilustración” en diferentes campos, como los colegios militares y de ingenieros, los establecimientos para la enseñanza de todas las ciencias y las artes, “sin perjudicar la libertad de las legislaturas para el arreglo de la educación pública en sus respectivos Estados” (Congreso General de la Nación, 1824: artículo 50, fracc. I).

El texto que se ocupa de la ilustración poco dice en forma explícita de sus fines en los términos de la antropología política del federalismo liberal. El código de 1824 integra el conjunto de principios para la convivencia y para la formación ciudadana en la nueva república con la expectativa de que resolviera la delicada armonía en ese momento histórico. En la exhortación que hicieron los diputados constituyentes a los mexicanos al presentar la Constitución, afirman con claridad que “la educación de la juventud”, junto con otros elementos como “el amor al trabajo” y el “respeto a sus semejantes”, son primordiales para que los principios liberales sean garantía de libertad, de derechos y de la permanencia de la Constitución (cit. en Tena, 2008: 166).

Para impulsar la instrucción se elaboraron varios proyectos y planes sustentados en diversas perspectivas ideológicas, pero entre 1821 y septiembre de 1833 no hubo legislación. La reforma de las instituciones educacionales en los años de 1833-1834 fue de orientación liberal: secularización, ampliación de la educación preparatoria, educación de adultos, formación de maestros, libertad a la enseñanza privada, y creación de un organismo estatal director de la enseñanza, siguiendo en esto a la Constitución de Cádiz. La Dirección General que se estableció evolucionaría hasta la creación de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1905. Tanto Valentín Gómez Farías como el Dr. José María Luis Mora estaban convencidos de la necesidad de crear instituciones y programas acordes con los principios liberales, no sólo para impulsar la educación, sino todo el desarrollo nacional.

El conjunto de leyes que aprobó Gómez Farías disgustó a los conservadores y Santa Anna detuvo la reforma. Ésta fue la primera gran acción del Estado mexicano que impulsó la educación (Meneses, 1983).

Las Leyes constitucionales de 1836 son centralistas y dieron origen a la primera república unitaria, cuyo establecimiento se comprende por los antecedentes de la lucha independentista (insurgencia versus monarquía), y la disputa posterior a la independencia en torno a las opciones de monarquía constitucional versus república federal o central. Expresan el pensamiento conservador que luchó largos años contra los liberales y la Constitución de 1824, pero integran elementos del liberalismo moderado. La primera de las Leyes inició con una “declaración de derechos del mexicano” (Congreso Nacional, 1836, artículo 3) y sus deberes (artículo 2), con el propósito de poner fin a los abusos del poder.

El cambio constitucional no descuidó la educación; la Sexta Ley dio a las Juntas Departamentales la facultad de “establecer escuelas de primera enseñanza en todos los pueblos de su departamento”, dotándolas de todo lo necesario, y añadió la facultad de “dictar todas las disposiciones convenientes a la conservación y mejora de los establecimientos de instrucción” (artículo 14, fracc. V).

La legislación, basada en la creencia de que “la educación del pueblo es el fundamento de su prosperidad”, y necesaria para el disfrute de los derechos (López, 1842, artículo 16), impulsó la instrucción obligatoria y la gratuidad de la que ofreciera el Estado.

Las Bases de organización política de la República Mexicana (1843) reformaron la Constitución anterior por juzgarla inadecuada para los problemas del país. Acordes con el enfoque centralista, las Bases volvieron a dejar la educación como responsabilidad de los departamentos y en el gobierno central la instrucción fue ubicada en el Ministerio de Justicia, Negocios Eclesiásticos, Instrucción Pública e Industria, lo que representó un avance en la organización (Junta Legislativa, 1843, artículo 93). Las asambleas departamentales, como en las Leyes de 1836, estaban facultadas para crear fondos destinados a la instrucción (Junta Legislativa, 1843, artículo 134, IV) y debían fomentar la enseñanza pública (Junta Legislativa, 1843, artículo 134, VII).

Durante la vigencia de las Bases se publicó el Plan General de Estudios de la República Mexicana, que se ocupó sólo del bachillerato, con el propósito de uniformarlo e impulsar su mejora progresiva (López, 1843a). Se aprobó también un Reglamento para la Compañía Lancasteriana, donde se prescribe la educación religiosa y la educación primaria gratuita para los niños desvalidos (López, 1843b). Finalmente, un Reglamento para la educación primaria (López, 1843c) estableció que las comisiones creadas para apoyarla debían “Proponer cuanto crean oportuno al fomento, extensión y mejoras de la misma instrucción” (artículo 3); y que se formarían juntas de vigilancia en cada cabecera municipal que no fuera capital de partido, compuestas por vecinos (artículo 13), con facultad para organizar y supervisar la instrucción (artículo 25), lo que es ejemplo destacado de promoción de la participación social. Además, el Reglamento previó que, si los niños colaboraban con sus padres en el trabajo, el servicio escolar debería adaptarse a las condiciones y necesidades de los segundos (artículo 31). El Reglamento establecía como método la enseñanza mutua, así como la creación de escuelas para adultos y la vigilancia a las escuelas privadas para el cumplimiento del programa (López, 1843c). En otras áreas de la educación se creó una Escuela de Agricultura y una de Artes, esta última solicitada por los artesanos.

En conclusión, es observable el impulso al DEd y la promoción de la mejora de la educación en el tiempo de vigencia de las Bases, las cuales daban atención a las necesidades de diversos grupos sociales.

A pesar de las previsiones anteriores, la lucha entre conservadores y liberales continuó y la situación del país se agravó por el conflicto con los Estados Unidos. El Acta constitutiva y de reformas (1847) se aprobó gracias al fortalecimiento de los liberales, y durante sus años de vigencia se continuó el impulso a la instrucción primaria y la preparatoria, así como a la formación de maestros. Se mantuvo la libertad de enseñanza privada con supervisión gubernamental y eclesiástica. El Acta representó el restablecimiento de la Constitución de 1824, pero introdujo como novedad la institución fundamental del amparo, ya existente en la Constitución del estado de Yucatán.

Al regreso de Santa Anna en 1854, en su última dictadura, se aprobó el Plan General de Estudios, que puede considerarse el mejor de su tipo hasta ese momento; este plan impulsó la cobertura y mejora de la instrucción y estableció el principio de que ésta se basara en la ciencia.

Con el triunfo de la revolución de Ayutla, el gobierno de Comonfort mantuvo el cuidado de la instrucción en su Estatuto orgánico provisional de la República Mexicana (1856). A pesar de los problemas políticos y de gobierno, el DEd había echado raíces, pero la guerra impidió los progresos prácticos.

La segunda transición de México se abre con la Constitución política de la República Mexicana de 1857, que es la norma constitucional que hizo el mayor reconocimiento de los derechos fundamentales como “base y objeto de las instituciones sociales” (artículo 1°). Dada la experiencia social y política de las décadas precedentes, la nueva ley fundamental pretendía dar estabilidad legal e institucional al país y unificar la nación al enraizar política y culturalmente en el anhelo de independencia de 1810-1821.

Los derechos reconocidos son los principios que dan su nuevo valor ético a la ley y que originan la exigencia de promover la formación moral correspondiente en los ciudadanos, tanto por la acción cotidiana del Estado como garante de los derechos, como por la vida social democrática y la institución escolar, que habría de promover el conocimiento, aprecio y vivencia de los principios de la ley fundamental.

La Constitución de 1857 fue innovadora, no sólo en lo que concierne a su principio educativo básico, la libertad de enseñanza, sino por su proyecto de transformación de la sociedad mexicana y el fortalecimiento del Estado frente a la soberanía religiosa, con el amplio complemento de las Leyes de Reforma, de modo especial con la separación Estado-Iglesia.

Si la Constitución fue una creación culminante del progreso social y político en el reconocimiento de las libertades, la declaratoria constitucional de la libertad de enseñanza abrió el proyecto de formación ciudadana más allá de lo que las leyes fundamentales precedentes lo habían hecho. Esta libertad, por representar la formación de los ciudadanos en una sociedad de derechos, es el símbolo más completo de la propia Constitución porque si bien ésta sólo dice “La enseñanza es libre”, lo hace al interior de su propia naturaleza transformadora: una nueva ética política que incluye el Estado laico. La libertad de enseñanza crea exigencias para el Estado en tanto garante de ello; para la sociedad, en tanto comunidad democrática en formación, y para los ciudadanos, porque su afirmación no es un acto formal aislado y tiene como referente primigenio la soberanía del pueblo, que exige aprender a ejercerla, lo que hace necesaria una nueva educación política.

En la legislación que se dio entre 1861 y 1910 se impulsó la expansión y mejoramiento de la educación, fundamentalmente en el medio urbano. El rasgo distintivo fue que la educación se ordenó progresivamente sobre tres principios: gratuidad, obligatoriedad y laicidad. Las leyes más importantes fueron:

  • a) Decreto sobre Arreglo de la Instrucción Pública en el Distrito y Territorios, promulgado por Benito Juárez (1861) apenas terminada la Guerra de Reforma. Impulsó la expansión de la educación primaria en todos los pueblos, la preparatoria y la educación para adultos, y promovió la educación femenina, moral y cívica.

  • b) En 1867 Juárez promulgó la Ley Orgánica de Instrucción Pública en el Distrito Federal, que reitera el fomento de la educación en todos los pueblos conforme al “número que exijan su población y sus necesidades” (artículo 2); la instrucción primaria obligatoria y gratuita para los pobres; y el ordenamiento de la educación media y superior en las ciencias y artes. En el Reglamento de esta ley (1868) se establece la educación obligatoria desde los cinco años (artículo 5).

  • c) La Ley Orgánica de Instrucción Pública en el Distrito Federal (15 de mayo de 1869) fortaleció la educación primaria de niños y adultos y la educación femenina; ordenó que el currículo promoviera la enseñanza práctica de la moral, la higiene y la urbanidad; y estableció los principios educativos de laicidad, gratuidad y obligatoriedad. Los dos primeros se recogerán en la Constitución de 1917, y el tercero, en la reforma constitucional de 1834.

  • En 1885 el Congreso facultó al Ejecutivo para establecer una Escuela Normal para Profesores de Instrucción Primaria, que formara maestros de todo el país y ayudara a uniformar la enseñanza. Su Reglamento ordenó que la enseñanza primaria tuviera bases científicas.

  • d) La Ley de Enseñanza Primaria en el Distrito Federal y Territorios (25 de mayo de 1888) estableció la educación primaria elemental y superior, siendo obligatoria la primera; las escuelas estarían a cargo de los municipios y serían gratuitas. La ley también reiteró los principios de laicidad y gratuidad.

  • e) El 3 de junio de 1896 se emite la Ley Reglamentaria de Instrucción Obligatoria en el Distrito Federal y Territorios de Tepic y la Baja California, donde se establece la educación obligatoria de 6 a 12 años.

  • f) El 18 de diciembre de 1896, el Reglamento Interior para las Escuelas Nacionales de Niños y Niñas estableció la educación obligatoria, laica y gratuita (artículos 1 y 2). El promotor de estos principios desde 1882 (también estaban en la legislación de los años 1890, 1891, 1892), había sido el secretario de Justicia e Instrucción Pública Joaquín Baranda.

  • A juicio de Meneses, en 1896 se inició un ciclo de desarrollo educativo, pues con el impulso de los Congresos de Instrucción, el periodo 1896-1901 puede considerarse como de formación “de la Escuela Nacional Mexicana: uniformidad y modernización. Se logra por fin integrar la educación del país” (1983: 463).

  • g) El 12 de diciembre de 1901 se promulgó la Ley de Enseñanza Primaria Superior, que reiteró la gratuidad y laicidad de la escuela pública.

  • h) El 15 de agosto de 1908 se publicó la Ley de Educación Primaria para el Distrito y Territorios Federales, que contenía una novedad trascendente en la concepción de la educación: “Las escuelas oficiales primarias serán esencialmente educativas; la instrucción en ellas se considerará sólo como un medio de educación” (Díaz, 1908, artículo 1); además, en relación con el DEd, amplió su atención incorporando la educación especial y el cuidado sobre la mejora de las escuelas. Afirmó otros elementos de la educación que a partir de entonces forman parte de la política educativa: la educación será nacional (promover el amor a la patria, el progreso del país y el “perfeccionamiento de sus habitantes”), integral (“desenvolvimiento moral, físico, intelectual y estético de los escolares” (artículo 2), y reafirma la laicidad (neutralidad en creencias religiosas) y la gratuidad. El 12 de noviembre de 1908, la Ley Constitutiva de las Escuelas Normales Primarias estableció normas para mejorar la formación docente de acuerdo con el principio pedagógico de la instrucción al servicio de la educación.

Después de la caída de Porfirio Díaz se produjo legislación relevante para el DEd, como: a) el establecimiento, por el presidente Francisco I. Madero, de escuelas de instrucción rudimentaria (1 de junio de 1911) con dos objetivos principales: atender el analfabetismo y la castellanización de los indígenas, y apoyar en todos los ámbitos con alimento y vestido; b) la Ley de educación primaria para el Distrito y Territorios Federales del 10 de enero de 1914, del presidente V. Huerta, ratificaba las características de la educación: nacional, integral, laica, obligatoria y gratuita, y se proponía mejorar la infraestructura higiénica de las escuelas y promover el cumplimiento de la responsabilidad de los padres de enviar a sus hijos a la escuela; la Ley de jardines de niños (28 de enero de 1914) y la aplicación a este nivel de los principios que guiaban la educación primaria; y una Ley de enseñanza rudimentaria (1 de mayo de 1914) con el fin de dar más impulso a este tipo de servicio con un programa de tres años que ofreciera educación integral que ayudase a los individuos a ser ciudadanos útiles; c) durante su gobierno interino, Venustiano Carranza reorganizó la administración federal (ley del 14 de abril de 1917), y creó la Dirección General de Instrucción Pública del Distrito y Territorios, cuyo director era responsable de promover la asistencia a la escuela de los menores de 15 años, de que los municipios tuvieran las escuelas necesarias para su población, y de que en su relación con los profesores se procurara “siempre, con el mayor empeño, la difusión y perfeccionamiento de la educación” (Carranza, 1917: artículo 81). Al aplicarse la norma de 1917, la educación primaria y secundaria quedaron a cargo de los ayuntamientos.

En síntesis, durante la segunda transición la legislación fortaleció el DEd con varios elementos: filosóficamente, integró y consolidó los principios de obligatoriedad, laicidad y gratuidad sin hacer cambios en el artículo 3° de la Constitución de 1857; pedagógicamente, estableció la meta de la educación integral en educación preescolar y primaria y atendió la educación especial; en la administración, impulsó la uniformidad de la enseñanza y se alcanzó otro logro importante: el desarrollo paulatino del órgano gubernamental responsable de la educación hasta lograr el establecimiento de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1905, debido al esfuerzo de Justo Sierra. Luego de los avatares de la Revolución mexicana, y de la organización del servicio educativo previsto en la Constitución de 1917, en 1921 sería creada la actual Secretaría de Educación Pública que, como su par de 1905, tuvo mucha influencia y contribuyó al impulso y centralización de los servicios educativos en las nuevas circunstancias sociales y políticas.

Dentro de la segunda transición del país es conveniente poner atención, aunque sea brevemente, a la cuestión educativa en el Segundo Imperio. Después del triunfo liberal, los intereses de los monarquistas mexicanos que habían trabajado desde los tiempos del Plan de Iguala para traer a México a un príncipe extranjero, se conjuntaron con las ambiciones imperiales de Napoleón III, y bajo la fuerza militar francesa se impuso la presencia de Maximiliano como Emperador de México. De nuevo el país estuvo sujeto a una constitución impuesta, el Estatuto provisional del Imperio Mexicano (1865), que fue el instrumento de gobierno de Maximiliano; el Título XV de ese documento estaba dedicado a las garantías individuales, varias de ellas similares a las de la Constitución de 1857. Una muy importante fue la libertad de cultos, motivo central en la disputa entre los liberales radicales y los conservadores (Fix-Zamudio, 2010).

Por su formación liberal, Maximiliano estuvo distante de varias aspiraciones del grupo conservador que había promovido su venida a México y realmente representó una etapa dentro del liberalismo al ratificar la legislación juarista (Galeana, 1988), aunque al ser abandonado por Napoleón III se apoyó en los conservadores clericales (Galeana, 2011).

En la educación, continuó el impulso de orientación liberal, exceptuando la no laicidad; decretó la obligatoriedad de la educación primaria en la Ley de Instrucción Pública de 1865. Para la educación y otros asuntos de gobierno, el Estatuto (artículo 54) reimplantó las obligaciones de los ayuntamientos al modo de la Instrucción de 1813.

La tercera transición de México, como la segunda, fue impulsada por un conflicto sociopolítico que dio origen a un nuevo orden constitucional caracterizado como social por su atención a las cuestiones obreras y campesinas. La Revolución, iniciada por una exigencia política cuya naturaleza inicial parecía resoluble en el régimen jurídico existente -la democracia y el sufragio efectivo- devino en un proceso de cambio constitucional a causa de la estructura social y económica de la sociedad mexicana y la negación de Porfirio Díaz a abrir la participación política.

El proyecto de artículo 3º presentado por Carranza reiteraba la libertad de enseñanza de 1857 pero afirmaba que sería “plena”, y agregaba la laicidad de toda la enseñanza pública y la gratuidad de la primaria.

Los revolucionarios de mayor compromiso social promovieron la modificación del texto para acrecentar la responsabilidad del Estado, de modo que la educación quedó establecida con los siguientes elementos:

a) libertad de enseñanza; b) laicidad de toda la educación, no sólo la pública; c) prohibición de la intervención (establecer o dirigir escuelas primarias) a las corporaciones religiosas y a los ministros de culto; d) vigilancia oficial de las escuelas primarias particulares; y e) enseñanza primaria oficial gratuita.

La nueva perspectiva jurídica y política hizo que el artículo 3º se convirtiera en un símbolo axiológico que ha evolucionado a lo largo de los siglos XX y XXI por la confluencia de elementos de varias dimensiones culturales que impulsaron diversas reformas constitucionales. En el tiempo de la tercera transición se incorporó la obligatoriedad de la educación primaria y en 1934 la orientación socialista, rasgo que fue eliminado en 1946; desde esa fecha conserva su núcleo básico de valores de un humanismo nacionalista abierto al internacionalismo (Loyo, 2007) que da sentido al DEd. En el intermedio de tales reformas, dos leyes orgánicas impulsaron la educación y establecieron el derecho a ella de todos los habitantes de la República; en ellas, el Estado se comprometía a ofrecer “las mismas oportunidades para adquirirla”, según el artículo 5 de ambas leyes, aunque en la segunda se aclaraba que se procedería de acuerdo con los requisitos reglamentarios en cada tipo educativo (Gobierno de México, 1940; 1942).

La cuarta transición de México no se inició con una nueva constitución, sino con la demanda social de respetar la norma existente, la de 1917, es decir, la exigencia de vivir el Estado de derecho. Este proceso de cambio social y político puede comprenderse como una revolución cultural que, a la postre, en una de sus fases, fue llamada transición a la democracia (Woldenberg, 2012) y tiene varios hechos simbólicos desde los años sesenta: el movimiento estudiantil, la reforma política de 1977 y la creación del Instituto Federal Electoral, entre otros. Tales acontecimientos siguen inspirando y acrecentando la participación política de los mexicanos para acotar y liquidar el autoritarismo gubernamental, así como el de algunos grupos sociales y económicos que se resisten aún al valor de la ley fundamental y sus instituciones, y que generan múltiples violaciones a los derechos humanos, en específico al derecho a la educación.

El DEd fue fortalecido en su expresión jurídica tanto en el plano constitucional como en el legal. En el primero destaca la afirmación de que “todo individuo tiene derecho a recibir educación” (1993), así como el vínculo entre los derechos humanos y los fines de la educación (2011); este progreso jurídico impulsó la ampliación de la escolaridad obligatoria y la precisión de sus rasgos de calidad con equidad, tanto en el artículo 3° constitucional como en la Ley General de Educación en la reforma de 2013. Ambos rasgos de la educación se conservan en los principios de la reforma del artículo de 2019.

En lo que concierne al derecho a la educación, la reforma del artículo 3° en 1992 eliminó varias restricciones a la acción de los particulares y de los ministros religiosos que habían permanecido en el texto constitucional por décadas; sin embargo, no obstante ese avance, los cambios fueron insuficientes para hacer compatible la legislación mexicana con algunos instrumentos de la legislación internacional a los que México se había adherido (Latapí, 1992). Un ejemplo de ello, que todavía limita el alcance del derecho a la educación, es la laicidad de la educación pública, un principio que es contrario al derecho de los padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos, como lo establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 26.3. Para promover un ambiente escolar más respetuoso de los derechos humanos y de la pluralidad cultural y religiosa, Latapí propuso lo que llamó laicidad abierta, que se aleja de la interpretación antirreligiosa y arreligiosa de la laicidad y promueve una concepción de la escuela como espacio “de convergencia del pluralismo filosófico-religioso de la sociedad” (Latapí, 1992: 35).

El segundo plano en el que se fortaleció el DEd está compuesto con dos leyes innovadoras: la Ley Federal de Educación de 1973, y la Ley General de Educación de 1993. La primera, enmarcada en el proyecto echeverrista de renovar el nacionalismo revolucionario, fortaleció con sus objetivos la justicia social, la democracia y los derechos humanos (artículo 5°). La segunda impulsó las condiciones sociopolíticas para la garantía del DEd con capítulos innovadores sobre la equidad educativa (III) y sobre la participación social (VII).

Si cuantitativamente la educación tuvo una gran expansión desde los años veinte debido al impulso social de la Revolución mexicana, la cuarta transición destaca por la exigencia de formar para la democracia y para el desarrollo equitativo con justicia; esto último ha caracterizado la demanda social apoyada en el principio-valor constitucional de la dignidad humana, fuente de todo derecho, y del proyecto constitucional de una sociedad justa por la promoción y defensa de los derechos humanos. En conjunto, las cuatro leyes sobre educación aprobadas en la tercera y cuarta transiciones recogen la demanda social de justicia e impulsan la ampliación y garantía del DEd.

Conclusiones

El proceso de juridificación del DEd ha sido permanente en el trascurso de las transiciones en las que se ha formado México con fundamento en el proyecto de Estado democrático de derechos. Las transiciones representan avances enmarcados en fuertes conflictos culturales nunca resueltos en forma definitiva, como la relación federalismo-centralismo o la oposición democracia-autoritarismo. En las transiciones del país, la educación ha sido un elemento clave del proyecto jurídico de nación y de la acción transformadora de las dimensiones de la cultura (social, económica y político-gubernamental), bajo el reconocimiento progresivo de los derechos humanos.

Las normas fundamentales vigentes en las transiciones de México muestran el continuado esfuerzo del constitucionalismo nacional, a partir de Cádiz y de Apatzingán, para establecer el derecho a la educación como un bien público que hoy debe garantizarse con calidad y equidad.

La legislación educativa, al tiempo que muestra variantes en diversos momentos de revisión o actualización del proyecto nacional (las revoluciones, el reformismo y su efecto en las constituciones), actualmente recoge valores fundamentales del patrimonio histórico y ofrece una perspectiva renovada de la tarea del Estado como garante del derecho a la educación.

Un resultado importante de la dimensión político-gubernamental ha sido la formación progresiva, desde la década de 1830, de una entidad organizadora y directora de los servicios educativos que culminó en la Secretaría de Educación Pública, dependencia que ha oscilado entre la orientación federalista y la centralista en el cuidado del derecho a la educación.

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Recibido: 30 de Julio de 2018; Aprobado: 07 de Agosto de 2019

* Doctor en Educación Superior. Líneas de investigación: formación de valores y desarrollo moral; derecho a la educación. Publicaciones recientes: (2019), “Artículo tercero constitucional. Génesis, transformación y axiología”, Revista Mexicana de Investigación Educativa, vol. 24, núm. 80, pp. 287-316; (2018), “Enseñar a investigar: aprender en la investigación. Una visión de la Maestría en Investigación Educativa”, en S. Camacho y J.B. Barba (comps.), ¿Es útil formar investigadores de la educación? Alumnos y profesores: diez investigaciones sobre su vida en la escuela, Aguascalientes, Universidad Autónoma de Aguascalientes, pp. 29-56.

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